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Invasión: la colaboración entre Borges, Bioy Casares y Hugo Santiago que resultó en la mejor

película del cine argentino.

Por Hernán Ferreirós, para La Nación.

A 50 años de su estreno, el 16 de octubre de 1969 en el desaparecido cine Hindú de Buenos Aires,


Invasión, el debut en el largometraje de Hugo Santiago (1939-2018), rodada cuando solo tenía 29
años sobre un guión coescrito con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, es ampliamente
reconocida como una de las obras maestras del cine nacional. Pero ésta no siempre fue la opinión
más frecuente. Bioy Casares describe la noche de la premiere en el diario de 1700 páginas en el que
registró minuciosamente (y con una irreverente y elevada dosis de malicia) cuatro décadas de
amistad con Borges: “El film no llega a los espectadores; éstos ríen en los momentos trágicos y
largamente se aburren. Nos vamos con precipitación, pero la gente (alguna famosa por la
impertinencia agresiva) me detiene para felicitarme. Manucho, tan cáustico; Dalmiro Saenz, tan
acometedor; ambos elogiosos y cordiales. A Mastronardi lo interrumpo: “Entre bueyes no hay
cornadas” (en seguida dudo del acierto de la frase). “El bodrio del año”, afirma tristemente un
desconocido”.

La película fue un fracaso y no es difícil entender la razón. Borges lo atribuía a que el argumento
resultaba incomprensible; Bioy, a los “parlamentos demasiado concluidos, correctos y
sentenciosos”. Si bien ambas objeciones pueden ser ciertas, el mayor obstáculo que presenta
Invasión a su público es que se trata de un objeto puramente cinematográfico que corta cualquier
vínculo no solo con el mundo real sino también con el mundo que los espectadores esperan del cine
comercial. No pertenece a ningún género establecido (no es exactamente fantástico, tampoco un
thriller). No milita en el realismo psicológico, ni en ningún tipo de realismo. Borra cualquier
referente (la muy protagónica ciudad, Aquilea, no existe fuera de la pantalla, no es Buenos Aires
aunque está compuesta por algunas de sus partes). No ofrece sentidos transparentes, ni mucho
menos un significado alegórico o político (aunque se la leyó frecuentemente en esta clave, siempre
reserva una zona díscola que desmiente las interpretaciones totalizadoras).

Tiene una trama fuerte y clara, aunque reducida su menor expresión: un choque de fuerzas
antagónicas. La sinopsis de Borges es célebre: “La leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada
por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta
el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. Jamás se revela quiénes son esos invasores o cuál es
el objetivo de su ataque, ni se sabe demasiado de los que resisten. Las actuaciones son asordinadas,
deliberadamente inexpresivas. Tantas sustracciones, sin embargo, no la vuelven una película
minimalista, en muchos aspectos es todo lo contrario. Como observa Bioy, los diálogos (de Borges)
son imposiblemente estilizados para la oralidad (así se habla de fútbol: “Don Porfirio, usted, con su
criterio anticuado, ¿qué pálpito formula para el partido del domingo?”). Lo mismo puede decirse de
la puesta en escena: imposiblemente estilizada para que el artificio pase desapercibido, para
alcanzar ese grado cero de la enunciación que recibimos como la corrección que nos permite entrar
sin barreras al relato. Todos estos desvíos tampoco dejan a la película en el lugar abstracto y
solitario de la experimentación pura. Invasión es cine narrativo e, incluso, de género (aunque no
está claro de qué género) solo que ubica su deslumbrante potencia formal en primer lugar.

