Sie sind auf Seite 1von 163

EL DIOS DEL LABERINTO

Segunda edición: enero 1987

Título origina!: The god of the labyrinth

Traducción: Joaquín Adsuar Ortega

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

(C) Colin Wilson, 1970

No, no quiero cielo ni mar, prefiero las alondras a los camarones, y nunca buceé tan
profundamente como para tener sobre mí una visión del cielo, una aspiración del aire en torno a
mí. Elvire tomó —asiéndolo en el berilo que aquí se funde— el cabello leonado que acababa de
desprenderse —Fifine.
BROWNING

«Que Dios libre de todo mal —dijo él— al bondadoso, cuya gran bragueta le ayudó a salvar su vida. Que
Dios libre de todo daño a aquel a quien, un día cualquiera su larga bragueta le va lió ciento sesenta mil nueve
coronas. Que Dios libre de todo mal a quien, gracias a su larga bragueta salvó a toda una ciudad de la muerte
por inanición. Y por Dios que, en cuanto tenga tiempo, voy a escribir un libro titulado Sobre las ventajas de,
las grandes braguetas.»

«De hecho, escribió un gran libro que, además, era muy bueno y estaba lleno de diagramas; pero por lo que
sé, todavía no ha sido publicado.»Rabelais, Libro II, Cap. 15.

Esmond Donelly murió en diciembre de 1882 a la edad de ochenta y cuatro años. Hacia finales de su vida se sintió fas -
cinado por los números y mantuvo correspondencia con el gran matemático Gauss, quien lo menciona en el prefacio a la
5.a Edición de Disquisitiones Arithmeticae. En una de sus cartas a Gauss, Esmond habla de las propiedades mágicas del
número 137 —que, naturalmente es un número primo—. Al encontrarme con una copia de su carta, el otro día, en los
archivos del señor Xalide Nuri, me sentí emocionado e intrigado cuando me di cuenta de que este libro iba a ser
publicado exactamente 137 años después de la muerte de Esmond. Acepté ese hecho como un signo de buena suerte.

La historia de mi «búsqueda de Edmond Donelly» comenzó el 10 de abril de este año. En enero me dirigí en avión a
Nueva York para comenzar una gira de conferencias que habría de llevarme de Florida a Maine, de Nuevo México a
Seatle. Llevé conmigo a la familia —mi esposa Diana y mi hija Maureen (Mopsy), de tres años de edad—, pero como
resultaba muy poco práctico para ellas viajar en mi compañía, se quedaron con unos amigos en New Haven, donde yo
pasaba a su lado los fines de semana, siempre que estaba en la Costa Oriental. Después de dos meses, o algo así, de solo
quedarme un día en el mismo sitio, el cansancio y la tensión comenzaron a hacer acto de presencia y luché por conservar
cierto grado de distensión escribiendo mis anotaciones en un cuaderno diario. Al volver a leer recientemente esas
anotaciones, de repente se me ocurrió la idea de que no podría haber modo más sencillo de comenzar este relato que
citando esas anotaciones exactamente como las escribí.
10 de abril de 1969

Son las ocho y treinta de la mañana, hora del Este, las cinco y treinta para mí, puesto que emprendí ayer el viaje en avión
desde Portland, Oregón. Me levanté de la cama, en la habitación de invitados del campus universitario, para tomar un té y
comer unos bizcochos de trigo con mantequilla; a las nueve y treinta tenía que pronunciar una conferencia. Me habían
dicho que Dylan Thomas había dormido también en esta misma habitación y que había provocado un escándalo al per-
mitir que el equipo de rugby de Koyukuk, la Universidad masculina del otro lado de la ciudad, durmiera en el suelo y
vomitara en los lavabos. La energía de ese hombre debía ser algo fantástico. Después de nueve semanas de gira dando
conferencias por Norteamérica me siento completamente agotado. Siempre noto cuando estoy entrando en una época de
agotamiento porque los objetos, de repente, adquieren una calidad intensa y curiosa. Diana me había puesto en el
equipaje una pastilla de jabón de cocina ordinario, verde —los moteles facilitan pastillas tan delgadas que se escapan
entre los dedos cuando uno se ducha—, y cuando me agaché a cogerlo esta mañana hube de detenerme para mirarlo
intensamente. Es difícil explicar 1a sensación. No sólo me pareció tan verde como un trozo de malaquita, sino también
suave, casi esponjoso, como si estuviera tratando de expandirse. Cuando se los ve en tales momentos los objetos parecen
tener otra dimensión o sentido : consistencia, color, olor, sabor... y alguna otra cosa, un algo particular, distinto de las
demás cualidades. Si se tratara de un
ser humano, uno podría llamar a esa cualidad especial personalidad o, incluso, alma.
Me paseé por la habitación en un estado como de ensoñación, sintiéndome como un bebé recién nacido; una rara sen-
sación, pero, al mismo tiempo, extraña felicidad. Cuando vertí el agua caliente sobre el té —que nos enviaba Findlater's
desde Dublín— tuve la momentánea sensación de que me estaba disolviendo en el vapor que ascendía de la tetera, y el
olor del té se hizo exótico, casi amenazador.

Estas giras son mortales. Mi gente desea que el año próximo realice otra, pero la idea me revuelve el estómago. Los me-
jores momentos son los que me paso sentado a solas en el aeropuerto, comiendo unas hamburguesas y bebiendo zumo de
naranjas frescas. Ocasionalmente, en esos momentos, consigo una hermosa sensación de aislamiento, de separación,
como si captara el gran tamaño de este país y, de pronto, me siento contento. Eso me sucedió, también, hace dos noches,
cuando me hallaba sentado en el bar de un motel en Portland, viendo cómo los coches y los autobuses se deslizaban bajo
la tupida lluvia, quebrando el reflejo de los anuncios de neón en metralla roja. Jamás dejo de experimentar cierto deleite
cuando me aproximo al quiosco de venta de libros de un aeropuerto, aunque sólo disponga de cinco minutos entre un
avión y otro y tenga ya más libros de bolsillo de los que puedo llevar. En 0'Hare, ayer, compré El libertino gospodar de
Apollinaire, una obra surrealista de pornografía, y leí la historia de la miserable vida de ese pobre diablo, mientras
esperaba el avión. En esos momentos me sobrevino con toda claridad este pensamiento : mi obligación, como la de todo
escritor, es rehusar el convertirme en parte de la vida cotidiana, mantenerme aparte incluso cuando esto exija una pose de
brutalidad o de nihilismo. No debemos ser absorbidos. Existe una relación perfecta entre la mente y lo que la rodea. Ese
medio ambiental nos arrastra como si fuera una corriente fluvial y la mente es como una máquina pequeña que puede
hacer que el bote navegue corriente arriba, o al menos que le permita quedarse siempre en el mismo lugar. Mientras
funciona la máquina, el hombre está fundamentalmente sano; si se para, no es mejor que un trozo de madera arrastrado
por la corriente.

La conferencia fue bastante bien. Hablé sobre la naturaleza de la poesía y el misticismo. Luego media docena de chicas
me arrastraron hasta la cafetería y comenzaron a hacerme preguntas. Todas ellas habían leído mi diario (que el editor
norteamericano había publicado bajo el enfermizo título de The Sex Diary of Gerard Sorme (un proceso judicial, por esa
causa, en Bostón, me costó hasta el último penique de mis derechos de autor), y me asediaron a preguntas sobre
Cunningham. Resulta extraño que, incluso a través de mis poco lisonjeras páginas, la personalidad de Cunningham pueda
seguir fascinando a las jovencitas. Me gustaría verlo suelto en una escuela superior femenina norteamericana... Creo que
allí encontraría su auténtico desafío. El impulso sexual más agresivo del mundo naufragaría en ese mar de inmaduras
muchachas norteamericanas. En la Universidad de Portland dicté un seminario con las chi cas sentadas en círculo a mi
alrededor. Un maravilloso panorama de esbeltas piernas y minifaldas. Pero cuando un grupo de ellas me llevó para
almorzar, me di cuenta de que la mujer joven norteamericana no ha cambiado desde los tiempos de James Daisy Miller.
Las manzanas tienen un aspecto bastante apetitoso, pero cuando se les hinca el diente resulta que están hechas de madera
seca.
Una curiosa coincidencia. Almorcé con Mervyn Dillard, el jefe del departamento de lengua inglesa, y me preguntó si
sabía algo de Esmond Donelly. Al parecer, Donelly fue un famoso libertino irlandés, contemporáneo de Sheridan, que se
pasó la vida engendrando bastardos en la zona de Galway. En Berna, allá por 1800, se publicó parte de su
correspondencia con Rousseau bajo el título de Sobre la desfloración de las doncellas, a pesar de que su familia declaró
que la obra era una falsificación. Ahora Grove Press está publicando el libro en Norteamérica con una introducción de
Mervyn Dillard. Le dije a Dillar que había vivido en Galway durante siete años y que jamás había oído hablar de
Donelly. O bien le había olvidado por completo, o se había ocultado su recuerdo.

Cuando regresé a la habitación de invitados, me encontré allí un gran sobre lleno de correspondencia, enviado por mi
agente, entre la que se incluía una carta de cierta gente llamada Linden Press, cuyo texto era el siguiente:

«Linden Press, 565, Quinta Avenida, Nueva York, N. Y. 10016

6 de abril de 1969

»Querido, señor Sorme:


»Por una entrevista publicada en la sección literaria del New York Times he sabido que se encuentra usted
realizando una gira de conferencias por el país. La entrevista menciona que usted regresará pronto, aunque confío
que esta carta llegue con tiempo a su poder.
»Soy un admirador de su Sex Diary desde su publicación. El otro día recordé que en la introducción usted se
refiere a Moycullen. En Memorias de un libertino irlandés, cuya publicación estamos preparando para el otoño,
Esmond Donelly relata cómo sedujo a las dos hijas ilegítimas del cura de Moycullen, el padre Riordan. .

»En vista de su conocimiento de esa localidad, me pregunto si estaría usted interesado en escribir una introduc-
ción a nuestra edición. ¿Lo haría usted? Debo añadir que nos sentiríamos dichosos de encargarle un libro sobre Do -
nelly si estuviera dispuesto a emprender la obra.

»En caso de que reciba esta carta antes de dejar el país, me pregunto si podría tener la amabilidad de llamarme a
este número para ponemos de acuerdo sobre un posible encuentro.

»En espera de sus noticias,

»Le saluda atentamente, »Howard Fleisher.»


Como disponía de una hora libre antes de que llegara el coche para llevarme al aeropuerto, telefoneé al número que se
me daba. El caballero que me había escrito me pareció bastante amable. No se sintió desanimado cuando le dije que ja-
más había oído hablar de Donelly anteriormente. Le expliqué que no iría a Nueva York hasta el viernes siguiente y se
mostró dispuesto a acudir a recogerme al aeropuerto Kennedy para llevarme a su casa de Long Island.

La coincidencia con Donelly me impresionó. Tales cosas suceden con absurda frecuencia. El otro día oí el nombre del
poeta ruso Lomonosov en la radio del coche; pocas horas después, en una enciclopedia volví a encontrarme casualmente
con el nombre, cuando la estaba consultando por cualquer otra cosa. La coincidencia me intrigó, así que acto seguido me
dirigí a la librería del campus universitario y le pregunté a la encargada si tenía algo de Lomonosov.

—Es extraño que me pregunte —me dijo—; precisamente ayer nos llegó un ejemplar de sus poemas.

Adquirí el libro, leí la introducción e inmediatamente decidí que había encontrado un magnífico personaje para una
novela. Hace diez años, hubiera considerado tal casualidad como superstición. Ahora me apresuro a seguir la oportunidad
que me ofrecen tales coincidencias.

11 de abril. Aeropuerto de Wikes-Barre

Esta mañana, diez minutos antes de comenzar mi conferencia, el jefe del departamento de lengua inglesa me entregó mi
correspondencia. Había una carta de Jim Smyth, de San Francisco, en la que me comunicaba que Helga Neisse se había
suicidado. Se había arrojado desde lo alto de la torre de Berkeley, tras encaramarse a la valla protectora de hierro,
colocada allí precisamente para prevenir tales actos. Yo empezaba a sentirme cansado, más bien aburrido, cuando recibí
la carta; tan pronto como la hube leído, sentí como si me despertara y la fatiga pasó a ser una ilusión. También sentí
culpabilidad, aunque se trataba de un sentimiento absurdo. Conocí a Helga por mediación de Jim, que solía acudir a
fiestas nudistas en las que todo el mundo tomaba alucinógenos y las chicas se pintaban los cuerpos. Era alta, de cabellos
oscuros, más bien lánguida; había pasado la noche anterior con Jim. Pasamos juntos unas horas comiendo pescado con
patatas fritas y bebiendo pintas de cerveza en el Castillo de Edimburgo, mientras Jim hablaba de astrología. Predijo que
la guerra del Vietnam duraría al menos un año más porque los astros estaban en conflicto. Y de repente ella dijo: «¿Por
qué han de preocuparse los astros de influir sobre la existencia humana si, de todos modos, ésta carece de todo
significado? ¿No sería mejor dejarlo todo en manos del azar?» Cuando le dije que debía dar una clase en Berkeley al día
siguiente, al mediodía, se ofreció a llevarme allí en coche.

Helga llegó al hotel a la mañana siguiente y me dijo que se había pasado la noche leyendo mi Métodos y técnicas de
autoengaño. Efectivamente, la joven daba la impresión de haber pasado despierta toda la noche. Odio comentar o discutir
mis libros, pero tenía la impresión de que ella se hallaba al borde de una crisis y creí mi deber intentar ayudarla. Lo que
me sorprendió, y me intrigó, fue que diera por absolutamente seguro que la vida carece de sentido. Me dijo esto como
quien afirma que el agua está mojada. Cuando traté de explicarle que yo no pensaba igual, me dijo que ésa había sido la
enseñanza que le había transmitido mi libro: «los seres humanos son incapaces de ser honestos consigo mismos, así que
convierten sus vidas en pequeñas obras teatrales en las cuales ellos son el personaje principal; inventaron esas fantasías
llamadas religones, filosofías y todo eso.» Traté de explicar que, hasta ese punto, su interpretación era bastante correcta,
pero que si yo me mostraba destructor era sólo para aclarar los fundamentos de mi auténtico pensamiento. La experiencia
mística no es religión ni filosofía, sino realidad. Ella me preguntó en tono desesperanzado, casi aburrido :

—¿Qué es la realidad?

Le respondí que eso era algo que no tenía por qué preguntar, puesto que ya lo sabía. Si uno tiene sed y se toma una
bebida fría, la sensación de la bebida descendiendo por la garganta es una realidad. Es bastante diferente el hablar de una
bebida que pensar en ella. Los seres humanos tienen, además, una rara capacidad para experimentar una especie de
realidad emocional (distinta de la realidad física). Eso fue lo que experimenté el otro día con la pastilla de jabón, o lo que
siento al menos una vez al año la primera vez que huelo la primavera. Los sentidos parecen calmarse mucho y se tiene la
sensación de estar viendo realmente las cosas como Wordsworth vio el Támesis desde el Puente de Westminster. Y ésta es
una sensación que se parece exactamente al sabor del agua fría al bajar por la garganta. Le dije a Helga que su sensación
de futilidad era una especie de hambre de realidad, que produce el mismo tipo de agotamiento y malestar que el hambre o
la sed real.

Di mi conferencia en Berkeley y un Comité estudiantil me llevó a almorzar. Helga vino con nosotros. Después, los
estudiantes nos llevaron a lo alto de la torre del reloj y nuestro anfitrión nos contó que en el transcurso del último año,
más o menos, se habían producido allí varios suicidios, uno más que en la torre de Stanford. Supongo que eso fue lo
que le dio la idea a Helga.

Regresamos a la ciudad. El viaje de vuelta se lo pasó charlando sin interrupción. Después me dijo que deseaba hacer al -
gunas compras y me pidió que la acompañara. Le dije, con firmeza, que deseaba descansar; tantas horas de conferencia
y charla me habían dejado exhausto, pero la invité a comer más tarde en Chinatown. Me puse a leer a Holderlin y,
seguidamente, me quedé dormido hasta las siete. Helga vino a buscarme al hotel a las ocho. Tomamos unas copas de
vino en mi habitación y después nos fuimos a Chinatown. Me dijo que había pasado toda la tarde paseando por los
muelles. Comencé a entender la razón de que aparentase tanto cansancio. Bebimos vino de California con la comida y
pareció relajarse un poco. Me habló de sus problemas : su matrimonio con un homosexual, al que no había logrado
«reformar», sus aventuras amorosas con varios buscaplanes... No podía resistir, a ningún hombre que pareciera ser
poeta, pintor o filósofo. Comencé a darme cuenta de dónde radicaban sus auténticos problemas : pereza, debilidad,
deseo de que le sucediera algo, de que surgiera algún percance que le diera la respuesta. Cuando íbamos por la segunda
botella de Alcedan, de pronto, se dirigió muy amable hacia mí y me dijo que había tratado de encontrarse conmigo
desde mi llegada, en enero. Me explicó que no me estaba pidiendo nada, excepto que fuera su amigo, que la escri biera
de vez en cuando y cosas así. Le respondí que haría lo que estuviera en mi mano.

—No es que quiera acostarme contigo —aclaró—; ya tengo bastante de cama.

En esos momentos, yo pensaba que no había nada que deseara menos que acostarme con ella. La noche anterior la
había encontrado atractiva e incluso envidié a Jim que había pasado la noche con ella; y diez años antes, desde luego,
hubiese dormido con ella sin pararme a pensar en las consecuencias. Ahora me daba cuenta de que estaba intentando
llegar a un trato conmigo ofreciéndome algo a cambio de algo que yo no podía darle. No quise ser su deudor.

Pasamos una hora en la librería City Lights donde nos encontramos con algunos amigos suyos, y todos nos fuimos
juntos a un café de enfrente donde continuamos bebiendo vino. A me dianoche, dije que debía regresar, pues a la
mañana siguiente tenía una nueva conferencia en Palo Alto. Helga dijo que me acompañaría a pie, un rato, hasta
Sutter, pues necesitaba tomar un poco de aire fresco. En la esquina de Sutter traté de convencerla para que tomara un
taxi, pero me aseguró que necesitaba un café para serenarse. Así, un tanto a disgusto, la dejé subir a mi habitación. (El
conserje de noche es amigo mío y se limitó a hacerme un saludo con la mano.) No creo que tuviera en la mente la idea
de seducirme —simplemente me daba la impresión de que se encontraba muy sola—, pero de un modo u otro yo
estaba decidido a que no sucediera nada. Se pasó diez minutos en el cuarto de baño mientras yo prepa raba el café.
Luego entré en el baño, mientras ella lo servía, y aprecié el olor de un perfume, sin que supiera qué era lo que había
hecho con él puesto que no se había puesto ninguno. Cuando salí del baño estaba echada sobre una de las dos camas
gemelas de la habitación y tenía los ojos cerrados. Estaba muy pálida. Le pregunté si se encontraba bien y me
respondió que no, pero que lo estaría en seguida. Puse el café en la mesita de noche junto a la cama y ella se incorporó
a medias y trató de tomar mi mano. Después me dijo.

—¿Quieres besarme, por favor? Sólo una vez. Yo seguía sintiéndome paternal. Le acaricié el cabello y dije:

—Sí, sí, claro...

Me incliné sobre ella. Tenía una boca suave y atractiva, pese a que su labio superior estaba un poco agrietado. El besarla
fue para mí un choque, una sensación semejante a la que expliqué antes cuando describí la diferencia que existe entre
beber un trago de agua fresca, cuando se tiene sed, o simplemente pensar en ello. Helga dejó escapar una especie de
suspiro y se quedó echada, pasivamente; cuando traté de echarme hacia atrás produjo el mismo sonido en su garganta.
Me encontraba en una postura incómoda y la parte posterior del cuello comenzaba a dolerme, así que puse una rodilla
sobre la cama. De repente, Helga comenzó a respirar profunda y regularmente y dirigió su mano como por casualidad a
mis pantalones y la dejó descansar allí. Como es natural se produjo la inevitable respuesta. Durante todo el día me había
estado preguntando con curiosidad si llevaría medias o «pantys». Me di cuenta de que en la respuesta estaba mi última
oportunidad. Si llevaba «pantys» o un pantalón ligero, podría apartarme cortésmente por un momento y pedirle que se
tomara el café. Mientras, mi excitación pasaría. Si no...

Abrió las piernas cuando mi mano tocó su rodilla; luego, la carne desnuda por encima de las medias. Un momento
después mi mano había llegado a su objetivo y pude apreciar que no llevaba bragas. Debió habérselas quitado en el
cuarto de baño. Mientras tanto ella había bajado la cremallera de mi pantalón y me acariciaba. Incluso en ese momento,
lo sabía, podíamos habernos detenido pese a que su cuerpo se movía ya bajo mi mano. Pero hubiera sido inútil. Al cabo
de unos segundos ya estaba dentro de ella. He de admitir que fue una terrible olea da de deleite sexual; un puro
acoplamiento del macho y la hembra, sin vestigio de individualidad. Su calor, cuando se apretó contra mí, parecía algo
predestinado. Duró muy poco tiempo. Ambos estábamos tan excitados que alcanzamos el orgasmo en cuestión de
segundos. Seguí sobre ella, dentro de ella, mientras la miraba el rostro. Al cabo de un momento me dijo :

—Vamos a quitarnos la ropa y a metemos en la cama. Se trataba de una sugestión razonable y la seguimos. Pero el resto
de la noche fue distinto. Ella había conseguido lo que deseaba, mientras que yo había sucumbido a aquello que es taba
empeñado en evitar. Lo que más me preocupaba era que Helga no parecía capaz de sentir afecto. Gozaba del sexo con un
abandono físico que no he encontrado con mucha frecuencia, aún aceptando que las mujeres promiscuas no tienen nece-
sariamente por qué ser frígidas. Pero entre un acto sexual y otro deseaba hablar de sus problemas, de los hombres, de
psicología, de mis conferencias... Tuvimos que hablar en voz muy baja, casi en murmullo, para no molestar a los que
ocupaban las habitaciones lindantes.

A la mañana siguiente, en el tren que me llevaba a Palo Alto, me maldije a mí mismo por no llevar conmigo mi diario, ya
que de pronto me di cuenta de que tenía abundante material que anotar en él. No había querido ir a la cama con Helga,
porque había sabido de antemano que aquello no dejaría huella alguna. Pero, ¿cómo era que seguía sintiendo tanto placer
físico con Diana pese a que ya llevábamos casados siete años? Hace años que estoy tratando de definir la base del
impulso sexual. ¿Por qué un hombre tiene que desear introducir su pene erecto en una mujer? Tiene que haber una razón;
el decir que se trata de un instinto no es una respuesta. Cuando Mopsy, mi hija, era un bebé, yo solía preguntarme a mí
mismo por qué se chupaba un dedo mientras se sujetaba la orejita con la otra mano. Me preguntaba si ese acto estaba
conectado con la lactancia, con la succión del pecho materno, si significaba lo mismo que el mamoncillo cuando tiende a
buscar el otro pecho de su madre mientras mama. ¿Tomaba Mopsy su orejita por el otro pezón materno? Posiblemente
debe haber una respuesta semejante al impulso sexual.

Helga me contó una extraña historia. Cuando comenzó a ir al «College», era una jovencíta bastante
reprimida, una señorita del Oeste Medio norteamericano con puntos de vista muy severos con respecto a las
relaciones sexuales prematrimoniales, sobre todo a causa de que su madre le había explicado que un marido
puede notar, de inmediato, si su esposa es virgen o no y, en caso de que no lo sea, lo más probable es que la
abandone en el acto. Durante seis meses estuvo saliendo con muchachos, permitiéndoles algunos
atrevimientos, ciertas caricias, pero frenándolos de inmediato tan pronto como intentaban bajarle las bragas.
Al comienzo de su primer curso, se fue a vivir con otra muchacha que le explicó que ella había solucionado
el problema mediante el empleo de una vagina artificial. Se trata de un objeto que se fija en su sitio, entre las
piernas, mediante un cinturón. No era mucho más que un tubo de goma, colocado sobre el pubis, cuyo
orificio de entrada tenía que ser lubrificado con aceite de oliva. Helga dijo que no creía que aquello
funcionara, pero su amigo de turno la había amenazado con romper con ella si no le dejaba hacer el amor.
Helga se dejó prestar el chisme de su amiga y probó el artefacto. Con gran sorpresa vio que a su amante no
parecía importarle lo más mínimo. Dos fines de semana durmieron juntos en moteles. Ella insistió en
conserva puestas las bragas para el caso de que su amante quisiera intentarlo por sorpresa, pero según me
dijo, el muchacho ni siquiera intentó realizar el acto sexual normal y completo. Él conseguía provocar el
orgasmo de Helga acariciándola después de que había logrado el suyo.

En vista del resultado, Helga usó el «aparato» con otros dos amigos y llegó a creerse que era una mujer
maravillosamente virtuosa, hasta que una noche se sintió demasiado excitada y fue ella quien le pidió a su
amante que hicieran el amor normalmente.

Recordé que Diana me había contado el mismo tipo de cosas refiriéndose a sus primeras experiencias
sexuales. En una ocasión se enfadó con su amante y se metió en la cama con un hombre al que acababa de
conocer aquella misma tarde, para fastidiar al novio. Antes de que subieran a la habitación le ex plicó al
recién conocido que era virgen todavía y que deseaba seguir siéndolo. Él se mostró conforme y se pasaron la
noche acariciándose sin realizar el auténtico acto sexual.

De repente me di cuenta de que en ese comportamiento estaba una clave importante para el conocimiento del asunto.
Naturalmente que el hombre no había protestado. Diana era una chica bonita, de clase media, con una figura esbelta y
maneras distinguidas. Deseaba conocerla. Era algo así como una pieza de museo dentro de una vitrina con el cartelito de
«No tocar». En una obra de Maupassant hay un relato que se refiere a un delincuente perseguido que se disfraza de criada
y ayuda a una bellísima mujer a vestirse y desnudarse durante meses. Ésta es la razón por la que un hombre desea
conocer a la mujer que va sentada frente a él en el metro, o que encuentra junto al mostrador de perfumería de una tienda
de lujo. La real penetración en su vagina es la parte menos importante de ese conocimiento; simplemente el símbolo final
de la rendición. Él, después del acto sexual podrá mirarla y decirse: «La he poseído.» Pero la verdad es que la ha tenido
casi tan completamente, una vez que ha pasado la noche en su habitación, observando cómo se quita la ropa; una vez que
sus manos han recorrido todo su cuerpo y las de ella el suyo; cuando después la ve vestirse y peinarse, pintarse y utilizar
sus cosméticos, y la marca de dentrífico que usa. El hambre del macho por la hembra es el hambre por su feminidad
desconocida, y lo que esto entraña, por todo lo que hay en torno a ella.
También he de decir que siempre me sentí fascinado por la historia de Kleist sobre La marquesa de O..., en la que
cuenta cómo los soldados rusos invaden una pequeña ciudad y se apoderan de una joven condesa para violarla. Ésta es
rescatada por un oficial ruso y el susto sufrido la hace desmayarse. Unos me ses más tarde, en medio de la mayor
sorpresa, se da cuenta de que está embarazada y, sintiéndose tan convencida de su. inocencia, pone un anuncio en los
periódicos rogándole al padre del ser que lleva dentro que se presente. El padre así lo hizo... y resultó ser el joven oficial
que la había rescatado de la soldadesca. Kleist tiene el buen sentido de hacer que la historia termine con final feliz; la
mayor parte de los escritores románticos hubieran hecho que la condesa se suicidara de vergüenza y el oficial se hiciera
fraile de remordimiento. Al parecer Goethe criticó duramente este relato de Kleist, diciendo que era demasiado absurdo
para poder ser cierto. Esto demuestra que Kleist sabía más de la naturaleza humana o al menos sobre el sexo que Goethe.
No hay razón para calificar de calavera al oficial. Rescató a la joven movido por un espíritu digno de un caballero de la
Tabla Redonda. Cuando la condesa perdió el conocimiento, la colocó tiernamente sobre un diván. Ella quedó tendida tan
ausente como si estuviera durmiendo; el oficial sintió curiosidad por ver el aspecto de la parte inferior de su cuerpo
desprovista de ropa, y sabía que sería muy fácil satisfacer su curiosidad, pues para ello no tenía más que levantar su falda
por encima de la cintura. Eran tiempos en que las mujeres aún no usaban bragas. Lo hizo muy precavido, teme roso de
que pudiera despertarse; metió su mano entre los muslos para abrirle las piernas. Luego, ya no le importó que se
despertara o no; lo único importante era quitarse sus propios pantalones ceñidos y unir sus dos desnudeces en contacto
directo. Así lo hizo y le resultó fácil penetrarla; el oficial tuvo su orgasmo casi inmediatamente. Avergonzado, se retiró
esperando verla moverse, agitarse, pero la mujer siguió inmóvil, dormida. Puso en orden los vestidos de la joven condesa,
después los suyos (debió hacerlo así) y acto seguido fue a buscar agua. Cuando regresó, la mujer estaba sentada
mirándolo con expresión de gratitud. Ése era el momento : ¿sabría ella que un extraño había penetrado en su más oscura
intimidad? Pero la joven estaba tan magullada y conmovida que no se dio cuenta de nada... Sí, Kleist supo comprender
que la furiosa curiosidad del macho cuando siente sed de conocimiento por la hembra es tan fuerte como la sed de agua.
Goethe debió haber comprendido también algo de eso. ¿Qué otra cosa fue lo que hizo a Fausto seducir a Margarita? Era
una campesina, no especialmente brillante y, puesto que él era su médico, sólo debía sentir por ella sentimientos
paternales. Pero Margarita era un ser extraño, ajeno. Fausto ni siquiera debía saber con seguridad lo que una campesina
llevaba bajo su falda dominguera; y deseaba saberlo.

Eso mismo explicaba mi relativa indiferencia hacia Helga la mañana siguiente. Ya había estado desnuda tumbada a
mi lado; conocía su pereza, su búsqueda de atención y confianza. Sólo me quedaba una incógnita por despejar : ¿usaba
medias o «pantys»? La primera vez que la poseí fue sexualidad pura, natural, el tipo de sexualidad que deben sentir los
animales cuando se aparean. Después nuestras mentes retrocedieron para diluir el hecho...

Me escribió dos veces desde entonces : la primera vez para describirme sus relaciones con un director de mediana
edad, la segunda para comunicarme su compromiso con un estudiante en el Estado de San Francisco. Aún no había
contestado a su segunda carta cuando me enteré de su muerte.

La noticia de su muerte me produjo un reencuentro con la realidad. Me di cuenta de que la fatiga de mi gira era falsa.
Era el resultado de la misma falta de contacto con la realidad que llevó a Helga al suicidio. La última vez que la vi —dejé
San Francisco aquel mismo día en el avión de la noche— fue en el apartamento de Jim Smyth. Éste había puesto un disco
en su gramófono y colocado la aguja sobre él. No ocurrió nada : ¡silencio! Comprobó los altavoces colocando su oído
sobre ellos y después miró con atención la aguja para ver si estaba sucia de pelusilla. Bajó de nuevo el brazo del
tocadiscos. Nada. Entonces me di cuenta de que el brazo estaba controlado por un aparato neumático, destinado a evitar
que la aguja rayara el disco y sugerí que la aguja no llegaba a tocar el disco del modo adecuado. Mi amigo hizo ciertos
ajustes en el aparato neumático e inmediatamente la habitación se llenó de música. La aguja había bajado a solo una
centésima de pulgada del disco, distancia invisible al ojo humano pero que establecía la diferencia entre la música y el
silencio.
Lo que a mí me fascina es la distancia que hay entre la men te y la realidad. El extremo aburrimiento amplía esa
separación, y lo mismo ocurre con la fatiga. Pero la separación puede ser tan pequeña que nuestra mente esté en contacto
con la realidad para todos los intentos y propósitos. Entonces un repentino choque hace que el ser interno se sienta lleno
de música y uno se da cuenta de que no existe contacto. Uno se siente de cepcionado. Se encuentra en un vacío privado,
ahogándose lentamente hacia la muerte.

Más tarde, en ruta hacia Nueva York

Tengo una deuda de gratitud con Helga: su muerte me ha sacado de golpe de mi estado de falta de voluntad. Poco a
poco me estaba dejando arrastrar por ella. Los seres humanos somos como los neumáticos de los automóviles; hay que
mantenerlos bien inflados para conseguir los mejores resultados. Si está vacío y uno conduce con él así sólo un par de
kilómetros, el neumático queda destruido. Lo mismo ocurre cuando se ha desinflado la voluntad. Había permitido que mi
voluntad se desinflara progresivamente a lo largo de la semana anterior, y me sorprendía no saber el porqué me
encontraba tan agotado.
Sade afirma que todos los hombres son sádicos, pues incluso el más virtuoso siente cierta satisfacción al contemplar
la desgracia de otros. Tiene razón en la última parte a pesar de que esto no guarda ninguna relación con el sadismo. El
aburrimiento, por alguna extraña razón, nos hace perder todo el sentido de la realidad. Uno puede pensar, por ejemplo en
lo incapaz que será un hombre para sentir aburrimiento durante el resto de su vida, después de haber sido rescatado de
una tienda de campaña en el Polo Sur, pues cada vez que comience a considerar las cosas como seguras, no tendrá más
que pensar en lo cerca que estuvo de la muerte para considerar como com pletamente deliciosas sus circunstancias
actuales por malas que éstas sean. Pero, en realidad, un hombre así se aburriría tanto o más que aquel que se pasó toda la
vida trabajando en la misma ocupación. A veces, la desgracia de otros, hace que despertemos de nuestro extraño sueño.
Me siento fascinado por este defecto de la naturaleza humana que implica la existencia del aburrimiento. Si la
suprimiéramos habríamos conseguido el «Superman».

Sábado, 12 de abril. Great Neck, Long Island


La fatiga hace difícil mantener los buenos propósitos. Llegué a Kennedy anteanoche bastante tarde y fui recibido allí por
Howard Fleisher —baja estatura y tipo italiano, lleno de vitalidad y entusiasmo— que me condujo a su hogar, una casa
muy elegante situada sobre una roca junto al mar, la cual según dijo se la había comprado a la viuda de un célebre
mafioso asesinado por Murder Incorporated, la célebre sociedad del crimen. Fleisher es una de esas personas cuyos
modales parecen indicar a uno el deber de apreciarlo, por las muchas cualidades que se tienen en común con él... Me
mantuve a la expectativa, esperando que me pasara un brazo por los hombros y me llamara «muchacho». Es un hombre
importante en muchos negocios, aparte del editorial. Supongo que Linden Press es un montaje para evitar impuestos.
Cuando de regreso a su casa íbamos en el coche me dijo que se había dado cuenta de inme diato de que mi Sex Diary no
era una obra directamente pornográfica, y que yo era una persona sincera con ideas que deseaba expresar... Yo me encogí
asustado. Llegamos a su casa a las once y media y nos abrió la puerta una negra muy guapa que me presentó como su
secretaria. Había también otra chica más joven, Beverly, que resultaba en su comparación poco atractiva; compartía un
piso con Sarah (la secretaria) y estaba estudiando secretariado. Entre las dos nos habían preparado una cena fría excelente
que incluía cangrejo y langosta. Después de haber comido y bebido dos cervezas me sentí menos hostil hacia mi
anfitrión, pero tan cansado que apenas sí podía mantener los ojos abiertos.
Pero Howard (insistió de entrada en que empleáramos nuestros nombres de pila, el equivalente al tuteo español) después
de la medianoche estaba un poco cargado y mucho más entusiasmado. Habló de la nue va libertad en la literatura, de la
rebelión en los campus universitarios, y comentó que teníamos ante nosotros a una nueva generación a la que había que
alimentar, una generación joven, hambrienta de ideas y libertad de expresión, por la posibilidad del diálogo abierto y
honesto. Traté de descubrir lo que él entendía por ideas y libertad de expresión y por lo que pude apreciar, entendía por
libertad el modo de expresar los impulsos agresivos sin limitaciones y una pornografía sin inhibiciones.

Me describió la obra que pensaba financiar con una producción destinada a ser exhibida en todo Broadway. Una
jovencita lleva a su casa a un jugador de rugby borracho, después de un partido interuniversitario. El jugador la obliga a
meterse en la cama con él y la viola. La violación se expondrá a lo largo de toda la obra y se simbolizaría mediante la
proyección del rostro de la joven, mientras ésta se encuentra de espaldas al público, en una pantalla situada al fondo del
escenario. La joven iría imaginándose a todos los hombres que ella hubiera preferido que la hubieran desvirgado,
comenzando por su padre; de este modo el drama se convierte en una serie de escenas fantásti cas en cada una de las
cuales la joven se entrega, abandonándose cada vez más. Cuando cada una de las escenas de la violación llega a su fin, el
rostro en la pantalla del fondo del escenario expresa el éxtasis y la convulsión del placer. Cada escena comienza
presentando al seductor tal y como es en su vida real —correcto, reprimido, etc., etc.—; después la imagi nación de la
joven va transformando la situación hasta que todo acaba en la cama. Al final de la obra el jugador de rugby se levanta de
la cama, suspira y le dice :

—¡Lo siento...! No sé qué me ha pasado, pero no he podido...

La muchacha deja también el lecho, y le grita:

—¡Fantoche!

Las dos chicas consideraron que el argumento era maravilloso y yo tuve que fingir que sentía el mismo entusiasmo. Fi-
nalmente, a eso de las tres de la mañana, mi anfitrión me mostró mi dormitorio y se marchó no sin antes decirme
señalándome la puerta de la habitación próxima a la que yo debía ocupar:

—Beverly duerme ahí..., por si quieres...

Murmuré no sé qué, dándole las gracias por su amabilidad y, tan pronto como estuve en la habitación, quedé sumido
en un estado de semiinconsciencia. Poco antes de quedarme totalmente dormido recordé que había olvidado de llamar a
Diana, en New Haven.

Por la mañana, a eso de las nueve, Beverly me despertó trayéndome el desayuno y me preguntó si había dormido
bien. Tuve la impresión de percibir una nota irónica en su voz y me pregunté si efectivamente era tan inocente y coqueta
como pretendía. Comenzaba a sentirme presa de una fuerte depresión. El haber tenido que escuchar a Howard durante
tres horas seguidas la noche anterior me había llevado a tal estado de ánimo que lo único que deseaba era salir de allí. Me
hubiera gustado decirles :

«Dejadme solo. Odio cada una de las cosas que vosotros defendéis.»

Supongo que Howard ni siquiera se hubiera enfadado. Todo lo más que hubiera hecho habría sido comentar :

«No, no es cierto. Es algo que supones...»

Y hubiera continuado hablando con la misma seguridad y rapidez de siempre.

Howard llegó a mi cuarto mientras tomaba el desayuno —un desayuno a la inglesa : huevos, bacon y mermelada de
naranja— y me entregó el manuscrito del libro de Donelly. Solo constaba de unos sesenta folios y cuando le pregunté
dónde estaba el resto me contestó :
—Bueno... Ése es el problema... Sus explicaciones volubles duraron media hora, entremezcla das con repetidas
afirmaciones de que él siempre está del lado de sus amigos, a los que jamás abandonaría. Comencé a supo ner algo que ya
había apreciado la noche anterior : sentía celos profesionales de Grove Press por haber publicado a Sade y My Secret
Life, antes de que a nadie se le hubiese ocurrido pensar en ello... No veía razón por la que él no pudiera supe rar aquello,
haciendo algo mejor, y publicar todos y cada uno de los volúmenes mencionados en Bibliography of Prohibited Books de
Ashbee. Iba a comenzar con la traducción de las confesiones del hermano Achazius de Duren, un monje capuchino que
dirigía una comunidad en la cual se flagelaba e insultaba a los feligreses de sexo femenino. Howard me dejó leer el
manuscrito —se trataba de uno de esos libros «que se leen sin sentir»—, tal como esperaba. Había encargado también un
libro titulado Scandalous Priests, a pesar de que no me explicó dónde pensaba conseguir el material básico.

Por fin, llegamos al meollo de la cuestión. Me pagaría cinco mil dólares para que llevara a cabo una investigación en
Moycullen y Ballycahane (el lugar de nacimiento de Donelly), que cubrirían los gastos de la introducción. Si yo estaba en
condiciones de conseguir más «material» para el libro en sí, es decir nuevos manuscritos de Donelly, hasta ahora inéditos
o falsificados, me pagaría diez mil dólares más. Resultaba obvio que le tenía sin cuidado el que encontrara aquellos
manuscritos o que los escribiera yo mismo. Subrayó el hecho de que Alex Trocchi había escrito la mayor parte del quinto
volumen de My Life and Loves, de Frank Harris, y posteriormente lo había publicado con su propio nombre. Lo
importante era que yo estuviera dispuesto a hacerme cargo de los problemas si es que surgía alguno.

Una oferta de tal monta era tentadora. Podría darme por satisfecho, en esos momentos, si conseguía ahorrar quinientos
dólares del dinero que había ganado durante mi gira. Le dije a Fleisher que tenía que pensar sobre el asunto y se fue de -
jándome el manuscrito.

Me pasé el resto de la mañana en la cama; mi depresión se iba haciendo cada vez mayor a medida que continuaba
leyendo a Donelly. No pude llegar a comprender cómo se las había arreglado para poder conservar su amistad con gente
como Sheridan y Rousseau. A mí me parecía sólo un pequeño puerco rufián. Y lo que aún es peor : sospeché que se
trataba de un embustero. Las mujeres a las que sedujo, comenzando por su propia hermana y su sirvienta, parecían
versiones idénticas del mismo sueño de su fantasía, de sus inalcanzables anhelos. Todas comenzaban resistiendo
virtuosamente y afirmando que aquello era «algo vergonzoso». Pero cuando él lograba poner su dedo en «la raja
coralina» las mujeres comenzaban a suspirar y sus muslos «se abrían involuntariamente». A partir de ese momento los
progresos continuaban aumentando hasta que la pareja gemía de placer en la cama. Bien, o Fleisher es todavía más
estúpido de lo que parece o sabe que está siendo engañado y no le importa.

Volvió a la habitación para decirme que esperábamos invitados para el almuerzo. Esto fue para mí el golpe definitivo,
pues en aquellos momentos no me sentía en absoluto sociable. Me dirigí al cuarto de baño y abrí la ducha. Sentí una
especie de vértigo y tuve que agarrarme al raíl de la cortina. Me senté en el water y contemplé los baldosines floreados de
las paredes del cuarto de baño, sintiendo que me invadían oleadas de depresión. Pensé en Helga, en la última mañana que
pasé con ella cuando se sentó al borde de la cama para ponerse las medias y me dijo:

—Me alegro muchísimo de que hayamos pasado la noche juntos. Hay que disfrutar todos los placeres que estén a nues tro
alcance.

Eso fue todo. Nada más. Pero me bastó para comprenderla. Quería decir que la vida carece de significado. Nos habíamos
metido en la cama juntos, habíamos cohabitado como dos animales, habíamos dormido y comenzado de nuevo. Pero
éramos dos extraños, demasiado honrados como para hacernos ilusiones sobre la ternura o el amor —separados el uno
del otro y del universo—. De repente sentí ganas de explicarle algo. Me hubiera gustado decirle que si el mundo parecía
carecer de significado para ella, se debía a que su subconsciente estaba dormido. Cuando uno es feliz surgen burbujas de
placer que ascienden formando anillos... recuerdos, olores, lugares. Cuando uno está cansado, exhausto, el subconsciente
se olvida de su deber y el resultado es lo que Sartre llamó «náusea». Uno ve las co sas sin la penumbra del significado que
se da en las hondas profundidades de la mente. Decía San Agustín:

«¿Qué es el tiempo? Cuando no me hago la pregunta conozco la respuesta.» Igualmente cuando aislamos una cosa en la
consciencia le robamos su significado. El hecho de que la consciencia vea el mundo desprovisto de significado, es algo
que no está aquí ni allí. La consciencia no está creada para percibir significados, sino para percibir los objetos. Pero,
¿cómo podía explicarle eso a una chica que se hallaba sumida por completo en un estado de crisis nerviosa? Para sacarle
de él, tenía que convencerla de que hiciera un esfuerzo. Y ella no quería hacer el más mínimo, porque pensaba que todo
esfuerzo carece de sentido. Estaba atrapada en el interior de un círculo vicioso.

Yo había decidido no caer en el mismo error. Hice un esfuerzo para salir de mi cansancio; me metí de nuevo bajo la
ducha caliente y pensé que al día siguiente vería de nuevo a Diana y que en diez días más estaríamos en el avión cami no
de casa...

El almuerzo fue tan desagradable como había imaginado. Los invitados, como era de suponer, eran vecinos ricos y
Fleischer los había invitado sólo por ese motivo. Se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren estas cosas en
Norteamérica... Gente que toman unas copas juntos y hablan entre ellos sin tener en absoluto nada en común. Esto me
hizo recaer de nuevo en una irritable depresión. Sentía que Fleischer no tenía ningún derecho a someterme a ese castigo,
a condenarme a ese maldito aburrimiento... Obesos hombres de negocios con sus estúpidas esposas hablando de la
maravillosa villa de descanso que acaban de comprarse en Florida o en la península de Carmel. Beverly se hallaba en el
extremo más distante de la habitación con un joven ejecutivo, bastante gordo, cuya mujer se había ido a pasar fuera el fin
de semana; esto me irritó aún más porque no podía evitar la sensación de que ella estaba allí para entrenerme, aun cuando
no hubiera querido dormir con ella la noche anterior. Deseaba ser yo y no ella quien eligiera o rechazara.

