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BOLETIN/12 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre 2005)

Intimidad y desamparo: Tununa mercado1

Adriana Astutti
Universidad Nacional de Rosario

“En cuanto al futuro”


Una escena vuelve de los textos que quiero comentar: alguien, un
niño, o una mujer, una mujer que acaba de alcanzar acaso por prime-
ra vez la esperanza (un destino, una promesa de futuro, una visión), o
simplemente una mujer cansada, súbitamente aparece tirado en la ca-
lle y desde arriba, los vecinos, como cuervos, se juntan a mal-decir –a
decir con la violencia de la doxa o el chisme o el lugar común– que la
mujer, la vieja, la joven, la casi niña, muerta o inconsciente en el medio
de la calle está, literalmente, fuera de lugar.
Por supuesto, podría reconocer a estas mujeres dentro de una serie
en la que vería una forma de actuar, de abordar, de representar (según
los casos), el desamparo por la letra o el cine, a veces desde un realismo
que vira hacia “un mundo de tipos purulentos” (Castelnuovo), a veces
proliferando en relatos melodramáticos o experimentales (La mendiga,
de César Aira), a veces tensando la cuerda entre el testimonio, el me-
lodrama y el cuento de hadas (La vendedora de rosas, de Gaviria o “La

1
Este texto forma parte de un texto mayor, en curso, que ronda los encuentros de va-
rios escritores con seres en situación de desamparo, siempre tematizando ese encuen-
tro y poniendo en cuestión tanto la autoridad del artista para hablar de esa situación
como las herramientas a mano para hacerlo. Tanto el punto de vista como varios de
los títulos de los apartados que lo estructuran fueron tomados de la novela La hora de
la estrella, de Clarice Lispector.

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Adriana Astutti

vendedora de fósforos”, de Andersen)2 , a veces con el humor del sar-


casmo o la sátira (las mendigas de cara de luna de Fernado Vallejo)3,
a veces desde un esteticismo gélido y acaso marmóreo (“Los enemigos
de los mendigos” de Silvina Ocampo 4.
Vivas algunas, otras ya muertas, casi todas despatarradas en un
charco –de sangre, de sospechas o de barro– la escena las encuentra
paradójicamente cobijadas por la recova de lugares comunes, insultos
y prejuicios que caen desde las cabezas inclinadas de los transeúntes
que cierran filas en torno a ellas durante un momento, antes de conti-
nuar la marcha y olvidarlas. Tiradas en el suelo y vistas desde lo alto,
un foco de luz las devora por un momento, y, tras la autopsia de las
conjeturas, se vuelve a apagar no sin antes generar informes o historias
–clínicas en la mayoría de los casos– que intentan establecerles una
identidad: “¿quién es esa peladita?”, por ejemplo. Es que la excepcio-
nalidad de su estado impone una interrupción y la interrupción una
pregunta para acallar la sorpresa: –¿Qué ha pasado?
No voy, por supuesto, a hablar acá de todos los lugares donde vuelve
la escena, mucho menos a hacer una lista exhaustiva de la presencia de
desamparados en la literatura latinoamericana, llámeselos mendigos,
crotos, linyeras, o gamines: (tendría que venir desde Rubén Darío (“La
canción del oro”), pasando por Cortázar, que, entre enternecido y fas-
cinado por su exotismo lumpen los llama clochards (Rayuela) y le re-
comienda a la Marga leer a Filloy (Caterva), para empezar). Tampoco
me voy a referir acá a la posible caída en la mendicidad mentada como
temor del escritor, que aparece, por ejemplo, en los diarios de Alejan-