La primera escena ya contiene su programa estético. Se trata de un cliché: Heredia, el protagonista


(interpretado por Lautaro Murúa), se sobresalta por un ruido en la oscuridad. Este lugar común
temático suele acudir a otro formal: el modo “natural” del filmarlo, que es un plano general del
personaje para ubicarlo espacialmente, un plano corto para mostrar su sobresalto y su mirada, un
contraplano general para revelar lo que ve y, finalmente, otro plano corto del personaje para su
reacción. Santiago la compone de otro modo: un plano general del personaje que se detiene
abruptamente, un primer plano picado del personaje que da media vuelta, otro plano general en el
que da otra media vuelta y un primer plano contrapicado en el que continua su marcha. El lugar
común del ruido repentino que pone bajo alerta a un infiltrado queda convertido, por los
movimientos del actor y la alternancia anómala, desnaturalizada, de los encuadres, en una suerte de
paso de baile, en una danza entre el personaje y la cámara. La primera reacción del público ante esta
presentación probablemente sea “¿qué demonios sucedió?”. Lo que sucedió no fue un tropo
cinematográfico visto mil veces sino algo mucho más significativo: la película plantea que la
cámara no asuma el rol pasivo de “mostrar”, el de testigo mudo e invisible de los acontecimientos,
sino que afirme su presencia y establezca que su punto de vista es el acontecimiento. Sólo pasaron
30 segundos del film.

Desde luego que esta idea acerca del cine no fue una invención de Santiago sino que los directores
de la nouvelle vague, especialmente Jean-Luc Godard, venían implementándola desde hacía una
década. Esa década, los sesenta, fue el período en el que Hugo Santiago se formó como realizador.
Tras un paso fugaz por la facultad de Filosofía y Letras (donde conoció a Borges y hasta logró que
recomendara a una editorial un libro de poemas que había compuesto), Santiago escribió y codirigió
(junto a Lautaro Murúa), con apenas 19 años, una miniserie para televisión llamada De padres e
hijos por la que obtuvo una beca del Fondo Nacional de las Artes para viajar a París. Su objetivo era
conocer a Robert Bresson, el cineasta que más admiraba (y de quien luego tomaría los personajes
neutros, atonales, vaciados de emoción). Resultaba completamente ilusorio que un joven de 20
años, recién llegado de Argentina y que casi no hablaba francés pudiera ponerse en contacto con el
más recluido de los realizadores franceses. Pero Santiago no sólo llegó a conocerlo sino que trabajó
con él siete años y fue su asistente de dirección en El proceso de Juana de Arco (1962). “Coincidí
con Bresson en casa de Jean Cocteau”, recuerda en una entrevista compilada en el volumen
Generación 60 / Generación 90. Cine argentino independiente. “Cocteau le dijo que un joven poeta
había venido desde el otro lado del mundo solo para conocerlo. Y Bresson que, contra lo que dice la
leyenda, era extremadamente considerado vino a verme... Mi francés en ese momento era aún muy
elemental pero hablamos dos horas. Por supuesto, de cine y de su manera de narrar estrictamente
cinematográfica... Bresson no sabía que hacer conmigo pero comprendió que no se libraría de mí
fácilmente: terminó aceptándome como uno de sus tres asistentes”.

Santiago debió ser una persona de una determinación extraordinaria porque, tras cumplir su objetivo
de trabajar con Bresson, volvió al país y, cuando todavía era un desconocido, convenció no solo a
Borges y Bioy de que coescribieran el guión de su debut, sino también a Anibal Troilo para que
compusiera el tema central de la banda sonora (una milonga con letra de Borges) y al compositor y
ensayista Juan Carlos Paz, quien introdujo la música dodecafónica en America Latina (alguien que
nunca había actuado), para que asuma el rol protagónico de Don Porfirio (una especie de avatar de
Macedonio Fernández). El vínculo con sus coguionistas no estuvo exento de contratiempos, el
principal fue que no se sentían a gusto trabajando por encargo. En su diario, Bioy se queja de la
dificultad de crear sobre ideas de otros, mientras que Borges propone no cobrar el adelanto y
pasarle el trabajo a Ulises Petit de Murat. Finalmente, acuerdan renunciar: “Comen en casa Borges
y Hugo Santiago Muchnik”, escribe Bioy en la entrada del 8 de julio de 1967. “A Muchnik le digo:
“Tengo, para usted, una buena y una mala noticia. La buena es que hemos concluido el resumen del
film y que se lo regalamos para que haga lo que quiera. La mala es que no haremos el libreto”.
Como un caballero, como un buen perdedor, Muchnik acepta mis palabras. Dice que esas diez
páginas que le hemos hecho son lo esencial y que gracias a ellas podrán seguir adelante con el film.
Muchnik se declara satisfecho, feliz, conversa un rato sobre la película, sugiere detalles y
modificaciones atinadas y hasta un posible título: Invasión. Comentará luego Borges: “Es un
caballero. No flaqueó en ningún momento. Cuando esté solo en su cuarto se pondrá a llorar.
Nosotros le entregamos un argumento que parece de Nick Carter, pero la realidad nos ha regalado
una escena que parece de Henry James: el fervoroso admirador que descubre que los ídolos tienen
pies de barro; que los colosos son chiquititos. La gente sobrevalúa nuestra capacidad literaria. Yo
también creo que si un hombre sabe pintar puede pintar a pedido un gato... Quizá no tenga ganas o
no pueda”.