Me dirigí a la terraza, donde estaba la piscina climatizada y me fijé en Conneticut, guiándome por el sonido. El aire era
cálido y suave. De repente decidí decirle a Fleisher que no que ría saber nada de su maldito libro. Ni siquiera podría
encargarme de la introducción sin sentirme deshonesto, puesto que Donelly me causaba la impresión de ser un aburrido
vicioso. Me marcharía después del almuerzo y tomaría el autobús hacia New Haven...

Estaba a punto de ir a decirle mi intención a Fleisher cuando llegó Beverly trayéndome un plato de salmón ahumado y
una cerveza.

—Pareces aburrido —me dijo. Irritado, como si la quisiera culpar de que fuera así, le respondí:

—Lo estoy. Me enferma toda esta maldita estupidez. Añadí que estaba dispuesto a marcharme tan pronto como
hubiéramos almorzado. Su aire de preocupación, al oír mis palabras, me sorprendio :

—No, no debes hacerlo —me dijo—. Espera a que se hayan marchado los demás.

Su atención me halagó y le prometí hacerlo tal como me lo pedía.

Cinco minutos más tarde llegó Howard para preguntarme cómo me sentía. Le dije que me encontraba bien, pero que
me pensaba marchar ese mismo día. Dio igualmente muestras de sentirse preocupado y disgustado por mi intención y se
apresuró a regresar a la casa.

Comí un poco de salmón y carne asada fría y me dirigí a la habitación. Estaba sentado en la cama, leyendo el
manuscrito de Donelly, cuando entró Beverly. Me dio la impresión de sentirse bastante insegura de sí misma.

—Te he traído un poco de empanada de arándano. Le di las gracias y se sentó en la cama junto a mí.

—Howard dice que tengo que convencerte para que no te vayas.

—¿Por qué?

—Es muy importante para mí. Quisiera que te quedaras.

—¿Por qué? —repetí más sorprendido que nunca. _ Empezó a contarme vagamente, que le quedaba todavía un año de
estudios antes de poder conseguir un empleo bien pagado; poco a poco, me fue descubriendo que era Fleisher quien
pagaba sus estudios y que, a cambio, ella tenía que «entretener» a invitados como yo. Me di cuenta de que todo coincidía.
Sarah era, al mismo tiempo que su secretaria, la amante de Howard. Beverly compartía el piso con Sarah... Después me
enteré de que Fleisher se había enfadado con ella porque no había pasado la noche conmigo.

—Pero, ¿no le explicaste que estaba muerto de sueño?

—Sí —me dijo—, sé que es así porque fui a verte. Empecé a comerme la empanada, a pesar de que no me gus tan los
arándanos, pues me sentía obligado a hacerlo. Me encontraba en una de esas situaciones típicamente desagradables,
estúpidas. No le podía decir a la chica: «Bien, quítate la ropa y recuperemos el tiempo perdido.» Me limité a comentarle:

—Pero Howard sabe, porque se lo he dicho, que mi mujer y mi hija me esperan en New Haven.

—Lo sé.

—En ese caso, ¿qué diferencia hay en que pasara la noche contigo o no? —le pregunté, aunque me di cuenta de
inmediato de que Fleisher era uno de esos hombres dispuestos a conseguir lo que quieren a costa de lo que sea—. Había
leído mi libro y llegado a la conclusión de que yo era la persona idónea que necesitaba para dar una imagen respetable a
su libro sobre Donelly. Y si yo pasaba el fin de semana en su casa, con una chica que él había traído expresamente para
mí, me encontraría obligado, en cierto modo, hacia él. Le dije a Beverly :
—Mira, creo no poder aceptar su encargo. Este libro no es más que una obra de estúpida pornografía. Y ni siquiera
pornografía bien escrita. Carece de fuerza convincente.

Le leí la escena en la que Donelly relata cómo se acostó con su hermana quien, estando en plena menstruación
accedió a perder su virginidad.

—Una muchacha irlandesa de 1780 ni siquiera hubiera permitido que su hermano se enterara de que tenía la
menstruación.

No obstante, me di cuenta de que leer la escena en voz alta me producía una especie de cosquilleo en los ríñones que
hacía incómodo el pasear, así que me senté en el alféizar de la ventana, que era bastante ancho. La joven me objetó que
en el siglo XVIII las costumbres y los modos eran mucho más liberales y muy bien podía ocurrir que Donelly fuese un
escritor descuidado que se saltara, en su obra, algunos aspectos importantes al describir la seducción. Le dije a Beverly :

—Está bien. A ver qué te parece esto otro.

Le leí la escena en la cual cuenta cómo sedujo a una compañera de escuela de su hermana. Beverly se acercó a mí por
detrás, y dejó que sus pechos se apretaran contra mi hombro. La escena del libro describe cómo la muchacha está de pie,
junto a Donelly, viendo un desfile. Él desabrochó el corpino de la muchacha y le acarició los pezones, después le puso su
dedo en la «raja coralina». Terminaron haciendo el amor, la muchacha sentada sobre él a horcajadas.

Alegué que acuello resultaba absurdo, pero me di cuenta de que mi voz sonaba agitada. La combinación de la lectura por -
nográfica y sus senos apretados contra mí, fuertemente, me colocaban en un estado de tensión que, sin duda, hubiera re -
sultado visible de no haber tenido la precaución de colocar el manuscrito sobre mi regazo. Beverly llevaba una blusa de
algodón color rosa, con la espalda descubierta, cuyo tono coincidía con el color de su piel. Mientras yo terminaba la
lectura, la joven humedeció su dedo índice derecho, y pasó su mano por detrás de mi cabeza hasta introducirlo
gentilmente en mi oído. No sé dónde aprendió el truco pero el efecto fue demo ledor. De pronto se encontró en situación
favorable y se dio cuenta de ello. La desgana había pasado. Me levanté y le bajé la blusa por debajo de los hombros,
después las copas de su sostén, tan diminuto que apenas sí era un lazo de encaje. Sus pezones estaban erectos y eran de
un color rosado muy fuerte; los llevé a la boca y los acaricié con la lengua. Ella se agachó hasta mis rodillas, dejó el
manuscrito en el suelo y abrió la cremallera de mis pantalones. Nos quedamos sentados en esa posición, jadeando
profundamente. Me pregunté si querría que nos fuéramos a la cama, pero sus dedos me acariciaban con tal destreza que
me hacían sentir el deseo de quedarme inmóvil, tal como estaba, dejando que ella continuara acariciándome. Por encima
de sus hombros, al otro lado de la ventana, podía divisar la oscura línea de los árboles perfilándose contra el mar con las
ramas que empezaban a cubrirse con los retoños de sus nuevas hojas. Tenían un aspecto muy duro, como si estuviesen
hechos de un metal negro plateado. En ese momento alcancé el orgasmo, los árboles parecieron sacudirse y en mi interior
algo se endureció al máximo, hasta el punto de que todo aquello que veía me parecía duro y fuerte, duro y muy bello, tan
bello como sólo puede serlo lo duro y lo limpio. Ella se echó sobre mí e introdujo su lengua en mi boca, besándome hasta
que, en su mano, mi erección fue cediendo gradualmente. Le di mi pañuelo y Beverly se limpió los dedos. Me tomó de la
mano y nos dirigimos a la cama; nos quedamos allí. simplemente echados, vestidos por completo. Estaba empezando a
quedarme dormido cuando un suave sonido me hizo levantar ligeramente la vista. En el espejo, pude ver el reflejo de la
puerta al abrirse. Fleisher miró al interior y nos vio en la cama; retrocedió de inmediato, cerrando de nuevo. Beverly
estaba dormida con los labios abiertos. De repente sentí piedad y el surgir de un sentido que, básicamente, era amor.
Fleisher le había pedido que viniera y se entregara. Ella había obedecido lo mejor que había podido; se había esforzado
por darme placer sin pensar en el suyo propio y mi pañuelo contenía el resultado. Después besé sus labios entreabiertos;
ella movió ligeramente su frente.

Cuando bajé le dije a Fleisher que deseaba marcharme de inmediato, pero que aceptaba su contrato.

—¡Desde luego, muchacho, como quieras! —me dijo dándome una palmada en la espalda.

Más tarde

Tomé la última entrada en Great Neck y terminé en la estación de autobuses de Kennedy. De vuelta hacia New
Haven, recordé que Bergson había encontrado por casualidad, la respuesta a la pregunta de Helga sobre la falta de
sentido de la vida. En uno de sus ensayos cuenta cómo un mago de teatro (creo que Houdin) entrenaba a su hijo de cinco
años para conseguir la observación instantánea. Le enseñaba al chico un dominó, pero no le permitía contar las fichas.
Después le pedía que recordara cuántas fichas había, es decir que tenía que contarlas «en su imaginación». Luego le
enseñaba dos dominós y, de nuevo, le pedía que no contara las fichas; tenía que «imaginar» cuántas faltaban y, en
consecuencia, cuántas quedaban. Con ello pretendía entrenarlo hasta que consiguiera la fotogra fía visual en la memoria.
Después empezó a llevarlo a pasear frente a escaparates de tiendas de juguetes, a los que le hacía mirar durante un
segundo y le pedía que escribiera todo lo que pudiera recordar de lo que había visto. Al cabo de muy poco tiempo el
niño estuvo en condiciones de recordar cuarenta o cincuenta cosas. Con este entrenamiento, Houdin trataba de que el
chico se presentara en el escenario simulando poseer una «segunda vista». El muchacho, desde el escenario, miraría a
los espectadores durante un minuto, más o menos.

En ese tiempo el chiquillo podría «fotografiar» mentalmente todos los objetos visibles —cadenas de relojes, por
ejemplo, etc—. Después le vendaría los ojos, y obedeciendo a una señal de su padre, podría identificar los objetos de
manera generalizada. Naturalmente al oír la voz del hombre, al que interrogaba su padre, sabía dónde estaba sentado y
recordaba de inmediato lo que llevaba visible.

Bergson subrayaba que el fondo de este método no consistía en permitir que el chico llegara a contar las fichas de
manera instantánea. En vez de interpretar lo que veía, como hacemos todos nosotros en nuestras percepciones cotidianas,
lo que se pedía de él era que un nivel superior de su mente lo fotografiara. Ese nivel mental superior se disociaba poco a
poco de sus sensaciones, intuiciones, juicios, etc., y, consecuentemente, podía moverse mucho más rápidamente; se
volvía «luz viajera».

La gente joven e inteligente, puede aprender con rapidez este truco —y sobre todo si están próximos a la época de
exámenes—. Lo que aprenden es a disociar los niveles de la mente. Observemos lo que esto significa. Uno se autoenseña
a fotografiar «hechos» sin captar su significado. Si a mí se me pidiera que memorizase el contenido del escaparate de una
tienda de juguetes diría: «Hay un coche de bomberos en el centro, una muñeca en aquel rincón y un osito de trapo en el
otro...» y no podría recordar más de tres o cuatro objetos en varios segundos.

El hábito de captar las cosas sin su significado puede adquirirse fácilmente. Lo que resulta difícil es reconectar nues-
tros niveles superiores con nuestros instintos y sensaciones. De no ser así, el caballo se negaría a dejarse uncir al carro del
que tiene que tirar- Uno va de un lado a otro «viendo» las cosas sin su significado. Y entonces se dice: «El mundo carece
de significado.

Lunes, 14 de abril, Charleston, C. del S.

Un domingo en compañía de Diana y de Mopsy me hizo sentir mucho mejor. Ayer me pasé el día jugando con la idea de
hacer trizas el manuscrito de Donelly y escribirle a Fleisher un libro totalmente nuevo de las memorias de Donelly. Pero
esta mañana, en el mismo momento en que iba a salir de New Haven, Fleisher me telefoneó. Acababa de acordarse de
que yo tenía que ir a Baton Rouge y quería decirme que un descendiente de Donelly —el coronel Monroe Donelly—
vivía en las cercanías, en un lugar llamado Denham Springs. Como tenía que estar allí treinta y seis horas, podía intentar
entrevistarme con él.

Seguía pensando en Beverly. O, mejor dicho, no exactamente en ella sino en lo que le había ocurrido a los árboles
mientras los contemplaba bajo el efecto de sus caricias. Continuaba intentando expresar esa sensación en palabras :
exactamente igual que cuando uno se siente desgraciado, infeliz, todo lo que uno mira parece identificarse, forma parte
de la desgracia —convirtiéndose en una especie de símbolo de ella, como, por ejemplo, los cielos grises o las hojas
caídas del otoño—, así en el momento en que el orgasmo convulsiona todo el cuerpo, cada cosa se convierte en un
símbolo de poder. Eso explica por qué detesto a Donelly. Sus orgasmos, insípidos y pequeños, no lo llevan a ninguna
parte; nunca trató de perseguirlos hasta su origen en el interior de sí mismo.

(Se han omitido las anotaciones de la semana siguiente.)

Lunes 21 de abril

Lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas es tan sorprendente y divertido que me creo en el deber de
describirlo con todo detalle.

El sábado por la mañana, y después por la tarde, pronuncié sendas conferencias en la Universidad del Estado de Luisiana,
buenas conferencias, pese al manto de cansancio del que no podía desprenderme. (No lograba obtener satisfacción con
mis conferencias. Recordaba continuamente el comentario del marqués de Halifax: «La vanidad de enseñar, tienta al
hombre en ocasiones a olvidarse de que es un zopenco.») El domingo por la mañana desayuné temprano en el motel y
cogí un taxi que me llevó a Denham Springs, a unos dieciocho kilómetros de distancia. (Fleisher se había ofrecido a
pagarme todos los gastos extras.) Hice venir a propósito un coche de Denham Springs. Lo conducía un negro de mediana
edad y le pregunté sí sabía dónde vivía el coronel Donelly. «¡Claro que sí, me dijo; conocía bien al coronel. Vivía a unos
dos kilómetros del pueblo.» El chófer me preguntó si era amigo del coronel, a lo cual res pondí que jamás le había visto
en mi vida, pero que confiaba encontrarlo en casa y que me recibiera.
—Bien, es posible que quiera recibirle a usted y es posible que no. Con el coronel uno nunca puede saber lo que hará o
dejará de hacer.

El negro demostró ser tan dado al palique como la mayor parte de los taxistas norteamericanos y, en los veinte minutos
que duró nuestro viaje, me contó muchas cosas sobre el coronel. La verdad es que lo que me dijo no me gustó demasiado.
Había llegado a Luisiana desde México, poco después de la guerra, y adquirió unas tierras fuera del pueblo. El terreno
pudo comprarlo a buen precio, pues era bastante pantanoso y estaba infectado de serpientes. Alquiló un equipo de trabajo
pesado para secar y limpiar el terreno. Luego comenzó a cultivar la tierra en la que plantó arroz, caña de azúcar y
naranjas. A pesar de que pagaba bien, adquirió fama de ser un hombre exigente consigo mismo y con el personal
contratado. Sus peones, la mayor parte negros, vivían en barracas de madera. Donelly era un auténtico tirano, aunque
tenía fama de poseer un fanático sentido de la justicia en el trato. El mismo terminaba con las disputas e incluso ordenó,
en ciertas ocasiones, que sus peones fueran azotados, aplicando a veces personalmente el castigo. Pero cualquiera que
quisiera dejar el trabajo podía hacerlo. El coronel vivía solo y, por lo que se sabía, jamás se había acostado con una
mujer. Su único sirviente era un mexicano gigantesco, de aire perezoso que había traído consigo desde aquel país.
Corrían rumores de que pegaba al sirviente y en ocasiones se habían oído juramentos y ruidos de golpes procedentes del
interior del edificio principal de la hacienda. Sin embargo, el sirviente jamás se había quejado. Murió de tifus unos años
después de su llegada.

En 1962, la Standard Oil Company —que poseía una gran refinería en Baton Rouge— descubrió petróleo en sus tierras y
le ofreció un buen precio por ellas, pero Donelly no quiso venderlas, aunque luego les alquiló una parte de ellas. Pese a
que le habían quedado bastantes tierras para continuar el cultivo, renunció por completo a ello, despidió a sus peones y
comenzó a vivir una existencia de auténtico eremita. Desde entonces vivía solo, volviéndose cada vez más flaco y
taciturno. En algunas ocasiones desaparecía, se creía que para ir a Nueva Orleáns. Un habitante de Denham Springs hizo
correr el rumor de que lo había visto en un burdel de esa ciudad, pero casi nadie se lo creyó.

Estábamos a pocos kilómetros de Denham Springs cuando el chófer me pidió que subiera el cristal de mi ventanilla.
Me explicó que íbamos a pasar cerca de una granja avícola que se había incendiado poco tiempo atrás y que nadie se
había tomado la molestia de quitar de en medio los cadáveres de las aves. Dejamos a nuestra derecha el lugar y me
pareció deducir de las ruinas incendiadas que apenas sí había sido otra cosa que un extenso cobertizo de madera. Incluso
con las ventanillas cerradas nos llegó el mal olor. El conductor del taxi me dijo que en aquellos alrededores los incendios
eran frecuentes. También se habían incendiado los alojamientos de los peones de la hacienda de Donelly, así como un
pajar lleno de heno.

La noticia no me sorprendió. Sin embargo, me extrañaba que no se incendiara toda aquella parte sur de los Estados
Unidos cuando llegaba el verano. Aunque todavía no eran las once de la mañana, el ambiente parecía el de un horno.

Cruzamos el pequeño pueblo adormecido en la mañana dominguera, en la que todo parecía muy tranquilo y vacío, y
después giramos a la derecha por un camino estrecho. Media hora de viaje precavido y lento —para conservar las
ballestas del automóvil— nos llevó frente al edificio central de la finca, una casa de madera que parecía deshabitada.
Pagué al taxista, el cual me advirtió :

—Creo que es mejor que espere un poco para ver si le quiere recibir. A lo mejor decide no hacerlo.

Crucé el patio central de la finca, en el que había restos oxidados del antiguo equipo de trabajo. Un perro grande de color
aleonado comenzó a ladrar, pero no intentó atacarme.

Antes de que tuviera tiempo de aproximarme a la puerta, ésta se abrió apareciendo en el umbral Donelly. Supuse de in -
mediato que tenía que tratarse de él, ofrecía un aspecto demasiado europeo para ser otra persona; el tipo de hombre ma-
duro que se veía en los antiguos anuncios de té Planter o café Camp. Era delgado, quemado por el sol, con un rostro en el
que todos sus músculos quedaban al descubierto. Me observó mientras me acercaba y después me preguntó:

—¿Es usted el señor Sorme?

Tuve un respiro de alivio. Había esperado que me dijera :

«¿Quién diablos es usted?» Le dije que, en efecto, yo era Sorme. Hizo un leve gesto de asentimiento, con la cabeza y
abrió la puerta del todo para dejarme entrar.

La habitación estaba casi vacía y limpia. Donelly no había sonreído ni ofrecido la mano. Pero cuando me giré en el
mismo momento en que entraba, ya que se había quedado en la puer ta para observar cómo se alejaba el taxista, me di
cuenta de que me estaba mirando con una expresión rara, quizás especulativa, como un gato que contempla a un erizo.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té? —me preguntó. Le dije que sí, con entusiasmo. Dejándome solo, desapareció un
momento. Me di cuenta de que vivía solo en aquella habitación. Había una cama de campaña, un sillón incómodo, una
silla de madera corriente y una pequeña mesa plegable. El suelo carecía de alfombra pero estaba limpio. En un rincón de
la habitación estaba una vieja caja de caudales de color verde. En la pared colgaban una decena de grabados : antiguos
boxeadores con los puños sin guantes, luchando entre sí, y esbeltos caballos. Ni un solo libro.

Donelly regresó con el té y una bandeja con galletas. Tuve la impresión de que deseaba decirme algo amistoso,
cortés, pero no sabía cómo hacerlo. Mientras me servía el té me preguntó si había tenido buen viaje. Respondí que sí y
vencí la tentación de hablar para romper el silencio. Mientras tomaba un sorbo de té —que por cierto era muy bueno y
bien hecho— recordé la definición que hace Heine al describir el silencio como la conversación de dos ingleses y tuve
que hacer un esfuerzo para no sonreír. Finalmente dejé de intentarlo. En aquel momento Donelly me miraba y convertí mi
sonrisa en una mueca amistosa al decirle:

—Bien, realmente es un placer encontrar a un inglés en este perdido lugar.

—Soy irlandés —me respondió con cierta sequedad.

—Tan lejos de casa, viene a ser lo mismo —dije, al tiempo que interiormente me preguntaba si iba a tirarme algo a la ca -
beza—. Pero no hizo nada de eso. Me dedicó una especie de helada sonrisa y asintió :

—Sí, supongo que sí.

Pero sin saber por qué curiosa razón lo cierto es que el hielo quedó roto.

—Conque vive usted en Moycullen... ¿En qué parte? —me preguntó.

Le describí el «cottage» que habíamos alquilado y la casa a la que nos habíamos mudado luego. Después me preguntó si
sabía algo del asesinato de Domenech, una muchacha que hacía dos años había sido encontrada muerta en los bajos de las
rocas de Moher. Yo conocía bien el caso y se lo expliqué con todo detalle. Se trataba de una chica norteamericana a la
que su amante había matado para robarle sus cheques de viaje. Yo conocía al pescador que había encontrado el cuerpo y
al policía local que fue llamado para las primeras pesquisas. Al parecer el rostro estaba totalmente irreconocible, pero el
asesino había cometido el error de dejarle puesta alguna ropa —unas bragas negras de encaje— que conservaban todavía
la etiqueta del fabricante norteamericano, y esto fue lo que condujo a su identificación. Yo había hablado también con un
inspector llegado de Dublín para dirigir la investigación y me explicó algo sobre los métodos utilizados. Esta información
de primera mano pareció encantar a Donelly y esto me hizo confiar en que, por su parte, se sentiría igualmente
cooperativo al respecto de su antepasado.

Al mediodía el calor se hizo agobiante. Donelly se quitó el jersey y se quedó sentado junto a la mesa en mangas de ca -
misa... que por cierto estaba abierta hasta la cintura. Yo también me quité la chaqueta. Me ofreció tomar algo, acepté y
trajo una botella de ron negro. Como podía descansar hasta el martes, día de la próxima conferencia, no tuve ningún
reparo en aceptar. Donelly sacó otras galletas saladas y abrió unas latas de sardinas. Después de brindar con nuestro
británico «cheers», fue él quien sacó a relucir el tema de Esmond Donelly.

—Supongo que ese editor le habrá dicho que cuando me habló del asunto lo envié al infierno.

—No, no me ha dicho nada en absoluto.

La cosa era típica de Fleisher : sugerir que me entrevistase con Donelly sin decirme que él ya lo había intentado antes y
había tropezado con un recibimiento hostil. Pero tal vez obró bien, pues de haberlo sabido no me habría presentado allí.

Donelly me preguntó:

—¿Ha visto usted su manuscrito?

—Sí, lo tengo aquí.

Lo saqué del bolsillo de mi americana y el coronel lo cogió precipitadamente. Después de haber leído menos de media
página lo arrojó sobre la mesa con gesto de disgusto.

—Exactamente lo que había pensado : es una falsificación. Una falsificación estúpida.


—¿Está seguro? —pregunté atónito.

—Claro que estoy seguro. ¿No ha leído usted el diario de Esmond?

—Lamento decirle que no. Ni siquiera sabía que se hubiera publicado.

—Claro que se ha publicado : en Dublín en 1817. Salió de la habitación. Regresó a los pocos minutos y dejó un librito
encuadernado en cuero sobre la cama. El título era The Diary of Esmond Donelly, Geni (Diario del gentilhombre Esmond
Donelly). Estaba publicado por Telford's, Dublín. La dedicatoria estaba dirigida a Lord Chesterfield y decía así :
«Señor : En muchas ocasiones he tenido motivo para recordar que usted afirmó que incluso el hombre peor nacido de
Europa, si viera que una señora deja caer su abanico, lo recogería y se lo entregaría; el hombre mejor nacido de
Europa no podría hacer otra cosa. Ha sido esta consideración sobre la similitud de talentos entre el encumbrado y el
humilde, dentro de limitadas esferas de actividad, lo que me da el valor necesario para ofrecer este volumen carente
de pretensiones a Su Señoría...»
No tenía necesidad de seguir leyendo. Un hombre capaz de escribir en una prosa tan graciosa y bien ordenada no podía
tener nada que ver con el pesado estilo con que había escrito :

«En cuestión de segundos mi órgano estaba feliz dentro de su nicho virginal, mi esperma, desbordándose llegó hasta
su ano.»

Esta última cita recoge la esencia del manuscrito de Fleisher. Cabía discutir la posibilidad de que el hombre que había
escrito la dedicatoria epistolar a Chesterfield pudiera ser el autor del párrafo últimamente reproducido, pero una
intuición, que casi alcanzaba el grado de certidumbre, me hacía sospechar que no era así.

—Ya veo lo que quiere decir —le dije a Donelly—. ¿No cree usted posible que el estilo de un diario personal pueda
diferir tanto del diario de un viaje?

—Pero es que también difiere mucho de sus diarios inéditos..

—¿Los ha visto usted? —dije tratando de que mi tono no sonara excesivamente interesado.

—¡Oh, sí! —contestó sin énfasis, sirviéndose un poco más de ron—. Yo comí media docena de sardinas y algunas
galletas mantecosas antes de tomar más bebida a la vez que pensaba que no existía el menor obstáculo para que no
pudiera pasarme la tarde y las primeras horas de la noche en la habitación del motel medio adormilado por el alcohol.

Le hablé a Donelly de mi encuentro con Fleisher, explicándole que nunca había oído hablar con anterioridad de su
antepasado. Se mostró conforme en que aquello no tenía nada de extraño. El diario de Donelly no tenía ningún mérito
especial en relación a una decena de otros publicados en el mismo período, el de Thomas Turner, Mary Cowper, el conde
Egmont, por ejemplo. Además no era de la clase del de Fanny Bumey. Esmond Donelly era conocido por los estudiantes
de literatura irlandesa, pero ni tan siquiera era mencionado en la Cambridge History of English Literature.

Tratando de llegar hasta el fondo de las razones de Fleisher, le señalé que raramente hay humo sin fuego y que si
existe el rumor de que Donelly había llevado «diarios sexuales», lo más probable era que éstos tuvieran algún
fundamento. Me miró con ojos fríos y el rostro desprovisto de expresión. Finalmente dijo :

Y si así fuera, ¿supone usted que estaremos ansiosos sus descendientes de ver publicadas esas cosas? Usted conoce
Irlanda.

Comprendí su punto de vista. Los irlandeses no son precisamente hipócritas en el sentido de la moralidad, muy al
contrario tienen cierta flexibilidad. Pero los irlandeses del sur son católicos; existen muchos libros prohibidos y el índex
es algo que todavía se tiene en cuenta. Podía comprender perfectamente que los Donelly de Ballycahane, podrían
considerar embarazosa tal publicidad aun cuando pudiera aportarles algún beneficio económico.

A eso de la una, yo estaba apreciablemente borracho y le dije a mi anfitrión que debía irme. Con sorpresa mía vi que
ponía algunas objeciones a mi marcha.

—No, no. Puedo freír huevos y jamón. También tengo un poco de maíz dulce.

Se dirigió a la cocina y yo me puse a leer algunas páginas del diario de viajes en las que se describía Venecia. El calor me
adormecía un tanto y casi estaba medio dormido cuando Donelly me despertó. Traía una enorme sartén llena de peque ñas
mazorcas de maíz. Me sirvió media docena en un plato, las untó con abundante mantequilla y me dijo que las comie ra.
Jamás en mi vida había comido tanto maíz dulce, pero estaba estupendo. Con sorpresa vi que Donelly acompañaba su
comida con nuevos tragos de ron. Estaba impresionado de ver la enorme cantidad de alcohol que el hombre podía sopor -
tar. Entre los dos nos habíamos bebido la mayor parte de la botella y yo sólo me había servido dos vasos. Sin embargo,
no podía apreciar en él el menor signo de embriaguez. Su conversación seguía siendo lenta, pausada, precisa, coherente;
su voz conservaba el punzante tono sarcástico de siempre. El único cambio apreciable fue en el tema de la conversación,
pues había pasado a hablar de sexo. Tomó una de las mazorcas cuyos granos ya se había comido y me dijo que había oído
hablar de un libro en el que se decía que una mujer había sido desvirgada con una mazorca como aquélla. Le dije, que, en
efecto, se trataba de un libro de Faulkner. Donelly dijo que Faulkner no había inventado el episodio, ya que una mazorca
siempre es un buen instrumento si el himen de una chica resulta excesivamente duro como para ser penetrado por el
método usual. Después me contó que uno de sus peones negros había sorprendido a una hija masturbándose con una
mazorca. Me describió con pelos y señales cómo aquel hombre había atado a su hija a un gancho de la pared para
azotarla con su correa de cuero y también cómo terminó por introducir a su hija una mazorca mucho más gorda aún para
que aprendiera la lección. Me explicó la historia fría y reflexivamente, mientras se comía otra mazorca, pero sin mirarme
a los ojos. Siguió relatándome otras anécdotas, todas ellas relacionadas con palizas. Luego destapó otra botella de ron sin
dejar de conversar. La lógica me decía que esa sucesión de anécdotas sobre palizas, fustigaciones e incestos no podía sur -
gir de un deseo desinteresado de darme una imagen de la vida en el Sur; pero, por otra parte, sus modales no delataban
intenciones sádicas. No dejaba de extrañarme el hecho de que hubiera vivido solo durante tanto tiempo; se sentía solo y
hambriento de sexualidad y se divertía teniendo a su lado a un compatriota con el que poder hablar. La cosa no resultaba
muy anormal.

Yo había comenzado a pensar que hubiera sido mejor que hubiese efectuado mi visita a una hora más tardía.
Empezaba a darme cuenta de que quería retenerme durante toda la tarde y el anochecer. Por supuesto que podía
marcharme en el momento en que lo deseara, pero Donelly era la única fuente de información sobre su antepasado y yo
había aceptado cinco mil dólares por el compromiso de escribir sobre ese hombre. El sentimiento del deber hubiera sido
más que suficiente para que siguiera sentado allí hasta que me echara.

A medida que transcurría la tarde comencé a bostezar cada vez con más frecuencia, pero Donelly no pareció
observarlo. Había sacado una hamaca y se había puesto cómodo con los pies descansando sobre la silla de madera.
Insistió en que yo ocupara el incómodo sillón y pusiera mis pies sobre la cama. Habíamos dejado el ron por la cerveza —
Budweiser en lata— y fumábamos caliqueños. Yo trataba de llevar la conversación al tema de Esmond Donelly, pero él
eludía el asunto. Por fin, a eso de las cuatro, me preguntó si me gusta ría dar un paseo. Respondí que sí, pues estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa para salir de mi estado de sopor. Comenzaba a sentirme un tanto irritado con mi
anfitrión. Debería haberse dado cuenta de que yo estaba medio dormido y haberme sugerido que me diera una cabezadita
de media hora o así, o dejarme leer el diario de Esmond Donelly. Pero estaba claro que lo que él quería era hablar y no le
importaba el que yo me estuviera durmiendo o no.

Pese al calor, Donelly se puso una camisa limpia, corbata y una chaqueta deportiva. Yo eché la chaqueta sobre los
hombros. Donelly parecía un caballero que fuera a tomarse su aperitivo de media tarde a su club londinense. Yo me sentía
deshecho, sudoroso y casi sin fuerza. Me había dado cuenta de que él hablaba arrastrado por sus impulsos y comencé a
no prestar casi atención a lo que decía mientras caminábamos sobre los campos abandonados. El gran perro pajizo nos
seguía. Sus piernas eran tan largas que parecían moverse a cámara lenta. Donelly caminaba igualmente a grandes zanca -
das y de vez en cuando me señalaba con su bastón algún punto de interés.

—A ese árbol se le llama el árbol de los linchamientos. Hace un par de años, tres negros fueron ahorcados allí por el
Klan.

—¿Qué habían hecho?

—Pegaron fuego a unos pajares.

Algunas zonas del bosque por el que pasamos eran muy bonitas, pero me sentía sorprendido por la gran cantidad de latas
oxidadas de Coca-Cola y todo tipo de botellas que ensuciaban el suelo. Nos detuvimos junto a una valla para observar el
trabajo de algunas perforadoras de petróleo y en ese momento me di cuenta de que Donelly llevaba un revol ver en una
sobaquera debajo de la chaqueta.

—¿Por qué lo lleva? —le pregunté.

—Es por las serpientes —dijo.

De repente pareció darse cuenta de que el ruido de la perforadora interfería nuestra conversación y apresuradamente
nos fuimos de allí. Advertí que consultaba el reloj con frecuencia. —¿Vamos a algún sitio en particular? —le pregunté.

Por un momento detuvo el torrente de su charla.


—0No,

Me miró con cara inexpresiva. Comenzaba a sentir sed y me estaba contagiando su tensión.

—¿Dónde vamos? —repetí.

—¡Oh, creo que debemos dar un paseo de un par de Kilómetros y después regresar a casa!

La palabra «paseo» era tan poco apropiada a esas horas de calor que sonreí sin poder evitarlo. _

—Creo que debo pensar en marcharme —dije, pero él hizo caso omiso de mi observación, aunque volvió a consultar su
reloj.

El perro se había detenido ladrando y gruñendo en una zanja trente a unos matorrales. Miré abajo y vi una serpiente
negra que cuando me divisó comenzó a deslizarse. Esperé que Donelly sacara su revólver y disparara sobre ella, pero se
limitó a decirme:

—Vamonos.

Saltamos un seto y nos encontramos en un camino sucio y descuidado. A unos cien metros de distancia se podían
distinguir los edificios de una hacienda o granja y un buzón postal por el que me di cuenta de que nos encontrábamos en
tierras de alguien.

De repente Donelly se volvió hacia mí:

—Parece como si hubiera un incendio.

—¿Dónde?

Me señaló un punto en el campo, cerca de la hacienda, pero todo lo que pude ver fue un pequeño hilillo de humo que
ascendía de un pajar abierto que estaba lleno de heno. Pocos minutos después, las llamas se alzaron violentamente hacia
el cielo y el humo negro se convirtió en una columna que se retorcía sobre sí misma como un genio que se materializara
al escapar de su botella. Donelly comenzó a correr, con la pistola golpeándole en el costado y el gran perro a su lado
como si fuera un pequeño poney; saltamos un seto, cruzamos un campo en el que unos cerdos chapoteaban en el cieno.
Muchos otros hombres corrían también en dirección al lugar del fuego, en los edificios de la hacienda.

No comprendí que hubiese razón alguna para correr. Resultaba obvio que no podíamos hacer nada y que el fuego no iba a
consumirse antes de que estuviéramos allí, así que caminé despacio con las manos metidas en los bolsillos. Tardé cinco
minutos en llegar de nuevo junto a Donelly. El incendio era impresionante; las llamas eran tan violentas que elevaban
montones de heno ardiendo que luego caían lentamente sobre nosotros convertidos en una ceniza gris. Resultaba
imposible aproximarse a menos de cuarenta metros a causa del gran calor que despedía. Algo explotó dentro del pajar,
posiblemente un barril, y parte del techo voló por los aires. Las chispas formaban un espectáculo de fuegos artificiales.
Le dije algo a Donelly pero éste no me prestó la menor atención. Tenía la mandíbula apretada, rígida y sus ojos miraban
fijamente como si fueran de cristal azul. Era como si estuviera degustando el fuego y el humo. Incluso cuando el viento
nos traía bocanadas de humo y mis ojos se llenaban de lágrimas, él seguía mirando con la misma fijeza e impasibilidad.
Tenía los puños apretados dentro de los bolsillos de su pantalón. Había algo en la expresión de su rostro que me hizo
comprender que estaba experimentando una malsana exaltación. En cierto modo podía entenderlo. El fuego era
mayestático; había una especie de sinfonía en el crepitar de las llamas, en el calor y la lluvia de chispas que caían del
cielo.

Me di cuenta de que algunos espectadores nos miraban con cierto resentimiento como si no tuviéramos derecho a estar
allí, así que me retiré hasta el seto y me senté. Media hora más tarde, cuando ya nada quedaba del cobertizo, a excepción
de su estructura metálica, llego el coche de los bomberos.

Alguien detrás de mí, me preguntó con fuerte acento sudeño:

—¿Le importaría decirme su nombre? Me di la vuelta y me encontré con un corpulento policía que me miraba con gesto
malicioso y desconfiado. Otros dos hombres, armados, estaban a su lado.

Le dije mi nombre y añadí que estaba con el coronel Donelly. En esos momentos, el de más edad de los dos campesi-
nos se volvió hacia mí con acritud.

—¡Vaya, vaya...! ¿Con el coronel Donelly, eh? Me sorprendió la hostilidad de su tono. El policía se volvió hacia él y le
hizo un gesto dándole a entender que se callara.

Después volvió a preguntarme:

—¿Le importaría decirme cuánto tiempo lleva aquí?

—Llegamos poco después de iniciarse el fuego. Estábamos


dando un paseo.

El interrogatorio me extrañó, pero las preguntas no eran difíciles de contestar.

—¿Quién es usted?

Cuando le expliqué que estaba dando unas conferencias en Baton Rouge su tono se hizo más cortés. Precisamente llevaba
mi contrato para la gira de conferencias y un documento de identidad que en Estados Unidos siempre llevo encima.
Estaba a punto de preguntarle si había algo ilegal en detenerse a contemplar un incendio, pero el comentario me pareció
innecesario. El policía examinó mis documentos, me dio las gracias con cortesía y se volvió hacia donde estaba Donelly,
seguido por sus dos acompañantes. El gran perro amarillo estaba junto a Donelly y cuando los hombres se aproximaron
comenzó a gruñir y a enseñar los dientes, como si estuviera a punto de lanzarse sobre ellos. Donelly lo mantuvo sujeto
por el collar. La conversación fué corta. En cierto momento, le vi cómo me señalaba. Seguidamente Donelly se dirigió
hacia donde yo estaba y me dijo :

—Bueno, creo que ya podemos irnos.

El coche de los bomberos había empezado ya a bombear chorros de agua sobre el rescoldo de la hoguera, del que se le-
vantaban nubes de vapor, arrastrando cenizas y fragmentos de madera medio carbonizada.

—¿Qué significa esto? —le pregunté refiriéndome a la actitud del policía.

—¡Oh, es que por aquí siempre desconfían de los forasteros!

—No creo que sospecharan que fuimos nosotros los que provocamos el incendio.

Se encogió de hombros y comenzó a silbar una melodía irlandesa. El camino de regreso también lo hizo a grandes
zancadas, pero me llamó la atención observar que había perdido toda la tensión que antes parecía atenazarlo. Durante la
primera parte de nuestro paseo había caminado y charlado como un autómata... o como quien tiene la mente fija en otra
idea. Ahora volvía a parecer humano, relajado. Cuando entramos en su casa, incluso pasó su mano sobre mis hombros al
tiempo que decía:

—Bien, creo que nos hemos ganado un buen trago frío. Sacó unas botellas de cerveza inglesa, Worthingtons.
Mientras observaba cómo ponía la cerveza en los vasos, canturreando entre dientes, me vino a la mente un extraño
pensamiento. El cansancio me había dado una sensación de audacia. Obedecí el impulso y dije lo que pensaba :

—Supongo que no tendrá usted nada que ver con el incendio, ¿verdad que no?

Durante un momento me pregunté si había ido demasiado lejos. Pero no se inmutó; siguió ocupado con las cervezas y me
respondió con la sonrisa feliz e inocente de un escolar.

—Vaya una pregunta tan estúpida. ¿Cómo podría? De repente, con una certeza que no alcanzo a explicar, supe que sí, que
tenía algo que ver con el incendio. Tal vez por el modo como había tomado mi pregunta. Un hombre inocente hubiera
vacilado, preguntándose interiormente si la había entendido bien. Él se había limitado a negar, con una expresión
inocente y burlona. Me senté en la butaca y tomé un gran sorbo de cerveza. Cuando alcé la vista para mirarle, la certeza
había desaparecido. Realmente Donelly había estado conmigo todo el día...

—¡Bien, por Esmond Donelly!

Alzó su vaso para brindar. Volví a beber. Me pareció irrelevante el seguir pensando en el asunto.

Donelly se dirigió a la cocina y oí ruidos que me indicaban que estaba preparando comida. Había puesto la radio —otro
síntoma de que se había tranquilizado—. Una brisa fresca entraba por la ventana abierta. Mientras más pensaba en ello
más inclinado me sentía a creer que había tenido alguna noticia previa del fuego. Todo me conducía a ello : su insistencia
en que me quedara; su conversación obsesiva y mecánica; el absurdo e injustificado largo paseo con el calor de las
primeras horas de la tarde; la pistola y el perro; el que apresurase el paso a medida que nos acercábamos al pajar y su
reiterativo empeño en consultar el reloj. El hombre era un pirómano. Tal vez hubiera sido él mismo quien había quemado
su propio granero e incendiado la granja avícola. Quizá —sentí de repente un escalofrío— también hubiera sido él quien
provocara el incendio que causó el linchamiento de los negros. ¿Pero cómo lo había hecho? Un cómplice que había
provocado el fuego cuando nos acercábamos? Demasiado peligroso. ¿Un mecanismo de tiempo? Sí, ésa tenía que ser la
respuesta.

Me terminé la cerveza y me adormecí. Me desperté cuando Donelly trajo la comida : patatas fritas y salchichas. Me sirvió
más cerveza. Comí con la bandeja en las rodillas. El hombre estaba hambriento; mientras comíamos en silencio lo
observé furtivamente. No, no parecía el conde Drácula escondiendo un terrible secreto. Su aspecto era el de un hombre
de cincuenta y tantos años, cansado, que ha vivido mucho, que tiene de ordinario demasiado trabajo y no se acuerda de
comer adecuadamente. Sabía que era mi deber comentar mis sospechas a alguien —tal vez el jefe del Departamento de
Literatura inglesa en la Universidad de Luisiana—, pero sabía que no lo haría. Era mi anfitrión. No podía hacer otra cosa
excepto esperar. Cuando terminé la cena, eran casi las nueve de la noche. Le dije:

—Ha sido usted muy amable, pero creo que ya es hora de que piense en marcharme...

Estaba apilando los platos en la bandeja. Me respondió con tono casual :

—Cómo..., ¿sin haber visto el manuscrito de Donelly? No podía creer lo que había oído.

—¿ Manuscrito ?

—Por eso vino, ¿no?

—¿Tiene algún manuscrito?

Me hizo un gesto afirmativo mientras volvía a la cocina con los platos sucios. Cuando regresó, sacó una llave del
bolsillo y abrió la caja de caudales verde que había en el rincón. Se volvió hacia mí :

—Desde luego esto no es para ser publicado. Encima había una caja de madera y debajo un buen número de sobres
bastante abultados. Tomó uno de ellos y me lo entregó. En su interior había un montón de hojas cosidas en tre sí con hilo
de bramante. La letra del manuscrito era personal y distinguida, pero lo bastante clara como para poder leerla sin
excesiva dificultad:

Falmouth, 6 de marzo de 1787

«El sol se está poniendo; el viento de levante pasa acariciando la superficie del agua, el humo desciende con sua-
vidad sobre la habitación y en las puertas de las tabernas los marineros bostezan aburridos. Beckford me ha dejado
para ir a buscar a su amada a la colina; he quedado aquí, sumido en un estado de somnolienta tranquilidad, observan do
a dos bellas jovencitas de esbelta figura, que vestidas con cierta elegancia provinciana, se pasean a orillas del mar.
¡Oh, estas criaturas tan deliciosamente gloriosas! ¿Quién pondrá en duda la afirmación de Zozimus el Panopolitano
cuando afirmó que la mujer no proviene de la misma raíz que el hombre, sino que fue creada para poblar otra estrella y
sólo autorizada a posteriori a permanecer en nuestro mundo masculino? ¿No son ellas el supremo misterio de la
creación, la visible presencia de lo mágico en este torpe y rudo mundo de beocianos?
»Golwin dijo que el ilustre obispo de Cambrai valía más que su camarera, pero yo no cambiaría diez obispos por la
preciosa picaruela que compartió mi cama la noche pasada. La pécora, que se llama Clara, nos sirvió anoche la cena y
Beckford, cuyos gustos no van en esa dirección, me dijo que la joven tenía el trasero como el de un muchacho. Le res-
pondí que, a mi entender, estaba demasiado rellenita para que la comparación resultara justa; no, no podía decirse que
pareciera un chico, sobre todo a juzgar por sus pequeños senos, ampliamente exhibidos cuando se inclinó para poner
mantequilla fundida sobre mi langosta.

«Aprovechando un momento en que estuvo cerca de mí, le dije que estaba dispuesto a entregarle una corona a
cambio de un beso y ella se echó a reír y se ruborizó.

»Hasta que Beckford no me habló de ella, le había prestado muy poca atención, pero después mis sentidos se fija-
ron en ella y el pequeño dios placentero entró en mi pecho y convirtió mi corazón en un acerico.

»Cada vez que entraba en la sala, la miraba como si acabara de enamorarme de ella y por un momento me pareció que no
sería un gran precio el matrimonio a cambio de poder investigar más a fondo sus encantos. Aunque creo ser mucho
menos femenino que Beckford, sé que poseo la curiosidad de una Pandora, capaz de dejar a un lado todas las demás
consideraciones si se trata de averiguar algo que me interesa. Cuando se me acercó para volver a llenar mi vaso, pasé mis
brazos en torno a ella y dejé que mi mano descansara sobre sus muslos, convencido de que si ponía objeciones a ello, no
pasaríamos de allí. Pero se quedó quieta como un caballo bien domado. Después, cuando el posadero entró con más
bebidas, retiré mi mano. No volví a tener otra oportunidad de acariciarla durante la cena, pero en el mo mento de salir del
comedor le puse una guinea en la mano y le dije en voz baja:
»—Es para ti, cariño. Y te esperan otras cinco más si vienes a mi cuarto cuando todos estén en la cama.