2
  Me refiero a la película de César Gaviria, La vendedora de rosas (1998). Sobre la pelí-
cula, ver Carlos Jáuregui: “Violencia, representación y azar” (pp. 223-235), en Moraña
2002 y Jáuregui, Carlos y Juana Suárez: “Profilaxis, traducción y ética: la humanidad
“desechable” en Rodrigo D. No futuro, La vendedora de rosas y La virgen de los sicarios”,
en Revista Iberoamericana. Vol LXVII, Núm 199, Abril-Junio 2002, pp. 367-392.
3
  Jorge Orlando Melo señaló el parentesco de la obra de Vallejo con “Una modesta
propuesta para impedir que los niños de irlanda sean una carga para sus padres y su
país y sean de utilidad para todos” de Swift. Como en Swift, Melo reconoce en Vallejo
a un moralista satírico que “desafía los sentimientos piadosos”. (“Muerte y poesía en
Medellín: la nueva novela de Fernando Vallejo.” En el sitio web del Banco de la Repú-
blica, Biblioteca Luis Angel Arango. Abril 26 de 1994).
4
  En: Cornelia frente al espejo (1988).

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dra Pizarnik (27 de febrero: “Imagino situaciones horribles para obli-


garme a actuar. Así la visión de los clochards para impulsarme a traba-
jar frenéticamente en la oficina sin pensar en las pocas probabilidades
que tengo para llegar a ese estado pues en cualquier momento puedo
volver a Buenos Aires –a mi hogar burgués. Lo mismo el viernes pa-
sado cuando vi la obra de Brecht y me asusté mucho como si mi caída
en la miseria fuera inminente.” –Pizarnik 1984, p.48–); mendicidad
que es, también, uno de los avatares del escritor-becario en Polonia,
en El llanto, de César Aira, justamente la novela donde Aira retoma
la frase de Pizarnik: “hame sucedido lo que yo más temía”, para hacer
su simulacro en pequeño, con inversión especular, del desamparo de
Gombrowicz en Argentina. Osvaldo Lamborghini también se refirió a
este temor cuando habló del escritor como el único que, sin tener que
mendigar, mendiga, en “Sonia (o el final)”.
De todos estos textos que rondan el desamparo, no me interesan
aquellos en que el narrador planea fuera de escena, con cierta autori-
dad moral (no sobre la víctima de los dichos sino sobre los transeúntes
que la rodean o los sirvientes o policías que las vigilan, o sobre el es-
pectador), sino otros que, como en Fernando Vallejo, Silvina Ocam-
po, u Osvaldo Lamborghini (y pienso en la autoridad exasperada de
“aquel que ayer nomás decía” que cierra y narra el encuentro con “El
niño proletario”) o los encuentros con Andrés de Tununa Mercado,
o el encuentro con la mendiga del pichón en “Parecidos y diferencias
entre Colombia y Argentina”, de Aira), se sustraen a la verticalidad
unidireccional (en la que la gente mira al desamparado desde arriba y
afuera y el desamparado y quienes lo rodean son mirados desde más
arriba y más afuera por el narrador-director) para establecer una re-
lación con el artista, con el escritor, con el narrador. O mejor dicho
aquellas ocurrencias de la escena en que el desamparado en su “caída”
o en su posición yaciente, en su inmovilidad (la mujer o el niño, la
niña, o el “hombre principal de la plaza”…) es escrito también como
un accidente, una interrupción, un encuentro imprevisto y que sólo a
medias se puede o se desea comprender o evitar, en la vida del que se
pone a contarlas: donde, digamos, la literatura, el arte, “escenifican la
relación”, o “se cuestionan la mediación”, o el autor, interpelado por la
desconocida (el desconocido, lo desconocido) queda desconocido para
sí, abierto a un nuevo desconocimiento, o expuesto, como en un rapto.