A pesar de todo, Santiago no se dejó doblegar y a los pocos días, ambos estaban trabajando de
nuevo en el libreto. Finalmente, por un viaje de Bioy a Europa, el director terminó escribiendo el
guión con Borges: “Trabajé espléndidamente con él”, recuerda. “Borges había sido un gran cinéfilo
y pude transmitirle rigurosamente mi proyecto cinematográfico. Como sabemos, era un mago de la
palabra, pero también de la manipulación de los acontecimientos. Era muy accesible a las
objeciones y a las sugerencias. Es más: exigía la crítica y la discusión, e inmediatamente se ponía
sin esfuerzo en condiciones de seguir trabajando sobre un esquema recién modificado. Fue una
larga tarea de ocho meses en Buenos Aires, más dos meses de sucesivos carteos porque el estuvo de
Norteamérica y yo en Europa. Hay detalles que discutimos y afinamos hasta poco antes de la
filmación”.

La construcción de una épica es central en la película. Ya el nombre de la ciudad, Aquilea, remite a


La Ilíada y al sitio más famoso, el de Troya. Esta referencia invoca una temporalidad mítica que nos
despega de la contingencias del presente. Aunque el paisaje es casi como el de Buenos Aires de
fines de los sesenta (pero la ciudad tiene islas y una frontera montañosa y falta el obelisco), se nos
dice que la acción transcurre en 1957. Borges explicó que seleccionó ese año porque no reenviaba,
para él, a ningún acontecimiento histórico o político destacado. A dos años del golpe del 55 y en
plena presidencia de facto de Aramburu, muchos disentirán con esa evaluación. Sin embargo, tal
como Alphaville (la ciudad creada por Jean-Luc Godard en la película homónima de 1965 y que
luce exactamente como París en 1965 pero, se nos dice, está ubicada en el futuro y en otro planeta)
Aquilea no es parte de nuestro mundo.

En este lugar y este tiempo míticos, los personajes aprenden quiénes son a través del encuentro con
el coraje: todos los protagonistas mencionan el miedo, incluso Cachorro, el más fuerte de ellos, dice
que les teme a algunas mujeres. Este tema, el reconocimiento del propio coraje, es recurrente en la
literatura de Borges. Según escribió Ricardo Piglia en un artículo definitorio, la ficción de Borges se
construye en la articulación de un linaje doble: el linaje materno, que porta la valentía de los
hombres de acción y el paterno, que transmite los libros. La anagnórisis, el momento central
identificado por Aristóteles en la tragedia griega en el que el protagonista se enfrenta a una verdad
acerca de sí mismo (“Luke, soy tu padre”, en la épica del siglo XX), en la ficción de Borges se da,
muchas veces, cuando un personaje llega a su cita con la muerte y allí descubre si es parte o no de
las estirpe de los guerreros. Esta situación está planteada al pie de la letra en la película cuando
Lebendiger (Daniel Fernández), el seductor compulsivo del grupo, es llevado a una emboscada por
la modelo Claudia Sánchez. Es posible rastrear en Invasión los dos linajes que identificó Piglia
porque la película enfrenta a un grupo de compadritos porteños transportados de otra era con un
grupo de villanos sin nombre salidos de la ficción moderna, es decir, combina una estirpe antigua de
acción, duelos y sangre con una de pura invención literaria. “Su máquina narrativa es un compuesto
de criollismo y fantástico”, dice David Oubiña en un excelente artículo sobre el film llamado “La
máquina de pensar”.