»No me respondió nada, pero cogió el dinero. Más tarde, Beckford me contó que se había enterado de que Clara es-
taba casada con un pescador y que, con toda probabilidad, había perdido mi dinero. Le respondí que el dinero regalado a
una chica bonita nunca es dinero perdido, pues, en caso de que fuese virtuosa, podía ser considerado como un premio a
su virtud, es decir como una oferta votiva a Afrodita, que agradecerá el donativo y el cumplimiento en su debido
momento.

»En esta ocasión Beckford demostró estar equivocado, puesto que la ninfa se deslizó entre mis sábanas a las tres de
la mañana, cuando ya había perdido todas mis esperanzas; después no me negó nada. Con un murmullo le pregunté qué
había hecho con su marido y me respondió que había salido al mar con otros compañeros de la flota pesquera. Llevaba
una burda camisa de lino, que pronto subí hasta la altura de su cuello. La besé y le dije palabras dulces, pues nunca pude
soportar a los tipos que roban la virtud de una mujer y la tratan como si ese robo la hubiera privado de todo derecho a su
consideración y ternura. Aparte de eso, estaba convencido de que la chica era para mí como un regalo de la diosa nacida
en las suaves espumas y en consecuencia se merecía parte de la adoración debida a su donante. Así, acaricié sus oídos
con palabras tiernas y con la punta de mi lengua, después permití que la elocuencia se concentrara en sus senos e incluso
en los muros aterciopelados del propio templo. Para entonces el movimiento de sus nalgas demostraba su excitación, por
lo cual transferí mi lengua al lugar apropiado donde la dejé descansar, dentro de su boca, y la poseí penetrándola con
tanta suavidad como un hombre cuando se mete en la cama. Hicimos el amor despacio, tranquilos, con ternura, sin mover
apenas el colchón hasta que sus rodillas me apretaron de repente y dejó escapar un suspiro que fue como la explosión de
un cohete celeste. Me quedé junto a ella, inmóvil durante un buen rato, besando sus labios como si estuviera desquitán -
dome de toda una vida de abstención, apenas era capaz de aceptar el hecho de que aquella sacerdotisa, blanca como la
leche, fuese la misma Clara que había servido la salsa sobre mi asado, ofreciéndome una visión furtiva de sus pezones
que parecían acabados de nacer. Aunque ya había dejado de mover su trasero —aquel culo que era demasiado redondo
para ser tomado por el de un muchacho—, mi falo se estremecía en su interior como un potro incapaz de creer que había
logrado un establo tan delicioso. Decidí que debía continuar así, dentro de ella, inmóvil para ver cuánto tiempo podía
controlar la eyaculación; pero ella forzó su salida deslizando sus manos entre nuestros dos cuerpos y acariciando mis
testículos con la punta de sus dedos. La semilla se vertió y fue bebida por la tierra sedienta. Continuamos el juego hasta
que me dejó cuando amanecía. Yo seguí en la cama y medité sobre la discusión que el día anterior había tenido en el
coche con Beckford. Habíamos hablado del modo de hacer el amor de los griegos que es más espiritual y exaltado que el
que nosotros conocemos entre el hombre y la mujer. En mi superabundancia de felicidad me sentía capaz de desear para
Beckford la compañía en la cama del marido de Clara. Pero aquel acoplamiento, ¿podría haber sido otra cosa que un
lance lujurioso y peludo, como un duelo entre dos caballeros acosándose con lanzas de carne? Una unión así participa de
la magnificencia musculada del sol, pero no de la verde magia del agua de Artemisa.»

Continué leyendo y me olvidé de la presencia de Donelly. Su observación de que aquello no podía ser publicado mantuvo
mi excitación dentro de los límites de la contingencia, pero tuve la impresión de que estaba experimentando otro de los
momentos cruciales de mi vida, como por ejemplo cuando conocí a Austin en la exposición de Diaghileff; casi la
sensación de estar repitiendo una escena que ya se ha representado anteriormente.

Donelly había vuelto a la botella de ron. Yo no quise aceptar otra copa de licor, pero sí una cerveza Budweiser. Cuando
llegué al fin de aquella sección dejé a un lado el manuscrito.

—¿Está usted seguro de que no quiere que lo publiquemos? —le pregunté.


—Creo que no.

—En ese caso es mejor dejar por completo todo el proyecto. Ahora comprendo lo que quiere usted decir al afirmar que la
versión de Fleisher es una falsificación. No, no podría recomendar a Fleisher la publicación de su versión. Sería absurdo.

—Estoy de acuerdo.

—¿No hay posibilidad de llegar a un compromiso?

Encendió uno de sus caliqueños.

—La familia se molestaría mucho si estos documentos se publicaran.

—Usted me ha dicho que no está en buenas relaciones con la familia.

—Y así es. Pero ésa no es razón para escupirles en la cara.

Para tratarse del hombre que acababa de incendiar el pajar de alguien, su respuesta me pareció escrupulosa en extremo.
Cambié mi línea de ataque y le pregunté cómo habían llegado a su poder aquellas cuartillas. Pareció reflexionar por un
momento antes de explicarme:

—Bien, creo que no hay nada malo en que lo sepa. Cuando Donelly visitó a Rousseau en Neuchátel, en 1765 —Donelly
tenía unos diecisiete años en aquella época—, se presentó ante él con un ensayo, escrito en francés, en el que refutaba a
Hume y a d'Alembert. Esto es citado por John Morley en su Vida de Rousseau. Pese a la diferencia de edad entre ellos,
Rousseau y Donelly se hicieron amigos. Pero en esos días Rousseau estaba pasando una época difícil. Los clérigos de
Neuchátel estaban predicando contra él y se le acusaba de haber embrujado a un hombre que acababa de morir de un
cólico. Una mañana, Donelly descubrió que alguien había puesto una gran piedra en equilibrio fuera de la puerta de
Rousseau, de modo que cayera sobre su cabeza cuando el filósofo saliera de su casa. Esmond quitó la piedra y, a la noche
siguiente, la colocó del mismo modo en la puerta del herrero, que era un enemigo declarado de Jean-Jacques y que,
además era el único hombre lo suficientemente fuerte como para poder colocar la piedra sin ayuda de nadie. La piedra
cayó sobre el herrero rompiéndole el cuello y un brazo, pero esto no ayudó mucho al pobre Rousseau, pues de todos
modos tuvo que abandonar el pueblo, ya que la gente llegó hasta el extremo de apedrearlo por las calles. Dos años más
tarde,, cuando Rousseau residía en Londres, como invitado de David Hume, Donelly le preguntó qué había sido del
manuscrito y Rousseau le contestó que se lo había dejado en París y que se lo devolvería tan pronto pudiera regresar.
Nunca lo hizo

»Poco después de terminada la guerra —siguió contando el coronel— encontrándome en Lausana, me presentaron a un
librero llamado Clouzot, que tenía una librería en Neuchátel. Le conté la historia del manuscrito de Donelly y me dijo
que quizá pudiera ayudarme. Seis meses más tarde me escribió y me ofreció la venta del manuscrito, por una suma, debo
añadir, bastante razonable. Creo que lo encontró en la casa del hombre que había alquilado la suya a Rousseau, dentro de
un baúl que contenía viejos enseres. Encontró, también, algunas páginas de un diario de viajes de Donelly.

»Unos días más tarde —siguió relatándome Donelly—, Clouzot me escribió preguntándome si aún seguía interesado en
los manuscritos de mi antepasado, pues había dado con otro en Ginebra. Yo sabía que Esmond había alquilado una casa
en Ginebra en la que permaneció más de veinte años, antes de tras ladarse de nuevo a Irlanda donde moriría en 1830,
llevándose consigo todas sus posesiones. No tengo idea de cómo olvidó su manuscrito en Ginebra, aun cuando he
deducido al respecto una teoría interesante. Byron visitó a Esmond en Ginebra —le había sido presentado por Sheridam
—. Unas semanas más tarde Byron le escribió a Hobhouse, desde Pisa, diciéndole que estaba leyendo un «manuscrito
obsceno y divertido del viejo Esmond». Supongo que ese Esmond era Donelly. De ser así significaría que Byron le pidió
prestado el manuscrito y después se olvidó de devolvérselo.

No puedo por menos que admirar la lucidez con que Donelly me relató la historia. A pesar de que ya iba por su
segunda botella de ron, sus palabras eran tan serenas y sobrias como las de un clérigo discutiendo sobre la
transubstanciación.

Lo curioso del caso es que, de repente, sentí una total indiferencia por el asunto. Me sentía resentido con Donelly y
por el poder de fascinación que ejercía sobre mí. Pues ya había decidido devolver a Fleisher sus cinco mil dólares y
olvidarme de todo aquello. Me importaba un pepino el que Donelly cambiara de idea sobre el manuscrito o no. Tan
pronto como decidí que aquello me tenía sin cuidado, me sentí libre e indiferente. Decidí que pasara lo que pasara
dentro de media hora me marcharía para mi motel. Le pregunté a Donelly cómo había llegado a interesarse por su
antepasado. Me dijo que había descubierto el diario del viaje publicado en la casa familiar de Ballycahane. Le pregunté
cuánto tiempo de su vida había pasado allí.
—Muy poco. Nos trasladamos a Dublín cuando tenía cinco años y a Malaya a los nueve.

—Y a usted, ¿no se le ocurrió nunca escribir un diario de sus viajes?

Hice la pregunta sin auténtica curiosidad, más bien para pasar el tiempo. Pero el resultado fue un increíble aluvión de re-
velaciones. Me dijo con tono serio.

—No, no escribí un diario porque en mi vida hay demasiadas cosas que nunca me atrevería a registrar.

—Esa consideración no detuvo a Esmond. Me dedicó una sonrisa extraña, como torcida.

—La vida sexual de Esmond era la de un tipo sobre el que se puede escribir. La mía no.

Pensé que se estaba refiriendo al incendio del pajar. Hice un gesto de comprensión y dije que lo comprendía. Me contra -
dijo con una especie de burla.

—Lo dudo mucho. A los ocho años, teníamos una niñera que nos azotaba y jugaba con nuestros penes.

—¿Nuestros?

—El mío y el de mi hermano Esmond. Esmond era un año mayor que yo. La muchacha era escocesa, de Glasgow... una
de esas cachondas fuertes y sanas. Mi hermano y yo la adoramos desde el primer momento en que la vimos. La
seguíamos por todas partes, pegados a ella como perros falderos. Un día, mi hermano y yo estábamos persiguiéndonos
uno al otro en torno a una mesa en la que había un florero de porcelana y lo tiramos. Se hizo pedazos en el suelo.
Nuestros padres habían salido y le suplicamos a Bridget que no se lo dijera. Estuvo conforme en esconder los trozos, pero
dijo que tenía que castigarnos por lo que habíamos hecho. A ambos nos gustó mucho la solución del asunto. Bridget nos
ordenó ir a nuestro cuarto y que nos quitáramos los pantalones. Cuando llegó con el bastón, los dos estábamos desnudos.
Se sentó sobre la cama, hizo que nos echáramos sobre sus rodillas y nos propinó diez azotes a cada uno.

—¿Le excitaron los golpes?

—No exactamente. Al menos el castigo no me excitó. Lo que me excitó fue estar desnudo y apretado contra ella.

No voy a tratar de repetir la historia con sus propias palabras, porque me dio toda una serie de pequeños detalles que
carecen de importancia. Pero me dijo que tanto él como su hermano se mostraron de acuerdo en que les gustaba ser
azotados por Bridget. La próxima vez que se quedaron solos en casa, rompieron algo, adrede, y toda la función volvió a
representarse. Eso ocurrió en 1928, una época en la que estaban de moda las faldas muy cortas. Pudo apretar su pene
contra la rodilla de la mujer mientras ésta le azotaba y me dijo que la sensación fue tan exquisita que estuvo a punto de
desmayarse. En esta ocasión Bridget vio que el chiquillo tenía su pene en erec ción y lo echó hacia atrás para tocárselo.
Los padres de Donelly nunca habían pensado en forzar hacia atrás la piel que cubre el glande, de modo que éste quedaba
oculto por la cutícula. La joven le dijo que eso era malsano y comenzó a echársela hacia atrás con suavidad. Donelly me
dijo que, a partir de ese momento, su hermano y él no podían pensar en otra cosa salvo en persuadirla de que volviera a
castigarlos. Al cabo de una semana más o menos ya no tuvieron necesidad de romper nada para que la joven los azotara.
Tan pronto se quedaban solos en casa con ella, le proponían jugar a «la escuela». Ella era la maestra. Ellos le daban
adrede respuestas equivocadas o fingían burlarse del maestro. Al poco rato, les ordenaba que fueran a sus cuartos y se
desnudaran y el juego se repetía terminando con el retroceso de la piel del glande «por razones médicas». Una noche,
mientras sus padres estaban fuera, Bridget les permitió meterse con ella en la cama y que le quitaran el camisón. Donelly
me explicó que eso le había defraudado mucho, aun cuando la joven repitió el mismo juego sexual. Necesitaban la
imagen de la mujer totalmente vestida y azotándolos para poderse excitar.

Este asunto llegó a su término cuando Donelly tenía nueve años y la familia se trasladó a Malaya donde su padre dirigía
una mina de estaño. Mientras estaban fuera, se enteraron de que Bridget se había casado y esto los sumió en la
desesperación. Cada uno de ellos acabaría casándose con Bridget cuando fueran mayores.

Pasaron dos años y casi la habían olvidado. Pero un día su madre les preguntó si les gustaría que Bridget volviera para
cuidar de ellos. Su marido la había dejado y ella deseaba marcharse de Escocia. Bridget se unió a la familia mientras ésta
se hallaba de vacaciones en Londres y juntos regresaron a Malaya. Donelly me dijo que la mujer se había vuelto más
fuerte y grande y que tanto él como su hermano la encontraron más atractiva que nunca. Un día, tan pronto como se
quedaron a solas con ella, su hermano le preguntó :

—¿Nos volverías a pegar si fuésemos malos? Y ella le respondió:


—Desde luego.

Según Donelly, ambos se extremecieron de placer.

En las primeras semanas que siguieron al regreso no ocurrió nada. Tenían algunos sirvientes nativos y Bridget sintió
miedo de comprometerse. Pero lo cálido del clima y la falta de escape sexual pronto hizo que su precaución
disminuyese. Los nativos iban de un lado para otro casi desnudos; ella alegó que su educación había sido muy religiosa y
encontraba aquello chocante. Los muchachos se divertían rozándola y alguna vez la pellizcaban, a lo que ella respondía
con un bofetón. Por la fuerza de la bofetada se dieron cuenta de que era una insinuación de lo que les esperaba tan pronto
como pudieran hacerlo sin temor. Una noche los vio desnudos después del baño e hizo una observación sobre el
desarrollo del órgano sexual de Donelly. Esmond se sintió celoso. Esa noche su hermano y él, tuvieron una pelea que
terminó con las bocas rotas y los ojos hinchados.

Un día, Bridget los sorprendió escondidos en una alacena, fumando, y les dijo que los iba a castigar. Precisamente eso
era lo que ellos estaban deseando. Como resultaba poco práctico quitarles toda la ropa les hizo que sólo se bajaran los
pantalones y los apretó contra ella. Me dijo Donelly que cuando la experiencia terminó, los tres estaban enrojecidos y
respiraban con dificultad. Estaba seguro de que Bridget había tenido su orgasmo, aun cuando él en aquella época, no
entendía de esas cosas.

Unos días después, su madre se llevó a Esmond a la ciudad próxima para comprarle algunas prendas de ropa;
Donelly estaba solo en casa. Se dirigió a la habitación de Bridget y la encontró vacía. Abrió el armario donde la mujer
guardaba sus ropas y encontró el vestido que solía usar cuando los azotaba en Dublín, un vestido marrón de tela fuerte y
rígida. Lo colocó en la cama, se desnudó él mismo y se acostó sobre él aspirando su inconfundible olor De repente oyó
que la puerta se abría y escuchó los pasos de Bridget que iba de un lado a otro de la casa y después se dirigía a la cocina.
Deseaba que ella lo viera acostado sobre su vestido, así que hizo adrede ruido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Bridget subiendo las escaleras.

Donelly fingió estar dormido y abrió de repente los ojos cuando ella estuvo de pie junto a la cama. La mujer parecía
enojada por el hecho de que hubiera abierto y curioseado en su armario y le dijo :

—Tengo que castigarte. ¡Vamos, arriba!

Antes de que ella lo pusiera sobre sus rodillas, Donelly sintío la erección, pero ella fingió no darse cuenta.
Bridget tomó un cepillo de pelo e hizo que Donelly se echara sobre sus rodillas. En esta ocasión, él se dio
cuenta de que la joven tenía las piernas entreabiertas y que, apretándose precavidamente contra ella, podía
introducir su pene entre las piernas. Trató de mirar entre las piernas de la mujer, pero estaban cara a la puerta
y sin luz suficiente. De repente, ella dijo:

—Este lugar no es lo suficientemente alto. Pásate al otro lado.

Donelly se trasladó del lado de la cama que daba junto a la ventana. Él se puso de nuevo sobre ella y como al
azar, le subió un poco el vestido. Ella abrió las piernas, alzando una para poner el pie sobre un banquillo, lo
que dio a Donelly la oportunidad de ver sus nalgas hasta la parte superior. La joven llevaba una bragas muy
sueltas, por lo que, con las piernas abiertas y las rodillas separadas, no le tapaban nada. Mientras ella lo
azotaba él comenzó a frotar su miembro erecto contra las piernas. La mujer cambió de posición y con la otra
mano le cogió el pene. De repente empezó a pegarle con todas sus fuerzas con el cepillo y entonces Donelly
sintió un intenso placer en sus partes que le hizo estar a punto de desmayarse. Casi había caído sobre ella,
que continuaba pegándole, cuando de repente tuvo una sacudida, como un espasmo nervioso y dejando caer
el cepillo le dijo :

—Me has hecho sentirme enferma.

Se quedó tumbada, cruzada en la cama, con los ojos cerrados. Donelly me dijo que ambos habían quedado
extenuados. Ese día no ocurrió nada más. Cuando oyeron que llegaba su madre, una hora después, él se
apresuró a meterse en su cuarto. Posteriormente le dijo a su hermano:

—Me voy a casar con Bridget y haré que me pegue cada día...
Esa situación se prolongó tres años, durante los cuales Bridget se comprometió con un ingeniero de la
mina y mantuvo con él relaciones sexuales normales. Estuvo aplazando cuanto pudo el casarse con él,
poniendo como pretexto que la señora Donelly no podía pasar sin ayuda en el hogar; pero la verdadera
razón era que deseaba seguir junto a los dos hermanos y continuar pegándoles. A pesar de ello, el
ingeniero ganó; Bridget se casó con él y se trasladaron a América del Sur.

Durante una semana, más o menos, los dos hermanos quedaron desolados. Hasta que un día Esmond le
dijo a su hermano:

—Finge que tú eres Bridget.

Se dejó caer en la cama mientras su hermano le pegaba con un cinturón de cuero. Esmond tuvo un orgasmo.
Después Esmond tomó la correa y Donelly se imaginó que era Bridget y
también tuvo su orgasmo.

De regreso en Inglaterra, a la edad de catorce años, Donelly y su hermano fueron enviados a un colegio privado. Donelly
pasó a convertirse en pupilo de un alumno mayor; pero Esmond, un año mayor, fue aceptado por sí solo. Donelly se
comportaba tan mal que era castigado con bastonazos una vez por semana. En una ocasión, después de haberle azotado,
el maestro le quitó los pantalones y lo masturbó. Como el culo aún le dolía de los azotes, la experiencia fue doblemente
placentera y Donelly sintió más placer que nunca. Muy pronto descubrió que la sodomía sin los previos azotes no le
proporcionaba placer.

Es innecesario decir que no me marché de allí transcurrida la media hora que me había fijado de plazo. Incluso llegué a
aceptar más ron. Donelly continuó hablando y hablando, explicándome con todo detalle sus experiencias sexuales por
todos los burdeles del mundo. El hombre tenía tantas fijaciones y perversiones que harían falta otras veinte páginas más
para detallarlas —fetichismo, con el pelo de una mujer, zapatos planos (de mujer), camisas de tenis, botas de goma e
impermeables, pistolas, fustas, bastones, navajas de afeitar...—. Hacia medianoche me mostró su colección de armas, de
fotografías pornográficas y obscenas, de fustas y bastones. Puso en mis manos un látigo de los denominados «gato de
siete colas» y me pidió que lo probara. Fustigué en el aire y cerró los ojos como si estuviera oyendo una música deliciosa.
Seguidamente me preguntó como en sueños :

—¿Le gustaría usarlo?

—¿Con usted? —le pregunté suponiendo que era eso lo que me estaba insinuando y lo que deseaba.

—Sí.

—No. Me enfermaría.

Me cogió fuertemente del brazo.

—¿Ni siquiera a cambio del manuscrito?

—¿Me permitiría que me lo llevara?

—Para que lo copiara y me lo devolviera después.


—De acuerdo.

Su voz se convirtió en un croar.

—¡Venga!

Se dirigió a la estancia próxima. En ella no había nada excepto una enorme cama de matrimonio, pasada de moda,
y con un colchón que parecía menos confortable que una plancha de madera. Atadas a cada una de las cuatro esquinas
de la cama había tiras de cuero que terminaban en sendos grilletes.
Empezó a desnudarse lentamente, sin turbación. Me di cuenta de que las cortinas de las ventanas eran de tejido
muy grueso. Comprendí por qué Donelly se había sentido tan satisfecho al verse libre de sus obreros agrícolas. En un
edificio de madera como aquél, el sonido de los golpes debía oírse a cierta distancia, sobre todo en las apacibles y
tranquilas noches del Sur, cuando una cigarra puede escucharse a dos kilómetros de distancia.

Se tumbó desnudo, boca abajo, y fue entonces cuando lo mire con atención por primera vez desde que habíamos
entrado en la habitación. Su espalda, su trasero y sus muslos apenas si eran otra cosa que un tejido arrugado cubierto de
cicatrices. Parecía un camino cubierto de nieve después de que hubieran circulado sobre él una docena de vehículos en
ambas direcciones. Resultaba sorprendente que pudiera sentir nada.

Tuve que colocar las esposas en sus muñecas y después en sus tobillos y tiré de las correas de cuero hasta que quedó
abierto de piernas y manos. Al principio dejé las correas un poco flojas pero él me gritó :

—¡Más tirantes! ¡Más tirantes!

A continuación, dirigió su rostro hacia mí, cerró los ojos y me dijo :

—¡Ahora!

Pensé que ya no había razón para volverse atrás. Lo que me preguntaba a mí mismo era si podría llegar tan lejos
como para obligarle a decir : ¡Basta!, así que alcé el látigo sobre mi cabeza —tenía un perverso chasquido— y lo dejé
caer con todas mis fuerzas. Cayó sobre él como un cohete. Me sorprendió ver la profunda marca roja que hizo en su
espalda. Vacilé por un momento y dijo con los dientes apretados :

—¡Continúe...! ¡Siga, siga! No se detenga ahora.

En vista de eso, recordando mi parte en el trato que habíamos hecho, seguí azotando con toda la fuerza que pude. Si
le hubiera estado haciendo daño hubiera sido imposible para mí seguir pegándole, pero resultaba obvio que estaba
gozando del más delicioso de los éxtasis. Empecé a preocuparme cuando brotó la sangre y empezó a salpicar a cada
golpe, llegando incluso a alcanzar mi rostro, pero si me detenía él murmuraba :

—¡Por favor, por favor...!

Llegó por fin el momento en que me dijo :

—¡Basta!

Pensé que tenía ya bastante, pero se limitó a añadir :

—Ahora coja el bastón.

Tuve que coger un bastón de oficial recubierto de cuero para golpearle con él en el trasero todo lo fuerte que me era
posible. Al principio traté de abreviar al máximo, golpeándole con la mayor fuerza que todavía me quedaba —mi brazo
comenzaba a dar muestras de cansancio—, pero pareció no importarle. Después de diez minutos me dejé caer en la silla y
le dije :

—No puedo más. Tengo que descansar.

Él siguió echado inmóvil y me di cuenta de que había perdido el conocimiento. Traté de despertarlo moviéndolo por los
hombros, pero sus párpados no se agitaron. Me sentí dichoso al observar que, al menos, seguía respirando. Si hubiera
muerto, hubiese resultado difícil para mí explicar que estaba haciendo todo aquello sólo por servir a la causa de la
literatura.

Regresé a la otra habitación y me serví una cerveza. Despues volví al dormitorio y cogí de sus pantalones la llave de
la caja de caudales que abrí a continuación. En los demás sobres había cartas y otros documentos, pero nada relacionado
con Esmond Donelly. Tomé la caja que había en el compartimiento superior y miré en su interior. Una cruz roja en uno de
sus lados indicaba que se trataba de una especie de botiquín de urgencia y, a primera vista, su contenido parecía
confirmarlo así : rollos de vendas, una caja con adhesivos y botellas de desinfectantes. Supuse que si Donelly se dejaba
azotar así, aunque sólo fuera una vez al año, necesitaba todas esas vendas y antisépticos. Pero al inspeccionar la caja más
a fondo descubrí una serie de cosas cuya aplicación no resultaba clara de inmediato : una cantidad de tubos de color
verde, sellados por ambos extremos, pequeñas cápsulas redonditas con unos cables que salían de ellas, las cuales incluso
yo con toda mi inexperiencia reconocí como detonadores, una botella con un polvo granulado de color marrón, que no
era otra cosa que una especie de pólvora. Examiné uno de los tubos y me di cuenta de que había un tapón de plástico a
cada extremo. Los quité y traté de mirar por el interior del tubo, como si fuese un anteojo, pero la vista no pasaba pues la
visión quedaba bloqueada por algo que dividía el tubo en dos y observé que aquello debía de estar hecho de metal.

Abrí la botella que contenía aquel polvo y olí lo que había en ella, sin que el olor me recordara nada conocido o
identíficable. Después cogí otra botellita que conteía un líquido amarillento y quité su tapón de vidrio. Recordando mis
tiempos de bachillerato, pude identificar de inmediato el olor : ácido concentrado, nítrico o clorhídrico. En la cocina
encontré un platillo —al ir allí aproveché para echar un vistazo a Donelly— en el que puse una pequeña cantidad del
polvo marrón. Después con todo cuidado, dejé caer unas gotas de ácido casi al borde opuesto del platillo, formando un
pequeño charquito e incliné el plato de forma que el líquido fuera deslizándose hasta alcan zar el polvo. Tan pronto como
ocurrió se produjo una pequeña explosión y di un salto hacia atrás. Algo saltó a mi cara, unas Rotitas que me causaron
una sensación de quemadura. Corrí a la cocina y me froté el rostro con un trapo mojado. Mientras me lavaba vi que de la
otra habitación salía un humo que llegaba hasta el pasillo. El polvo del platillo crepitaba y dejaba escapar chispas. Abrí la
puerta de la calle y, con precaución, tomé el platillo que se partió en dos, pero el chisporroteo ha bía cesado —había
utilizado sólo una cantidad muy pequeña de aquel polvo—. Entonces envolví los dos trozos de plato en un periódico.
Estaban todavía tan calientes que el periódico se chamuscó. Dejé la puerta abierta y hubieron de pasar unos diez minutos
hasta que el humo salió por completo.

Así quedaba resuelto el problema de cómo se había provocado el incendio del pajar. El método era tan simple como infa-
lible. El polvo marrón se colocaba en una de las mitades del tubo. El ácido se llevaba en una botellita hasta el lugar donde
se quería provocar el incendio —había varias botellitas pequeñas en la caja fuerte—. Una vez allí se vaciaba con cuidado
en la otra mitad del tubo y se hacía un pequeño agujero en la tapa para dar salida al hidrógeno. Después el tubo se
colocaba de pie, con la parte que contenía el ácido arriba, en medio de la paja o del heno. Donelly sabía exactamente
cuánto tiempo tardaría el ácido en abrirse paso, corroyendo el metal que formaba la separación central que dividía el tubo
en dos compartimientos. En caso de que el ácido estuviera diluido podría tardar unas veinticuatro horas. Probablemente
había colocado aquella bomba incendiaria de miniatura en el pajar en las primeras horas de la madrugada del domingo,
cuando todavía estaba oscuro :

Ahora no me extrañaba que tuviera tal expresión de satisfacción cuando se detuvo para contemplar el fuego. Había sido
un triunfo de sincronización exacta.

Dejé la caja en el arca de caudales, conjuntamente con los demás papeles y la cerré. Después volví a colocar la llave en el
bolsillo del pantalón de Donelly. Incluso me sentí tentado a solucionar el problema moral de la piromanía de Donelly,
preparando una de sus bombas de tiempo para dejarla en el arca junto a los papeles, con lo que aquella caja que contenía
los explosivos quedaría destruida. Pero también podía ocurrir que se incendiara la casa entera con Donelly dentro. Esto
sería, sin duda, una justicia poética, pero una crueldad innecesaria. (¿O gozaría Donelly con ello?)

Cubrí a Donelly con mantas pero lo dejé atado. Iba a quedarme a dormir en la casa y quería sentirme seguro; la colección
de armas y navajas de afeitar de Donelly me ponían nervioso. Cerré la puerta con llave y me metí en la cama de campaña
de la otra habitación. Por la mañana temprano, entré en el cuarto de Donelly y encontré que estaba dormido. Su respira-
ción era regular, rítmica. Le quité los grilletes y él se movió un poco y murmuró algo. A eso de las seis y media me dirigí
al pueblo. Encontré abierta una cafetería junto a la carretera y pedí unos huevos fritos con jamón y patatas y después
telefoneé al taxista que me había llevado allí el día anterior. A las ocho de la mañana estaba de vuelta en mi motel y
escribí este relato antes de salir para tomar el avión de la tarde. Envié por correo a Diana el manuscrito de Esmond
Donelly para que pudiera pasarlo a máquina antes de que emprendiéramos el viaje de regreso a Shannon, el jueves. A
pesar de la cantidad de alcohol que había bebido en las últimas veinticuatro horas me sentía extraordinariamente bien.

22 de abril. Dallas, Tejas

Esta mañana desperté preguntándome si había tenido algún placer al azotar a Donelly. ¿Hay quizás en mí un componente
sadista oculto, algún rasgo del carácter de Austin? Después de mi conferencia de la tarde obtuve la sorprendente res-
puesta. En cierto modo, raro si se quiere, las perversiones de Donelly eran la prueba de libertad del espíritu humano.
Todos los animales temen el dolor y tratan de eludirlo. Deliberadamente Donelly había adoptado la postura opuesta.
Había decidido que el dolor podía ser un valor y lo convirtió en un valor, algo que le hacía gozar y con lo que se divertía.
Ya sé que la explicación de esto está en la asociación de ideas : Bridget, sexo, dolor; pero eso no implicaba diferencia
alguna. Un hombre puede preferir el experimentar placer siendo apaleado, igual que otro puede alcanzar el éxtasis
místico al contemplar un árbol o una hoja. Y no ser por fuerza una víctima de sus emociones mudantes y de sus
necesidades física. Ésa era la razón por la que no podía traicionarlo. A pesar de su forma distorsionada, había en él un
atisbo de santidad. Un santo sin objeto.

El viernes, 25 de abril, regresamos a Londres y apenas me quedó tiempo para hacer largas anotaciones en mi diario por
las razones que más adelante quedarán aclaradas.
Habíamos proyectado hacer el viaje de regreso por vía marítima, pero el enigma literario representado por Esmond
Donelly me hizo sentir impaciencia por regresar. Temía que algún otro investigador llegara a Ballycahane antes que yo.
Además, quería pasarme un día en el Museo Británico en busca de alguna cosa que pudiera existir sobre Donelly. Antes
de que saliéramos de New Haven, donde Diana había estado viviendo con unos amigos nuestros, el manuscrito de
Donelly ya había sido devuelto por correo certificado al coronel en Denham Springs. Diana había mecanografiado dos
copias. El viaje en avión, desde el aeropuerto Kennedy a Londres, me dio oportunidad de estudiar la copia del
manuscrito.

Era demasiado corto. Cuando el coronel Donelly me lo mostro, no me di cuenta de que el manuscrito incluía otra obra de
Esmond : Refutación de las teorías del Dr. Hume, con algunas referencias a los discursos preliminares de D'Alembert.
Supuse que Donelly ya había comprado el manuscrito con las dos obras cosidas, pero resultaba evidente que no había
sido así. La Refutación tenía treinta páginas más o menos. El Diario de Donelly menos de veinte (de las cuales ya he
citado tres).
Lo que más me impresionó de Donelly fue lo moderno de su mente. Su lenguaje era, desde luego, el de Walpole o Gray;
en sus ideas, muchas veces, se aproximaba a Goethe e incluso a William Blake. El punto central de su argumentación
contra Hume y D'Alembert era muy sencillo: «cuando un hombre escapa por encima de la autoridad religiosa,
usualmente se convierte en víctima de su propia trivialidad. ¿Cuándo experimenta con más frecuencia el hombre la
sensación de libertad?», preguntaba y respondía: «Cuando está aburrido. El aburrimiento es sentirse libre pero sin
experimentar ningún impulso en particular para hacer uso de la libertad.» E inventa una parábola, al estilo de Swift, para
ilustrar su punto de vista:

«En medio de las altas montañas de Tartaria, existe un valle en el que habita una raza de hombres pequeños pero fornidos
y sanos. Desde la antigüedad, formó parte de los preceptos de observancia religiosa de esas personas el llevar
continuamente dos grandes pesos, en forma de botellas de agua, una a cada lado de la cadera. A esas personas ja más se
les ocurrirá pasear sin sus pesos, como no se le ocurrirá a un inglés pasearse en pelotas por la Whitehall. Llevan sus pesas
desde que nacen hasta que mueren y los castigos por no usarlas son muy severos. El paseo es uno de sus mayores
placeres; un pequeño grupo de disconformes declaró que el objeto de las pesas no era otro que hacer desagradables los
paseos. Otros, todavía más audaces, declararon que el hombre debería estar en condiciones de volar como un pájaro o de
flotar en el aire como un globo, y que el llevar esas pesas tiene por objeto el evitar que pueda dis frutar de la libertad para
la que ha sido creado. Hay una revolución, el rey de ese país es ejecutado (una notable anticipación a la ejecución de Luis
XVI) y la gente se arranca sus pesas. Con gran sorpresa ven que no ocurre nada, sólo que les cuesta trabajo mantenerse
en equilibrio sin ellas. Los más tímidos tomaron de nuevo sus pesas; los más audaces empezaron a entrenarse para pasear
sin ellas, muy pronto comenzaron a decir que todo era cuestión de hábito. Se sentían tan dichosos con su nuevo estado
que al principio se pasaban andando día y noche, yendo de un extremo a otro del valle e, incluso, intentando escalar las
montañas, pero pronto descubrieron que las paredes eran de piedra lisa y no podían escalarlas. Entonces algunos de los
que habían dejado sus pesas, se sienten sobrecogidos por una especie de furia y, yendo frenéticamente de un extremo al
otro del valle, terminan por caer exhaustos de un colapso. Otros intentan, pese a todo, escalar las paredes de las
montañas, pero, fracasados en su intento, caen agotados, llenos de terror y desesperación. La mayor parte de los que se
habían desprovisto de sus pesas se limitaban a permanecer en casa, aburridos al máximo, puesto que ya conocían el valle
de cabo a rabo, hasta en sus menores detalles. Atacan burlonamente a los que volvieron a ponerse sus pesas y los acusan
de superstición. Al cabo de algunas generaciones, los que no llevaban pesas acabaron por extinguirse, pues la falta de
ejercicio les hacía engordar muchísimo, muriendo a edad muy temprana. Al final, sólo sobreviven los que conservaron
sus pesas, eligen un nuevo rey y durante muchas generaciones «la Gran Revuelta» es sólo un recuerdo terrorífico. Hasta
que, de nuevo, surje una secta que afirma que el hombre ha sido creado para volar como un pájaro...»

La historia es un tono en extremo pesimista y contiene una alegoría del pecado original. Pero yo me siento inclinado a
rechazar ese significado. Pues Donelly dice: «Algunos de esos escaladores que intentaron subir a la montaña jamás
fueron vistos de nuevo, pero algunos pastores, cuyos rebaños pacen a las sombras de las grandes paredes de las
montañas, afirman que oyen voces que resuenan muy por encima de sus cabezas, donde las crestas de la montaña se
desvanecen entre las nieblas.» En otras palabras, tal vez pudiera haber ocurrido que algunos de los escaladores lograran
escalar las rocas lisas y llegaran hasta la cumbre de la montaña.
Lo que Esmond Donelly intenta decir con esto —una observación notable en extremo para un muchacho de diecisiete
años— no es que el hombre «necesite pesas» sino que los hombres «del valle» las necesitaban. Eran personas sanas,
fuertes, rudas y aventureras (en consecuencia les gustaba pasear y ha cer excursiones) y la única forma de que pudieran
conservar esas cualidades, encerrados como estaban en un pequeño valle, era llevando siempre unas cargas pesadas. Pero
unos cuantos, muy pocos, eran escaladores natos...
Donelly era un escalador nato, eso estaba claro. Sin embargo, era lo que me intrigaba. Ese hombre había vivido hasta
los ochenta y cuatro años de edad (según me dijo su descendiente, el coronel Donelly); fue un escritor de talento, un
pensador original, un amigo de Rousseau y de Wilkes. En ese caso, ¿por qué había dejado tan pocas huellas en la
historia? Si su Refutación de Hume y su diario de viajes, ya publicado, eran todo el material de que podía disponer, tenía
que llegar a la conclusión de que se trataba de un talento precoz desvanecido rápidamente, como les ocurrió a Rimbaud o
a Wolf. Pero el otro diario, el no publicado, demostraba que su talento había continuado siendo incomparable. Entonces,
¿qué pudo haber ocurrido?
Debo añadir, entre paréntesis, que la parte puramente filosófica de Refutación contiene algunas de las páginas más intere-
santes, caracterizadas por una sutilidad tal que por lo menos se adelantaba un siglo a su época. No puedo pensar en nada
semejante anterior a F. H. Bradley. Cita la obra de Hume Abstract of a Treatis of Human Nature (Abstraciones sobre un
Tratado de la Naturaleza Humana), en el cual Hume expone que la noción de causa y afecto se deriva de nuestras
costumbres y no existe «una conexión necesaria». Hume dice : «Suponiendo que fuese creado un hombre como Adán, en
pleno vigor de su comprensión, pero sin experiencia», ¿no resultaría imposible para él ver la conexión necesaria entre
causa y afecto? Si, por ejemplo, observase dos bolas de billar que chocan una con otra, posiblemente no podría deducir,
usando él solo la inteligencia, que producirían un ruido al chocar y que cada una de ellas se desviaría para rodar en
direcciones opuestas. Para él, cabría suponer que las bolas podrían igualmente deshacerse en el choque, o alzarse en el
aire o, simplemente, quedarse quietas una al lado de la otra.

Donelly se sumerge rápidamente en el análisis de esa frase, «en pleno vigor de su comprensión» y subraya que se trata de
un juego de manos, de un truco de malabarista. «Hume presupone que la percepción de Adán de las bolas de billar será
inocente y libre de prejuicios cuando, en realidad, una percepción completamente inocente como puede ser la de un
recién nacido no percibirla en absoluto las bolas, o mejor dicho sus sentidos las percibirían, pero no haría suya esa
percepción, como ocurre cuando uno recibe una carta de un desconocido. Si admitimos que Adán cuenta con «pleno
vigor de su comprensión» la suficiente para que observe las bolas con interés, también debe concedérsele cierto
conocimiento de la relación causa y efecto. Es posible que no sepa si las bolas saltarán aparte o se combinarán entre sí
como dos gotas de agua, pero sabe que «algo» ocurrirá, lo cual quiere decir que sabe que un efecto tiene que estar
precedido de una causa.

No, un hombre tan perceptivo como el que escribió esto «tiene necesariamente» que haber dejado alguna huella en su
época. Entonces, ¿cómo es posible que con anterioridad yo no hubiera oído siquiera hablar de él? Incluso admitiendo que
él mismo hubiera escrito muy poco, otros habrían escrito sobre él, por lo menos lo mencionarían; alguien como Bosweil
o incluso Crabb Robinson. La oscuridad total en torno a un hombre así, resultaba totalmente inconcebible.

Desde Dallas le escribí a un amigo que trabajaba en el Museo Británico, preguntándole si podía conseguirme todo el
material disponible sobre Esmond Donelly. Al domingo siguiente a mi llegada a Londres, a las nueve de la mañana me
dirigí a verlo. Tim Morrison, que formaba parte del departamento de libros impresos, me invitó a bajar a la cantina del
personal para tomar café. Le había contado todo lo relacionado con Fleisher —incluso la sugerencia de que podía
falsificar ciertos manuscritos de Donelly—. Tim tiene un sentido de la vida grave y precavido. A veces me da la
impresión de ser un hombre de los que observan desde detrás de un seto, cuando con sus mane ras precisas y vacilantes se
refiere a un tema.

—Supongo que sabes lo que haces. Quiero decir que no querrás acabar en la cárcel por falsificación fraudulenta.

Le aseguré que no había el menor peligro de que tal cosa pudiera ocurrir y le mostré la copia mecanografiada de la
Refutación de Hume. La leyó cuidadosamente durante diez minutos mientras yo me tomaba el café y hojeaba los titulares
de The Guardián. Comentó:

—Estoy de acuerdo en que esto parece auténtico. Sólo hay una cosa que me preocupa. ¿Por qué se la dio a Rousseau?
Con unas ideas como las que aquí expone debía considerar a Rousseau una especie de estúpido.

—No estoy seguro. En Donelly existe un elemento optimista que, probablemente, responde a Rousseau. Además,
Rousseau no era un hombre de mente tan simple como cree la mayor parte de la gente. Realmente él jamás sugirió que
los hombres regresaran a la vida en la naturaleza.

—No, no...

Parecía abstraído. Le pregunté si había encontrado algunos libros de Donelly o que trataran de él.

—Es mejor que vengas y lo veas —me respondió. Regresamos a su despacho, al que se llegaba por un laberinto de
pasillos, corredores y escaleras de caracol. El despacho estaba inmaculadamente limpio y ordenado. En la mesa había
media docena de volúmenes con tiras de papel marcando determinadas páginas. Me pidió que me sentara junto a la mesa
y él, al otro lado, hizo lo propio en un sillón, y volvió a enfrentarse con la Refutación de Hume.

Los libros eran descorazonantes. Había una edición del diario de viajes que ya había visto antes, impreso en Londres en
1821 por John Murray, los editores de Lord Byron, con un breve prefacio del editor en el que se describía a Donelly
como «un caballero irlandés y hombre de letras», pero que no ofrecía ningún otro tipo de información biográfica. Ni
siquiera decía si Donelly seguía vivo (aunque lo estaba, pues en 1820 tenía setenta y dos años). Había una breve
referencia a su obra en English Diaries in the Seventeenth ana de Eighteenth Century (1876), de Gilpin y una cita de su
diario en un libro sobre Venecia por un autor cuyo nombre he olvidado. La única referencia interesan te a Donelly estaba
en una carta de Byron dirigida a Francis Hodgson en junio de 1811 (Obras Completas, editadas por Prothero y Colerige,
Vol. 9, pág. 420'. «Cherry (Sheridan) me dijo que jamás había conocido un carácter más rebelde y salvaje que el de mi
padre (Jack el Loco Byron), pese a que conoció a Wilkes y Donelly en sus días jóvenes.» Y en otra carta dirigida a
William Gifford (Vol. 13, pág. 193), observa:
«Me sentí muy afectado por la afirmación que hacía Esmond Donelly al referirse a la insignificante comparación
entre nosotros mismos y nuestro mundo, y cuando ésta se enfrenta con la gran totalidad de la que uno sólo es un átomo,
lo cual le llevaría a imaginar que nuestras pretensiones de eternidad debían de ser superadas.»

Mientras tomaba nota de las respectivas citas y material —tenía que basar en algo mi introducción— Tim estuvo hojean-
do algunos documentos que guardaba en una batea. Cuando terminó de hacerlo, puso delante de mí una hoja de papel.
Era la fotocopia de una página, de un manuscrito. La letra no era difícil de leer aunque había varias «fs» en lugar de «ss».
Decía así:

«...estaba satisfecho de que pensara cumplir su compromiso.

»La costumbre de comer perros en Otaheite fue ya mencionada por Goldsmith quien observó que esta costumbre
también se daba en China; allí un carnicero perruno es algo tan corriente como cualquier otro carnicero entre
nosotros; y cuando sale a pasear todos los perros lo atacan.

»JOHNSON: Eso no se debe a que mate perros, señor. Yo conozco a un carnicero de Lichfield que siempre era
atacado por un perro de la casa donde yo vivía. Es el olor a carne y sangre lo que provoca el ataque, da igual el tipo
de animales que mata el carnicero.

»GOLDSMITH: Sí, existe una repugnancia general en los animales frente a los signos de una matanza. Si se
pone un cubo lleno de sangre dentro de una cuadra, los caballos parecen a punto de volverse locos.