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Adriana Astutti

Por la trouveille; por el tropiezo accidental con la mujer pobre, con la


niña, con el desamparado, con la sangre, con el azar. Y hablo de rapto
y de enajenación, pero también de amor, para señalar la fugacidad del
encuentro en que el artista está sin embargo “dedicado” a este otro
ser (con pasión, interés y acaso crueldad, nunca con disponibilidad
bienhechora; en la que el artista, por motivos inciertos, se desvive por
él). Lejos de marcar un espacio común de identificación, ese rapto
subraya la desproporcionada, la íntima extrañeza de esa relación, (se
sabe que en un rapto de amor si algo no hay es mutuo reconocimien-
to, o, dicho en términos más autorizados: alguien da lo que no tiene
a uno que no es).
Sin dejar de advertir que “las buenas intenciones siempre salen
mal”, el rapto expone al artista a todos los riesgos de la curiosidad li-
teraria, de la pasión malsana, de la obscenidad. Un ejemplo del tono
afectivo de este encuentro podría ser Boca de Lobo, de Sergio Chejfec,
donde también se da un encuentro amoroso de la joven pobre con el
escritor, y, en el marco de esa relación, la escena de los niños que bus-
can algo en un basural –quién sabe qué– sirve como telón de fondo
del atropello de la joven por su amante, el escritor, violencia a la que
éste se arroja sin saber cómo, fuera de sí, con una inexplicable necesi-
dad de poseerla hasta el exceso, de violentarla más allá y a pesar de la
previa entrega de la muchacha y de su docilidad.

“Registro de los hechos precedentes”


Pero hablaba de la fugacidad de un encuentro cuyo testimonio
es parco en palabras, en explicaciones, e insisto, acaso porque ena-
jenado él mismo, encuentra al escritor expuesto en su necesidad de
reconocer(se) en ese rapto. Sólo que esa necesidad de auto-reconocer-
se del autor lo incomoda, lo lleva a sospechar de sus propias inclina-
ciones al inclinarse hacia el desamparado. Sabedor de que ese encuen-
tro puede ser lo que Tununa Mercado llamo tema-llave, “tantas veces
ganzúa para infinitas puertas narrativas” (MERCADO 1998: 104), el
rapto lo lleva a rebelarse unas veces ante la docilidad del otro, como se
lee entre paréntesis en una de las entradas de Rodrigo, el escritor-na-
rrador de La hora de la estrella, de Clarice Lispector: “(Esta muchacha
me incomoda tanto que me he quedado vacío. Tengo rabia. Una ira
como para tirar vasos y platos y romper cristales. ¿Cómo vengarme?

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O mejor ¿cómo compensarme? Ya lo sé: queriendo a mi perro, que


tiene más comida que esta chica. ¿Por qué no reacciona ella? ¿Dónde
está su fibra? No tiene, es dulce y obediente)” (Lispector 2000: 26).
En todo caso, es imposible establecer un lazo entre la mujer caída o el
hombre a la intemperie y el escritor. O si lo es, se vuelve una alianza
azarosa, a medias entendida y siempre al borde de la traición, como
el contacto imposible de la mendiga o los gamines con el escritor fan-
tasma que establece Vallejo: dispuestos todos a hacer hilachas cuanta
nalga burócrata se les acerque a ellos o a sus perros o a punto de ser
degollados a machetazos por la ira del narrador. Violento, impiadoso,
distante o alerta contra los peligros del humanismo o de la bieninten-
ción, el encuentro pone en cuestión el estatuto del medio de expresión
del escritor para narrarlo. Evidencia, se diría, la imperiosa gratuidad
de su hacer:

“Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo:


sobro (...) No soporto más la rutina de ser yo mismo (...)
Pero estoy preparado para salir discretamente por la puer-
ta trasera....”,

dice Rodrigo en La hora de la estrella, para decir, de otro modo, la


esencia de este pacto de no-comunión.

Intimidad y desamparo: Tununa Mercado


Quienes hayan leído los textos que Tununa Mercado habrán nota-
do que algunos motivos recurren a lo largo de libros y años: sus “re-
laciones ambiguas con la ropa, probablemente el objeto en que con
más crudeza se encarnan los términos de la carencia, el despojo, la
desnudez” (Mercado 1998: 33), según dice; sus dificultades a la hora
de habitar una casa “las habitaciones inexploradas sólo contenían es-
panto y ese espanto crecía a medida que se acercaba el momento de
habitarlas” (Mercado 1998: 80), o la casa (todas las casas, las de la
infancia, las del exilio, la casa inconclusa del retorno) como una pe-
sadilla recurrente:

“la casa de mi infancia en Córdoba aparecía en mis sue-


ños, perforada de roperos sin salida en los que era atrapa-

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Adriana Astutti

da en medio de fricciones de la seda, el algodón o la lana”