Hacia afuera de la ficción, Invasión tiene su propia historia mítica. En 1978, en plena dictadura
militar, se perdieron 8 bobinas del negativo original que permanecía en el laboratorio Alex. Algunas
historias insólitas circularon en torno a este incidente: que era común robar los negativos para
revender las sales del plata o que el celuloide se fundía para fabricar peines. Hugo Santiago
consideró que se trató de un operativo: “Vinieron y los robaron”. Recién 21 años después, el
negativo pudo ser reconstruido en Francia, mediante el costoso procedimiento de crear uno nuevo a
partir de las copias existentes. Esta desaparición durante el Proceso pareció avalar la idea de que
este film era un artefacto peligroso para la dictadura y, en consecuencia, reforzaba la lectura política
que tiene a flor de piel.
Durante la escritura y filmación de la película permaneció en el poder Juan Carlos Onganía, líder de
la llamada “revolución argentina” que derrocó al presidente legítimo Arturo Illia y orquestó una
política de represión singularmente violenta (la “noche de los bastones largos”, en la que la policía
golpeó con saña a estudiantes y docentes universitarios, tuvo lugar poco después de la asonada
militar). Entre otras medidas, la dictadura terminó con las restricciones a compañías de
hidrocarburos impuestas por Illia, revocó el control de capitales y abrió la economía para favorecer
la inversión extranjera. La eficacia económica de estas disposiciones puede ser objeto de debate
pero, en la visión de la izquierda de la época, inequívocamente implicaban una claudicación de los
intereses nacionales y una entrega al capital depredador. En este contexto, los invasores del film no
pueden ser sino las fuerzas imperialistas, en complicidad con la clase privilegiada que impone por la
violencia lo que no consigue por los votos. La contraofensiva a este poder colonizador está en ese
grupo de arquetipos porteños que viste traje oscuro (todos los invasores llevan el mismo traje claro,
como si el enfrentamiento fuera una partida de ajedrez). Cuando esta primera célula fracasa, se
activa una segunda, más numerosa y de integrantes más jóvenes: “Ahora nos toca a nosotros”, dice
uno de ellos (Lito Cruz) al tiempo que recibe un revolver, “pero tendrá que ser de otra manera”, lo
que sugiere, sin muchos matices, el paso a la lucha armada. Todo parece bastante claro: Invasión es
una película que aboga por una resistencia radicalizada ante las políticas entreguistas de un
gobierno al servicio de intereses transnacionales (no necesariamente el de Onganía, sino cualquiera
de las dictaduras argentinas: Oubiña, jugando con la idea de “cine de anticipación” dice que la
película anticipó al Proceso).

Y, sin embargo, para la militancia más dura, una película con semejante grado de elitismo (muchos
de los colaboradores del film eran artistas de vanguardia del Instituto Di Tella), de esteticismo y una
sospechosa ausencia de obreros e integrantes de las clases populares en el relato, no podía ser vista
sino como un estertor de la cultura dominante y, por lo tanto, irremediablemente reaccionaria. La
colaboración de dos conservadores como Borges y Bioy no haría más que confirmar su carácter
colonial y antipopular. Desde una perspectiva similar, la película puede ser entendida como una
derivación más del conjunto de metáforas en torno a la “invasión” que produjo la llegada de
trabajadores rurales en busca de empleo a la capital en la década del 40, en relatos como “Las
puertas del cielo” o (según la exitosa lectura de Juan José Sebreli) “Casa tomada” de Julio Cortázar
o “La fiesta del monstruo” de los propios Borges y Bioy, que narra un 17 de octubre en Plaza de
Mayo como una parodia de “El matadero”. No es descabellado incorporar la película a esta
tradición. Es más, se puede trazar una evidente continuidad entre los finales del unitario en “El
matadero”, del judío en “La fiesta...” y de Herrera en este film, todos representantes de una clase
honorable e ilustrada, masacrados por la barbarie. Desde este punto de vista, Invasión narra la
resistencia de la burguesía liberal ante las transformaciones violentas del peronismo y su reciente
versión de izquierda radical. Cabe recordar que Bioy escribió su novela Diario de la guerra del
cerdo, que consiste en una parodia salvaje de la violencia de la generación que sería llamada “la
juventud maravillosa” por Perón, paralelamente a este film.