»JOHNSON: Eso es algo que pongo en duda.

»GOLDSMITH: No, señor, es un hecho comprobado.»

Este párrafo estaba seguido por unas cuantas líneas que habían sido tachadas cuidadosamente. Después continuaba :
«THRALE: Será mejor que pruebe esa afirmación antes de que la incluya en su libro de historia natural. Usted
tendría que...»
Alcé los ojos para mirar a Tim con una sensación de desengaño, sospechando que me había dado una página equivocada.
En esta ocasión puso delante de mí otra fotocopia de una página mecanografiada. Decía así:
«GOLDSMITH: Eso me lo ha contado Esmond Donelly, que me aseguró que había realizado él mismo el
experimento.

»JOHNSON: ¡Oh, señor, no dudo de que un hombre como él sea capaz de eso y aún de cosas peores!

»GOLDSMITH: Tampoco está falto de cualidades cívicas y amables.

»JOHNSON: Desde luego. Creo que es un ave Fénix de la malicia social. Algo que también puede decirse del
propio diablo.

«GOLDSMITH: Desde luego entiende de caballos. »THRALE: Será mejor que pruebe...», etc.

Tim me dijo:

—Bosweil, habitualmente, tachaba los párrafos que deseaba anular de manera que no pudieran ser leídos en absoluto,
esta es una página del manuscrito de Life of Johnson. Yale nos ha permitido obtener fotocopias de la mayor parte de la
colección Isham. Y han logrado descifrar la mayoría de los párrafos y frases tachadas. Lo que acabas de leer es lo tachado
en la hoja del manuscrito.

—Interesante. ¿Cómo lo encontraste?

—No fui yo. Mencioné tu interés por Donelly al hombre que cataloga las fotocopias. Y por casualidad, había visto el
nombre de Donelly el día anterior.

—Así que es posible que haya otras referencias a Donelly en el manuscrito de Bosweil, ¿no es eso?

—Es posible. Si encontramos alguna, te lo comunicaré. Me pasé el resto del día en la sala de lectura, pero no encontré
nada de interés. De regreso a la Kensington Square (donde estábamos invitados en la casa de Jeremy Worthington, uno de
los directores de la destilería de whisky John Jamieson), comenté mi trabajo del día con Diana y Sue Worthington. Estu-
vimos de acuerdo en que resultaba claro que a Johnson no le gustaba Donelly, lo que parecía indicar que conocía su repu -
tación de libertino. Pero, ¿por qué razón debía indignarse de ese modo con la simple mención de su nombre? También
Bosweil era un libertino, un calavera; y Wilkes con el que Johnson había llegado a mantener relaciones normales. ¿Por
qué su ataque a Donelly? ¿Qué quiso decir con la frase: «es capaz de eso y de cosas peores»?

Sue pensaba que a buen seguro aquello no significaba nada, excepto que Johnson estaba irritado con la credulidad de
Goldsmith. Me sentí inclinado a aceptar su idea, pero entonces Sue dijo:

—Deberías hablar con Jeremy sobre Bosweil. Conoce a alguien que descubrió ciertos manuscritos de Bosweil.

Se trataba de una noticia interesante. Me había pasado parte del día leyendo los diarios de Bosweil, así como la historia
de su descubrimiento, una lectura fascinante. Puesto que tiene cierta importancia en relación con este relato, la describiré
brevemente. Bosweil murió en 1795, a los cincuenta y cinco años de edad, posiblemente de cirrosis hepática. Nombró
albaceas literarios a tres amigos: el reverendo William Temple, Sir William Forbes y Edmund Malone. Las instrucciones
de Bosweil eran que esos amigos leyeran sus diarios privados y los demás papeles y publicaran todo aquello que creyeran
interesante. Lo hicieron así, pero debieron decidir que el material era demasiado aburrido o demasiado chocante para que
la publicación mereciese la pena. Después del homicida ensayo de Macaulay sobre Bosweil (1843), el prestigio de
Bosweil cayó tan bajo que fue virtualmente olvidado. Las damas victorianas de su familia, que de manera accidental
tuvieron ocasión de echar un vistazo a sus escritos, se sintieron tan indignadas y sorpren didas por lo que vieron que
creyeron obligado justificarse con el rumor de que los diarios de Bosweil habían sido destruidos. Es posible comprender
con facilidad el efecto que produjo en aquella época un párrafo como el siguiente (correspondiente al 25 de noviembre de
1762):
«Pesqué a una ramera en el Strand; entré en un patio con la
intención de gozarla con "armadura" (contraconceptivo), pero no tenía ninguna. Jugué con ella. Se sorprendió al
ver el tamaño de mi órgano y me dijo que si alguna vez poseía a una doncella la iba a hacer gritar de dolor. Le
entregué un chelín y supe dominarme para irme sin tocarla.»
A mediados de la década de 1870-1880, Birkbeck, el editor de Johnson, de Bosweil, casi fue puesto de patitas en la
calle cuando se presentó en Auchinleck —residencia de los Bosweil— y pidió que le dejaran ver los diarios de Bosweil.

En 1905 murió el último de los descendientes directos de los Bosweil y la finca pasó a manos de Lord Talbot de
Malahide, cerca de Dublín. Entre los muebles que pasaron a sus manos estaba el armarito de ébano que contenía los
escritos y papeles que Bosweil mencionaba en su testamento. Un catedrático norteamericano, Chauncey Tinker, se sintió
interesado por Bosweil y puso un anuncio en la prensa irlandesa solicitando material informativo relacionado con él.
Recibió una carta anónima en la que se le decía que tratara de encontrar lo que bus caba en el castillo de Malahide.
Escribió una carta que no produjo efecto alguno, así que Tinker decidió ir personalmente. En esta ocasión tuvo suerte.
Lord Talbot le permitió ver una parte de su colección de documentos y escritos de Bosweil. Posterior mente, un teniente
coronel norteamericano, Ralp Isham, oyó mencionar esos escritos y logró comprárselos a Lord Talbot en 1927. El
profesor Geoffrey Scott, y después el profesor Frederick Pottíe, se lanzaron a la tarea de publicar ese extenso cuer po de
material —más de un millón de palabras—. A partir de entonces han venido apareciendo continuamente. Otra caja en el
castillo de Malahide contenía muchas más cartas de Bosweil y el manuscrito de Tour to the Hebrides with Dr. Johnson.

En 1930, el profesor Abbot, de Aberdeen, estaba revisando los papeles de Sir William Forbes —uno de los albaceas de
Bosweil— y descubrió una gran cantidad de cartas y manuscritos de Bosweil. Indudablemente, Forbes se había llevado
esos documentos para examinarlos, de acuerdo con el testamento de Bosweil, y debió olvidarse de devolvérselos a
Auchinleck. En 1940 se descubrieron nuevos escritos, en un establo de vacas de Malahide, entre los que se encontraba el
manuscrito de la Life of Johnson; la página que había visto en el Museo Británico procedía del mismo. Nadie había
conseguido explicarse cómo habían ido a parar los escritos de Bosweil a un establo de vacas.

Lo que resultaba evidente era que los papeles de Bosweil estaban dispersados. En realidad, el primer descubrimiento fue
hecho en 1850 por el comandante Stone, en Bolonia, donde compró algunas cosas en una tienda de ultramarinos y se las
dieron envueltas en una carta con la firma «James Bosweil». Stone es tuvo en condiciones de comprar una colección de
cartas escritas por Bosweil al reverendo William Temple —un clérigo al que le confesó los más sucios episodios de su
vida— y después las publicó adecuadamente comentadas. Al parecer, esas cartas habían llegado a Bolonia por la hija de
Temple, cuyo esPOSO, también un clérigo, se trasladó a esa ciudad en 1825. Cuando el matrimonio murió, sus papeles
fueron dados, o vendidos, a un trapero quien, a su vez, se los cedió al tendero como papel de envolver.

Al seguir la complicada historia de los documentos de Bosweil, me di cuenta de las dificultades con que tendría que
enfrentarme en la investigación sobre Esmond Donelly y su obra. Resultaba evidente que ni la mayor paciencia y
diligencia me serían útiles si no estaban acompañadas por la suerte. Parecía extraño, en vista de eso, de que sintiera una
curiosa sensación de confianza, que bien podría ser el resultado de mi extraordi nario interés por Donelly y la literatura de
ese período, pues, aparte de Blake y Goethe, hasta entonces siempre había consi derado a los literatos de ese período un
manojo desalentador y consecuentemente no me había tomado el trabajo de estudiarlos.

Por lo que Sue Worthington me había dicho, Jeremy estaba relacionado con algún miembro de la familia Talbot, o con
quien fuese el autor del descubrimiento de los escritos del establo. Tan pronto como Jeremy llegó a su casa, le pregunté:
—¿Cómo se llama ese amigo tuyo que encontró algunos de los escritos de Bosweil?

—Realmente no fue él quien los encontró, sino un tipo llamado 0'Rourke, en Portmarnock.

—¿No fue en Malahide?

—No, no en Malahide, aun cuando es casi seguro que provengan de allí. Por lo que he podido averiguar algunos de
los documentos de Bosweil fueron tomados en préstamo durante la Primera Guerra Mundial por un clérigo retirado, de
nombre 0'Rourke, que jamás los devolvió. Cuando murió, los encontró su hijo.

—¿Qué sucedió con ellos?

—Están en poder de un extraño maniático, un viejo llamado Isaac Jenkinson Bates, que vive en Dublín. Su sobrino,
uno de nuestros degustadores en la destilería, me habló de ello un día.

—¿No los viste nunca?

—No, el tipo se jactaba de su posesión pero debía ir con cuidado puesto que los papeles, en realidad, pertenecen a la
finca de Malahide... o quizás a esa Universidad norteamericana que los compró.

—Pero, ¿tienes idea de lo que se trata en ellos?

—No demasiada, salvo que caen dentro de ese mismo estilo pornográfico.

—Parece extraño. ¿Qué interés podría tener un clérigo en la pornografía?

—Es posible que fuera un viejo de mente sucia.

—¿Sabes la dirección de ese tipo, de Jenkinson?

—De memoria no. Pero puedo telefonear a Dublín el lunes... Le preguntaré a Hurd... el sobrino.

Así el asunto quedó aplazado hasta después del fin de semana. Sabía que las posibilidades de ver al anciano
maniático eran limitadas, si era tan cerrado y desconfiado como Jeremy me había dicho, sólo me quedaba la esperanza
de que su sobrino pudiera ayudarme presionando a su tío.

El lunes, Jeremy me telefoneó desde su oficina. Acababa de. hablar con el sobrino del anciano. Hurd había observado
que Jenkinson Bates se mostraba precavido en extremo cuando tenía que mostrar a alguien su material. A lo largo de la
conversación hizo comentarios prometedores. Bates se mostraba muy interesado acerca del crimen, por lo que era posible
que hubiera leído mi libro The Sociology of Violent Crime. Jeremy me sugirió que le escribiera tomando como tema los
asesinatos irlandeses en el siglo XVIII y tratara así, de entrar en relacio nes con él. Jeremy me dio la dirección de Bates en
la calle Baggot de Dublín.

No me quedaban muchas cosas que hacer en Londres. Pasé allí dos días más, visitando amigos, comiendo con editores y
asistiendo a cócteles. En circunstancias normales, hubiera gozado de la diferencia que eso significaba en comparación
con la gira de conferencias que acababa de realizar, pero ahora no podía pensar más que en Donelly. Escribí una carta al
Suplemento Literario de The Times acerca de mi interés sobre Donelly y otra de igual tema en el Irish Times. Pasé otra
tarde desaprovechada en el Museo Británico tratando de descubrir si Isaac Jenkinson Bates había escrito en alguna
ocasión un libro sobre asesinatos. Si lo había hecho, el libro no constaba en el museo. En la mañana del miércoles, Sue
Worthington nos llevó al aeropuerto de Londres donde cogimos el avión hacia Shannon. Poco antes de dejar la casa,
Jeremy telefoneó, pidiendo hablar conmigo.

—Acabo de hablar de nuevo con Hurd. Ha mencionado algo que es posible que te sirva para hacer amistad con el
viejo Bates. Por lo visto, el hombre creía que el hombre que fue declarado culpable del asesinato en el caso de «El Ojo
Irlandés» era inocente. ¿Sabes algo del caso?

—Recuerdo algo. El hombre se llamaba Kirwan.

Se trataba de una información valiosa. A mediodía tomamos el avión y aterrizamos en Shannon una hora después. Tom
Kenny, el propietario del garaje de la localidad, llevó nuestro viejo automóvil al aeropuerto para recibirnos. Dos horas
más tarde, estábamos de nuevo en Moycullen.

Se siente un enorme descanso cuando se vuelve a casa después de un largo viaje. Me gusta mucho Irlanda: sus calles es-
trechas, los pequeños y viejos pueblos, el increíble verde de sus campos, las nubes bajas, los tranquilos lagos. Empecé a
sentir una especie de resentimiento contra Donelly por impedirme descansar por completo, al menos durante una semana
más.

Nuestra casa se alzaba a una milla de distancia de Moyculen, en las afueras, en un pequeño callejón rocoso que en la
época de las lluvias se convertía en un torrente. Se trataba de una antigua vicaría del siglo XVIII construida en adobe
gris, con las paredes cubiertas de hiedra y enredaderas. La compramos en 1963 con lo obtenido de mis derechos de autor
sobre el Sex Diary. En nuestra ausencia, el anterior marido de Diana, Robert Kirsten, había cuidado la casa por nosotros.
Desde 1960 era compositor residente en varias universidades norteamericanas y había tenido un gran éxito. El otoño
pasado creyó necesario tomarse un largo período de recogimiento para dedicarse en exclusiva a componer, así que le
invitamos a quedarse con nosotros. Se quedó en casa desde enero; la señora Healy, la esposa de un pastor, que vivía en la
vecindad, le hacía la comida. Kirsten había salido para Dublín tres días antes de que nosotros regresáramos —acabó allí
dos obras de música de cámara y ahora tenía que dirigirlas—. La casa estaba vacía y tranquila. La señora Healy había
encendido las chimeneas del comedor y de nuestro dormitorio, las cuales daban un resplandor agradable de bienvenida.
Nuestra casa tenía cierta tendencia a la oscuridad, puesto que estaba rodeada de árboles por sus la dos, y algunas de las
habitaciones tenían paneles de caoba. Excepto en lo relativo a las instalaciones eléctricas, podía servir de escenario para
una novela de Le Fanu.

Me quedé de pie junto a la ventana de nuestro dormitorio —Mopsy estaba saltando sobre el somier haciendo chirriar sus
muelles— mirando hacia Lough Corrib. Había una ligera llovizna, poco más que una niebla. Los árboles, con sus nuevos
retoños de primavera, tenían un aspecto oscuro y húmedo. Esta parte de Irlanda posee una cualidad hipnótica; muchos
invitados a nuestra casa han dormido doce horas de un tirón y han bostezado de nuevo a las cuatro de la tarde. Mientras
estaba allí, junto a la ventana, con el resplandor del fuego reflejándose en las paredes, experimenté una sensación de
calma, como de relajamiento, que me reveló de manera clara hasta qué punto me había fatigado durante la gira. Mis
emociones parecieron hundirse en una mullida cama de plumas; una paz y un descanso enormes me invadieron. Y de
repente me asaltó la idea de que Esmond Donelly contemplara tal vez el mismo paisaje casi dos siglos antes y quizá viera
más o menos lo que yo estaba viendo en esos momentos. De repente recordé la afirmación que hizo Fleisher de que
Donelly había seducido a las dos hijas ilegítimas del cura local, el padre Riordan, y la idea me chocó bastante. Si sólo se
hubiera tratado de una hija, la cosa hubiese resultado más comprensible: una joven campesina bonita e inocente, tal vez
educada en una granja de la vecindad o por un pastor de ovejas (quizás un antepasado de Sean Healy), la cual pudo haber
visto a Donelly cuando se detenía en la tienda del lugar para beberse un vaso de whisky o una cerveza fuerte y se había
sentido fascinada por aquel caballero culto y bien vestido. Donelly habría contemplado sus sanas y sonrosadas mejillas y
habría pensado lo agradable que resultaría quitarle a la chica su tosca camisa de lino, o pasar acariciando la mano sobre
su cuerpo torneado, como si se tratara del lomo de un purasangre. Todo eso hubiera resultado natural y placentero; pero la
seducción de dos chicas ponían al descubierto una sexualidad grosera y vulgar, una obsesión por la conquista.

Mopsy interrumpió mis pensamientos.

—Papi, ¿puedo tomar ahora un baño? —me preguntó.

La desnudé y la metí en el baño, después me fui al piso de abajo para abrir una botella de vino de California,
imitación del borgoña que, había dejado cerca del fuego —la había traído desde Norteamérica sólo para tener el placer de
bebérmela en mi propia sala de estar—, puse un disco en el gramófono —él concierto para violín de Delius— y me
permití sumergirme en un estado de suave y turbia melancolía. El vino se había calentado ligeramente. La mayor parte de
los especialistas en vinos dicen que jamás debe exponerse directamente al calor, pero yo he comprobado que diez
minutos frente a un buen fuego no le hacen ningún mal a una botella de tinto normal. Me serví un vaso grande, lleno, y
bebí la mitad de un trago, tal como me gusta beber el primer vaso de vino de la tarde. Aplaca la sed, deja lo mejor de su
sabor en el paladar y produce de inmediato una sensación de agradable calor. Nuestras maletas seguían en el vestíbulo,
todavía sin deshacer, pero deseaba gozar del placer de sentirme ya de regreso en mi propio hogar. Nuestra sala de estar
tiene un olor peculiar, no desagradable, que en cierto modo se parece al olor de los libros antiguos. La mayor parte del
mobiliario había sido adquirido por Diana en subastas locales —mi mujer tiene auténtica pasión por las subastas y las
tiendas de antigüedades— en toda la habitación no había ni una sola cosa merecedora del calificativo de moderna.

Observando a mi alrededor, se me ocurrió la idea de que Esmond Donelly, quizás hubiera estado sentado en una
habitación como ésta, e incluso según mis noticias, pudiera haber sido en esta misma. Fui a donde Diana había dejado las
bolsas de plástico que había traído en el avión, abrí una al azar y encontré en ella la copia mecanografiada de Refutación
de Hume de Donelly

«...No estoy criticando la lógica del señor Hume que es en su totalidad convincente. Lo que estoy sugiriendo es que su
temperamento es tal que puede cegarlo en ciertas ocasiones. Su lógica es capaz de demoler las aspiraciones de los
alquimistas, pero, ¿qué sabe él de sus visiones?»
De nuevo me pregunté: ¿cómo un hombre así podría ser un jactancioso Casanova que perseguía mujeres, arrastrado sólo
por la obsesión de la cantidad? ¿Aquello que le había llamado Johnson: «un Fénix de la malicia social»? Ésa era la última
frase que yo hubiera aplicado al autor de Refutación de Hume.
El disco terminó. Me levanté para darle la vuelta y por un momento, miré a través de la ventana que daba al poniente.
Las nubes se arrastraban bajas sobre las colinas de lar Connaught, pero el cielo tras ellas estaba limpio y brillante. En el
lado opuesto de las colinas una hilera de álamos se alzaba contra el horizonte. Por un momento me sentí de nuevo en la
habitación de Long Island, gustando el delicioso sabor de los pequeños pezones de Beverly y en seguida me pareció
sentir de nuevo la misma explosión de calor en mis costados que experimenté cuando, por encima de los hombros de
Beverly, contemplé la hilera de árboles sobre las rocas de Long Island. Alejé de mí aquella sombría melancolía y capté el
aroma de firmeza que emanaba de los álamos; supe de nuevo, con una completa vi sión interna, que los seres humanos
deberían no aceptar nunca la limitación de los impulsos de la consciencia presente, que siempre se extienden horizontes
más amplios tras los límites del juicio de proximidad. Por un momento fui Esmond Donelly preguntándome acerca de
qué sabía Hume de las visiones de los alquimistas. Las contradicciones se desvanecieron; de repente comprendí a
Donelly. Para él el alquimista no era un transmutador de metales, sino un transmutador de consciencias; y el sexo era la
piedra filosofal que puede transmutar los metales básicos de la ordinaria visión de la consciencia.

—Papá, quiero salir del baño —gritó Mopsy.

Saqué a Diana de su cocina y la envié escaleras arriba. Deseaba fijar esta visión interna y explorar sus posibilidades.
Porque aún quedaba claro un problema. Nadie negará que el sexo tiene el poder de elevar la consciencia a un grado de
mayor intensidad; desde Lawrence, aquello se había convertido en un tópico común del siglo xx. Pero Lawrence conocía
también otro secreto del impulso sexual: «Lo que no pueden dar muchas mujeres puede darlo una sola.» Desde que estoy
con Diana mi único interés en la seducción de otras mujeres no ha sido otro que la curiosidad. Puedo mirar a una
muchacha bonita y preguntarme qué tipo de sostén o de bragas lleva bajos sus ropas, o si cuando hace el amor se queda
tumbada pasivamente en la cama o si, por el contrario, se mueve violentamente, pero la curiosidad no es lo
suficientemente fuerte como para impulsarme a su conquista total. En los últimos años me he sentido sorprendido al
descubrir en mí una tendencia cada vez mayor a rechazar esas formas de satisfacción mutua e inofensiva que se ofrecen
con la condición de que no exista ningún lazo posterior que nos ate. En cierta ocasión una muchacha me dijo en una
fiesta:

—¿Por qué no compartimos la cama después? Es mejor que masturbarse por separado.

Me mostré conforme y compartimos la cama, pasamos la noche juntos, «sin lazos que nos ataran», pero a la mañana si -
guiente me di cuenta de que no era cierto aquello de que no había «lazos que nos ataran.» Nuestros dos cuerpos se habían
interpenetrado, lo mismo que nuestros dos mundos. A mí no me gustaba su mundo, pues me resultaba demasiado vago y
sutil. Como planetas que se han aproximado demasiado, nos habíamos causado mutuamente movimientos sísmicos.
Ahora no puedo recordar lo que ocurrió en la cama, pero lo que sí puedo recordar con toda claridad son algunas
anécdotas que me comentó relacionadas con el fracaso de su matrimonio, ya que todavía me siguen preocupando. Creo
que habría actuado mucho mejor si la hubiera dejado seguir girando en su propia órbita.

Esto es lo que me hace dudar de la veracidad de Casanova. No era ni estúpido ni insensible... eso está claro. Sin
embargo, en sus Memorias no hay nada que indique que en él se produjeran esas «molestias comunes». Una chica es
joven y amable, comienza por rechazar las libertades que él intenta tomarse con ella, hasta que su resistencia se debilita,
trocándose por una suave pasión. Prometiéndole que no la despreciará después, con sigue aflojarle los cordones de su
corsé. Ni aun cuando se trate de una chica de dieciocho años, virgen y recién salida de un convento, no ofrece nunca una
sugerencia de las dificultades más usuales, sólo vagas referencias acerca de haber pasado juntos «unas horas deliciosas»
o «darnos mutuamente un éxtasis de placer hasta que llegó el amanecer». En torno a todo esto hay como un aire de
fingido ensueño.

Donelly no era el señor Casanova de Seingalt. Y la necesidad de averiguar algo nuevo sobre él casi se convirtió en la
causa de una molestia física. Me dirigí al comedor donde tenía mis libros de leyes y criminología y busqué entre ellos
hasta encontrar un relato acerca del crimen del «Ojo de Irlanda». Se trataba de un tópico común. William Bourke Kirwan
fue un artista que vivió en Howth con su esposa en el año 1852. Una tarde de septiembre alquiló los servicios de un
barquero para que los llevara a Ireland's Eye (Ojo de Irlanda) una pequeña isla muy encantadora que se encontraba a una
milla del puerto de Howth, pero que se alcanzaba a ver desde Malahide. Era un día tranquilo y hacia las siete se oyeron
gritos procedentes de la isla. A las ocho, el barquero llegó y se encontró a Kirwan ocu pado todavía en sus dibujos y
croquis —una circunstancia, sospechosa, puesto que ya había anochecido—. Kirwan aseguró que no estaba seguro de que
su esposa se hubiese marchado —suponía que seguía nadando en el otro extremo de la isla. La encontraron, en una
especie de piscina natural entre rocas, con el rostro gravemente deteriorado, lleno de cardenales e hinchazones y los
pulmones llenos de agua. Aun cuando se pronunció un veredicto de «muerte accidental», las circunstancias eran tan
sospechosas que se exhumó el cadáver y Kirwan fue con posterioridad, acusado con pruebas circunstanciales. Declaró
que no había oído los gritos de su esposa que, sin embargo, sí fueron oídos en la playa; tenía, en Dublín, una amante que
le había dado un hijo. Mucha gente lo creyó inocente, así que la pena de muerte le fue conmutada por la de presidio y
trabajos forzados. Más tarde se casó con su amante y emigró a América.
Me dirigí a mi estudio, encendí la estufa eléctrica y me puse a escribir una carta dirigida a Isaac Jenkinson Bates, en
la que le decía que me hallaba interesado en escribir un libro sobre el caso del asesinato en el «Ojo de Irlanda» y que me
gustaría que me explicara las razones por las que consideraba que Kirwan era inocente. Después descendí de la colina y
eché la carta en el buzón de correos. En seguida me sentí lo bastante tran quilo y calmado como para leerle a Mopsy un
cuento del conejo Peter.
Esa mañana me desperté temprano y me fui a dar un paseo por las orillas del lago Ross. Cuando regresé, Diana me dijo:

—Te ha telefoneado la señorita Donelly, de Croom. Quiere


que tú la llames cuando puedas.

—¿Parecía amistosa?

—Más o menos. Me dijo que te había escrito una carta.

Tenía dos grandes cajas llenas de correspondencia que no había encontrado con ánimos suficientes para revisarla.
Mientras Diana me preparaba huevos con tocino, las vacié en el suelo de mi estudio. Le dije a Mopsy que me apartara
todas aquellas que habían sido remitidas por mi editor por haber llegado a la editorial dirigidas a mi nombre. Ésas
podían esperar. Abrí dos paquetes de discos y algunos libros de otros editores que esperaban algún comentario mío
favorable para poder citarlo con fines publicitarios (por desgracia nunca me envían gratis los libros que me gustaría
recibir, sino, por el contrario, aquellos que no pueden merecer más que una mala crítica). Finalmente encontré el sobre
con el matasellos de Limerick y mi dirección escrita con una letra agradable, limpia y redondeada.

He de confesar que no había sido del todo franco con la señorita Donelly en la carta que le había escrito desde
New Haven, ya que no creía conveniente comenzar recibiendo portazos en las narices. Así que me limité a decirle
que había oído hablar de Esmond Donelly durante mi gira de conferencias por las universidades norteamericanas —
dejando abierta la posibilidad de que creyera que algún estudiante lo hubiera pronunciado durante una de ellas— y
deseaba escribir un ensayo sobre él para mi próximo libro. Me arriesgué a añadir que había hablado con el coronel
Donelly y había visto una copia del Diario de Viaje de Donelly.

Su respuesta me hizo sentir vergüenza. Digna pero amistosa; me decía que le agradaba saber que su antepasado no había
sido olvidado por completo y que ella misma se había pasado varios años tratando de convencer a algún editor inglés de
que volviera a editar el diario. Tanto ella como su hermana se sen tirían felices de recibirme en cualquier momento que
quisiera visitarlas. Mientras tanto escribiría al notario que conservaba en su caja fuerte los documentos y papeles de
Donelly para llevárselos a su casa...

De nuevo sentí remordimientos de consciencia y decidí abandonar por completo el asunto. Después saqué fuerzas al
echar una mirada al manuscrito que había logrado descubrir, y pensé que resultaría absurdo dejar de lado algo cuyos
primeros auspicios eran tan prometedores. Telefoneé a la centralita y conseguí que me pusieran con el número de la
señorita Donelly. Una voz aguda, muy inglesa, me respondió:

—¡Oh, señor Sorme, qué amabilidad la suya por llamarme tan pronto! Su esposa me dijo que acaban de regresar de
Estados Unidos ayer por la tarde. Debe usted estar agotado.

Le respondí que me encontraba bastante bien y le pregunté cuándo recibiría los documentos del notario.

—¡Oh, ya los tenemos aquí! Ha sido muy rápido. Los hemos estado leyendo por encima. Es un material
verdaderamente fascinante. ¿Cómo piensa usted venir? ¿En tren?

Cuando le dije que pensaba hacer el viaje en coche, me preguntó por qué no me ponía en camino de inmediato y así
podría almorzar con ellas. Miré el reloj y le dije que podría estar allí a primeras horas de la tarde. Antes de colgar me
dijo:

—Espero que no se ofenda si le hago una pregunta... Mi corazón se sobresaltó. La señorita Donelly continuó:

—...Espero que no estará usted interesado, en particular, por alguna de esas perversas historias que circulan sobre mi
antepasado.
—¿Historias perversas?

Me vi como cazado en una tela de araña de evasiones y medias verdades. Pero ella añadió:

—Mi hermana ha visto uno de sus libros en la biblioteca publica, un libro sobre el asesinato. Confío en que no esté
interesado en los malévolos rumores sobre Esmond y Lady Mary Glenney.

Estuve a punto de decirle con una enorme sensación de alivio, que jamás había oído esos rumores. Ella me respondió
con tono de circunstancias:

—No sabe cuánto me alegro de que sea así... Oí un click al otro lado de la línea y de repente escuché cómo mi
interlocutora, dirigiéndose a alguien que no era yo, decía con voz agria:

—Tina, ¿has estado escuchando en el supletorio? Una voz tímida respondió

—¡Sí, querida!

—Preferiría que no lo hicieses. Es una fea costumbre.

De pronto se cortó la línea. Me quedé mirando el teléfono por un momento y después colgué.

Antes de dejar la casa telefoneé a un viejo amigo, el profesor Kevin Roche de la Universidad de Galway. Su ayudante
me dijo que no se encontraba en la universidad sino en su casa. Lo volví a llamar allí:

—¿Sabes algo de Esmond Donelly?

—¿El tipo que escribió un libro sobre la desfloración de doncellas?

—¿Crees que realmente lo escribió él?

—No sé por qué no. Mi ejemplar tiene su nombre en la primera página.

—¿Lo tienes ahí? ¿Podría pasar a echarle un vistazo?

—Desde luego. ¿Cuándo piensas venir?

—Ahora mismo —le respondí.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estaba en el despacho de Kevin, cuyas ventanas se alzan sobre la bahía de Galway
con una bella vista de Inishmaan e Inishmore.

Había decidido proseguir mi política de discreción ya que las noticias corren que se las pelan en Irlanda. Así que des -
pués de intercambiar los apropiados saludos y cortesías y tras haber aceptado una copa de Bushmill's, le entregué a
Kevin mi copia de la Refutación de Hume; le dije que me habían pedido que preparara su publicación acompañada de su
correspondiente estudio sobre Donelly y el resto de su obra.

—¿No te parece demasiado corta?

—Sí, desde luego. Por eso confío en encontrar otros manuscritos inéditos... cartas, diarios, etc. Precisamente ahora voy
de camino hacia casa de las señoritas Donelly en Ballycahane.

Me entregó un libro en rústica que tenía sobre su mesa. Estaba impreso por Obelisk Press, en París: On the Deflowering
of Maids, por Esmond Donelly. Había una pequeña nota introductoria firmada por Henry V. Miller, en la que se repetían
datos que ya conocía sobre Donelly: su fecha y lugar de nacimiento, sus diarios de viaje, el hecho de que el presente
volumen hubiera sido publicado por primera vez en alemán por Brockhaus de Leipzig (el mismo editor que publicó las
Memorias de Casanova) en 1835, y por un anónimo editor holandés —una traducción de la edición alemana— en inglés
en 1863. Lo abrí por un capítulo titulado: «Sobre la mentira de que todas las mujeres son iguales en la oscuridad.» Leí:

«ROBÍN: Por favor, señor, continúe con sus instrucciones, pues dependo en todo de sus palabras.

»LORD COBALD: Me halaga usted, querido muchacho. y encuentro muy satisfactorio que esté de acuerdo conmigo
sobre lo importante que resulta adquirir este tierno conocimiento. Ahora tenemos que pasar a considerar la mentira, el
engaño propagado por Claude de Crebillon y el señor Cleland, que ha sido expresado con la frase: "En la oscuridad todos
los gatos son pardos." Puede aceptar mi palabra al respecto de que, cuando miro hacia atrás, y veo la vida plena de
mujeres, no puedo encontrar a dos que fueran iguales cuando me abrían sus piernas. No estoy hablando simple mente de
la formación de las netas regiones de deleite que pueden ser regorditas o huesudas, carnosas o firmes, mustias o esbeltas,
sino de algo distinto que yo me atrevería a llamar el "alma que habita en la vagina". Ningún hombre culto podrá
confundir el oscuro vino de borgoña con el clarete de burdeos, y hasta un niño puede ver la diferencia que existe entre
una pera y una manzana, puesto que la una es suave y jugosa y la otra dura y astringente. Lo mismo ocurre con las
mujeres. Y así, si el sabor del vino se distingue con el primer trago, igualmente el sabor individual de una mu jer joven
debe ser descubierto con toda claridad en el primer movimiento de la penetración, cuando la cabeza de terciopelo es
recibida por los labios coralinos. He conocido mujeres que eran duras y frescas como una manzana comi da a la luz de la
luna; otras jugosas y suaves como una pera o un melocotón y otras que eran firmes y redondas en sus brazos, pero dulces
en su interior, como un melón.

»ROBIN: Señor, le comprendo a la perfección, pues mis dos hermanas que son gemelas y nacieron con sólo una hora de
diferencia son tan distintas en la cama como pudieran serlo dos desconocidas.

»LORD COBALD: Vuestra penetración me encanta (un juego de palabras freudiano). Por favor, explíqueme su pun to de
vista sobre la diferencia entre ellas. Yo no he conseguido distinguir a la una de la otra a juzgar sólo por su aspecto
externo.

»ROBIN: Respecto a eso no debe extrañarse, señor, pues incluso mi madre a veces llama a una con el nombre de la otra.
Pero entre las sábanas son tan distintas como podrían serlo dos desconocidas. Agatha es, como usted bien ha ex-
presado, jugosa y suave como una pera. Cuando la penetro su vagina me recibe con un abrazo tierno y cálido,
como corresponde a una hermana que ama a su hermano. Y en esos momentos, señor, siento como si todo mi
ser se hubiera transformado en mi pene, encontrándome tiernamente sumergido en él de pies a cabeza. La
sensación es semejante a cuando uno se sumerge en un baño de agua caliente, lo que hago cada año por la
Candelaria. Por otra parte, Christina me produce un placer más impúdico y lujurioso, pues cuando me
acuesto con ella y la penetro, aparenta sentir una gran sorpresa al ver que un hombre pueda llevar a cabo tan
extraña operación, e incluso ante el hecho de tener que quedarse allí tumbada y desnuda. Cuando esto ocurre
me la imagino con toda su ropa puesta, con el vestido de terciopelo marrón con botones de plata que lleva
cuando nos sirve el té, o la túnica verde que usa para galopar por el parque, entonces el sobresalto que me
produce encontrar sus partes indefensas desnudas me lleva a echarme sobre ella como un semental, por lo
que me sorprende que su vientre todavía no se haya hinchado. | »LORD COBALD: Sus dotes de expresión
son notables, querido joven. Ésa es precisamente la diferencia que yo he apreciado entre ellas. Y tiene usted
suerte en tener dos hermanas tan bien dotadas. Mi propia hermana, cuando por fin logré vencer su modestia,
fue lo suficientemente placentera, pero tan insípida y rugosa como una manzana a la que se ha dejado
demasiado tiempo en el frutero.»
Dejé el libro sobre la mesa y me quedé mirando a Kevin, que al otro lado de la mesa aún seguía embebido
en la lectura de la Refutación de Hume. Si hubiera alzado la vista para mirarme le hubiese dicho: Esto es otra
falsificación. La primera página podría haber sido escrita por Donelly, pues contiene ese tipo de penetración
psicológica que puede esperarse de él. Pero el párrafo sobre las dos hermanas tiene más bien un toque de La
philosophie dans le boudoir de Sade, mientras que el último tiene ciertos rasgos de crueldad que ni siquiera
quedan justificados por su penetración psicológica.

Cuando Kevin levantó la vista de la copia mecanografiada de la obra de Donelly, yo ya había cambiado de opinión
respecto a la conveniencia de hablar. Si le hubiera explicado las razones que justificaban mi seguridad acerca de que
aquello era una falsificación, tendría que admitir que conocía más de la obra de Donelly relacionada con ese estilo; en
vista de ello me limité a hacer algunas observaciones, diciendo que se trataba de un material fascinante. El propio Kevin,
por su parte, se mostró encantado con la Refutación y se preguntó si le permitía copiarla con el objeto de escribir un
artículo relacionado con el desarrollo evolutivo del estilo de Donelly. Le prometí dejársela tan pronto como se la hubiese
mostrado a las señoritas Donelly y acto seguido me marché. Era poco más del me diodía y quería ir a Limerick. Fue
después de haber dejado atrás Oranmore cuando recordé que había olvidado preguntarle si sabía algo de un escándalo en
el que estuviera implicada Lady Mary Glenney.

Dejé a Diana y Mopsy en Limerick donde podrían pasar unas horas de compras y yo continué hacia el Sur, por la
carretera de Cork que cruzaba un paisaje adormecido y pastoril, un campo que parecía de un verde febril bajo los rayos
de un sol de abril. Me detuve en Ballycahane y pregunté por el castillo Donelly. Me dijeron que ya lo había dejado atrás,
así que tuve que retroceder hacia Adare y abandonar de nuevo la carretera. Con esas instrucciones me las arreglé para
detener mi coche en la puerta del castillo a eso de las tres.

No se trataba, en realidad, de un castillo sino de una casa al estilo de la reina Ana, edificada con adoquines de color gris y
pilastras de ladrillo rojo corinto. Las paredes estaban cubiertas de hiedra y la mansión tenía ese aspecto de abandono que
es común a todas las grandes casas irlandesas, sobre todo en los condados de Connaught y Munster. Una escalera preten -
ciosa llevaba a la puerta principal; la superficie de los escalones estaban tan gastados y pulidos que me pregunté cómo al-
guien podría llegar hasta allí sin romperse una pierna. El río Meigh pasaba cerca de la casa y las ruinas de la abadía de
Adare se alzaban sobre el horizonte. La idea de que aquella casa debió ser una mansión nueva y elegante cuando Donelly
nació me invadió de repente causándome cierta sorpresa. La casa hubo de ser construida a comienzos del siglo XVIII, y,
era posible que los muros estuvieran desprovistos de hiedra cuando Donelly murió. Estar allí era como tomar la senda del
pasado, y esto traía consigo una molesta, inquietante sensación del transcurso del tiempo.

Antes de que acabara de subir las escaleras, se abrió la puerta principal y en ella apareció una señora vigorosa vestida
con traje de montar; tenía el cabello gris recogido sobre la cabeza y estaba allí con las piernas extendidas, entreabiertas,
como un caballero rural de Rowlandson. Me estrechó la mano con el mismo vigor y energía que lo hubiera hecho un
hombre.

—Soy Eileen Donelly. Encantada de conocerle —me saludo. Tenía un típico acento inglés de clase alta con ligera
entonación en las vocales—. Me alegro que se decidiera a venir.

Por dentro, la casa era impresionante y fría, con una gran escalera que conducía a las tenebrosas estancias superiores;
había gran cantidad de mármol que contrastaba notablemente con el papel Victoriano, que se desprendía en muchos
lugares de las paredes. Sin embargo, la biblioteca a la que me condujo tenía una gran chimenea con un espléndido fuego.
Otra señora, también en ropas de montar masculinas, estaba haciendo punto junto al fuego. Me fue presentada como la
señorita Tina; era pequeña y tenía un rostro dulce; las ropas femeninas le hubieran sentado mucho mejor. Supuse que los
pantalones de montar tenían por objeto combatir el frío. Me ofrecieron té y la señorita Tina se levantó para hacerlo. La
señorita Eileen se quedó de pie frente al fuego, con las piernas separadas y las manos detrás de la espalda. Conversó
sobre temas generales, el tiempo, el campo y esas cosas. Después hablamos de América. Ese país parecía provocar gran
curiosidad y al cabo de algunos minutos observó, como de pasada, que había oído decir que hay norteamericanos que
ofrecen grandes sumas de dinero por casas como la suya. Le dije que tal vez tuviese razón. ¿Cuánto?, me preguntó. Hice
una suposición rápida y le dije que si daba con la persona adecuada quizá podría conseguir hasta veinticinco mil. ¿Libras
o dólares?, volvió a preguntarme con rapidez. Le dije que libras y se quedó muy pensativa.

Llegó la señorita Tina con el té y nos lo sirvió en un bellísimo servicio del siglo XVIII que bien podría ser el mismo
que usara Christina, la hermana de Robín. Entonces me di cuenta de repente del porqué estaban tan interesadas en revivir
la reputación de Esmond Donelly. Ninguna de ellas tenía hijos; en ese caso, ¿por qué no vender esa casa enorme y poco
confortable y comprarse un piso agradable y cómodo en Londres? Comencé a sentirme menos culpable de mi
investigación. La publicación de Las Memorias de un libertino irlandés sin duda acrecentaría la reputación de su
antepasado más que la publicación de su Diario de viaje o la Refutación de Hume.

La señorita Tina me preguntó por el coronel Donelly y le conté algunas cosas sobre su carrera en los últimos años.
Pareció entristecerse mucho.

—¡Pobre hombre! Realmente creo que debiéramos escribirle, ¿no te parece, Eileen?

—Tal vez. Me parece recordar que corrieron rumores extraños sobre él. ¿Lo encontró usted raro, señor Sorme?

—No, no, en absoluto —le respondí.

—Claro está que no es más que nuestro primo segundo —dijo la señorita Eileen con tono pensativo. Podía darme
cuenta de que estaba pensando en un matrimonio, probablemente en casar a Tina. Me vino la idea de que al coronel
Donelly le hubiera podido gustar Eileen; tenía todo el aspecto de ser muy eficaz con un látigo en la mano O con una
fusta. Me anoté en la cabeza la idea de escribir unas líneas de insinuación a Donelly.
—Bien, si ha dejado usted a su esposa en Limerick no querrá pasarse aquí toda la tarde —me dijo Eileen—. Limerick
es un lugar terrible. Demasiados fanáticos sueltos. Quemaron a uno de nuestros antepasados en 1540 : el obispo Donelly,
conocido por «el Santo Joe». No les gustaba su política.

Me condujo a una pequeña habitación contigua a la biblioteca. Había encendida una pequeña estufa eléctrica con lo
que el frío no era excesivo; además recibía algún rayo del sol poniente. En una mesita pequeña había dos grandes
carpetas de papeles, cosidos de tal modo que parecían libros. Abrió una de ellas y mi corazón palpitó con fuerza al
reconocer la letra de Donelly en la primera página amarillenta del cuaderno.

La señorita Eileen me dijo:

—He puesto una señal en los lugares que creo le interesarán. Donelly es bastante bueno cuando se trata de hacer des-
cripciones. Hay una de Pisa que es verdaderamente excelente. Bien, le dejaré solo. Tina está en la biblioteca por si
necesita usted algo.

Me dejó solo y yo comencé a leer ávidamente:


Rué de Grande Chaumiére, 11 de sept. 1766 (Cuando Donelly debía tener 18 años)

«Querido papá:

»La carta de recomendación para M. Blaizeau me ha sido de extrema utilidad y anoche cené con su familia. Te
envía sus mejores saludos. Su negocio ha sufrido algunos reveses en los últimos años, pero aún continúa viviendo
con bastante desahogo, Él, personalmente, se excusó muy temprano, debido a su gota, pero la señora Blaizeau y sus
dos amables hijas me acompañaron para dar un paseo por la Promenade du Jardin Ture, cuyos cafés presentan
singulares y sorprendentes espectáculos. No sólo están llenos sino que la multitud se agolpa en las ventanas
escuchando a gorge deployé a algunos creadores que arengan a sus audiencias subidos en las sillas...»
Dirigí una rápida hojeada al resto de la carta. Toda ella contenía una información agradable del tipo que se podría
esperar en Horace Walpole o Arthur Young, y que era, en realidad, la carta de un joven que está ansioso porque sus
padres sepan que no está desperdiciando su vida o su espíritu. También releí de una hojeada el resto de las cartas, leyendo
de vez en cuando parcialmente alguna que otra. A medida que iba leyendo me sentía más defraudado. Allí no había nada
que no pudiera encontrar en el Diario de viaje. En realidad no me cabía duda de que parte de esas cartas habían
sido utilizadas en Travel Diaries.

Las dos carpetas contenían un gran número de documentos : cartas, documentos legales, un fragmento de una
novela que me recordaba, por su estilo, a Evelina de Fanny Burney; listas de gastos caseros, cartas de
presentación, es decir todo ese tipo de material que hubiera encantado a un biógrafo universitario. Fui
tomando notas, para guardar las apariencias en el caso de que la señorita Eileen me estuviera espiando, más
que movido por un auténtico interés. Había algo descorazonante en todo aquel material fechado entre 1760 y
1785. Me hubiera gustado saber los nombres de las dos señoritas Blaizeau, y también si Donelly se había
sentido atraído por alguna de ellas. Había varias referencias a ellas en los meses siguientes, pero ni la más
leve indicación de si estaban bien formadas o planas, si eran bonitas o feas, y menos todavía nada que
indicara si Donelly se sintió inclinado románticamente por alguna de ellas.