(Mercado 1998: 78),

dificultades que finalmente la llevan a aceptar que “esa vida preca-


ria y provisoria era tal vez la que correspondía a la forma de mi deseo”
(Mercado 1998: 78); la recurrencia de la historia de un niño que pier-
de y vuelve a encontrar a sus padres durante la guerra en Alemania;
las sucesivas situaciones de “encolumnamiento” y filas o listas en que
los seres se desvanecen en sus textos; o los encuentros sucesivos con el
linyera Andrés: en “Intemperies”, de En estado de memoria, “Ruedas
de cartón”, de Narrar después, y “Yo no tengo puerta, dijo”, inédito
todavía5.
Si no fuera porque en cierto sentido esto puede decirse de casi to-
dos sus escritos, podría afirmar que estos ejemplos de retornos que
traigo tienen la materia común del desamparo. Que todos ellos, de al-
gún modo, salen de la bolsa cuyo uso connota la intempestiva, a la vez
temida e imperiosa, exposición a lo abierto, a lo impropio, al desecho:
«(siempre una bolsa, la bolsa es el gran significante de la intemperie)”,
dice ella (Mercado 1998: 102).
Como si la letra impresa nunca fuera suficiente para cerrar un mo-
tivo o acallar una pregunta, éste insiste y cada nuevo texto que vuel-
ve a rondarlo lo desvía, lo complica o lo acecha desde otro flanco, o,
para decirlo con la lengua de Tununa Mercado, “lo platica”. Así, An-
drés aparece por primera vez en los textos de Mercado al final de un
libro que dice el estado de extrañamiento que domina la sensación
del regreso a Argentina, tras el largo exilio en México. Las fechas que
aparecen en el relato, -fechas que, a pesar de que el relato reniega de
la grandilocuencia que implicaría llevar un diario del encuentro, tra-
tan de asirlo en una precaria periodicidad-, lo sitúan entre febrero y
marzo de 1988. Tendido entre la errancia distraída y los sobresaltos
del espejismo (101) y siempre inmerso en el estruendo impersonal de
la vida de los otros, los no extranjeros, los que el relato muestra como
dueños de la ciudad sin calma -”era espesa la densidad de humanos y

5
  Texto leído por Tununa Mercado en Rosario, en respuesta a la invitación a hablar de
“Intimidad y literatura” en el “IV Congreso Internacional de Teoría y Crítica Litera-
ria” del CETyCL. UNR, 18 de agosto de 2004.

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animales atareados en sus asuntos: pasar, circular, dar vuelta, reco-


ger, correr, hacer flexiones, pasear perros los unos... (Mercado 1998:
101)”-, el desamparo de Tununa (la que narra), resuena en el desam-
paro de ese hombre de la plaza con el que se instala una relación que
el texto explora pero no logra nombrar sino como “estado” y mostrar
sino como “interés” acumulado paradójicamente por aquel, con quien
“nada se puede acumular” (Mercado 1998:110):

“El interés por el hombre de la plaza me ponía, sin yo que-


rerlo, en un estado de excepción o, por lo menos, de emer-
gencia; producía en mí una emoción literaria en el sentido
más lato, la que se siente cuando en un texto uno tropieza
con una revelación contundente acerca del ser, y esa reve-
lación, erigida como un límite, ensancha la conciencia del
desamparo y afina la percepción de la muerte, sobre el sen-
tido de la muerte” (Mercado 1998: 103).

Por eso esta relación no tiene nombre en el relato de la intemperie.


Sólo diez años después, y en otro texto, se la define como obsesión:

“su intemperie se convirtió en una obsesión para mí en esos


primeros meses de desarraigo respecto de México y de ex-
trañamiento respecto de la Argentina”,

escribe Mercado en “Ruedas de cartón”, fechado en mayo de 2002.