Es posible imaginar también, dado que estamos en tema, una tercera posición: en los años 50 y 60,
en plena guerra fría, el tópico de la invasión se vuelve una metáfora paranoica sobre la captación
ideológica. En películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o series
de tv como Los Invasores (Larry Cohen, 1967), los agentes de la invasión son extraterrestres que
lucen virtualmente idénticos a los humanos aunque, como representan al enemigo soviético,
eventualmente revelan alguna diferencia que se vincula con la idea de colectivización: no tienen
pensamientos individuales, reaccionan siempre del mismo modo estandarizado, tienen
características físicas que los unifican e identifican. Cada uno de estos rasgos puede aplicarse a los
invasores de la película de Santiago. Salvo que, más que la avanzada de un régimen socialista,
parecen ser agentes de la modernización, de un mundo nuevo que viene a reemplazar al viejo: los
invasores traen máquinas desconocidas que ocultan en diferentes puntos de la ciudad, en su bunker
hay extraños ruidos electrónicos y tecnología (teléfonos, televisores) que no parece de 1957.
Borges, que nació en el siglo XIX y suscribe estrictamente a valores de la ilustración -orden,
individualidad, racionalidad y libertad-, encontró que el siglo XX solo aportó innovaciones como el
fascismo o el comunismo que ofrecían exactamente lo contrario: desorden, colectivismo,
autoritarismo e irracionalidad. Por eso mantiene una relación ambigua con la noción de
modernidad. Así como el espacio literario de Roberto Arlt es una ciudad con arcos voltaicos a la
vuelta de cada esquina que podría haber sido diseñada por Nicola Tesla, el espacio que prefiere
Borges es el de las orillas, donde la ciudad se disuelve en el campo y el presente, en el pasado.
Beatriz Sarlo, que escribió largamente sobre esto, dice que “Borges opone a la ciudad moderna, una
ciudad sin centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen”. Invasión, que transcurre
casi íntegramente en las fronteras de Aquilea (dado que tal es límite que no debe cruzar un invasor)
también se ubica en una orilla temporal: en el momento en que los últimos compadritos, los últimos
orilleros, dejan de existir y con ellos se pierde un tiempo mítico, un modo de ser más ordenado y
más inteligible del mundo. Herrera, que nunca hace lo que le dicen, es el último individualista. Sus
verdugos, todos uniformados e idénticos, parecen producidos en serie como los agentes de The
Matrix y encarnan un porvenir deshumanizado y autoritario. Retomando la idea de Oubiña de “cine
de anticipación”, se puede pensar que Invasión también anticipó nuestro presente, en el que la
libertad individual pierde terreno frente a diversos colectivos, sellados por una identidad común.

Estos no son los únicos sentidos que se pueden imponer como un molde sobre la materia maleable
del film. Como señala Oubiña en su artículo, Invasión “es una película en estado de disponibilidad.
Un film público que se ofrece a todas las versiones y las acepta impávido, con una imparcial
displicencia o apatía”. Así como la lucha de los defensores de Aquilea es infinita, el juego del
sentido también lo es y no se agota en una pocas interpretaciones parciales y contingentes. Una obra
maestra siempre es más que la suma de sus partes, aun cuando algunas de esas partes sean Borges,
Bioy y Santiago.

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