Traté de consolarme suponiendo que habría sido estúpido esperar encontrar revelaciones en aquellos
documentos de familia. Cualquier dato del tipo que yo deseaba hubiera sido destruido durante la era
victoriana o, tal vez, por las dos hermanas que eran mis anfitriones. Sin saber por qué, dudaba que las
hermanas hubieran retirado algo de los papeles familiares. Eran demasiado inocentes y confiadas sobre el
pasado de su antecesor.

La señorita Tina abrió la puerta para preguntarme si quería un poco más de té. Decliné la oferta y le di las
gracias. Me preguntó cómo iba mi trabajo y le respondí con cortesía que lo encontraba muy interesante.
Después saqué de mi bolsillo la copia que había hecho de la cita de Bosweil y mostrándosela le pregunté:

—¿Tiene usted idea de por qué el Dr. Johnson no sentía ninguna simpatía por Donelly?

Movió la cabeza negativamente.

—No... Excepto..., ¿no es cierto que no le gustaban mucho los irlandeses en general?
Le dije que no lo creía así.

—Pero en todos estos papeles no hay nada que indique que Donelly fuese «un Fénix de la malicia
social». Más bien parecía ser una persona sobria y respetable.

Ella me dijo:

—No creo que fuera demasiado respetable.

—¿Por qué no?

—¡0h...! No lo sé. Ha habido historias, rumores. Nada muy concreto. Pasó mucho tiempo en Suiza y en Italia,
¿no es así? Creo que la gente era bastante retorcida en aquellos tiempos. Dijo esas palabras con cierta
melancolía, con los ojos puestos en el río sobre el que se reflejaban las altas copas de los fresnos. Al cabo de un
rato me dijo:

—Naturalmente el Dr. Johnson.

—Es posible también que el Dr. Johnson se limitara a hacer un juego de palabras. El Diario de Esmond tenía en su
cubierta el dibujo de un ave Fénix.

Medité el asunto un momento.

—No, eso es imposible —le dije al cabo de un rato—. Johnson hizo su observación en 1773. La primera edición de su
diario de viajes es de 1791.

—No estoy segura de que sea así. Estoy convencida de que tenemos una edición anterior. ¿Quiere venir conmigo y com -
probarlo? Mis ojos ya no ven muy bien. Me parece recordar que está en uno de estos estantes.

Los libros se alzaban hasta una altura de más de tres metros. Cogí una de las escaleras de biblioteca que estaba apoyada
junto a la pared y subí hasta llegar a los estantes que me había indicado. Tardé unos cinco minutos en dar con varios
volúmenes encuadernados en cuero que llevaban en su lomo el nombre de Donelly. Algunos de ellos correspondían a la
pequeña edición de bolsillo del diario que había visto en la casa del coronel Donelly. Se trataba de una edición del Diario
de Viaje en cuatro tornos, impresa en Londres en 1793, con la nota «3ª Edición». Había también un gran volumen
encuadernado en cuero que mostraba pocas señales de haber sido leído pese a sus dos siglos de existencia. Se titulaba:
Observaciones sobre Francia y Suiza, por Esmond Donelly, impreso por J. J. Johnson (y una gran lista con otros
nombres), Londres, 17.71. La cubierta del libro tenía el dibujo de un ave Fénix surgiendo de entre las llamas, una especie
de emblema al estilo de los usados en la heráldica. Cuando observé el dibujo con atención me impresionó el ver que las
plumas del pecho del ave podrían haber sido tomadas por un psiquiatra moderno por símbolos fálicos. Por regla general
las plumas de un pájaro caen hacia abajo y se hacen más finas en su extremo; aquéllas estaban erec tas y tenían forma de
salchichas.

Me volví hacia la señorita Tina.

—Es extraño que nadie me hiciera mención de esto con anterioridad. Al parecer, el coronel Donelly no tenía idea de
la existencia de esta edición.

—Posiblemente no. Creo que la edición completa fue destruida —me respondió.

—¿Cómo?

—Hubo un gran incendio. Se menciona en una de las cartas. Lo pude leer el otro día.

Bajé de la escalera llevando el libro conmigo. La señorita Tina se dirigió a la otra habitación; al cabo de cinco
minutos de búsqueda me extendió una hoja de papel, la última página de una carta. En la posdata se decía :
“¡Calamidad! Tooke acaba de decirme que la tienda de Johnson en el Strand ha sido destruida por un incendio y
se han quemado todos los ejemplares de mi libro. Es una suerte que el siniestro no me haya costado nada a mí.»
La carta estaba fechada el 11 de septiembre de 1771. Esto explicaba por qué no se había oído hablar nunca de Observa-
ciones sobre Francia y Suiza. Y, por lo que pude observar, ni siquiera aquel ejemplar había sido leído del principio al fin,
pues muchas de sus páginas aún no habían sido separadas. Hojeé aquellas páginas hasta que mis ojos se fijaron en la pa -
labra «Fénix». Retrocedí a la página anterior y leí el párrafo entero. En Heidelberg el carruaje en el que Donelly se pro -
ponía salir de excursión se había estropeado. El posadero le dijo que no había otro disponible, pero que el sacerdote local,
el reverendo Kries, tenía uno que en ocasiones solía alquilar a los visitantes distinguidos. Donelly fue a ver al cura y lo
encontró en su jardín, éste le invitó a ver el carruaje que se hallaba en un cobertizo próximo; el sacerdote observó que no
había sido usado en todo el invierno, por lo que estaría sucio y polvoriento. Donelly lo vio y decidió que podía ponerlo
presentable en unos minutos. El pastor se negó a cobrarle por el alquiler. Cuando salía del cobertizo, Donelly vio la
imagen de un ave Fénix en madera, medio cubierta por la paja. Le preguntó al reverendo qué hacía allí aquella imagen y
él le contestó que formaba parte de un lote de muebles que había comprado el año anterior en una subasta. Dándose
cuenta de que aquella imagen no era muy apropiada para una vicaría la había tirado en el establo. Un tanto intrigado y
sorprendido Donelly quiso saber por qué razón no la consideraba adecuada:
«Pareció sorprendido por mi ignorancia y me preguntó si no estaba enterado de que era el símbolo de una secta
herética conocida unas veces por la Secta del Espíritu Libre y otras como la Secta del Ave Fénix. Le contesté que lo
único que sabía era que el Fénix se usaba en ocasiones como un signo para señalar las farmacias y que había
supuesto, por tanto, que tenía cierto significado alquímico. En vista de ello, aquel hombre culto me hizo un discurso
sobre la historia de la Secta del Ave Fénix. Surgió en Europa en época de la peste negra, cuando se había llegado a
creer que la lascivia venérea era un remedio contra la enfermedad. El argumento básico era el siguiente : no puede
haber una auténtica espiritualidad sin intimidad; nunca el hombre podrá conocer la verdad si se sale fuera de su
alma, ocupándose principalmente de las cosas externas. En la crisis del placer sexual, el espíritu se concentra con
más intensidad que cualquier otra circunstancia. Los Hermanos del Espíritu Libre creían que Dios está en todas
partes y lo es todo; toda vibración de deleite es una revelación de Dios. En nombre de esta creencia se llevaban a
cabo todo tipo de excesos lujuriosos, en ocasiones sobre el propio altar. La Inquisición desarraigó estas doctrinas
con cruel severidad, pero la Secta del Ave Fénix demostró compartir la naturaleza de su ave simbólica, pues volvió a
surgir de las cenizas de las hogueras de la Inquisición y de sus piras funerarias. Según Herodoto, la vida del ave
Fénix es de quinientos años, por tanto, podemos afirmar con plena confianza que la secta continuará existiendo al
menos durante un siglo más.
»Le repliqué que había leído en la Epístola a los Corintios de San Clemente de Roma que el ave Fénix era un
símbolo de la resurrección cristiana, pero aquel buen hombre me replicó que no era más que fantasía papista y que de
todos era conocido que San Clemente había sido atado a un ancla y arrojado al mar como castigo por sus grandes
equivocaciones. En vista de ello, me ofrecí a librarlo de aquel símbolo de la degeneración papal y nos pusimos de
acuerdo en la suma de tres taleros.»

Aquí terminaba el párrafo —no había la menor mención de lo que había sido del ave Fénix de madera—. Lo copié todo
palabra por palabra. Después regresé a la biblioteca y le pregunté a la señorita Tina si tenía idea de la existencia de un ave
Fénix de madera en la casa, pues me pareció que sería un símbolo apropiado para ilustrar la cubierta del proyectado vo -
lumen de las memorias de Donelly. Me dijo que jamás había oído mencionar nada al respecto, pero que se lo preguntaría
a su hermana. Antes de que pudiera retenerla salió de la habitación. Me senté sobre el brazo de un sillón mientras
esperaba y sin saber por qué, comencé a hojear las Observaciones. Se me resbaló de las manos y cayó al suelo, quedando
de pie con sus páginas abiertas. Cuando lo levanté me llamó la atención que la contraportada parecía mucho más gruesa
que la portada. Más aún, el papel que cubría la contraportada por su parte ulterior no estaba en su sitio y no parecía
pegado. Traté de ver si se había soltado y me di cuenta de que había una especie de bolsillo entre la contraportada y la
última hoja y que dentro de él había una hoja de papel doblada, una de cuyas esquinas se había adherido ligeramente a la
parte dura de la contraportada. La saqué y la abrí. El papel era de excelente calidad, muy blanco y fino. Contenía, un
delicado dibujo de un ave Fénix elevándose de su nido de llamas y la inscripción: Félix qui potuit rerum cognoscere
causas, lo que reconocí como una cita de Virgilio que quiere decir: «Feliz aquel que es capaz de conocer la causa de las
cosas.» Lo que me impresionó, en realidad fue el dibujo del ave : las plumas de la cola y de las alas eran doradas, como
las llamas que se alzaban del nido; el resto tenía unos colores tan exquisitos como un dibujo de Blake. En el ángulo
derecho inferior, con la inconfundible letra de Esmond Donelly estaba escrito: «Recibido en 1 de septiempre de 1771.»
De no haber sido por la claridad de la fecha, me hubiera costado trabajo creer que el dibujo no fuese mu cho más reciente,
ya que era el papel más blanco y fino que jamás había visto procedente de aquella época, aparte de que no daba ninguna
muestra de envejecimiento.

Oí llegar a la señorita Tina y puse el papel en su sitio. Me dijo que no existía aquella imagen de madera del ave Fénix, a
no ser que estuviera escondida en alguna de las buhardillas. Le di las gracias y le pedí disculpas por haberle causado esa
molestia. Después devolví el libro a su estante. La señorita Eileen entró y me preguntó cómo me iba. Le respondí que
todo iba bien pero que tenía que marcharme, lo cual pareció defraudarla. Le aseguré que había encontrado gran
cantidad de valiosa información entre los documentos y le mostré mi agenda llena de notas para demostrárselo. Las dos
hermanas me acompañaron hasta la puerta y me dijeron que podía regresar a visitarlas siempre que lo deseara.

Regresé a Limerick preocupado y de mal humor. Podría decir que casi había perdido la tarde, a pesar de que no era
cierto del todo. Me había servido para aprender que Esmond había tenido una doble faceta en su personalidad : el
hijo obediente y respetuoso escritor de diarios de sus viajes y el «viajero erótico», para utilizar la frase de Sir
Richard Burton. Y ningún hombre de letras o investigador filológico habría sospechado la existencia de ese viajero
erótico.

Quedaba, además, el pequeño rompecabezas del ave Fénix.


Le conté a Diana lo que sabía del asunto durante el viaje de regreso a Galway. Las cartas establecían que
Observaciones sobre Francia y Suiza había sido impresa en junio de 1771. El episodio de Heidelberg —cuando
compró el Fénix— tuvo lugar en agosto del año anterior. Por alguna razón, Donelly utilizó el ave como símbolo para
la portada de su libro —quizás una copia exacta del que le había comprado al reverendo Kries—

El 1 de septiembre había recibido el bellísimo dibujo del ave Fénix que había visto con su frase latina acerca del
descubrimiento de la causa de las cosas. Posiblemente ese «recibido» indicaba que le había llegado por correo. Diana
objetó que podía haber encargado el grabado y haber recibido el dibujo de quien lo hubiera coloreado. No estuve
conforme con ella pues si lo que decía era cierto, ¿para qué molestarse en escribir «Recibido el 1 de septiembre»? Si
yo recibo por correo un libro que he pedido, tal vez escriba en él mi nombre y la fecha, pero no «recibido», porque
resultaría claro que lo habría recibido. Pondría, sin embargo, la palabra «recibido» para reconocer el pago de un
recibo o una cuenta o, en el caso de una carta o un paquete. Mi teoría era que Esmond había recibido el dibujo del
ave Fénix de manera imprevista, inesperada, y que le había llegado de modo anónimo, pues si no hubiera escrito, con
toda seguridad: «Recibido de fulano de tal» o, incluso tal vez hubiese guardado la carta junto con el dibujo.

En tal caso, ¿quién podía haber sido el autor del envío? ¿Alguien interesado en el Fénix como símbolo? ¿O —supongo
que eso es inconcebible— un miembro de la Secta del Ave Fénix, mencionada por el reverendo Kries? Esto último signi -
ficaba una excitante posibilidad, aunque bastante remota. Diana pensó que incluso resultaría más probable que el dibujo
le hubiese sido enviado como recuerdo por una dama, quizás acompañado de un cariñoso billete. Hubiese deseado
examinar el dibujo con mayor atención. El papel podría tener una marca de agua que me sirviera de ayuda para localizar
su origen. Un papel tan bueno y caro debía tener, indudablemente, la marca de su fabricante. También debía haber
comparado con cuidado ese dibujo con el de la portada del libro. Si eran idénticos podría admitirse que Esmond hubiese
encargado a alguien hacer un dibujo del ave Fénix que había comprado al reverendo Kries.

Había otro dato curioso : el hecho de que Esmond informara sobre la total destrucción de la edición antes de dos
semanas, después de haber recibido el Fénix. Podría tener importancia, o tal vez no, el hecho de que jamás empleara
después el ave Fénix como símbolo en sus libros, al menos no en la edición del diario de viaje que había visto en
Luisiana ni en la del castillo Donelly.

No tenía ni idea acerca de cómo podría comprobar si aquel incendio había tenido lugar o no. La manera más fácil era
averiguar lo que había ocurrido con la firma J. J. Johnson y encontrar sus archivos. Pero resultaba una idea un tanto irrea-
lizable, pues no tenía ningún talento especial para el trabajo de detective. Por desgracia, Bosweil estuvo practicando la
abogacía en Edimburgo entre 1769 y 1772, ya que de otro modo hubiera mencionado el incendio, puesto que J. J.
Johnson era, también, el editor del doctor Johnson.

Esto explica por qué los días que siguieron a mi visita al castillo Donelly carecen de interés en lo que a esta narración
se refiere. Las cartas de Donelly habían sido mi principal esperanza. Me encontraba, pues, sin saber qué debía hacer a
continuación. Telefoneé o visité todas las bibliotecas públicas entre Cork y Sligo. En algunas de ellas tenían un ejemplar
del Diario de Viaje, pero ninguna poseía nada más. Kevin Roche trató de ayudarme sugiriéndome que visitara a algunos
conocidos dentro del mundo académico, los cuales tal vez supieran algo de Donelly, pero ninguno de ellos me informó de
nada que pudiera darme una pista. Le escribí a Tim Morrison, al Museo Británico, y a todos los libreros de antigüedades
que conocía. Tim fue incapaz de descubrir ninguna otra referencia relacionada con Donelly, sin embargo pudo facilitarme
un nuevo informe para añadir a mi carpeta sobre la Secta del Ave Fénix. Lo que me escribió fue lo siguiente :
«He hablado con Ted Malory, que es un experto en el estudio de la Iglesia Medieval, sobre tu Secta del Ave Fénix
y tiene algunos datos informativos que pueden ser de utilidad. Me dijo que no existe prueba evidente de que la Secta
del Ave Fénix y los Hermanos del Espíritu Libre fuesen una misma cosa. La última fue una secta herética fundada por
Aimeric de Bena, que fue expulsado de la Universidad de París en 1204 y murió en 1209. Al parecer, su doctrina se
basaba en la argumentación de que el hombre se une con Dios a través del amor y que cuando esto ha ocurrido el
hombre es incapaz de pecar. Así que practicaban un gran número de actos sexuales, muchos de aquellos hombres
fueron quemados en la hoguera, entre ellos Marguerite de Hainault, una novicia que al parecer era también
ninfomaníaca.»
La única referencia que Ted ha podido encontrar sobre la Secta del Ave Fénix está en San Nilus Sorsky (1433-1508), al
final de su tercer folleto sobre el rezo espiritual. Mi traducción (de la edición alemana de 1903) es bastante vulgar :
«Se cree con frecuencia que las ideas heréticas son un peligro para aquellos que las profesan, y para los que en tran
en contacto con ellos y han sido contagiados. Pero San Teodosio nos dice que son dioses para Dios por sí mismos y
pueden ser causa de sufrimiento (o de castigo) para inocentes. El caso de la Secta del Ave Fénix en la provincia de
Semiriechinsk nos ofrece el más terrible ejemplo de esto. Ellos creían que hombres y mujeres pueden lograr la revela -
ción divina mediante el goce camal mejor que a través de la oración, y su pueblo (o campamento), próximo al Lago
Issikoul, estaba invadido por la abominación y la prostitución. Entonces Dios, Nuestro Señor envió una enfermedad
que acabó con todos ellos y que luego se extendió por el país de los hiperboreanos escitas y más tarde por todo el
mundo. Esto ocurrió en el año 1338 de Nuestro Señor.
»Quizás estés interesado en saber que el arqueólogo ruso Chyolson piensa que la peste negra debió comenzar en
una aldea próxima al Lago Issykoul, en Semiriechinsk, que es un territorio kirgús cercano a las fronteras de China e
India. Este punto de vista lo mantiene también el profesor R. Pollitzer, Plague, Publicación de la Organización
Mundial de la Salud, Ginebra 1954, pág. 13.»

Todo esto resultaba fascinante, pero al dejar sin respuesta una gran cantidad de preguntas resultaba igualmente frustran te.
¿Quién había fundado la Secta del Ave Fénix y por qué? ¿Cuál era su doctrina? En los siglos XI y XII se fundaron mu -
chas sectas heréticas : los waldenses, los albigenses, los Jlisty —estos últimos han sido acusados con frecuencia de
celebrar ceremonias religiosas frenéticas que se transformaban en orgías sexuales. Si la Secta del Ave Fénix era
considerada lo bastante peligrosa como para ser la responsable de la peste negra, ¿por qué no existía una mayor
información documental sobre ella?

Todo esto no resulta tan irrelevante como pueda parecer a primera vista. Si no lograba encontrar muchas cosas más sobre
Esmond Donelly, podría tratar de cubrir mi introducción con ese material. El texto del libro podría consistir en
fragmentos de Sobre, la desfloración de doncellas y del manuscrito espurio de Fleisher, así como del manuscrito, sin
duda auténtico, que había obtenido del coronel Donelly, junto con el texto de la Refutación de Hume. Esto significaba
que mi principal problema seguía siendo el de encontrar más material para mi introducción.

El sábado siguiente a nuestro regreso de Norteamérica sucedió una de esas coincidencias que he aprendido a considerar
como seguras en los asuntos que están relacionados con una obsesión. Diana y nuestra asistenta Mary, estaban revisando
una vieja caja llena de cartas con la intención de quemar todas aquellas que ya no fueran necesarias. Mopsy recogió una
carta que tenía un complicado membrete grabado en su parte superior. El grabado representaba una serpiente enroscada
en un manzano, seduciendo a Eva. Tal como actúan los niños cuando creen que no se les está prestando la suficiente
atención, Mopsy cruzó el estudio donde yo estaba escribiendo y me dijo :

—Mira lo que te he traído, papá.

Pensé que era algo que Diana le había dicho que me trajera. Miré la firma : Klaus Dunkelman. Después leí la carta.
Estaba fechada en 1960 y era de un fanático de mi Sex Diary, publicado a principios de aquel año. El autor de la carta me
preguntaba si conocía bien la obra de Wilheim Reich y a continuación me daba los títulos de libros que según él debería
de leer. Eran ese tipo de cartas que resultan familiares a un escritor, incluso en la suposición de que su autor tendría
muchas cosas que enseñarme si me tomaba la molestia de escucharle, y que, en consecuencia, debíamos mantener una
intensa correspondencia. Diana había escrito en ella: «Contestada 11-9-60.» Supongo que la respondí dándole las gracias
por su sugerencia y prometiéndole leer los libros que me recomendaba. Estaba a punto de arrojar la carta a la papelera
cuando mis ojos captaron el nombre : «E. Donelly.» Leí la frase entera que decía así: «Las ideas de Körner fueron
anticipadas por otros pensadores : de Sade, Crowley, E. Donelly, Quérard, Eward Sellon, etcétera.» Al parecer, Körner
era un discípulo de Reich que creía que el orgasmo encerraba el secreto de la salud psicológica.

El remite de la carta era Compayne Gardens, West Hampstead. Parecía poco probable que su autor siguiera viviendo
allí después de nueve años, pero merecía la pena comprobarlo. Le escribí unas líneas mencionándole mi interés por
Donelly.

El lunes siguiente tuve que volver a considerar el embarazoso problema de las señoritas Donelly, del castillo Donelly.
Recibí una carta firmada por las dos, pero que seguramente había sido escrita por Eileen. Me decía lo agradable que
había resultado para ellas el recibirme y que se habían dado cuenta a primera vista de que yo era merecedor de toda su
confianza y de que la reputación de Esmond estaba a salvo en mis manos. Mur muré unas palabras de malhumor mientras
iba leyendo. Se sentía satisfecha de que un escritor de mi fama hubiera llegado a interesarme por Esmond y estaban
convencidas de que yo era la persona adecuada para escribir la biografía...

Abandoné la carta sobre la cama y tomé el té. Mi primer impulso fue tirarla a la papelera y olvidarme de ella por
completo. Pensé que eran una lata y que debían dejar de molestarme. Tenía cosas más importantes que hacer que escribir
una vulgar biografía. Era natural que favoreciese las conveniencias de las dos señoritas si se resucitaba el interés por
Esmond Donelly; podían llegar a vender sus documentos a alguna universidad norteamericana por una buena suma de
dinero.

Pero el problema seguía importunándome. Mi intención había sido la de no volver a ponerme en contacto con ellas.
Al fin y al cabo no había hecho uso de ningún material obtenido a través de ellas. No les debía nada en absoluto. Ahora
me veía obligado a sumergirme aún más en la decepción o a faltar a los buenos modales, dejando sin respuesta su carta.
De pronto, decidí que solo me quedaba un camino : decirles toda la verdad. Me puse la bata y me dirigí a toda prisa al
estudio, ansioso de terminar con el asunto. Escribí una carta muy larga, así tendría que ser si quería librarme de toda la
carga. Comencé señalando que debían haberse dado cuenta de que el libro La desfloración de las doncellas se le atribuía
a Esmond y de que incluso yo había llegado a ver un ejemplar en casa de un profesor de Galway. Les expliqué el trato
con el editor neoyorquino y les aclaré que me había dicho que estaba dispuesto a seguir adelante de todos modos, tanto si
yo cooperaba como si no. Les expliqué que el manuscrito de Fleisher era una falsificación y que, en mi opinión, el único
modo de reivindicar a Esmond, dadas las circunstancias, sería publicar al máximo sus obras auténticas. Les dije, con la
misma franqueza, que en los documentos que me habían mostrado no había nada que pudiera tener la menor utilidad, ya
que las cartas eran de lo más irrelevantes que se podía esperar.

De camino hacia correos me dije que probablemente estuviera cometiendo una tontería. No se lo había dicho a Diana
porque estaba convencido de que habría tratado de disuadirme. Incluso era posible que la señorita Donelly escribiera una
carta al suplemento literario de The Times denunciando mi proyecto y secando así todas mis fuentes de información. Pero
se trataba de un riesgo que no tenía más remedio que afrontar. Eché la carta en el buzón con la sensación del hombre que
se pone el cañón de una pistola en la sien.

A la mañana siguiente, estando aún adormilado, sonó el teléfono. Diana cogió el supletorio que había en la mesita de
noche y me dijo :

—La señorita Eileen Donelly pregunta por ti. Lancé un gruñido. Estuve a punto de decir a Diana que res pondiese
diciendo que había salido, pero la consciencia no me lo permitió. Si se peleaba conmigo al menos podría continuar
adelante sin odiarme a mí mismo. Su voz era fuerte:

—¿Señor Sorme?

—Al aparato.

—Acabo de recibir su carta. Me alegro mucho de que haya sido tan franco conmigo. Muy decente por su parte. Le
llamo para decirle que comprendo perfectamente su punto de vista.

—¿Cierto?

Me había quedado sin respiración y me preguntaba adonde querría ir a parar.

—Mire, por lo que me ha escrito, veo que no hay nada que hacer con ese editor norteamericano.

—Desgraciadamente, así es.

—Exacto. En ese caso, lo mejor que podemos hacer es aseguramos de que las cosas no escapan a nuestro control.
Tenemos que mantener nuestra vista fija en él. Tina y yo hemos decidido que debemos ofrecerle toda nuestra ayuda.

Le dije que, desde luego, me sentía encantado. La verdad era que no sabía qué pensar. Necesitaba tiempo para poner
en orden mis ideas, pero no me lo concedieron.

—Nos gustaría hablar con usted del asunto. ¿Cuándo podrá venir por aquí?

—En cualquier momento que les vaya bien a ustedes.

—¿Esta tarde a última hora?

Les dije que me parecía bien y sentí que me invadía una oleada de alivio cuando la comunicación se cortó.

Cuando Diana hubo terminado de hacer el té, yo ya había comenzado a comprender lo sucedido. Las hermana Donelly no
tenían nada que perder con la publicación de «los diarios sexuales» de Esmond, sobre todo si eso les ayudaba a vender la
casa. Les había asegurado que los diarios no eran mera pornografía; sino que, por el contrario, aumentarían un escalón
más la reputación de Esmond; que en estos tiempos de franqueza sexual nadie movería un párpado. Les cité los diarios de
Boswell, etc., etc. La señorita Eileen había decidido que también ella debía participar. Tener completo acceso a sus
documentos significaba, desde luego, una buena ayuda a la hora de escribir la parte biográfica de la introducción. Pero si
lo que pretendía era hacer soltar a Fleisher otros quince mil dólares por permitirme usar el material de que disponía sobre
Esmond, iba a llevarse una gran desilusión.

Poco después del mediodía, durante mi viaje a Limerick, me sentí bastante decaído. Había pasado por casa de Kevin
Roche para pedirle prestado su ejemplar de Sobre la desfloración de las doncellas, llevaba conmigo además, los otros
fragmentos del Diario sexual, incluyendo la copia mecanografiada del original de Fleisher. Hacía un día excelente; el aire
tenía un olor fresco y todo era tan verde que resultaba imposible no disfrutar de su belleza. Tan pronto me sentí relajado y
decidí olvidar a las hermanas Donelly, experimenté una gran sensación de ali vio, de las inmensas potencialidades del
mundo, que se oscurecen por nuestra tendencia a permanecer inmersos y apretados en nuestras pequeñas motivaciones.
Mi nuevo estado de ánimo cristalizó aún más cuando me senté para tomar una cerveza en la puerta de una taberna mixta,
a escasos kilómetros al sur de Gort, mientras oía el rumor del agua que se deslizaba bajo el puente en dirección a Loug
Cutra. De pronto, perdió toda importancia el hecho de que siguiera mi viaje a Limerick o que me quedara sentado allí. La
corriente seguiría deslizándose; los árboles, con sus hojas de color verde limón, que se miraban sobre la superficie del
agua seguirían siendo los mismos. De repente, me vino la idea de que en esto radicaban precisamente las cosas más
extrañas e importantes de la existencia humana, como la capacidad de la mente para separarse a sí misma de los seres
humanos y los acontecimientos, para cesar de identificarse con las emociones humanas y para identificarse, en su lugar,
con lo infinito del tiempo, con el mundo de la naturaleza. ¿Qué había pasado? Estaba junto al pretil del puente
contemplando el agua, que reflejaba la luz del sol, y parecía como si algo de mí siguiera su corriente y se alejara en
dirección al lago. Cuando regresé al coche y continué de nuevo el camino, tuve la extraña sensación de que mi alma se
había liberado y mi cuerpo volaba junto a ella como un pájaro, con sus picados y volteretas en el aire. Cuando mi
pensamiento volvió a las hermanas Donelly, había dejado ya de estar preocupado.

No obstante experimenté una aprensión momentánea cuando vi a la señorita Eileen descender por la escalinata, que
conducía a la entrada principal de la casa, para recibirme. Pero desapareció cuando ella me cogió la mano con su
acostumbrado gesto varonil, al tiempo que me decía :

—Bien, bien, es un placer volver a verle.

Nos dirigimos a la biblioteca. La señorita Tina no se encontraba allí. Me senté en un ajado diván del siglo XVII, al
sol, y dejé que fuese la señorita Eileen la que llevara la conversación. No me quedó más remedio que admirar su
inteligencia.

—Bien, ya vemos que no hay posibilidad de cruzarse en el camino de la publicación del libro. Como usted bien ha
dicho, debía publicarse más tarde o más temprano. Creo, pues, que lo mejor que podemos hacer es dejarlo en sus manos.
Y, dicho sea de paso, ¿en qué universidad trabaja usted?

Le dije que en ninguna y ella descartó el asunto rápidamente.

—Supongo que eso no importa. Está claro que es un hombre competente y listo. Si usted se adelanta a los demás con
su libro sobre Esmond, los otros tendrán que aceptar su línea.

Por lo visto, daba como cosa segura que yo iba a escribir una biografía completa de Donelly; tal y como estaban las
cosas, no quería desilusionarla, así que me limité a hacer un gesto afirmativo y no dije nada.

En esos momentos llegó la señorita Tina con el té, pastelillos y emparedados, y me saludó como si fuese un antiguo
amigo de la casa.

—Debo confesarle que me he sentido muy sorprendida al enterarme de que Esmond era tan famoso. Jamás había oído
hablar de ese libro de cómo desflorar vírgenes.

Habló sin dar la menor muestra de embarazo o cortedad. Aproveché entonces para sacar el libro de mi cartera así como la
copia mecanografiada del manuscrito que me había dado el coronel Donelly. Mientras las dos hermanas los hojeaban
dije :

—¿Les importaría que volviera a revisar los libros que tienen ustedes de Esmond?

Cogí las Observaciones y el tomo cuarto de los viajes y me senté un poco alejado en el sillón que había junto a la
ventana, para no molestarlas. De vez en cuando, oía a la señorita Eileen exclamar en voz baja: «¡Ya decía yo...!», y le
pasaba el libro a la señorita Tina, que después de dirigirme una rápida mirada leía el párrafo con avidez, haciendo
chasquear la lengua.

Abrí las Observaciones y saqué el dibujo del Ave Fénix. Lo observé a la luz del día. En efecto, tenía una marca de agua,
oscurecida en parte por el dibujo. Tuve que contener el impulso de soltar una carcajada : la marca de agua tenía la forma
de un ave Fénix.

Comparé el dibujo a tinta (podía ser también un aguafuerte) con el ave Fénix impreso en la portada. Eran idénticos en su
contorno, pero había entre ellos media docena de diferencias. En definitiva, podía decirse que no se trataba de la misma
ave.

Cuando la señorita Eileen alzó los ojos parar mirarme le mostré el dibujo del Fénix. Se lo quedó mirando y comentó :
—¡Hummm... muy bonito!

Me lo devolvió, ya que por lo visto, no parecía estar muy interesada en él.

Entonces intervino la señorita Tina :

—¿Le has enseñado las cartas al señor Sorme, cariño? —le preguntó a su hermana.

—¡Oh, no...! Me había olvidado.

Se dirigió a la pequeña habitación próxima y poco después regresó con un fajo de papeles atados con una cinta.

—Tina me ha dicho que usted quería saber si había un ave Fénix de madera en la buhardilla, así que hemos hecho un
buen registro. No hemos visto su ave Fénix, pero hemos encontrado muchos documentos y papeles antiguos. Grandes
cajas llenas. No creo que la mayor parte de ellos tengan relación alguna con Esmond, pero éstas parecen ser cartas
dirigidas a él.

Desaté con rapidez la cinta. Cuando comenzaba a separar los papeles, algo se salió de un sobre y cayó al suelo. Lo cogí.
Se trataba de una miniatura de forma oval, sin marco y que había sido pintada sobre una concha blanca o madreperla.
Era el retrato de una muchacha muy bonita, con el cabello peinado en tirabuzones que le caían hasta los hombros. No
tenía escrita ninguna dedicatoria.

Por la letra las cartas no parecían estar escritas por Esmond. Algunas parecían haber sido escritas por un tal Thomas
Walgrave; otras, por William Aston, y algunas más por Horace Glenney. Aparentemente no estaban colocadas en orden.
Unas estaban en sobres y otras no. A primera vista pude observar que Walgrave era un clérigo de Dublín y que Aston
vivía en Cork. Glenney, lo noté pronto, había sido un compañero de estudios de Donelly en Gottingen y, al parecer, era el
hijo de Lord Glenney de Golspie, en Sutherland.

En medio del montón de cartas, había un sobre de pergamino sin nada escrito. Dentro encontré un cartoncito cortado de
la misma forma oval que la miniatura. En él, escrito con la letra de Esmond Donelly, podía leerse: «Lady Charlotte
Ingestre 2.a condesa de Flexstead.» Dentro del sobre, también encontré lo que parecía ser la página de una carta escrita
con la letra de Donelly. A medida que la iba leyendo, comprendí que por fin había encontrado algo para mi libro :

«En su Diccionario Filosófico, Voltaire arguye que secta y error son sinónimos, puesto que no hay lugar para una opinión
sectaria en asuntos que se sabe que son ciertos; por ejemplo, la geometría o la ciencia. Nuestras confesiones re ligiosas
deben ser, dice, reducidas a materias en las que todas las mentes estén de acuerdo. Llegando a la afirmación de que todas
las mentes están de acuerdo en la adoración de Dios y en la honestidad. Esto no es cierto, pues los budistas no aceptan a
Dios y los jesuítas tienen sus reservas en lo que respecta a la honestidad. ¿Hay en ello algún funda mento común para un
acuerdo religioso?

»Yo diría, mi querido amigo, que no existe inteligencia humana que no admita que este mundo es un misterio. Sólo se
requiere un pensamiento momentáneo para reconocer que nuestras certidumbres son las de la costumbre, admitidas por
nosotros igual que aceptamos las reglas del póquer o del whist, pero que no implican una autoevidencia.

»Las religiones afirman que todo lo que queda fuera de sus reglas de juego es incognoscible, siendo conocido sólo por
Dios y los ángeles. Pero la ciencia nos demuestra que todo puede ser comprendido si el método de análisis es lo
suficientemente lógico y sutil.

»Yo diría que nuestras certidumbres no se ven, pero se sienten, igual que ahora siento el calor del sol sobre mi mano
mientras escribo. También añadiría que nuestra costumbre de tratar de obtener una verdad mediante el método de ver la o
de razonar sobre ella, nos ciega de su auténtica naturaleza, como a quien tratara de distinguir, sólo con la vista, una
infusión de té de otra de manzanilla. El misterio del mundo se nos hace aparente cuando nuestro espíritu está
profundamente agitado o conmovido, si ese disturbio es armónico. Es como si en esos momentos de misterio nos dié -
ramos cuenta de las vibraciones de una corriente subterránea, como la que escuché cerca de Vevet, respecto a la cual uno
se siente a veces tan próximo que puede oírse incluso el rumor de su deslizamiento.

»Cuando estoy aburrido me siento sordo, como con un constipado en la cabeza y no oigo nada. Cuando
contemplo el rostro de Charlotte Ingestre, mi sordera se desvanece y siento el rumor de la corriente bajo mis pies.
»Si la religión es este sentido del misterio de la creación y de su proximidad al mismo, entonces, ¿no existe nada
que conduzca a la santidad más que las mujeres y las montañas? Por qué no podría ser...»
El fragmento epistolar terminaba aquí, a mitad de página, como si el autor hubiera sido interrumpido. Pero las
palabras «mi querido amigo», sugerían que Donelly estaba haciendo el borrador de una carta y que de repente había
decidido pasarlo a limpio y continuó escribiendo la carta. ¿Quién era el destinatario? El sobre que contenía este
fragmento estaba entre un montón de cartas de Horace Glenney y algunas de las cartas de Glenney mencionaban a
Voltaire, Fontanelle, D'Alembert. Parecía razonable, pues, suponer que Glenney fuera compañero de estudios de Donelly,
en Gottigen, y su amigo, el destinatario de estas confidencias y especulaciones religiosas.

La señorita Eileen había dejado el manuscrito y miraba por la ventana un tanto adormecida. Le pregunté:

—¿Ha oído hablar de Lady Charlotte Ingestre? Tanto ella como su hermana Tina se quedaron mirando sor prendidas. Fue
la última la que, después de mirar a su hermana, dijo :

—¿Por qué? Sí. Era la hermana del conde de Flaxstead... Hizo una pausa, como si se sintiera cortada. La señorita Eileen
terminó la frase con tono casi sepulcral :

—Y hermana de Lady Mary Ingestre que, con posterioridad, se convertiría en Mary Glenney.

No necesité que me recordaran quién era esta última. Su nombre estaba en mi cabeza desde la semana anterior,
cuando la señorita Eileen había mencionado, por vez primera, su nombre cuando había hablado conmigo por teléfono.

—¿Saben ustedes que Esmond estaba enamorado de Lady Charlotte? —pregunté.

La señorita Tina me respondió :

—Se decía que estaba enamorado de las tres.

—¿Tres?

—Lady Mary, Lady Charlotte y Lady Maureen —dijo, mientras dirigía una mirada nerviosa a su hermana. La señorita
Eileen estremeciéndose añadió :

—Supongo que de todos modos acabaría por averiguarlo todo.

La señorita Tina comentó:

—No cabe duda de que las tres eran muy bonitas.

—¿Existe algún retrato de ellas?

—¡Claro que sí! Su retrato, obra de Romney, es bastante famoso.

—¿Dónde se encuentra?

Me miraron bastante sorprendidas por mi ignorancia.

—¡Aquí, desde luego!

—¿Podría verlo?

Las dos hermanas se levantaron al unísono sin decir una palabra y me siguieron fuera de la habitación. En el vestíbulo, la
señorita Eileen desapareció durante unos minutos. Volvió con una gran llave. Atravesamos dos grandes puertas de caoba.
La señorita Tina añadió:

—Los agentes de seguros insisten en que mantengamos la galería cerrada. Algunos de los cuadros son de muchísimo va-
lor.

La señorita Eileen abrió la cerradura de la puerta y una ráfaga de aire frío y húmedo salió de la sala. Encendió la luz y
entramos en la «larga galería». Hacía un frío helado. Las ventanas estaban cubiertas con persianas y las mesas y sillas,
con fundas. Pude suponer, sin equivocarme, que nadie había entrado allí, al menos en un año. Me condujeron, ante un
cuadro más bien pequeño, situado en la pared opuesta a la entrada. A pesar de que necesitaba de una buena limpieza, la
suciedad no podía anular la belleza de los tres rostros. Las muchachas posaban con posturas convencionales sobre un
fondo de árboles y una fuente. A Charlotte, cuyo retrato había visto con anterioridad, la reconocí de inmediato. Lo único
que las tres hermanas tenían en común era su belleza. El rostro de Charlotte tenía las mejillas enrojecidas, era un rostro
inocente, arcádico. La chica que estaba sentada junto a ella, jugando con un caniche, tenía una apariencia más inteligente,
un rostro fino y delicado, cuello de cisne y el pelo corto, casi como un muchacho. La se ñorita Tina la identificó como
Mary, la que luego se convertiría en Lady Mary Glenney. En el rostro de Maureen, la más joven de las tres, además de
nobleza y generosidad, se adivinaba ya la belleza que sería al cabo de los años. Era una mujer impul siva, dotada de un
corazón sensible capaz de llenar sus ojos de lágrimas al escuchar una historia triste. Tenía adelantada una de sus manos
para acariciar al perro, un gesto simbólico que ponía de manifiesto su naturaleza afectiva y cariñosa.

Tina dijo con orgullo:

—Esmond sólo pagó a Romney treinta guineas por ese cuadro. Nosotras hemos recibido una oferta de cinco mil libras.

Entendía perfectamente que se llegara a decir que Esmond estaba enamorado de las tres hermanas. Después de
contemplar el retrato, el hecho me quedó claro. Cada una de las tres tenía en su rostro cualidades que parecían salir a
flote a medida que uno las contemplaba; podía haber escrito una novela sobre aquellas tres jóvenes.

—¿Tienen ustedes algún retrato de Esmond?

—Sí, dos. Uno, obra de Raeburn y otro de un tal Zofanny. El retrato de Zoffany no decía gran cosa; el rostro del per-
sonaje retratado, Esmond Donelly, era algo inmóvil, desprovisto de todo rasgo de vida; mostraba a Donelly en uniforme
de oficial, apoyado en un árbol. Su apariencia era la de un hombre bastante alto y delgado; su rostro era largo, chupado,
con una nariz prominente.

El retrato de Raeburn era, en su conjunto, mucho más interesante. No tenía mayores pretensiones y casi carecía de
fondo. En cierto modo, apenas si era algo más que un boceto. Pero Reaburn había captado la expresión viva de su rostro;
un rostro que parecía adelantado como el de quien está escuchando una anécdota interesante. En realidad, no puede
decirse que fuera un rostro bello; la nariz huesuda y los pómulos salientes me hicieron pensar en Sherlock Holmes, pero
la boca era demasiado sensual. Volviendo a contemplar el retrato de Zoffany, pude apreciar en éste nuevas cualidades que
me habían pasado inadvertidas la primera vez: el tamaño de la barbilla insinuaba una especie de control sobre su postura,
como si fuera un caballo purasangre, bien domado en un desfile.

Cuando salimos de la habitación, los tres nos habíamos quedado helados.

—Creo que Esmond tiene las cualidades necesarias para atraer a una multitud de admiradores y comentaristas —
dije yo.

—¿Lo cree usted así?

Las dos parecían ansiosas de que mi respuesta fuera afirmativa.

—El que estuviera enamorado de tres bellísimas muchachas lo convierte en una novela romántica... Muy propio de
Byron. ¡Qué lástima que haya desaparecido el resto de su diario! Esmond es un personaje mucho más interesante que
Bosweil.

La señorita Tina dijo:

—En cierta ocasión vi una película sobre Chopin. Estaba bastante bien realizada. Me pasé toda la proyección
llorando.

—Supongo que también querrán hacer una película sobre Esmond.

—¿Ganaremos mucho dinero?

—Creo que sí.

—Lo compartiremos con usted, como es natural.

—¿Conocen ustedes algún detalle de su romance con las tres hermanas?

—A decir verdad, no. Se trata de una historia de familia.

—¿Y qué hay de la muerte de Lord Gleimey?

Fue Eileen la que respondió:

—Murió de un tiro. No sé muchos detalles, pero mi padre en cierta ocasión consultó el caso en la Biblioteca Nacional de
Dublín, por lo que creo que no será muy difícil comprobarlo. Se habló de que a Esmond se le había considerado
sospechoso, pero nuestro padre dijo que no podía ser culpable. Confío en que usted logre aclararlo.

—Haré todo lo que pueda.

Antes de irme me enseñaron las buhardillas donde guardaban sus trastos. Eran oscuras, polvorientas y llenas de maderas
que se habían ido acumulando allí durante siglos: marcos rotos, tablones sin ningún uso determinado, muebles desvenci-
jados, antiguos lavabos de porcelana y montones de papeles que podían ser cualquier cosa, desde las cuentas de los
aparceros a los diarios desaparecidos. Eché un vistazo a algunos de ellos y comprendí lo que debió sentir el profesor
Aboott en la buhardilla de la casa Forbes, rodeado de aquellos manuscritos. El recuerdo de Abbott me dio una idea.

—¿Tienen ustedes noción de a quién nombró Esmond albacea literario?

Las dos hermanas se miraron sorprendidas.

—No, pero trataremos de averiguarlo. Antes de marcharme les dije que era posible que tuviera que volver muy pronto
a examinar de nuevo los papeles. Con gran sorpresa mía, la señorita Tina dijo :

—¿No sería mucho más sencillo que se llevaba los documentos con él, querida?

La señorita Eileen respondió sin vacilar :

—¡Claro, desde luego!

Me ayudaron a hacer con ellos un paquete y a colocarlos en el asiento trasero del coche. No quisieron aceptar un recibo.
Marché de allí un tanto angustiado a causa de su confianza. Poco después creí comprender la razón. Las dos mujeres
estaban solas y casi en la ruina, viviendo en una magnífica pero insegura gran deza, sin otra esperanza que la de ir
envejeciendo. Con toda probabilidad se preguntaban cuál de ellas moriría antes. Cuando las dos murieran, la casa pasaría
a cualquier miembro distante de la familia, residente en Canadá o Nueva Zelanda. Y ahora el gran mundo estaba
llamando a sus puertas; había muchas cosas en las que soñar : editores, derechos sobre películas, visitas de universitarios
y hombres de letras. Necesitaban creer en todas estas cosas y, en consecuencia, debían aceptarme a mí por completo,
considerarme con afecto. Lo que yo había aceptado con la mayor reserva —la reputación de Esmond como autor
pornográfico— resultó no serlo, puesto que yo declaraba que sus escritos pornográficos eran falsificaciones y esta ba
dispuesto a expresar esa opinión en letra impresa. El fragmento del diario de Donelly que había conseguido
de manos del coronel Donelly era franco desde el punto de vista sexual pero no más que el de Bosweil; y ésta
era la causa más importante, estaba bien escrito.