El desamparo, que no los identifica, resuena como un llamado, una
apelación que la afecta en la torsión del nombre propio 6 . Entonces,
en boca de Andrés, Tununa se vuelve Tutuna, como si el nombre de-
biera amoldarse a la llamada desnuda del encuentro de un yo que se
desconoce con un tu que lo señala sin más. Quizá porque que esa a
quien llaman así no es ella, o porque la confianza dislocada del tuteo
(del tútú), no responde a la distancia inevitable que esa relación entre
extranjeros instaura (“conocer su circunstancia me colocaba en una
situación difícil, sin argumentos, porque si podía hablar con él en la
6
  Que en Tununa Mercado es ya un nombre apropiado, un sobrenombre, un nombre
elegido y adoptado sobre el Nélida que reza su documento de identidad.

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intemperie no se veía muy bien que no pudiera hacerlo en la sala de mi


casa, habiendo establecido de este modo jerarquías en mis relaciones,
discriminando a los sujetos de mi atención (Mercado 1998: 106))”, lo
cierto es que ninguna protección tutelar puede el otro encontrar en
la mujer desamparada. O quizá, también, porque la que testimonia
el encuentro sabe que se llama como el otro la llama, o porque a esta
altura de la relación ella ya ha decidido que él es el “hombre principal
de la plaza” y ella tan sólo la “transeúnte secundaria” y responde a esa
autoridad instaurada, o porque en el encuentro se hacen patentes tanto
la extrañeza de su nombre propio como la extrañeza fundante de toda
intimidad, la miseria de la comunicación y la vacuidad del lazo que sus
palabras instauraban (Mercado 1998: 105), acaso por todo esto o por
alguna otra causa, Tununa pasa sobre el equívoco:

“A Andrés no me pareció conveniente aclararle que a la


segunda u de mi nombre no le antecede una te y preferí
confiar en que alguna iluminación fuera de contexto habría
de disipar el equívoco sobre ese aspecto de nuestras relacio-
nes.” (Mercado 1998: 109)

Finalmente, cuando la narradora, atenta a no ser indiscreta, ya no


encuentra de qué hablar con Andrés (¿qué iban a decirse si lo que él
suelta no constituye ningún cuerpo narrativo, si la conversación des-
cartaba el clima y si las “noticias” al otro no le interesaban; qué si las
conversaciones sobre literatura, además de superficiales se resumían a
dos o tres libros, qué, si la autora no era como William Kennedy, autor
de Ironweed, o Gonzalo Celorio, una “autoridad en indigencia calleje-
ra”; qué, si el “interés” de la autora por saber cómo el otro sorteaba los
lances meteorológicos se le volvía irrisorio?), el primer encuentro, y su
relato, llegan a su primer final.
Del testimonio del segundo encuentro de la autora con Andrés es
poco lo que se me ocurre comentar, salvo que me suscita un cierto re-
paro (quizá es ese reparo lo único que debería interrogar). Pero sólo
diré por ahora que “Ruedas de cartón” 7, está fechado el 12 de mayo de

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  En Narrar después. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2003, pp. 94-98.

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2002. Escrito en ocasión de una lectura de la SEA en la librería Gand-


hi, de Buenos Aires, la fecha, y el tema de la conferencia, -que comien-
za con el encuentro con Andrés, continúa con el uso de cochecitos in-
fantiles como medio de trasportar enseres y pertenencias en distintos
éxodos, y concluye con los carros de supermercado y sus usos en las
recolecciones de cartón y material reciclable-, pueden pensarse otra
vez como nombrando un nuevo “estado de excepción”: el punto nodal
de la crisis argentina y la instauración del mercado del cartón como
recurso y como paradigma para nombrar ese estado. En este sentido
este nuevo texto de Tununa puede leerse en sintonía con la fundación
de la editorial “Eloísa cartonera” y con el libro de poemas de Daniel
Samoilovich, El carrito de Eneas y la novela de César Aira, La villa,
como emergentes, en el caso de Aira un poco anterior, a ese “estado de
excepción” en el que todos están inmersos: Buenos Aires, 2002. Y en
connivencia con estos otros textos entonces, conviene pensar aquí en
el de Tununa Mercado, empeñado (con cartonera seriedad, se diría) en
prestar atención, ordenar y separar: clasificar, los distintos estamentos
de una sociedad deshecha: en clases según los carros, en antigüedad de
desamparo según el calzado, en grados de nomadismo, según el lecho,
en pericia de intemperie según el temple, en grados de conciencia, se-
gún la falta de fantasía de arraigo, y en grados de arte, según el talento
para dar lugar al hallazgo. Ejemplo cúlmine de la curiosa pirámide je-
rárquica que parece armar este texto, Andrés (que con ejemplar temple
vive el desamparo, por “propia decisión”, según la autora recuerda va-
rias veces en todos los textos) no sólo es matemático y experto en aje-
drez (todos los días espera a un estudiante con su única pertenencia, el
tablero ordenado para hacer una partida), sino que es el fabricante de
unos anteojos que deberían estar en un museo:

“Tenía unos anteojos de culo de botella que él mismo se


había fabricado: dos lentes completamente redondos sepa-
rados por un puentecito de madera y unas patillas de alam-
bre. Un objeto Duchamp que debería estar en un museo de
arte” (Mercado 2003: 95).

Como si con este recurso a la estetización la autora quisiera despe-


garse (y despegar al lector) de cualquier inclinación compartida con

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aquéllos “pidadosos faltos de homor” (¿se habrá querido decir humor, o


acaso honor, o ambas cosas con la errata?) que escucharon las anécdotas
de Andrés en el primer relato (Mercado 1998: 112).
Voy a pasar ahora al tercer encuentro con Andrés en los textos de
Tununa Mercado, donde otra vez las voces se mezclan hasta que sobre-
viene el entrecomillado final:

“En la entrada de la escuela Rodríguez Peña, a oscuras, esta-


ba Andrés. Supe que aparezco en un libro suyo, me dijo. Así
es, estaba esperando encontrarlo para dárselo. Y de pronto
surgió mi reclamo: No pude decírselo porque usted me ha
eludido todas las veces que me lo crucé. Creía que estaba
disgustado conmigo. Su respuesta fue como una flecha que
me trastornó, que me llegó a lo más íntimo de mi corazón.
‘Usted tiene que entender: yo no tengo puerta’.” (Mercado
2004: 3)

Si en el primer testimonio las palabras de Andrés eran siempre refe-


ridas por la autora, en discurso indirecto, y en el segundo se deja oír su
voz: sus palabras se suman y se suceden a las de ella, sin que guiones ni
comillas la separen del relato, en este último encuentro el diálogo con-
funde unas veces las palabras de Andrés con las de la narradora, para
entrecomillarlas otras como si en ese solo gesto se marcara ya la intimi-
dad como “especie furtiva”, furtiva apropiación de la palabra de otro.
El diálogo, entonces, y sobre todo en él la frase entrecomillada de An-
drés, “Usted tiene que entender: yo no tengo puerta”, podría entenderse
como una defensa por parte de Andrés, (claro que es Mercado quien
escribe sus palabras para nosotros), de los derechos sobre su vida pri-
vada, un poco indiscretamente interrogada en el libro de ella. Al decir
esto no me refiero a la vida “anterior” de Andrés, la previa a su radica-
ción en la plaza, la que podría albergar un secreto o un trauma que lo
arrojara a vivir así, –en conjeturar ese secreto, ese presunto trauma, a la
narradora y a la señora de la cola del colectivo parecía “írseles la vida”,
en la primera versión del encuentro (Mercado 1998: 107)–. No serían
los derechos sobre esa vida los que la frase de Andrés parece reclamar;
tampoco los motivos, conjeturales, que lo mantendrían a la intemperie:

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la ilusión triunfante de que los suyos lo estuvieran viendo en ese lugar8,


sino lo que ahora, en el abierto discurrir de sus días a la intemperie,
constituye el último refugio de su privacidad: su nombre, sus señas de
residencia, sus enseres y ocupaciones, sus palabras e intereses, aquello
que él sabe, piensa o dice sobre los otros habitantes de la plaza, esos que
“sí están del otro lado”, en fin, todo aquello que quedó plasmado en el
relato que la escritora esperaba darle en un próximo encuentro, sus di-
chos mezclados con los de ella, interpretados por ella.
Bien podría pensarse que si en el primer relato donde es narrado se
cuenta cómo Andrés se refugiaba entre las cortinas de agua de las que
otros huían (MERCADO 1998: 102) o, cómo él se había creado una
rutina poblada de todos los gestos inadvertidos de una vida cotidiana,
dividiendo los espacios de la plaza al modo en que se distribuyen los de
una casa –había hecho, se diría, de su intemperie un hábito–, la expli-
cación que Andrés da de su traslado en este último encuentro: “sintió el
peligro del fuego” –explicación que justificaría su traslado sólo si aque-
lla intemperie se hubiera sustituido por otro tipo de refugio y no por
otras intemperies en sucesivas plazas–, bien puede entenderse como un
intento de sustraerse de la pasión de esa mujer que había sido, según
ella lo dice en el relato, miserable con su historia, y que aun imponién-
dose ser discreta, pudiera traicionar la intimidad lanzada entre ambos.
Como si Andrés supiera que, incluso mientras dormía, esa mujer lo se-
guía rondando. Ese “usted tiene que entender, yo no tengo puerta” bien
puede entonces ser un reclamo. Y vuelto reclamo queda, por tanto, en
el terreno de lo propio, de los derechos, de lo que, siendo privado se
opone a lo público y tanto Andrés como cualquier otro tiene derecho a
conservar, a defender, a resguardar. La frase, al parecer, dice eso.
Pero también dice, como suplemento, el lazo establecido en ese en-
cuentro donde la intimidad de Andrés, y la de la Tutuna del relato, jun-
tas tienen lugar, porque juntas se sustraen al resonar en la intimidad
del otro, como espacio suplementario de lo privado, a la vez expuesto
e indefendible, abierto como “un campo extra de formato indefinido

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  “El me dijo ese mismo día en el que yo me preguntaba si éramos vistos, como adivi-
nando mi pensamiento, que él creía que los suyos de otros tiempos tal vez lo veían vivir
de ese modo, y tuve la impresión de que saber que lo veían lo confirmaba triunfalmen-
te en su empeño.” (Mercado 1998: 111)

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que apela a los afectos, los sentimientos, los deseos”. Entonces el “yo no
tengo puerta” es a la vez un reclamo y una disculpa, un reclamo y un
pedido: “usted tiene que entender”, al mostrar en esas palabras una ver-
güenza, un pudor, en una respuesta simétrica a la que Tununa cuenta
en “Intemperie” como reacción propia –a la vez inexplicable– cuando
es alcanzada por el dedo índice del freak, en la fila del colectivo, clava-
do en sus costillas como peculiar “llamado de atención”:

“... esta vez, cuando me lo hizo a mí, no supe qué actitud


tomar. Me di cuenta que era alguien de excepción, un des-
proporcionado, y que mi reacción no podía ser normal. (...)
Tuve mucho terror y mucha confusión y no respondía a la
inquisición del hombre, proferida en una jerga propia, con
un sentido para mí incomprensible; el freak se alejó (...) y,
en vez de ejercer mis derechos de ciudadana, por así decirlo,
de situarme en el plano de la reivindicación, lo cual siempre
ayuda a reconstruir la imagen personal dañada, sentí ver-
güenza de haberme visto expuesta al dedo del freak delante
de personas...” (Mercado 1998: 107).