Estas consideraciones hicieron que me sintiera mejor. Pero sé que existía una cierta posibilidad de que se
produjera una resurrección de Donelly cuando Fleisher lanzara al mercado sus memorias. En conjunto la
perspectiva era satisfactoria.

Tras examinar el montón de nuevas cartas, me di cuenta que ya tenía para un libro, aun cuando no apareciesen nuevos
manuscritos inéditos de Donelly. Aparte del manuscrito del coronel Donelly este material era lo más fascinante de lo con-
seguido hasta el momento. Era difícil imaginar tres corresponsales más diferentes en carácter que Thomas Walgrave,
William Aston y Horace Glenney; y entre los tres ponían de relieve la compleja personalidad de Donelly. Walgrave era un
hombre de Dublín cuyo principal interés radicaba en la astronomía y las matemáticas, y sus cartas dirigidas a Donelly
trataban de esos temas. Aston estaba estudiando teología en un seminario pro testante en 1772, fecha de la primera carta,
después se convirtió en un clérigo en Ballincolling, cerca de Cork (donde estaba su hogar familiar). Se sentía muy
turbado por lo que parecían ser dos tendencias opuestas en el carácter de Donelly : la que se refería a la infidelidad y la
del «entusiasmo» (es decir fanatismo o misticismo). Cuando Donelly citaba a Voltaire, Bayie o Montesquieu, Aston le
respondía con argumentos procedentes de sermones de Jortin, Ogden, Tillotson, Smalridge y Sherlock. A mi juicio todo
esto parecía increíble, rígido y sombrío : las largas disquisiciones, hiladas con finura, sobre la transubs-tanciación,
predestinación, la verdad de las Escrituras, etc. Pero estaba claro que Esmond no encontraba esto aburrido, pues las cartas
de Aston eran muy extensas y circunstanciales, y en ellas se insinuaba que las de Donelly a Aston serían del mismo estilo.

Eran las cartas de Glenney las que concordaban más con lo que yo ya conocía sobre Esmond Donelly. Las tuve que
ordenar correctamente (basándome un poco en mi intuición y en algunas suposiciones, puesto que a algunas les faltaban
las fechas), pues iban desde mayo de 1767 a la Navidad de 1771. Glenney y Esmond estuvieron juntos en Gottingen
durante la mayor parte de este período, por lo que esta correspondencia no era tan voluminosa como en el caso de Aston.
Estaba claro que se escribían cuando estaban separados por algún tiempo, esto n O ocurría con demasiada frecuencia
porque eran amigos íntimos. El relato de su amistad, según pude deducir de las cartas de Glenney, es el siguiente :

Cuando Esmond Donelly se encontró con Rousseau y Bosweil en Neuchatel, venía de Milán, donde había pasado la Na-
vidad de 1764. En enero había pasado una semana en Venecia y otra en Graz, ya camino de Gottingen. Había hecho
amistad con Georg Christoph Lichtenberg, que más tarde sería un eminente filósofo (pero que durante este período se
interesaba sobre todo por la astronomía y las matemáticas) y con el honorable Horace Gordon Glenney. Este último era
un joven guapo, de piel morena, casi de aspecto judío y acento escocés muy pronunciado. Era algo mayor que Donelly,
pero muchísimo menos sofisticado; era el hijo segundo de un noble terrateniente escocés de las más salvajes regiones del
país. Lichtenberg Glenney y Donelly tenían una cosa en común : un vivo interés por el sexo opuesto. Gottingen estaba
llena de sanas y jóvenes campesinas, «criaturas robustas de los valles del Harz y Solling», escribiría Lichtenberg, «que
jamás habían visto reunida una suma superior a un talero y para las que el sombrero, re pleto de galones, de un noble era
objeto de respeto y temor, y la petición por parte de quien lucía uno de ellos se convertía en real orden». Gottingen era
una ciudad de gran reputación universitaria, todo lo contrario a Halle, Jena y Giessen, que es taban llenas de patanes y
gamberros cuyo principal interés radicaba en los duelos y desafíos. Pero, como en la mayor parte de las ciudades de
Alemania, se trataba de un lugar bien ordenado y reglamentado, donde los campesinos acostumbraban a obedecer la
voluntad de sus dueños. (Era, además, parte de Inglaterra, puesto que Jorge III era el duque de Hannover al mismo
tiempo que rey de Inglaterra; ésa fue sin duda la razón por la que los padres de Esmond la eligieron.) Esmond Done lly y
Horace Glenney se sintieron encantados al descubrir que esas deliciosas criaturas no necesitaban ser seducidas como las
chicas de su patria; Glenney menciona en una de sus cartas que Lichtenberg le había tomado el pelo con la acusación de
que su intención era poseer a cada chica de Hannóver, pues debía prepararse para una vida de total abstención cuando
regresara a su puritano país.

En comparación con Esmond, Glenney era un bobo; y si no un bobo, al menos un hombre sin preparación intelectual
suficiente. Esmond lo dominaba completamente y Glenney, al parecer, puso furioso a un profesor llamado Kastner,
diciéndole que Esmond era una de las más grandes mentes de Europa despues de Moses Mendelssohn. (En consecuencia,
Kastner acostumbraba a dirigirse a Esmond con ironía, llamándole «Magister Doctíssime».) Lo que a Glenney le
fascinaba de Esmond era la combinación de vitalidad física e intelectual. Kichtenbero era brillante, pero también era un
lisiado jorobado. Esmond era un buen espadachín, buen jinete y mejor nadador, el favorito de las mujeres y también un
poco poeta, filósofo y místico. Glenney había estado sometido por el dominio paterno y estaba inclinado a ser pesimista y
reprimido. Al cabo de pocos meses, Donelly lo calificaba de «apóstol de la galantería, de los placeres carnales, de la
seducción, la rivalidad, el estupro y la desfloración». Muy pronto se aburrieron de las camareras frivolas de la ciudad y
comenzaron a cortejar a las hijas de los profesores y otros ciudadanos respetables. Parecían muy satisfechos de sus éxitos
y Esmond incluso estuvo a punto de casarse con la hija más joven de un pastor de Norten-Hardenberg, una tal Fraulein
Ulrica Duessen.
De lo que he relatado no debe deducirse que Esmond y Glenney fueran inseparables, aunque a este último le hubiese
encantado que sucediera así. Pero Esmond se sentía interesado en leer a Kant y en el estudio de las matemáticas y la
astronomía. Glenney hacía algunas referencias a su impresión de que se consideraba un tanto relegado. Pero admiraba a
Esmond de manera tan cordial que estaba dispuesto a aceptar la atención que éste quisiera concederle.
La carta que Glenney escribió a Desmond el 29 de diciembre de 1766 es bastante típica. Ocupó una página y media
para quejarse de que Donelly hubiera declinado su invitación de pasar las Navidades con su familia que residía cerca de
Golspie, a la vez que describía los rigores de un viaje por el norte, a finales de noviembre. La descripción que hace
Glenney de los víveres que comieron el día de Navidad habría que leerla para poderla creer. Comenzaba a las siete de la
mañana con un desayuno de conos de avena, salmón asado, rosbif, jamón, ríñones y cerveza. Pero el tema principal de la
carta era, inevitablemente, la descripción de sus aventuras amorosas durante las vacacio nes: «Al principio, estaba
decidido a obtener los favores de una chica llamada Maggie McBean, la hija de uno de nuestros arren datarios, la cual ya
había mostrado cierta ternura hacia mí antes de mi marcha, aunque juraba que se dejaría matar antes que perder su
honra.» La desfloración de Maggie resultó ser más sencilla de lo que él había esperado : se llevó a cabo en un cobertizo
después de un baile, en el cual el joven caballero había sido el centro de atención e interés de todas las chicas de la
localidad. (En un distrito tan escasamente poblado que el señor y sus arrendatarios alternaban con entera libertad.)
Glenney se sintió tentado a continuar la aventura amorosa con Maggie, «lo cual hubiera hecho sin ningún tipo de
reflexión en cualquier época pasada; pero ahora me dejé guiar por tu ex relente principio de que el principal objeto de la
vida ha de ser una cierta renovación de la experiencia; y debo confesar que mi deseo por la chica carecía de calor, y que
la visión de su camisa de lino y su delantal de rayas ya no me producían el mismo efecto que al principio. Traté, sin
éxito, de dedicarme al estudio...»

«El día 28 mi hermana Mary (a la que conociste en Perth) regresó de Kinkardine donde estuvo pasando la Navidad con
Fiona Guthrie, la hija de una antigua amiga de mi madre. Mi hermana, como sabes, es pequeña y delgada para su edad
(catorce años) y he de decir, sin orgullo exagerado, que me ama con un calor que no merezco. Fue para mí una sorpresa
el descubrir que Fiona había cambiado mucho en los dieciocho meses que habían transcurrido desde que la viera la
última vez. Se encuentra en esa etapa encantadora, en la cual las ideas y las maneras de una niña permanecen mientras
que el cuerpo es ya el de una mujer hecha y derecha. Tiene un rostro sonrosado encantador, en el que el labio superior,
demasiado corto para hacer juego con su compañero, le da a su boca un gesto que puede ser tomado por petulancia. De
niña resultaba un tanto varonil (si esa palabra puede ser desposeída de toda acusación de inmodestia) y con frecuencia me
las tuve que ver con ella retorciéndole las muñecas. Ahora que se ha puesto tan bonita, decidí que debía hacer algo peor
que seguir la recomendación del señor Sterne y cultivar una relación sentimental con ella, aun pensando que podría
tratarse de algo unilateral... Esto, así quedó probado, resultó más fácil de lo que pensaba, pues lo único que tuve que
hacer fue tratarla como trataba a Mary, con mucha atención y afecto fraternal. Te doy palabra de que mis pensamientos en
aquellos momentos eran tan inofensivos y honestos como los que hubiera deseado el reverendo Geiss. En su cuarto hay
chimenea y me pasaba allí las horas bebiendo tazas de té y describiéndole las costumbres de Hannóver, sintiendo por
todo el mundo lo que Ótelo el Moro. Las tiernas miradas de esas dos niñas eran para mí algo mucho más agradable que el
estudio de Flaccus y traté de convencerme, en aquellos momentos, de que eso era lo que Rousseau tenía en su mente al
hablar del arrobamiento del segundo estado de la naturaleza.
»Pero he aquí que mis elevados sentimientos sufrieron su primera derrota el segundo día del nuevo año, una media hora
antes de la cena. Las niñas estaban retozando cuando yo entré en su cuarto y cuando me uní a sus juegos no pude dejar de
observar ni los movimientos de sus senos cuando saltaba sobre la cama tratando de escapar de Mary, ni el delicado
contorno de sus tobillos. Cuando le dedique una galantería subrayando cómo había cambiado su figura, se rió en mis
narices y Mary me dijo que eso se debía a que comía demasiada carne de carnero. Luego me pidieron que les leyera algo
de Grandison, lo cual hice con gusto, sentado frente al fuego. Ellas se sentaron a mi lado y se pusieron a coser sendos
vestidos de muselina que debían lucir en el baile de Strathpetfer en febrero. Al cabo de un rato, Mary se quedó tan
absorta que dejó su costura y apoyando su cabeza en mi regazo, estiró las piernas; pocos minutos después Fiona hizo lo
mismo, pero, dado que Mary había ocupado la parte suave de mis piernas, ella tuvo que acomodar sus mejillas más
arriba, sobre algo que muy pronto dejó de ser blando. Se encogió de tal manera que su falda se ciñó a sus muslos
revelando las piernas mejor formadas que había visto en aquellas Navidades. En seguida me di cuenta de que su trasero
quedaba al alcance de mi mano, la cual introduje bajo su falda para acariciarle la piel... ella pareció aceptarlo gustosa...
Puedo asegurarte querido Ned que el latir acelerado de mi corazón no mejora la calidad de mi lectura. Cuando sonó el
gong llamándonos a la cena, me sentí encantado al ver la desgana con que se levantaba, fingiendo que era debido a
haberse quedado dormida, pero yo, que pude observar el movimiento de sus párpados, me di cuenta.

»A1 día siguiente las cosas no mejoraron, pues el ministro nos devolvió nuestro trineo, y papá y el hermano Moray
lo cogieron para dar un paseo y enseñarles el paisaje desde las torres del castillo de Dunrobin. Cuando nos en contramos
antes de la hora de cenar, Fiona me dijo:

»—Hoy hemos echado de menos nuestra sección de lectura. Mañana tendrás que leernos el doble.

»La acerqué a mí y dejé resbalar mi mano sobre su espalda. Me preguntó qué estaba haciendo y le respondí:

»—Ver cuántos botones han cedido.

»E1 día siguiente, miércoles, amaneció soleado y frío, y (Lord) Glenney estuvo fuera todo el día visitando a una
señora retirada con la que quería hablar de sus rebaños. Cuando Jamie me lo comunicó, le dije que iba a dormirme de
nuevo y que me trajera el desayuno y el agua caliente a las diez. Poco después me levanté en camisa de dormir y me
lavé. Mary vino para preguntarme si quería ir con ellas a hacer un recorrido por las habitaciones vacías. Poco despues
llegó Fiona y ambas admiraron la tela de mi camisón que había comprado en Estrasburgo en la feria del lino.
Seguidamente Fiona nos contó una anécdota de uno de los sirvientes de su tía que iba de un lado para otro en man gas
de camisa mientras preparaba la mesa para los invitados. Ella le dijo que se pusiera una chaqueta y el criado le
respondió:

»—Desde luego, señora, pero hay tanto que hacer, siempre de un lado a otro, que me quité la chaqueta y el chaleco. Y
no sé cómo no se me ocurrió quitarme los calzones que no sé durante cuánto tiempo más podré seguir soportando.

»Nos estuvimos riendo durante un buen rato. Noté con satisfacción que el que yo "no estuviera vestido" era me nos
embarazoso para ella que para Mary, lo cual indicaba que también me consideraba fraternalmente. En vista de ello, antes
de insinuarles que se debían marchar para que pudiera cambiarme de ropa, pasé un brazo alrededor de la cintura de cada
una de ellas y acariciándolas observé que la de Fiona mantendría caliente a un hombre sin necesidad de conservar la
camisa de dormir.

»No te voy a describir con todo detalle esa mañana, pues, de hacerlo así, esta carta sería tan larga como un sermón de
Warburton. Déjame decirte sólo que nos reímos y divertimos mucho y que aproveché toda oportunidad para arrimarme a
ambas, conservar así el calor en el ala vacía de la casa; de este modo Fiona se acostumbraría a mis familiari dades. Como
es natural, era necesario que para ello dedicara mucha atención a Mary, con objeto de estimular el sentido de rivalidad
entre ellas y hacer que Fiona aceptara mis caricias como algo natural. No encontré ninguna resis tencia en este terreno
pues ambas estaban dotadas de un alto espíritu... Deberás tomar nota de esta lección e incor porarla a tu historia. La
situación a la que habíamos llegado prueba la verdad de la afirmación de Linchtenberg de que los sentimientos pueden
entrar en una combinación como los productos químicos. Mary era mi hermana y se aprovechaba de toda oportunidad
para recordárselo a Fiona como si le debiera una concesión. Puesto que no tenía licencia para tratar a Fiona como trataría
a Mary, no me quedaba más remedio que tratar a Mary con la familiaridad que hubiera deseado con Fiona y hacer, de ese
modo, que las cosas pareciesen más naturales.

»La ventaja de esto se mostró con claridad algo después, aquella misma tarde, cuando continué leyéndoles a
Grandison en su habitación. Sabía que querían probarse sus trajes de muselina antes de coserlos, así que fui a verlas un
poco temprano. Fiona aún seguía cosiendo su vestido, pero Mary estaba en camisa probándose un corsé de barbas de
ballena. Me pidieron que les diera mi opinión desde el punto de vista masculino, lo hice con gusto mientras ayudaba a
Mary a apretarse el corsé. Les dije que en París las mujeres de la corte llevan con frecuencia vestidos que dejan sus
pechos casi completamente al descubierto, Mary dijo que a ella no le gustaría y yo metí mi mano en el escote de su
camisa y palpé sus pechos menudos y duros, apenas formados y le dije que, en realidad, tenía motivos para no estar de
acuerdo con aquella moda. Al oírme se dejó caer la camisa hasta la cintura exhibiendo sus dos senos y me preguntó si
creía que crecerían todavía mucho. No era tan inocente como pretendía y lo que deseaba era que yo viera sus senos para
convencerme de que no seguía siendo una niña, pues ella sabía que yo era muy curioso. Fingí tomar la pregunta sin
ningún tipo de perjuicio y le respondí que la relación entre el tamaño del pezón y la circunferencia total del seno podría
darme cierta idea de su futuro desarrollo. Mientras le decía esto, tomé uno de sus pezones entre mis dedos y lo pellizqué.
Al cabo de unos momentos se endureció, y me sentí tentado de tomar el otro entre mis labios, pero temí que quizás
hubiera arruinado por completo el aire profesional... Después ayudé a Mary con su vestido y discutí como si fuera un
auténtico modisto las virtudes del metal y el hueso para la fabricación de botones y las ventajas de los lazos sobre los
ojales.

»Para entonces Fiona había dejado la aguja y le pregunté si podía ayudarla a desabrocharse los botones que en esta
ocasión caían entre sus senos. Pareció sentirse cortada, llena de timidez; pero mi hermana se apresuró a venir en mi
ayuda y le dijo que jamás en su vida volvería a disponer de una doncella tan experta en el trato con señoras, con lo que la
chica entró en el espíritu del juego y me permitió desnudarla y sacarle el vestido de los hombros. Sin embargo, no me
tomé libertad alguna con los deliciosos senos que quedaron expuestos ante mis ojos, por temor a que Mary se hubiese
sentido celosa; en vez de ello la ayudé a ponerse el vestido azul, preocupándome de conservar mi parte delantera
desviada de ellas, para que no pudieran notar la evidencia de lo absorto que me encontraba con mi nuevo oficio.

»Llegó la doncella para arreglar el fuego y me senté en una silla fingiendo estar imbuido en la lectura de un libro,
pero, tan pronto como volvimos a estar solos, sugerí que debíamos comenzar pues iba a hacerse de noche (eran ya más de
las cuatro). Mary dijo que iban primero a vestirse, y yo les respondí que no valía la pena molestarse, pues sólo
conseguirían arrugar sus ropas. El razonamiento pareció convencerlas y se sentaron junto a mí en la alfombra. Tan pronto
como empecé a leer, Mary puso otra vez su cabeza en mi regazo y, poco después, Fiona siguió su ejemplo. Las dos chicas
se habían colocado de forma que ninguna de ellas podía ver a la otra y yo tomé la doble precaución contra su curiosidad
dejando descansar el libro sobre la cabeza de Mary, de modo que se caería si mi hermana se movía. Puedes observar que
esa maniobra dejaba libres mis dos manos aunque la postura me impedía hacer cualquier movimiento repentino. Metí la
mano izquierda en la espalda abierta del vestido de Fiona y me atreví a dejar que la derecha descansara sobre los senos de
Mary. La quité para pasar una de las páginas y después la volví a poner esta vez por dentro del escote, sobre el seno
derecho, y comencé a pellizcarle el pezón. Después de la página siguiente, pasé la mano al seno izquierdo y allí hice lo
mismo. Por la intensidad de su respiración supuse que cada vez iba perdiendo más interés en las aburridas virtudes de Sir
Charles Grandison. Cuando terminé de acariciar los pezones, pasé a hacer lo mismo por el resto de sus senos y observé
divertido cómo sus piernas s'e abrían involuntariamente.

»Absorto por un momento en el placer que tan desinteresadamente estaba provocando a Mary, me había ido confor-
mando con acariciar levemente la espalda de Fiona. Me sentí como un juglar entre Grandison y mis dos flores de in-
vierno. Pero cuando Mary pareció sumida en un trance de placer, comencé a tomar en cuenta los deberes de mi mano
derecha. Dado que el vestido era muy escotado y tenía la espalda desabrochada, no me costó ningún trabajo pasar la
mano bajo su sobaco y colocarla sobre su pecho derecho. Los movimientos de su piel me dijeron que mi avance no iba a
ser rechazado. Por el contrario, Fiona se estiró como un gato y realizó un movimiento con su cadera que me hizo temer
que un invitado inesperado iba a asomarse para ver lo que sucedía. Sus pechos eran mayores y más llenos que los de
Mary, pero sus pezones más pequeños. Cuando comencé a pellizcar y retorcer el izquierdo pude juzgar el resultado por el
ritmo cada vez más rápido de su respiración. Encontré esto tan delicioso que al cabo de un rato pasé mi mano por su boca
y, tomando entre mis dedos su labio inferior, empecé a jugar con él. Sus labios se cerraron en torno a mi dedo índice que
comenzó a chupar como si fuera un chupete. Cuando me cansé de ello, puse de nuevo la mano sobre su pecho, ahora por
la parte delantera del escote y le dediqué alguna atención a sus senos olvidados.

»En ese momento se cayó un leño del fuego despidiendo algunas chispas y al mismo tiempo el libro se deslizó de sus
rodillas. No me sentí excesivamente desgraciado por ello, pues la silla sobre la que apoyaba mi espalda se había res-
balado un poco y empezaba a sentir mis extremidades agarrotadas. Fiona se puso de pie y dijo que tenía que ausentarse
por unos instantes. Estuve a punto de recomendarle que lo hiciera en el orinal que estaba bajo la cama, pero pensé que
ello significaría una gran tensión para su modestia, así que me contuve. Estaba en un estado tal de excitación que podría
haber metido mi ardiente Pegaso por una raja en un muro de ladrillo.

«Cuando nos quedamos solos, dejé que mi mano volviera de nuevo a su lugar bajo el vestido de Mary y ella la cubrió
con la suya. Le pregunté si le gustaba que le hiciera eso y me respondió que le causaba una sensación tan agradable
como el agua helada. La habitación había quedado a oscuras, a excepción del resplandor del fuego de la chimenea, y
mi hermana se había dado la vuelta para calentarse la espalda. Me hallaba en un estado de impaciencia tal que casi
había dejado de pensar en las consecuencias. Mientras seguía pellizcando sus pechos con una mano, me eché hacia
delante, le subí la falda y dejé que mi mano alcanzara violentamente el interior de sus muslos y, después, la fuente del
placer. Era suave y casi sin protección. Primero lo apreté con todos mis dedos; después descubrí que estaba caliente y
húmedo y dejé que mi dedo corazón siguiera su curso hacia arriba. Mary murmuró:

»—Ten cuidado, Fiona no tardará mucho.

«Podría jurar que había leído mis pensamientos, pues estaba a punto de echarme sobre ella para averiguar si sus
lugares íntimos estaban dispuestos a admitir a un huésped mayor. Comprendí que su advertencia era justificada, pues
el retrete estaba sólo al final del pasillo. Pero necesitaba liberarme si quería conservar mi salud, así que rápidamente
me desabroché los botones de la bragueta, cogí su mano y la metí dentro. Ella sabía lo que le esperaba, puesto que ya
había visto a su ocupante algunas veces de niña, pero debió sorprenderse por su dilatación. Se quedo sentada,
contemplándolo a la luz del fuego, prestando principal atención a su cabeza sonrosada que acarició y sacudió de arriba
a abajo y que dejaba escapar una pequeña cantidad de suave mixtura. En esos momentos oímos pasos fuera y maldije a
Fiona, a la que hubiera enviado al infierno. Cuando entró, ambos habíamos recuperado nuestra respetabilidad, pero mi
corazón latía con tanta fuerza que temí que pudiera oír sus latidos desde el otro extremo de la habitación.

»Fiona se sentó a mi lado y dijo:

»—Está demasiado oscuro para leer. Háblanos de Gottingen. »—¿Que os gustaría saber?

»—Cuéntanos otra vez cosas de la época en que los estudiantes asaltaban a los viajeros.

»Respiré profundamente un par de veces para dominar el ritmo de mi pulso y, a continuación, le conté la antigua historia
familiar. Mary adelantó sus pies hacia el fuego y durante unos momentos sólo pude pensar en el placentero lugar que
había estado explorando y en cómo podía hallar una excusa para quedarnos solos. Pero en seguida me di cuenta de que
aquello era impracticable, así que decidí sacar todo el provecho posible de la situación presente. Mary estaba tumbada
como antes, con su cabeza echada sobre mis muslos; Fiona, también como antes, casi enroscada y con la cabeza algo más
abajo, el vestido cerrado por delante sobre sus rodillas pero abierto en la parte de atrás de sus mus los. Acaricié sus pechos
y cuando vi que respondían moví mi mano hacia abajo, hacia sus nalgas. Puedo asegurar que aquello la alarmó por un
instante, pero cuando mi mano se quedó allí inmóvil recobró confianza, y poco después empecé a acariciarla bajo el
vestido. Mary nos había mirado para ver qué estaba pasando; pero por lo visto decidió que aquello no era asunto suyo y
volvió los ojos hacia la otra esquina del cuarto.

»Todos sabíamos que de un momento a otro iba a sonar el gong para la cena lo cual aumentaba nuestro placer. Cuan do
comenté que faltaba poco tiempo para cenar, Mary se apretó aún más contra mí y Fiona murmuró algo con impa ciencia.
Esto me decidió a seguir avanzando. Dejé mi mano, que había estado descansando sobre las nalgas de Fiona, descender
un poco más y pronto estuvo sobre el mismísimo trasero, sentí su deliciosa suavidad en la elegancia de su redondez.
Desde luego producía tal deleite acariciarlo que podría haber continuado hasta que sonara el gong. Pero preocupado por
asuntos más serios, cambié ligeramente mi postura hasta alargar mi mano y seguir tocándola.

»Su posición encogida me impedía mover la mano hacia la parte delantera de sus muslos, pero al cambiarme de postura
quedaron accesibles. Éstos, al igual que sus senos, estaban más desarrollados que los de Mary, y su vello era más largo y
suave. Mi actitud la alarmó un poco, pues tuvo un repentino sobresalto, así que retiré la mano para tratar de
tranquilizarla. Estaba seguro de que se había dado cuente de mi estado de excitación al estar en erección mi pene, sobre el
que descansaban sus mejillas, uno de los botones estaba a medio abrochar y sólo hizo falta un leve movimiento para
desabrocharlo por completo. Estoy convencido de que ella no lo advirtió, pero su inmovilidad me hizo deducir que, de
notarlo, no se daría por ofendida, así que volví a colocar mi mano entre sus muslos a la vez que presionaba con las yemas
de mis dedos. Tembló un momento y, después, permaneció inmóvil. Mi voz se había vuelto ronca no sé lo que estaba
diciendo, pero carecía de importancia; además tampoco a ellas les debían importar mucho mis palabras. Dejé que mi
dedo corazón llegara hasta el final. Al principio, creí que había ido demasiado lejos con ella, pero cuando mi dedo
penetró entre su vulva observé que su actitud era la misma que había mantenido Mary un cuarto de hora antes. La
necesidad de conservar la calma había reducido la crispación de mis impulsos hasta el punto de que me encontraba en
condiciones de observar la diferencia existente en la consistencia de las dos segregaciones. La de Fiona, era menos
abundosa y más deslizante, como la piel de una trucha cuando uno la coge para quitarle el anzuelo.

«Comenzó a agitarse moviendo débilmente las caderas a la vez que ponía mucha precaución en no ser vista por Mary,
caso de que ésta levantara la vista; yo cambié la postura de mis piernas tratando de descansarlas un poco y ella, a su vez,
levantó por un momento las mejillas. Cuando volvió a acomodar su rostro, sentí su cabello sobre mi inoportuna y erecta
protuberancia. Durante todo ese tiempo no había dejado de pellizcar con la otra mano su delgado pezón. Fiona volvió a
moverse, y de nuevo noté su oreja y después su mejilla. También había movido los muslos para facilitar el acceso de mi
dedo. Traté de alcanzar sus labios, pues tenía la cabeza un poco alzada.

»En ese momento sonó el gong y todos quedamos como si acabáramos de oír un cañonazo. No obstante, yo seguí
prodigando mis caricias y no cabe duda de que los tres hubiéramos deseado la muerte del criado que tocó la campana.
Cuando ésta cesó de sonar, ninguno de nosotros había cambiado de posición, ni se había atrevido a hablar. La punta de
mi dedo encontró la entrada de la cueva de ladrones y penetró... Entonces mi contenido fluido salió fuera como en una
burbujeante explosión. Dudo de que alguna de las dos se diera cuenta de mi eyaculación, pero las dos se quedaron
inmóviles hasta que terminé, mientras mi espíritu parecía escaparse con las chispas del fuego y en el momento de
culminar el orgasmo me conmoví como sí hubiera sido alcanzado por un rayo.

»Mary fue la primera en sentarse. Bostezó, se desperezó y fingió despertarse, como si hubiera estado dormida. Luego
Fiona la imitó, pero, con rapidez, dejó bajar su mirada para ver de dónde procedía la mixtura que había mojado su cara.
Me apresuré a ir hacia la mesa, abotonándome los pantalones por el camino, y cuando llegué mi padre me preguntó
dónde había dejado a las dos chicas. Dije que no las había visto y envió a Jamie a buscarlas. Llegaron muda das de
vestidos y se excusaron por haberse quedado dormidas frente a la chimenea. Fiona se sentó junto a mí y contemplé con
satisfacción la parte húmeda de sus cabellos.

»Y ahora, amigo, voy a poner fin a esta epístola grandisoniana dando las gracias a las inspiradas enseñanzas que
han hecho posible estas conclusiones tan satisfactorias. El hombre que puede permanecer dos horas en esta cumbre de
éxtasis ha sentido algo del estado de los dioses y su alma se dilata...»

La carta de Glenney terminaba con página y media de tales reflexiones... No las cito porque su estilo es demasiado
rimbombante y no puede compararse con el nivel medio de lo antes expuesto. También apuntaba su decisión de seguir
adelante y culminar lo que con tanta fortuna había comenzado. Pero al parecer no tuvo suerte, según se deduce de una
carta posterior, fechada en junio siguiente, en la cual se congratulaba por no haber logrado cumplir sus propósitos,
«porque el reflexionar sobre las complicaciones que podían haberse seguido, me hace sudar y temblar de temor». No creo
que se estuviera refiriendo a la posibilidad de que las chicas quedaran embara zadas, sino a las simples complicaciones
personales relacionadas con el hecho de ser el amante de dos chicas carentes de todo refinamiento. Parece que, sin
embargo, acabó por convertirse, dos años más tarde, en el amante de Fiona y en el de Mary en 1775, como tendremos
ocasión de comprobar más adelante.

He citado los párrafos anteriores con tanta amplitud porque sirven para aclarar ciertas cosas. En primer lugar, la
referencias a «las inspiradas enseñanzas» indica que en tales materias Glenney se consideraba un discípulo de Esmond.
En realidad, ¿puede uno aceptar todo lo que escribió sobre esa orden del 2 de enero de 1767? Mi inclinación personal
tendía, en principio a rechazarlo pues lo consideraba un poco como producto de la fantasía, el reflejo de un deseo no
realizado, en especial por la forma en que desarrolla la narración, pues pone con claridad al descubierto la influencia
de .... Pero después se me ocurrió pensar que Glenney no era precisamente un hombre inteligente y que incluso mu chas
de las frases célebres de la carta parecían tomadas de Esmond. En realidad, puede decirse, que el interés especial de la
carta estriba en que pone al descubierto la profunda influencia que Esmond ejercía sobre la personalidad de Horace
Glenney. En cierto modo la misiva podía haber sido escrita por aquél. No, creo que lo relatado en este caso resulta en su
conjunto más interesante. Al igual que otros muchos jóvenes de la nobleza de su época, ya desde temprana edad, Glenney
fue bastante libertino. Cuenta que fue seducido la primera vez por la esposa de un granjero cuando sólo contaba once
años de edad y que a los trece pasó una semana preocupado cuando se retrasó el período de otra chica. Pero era libertino
de una forma estólida, poco imaginativa, pellizcando el trasero de las mozas de servicio, mientras era aburrido y tímido
con las muchachas de su clase y un tanto retraído con las mujeres que admiraba. Era un ser agresivo, mimado por su
padre y maltratado por su hermano mayor (que murió en 1770 de fiebres hepáticas, después de pasarse tres días seguidos
bebiendo brandy y vino de Madeira). Apenas había conocido a su madre que se había separado de su padre diez años
antes por haberla azotado con una fusta. Horace era un palurdo de mente retardada. Había conocido al brillante Esmond
que, aun siendo casi de su misma edad, podría haber sido veinte años mayor en lo que a madurez se refiere. No creo que
Horace fuera homosexual, pero lo que sí pienso es que la única forma de explicar con corrección lo sucedido en Gottigen
es suponer que éste se enamoró de Esmond. Copió sus modales, sus ideas, su amaneramiento, su estilo literario, sus
preocupaciones. Era como si Esmond fuera un brujo y Glenney el aprendiz de mago. Las mujeres suspiraban como por
arte de magia. Poseía una sorprendente cualidad para hacer realidad sus sueños. De regreso a la Casa Golspie, las
muchachas lo trataron como a un héroe que regresara de la guerra. Pero a pesar de todo se hallaba a mil kilómetros de
distancia de su amado, seguía viviendo y soñando en ellos dos como si aún estuvieran juntos en Gottingen. En vez de
acostarse con todas las chicas a su alcance, se impuso una disciplina en sus estudios sobre Horacio y Aristóteles antes de
decidirse por una relación «sentimental» —es decir, elevada y objetiva— con la bonita amiga de su hermana» con lo cual
se anticipó a Poe, Novalis, Dowson y otros varios románticos que se enamoraron de niñas. Inspirado por estos ideales, se
elevó sobre sus normales limitaciones. Luego —prueba de que los dioses todavía estaban con él y de que la magia aún
funcionaba tan infalible como siempre— se dio cuenta de que aquellas dos lo admiraban tanto como Maggie McBean y
las otras muchachas campesinas, por lo que podía jugar con el fuego de su corazón a capricho. Así su ensoñación no
sufrió ruptura sentimental en absoluto. Disminuyó la atracción sexual por su hermana : la conocía demasiado bien. Pero
eran como hojas caídas en el torbellino de una ilusión y, desde su divina eminencia, podía elegir lo que quisiera. ¿Cómo
terminaría ese sueño? ¿Debía trastocar aquellas cabecitas de mujer como dos fresones maduros, ejercitando su droit de
seigneur? Vaciló; no cabe duda de que hubiera tenido éxito de habérselo propuesto con realismo. Se dio cuenta de que su
padre había sospechado algo al hacer que las dos chicas durmieran en la misma cama; el tiempo pasó con rapidez y a
mediados de enero se dispuso a emprender su viaje de regreso a Gottingen, emprendiendo el camino más largo e
incómodo, vía Londres, para, de ese modo, viajar con Esmond, en vez de tomar la ruta más corta de Dundee a Cuxhaven.
Resulta interesante observar que la única ocasión en que Glenney volvió a invitar a Esmond a Golspie fuera para la
Navidad de 1770, cuando Mary estaba pasando aquellos días con unos amigos en Brighton. Para Mary y Fiona, Horace
seguía siendo el «amante lejano» y, desde luego, él no estaba dispuesto a que las chicas se enfrentaran con el molde en
que él se había fundido.

Puede desprenderse de la extensión y riqueza de detalles de esta carta el explosivo orgullo que Glenney sintió al
hacer ese informe ante su maestro. Había estado solo, sin nadie que le ayudara o aconsejase, y había superado el examen
con las notas más altas...
Permítaseme admitir que mi primera reacción ante la carta de Glenney fue de antipatía y que también mi actitud
hacia Donelly sufrió un nuevo descenso. Pero debo aclarar que mi desaprobación no se basaba en motivos morales, como
comprenderá con facilidad todo lector de mi Sex Diary. Al igual que Donelly, también yo me sentí siempre fascinado por
el problema del sexo, ya que parece ser la clave que abre el secreto del logro de una consciencia más intensa. Siempre
estuve obsesionado por la forma en que las experiencias sexuales parecen deslizarse como un oro mágico entre los dedos.
Y debo consignar aquí algunas de las experiencias que parecen revelar una clave importante para descifrar ese misterio.

En 1955 había pasado casi toda una tarde en la cama con una chica llamada Carolina, estudiante de arte dramático, a
la que había conocido por mediación de Gertrude Quincey. Nunca he llegado a comprender por qué, pero Carolina era
una de esas chicas que producen en mí un nivel singularmente intenso de lujuria, de puro deseo físico. Me explicó que
algunas veces, cuando hacíamos el amor, se imaginaba que la estuviera violando, lo cual incrementaba su placer. Esto me
hizo comprender que, de manera inconsciente, yo también estaba imaginando que la violaba, tratándola del mismo modo
que un hombre hambriento se las arreglaría ante un suculento bistec, devorándola con furioso apetito. Concretamente
aquella tarde, yo hice el amor con ella varias veces, siete u ocho. Fue como un juego. En una ocasión regresé del baño y
la encontré sentada sin nada más que las bragas, tratando de ponerse el sostén. La eché hacia atrás en la cama, le saqué
una pierna de las bragas y la penetré casi con un solo y simple movi miento. Más tarde, cuando ya estaba completamente
vestida y se disponía a marchar, volví a hacer el amor con ella, en pie, apoyados en la puerta. En nuestros encuentros
había siempre un elemento de choque, de sorpresa.

Después me sentí extenuado por completo, relajado al máximo, como si hubieran extraído de mí hasta el último gramo de
deseo sexual, lo cual me permitió dedicar mi mente por completo a otros asuntos más importantes. Luego salí para
recoger la leche junto a la puerta del piso. Yo vivía en un semisótano, y una chica pasó tan cerca que pude ver sus muslos
por encima de las medias. Sentí como si me dieran un golpe en el estómago; de repente y en contra de lo que creía, noté
que no era mi deseo sexual lo que había cesado, sino mi curiosidad por Caroline. El manantial, por lo visto, era inago-
table.

La misma comprobación la realicé algunos meses después, cuando me dirigía a pasar la noche con Caroline, quien por
esos días compartía un piso con una amiga. Me detuve en una tienda para comprarle un par de medias. Cuando estaba en
pie delante del mostrador observé que detrás de mí había varias cabinas pequeñas, de esas en que las mujeres se suelen
probar los vestidos. Me di la vuelta con disimulo y vi a la mujer que estaba de espaldas en uno de los probadores sin falda
ni enaguas. De repente me invadió una oleada de tremendo deseo, a pesar de que la mujer era más bien de mediana edad,
como pude comprobar cuando se dio la vuelta; en circunstancias ordinarias, normales, no le hubiera dirigido una segunda
mirada. Al dejar la tienda me di cuenta, con desagrado, que mi noche con Caroline no llegaría a alcanzar una respuesta
sexual tan profunda.

Esto me llevó a formular la teoría de que las perversiones sexuales son un intento de escapar a ese extraño sentimiento de
insatisfacción que se da en las relaciones normales. Es la situación del acto sexual normal lo que produce ese desengaño.
(Hay una anécdota de un psiquiatra que aconsejó a un hombre, aquejado de impotencia, que intentara curarse mediante la
autohipnosis; antes de meterse en la cama, debía cerrar los ojos y repetir una y otra vez: «No es mi esposa, no es mi es -
posa...») Todas las formas de perversión consisten en añadir un elemento «prohibido» a la situación normal: la chica debe
pasearse de un lado para otro con medias negras o algo semejante . El relato del coronel Donelly, cuando era azotado,
viene a significar lo mismo. Desde luego se trata de un punto de vista muy sombrío acerca de la naturaleza del impulso
sexual, puesto que todo deja de estar prohibido en el momento en que uno puede persuadir a cualquier otro de que
participe de su ensoñación. La sexualidad se convierte así en la persecución de una meta eternamente alejada.

Hace cinco años, en Dublín, un acontecimiento de relativa importancia modificó este punto de vista. Caminaba en
dirección a la biblioteca del Trinity College cuando me encontré con una muchacha que venía en dirección opuesta;
llevaba medias blancas y había algo en su rostro que me produjo una auténtica conmoción. Jamás la había visto con
anterioridad y durante diez minutos traté de situarla. Casi de inmediato me di cuenta de que me recordaba a una chica
llamada Hazel, que acostumbraba a hacer de niñera conmigo cuando era casi un niño. Era una chica muy bonita que
debía tener diez u once años cuando yo tenía cuatro o cinco. Yo la consideraba como una madre extra; jamás me sentí
más feliz que cuando ella me acariciaba, me cambiaba la ropa o me ayudaba a ponerme los zapatos. Cuando yo tenía diez
años se casó. Yo ya sabía teóricamente en qué consistía el acto sexual y me parecía algo en extremo retorcido y excitante.
Un día vi a Hazel en la tienda de comestibles, con una falda negra y medias blancas. La idea de que su marido tenía
derecho a alzar su falda y quitarle las medias penetró de repente en mí y sentí unos celos angustiosos. Pensé en las cosas
que debían hacer en la oscuridad y la miré a la cara con atención, pensando que aquello debía haberle dejado alguna
huella... de un éxtasis soñador o tal vez de perversidad. Me imaginé Que su vida, cuando regresaba a casa después de su
trabajo, debía ser una prolongada orgía. Tenía un aspecto normal, el mismo de siempre, quizás algo más del gada y sin su
color rosado...

El recuerdo de Hazel, a la que había tenido olvidada durante quince años o más, me trajo también el de otras muchachas
a las que había admirado cuando era muy joven : una chica que vivía dos puertas más abajo de mi casa y que parecía una
elfo; otra, de la calle próxima, cuyo rostro ovalado me conmovía como si se tratara de la cosa más bella que jamás
hubiera visto; una tía materna, no mucho mayor que Hazel, que algunas veces me llevaba al cine y después a tomar el
té... Para mí fué un auténtico choque emocional el recuerdo de aquellas mujeres, todas mayores que yo a las que había
contemplado como si fueran diosas. Nunca me había parado a pensar que mi niñez había transcurrido en una especie de
sociedad matriarcal, rodeado de mujeres a las que adoraba, de las cuales lo único que reclamaba era una sonrisa o una
caricia. Entre los diez y los quince años pensaba en las mujeres como criaturas deseables, que ejercían su influencia sobre
el hombre a causa del tesoro que tenían entre las piernas y que podían negar o conceder a voluntad. Era asunto del
hombre conseguir ese tesoro, mediante persuasión, engaño o violencia... A partir de ese momento me dediqué a la tarea
usual del macho : abrir tantas cajas del tesoro como me fuera posible; las mujeres eran la presa, yo el cazador. No
obstante la tendencia a idealizarlas seguía siendo muy fuerte y parecía contradecir la teoría de la guerra de los sexos.
Ahora lo entiendo. Eso de la guerra de los sexos es una tontería. Lo que yo deseaba de las mujeres se guía siendo aquello
que siempre deseé de Hazel : la simpatía de una hermana mayor, su ternura, sus caricias, su atención; todo lo cual me
producía un sentimento inmediato de seguridad y confianza en mí mismo. Había observado con frecuencia la sensación
de paz que se percibe cuando el pene pasa el anillo de músculos situado en la entrada de la vagina y penetra en los
cálidos y suaves pliegues de su interior. Ahora sé que eso no es otra cosa que la última caricia, la definitiva. En un mo -
mento de afecto Hazel podía alzar su mano y acariciar mi me jilla o dejar su mano sobre mi frente, con lo que experimen-
taba, de inmediato, una oleada de satisfacción. La paz que se siente cuando se está penetrando a una mujer es una versión
intensificada de esa misma sensación; es una caricia, un gesto de ternura, salvo que en este caso ella está acariciando la
parte más íntima de nuestro cuerpo con la parte más íntima del suyo.

Esa agresividad que Lawrence llama «la guerra de los sexos» se desarrolla sobre la base del hambre por satisfacer la
necesidad sexual, al igual que la criminalidad se desarrolla a partir de la miseria. Incluso la obsesión de Casanova puede
explicarse de esta manera; en especial la de ese tipo de «Casanova» que desean conservar a sus mujeres fieles por com-
pleto, mientras ellos pueden permitirse el hacer lo que les venga en gana. Se trata del deseo de poseer la completa segu -
ridad de disponer del amor y la aprobación de la mujer. Todas las mujeres del mundo lo aman; todas están dispuestas y
deseosas de entregarle su amor; incluso la idea de que esté en la cama con cualquier otra no implica diferencia alguna...

Todo esto me llevó al reconocimiento de las razones por las que he perdido mi interés por la guerra de los sexos. En
Diana y en Mopsy tengo una sociedad de dos mujeres que me admiran; el hambre de seguridad ha sido saciada hasta
eliminarla. Esa especie de autoconfianza que es el regalo de las mujeres ya ha sido alcanzado, por lo que puedo dedicar
mi atención por entero a otros asuntos más serios, a las cuestiones de filosofía y de la evolución humana.

Todo esto explica mi impaciencia con Horace Glenney y con lo que suponía era la filosofía de Esmond Donelly
sobre el libertinaje. Intuía que significaba únicamente una falta de realización, un sentirse incompleto o inmaduro : el
deseo del muchacho que busca la seguridad. No fue ese episodio en particular —con Mary y Fiona— lo que me irritó
porque pude apreciar que se trataba de algo no calculado; lo que Glenney deseaba era una relación «sentimental»,
aunque después se volviera sexual. Pero otras cartas indicaban que era capaz de otros intentos de seducción más
osados, como por ejemplo el de la Navidad del año siguiente cuando regresó a casa por la ruta norte; había salido en
barco de Amsterdam, rumbo a Grimsby, y decidió pasar unos días en Osnabrük, visitando la catedral y el castillo. La
posada estaba abarrotada y a Glenney se le dio una habitación, sobre la casa de baños, que tenía que compartir con su
criado, un londinense de los barrios bajos, llamado Doggett. En una ocasión, pasada ya la medianoche, descendió al
piso de abajo para satisfacer sus necesidades, y se quedó durante un buen rato con la espalda apoyada contra la pared
de la casa de baños, la cual estaba caliente. Mientras estaba allí, salió de la posada una chica y entró en la casa; una
vez dentro, se desnudó, puso agua caliente en un depósito y se lavó mientras Glenney la observaba desde fuera a
través de una ventana. Después se desnudó y se metió en la cama, en una habitación del mismo edificio. Glenney
estaba a punto de seguirla cuando oyó una voz masculina que parecía provenir de la habitación de la joven. A la
mañana siguiente encargó a Doggett que investigara todo lo posible acerca de ella y, sobre todo, si estaba disponible
aquella noche. Unas horas más tarde, Doggett regresó y le dijo a su amo que se trataba de una joven respetable,
sobrina del posadero, y que estaba prometida con un aprendiz de carpintero. No podía casarse con él porque el maestro
carpintero no le daba permiso. El posadero se había negado a prestar al hombre el dinero suficiente para establecerse
por su cuenta. Glenney pensó que bien podía ser la voz de aquel aprendiz la que había oído pro cedente de la
habitación de la joven la noche anterior; y decidió abandonar la idea de acostarse con ella.

Ese mismo día, algo más tarde, Doggett le dijo a Glenney que había oído el rumor de que la joven estaba
embarazada, pues daba muestras de sentirse mareada e indispuesta durante el trabajo. Glenney olió una nueva
aventura. Le dijo a Doggett que tratara de conseguir su confianza y que descubriera cuánto dinero precisaría su amante
para abrir su propio taller.

«Hubiera dado con gusto mil guineas por el placer de dejar un poco de mi flujo vital en aquel pequeño y virtuoso
vientre», escribía. Sin embargo, resultó que el amante podía comenzar su negocio con una suma bastante más baja, unos
ciento setenta y cinco taleros, es decir el equivalente de unas veinticinco guineas. Doggett le dijo a la joven que su amo
tenía un corazón de oro y que quizá le conviniera trabar amistad con él... Esos nobles señores ingleses eran extravagantes
y espléndidos. La muchacha estuvo conforme y, una tarde, llamó tímidamente a la puerta de Glenney. Éste le dijo que
pasara y la joven hizo un pequeño discurso subrayando la necesidad de dinero de su amante, y quien se esforzaría en
pagarlo, y todas esas cosas. Glenney abrió su bolsa y sacó un montón de monedas de oro. Después, mientras los ojos de
la muchacha se clavaban en el dinero, la tomó por su cintura un poco hinchada ya por la futura maternidad y le dijo que
se podía ganar ese dinero de manera muy simple y sencilla. La muchacha trató de librarse del abrazo y abandonar la
habitación, pero Glenney le dijo que ya sabía que estaba embarazada. Esto la detuvo; vaciló. Glen ney señaló el montón
de dinero y le dijo al oído que nadie sabría jamás lo que ocurriera entre ellos. Sería cuestión de cinco minutos y después
ella podría vivir feliz... La joven permitió que Glenney la besara y le acariciara los senos. Había cerrado los ojos,
convencida seguramente de que la cosa valía la pena, cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre. La joven se
apartó de él; Glenney tomó el dinero y se lo puso en la mano; después la besó de nuevo. La joven abandonó precipi -
tadamente la habitación.

Aquella noche la muchacha servía la mesa. La miró dos veces con fijeza y ella se ruborizó. Sabía que le debía su
cuerpo. Glenney era consciente de que no existía el menor peligro de que la joven le devolviera su dinero; Dogget había
descubierto que la muchacha había estado visitando a su amante esa tarde a última hora; no cabía duda de que le había
llevado el dinero.
Esa noche, Glenney esperó hasta que la oyó cruzar el patio y dirigirse a la casa de baños. Aquella vez la chica no
llevaba más ropa que una camisa. Glenney abrió la puerta y entró. La joven pareció aterrorizada y le pidió que se
marchara. Le explicó con un suspiro que «él» la estaba esperando en su habitación. Glenney le dijo, también en un
susurro, que sería cosa de un momento, pero hubo de pasar varios minutos tratando de calmarla, persuadiéndola para que
se tranquilizase. Acto seguido se desabrochó los pantalones, la apretó contra una pared y la poseyó una y otra vez.
Cuando concluyó le dijo que, si quería otras veinticinco guineas para montar su casa, no tenía más que ir a su habitación
al día siguiente.

Se sintió furioso cuando vio que la joven no aceptaba su invitación. En una ocasión se encontró con ella en el pasillo y la
miró como interrogándola con los ojos; la joven movió su cabeza con gesto negativo y se alejó con rapidez. Tampoco
Dogget tuvo mayor éxito cuando trató de persuadirla. Había mantenido su parte en el trato, pero a Glenney le parecía
poco razonable el hecho de que se hubiera entregado una vez y después no quisiera que aquello se repitiera.

—Hubiera gastado hasta la última guinea que poseía por pasar una noche con aquella pequeña y virtuosa diablesa.

Le dijo a Dogget que tratara de presionarla amenazándola con decirle a su amante lo ocurrido, pero, como tampoco
eso produjo el efecto deseado, pensó, incluso, en raptarla y llevársela en el coche lejos de allí. La muchacha que ya estaba
harta desapareció aquella noche. Lo más probable es que fuera a reunirse con su amante que ya había logrado
independizarse de su amo y maestro. De pésimo humor, Glenney tomó la diligencia para Amsterdam y se consoló con el
recuerdo de que «los cinco minutos que la había poseído en la casa de baños bien valían sus veinticinco guineas». La
aventura, en su conjunto, le había dejado un mal sabor de boca. Al contemplarla desnuda, deseó poseerla y el hecho de
descubrir que se encontraba en dificultades sólo sirvió para hacer más fuerte su determinación. Podía haber esperado
hasta conseguir que ella acudiera a su habitación al día siguiente, ya que la joven estaba dispuesta a mantener su parte en
el trato. Pero resultaba mucho más excitante el poseerla en las circunstancias en las que, en principio, había decidido
hacerla suya..., y sobre todo sabiendo que su amante la estaba esperando en la habitación. Resulta muy interesante el
empleo que se hace de la palabra «virtuosa». La muchacha no era virtuosa puesto que estaba soltera y embarazada, pero
eso fue precisamente lo que hizo que él la deseara : respetable, virtuosa y enamorada de otro. ¡Qué cosa podía haber más
excitante que levantarle la camisa y joderla contra la pared de una casa de baños, con los pantalones caídos sobre los
tobillos! Después de haberlo llevado a cabo, deseaba ocupar el territorio, repetir todo el acto placen tero. En otras
circunstancias no hubiera tratado de hacer chantaje a una mujer para llevársela a la cama, ni de raptarla en su coche. Pero
aquella muchacha «virtuosa» producía en él un irresistible deseo de conquistarla, de degradarla; incluso cuan do se sintió
frustrado se consolaba con la idea de que al fin y al cabo la había poseído; aunque decidiera ser fiel a su amante durante
el resto de su vida, eso no cambiaría las cosas. Este episodio se caracteriza por el más rudo sadismo masculino. Pero
Glenney, en su carta, se lo cuenta a Donelly como si estuviera seguro de que éste aprobaría su comportamiento. Yo
suponía que si Donelly no encontraba ese asunto tan desagradable como yo, se debía a que él era tan malo como Glenney.
No eran más que una pareja de desequilibrados rufianes. Pero como no disponía de ninguna carta de Donelly, no estaba
en condiciones de conocer su reacción ante las revelaciones de Horace Glenney.

Durante los diez días siguientes mi «búsqueda» de Donelly se vio interrumpida. He de confesar que padecía una gran
pereza o, más bien, una perversa falta de inclinación a emplear mis energías en cualquier tarea por la que recibiera
dinero. Con la lectura de las diversas cartas y documentos que las señoritas Donelly me habían prestado, me sentía como
si realizara un trabajo casero, a la vez molesto y odioso. Así, en vez de dedicarme a su lectura, llené página tras página de
mi diario con tópicos relacionados con la fenomenología, y estudié a fondo a Wittgenstein, cuya Zettel acababa de recibir
de Blackweils.
Entonces, y casi al mismo tiempo, ocurrieron muchas cosas. El Irísh Times publicó mi carta reclamando material
relacionado con Donelly; dos días después The Times Literary Supplement imprimió la carta que les había escrito desde
Londres. Klaus Dunkelman me escribió desde Hampstead una carta de disculpa, explicándome que había recibido mi
misiva por pura casualidad, pues un amigo suyo la había encontrado en su antigua dirección, donde no se habían
molestado en remitírsela. Un tal señor W. S. K. Aldrich de Cork me escribió para decir me que había sido amigo de la
difunta Jane Aston, que murió en 1949 y en cuyo poder había visto varias cartas con la letra de Donelly, aunque decía no
estar seguro acerca de su paradero. También me escrivió Clive M. Bates, el nieto de Isaac Jenkinson Bates, desde Dublín,
para comunicarme que su abuelo había estado enfermo, pero que en la actualidad se hallaba en Dublín y tendría mucho
gusto en recibirme. Añadió que su padre se sentía muy satisfecho de que yo compartiera sus puntos de vista en torno al
caso criminal del «Ojo Irlandés» y que le agradaría discutir el tema conmigo en persona. Una posdata añadía:
«He visto su carta de hoy en el Irísh Times y creo estar en condiciones de hacerle algunas sugerencias.» La forma
precavida de la frase me excitó. Ni siquiera se había atrevido a mencionar el nombre de Donelly. Parecía indicar casi con
toda certeza que conocía algo: demasiado como para atreverse ni tan siquiera a insinuarlo.
La carta de Klaus Dunkelman era muy larga y en ella me ofrecía una extensa crítica de mis libros. Pero sus
referencias a Donelly eran breves. Dijo que había oído su nombre mencionado por Otto Körner, un alumno de Wilheim
Reich, quien se refirió a Donelly como el primer escritor que había notado la importancia del orgasmo para la salud
psicológica. Sin embargo, me decía Dunkelman, no estaba en condiciones de ofrecerme más detalles, pues hacía tiempo
que casi no tenía contactos con Körner. Por lo que él sabía, había regresado a Alemania.
Mi primera idea fue ir hacia Dublín para entrevistarme con Clive Bates, pero tenía muchas otras cosas que hacer y la
precipitación podía dar al traste con todo. En vista de lo cual decidí escribirle una carta en la que no me comprometía a
nada, le hablaba sobre mi proyecto de escribir una introducción biográfica a un libro en torno a los Diarios de Donelly.
Añadí, como era lógico, que esperaba visitarlo en fecha próxima. Después me dediqué a seguir la pista de las cartas de
Donelly que habían estado en poder de Jane Aston, a pesar de que emprendí la ta rea sin excesivo entusiasmo. No me
cabía duda de que ésas debían ser las cartas que Donelly había escrito sobre Jortin Tillotson y otros predicadores
soporíferos. Me dirigí a Cork y me entrevisté con el señor Aldrich, quien me dijo que Jane Aston tenía parientes en
Belgooly, cerca de Kinsale. Me encaminé allí y descubrí que se habían marchado ese mismo día a Cork, de compras. En
vista de ello, volví a Kinsale, tomé una habitación en un hotel y, a las siete de la tarde, llamé de nue vo a Philip Aston, un
guardacostas retirado. Mi viaje fue una pérdida de tiempo : no sabía nada en absoluto de las cartas de Donelly, pero me
dio la dirección de Bernard Aston, de Limerick. Le llamé al día siguiente en el viaje de regreso a Galway. Había oído
hablar de los documentos relacionados con Donelly, pero no tenía la menor idea de lo que había sido de ellos. Me sugirió
que me pusiera en contacto con el médico de Jane Aston, el doctor George 0'Hefernan, de Cork, que la había co nocido
muy a fondo. (Un guiño picaresco me insinuó que aquellas revelaciones habían sido más íntimas de lo que él podía
aprobar.)
Empezaba a sentirme como un personaje de Kafka, enviado de una oficina a otra, sin aproximarse nunca ni un metro más
a su objetivo; me sentí tentado a renunciar. Quería transcribir como media página de las ideas de Donelly sobre el pecado
y la redención, pero me di cuenta de que costaría más trabajo del justificado. Cuando regresé a casa, animado por un gran
vaso de clarete, pregunté en la telefónica de Cork por el número del Dr. 0'Hefernan. Me dijeron que sólo había una per-
sona con ese nombre que tuviera teléfono, pero que no quería que su número figurase en la guía y, por lo tanto, no podían
dármelo. Con una nueva sensación de fracaso pregunté si sería posible hablar con el jefe de la central. Me tomé otro gran
trago de vino. Un hombre se puso al teléfono para informarme que el jefe se hallaba ausente en aquel momento. Le
planteé el problema y le pregunté si podría ayudarme. Sabía que resultaba del todo imposible conseguir que me dieran el
número, pero confiaba en que cabría alguna posibilidad de que el jete telefoneara al Dr. 0'Hefernan y le consultara si
aceptaba hablar conmigo. Irlanda es un país donde la gente está dispuesta a ayudar. Le expliqué que era un escritor, que
estaba siguiendo la pista a unos documentos y que creía que el Dr. 0'Hefernan podía ayudarme en ello. El caballero al
otro extremo del hilo me pidió que colgara un momento. Unos diez minutos después me llamó él para decirme que el
0'Hefeman en cuestión no estaba inscrito como médico. Le di las gracias y colgué. Todo parecía indicar el final de la
pista.

Sin embargo, un par de horas después, cuando me había quedado medio dormido escuchando Los Piratas de
Penzance sonó el teléfono. Diana cogió el auricular y me dijo que el jefe de la oficina de Teléfonos de Cork deseaba
hablar conmigo. Era el mismo caballero con el que había hablado anteriormente. Había estado mirando en listines
antiguos y había encontrado a un tal Dr. 0'Hefeman, al que había logrado localizar. Residía en Killarney. Le di las gracias
efusivamente y apunté su nombre y dirección para enviarle un ejemplar de uno de mis libros. Acto seguido y pese a que
ya eran más de las diez, llamé al número del Dr. 0'Hefeman. Le dije mi nombre y le expliqué que era escritor. De
inmediato se mostró amable y amistoso, y me informó que él también había publicado algunos libros. Nunca había oído
hablar de mí, pero cuando le mencioné el tema de Esmond Donelly recordó haber leído mi carta en el Times, pues había
pensado en escribirme. Sí. desde luego; tenía en su poder un buen número de cartas de Donelly así como algunos otros
escritos, me dijo que sería bien recibido si lo visitaba para examinarlos en cualquier momento que me fuera bien.
Concerté una cita con él para el día siguiente.

No hay espacio aquí para describir las veinticuatro horas que pasé con George 0'Hefernan, aunque no cabe duda de
que merecerían ser descritas. 0'Hefernan era un hombre bajo, fuerte, de rostro sonrosado, con pelo y bigote blancos; uno
de esos hombres que parecen haber nacido felices y llenos de interés or todo lo que sucede. Me re`galó ejemplares de sus
libros:

Cionmacnoie y Otros Poemas, Manean y su Círculo y Memoria de un Rebelde. Irlandés, así como un ejemplar de las tra-
ducciones en gaélico. Había conocido muy bien a Yeats; había pasado varias tardes en París con Joyce, y también había
sido compañero de juergas de Gogarty; tomé nota de sus historias en mi diario, pues las versiones que daba en Memoria
de un Rebelde Irlandés eran mucho más sosas y menos rabelesianas que las que me explicó personalmente. El doctor era
el no va más de la hospitalidad; invitó a cenar a una docena de amigos y nos bebimos varios litros de cerveza de
fabricación casera, además de una gran cantidad de whisky Jameson. En las primeras horas de la madrugada, cuando el
último de sus invitados se dirigió tambaleándose a su automóvil, me contó la historia de su idilio con la señora Aston
durante los últimos veinte años de la vida de ésta. La señora Aston había muerto de pneumonía a los cuarenta y ocho
años. Luego me condujo a un gran armario que llegaba hasta el techo. Estaba en un pequeño dormitorio, en el que yo
debía dormir, y me mostró los montones de manuscritos enrollados, cartas atadas en mazos y grandes carpetas negras.

—Encontrará bastante material sobre Donelly entre esos papeles —me dijo a la vez que se iba para que pudiera exami-
narlos con tranquilidad a solas.

Eran las cuatro de la madrugada y el dormitorio estaba frío, pese a la pequeña estufa eléctrica. Había bebido dema siado y
me dolía un poco la cabeza, pero comencé a sacar papeles y más papeles con la esperanza de dar pronto con la letra de
Donelly que ya tan familiar me resultaba. Después de molestar a unas cuantas arañas y sacudir una buena cantidad de
polvo di con un montón de cartas dirigidas a William Aston. Para entonces había vaciado casi por completo el cajón más
bajo del armario. En un rincón, en la parte de atrás, vi dos cuadernos negros : era la letra de Esmond Donelly. Leí la
primera página y me detuve a medio párrafo. Abrí el otro volumen. Ambos consistían en cuartillas que habían sido
cosidas juntas. En la primera página leí:

«II de octubre de 1764: con frecuencia me sentí tentado de llevar un diario en el cual anotar mis hechos cotidianos, pero
hasta ahora jamás logré realizar tal propósito. He perdido, por ello, el relato de tantos sucesos interesantes que por fin me
he decidido a llevarlo a cabo, por mucho trabajo y velas que ello me cueste...»

Me desnudé, me puse el pijama y me metí en la cama, aunque sin la menor intención de dormir. En 1764 Esmond sólo
tenía dieciséis años. En consecuencia, ese diario era el primer escrito suyo que yo había podido ver hasta entonces. La
letra era más clara y fácil de leer que la de los diarios posteriores. Mi sensación de triunfo era tan grande, que me sentí
tentado a levantarme y correr hacia el Dr. 0'Hefernan y mostrarle lo que había encontrado. Pero sospechaba que quizá
compartiera su dormitorio con la mujer regordeta que hacía de ama de llaves, y esto me hizo contenerme. Lo que más me
sorprendió fue que el médico no me hubiera mencionado esos diarios. Sólo me había dicho que sabía que allí había
algunas cartas de Donelly, y nada más. La deducción más lógica era que no conocía su existencia. Cuando, a la mañana
siguiente, lo interrogué al respecto, sus respuestas confirmaron mi opinión. El diario de un irlandés, protestante anglicano
del siglo dieciocho, carecía de interés para él que era católico y patriota. Sus sentimientos de odio hacia Cromwell eran
más violentos que los que la mayor parte de los ingleses sienten contra Hitler.
Estuve leyendo hasta el alba; dormí tres horas hasta que el ama de llaves me despertó con el té. Acto seguido me puse
el abrigo sobre el pijama y volví a buscar en el armario. En media hora di con tres legajos de cartas más y otros dos
diarios, así como con el original del Diario de Viajes. Cuando llegó el Dr. 0'Hefernan para comunicarme que el desayuno
estaba en la mesa, me encontró rodeado de papeles y cubierto de polvo, sentado frente al armario vacío. Al mostrarle los
diarios comentó:

—Estupendo. Me alegro de que no haya perdido el viaje.

Aproveché la oportunidad para hacerle la pregunta que había estado en mi mente toda la noche:

—¿Significa eso que puedo hacer uso de todo este material?

—Desde luego. ¿Por qué no?

—¿Preferirá usted que trabaje aquí o puede prestármelo?

—Como usted quiera. Bien, ahora baje conmigo y coma algo. Se marchó deslizándose sobre sus zapatillas, envuelto
en su bata casera, mientras yo me quedé sentado riéndome como un loco.

He de confesar que cuando estudié el diario de Donelly comencé a lamentar haber aceptado el contrato de
Fleisher. En aquellos momentos quince mil dólares me habían parecido una suma estupenda, pero ahora con todo este
material a mi disposición pensaba que merecía mucho más. Los nuevos tomos de su diario alejaron mis últimas dudas
sobre la talla intelectual de Donelly. Me hicieron ver por qué Horace Glenney lo admiraba tanto. Se trataba de un
hombre obsesionado por la naturaleza evasiva de la experiencia humana. Pero dejémosle hablar por sí mismo:
«Mi prima Francis me ha dicho que tengo un concepto demasiado bueno de mí mismo, pero puedo poner al
cielo por testigo de que eso no es cierto. Con frecuencia soy la criatura más infeliz y llena de desprecio por sí
misma que hay bajo el sol. A veces mi insatisfacción alcanza límites tales que siento la tentación de volarme los
sesos. Estoy escribiendo este diario con la intención de introducir en mi vida algún tipo de orden y continuidad,
porque, en contra de mi voluntad, me siento enfermo en el fondo de mi corazón. Las mujeres se quejan a menudo
de la falta de constancia del hombre, pero ¿por qué razón hemos de ser constantes en el amor cuando ellas no
poseen la menor constancia en ningún tipo de pensamientos, sentimientos o deseos? Ayer predicó en nuestra
iglesia el famoso Dr. Gillis y me sentí muy conmovido. Juro que en el futuro cambiaré mi vida de acuerdo con sus
recomendaciones y viviré sólo en función de la consciencia y de mi sentido de la virtud.

»Hoy hace demasiado viento y frío para salir de casa; esta mañana, durante una hora y antes de que me invadiera mi
usual malhumor y me sintiera sumido en una monstruosa laxitud, he estado leyendo las fábulas de Gellert en alemán. No
veo forma de que mi consciencia o mi sentido de la virtud puedan actuar sobre este cansancio que consume mi vida. Es
posible que mi consciencia pueda decirme cómo evitar el obrar mal, pero no puede sugerirme cómo escapar del tedio. ¿Y
hay algo más mortal para una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios que este tedio? Dios es Dios porque puede
crear; del mismo modo que el hombre aplastado por el tedio es lo menos parecido a un dios.

»E1 doctor Gillis hizo una comparación de lo más ingeniosa entre el cuerpo y la mente, diciendo que el cuerpo posee un
sistema propio para disponer de humores injuriosos o pestilentes, bien sean naturales o productos de la enfermedad,
mientras que la mente carece de ellos. Si tengo un divieso se reventará por sí solo; si estoy estreñido, una manzana verde
acabará con la obstrucción; pero si estoy lleno de rencor o de envidia no me ayudará ningún purgan te; o bien daré rienda
suelta a mi ánimo o lo mantendré con un acto de contricción. No existe un canal natural por el que dar salida a los malos
humores de la mente; tiene que ser como Macduff "separado del vientre de su madre fuera de tiempo". Y, ¿no es más
cierto esto aplicado a este taedium vitae. que me entumece? Es un constipado de la mente, un divieso mental que se niega
a reventar.

»Sé que no puedo ser feliz sin la idea de que mi actividad es dirigida a un objetivo determinado; pero no sé
cómo llevar mi mente a la elección de un propósito. Hace media hora tomé en mis manos el Invierno de
Thomson y leí: »"Por el aire silencioso desciende la blanca nieve, al principio débil y vacilante, hasta
que los copos caen más densos y grandes, más rápidos, enturbiando el día con su continuo caer. Los
acariciados campos se ponen sus ropas invernales de más blanca pureza. Todo se hace brillante menos allí
donde la nieve a lo largo de la turbia corriente reciente se funde inmóvil."

»¿Por qué esas palabras ponían una paz que parecía caer sobre mis sentidos como la nieve sobre la tierra? ¿No
hay dentro de mí un sublime apetito que está estrangulado por el tedio, al igual que el hambre de mi estómago cesa y
se enferma si como demasiados dulces? ¿Este apetito no se despertará de su adormecimiento con el recuerdo de los
campos invernales? ¿O con el sonido del choque de espadas en Ossian? ¿Y, también, por el temblor de unos senos
suaves cuando una muchacha corre escaleras arriba? ¿Por qué no poseemos una barra férrea para perforar la roca del
alma y hacer brotar un manantial?»
Aquí Esmond nos exponía el tema fundamental de su diario: lo que hoy día llamaríamos el poder oculto del subcons-
ciente. Era algo que le obsesionaba; y siempre volvía a ello una y otra vez. «Los poderes de la naturaleza nos rodean en
todo momento; el poderoso resonar del torrente, los cañonazos del viento; el mismo danzar de las estrellas por el cielo
para decirnos que en el mundo nada está inmóvil excepto el alma de un infeliz que sólo conoce inquietud y
autorreproche.» Se pregunta con frecuencia por qué la inteligencia del hombre debe excluirlo a él de la vida del universo,
y especula sobre el significado real de la historia de Adán y Eva: «el conocimiento en sí, la capacidad de pensar fue lo
que separó al hombre de Dios.» Pese a contar sólo dieciséis años de edad, Donelly daba mues tras de poseer un amplio
conocimiento de los grandes del siglo XVIII e incluso, llega a citar a George Herbert. En la pá gina cuarenta y ocho del
primer volumen —que lleva fecha de una semana antes de la Navidad— el tono cambia. Supongo que ha releído su frase
sobre «una barra para perforar la roca del alma y hacer brotar un manantial», pues vuelve a referirse a los senos
temblorosos. Los senos a los que ahora se refiere son los de su prima Sofía que había acudido a pasar las fiestas con ellos,
acompañada de sus padres. Sofía Montagu, prima de Elizabeth Montagu (una de las primeras «medias azules») llegó a
ser una notoria belleza de la época e incluso en aquellos tiempos, cuando sólo tenía diecinueve años, ya había despertado
una gran atención cuando estuvo en Mayfair, en el hogar de la famosa anfitriona. Esmond era un muchacho de buen
aspecto, guapo, pero sin duda ella lo consideraba como un primo campesino y poco refinado. Esmond tenía la suficiente
capacidad de análisis lógico como para saber que su prima no estaba enamorada de él, pues escribió: «S. es una estúpida,
pero una estúpida con ciertos puntos de semejanza con una diosa.» Y más tarde; «Sofía me ha dicho que oyó al señor
Bosweil discutir con el Dr. Johnson en favor de la poligamia y que la señora Monta gu le había replicado que no existía ni
una sola mujer en el mundo con tan poco juicio como para desear más de un mari do al mismo tiempo.» La idea de
Bosweil arraigó en él; como la Nouvelle Héloíse de Rousseau, que había leído en francés, y Clarissa Harlowe de
Richardson. En la novela de Rousseau la heroína Julie y su tutor Saint-Preux se convierten en amantes, y Rousseau
afirma que esto es lógico y natural entre dos personas que se aman y cuyas circunstancias les impiden con traer
matrimonio. En comparación con esto, la novela de Richardson es más moral: un retrato del secuestro y la violación de la
virtuosa Clarissa por el calavera Lovelace; Clarissa muere de sufrimiento y Lovelace cae muerto en un duelo. Es mond se
burla de Richardson en nombre de Rousseau. ¿Por qué tiene que morir de pena una joven que ha hecho algo que es
perfectamente natural? La presencia en la casa de su bella prima mantiene el tema de las relaciones sexuales en el pri mer
plano de su mente y, en muy poco tiempo, empieza a exponer puntos de vista que le llevan a mantener en secreto su
diario. Como muchos otros críticos, sospecha que la actitud de Richardson respecto a la violación de Clarissa no es de
horrorizada desaprobación sino de placer vicioso: «¿Quién no sentiría placer violando a una muchacha bonita, sobre todo
si ella está inconsciente y no se entera de ello en absoluto?» Se pregunta por qué Richardson permite que Clarissa sea
violada cuando está sometida al efecto de una droga, en vez de hacer que ocurra al modo de Lucrecia, y responde: «Si la
muchacha es demasiado virtuosa para rendir su cuerpo de otra forma, Lovelace tiene derecho a adoptar ese camino. La
belleza de una mujer joven, al igual que la de ciertas aves tropicales, tiene por objeto el despertar la atracción del sexo
viril; ¿qué motivos tiene para quejarse por haber tenido demasiado éxito? Se lamenta porque su intención es conseguir un
esposo a cambio de su virtud. Pero podríamos suponer que el marido en perspectiva la encuentra estúpida y no desea
dedicar su vida a hacerse cargo de ella ¿Está obligado por su honor a renunciar a su propósito? ¿Por qué razón no va a
intentar coger la flor deseada en vez de comprar el jardín entero?»

Resulta interesante observar que, en la realidad, esto no responde a la pregunta de por qué Richardson prefirió hacer
que Clarissa estuviera inconsciente cuando fue violada; pero siguió preocupándole. Pregunta: ¿No será porque el sentido
de obligación en el hombre disminuye su placer? ¿No destruiría el placer que me produce una botella de vino el saber que
mañana tengo que pagar por ella un precio exorbitante?» Llega a discutir el planteamiento de Bosweil sobre la poligamia
y afirma que ésta no es otra cosa que la expresión del deseo natural del varón de rendir su homenaje «poniendo una
libación de jugo procreativo en el orificio apropiado.»

El interés que sentía por Sofía no le condujo a ninguna parte, pero al menos sirvió para que Esmond comenzara a refle -
xionar sobre el sexo. Además, esto le condujo a ofrecer una relación total e interesante de sus primeras experiencias
sexuales. Tuvieron lugar seis meses antes; la muchacha era una criada de su hermano mayor, Judith, que la había traído
de Lyon. Esmond la llama Minou aunque parece ser que su verdadero nombre era el de Marie:

«Cuando regresé a Dublín, Judith llevaba seis semanas en casa. Al principio no le presté a Minou la menor
atención, pues encontraba su rostro desprovisto de expresión; su barbilla era demasiado larga y tenía una nariz chata
como un botón. Pero al segundo día de mi llegada, cuando estaba echado cerca del arroyo, sobre la hierba recién
cortada, la oí reír y decir:

»—No, éste no es el sitio.

»Y después la voz de un hombre que imitando su acento francés repetía burlón:

»—No, éste no es el sitio.

»E1 hombre era Shawn Rafferty, encargado de cuidar los caballos y ayudar al jardinero; un tipo fuerte con una
gran cicatriz en la mejilla derecha, consecuencia de la coz de una mula en celo. Sus pantalones y su chaqueta nunca
correspondían a su medida, pues eran las prendas desechadas por su hermano mayor que es casi veinte centímetros
más bajo que él. Yo no podía ver a ninguno de los dos, porque debían estar tumbados bajo un manzano, en un lugar
donde la hierba era más alta. Al cabo de unos minutos de silencio, oí de nuevo cómo la muchacha decía:

»—No, aquí no.

—Vamos al pajar.

»—No, no puedo, debo regresar para servir el té.

»(Mi hermana Judith siemnre toma el té por la tarde, una costumbre adquirida en el extranjero.)

»No obstante oí cómo la chica prometía regresar al cobertizo después de servir el té. A continuación se levantó,
se sacudió el vestido con las manos y se alejo de allí con rapidez. Shawn Rafferty se levantó también, se ató los
pantalones a la cintura con una cuerda y se dirigió al pajar.

»Conocía la fama de Shawn entre las muchachas del pueblo, aun cuando no podía comprender el motivo, pues la
cicatriz y el ojo tuerto le daban un aspecto terrible. Mis hermanas le llamaban el Cíclope. En esos momentos, sin
embargo, mi mayor interés radicaba en la curiosidad por saber lo que intentaría hacer con ella a pesar de que no
resultaba demasiado difícil suponerlo. Lo había visto en una ocasión dirigir el órgano erecto de un garañón
impaciente a una yegua y no tenía duda de que también estaba bastante familiarizado con el uso de su propia
herramienta. Pero no sabía nada del acoplamiento de un hombre con una mujer y pen se que debía aprovechar esa
oportunidad que se me ofrecía de corregir esta laguna en mi educación. Por tanto me escondí en la parte de arriba del
pajar —supuse que sería aquél el cobertizo al que se referían—, entre un montón de heno y sacos de judías. El suelo
estaba cubierto de heno y el olor era delicioso. Suponía que pensaban hacer el amor sobre aquella alfombra natural,
pero ante la posibilidad de que se decidieran a subir al altillo me oculté en un rincón detrás de unos sacos.

»Media hora más tarde llegó Shawn y comenzó a mover el heno con una horca. No podía verlo pero reconocí su voz
cuando empezó a entonar la canción Molly Molona. Después subió al altillo con una gran brazada de heno que colocó
con cuidado en el suelo, a pocos metros de donde yo me encontraba. De ello deduje que pensaban celebrar sus nupcias
allí y no en el piso de abajo como yo había creído.

»Pocos minutos más tarde llegó Minou, durante unos momentos no pronunciaron ni una palabra. Me erguí un poco sobre
mis rodillas y miré por encima de los sacos. Estaban de pie junto a la puerta y ella había pasado sus brazos en torno a su
cuello. Después hablaron en murmullos que no pude entender y él señaló la escalera de mano que conducía al altillo; me
tumbé y cerré los ojos para que me creyeran dormido en caso de que me descubriera. Él fue el primero en subir, después
se giró para ayudarla a subir la escalera. Había poca luz pero podía verlos bastante bien. Él estaba de pie, de espaldas a la
pared, y la chica pasándole de nuevo los brazos por el cuello, le dio un largo beso. Des pués la joven bajó la mano hasta
alcanzar la cuerda con que Shawn se sujetaba los pantalones, desatándosela de un solo tirón. Se le cayeron hasta las
rodillas, dejando al descubierto unas nalgas enormes y peludas que estaban vueltas hacia mí. La mano de Minou se
movió entre ellas y yo sólo podía suponer lo que estaba haciendo. De pronto la muchacha se dejó caer de rodillas y su
rostro desapareció entre la curva de sus muslos. Vi cómo las manos de Shawn aferraban su cabeza. En esos momentos él
dijo :

»—Para, para o me perderé lo mejor de todo.

Se quedaron quietos durante unos instante, sin moverse ninguno de ellos. Mientras ella seguía echada, él comenzó a
maniobrar en la parte de atrás del vestido; Minou alzó las manos como si él fuese una doncella desnudando a su señora.
Cuando le hubo quitado el vestido lo dejó con cuidado en el suelo. Se giró hacia un lado y entonces pude ver su
instrumento del amor, erecto como un palo y balanceándose cuando se movía. No era tan grande como el del semental
pero sí uno de los mayores que he visto en mi vida. Mientras tanto él había despojado a Minou de su camisa y pude ver
su figura, tan dulcemente redondeada que no correspondía a una mujer con un rostro como el suyo. Durante el tiempo
que ella estuvo de pie con los brazos alzados para sacarse la camisa, Shawn bajó la cabeza y llevó su boca a uno de los
senos que acarició con sus labios mientras las manos de la mujer se cerraban sobre su órgano, cuya longitud era más que
suficiente para que las dos tuvieran lugar en él. Shawn acabó de quitarle la camisa, que también dejó en el suelo, y ambos
se dejaron caer sobre el heno. Me alcé un poco pero pude ver aún menos porque estaban hundidos en el heno y la luz era
muy pobre. De repente ella dio un grito de dolor y temiendo que me hubiera visto, me agaché. Después oí que él
susurraba como ordenándole silencio, pero ella lanzó otro grito aunque ahora más sordo y apagado. El heno se movía
como si entre él estuvieran luchando diez mil ratas y ella continuó gritando y suspirando cual si sufriera grandes dolores.
Después, el agitarse se hizo tan furioso que me alcé un poco más para observarlos y vi que él mo vía sus nalgas de arriba
abajo sobre ella, como si tratara de hacer un agujero en el suelo. Vi también que ella había doblado sus rodillas para
rodear con las piernas su cintura, de manera que de haber un poco más de luz hubiese podido ver el lugar exacto de la
operación. Ella trató de gritar de nuevo y Shawn colocó su mano sobre la boca de su amante al tiempo que detenía su
movimiento como si se hubiese quedado rígido de repente. Permanecieron un momento así, Shawn dejó escapar un
profundo suspiro y parecio querer meterse dentro de ella. La joven desenrollo sus piernas de las caderas de él y ambos
quedaron tumbados sobre el heno sin moverse, él todavía encima de ella.

»Debo confesar que la contemplación de todo aquello me había producido un considerable estado de excitación que
alcanzó su momento de relajamiento unos minutos antes de que cesaran los movimientos de la pareja. Ahora que todo
había pasado confié en que se vestirían, lo que me permitiría librarme de mi incómoda postura. Pero el silencio que
siguió me hizo suponer que se habían quedado dormidos, aun cuando no me atreví a moverme para comprobar si esto era
cierto. Después de haber transcurrido unos diez minutos comenzaron a moverse de nuevo y la agitación duró tanto tiem-
po que supuse que habían vuelto a su juego amoroso. Miré por encima de los sacos y descubrí que no era del todo cier to
pues él seguía tumbado como un gladiador vencido mientras ella, agachada a cuatro patas, intentaba dar nueva vida al
exhausto órgano, chupándole. Al cabo de un rato produjo su efecto...»
El relato de Esmond es tan extenso que resultaría poco interesante citarlo aquí en su integridad. La muchacha era una
ninfomaníaca, pero Esmond era todavía demasiado inexperto para apreciarlo. Consiguió que su caballero entrara en
actividad tres veces hasta que lo dejó dormido tan profundamente que Esmond pudo irse pasando de puntillas junto a él
sin ser descubierto.

Lo que ocurre a continuación es tan peculiar de Esmond que tengo que dejar aquí constancia de ello. Admite que
había sido incapaz de ver con detalle cómo ocurrieron las cosas, pero los ruidos eran tan inconfundibles que no lo hacía
necesario. Después de haber visto desnuda a la joven, su única idea era lograr compartir a la muchacha con el mozo de
cuadra. Repite varias veces que la belleza de su cuerpo le había sorprendido agradablemente; siempre había creído que
los escultores griegos exageraban las bellezas de la forma femenina. En el camino de regreso a su casa se le ocurrió
pensar que podía hacer chantaje a la chica para obligarla a entregársele. No tenía más que amenazarla con contarle a su
hermana lo que había visto : que su doncella y el mozo de cuadra eran amantes. Esmond se dirigió a su cuarto para
lavarse y cepillar el polvo de sus ropas, después se dirigió al ala donde vivían los criados y, concreta mente, hacia la
habitación de Minou. No parecía haber nadie por allí; abrió la puerta y miró.
«Su habitación parecía vacía y por un momento estuve vacilando entre esperar allí o volver a mi cuarto. En esos
momentos oí ruido de agua en un anexo —un pequeño lavabo separado de la habitación por un delgado tabique— y
comprendí que ella estaba allí. Cerré la puerta tras de mí y entré de puntillas, pero crujió el suelo de madera y la Joven
gritó:

>—¿Quién anda ahí?

»Yo respondí con toda la calma que me fue posible.

—Esmond.

»Ella se asomó para mirar y dijo :

»—¡Oh, perdóneme, pero no estoy vestida!

»Me quedé allí, de pie, inmóvil, sintiéndome un poco bobo e irritándome al notar mi rubor. Ella cogió el vestido que
estaba sobre una silla, y lo alzó hasta la altura de su cuello para protegerse.

»—¿Me trae un recado?

»Ella sonreía como si me encontrara agradable y esto sirvió para disipar mi incomodidad. Estaba mirándola con tanta
insistencia, tratando de determinar si tenía puesta la camisa o no, que ella no dudó por mucho tiempo sobre cuál era mi
intención. Fue la primera vez que supe que un intercambio de opiniones puede tener lugar sin necesidad de que se
pronuncie una sola palabra. Su mirada me recorrió de pies a cabeza y viceversa. Yo dije "hace frío aquí" o cualquier otra
estupidez, luego me aproximé a ella y tomándole las manos la miré por encima. Sí, llevaba puesta la camisa pero colgaba
muy por debajo de su garganta, y la contemplación de sus dos senos me trastornó de tal manera que no vacilé más. Le
quité el vestido de las manos y lo arrojé sobre la cama. En su seno izquierdo vi la marca de dos hileras de dientes y que,
cuando ella intentó rechazarme, dijo algo en francés que no pude entender; bajé la cabeza hacia uno de sus pezones, que
había quedado expuesto a mis ojos. Mientras ella me miraba, le bajé el tirante de la cami sa. Esperaba que diera un salto
para alejarse, pero se quedó inmóvil y permitió que tomara su pezón entre mis labios; después, al cabo de unos
momentos, puso sus manos sobre mi cabeza y comenzó a acariciarme el cabello. A continuación me desabrochó los
pantalones y dirigió su mano hacia mi falo al que se disponía a rendir homenaje. No perdí más tiempo, la empujé hacia la
cama y puse mis manos sobre sus partes delicadas que, como se estaba lavando cuando yo entré, estaban húmedas.
Después, sin quitarme los pantalones, me eché sobre ella penetrándola sin ninguna dificultad, debido a que el camino ya
había sido abierto, dilatado y lubrificado por mi predecesor. Incluso en esos momentos de excitación me sentí
sorprendido al observar lo apretado que estaba mi miembro, como si ningún inquilino anterior hubiera distendido las
paredes de terciopelo donde se cobijaba. Estaba decidido a resistir todo lo posible an tes de la eyaculación, pero ella la
provocó, apretándome con fuerza entre sus muslos y moviendo sus nalgas de manera tan deliciosa que fui incapaz de
resistir más y me vertí dentro de ella, que seguía moviéndose y gritando aunque con menos fuerza que lo había hecho en
el pajar.

»E1 ruido de pasos al otro lado de la puerta nos dio motivo para temer que alguien nos hubiese oído y viniera a ver qué
ocurría, pero pasaron de largo. Entonces bajé de la cama, me quité pantalones y calzoncillos y volví al lecho, que se había
movido, sobre sus ruedas, a varios pies de su posición original. A pesar de que la cama era pequeña y apenas cabíamos
los dos, nos pusimos de lado y nos apretamos muy confortablemente. Al cabo de unos minutos, me dio unos cuantos
besos prolongados, cuya forma y manera me extrañaron, pues no sabía que la lengua pudiera usur par la función que,
normalmente, está asignada a los labios. Después destapando las sábanas examinó con curiosidad mis partes bajas,
alabando su blancura y suavidad mientras acariciaba mis rodillas y muslos...»
De nuevo la descripción se torna demasiado extensa como para poder citarla por entero. Se quedaron en la habitación
de la criada una hora y aquella chica tan efusiva aún lo llevó a hacer el amor tres veces más. Luego empezaron a hablar y
Esmond le confesó que la había visto con Shawn Rafferty. En vez de mostrarse indignada, la joven se echó a reír a
carcajadas y a continuación le preguntó si no estaba celoso.

«No lo estaba entonces, pero lo estoy ahora», fue su respuesta, a lo cual ella contestó diciendo que eso resultaba absur-
do, dado que hombres y mujeres deben tratar de darse placer mutuamente.

Resulta difícil decir si Esmond fue afortunado o desgraciado en la elección de esta primera amante. En realidad sus
puntos de vista acerca de la promiscuidad estaban ya bastante bien desarrollados, pero una aventura amorosa más normal
—que junto a su lado físico tuviera también una parte emocional— hubiera sido más conveniente para equilibrar esa cua-
lidad. Él seguía sin darse cuenta que había algo anormal en las exigencias físicas de Minou, dado que se consideraba
capaz de hacer el amor con ella con toda la frecuencia que le exigía. Tampoco es del todo cierto que la fuerte atracción
existente entre ambos estuviera desprovista en su totalidad de un lado sentimental; incluso llegó un momento en que
Esmond pensó su fugarse con ella. Dejó de pensar en Clarissa y Lovelace, o su Julie y Saint-Preux, y planteaba su
aventura amorosa en términos de Manon y Des Grieux, aún admitiendo que con anterioridad había despreciado a Prévost
calificándolo de absurdo y poco realista.

Es una pena que Esmond no nos cuente nada del pasado de Minou, pues ni siquiera nos dice si la interrogó al respecto.
Sería interesante saber si su sexualidad pervertida era natural o adquirida. En realidad, la muchacha parecía un libro de
texto sobre ninfomanía. Le gustaba que la mordiesen, especial en los pechos, las nalgas y los genitales, y que la azotaran
con una correa en el trasero. Gozaba con la masturbación tanto como con el acto sexual normal, sobre todo de pie o
echada sobre la cama. Tan pronto como Esmond y ella estaban solos, en cualquier habitación de la casa, le desabrochaba
los pantalones y empezaba a tocarle hasta conseguir la erección del pene; entonces, si no tenían tiempo para fornicar, lo
masturbaba. Si lo hacía con la boca se tragaba el esperma; cuando lo realizaba con la mano se lamía los dedos. En una
ocasión Julie, la hermana de Esmond, entró en la habitación encontrando a Minou arrodillada delante de él, por lo que
tuvo que fingir como si estuviera limpiándole los zapatos, mientras Esmond se abrochaba los pantalones a toda prisa.

A lo largo de los dos meses que continuó la relación, Minou no ocultó en ningún momento que pasaba con Shawn
Ratferty el mayor tiempo posible, y Esmond estaba tan dominado por ella que no protestaba. También trató de
persuadirle para que volviera a ocultarse en el cobertizo y la contemplara mientras hacía el amor con Shawn, pero el
orgullo de Esmond —o su esnobismo protestante— no aceptó tal idea. Asimismo puso veto a la obsesión de Minou por
contarle a Shawn sus relaciones con Esmond y que los tres se reunieran en el granero para retozar juntos.