De ahí el interés de este encuentro donde Tununa, la que narra,


como siempre “al borde del estruendo” (Mercado 2004: 3) nos trae a
los lectores noticias de Andrés. Pero si el valor depende del interés, el
interés suele acompañarse del adjetivo “morboso”, ya que la “intimidad
es lo que le pasa a uno y le interesa a muchos”. (Aira 2004: 7). Esas ver-
güenzas sin razón, vergüenzas sin culpa que muestran estos dos episo-
dios puestos en espejo: la vergüenza al ser alcanzada por el índice del
freak de una o la vergüenza al ser alcanzado por el índice de la escritora
en el otro, muestran la intimidad como aquello que, aún siendo radi-
calmente ajeno, impropio, incluso insospechado para “uno mismo”, no
puede desolidarizarse de sí mismo:

“Lo que aparece en la vergüenza es pues precisamente el


hecho de estar clavado a sí mismo, la imposibilidad radical
de huir de sí para ocultarse a uno mismo, la presencia irre-
misible del yo ante uno mismo. (...) Es nuestra intimidad,
es decir nuestra presencia ante nosotros mismos, lo que es

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vergonzoso. No revela nuestra nada, sino la totalidad de


nuestra existencia...”; “la vergüenza, es, a la vez, pasividad y
actividad, ser mirado y mirar”; “la vergüenza es nada menos
que el sentimiento fundamental de ser sujeto (...) de estar
sometido y ser soberano”. 9

La vergüenza siempre deja su huella en un rostro. Inútil tratar de


ocultar el embarazo, el temblor de la voz, el rubor. Hablé antes de la
bolsa como significante del desamparo en Tununa Mercado. Ese des-
amparo, que despertó el interés de la escritora y que me interesó ver
como inclinación o exposición hacia lo abierto, no debe sin embargo
pensarse como una tendencia a lo anónimo, lo inmarcado, lo sin iden-
tidad, sino como este estado de soberanía de un sujetado (de desubjeti-
vación de un sujeto) cuando está presente ante sí mismo. Eso que aver-
güenza y de lo que se quiere huir. De ahí que Mercado advierta que, si
la bolsa sirve para aglutinar el desecho, no servirá en cambio para ocul-
tarse en ella, para ocultar un estilo, la calidad impropia de un andar, la
huella única y a la vez desconocida de un yo. Con sabiduría, la hablar
del pata de bolsa, como llamaban al amante furtivo del texto de Liliana
Heer, Mercado comenta:

“no hay bolsas para calzarse si se quieren borrar los pasos


de una escritura. En el relato más objetivo, con mayores
recursos realistas o miméticos de lo real circundante, o en
el que se cree prestar la voz para que el prójimo pueda na-
rrar, e incluso en el que recoge un testimonio y lo transcri-
be, habrá una huella de origen. Estará en la disposición de
las líneas del texto, en la manera de espaciar, en los silen-
cios de la puntuación, en los blancos y hasta en los errores
y las erratas. Sin contar con la materia misma narrada, que
seguramente ha sufrido numerosos trastornos al salir de la
memoria, de la invención o, para volver a decirlo: de las re-
laciones íntimas del sujeto y la palabra, siendo la palabra el
Otro por antonomasia.” (Mercado 2004: 5)
9
  Emmanuel Levinas citado en Agamben, Giorgio: Después de Auschwitz. El archivo y
el testito. HOMO SACER III. Valencia, Pre-Textos, 2000, pp. 109-112.

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Adriana Astutti

Referencias bibliográficas:

Aira, César: El llanto. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1992. Aira,


César: La mendiga. Buenos Aires, Mondadori, 1998.
Aira, César: “La intimidad”. Leído en el “IV Congreso Interna-
cional de Teoría y Crítica Literaria”. Rosario, UNR, agosto de 2004,
(mimeo).
Pizarnik, Alejandra (1984): Semblanza. Introducción y compilación
Frank Graziano. México, Fondo de Cultura Económica.
Lispector, Clarice: La hora de la estrella. Barcelona, Siruela, 2000.
Vallejo, Fernando: El río del tiempo. Colombia, Alfaguara, 2000.
Incluye 5 novelas, entre ellas la cuarta, Años de indulgencia, (1989),
donde aparece la mendiga cara de luna.
Mercado, Tununa: En estado de memoria. Córdoba, Alción, 1998.
Mercado, Tununa: Narrar después. Rosario, Beatriz Viterbo Edito-
ra, 2003.
Mercado, Tununa: “Yo no tengo puerta” (mimeo, 2004)

Versión digital: www.celarg.org

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