En agosto el asuntó tomó un giro inesperado que le lleva a uno a preguntarse si Minou (se ignora su apellido) no sería
una de las mujeres más complejas y originales de la época. Una chica llamada Delphine Lantier, una amistad de Judith,
llegó para quedarse en el castillo Donelly. De la descripción hecha por Esmond cabe deducir que no estaba dotada de una
belleza convencional, pues afirma que su rostro estaba embellecido más por su dulzura que por sus grandes ojos pardos.
Por otra parte, la mujer tenía la desgracia de estar un poco malformada; de niña se cayó de un carruaie rompiéndose la
cadera y el esternón. La fractura no fue debidamente corregida, por lo que se movía con cierta dificultad. Aunque su
padre era francés y su madre irlandesa, ella hablaba inglés con corrección (es significativo que Esmond se ocupe en
registrar con tanto detalle estos datos personales de una chica de su clase, mientras ignoraba los de Minou, más fascinante
y completa).

Esmond era un romántico de dieciséis años y observaba especulativamente a cada mujer que encontraba en su camino. Si
Minou era una Manon Lescaut, Delphine en conjunto estaba más cerca de Julie... o tal vez de la dócil y dulce naturaleza
de Claire, en la misma novela. Esmond vio que era tímida y se esforzó para divertirla. Le prestó la Nouvelle Héloise,
después de hacerle dar palabra de que la guardaría bajo llave. (El motivo de tal secreto no está claro, pues en otra parte
del libro menciona que ni su padre ni su madre leían el francés; quizá para establecer algún tipo de intimidad.) Lo que le
preocupaba era la posibilidad de que Minou se pusiera celosa, por lo que trató de que su interés por la recién llegada no
resultara tan claro. ¡No estimaba lo mucho que valía! Unos días después, tras haber pasado él y Minou una hora juntos en
la cama, ella le dijo que creía que Delphine estaba enamorada de él y que era estúpido por no haberlo notado. Esmond
decidió comprobarlo a su manera —dejando que su mano la rozara al pasar junto a ella, tocándole el brazo o la cabeza
cuando se encontraban solos, para estar seguro de que ella permitiría tales familiaridades— y ella las permitió. Con
motivo de una excursión a las ruinas de la abadía, la llevó a un rincón y la besó. Ella se echó a llorar y Esmond corrió a
preguntarle a Minou su opinión. Minou le dije que Delphine se había tomado más en serio su amor por él que él por ella
y que sus lágrimas procedían de su intuición al respecto, lo cual constituye un notable don de análisis. Así que en la
próxima ocasión que estuvieron a solas, Esmond le preguntó a Delphine:
—¿No te gusta que te bese?

A continuación le prometió que no volvería a hacerlo si ella no quería. La muchacha se ruborizó, dejó escapar una
serie de frases sin hilación y, cuando Esmond la presionó, admitió que no tenía objeción alguna. Esmond la invitó a otra
excursión a la abadía y se pasó toda la tarde besándola. De regreso fue a toda prisa a la habitación de Minou para hacer el
amor. La contención había sido demasiada para él. Minou le dijo que era un amante muy torpe. Lo que la muchacha
necesitaba eran caricias y ternura. Debía acarciar su rostro, su brazo, cualquier par te de su cuerpo que estuviera al
descubierto, acostumbrándola a responder con placer a sus caricias, y luego avanzar con pre caución hasta las partes
prohibidas. La descripción que hace Esmond de esta tarea se prolonga a lo largo de nueve densas paginas manuscritas; se
sentía fascinado por los detalles de la seducción. Después de una semana la chica le permitió que le descubriera los senos
y se los acariciara, así como que la besara en las piernas por encima de las rodillas —a pesar de que mantuvo recogido su
vestido con ambas manos para evitar avances más osados—. Comentaron las relaciones de Julie y Eünt-Preux y ella se
mostró conforme, al menos en parte, con la teoría de que dos seres en su situación debían convertirse amantes. Pero en la
práctica estableció una línea clara y definida entre las caricias y el acto sexual completo.

Fue entonces cuando la inimitable Minou hizo una sugerencia que le sedujo. Minou estaba convencida de que
Delphine era virtuosa «por teoría e inexperiencia» (para emplear sus propias palabras), pero que su curiosidad era
bastante sana. Minou le dijo que llevara a Delphine al granero a la tarde siguiente, y que se asegurara de que guardaría
silencio cuando Shawn Raffen llegara y esparciera el heno para su usual velada de fornicación.

—Si se niega a mirar, resultará que es en realidad virtuosa y lo mejor que puedes hacer es escapar antes de acabar
casandote con ella. Pero si mira, puedes considerarla tuya.

Cuando se aproximaba el momento, Esmond comenzó a ponerse nervioso y en varias ocasiones decidió abandonar el
absurdo proyecto. Sospechó que una chica capaz de mantener con tal rigidez su línea de conducta podría estropear el
juego descubriendo el escondite. Su hermana anunció ese día su intención de visitar a una vecina y Delphine añadió que
iría con ella. Esmond no pudo menos que dejar escapar un suspiro de alivio. Pero en el último momento Delphine dijo
que le dolía la cabeza y su madre se ofreció a sustituirla. Esmond comenzó a jugar una especie de ruleta rusa con el
destino. Deseaba que el proyecto fallara, pero estaba dispuesto a seguir con los pre parativos —al mismo tiempo que
buscaba con ansiedad una excusa admisible para abandonarlos—. Fue a la habitación de Delphine a las tres y media y le
preguntó si tenía ganas de dar un paseo. Ella le insinuó la posibilidad de que iba a llover. Diez minutos después, salió el
sol entre las nubes y la muchacha dijo que le había pasado el dolor de cabeza y estaba dispuesta para dar el paseo. Juntos
tomaron la dirección favorita, hacia Adare, y de regreso volvieron caminando junto al río. Esmond le habló de su niñez,
de las horas que se habían pasado leyendo libros prohibidos en el granero (al parecer estos libros no iban más allá de La
Monja de Aphra Behn, y Ferdinard, el Conde Fantasma, de Smollett). Cruzaron el patio solitario y fue precisamente
Delphine la que sugirió que echaran un vistazo al pajar. Eran las cuatro y media. Existía la posibilidad de que Shawn ya
estuviera allí, pero no ocurrió así. Esmond la llevó hacia la escalera que conducía al altillo y de allí a un rincón, que ya
había preparado antes con algunos sacos limpios. Delphine se metió con él en el escondite sin vacilar, como si conociera
su intención.
«Perdimos muy poco tiempo conversando pues de inmediato, nos comenzamos a besar y a prodigarnos tiernas
caricias que pronto superaron los límites de la familiaridad. No llevaba sostén por lo que tuve menos dificultades que
de ordinario en descubrir sus senos, que comencé a asaltar con mis labios. Había observado con anterioridad que po -
día aumentar su placer mordiendo tiernamente sus pezones, y cuando lo hice ella apretó inconscientemente sus
muslos, con un movimiento involuntario del que deduje que el punto comprimido entre ellos estaba listo para que le
dedicara atenciones más tiernas. Pero cuando mis labios se movieron por encima de sus rodillas, ella hundió sus
dedos en mi cabello y lo asió con fuerza. Estando en esa postura oímos pasos en la escalera y Delphine, de inmediato,
poniendo en orden su corpino, estuvo a punto de sentarse de modo que podía ser vista por quien llegaba. Entonces me
llevé el dedo a los labios y moví la cabeza con gesto negativo, indicándole que guardara silencio. Nos quedamos
sentados, casi sin atrevernos a hablar y oímos el ruido del heno cuando Shawn lo extendió por el suelo con la horca.
Después bajó de nuevo y trajo una nueva brazada de heno. Yo le dije a Delphine, en un murmullo, que siguiera
callada, pues todo iría bien, ya que aquel intruso no era más que un mozo de cuadra amigo mío. Cuando traté de
besarla de nuevo ella movió la cabeza y me empujó hacia atrás.

»Oímos de nuevo bajar a Shawn que salió del pajar, y Delphine me dijo:

»—Rápido, ahora podemos salir.

»Pero cuando nos pusimos de pie para hacerlo escuchamos la voz de Minou, y Delphine se sentó sin necesidad de que le
insistiera. Yo había colocado los haces de heno y los sacos de manera que pudiéramos ver por entre ellos sin necesidad de
levantarnos. Delphine se sintió alarmada y me preguntó:

s—¿Y si vienen aquí?

»Yo la tranquilicé señalándole la alfombra de heno que Shawn había extendido en el suelo. Fue entonces cuando
empezó a sospechar, creo yo, la intención del mozo de cuadra, pues vi cómo se ruborizaba.

»E1 primero en llegar fue Shawn que se quedó de pie. Apenas llegó Minou le pasó los brazos por el cuello y le dio un
larguísimo beso, cuya naturaleza podía imaginarme por haber experimentado otros semejantes; sabía que Minou tenía
una habilidad maravillosa para hacer que la sangre se convirtiera en fuego con los rápidos movimientos de su len gua.
Seguidamente, desató la cuerda que sostenía los pantalones de Shawn, que cayeron hasta los tobillos poniendo al
descubierto su gran gallo de cresta alzada en actitud de saludo. Observé con deleite que Delphine seguía cada mo -
vimiento con la mayor curiosidad y avidez, recordé que Minou había profetizado que de ser así podía considerarla mía.
En consecuencia le bajé la blusa y coloqué mis manos sobre sus pechos. No hizo intento alguno para evitarlo y noté que
su corazón latía fuerte y apresurado bajo mis dedos. Minou, sin falda ya, estaba de rodillas ante Shawn, y se ha bía puesto
de perfil para que no se nos escapara el menor detalle de sus actos. Shawn tomó la cabeza de Minou entre sus manos y la
movió adelante y atrás siguiendo el ritmo de su placer. Yo estaba más interesado en saber cómo podía sa car provecho de
mi momentánea situación que en los progresos de aquellos juegos impúdicos. Quité una mano de sus pechos y
desabrochando mi bragueta permití que mi impaciente corcel olfateara el aire; después volví a mis caricias. Delphine
estaba casi arrodillada y del leve movimiento de su trasero deduje la impaciencia que oprimía los labios del lugar secreto.
Le levanté la falda por encima de las rodillas y dejé que mi mano ascendiera por sus muslos. Esta vez no hizo ningún
movimiento por impedirlo. Seguí subiendo mi mano cada vez más arriba y alcancé el dulce monte, apenas visible por la
débil luz; pero cuando intenté colocar la punta de mi dedo entre los labios, ella movió la cabeza y apretó más los muslos.
Su respiración era tan agitada y fuerte que sólo el ruido del heno donde aquéllos se movían impedía que se oyese. Una
rápida mirada entre los haces de heno me hizo ver que los otros dos seguían todavía en los preliminares, aunque estaban
ya acostados y el rostro de él se escondía entre los muslos de Minou. Cambié de posición sin quitar mi mano de su
vientre y empecé a morderle un pezón. Sus muslos se entreabrieron y pude introducir mi dedo, encontrándome con unos
labios lubricados por las lágrimas del dios amor. Estaban tan deformados que más que sentir hube de adivinar la
localización de la fresa escondida entre sus pliegues. Empecé a mover mi dedo de delante a atrás mientras su cuerpo
seguía el ritmo de mi dedo, apoyando así el movimiento, y yo continuaba mordiendo su pezón en una postura bastante
incómoda. Entonces sus dedos se aferraron a mi cabello y sus caderas se movieron en balanceo; sus muslos se apretaron
contra mi mano y del fondo de su pecho brotó un suspiro profundo. Su cuerpo se desplomó y se hubiera caído hacia
adelante de no estar yo allí para sostenerla. Los ruidos procedentes del heno se habían convertido en una auténtica furia,
pero Delphine se mostraba tan indiferente a ellos como si se tratase de una tormenta lejana; se dejó caer sobre los sacos y
cerró los ojos, alisando suavemente sus ropas como para recobrar la modestia. Contuve mi impaciencia con cierta di -
ficultad, observando la regularidad de su respiración, pero, al cabo de unos cinco minutos temiendo que se quedara dor -
mida y echara por tierra todos mis adelantos, me tumbé a su lado y la besé. Se quedó quieta, como si estuviera dur -
miendo, así que puse mi mano sobre su rodilla y fui subiendo hasta alcanzar el monte. Movió la cabeza y retiró su boca,
sin ninguna otra muestra de resistencia. En vista de lo cual, tomé su mano lacia, como sin vida, y la puse sobre mi
miembro erecto; allí la dejó caída por un momento y después la cerró en torno a él; pero tan sin energía que me pregunté
si sabía en realidad lo que estaba apretando. Los ruidos al otro lado de nuestra barrera habían cesado y todo estaba tan
silencioso que podría haberse oído un ratón; en vista de lo cual no hice ningún movimiento para mejorar mi posición,
sino que seguí así, con mi mano sobre sus labios húmedos e inertes y la suya ligeramente sosteniendo la raíz de mi vida,
que se movía incapaz de controlar su impaciencia. Nos quedamos así durante un cuarto de hora hasta que oí susurrar a
Minou y sospeché que ya había reanimado sus energías y trataba de despertar a su dor mido compañero cuya única réplica
fue un gruñido. Yo, sin embargo, conocía la fuerza de sus argumentos lo bastante bien como para estar seguro de su éxito;
en efecto, no tuve que esperar mucho tiempo cuando el ruido de sus movimientos y el crujir de la paja bajo sus cuerpos
me permitieron apretar a mi compañera. Saqué fuera sus pechos y comencé a acariciarlos y a besar sus pezones, a la vez
que con la otra mano pellizcaba su húmedo fresón entre mis dedos pulgar e índice. En seguida sus muslos se separaron,
lo que tomé por una invitación a quedarme entre ellos; pero cuando me alcé para montarla volvió a cerrarlos y sacudió la
cabeza. Yo se la sujeté con un beso y me balanceé sobre ella dejando descan sar mis testículos en el hueco de sus muslos,
con la cabeza de mi corcel cosquilleando el frío lugar que antes le había estado acariciando; sus rodillas estaban tan
apretadas que en modo alguno permitían alojarse en su hendidura, pero al volver a acariciarle los pezones su presión se
relajó y sus tobillos se descruzaron. A pesar de que la cabeza de mi potro resbalaba ahora entre sus muslos, había perdido
la dirección y no sabía con exactitud dónde se encontraba. Al verme tan cerca de la meta deseada, perdí la paciencia y,
ayudándome con la mano, logré disponer con rapidez sus pliegues de manera que la entrada quedó libre. Empujé con
fuerza y sentí cómo la cabeza entraba en el orificio donde en seguida encontró una obstrucción. Di un nuevo empujón y
ella moviendo la cabeza dejó escapar un sollozo. Temeroso del ruido que pudiera seguir haciendo si insistía, me con-
formé con agitar suavemente la cabeza con movimientos de émbolo dentro de su nuevo hogar que cada vez se apretaba
más como si fuera un ceñidor. Pronto también ella empezó a moverse debajo de mí, y aquello fue demasiado para mi
sobrecargado y sufrido ariete que vertió su fluido homenaje en la boca sedienta que lo absorbió con timidez. Al ocurrir
esto suspiré profundamente y empujé con todas mis fuerzas : la obstrucción cedió, sus rodillas se separaron y mi potro se
introdujo a fondo dentro de ella cual si se anega en un río. Ella me abrazó y yo la besé en la boca.»

El tono del relato en su conjunto da la impresión de que Esmond era ya un Casanova consumado que no dejaba nada en
manos de la suerte. La continuación demuestra que eso no era cierto. Casanova se hubiera cansado de la chica antes de
haber terminado con ella. Esmond, por el contrario, llegó a la conclusión de que estaba enamorado y que la desposaría.
Tal vez se sintiera avergonzado de la estratagema para vencer a su resistencia. Estaba convencido del daño que podría
causarle si daba muestras de que su ternura hacia ella disminuía. La joven estaba ya avergonzada de haberle mostrado su
excitación sexual y, más todavía, por haberle permitido aprovecharse de ello. Si la hubiera abandonado después de su
entrega, habría significado para ella un duro e inmerecido golpe. Esmond estaba dispuesto a que no fuera así. Ya a solas,
después que Minou y Shawn abandonasen el pajar y hubiesen bajado el heno, Esmond le dijo que se consideraba su
prometido. Aquella noche, cuando Minou quiso entrar en su alcoba, se encontró con que estaba cerrada por dentro con
cerrojo. A la mañana siguiente Esmond la buscó para decirle que estaba enamorado y que a partir de entonces debían
dejar de ser amantes. Ella pareció tomarse la cosa con filosofía, incluso con simpatía suficiente como para advertirle que
no comunicase a su padre el compromiso. Él siguió su consejo, pero Delphine demostró menos tacto y confió su secreto a
la hermana de Esmond, Judith, lo que se demostró como la mayor de los equivocaciones. Aparentemente Judith estimaba
mucho a Delphine y, en otras circunstancias, quizá la hubiera recibido con satisfacción en calidad de cuñada. Pero
Delphine era católica y los Donelly protestantes. Éste era el obstáculo mayor, porque en Irlanda un católico era un paria.
Delphine era, sí, la hija de un aristócrata francés, pero eso no implicaba diferencia alguna puesto que estaban en Irlanda.
Judith subrayó ese detalle. Hubo lágrimas y largas discusiones, Esmond comenzó a darse cuenta de que había cometido
un error. A él le era indiferente que Delphine se hiciera protestante o convertirse él al catolicismo o que ambos se hicieran
budistas. Quería casarse con ella porque se sentía obligado a darle amor y protección y porque el seducirla le ha bía
producido una gran satisfacción. Ahora estaban «prometidos» y ella no quiso volver al granero. En su diario Esmond
anota irónicamente que ambos hubieran sido mucho más felices de no haber mencionado jamás el matrimonio.
A Judith le gustaba su papel de casamentera; le aconsejó a Esmond que no dijera nada a sus padres hasta que
Delphine no estuviera en condiciones de anunciar su propósito de convertirse al protestantismo. Tres días después, ella y
Delphine viajaron a Dublín para exponer el caso a los padres y Judith regresó sola y anunció a su hermano que el
caballero de Saint-Ange había decidido regresar de inmediato a Francia con su familia. Esmond tuvo un suspiro de alivio
y volvió a meterse en la cama con Minou. Pero también la dejó cuando el caballero Donelly la sorprendió en el cobertizo
con un otro mozo de cuadra. El caballero era de ideas amplias, pero le preocupaba la virtud de su hijo y heredero; así que
Minou fue devuelta a Lyon con un billete de tercera clase, un mes de sueldo y algunos trajes usados de Judith. Esmond le
hizo un regalo de veinte guineas, que había estado ahorrando para comprarse un poney con su corespondiente silla y
arreos, y se dijo a sí mismo que se sentía satisfecho de poder recuperar su alma y algunos otros órganos vitales.
Un mes después de partir la joven, Esmond hizo una anotación en su diario: «Con frecuencia soy la criatura más infeliz y
desilusionada que existe bajo el sol...» Había conocido demasiados placeres como para volver a apoltronarse en la
tranquila existencia de un noble campesino. Minou y Delphine le habían dado una educación completa en el arte del
amor. Había experimentado el deleite de la conquista varonil, la sensación de dominio sobre las emociones de una mujer
así como el abandono completo de todas sus inhibiciones sexuales. Se había sumergido en el sexo como un alcohólico en
su botella, pero allí no había nadie que pudiera saciar su sed. Refleja esta frustración en su diario, reviviendo las horas
con Minou y la seducción de Delphine. Trató de refugiarse en la lectura pero a Rousseau lo encontró pedante, a Voltaire
superficial y a Sterne irritante. Sólo el libro de Johnson, Rasseñas, Príncipe de Abisinia, satisfizo su demanda de seriedad
y lo leyó una y otra vez hasta sabérselo casi de memoria. Johnson exponía la cuestión de la atracción humana como algo
que es más que la felicidad, más que el puro placer. Seis meses antes Esmond quizás hubiera supuesto que esto era un
deseo de realización física, de experiencia de placer. Ahora sabía mejor que no era así.
Entonces ocurrió lo que yo considero la parte más interesante del Diario. Tras diciembre lluvioso vino un enero
torrencial. Esmond cayó en una crisis de aguda depresión nerviosa, acrecentada por la preocupación de su padre, que en
diciembre había sido atacado y golpeado gravemente por una banda de descontentos cuyos móviles parecían ser de índole
político. Ocurrió de noche, cuando regresaba de la casa de un juez con pocas simpatías en el pueblo; su caballo fue
alcanzado por una piedra y casi de inmediato un canto puntiagudo le dio a él encima del ojo izquierdo dejándole
inconsciente. Al llegar la medianoche y ver que no regresaba al castillo, Esmond salió en su busca en medio de la
tormenta con un grupo de criados. Lo encontraron arrastrándose por el camino, medio desnudo y sangrando aún
abundantemente. Las heridas parecían más graves de lo que en realidad eran y, al cabo de diez días en cama, Edward
Donelly se encontró tan bien como siempre. Nadie pudo encontrar rastro de los asaltantes que bien pudieron haber sido
un grupo de marineros cuyo buque se estaba reparando en Tarbet sobre el Shannon.

El distrito entero se conmovió con tal acto de violencia, pese a que Edward Donelly no era un hombre popular; entre el
campesinado irlandés existía excesiva miseria y sufrimiento como para sentir simpatía por un hacendado protestante.
Los robos eran cosa corriente; abundaban tanto los bandidos como en Córcega, pero hasta 1760 el país se había
mantenido en relativa calma. Después, con Jorge III, comenzaron los problemas, hubo revueltas en los estamentos
agrarios; la nobleza católica comenzó a recobrar su esplendor después de la supresión jacobina. Edward Donelly no era
partidario de Jorge III pero por su condición de protestante era considerado como un agente de los usurpadores ingleses.

Esmond se había educado y crecido en un ambiente de seguridad. Los campesinos no podían ser más serviles y
obsequiosos; siempre fue considerado como «un muchacho fino y elegante que hace honor a su crédito» y todas esas
cosas. Pero ahora su estado de depresión, le hacía sentirse rodeado de vecinos hostiles, todos al acecho para atacar y
golpearle en la oscuridad.

Poco tiempo después Judith tuvo noticias de Delphine. Se había prometido con un abogado local. En la carta no mencio -
naba a Esmond, ya que, con toda seguridad, la había escrito bajo la supervisión de su madre; sin embargo, contenía la
frase siguiente: «Con cuánto deleite recuerdo nuestras felices horas de conversación en el viejo pajar.» Judith se sintió
intrigada por la frase, pues jamás había estado en el viejo pajar con Delphine; pero Esmond comprendió perfectamente lo
que quería decir. Lo más absurdo de todo era que él ya casi había olvidado a la joven por completo y a decir verdad no
deseaba ser su esposo. No obstante la carta produjo en él una sensación de celos y tristeza. Preconocía que aquello era un
absurdo, que él no la amaba y que había tenido mucha suerte al poder eludir com promisos más graves. No importaba :
cada vez que recordaba sus caricias en la abadía o en el pajar experimentaba una profunda sensación de haber perdido
algo, que se hacía más insoportable por el convencimiento de que aquello no era más que el resultado de no tener nada en
qué pensar.

En febrero estuvo enfermo tres semanas a causa de cierto germen gástrico y sus elucubraciones giraban en torno a la idea
de la muerte y de la corrupción en la tumba. Leyó a Johnson y a Rousseau y, de improviso, captó algo como una repen-
tina y breve visión de la verdad, que siempre se le había escapado. Rousseau afirmaba que lo natural es bueno, y que el
mal surge de la sofistificación del hombre, de su interferencia con la naturaleza. Pero, ¿la mente en sí no era una
interferencia con la naturaleza, un producto artificial? El animal sólo necesita el cerebro suficiente para resolver sus
problemas cotidianos. El hombre ha desarrollado su intelecto para ponerlo al servi cio de su pereza, para crear una
civilización cálida y confortable; y después de haberla creado (es interesante comprobar que Esmond creía que su siglo
era la última palabra en el refinamiento de la civilización), no le quedaba otra cosa que hacer consigo mismo sino pensar.
Pero lo que horrorizaba a Esmond era la sospecha de que aquello explicaba su propio aburrimiento y fatiga. Su inteli -
gencia lo había condenado a una sensación de irrealidad. Frente a él se alzaba el doctor Johnson como un ejemplo
estremecedor de lo que sucede cuando un hombre es demasiado inteligente : una vida de desesperación y autotormento
con breves rachas de bienestar. Esmond comenzó a pensar en serio si no sería mejor morir.

«Todo lo que miro me recuerda mi sufrimiento. Igual que el recuerdo de cada amante perdida produce un golpe de
desesperación, así cada objeto natural me trae el recuerdo de mi perdida inocencia. Las ruinas de la aba día me hablan de
la muerte; la corriente fangosa del río me hace pensar en ahogarme; los árboles desnudos me recuerdan las horcas; los
aullidos de un perro me traen al cerebro la idea de un funeral. Y objetos que no despiertan una asociación es pecífica —un
platillo, una herradura, un libro— pueden despertar en mí tanto una lenta desesperación como una pena profunda.»

Una noche lluviosa de finales de febrero estaba sentado en la cama, enfrentándose a esa idea de desesperación. Si su
cuerpo no sentía el menor agradecimiento por el hecho de encontrarse en una habitación bien caliente mientras fuera
soplaba el viento, ¿podría experimentar alguna reacción bajo la lluvia? se levantó y se vistió. Se puso un abrigo grueso y
salió de la casa. Le pareció que sus peores temores se hacían realidad. El frío le hacía tiritar, pero continuaba indiferente
por tal incomodidad. Caminó hasta la abadía y se sentó al resguardo de un muro. A pesar de tener los pies húmedos, la
idea de un buen fuego no fue capaz de traerle el mínimo placer. Algunas vacas se habían refugiado también detrás del
muro; las envidió por ser ellas. Podían apreciar el cobijo de un establo seco y caliente. Se preguntó cuánto frío e
incomodidad serían necesarios para sacarlo a él de su atolondramiento e indiferencia.

Regresó a su casa mojado y con frío. Al pasar junto al granero recordó a Minou y a Delphine... y sintió una ráfaga de
placer. Entró en el granero para recordar su olor. Un caballo viejo relinchó y respiró con fuerza. Subió al altillo y vio que
aún había un montón de heno. Se puso detrás de los sacos, se quitó sus ropas mojadas y se cubrió con el heno punzante.
Era el lugar en que había yacido entre los muslos de Delphine Ahora, allí de nuevo, reviviendo la experiencia, se sintió
invadado por una extraña modorra y se quedó dormido. El último ruido que oyó fue el relincho y jadear del caballo de
abajo.

Aquella noche en el granero fue un punto de partida. A principios de marzo el tiempo mejoró de pronto. Esmond
paseaba por los campos húmedos que reververaban al sol, sintiéndose de pronto dispuesto para todo. De pie junto al
fangoso río Maigh, se sorprendió al ver que antes jamás había advertido lo fascinante que podían ser los murmullos del
agua. Estaba sano, tenía casi diecisiete años y dentro de pocos meses sería envia do al «grand tour». Habría muchas
Minous y Delphines... Con fecha 23 de marzo de 1765 escribió en su diario:
¿Por qué me encuentro totalmente incapaz de comprender cómo las criaturas humanas pueden llegar a no apreciar la
bendición que hay por doquier en la naturaleza? ¿Qué extraño desastre ha cegado nuestros ojos impidiéndoles ver los
hechos más claros y patentes? ¿Qué oscuro dios preside el laberinto de nuestro destino humano, vigilando por si acaso
alguno de nosotros descubre el camino que conduce a la suprema simplicidad de la naturaleza?
Dos semanas antes de salir para Dublín y luego París (17 de abril de 1765), se vio envuelto en otra corta aventura
amorosa. En una visita, en compañía de su padre, a uno de sus arrendatarios, tuvo ocasión de ver a la sobrina de éste, una
muchacha de trece años que vivía con él. La muchacha era muy bonita. Esmond se pasó la noche pensando en ella,
preguntándose cómo podría volver a verla. La conquista fue más fácil de lo que suponía. La niña llegó al día siguiente
para llevarles unos huevos. Esmond la acompañó de regreso a su casa y logró una cita para la noche. Se sintió fascinada
por él y, aunque era virgen ya había tenido algunas experiencias sexuales. La primera noche permitió a Esmond que
explorara sus senos y sus muslos; a la noche siguiente él la llevó al pajar y tomó su don cellez en el mismo lugar en que
Delphine había perdido la suya. En el transcurso de las dos semanas siguientes se encontraron con tanta frecuencia como
les fue posible, pasando muchas horas entre los sacos del granero y jurándose fidelidad eterna. Pero en esta ocasión
Esmond sabía que no estaba enamorado, la facilidad de la conquista le dejó una inmediata desilusión. L a chica seguía
siendo tan bonita como antes y, sin embargo, cuando leyó de nuevo la anotación que hizo en su diario la primera vez que
la vio, tuvo la impresión de que todo aquello no era más que otra de las bromas saturnales del destino, otra prueba de que
el ser humano está atrapado en un laberinto, cuyo dios es un embaucador supremo.

La mañana del 17 de abril tomó la diligencia de Limerick a Dublín y sintió una profunda satisfacción cuando las
colinas y los campos de Munster quedaron tras él. Por lo menos, esta vez, el dios del laberinto había sido derrotado. La
aventura amorosa se rompía antes de que llegara el amargo sabor del amor perdido. Fue entonces, en aquel viaje de
treinta y seis horas de Limerick a Dublín (¡120 millas!), cuando Esmond formuló una de sus teorías fundamentales: «La
vida es una batalla contra el dios del laberinto.» Parecía imaginar a ese dios como un cruce entre una enorme araña y un
hombre gordo de orejas puntiagudas. Y el campo que había elegido para enfrentarse con él seria el campo del sexo...

Al leer sobre el viaje de Esmond a Dublín, me acordé de pronto de Clive Bates, el nieto de Isaac Jenkinson Bates. En
realidad ya poseía material más que suficiente para completar la edición de Fleisher sobre las Memorias de un libertino
irlandés. Me había ganado bien mis 15.000 dólares. Pero esta vez no tenía ya importancia. Había muchas cosas acerca de
Esmond Donelly que deseaba saber... y cuando el libro se publicase muchas otras personas se sentirían también curiosas.
Se produciría una invasión de investigadores sobre el tema. Deseaba encontrar todo el material posible antes de que esto
se produjera; Esmond había comenzado a obsesionarme. El volumen segundo de su diario terminaba cuando salía de
Londres hacia Boloña, el 28 de mayo de 1765; pero resultaba casi imposible que hubiera dejado de llevar su diario
después de esa fecha. Quedaban pendientes muchas preguntas a las que deseaba dar respuesta. ¿Qué había del
«asesinato» de Horace Glenney y los rumores sobre Esmond Donelly y Lady Mary? ¿Qué el «asunto» con las tres
hermanas? ¿Por qué el Dr. Johnson sentía antipatía por Donelly? ¿Qué pasaba con aquella «Secta del Ave Fénix» de la
que había encontrado tantas insinuaciones intrigantes?

Unos días después de mi regreso de casa del Dr. 0'Hefernan, recibí una tarjeta postal de la señorita Tina. Decía así:
«Eileen tiene un fuerte resfriado pero me encarga le diga que los albaceas literarios de Esmond fueron el reverendo Ilianí
Aston y lord Horace Gleney.

»Afectuosamente, Tina Donelly.»

Por un momento quedé desconcertado. Aston, de acuerdo como venía ya sospechando. ¿Pero cómo diablos podía ser
Horace Glenney ejecutor testamentario de Esmond si había muerto antes que él? Me sentí tentado de tomar el coche y
ponerme en camino hacia el castillo Donelly, pues la lectura de los nuevos diarios había despertado mi curiosidad de
volver a verlos. Pero ya había escrito a Clive Bates exponiéndole mi intención de ir a Dublín al día siguiente y el pensar
en tanto viaje me ponía enfermo. Tomé el teléfono y llamé al castillo Donelly. Me respondió la señorita Tina. El
problema de Horace Glenney quedó resuelto al instante. El albacea testamentario de Esmond era Horace Glenney el hijo
de su amigo. La señorita Tina añadio :

—Realmente creo que es de sentido común, si estaba enamorado de Mary Glenney...

—Pero, ¿está usted segura de que lo estaba?

—Segura, naturalmente que no. En cierta ocasión mi padre le dijo a Eileen algo al respecto, pero en este momento
ella no puede ponerse al teléfono.

—¿Sabe usted por casualidad dónde dispararon a lord Horace Glenney?

—Creo que en su casa de Escocia.

Le di las gracias y colgué. Por lo que pude deducir quedaba descartada la historia de que Esmond hubiera asesinado
a lord Horace Glenney. Si hubiera existido aunque sólo fuera la menor sospecha al respecto, ¿habría encargado al hijo
de Glenney ser su albacea literario?

Me sentía muy optimista cuando a la mañana siguiente me puse en camino hacia Dublín. Las razones no estaban
relacionadas directamente con Esmond Donelly. Mi deseo hubiera sido hacer el viaje en tren para que Diana pudiera
disponer del coche, pero el día anterior mi mujer había visto un anuncio ofreciendo la venta de un Land Rover de
segunda mano. Tenía la certeza de que en aquellos momentos podíamos permitirnos su adquición y lo compramos en el
acto. Sabía que era absurdo... la forma en que un acontecimiento tan relativo e ínfimo como ése podía desatar una
explosión de optimismo que se trocase en una hoguera; pero lo absurdo me fascinaba y hacía surgir mis instintos
creativos. El viaje en coche hacia el Este también me deleitaba, me recordó cuando vine a vivir a Irlanda y nos
pasábamos los días explorando el país. En esos momentos me sacudió la idea de que todo lo que significaba algo en la
existencia humana consiste en una intensificación de la consciencia del significado, y que no tenemos que hacer nada
más que descubrir el truco. Cuando compré el coche, tenía un obturador de aire automático y el maldito vehículo se
paró tan pronto como nos enfrentamos con la primera cuesta a la salida del pueblo. Nuestro mecánico local le cambió el
«starter» automático por uno de mano y lo mantenía cerrado hasta que el motor estaba lo bastante caliente como para
poder subir las cuestas sin dificultad. Pero si me despierto por la mañana con la mente fría y apagada, no poseo un
«starter» manual que pueda utilizar hasta que mi cabeza se haya calentado. En oca siones paso horas e incluso días
tratando de llevar mi mente a un estado de intensidad, tratando de regular mi presión in terna para sentarme y ponerme a
escribir. En cierta medida he descubierto el truco : diez minutos de concentración intensa, total que abarque todo mi ser,
tanto los músculos como el cerebro. Cuando lo hago, y si nadie me interrumpe, casi puedo observar cómo asciende la
presión de mi consciencia hasta que las cosas dejan de parecerme sombrías y neutrales. Es igual que tomarse la primera
copa por la noche..., sólo que la cálida sensación no se siente en el estómago, sino en la consciencia.

Ahora me había ocurrido una cosa extraña que probablemente no podré comunicar al lector pero que al menos trataré
de describirla. Sentí presentimiento de que no fue así como se sintió Esmond cuando inició su viaje en su «wanderjahre»
de 1765. Y entonces dos imágenes se fundieron en mi mente : una la de Esmond Donelly ocupando su asiento en el coche
de posta de Limerick —algo que había soñado durante la noche—; la otra fue la imagen de los árboles en Long Island,
con un aspecto súbito como de bronce fosfóreo, cuando Beverly se agachó sobre mí. Esta última imagen fue muy fuerte :
podía percibir el olor de Beverly, sentir el calor de sus senos desnudos contra mi mejilla. Y con esas dos imágenes me
sobrevino una explosión de placer. Cuántos seres humanos desean alcanzar esos momentos de frescor e intensidad y no
perderlos cada vez que su atención pasa a otras cosas. Desean una continuidad de consciencia. Supongamos que un
hombre se dice a sí mismo:

«A todas luces nada es más importante que esto. A partir de ahora dedicaré mi vida a la búsqueda de esta intensidad y
continuidad...» Sabía sin lugar a dudas que algo semejante le había pasado por su mente a Esmond la mañana que
emprendió el viaje desde Limerick. ¿Cómo lo sabía? Porque había vivido con Esmond durante semanas, hasta saber
cómo funcionaba su cabeza.

Y entonces, sin ningún cambio repentino, sin ningún tipo de visión o inspiración, tuve la alucinante sensación de ser
Esmond. Era absurdamente fuerte. Me daba cuenta de que conducía mi coche a través de una pequeña aldea llamada
Fardrum, a pocas millas de Athlone y que mi intención era detenerme en el bar de Moate para tomarme un bocadillo de
jamón dulce y una jarra de cerveza. Pero al mismo tiempo iba sentado al lado del cochero en el pescante de un
traqueteante coche de posta oliendo el olor a cuero de los caballos y el aire claro de una mañana de abril, así como el olor
picante de tabaco que desprendían las ropas del cochero.

Había algo muy raro en la experiencia vivida. No era «imaginativa» en el sentido corriente : no era una imagen que
yo «intentara» tener. Era como si algo se me hubiera aproximado como cuando otro tren se cruza con aquel en que uno va
sentado y ofreciendo la posibilidad de una rápida y próxima mirada en el vagón que pasa. Y nada de eso me sorprendía.
Parecía algo inherente al revivir del placer. Mi presión mental era alta. El cielo era de un frío azul que me imaginaba
como una inmensa lámina de agua helada. De repente me asaltó la certeza absoluta de que el tiempo es una ilusión. No se
trata de un estado definitivo. Si uno fuera un insecto sentado sobre una hoja arrastrada por la corriente de un río, podría
pensarse que es inevitable que los árboles sigan pasando junto a uno y quedándose atrás; que por su naturaleza los
árboles sólo duran pocos instantes y que la única realidad inalterable y permanente es el murmullo y el salpicar del agua.
Pero la orilla es real y si se pudiera saltar de la hoja a la orilla, se descubriría que es muy sólida y permanente.

Tan pronto como tuve esta imagen del tiempo como algo ilusorio, y de la realidad del mundo a través del cual fluye,
vi mi propia niñez como algo que podía alcanzar y tocar, igual que puedo abrir un libro por la página que leí una hora
antes, o rebobinar la cinta de un magnetófono para oír un pasaje anterior de la grabación. Y me sorprendió el que la vida
de Esmond no estaba tan distante, apenas dos siglos atrás, el tiempo que duran dos vidas humanas. Nuestro problema es
la debilidad de la consciencia, que oscila como la corriente eléctrica de una pila medio gastada. Si se pudiera reemplazar
con una nueva batería, la mente humana podría deslizarse a través de los siglos...

Me detuve en casa de Mike Kelly para tomar cerveza; es una taberna tranquila, al viejo estilo, con bancos bajos y un
fuego de turba al fondo. Pedí un bocadillo de jamón dulce, pero la hija de la dueña me aconsejó que lo tomara caliente,
recién sacado del horno. En efecto, las grandes lonchas de jamón estaban todavía humeantes. Después de haberme
servido la mujer se marchó dejándome solo. Miré en derredor y pensé que, a excepción de las lámparas eléctricas, aquel
lugar debía tener el mismo aspecto que en los días de Esmond Donelly. Y entonces, todavía con mayor claridad que
antes, tuve la sensación de convertirme en Esmond Donelly, o que me estaba acercando a él y atisbaba en su consciencia
cuando pasaba junto a mí. Esta vez fortificado por el olor del jamón y el sabor de la cerveza negra y espesa hice un
esfuerzo de voluntad por mantener la sensación. Por un momento me escapó, pero, al relajarme y, no intentar forzarla,
retornó : era una combinación de olores, sensaciones e ideas. Después, casi de repente, todo pareció cen trarse haciéndose
más claro. De un modo u otro la consciencia de Esmond coincidía con la mía hasta tal punto que podía ob servar en el
pasado a Delphine y Minou, y a la bonita niña de la granja, llamada Eillie (diminutivo de Eileen). Y lo que es más, aquel
nombre era nuevo para mí. Esmond se refiere a ella en su diario como E., tal vez temeroso de comprometer a una chica
que era su vecina tan próxima. Todo esto me excitaba. No era lo bastante ingenuo como para admitir que, sin saber
cómo, me hubiera transformado en Esmond. Conozco demasiadas cosas acerca del funcionamiento de la mente, que
tanto se parece a un sueño como para aceptar esa hipótesis. ¿Existe alguien que no haya compuesto música o escrito
poesía en sueños, o creado situaciones tan extrañas para él que le parecían invención de otra persona? Si pudiera llegar a
confirmar de algún modo que el nombre de la chica era Eillie —y eso era posible si lograba encontrar más diarios de
Esmond— entonces estaría seguro de que tan extraña experiencia había sido fruto de un sexto sentido, y no una
ensoñación.

Resistí la tentación de beber más cerveza, temiendo quedarme amodorrado, y tan pronto como terminé mi bocadillo
de jamón me puse de nuevo en camino. No quería descansar. Lo que deseaba era profundizar en la experiencia de
aquella visión y su significado. A veinte millas de Dublín comenzó a llover y olvidé mis ideas, disfrutando de repente
con el rítmico vaivén del limpiaparabrisas y el tamborileo de las gotas gruesas y cá lidas. Y una vez más, sin esfuerzo
alguno, me «convertí» en Esmond. Las casas y tiendas de Maynooth me sorprendieron como si nunca antes las hubiera
visto. Pero cuando pasé cerca de Carton una gran casa del siglo XVIII que antaño perteneciera al duque de Leinster,
comprobé que ya conocía el lugar. Había estado dentro. Por supuesto que «yo» nunca había es tado; fue Esmond quien
residió allí como huésped de su compañero de colegio Robert Fitzgeraid, marqués de Kildare.

Al entrar en Dublín, por la carretera de Conygham, experimenté de nuevo la sensación de una «doble personalidad»,
Si hubiera habido alguien conmigo en el coche, le hubiese dicho : «Hasta aquí, llegaba la carretera de Chapelizod en
1765, y aquí se convertía en la calle Barrack. Pero antes de entrar en la vieja calle Barrack tuve que conducir por el
Wolfe Tone y experimenté la dulce sorpresa de encontrarme ya cerca de Liffey. En 1765 hubiera entrado por la
empedrada carretera de Chapelizod, junto a la calle Barrack desde la que se veía él río por encima de Long Meadows a
mi derecha, y después el Paseo Gravel; en ese frente podría haber girado a la derecha hacia el muelle de Arran —que en
aquel entonces era el más occidental de los muelles de Dublín—. A mi derecha dejé una calle cuyo nombre no
mencionaba Donelly y que conducía al puente tíloody. En el Grattan tuve la tentación de girar de nuevo a la derecha, no
dándome cuenta que podía seguir recto hasta el puente 0'Connell. En tiempos de Donelly el puente Grattan (ahora
llamado de Essex) era el último por el que se podía cruzar el Liffey. Me dirigía a Shelbourne en St. Stephen's Green;
cuando Doneily se dirigió a Dublín en 1765, fue al «Dog and Duck» en la Pudding Row (ahora Wood Quay), a la hoste-
ría regida por el maestro Francis Magin (esto lo sabía por su diario aunque ya lo había olvidado). Allí cenó salmón de
Boyne y cordero asado, todo ello regado con gran cantidad de buena cerveza dulce de poca graduación alcohólica, y
durmió en una habitación confortable del primer piso. Todo me resultaba tan real que me equivoqué al girar en el
College Green, lo que me obligó a dar un inútil rodeo para llegar al Shelbourne. Ya en mi habitación abrí una botella de
Volnay que había llevado conmigo —a pesar de que eran sólo las cuatro y media— y me hallé menos turbado por el
extraño fenómeno de la doble personalidad. De todos modos sólo tenía que cerrar los ojos para ver claramente las
imágenes de un Dublín que era, en muchos aspectos, igual al que ahora podía verse desde mi ven tana (si bien en la
actualidad el Stephen Green estaba rodeado por un seto y una zanja y no por una verja), tan lleno de gente y de ruidos,
aunque las calles estaban empedradas y las casas parecían más limpias y dignas. También olía mal —sobre todo en
pleno verano— a aguas residuales y a pescado. Los mástiles con las velas desplegadas llenaban el Liffey y producían un
efecto que en cierto modo recordaba la Venecia de Canaletto. Después de mi tercer vaso de vino la «doble personalidad»
se desvaneció por completo y se me ocurrió la idea de que Sheridan Le Fanu podría haber escrito un relato vigoroso y
sombrío sobre la doble cohabitación del cerebro humano por dos hombres nacidos en distintos siglos. Incluso imaginé
que todo eso visto por un temperamento como el de Le Fanu podría convertirse en una experiencia terrorífica. Pero
entonces la obsesión por Le Fanu fue superada y rechazada. Ésa era la única cuestión importante.

Telefoneé a Diana para decirle que había llegado bien; apenas colgué me llamó Clive Bates. Le había escrito
avisándole que me alojaría en el Shelbourne. Le pregunté si quería cenar conmigo. Aceptó y me sugirió que nos
encontrásemos antes para tomar una copa. Estaba en Ranelagh Road, frente al mo nasterio y allí me dirigí a pie sobre las
cinco. Era un joven regordete con típico acento de Oxford. Su piso resultaba confortable con un bar bien surtido. Poseía
gran número de libros, sobre todo de teatro y ballet. No cabía duda de que Clive Bates tenía un buen empleo o ingresos
privados o ambas cosas a la vez. Todo lo que observé en su casa me indicaba que era un hombre que sabía apreciar el
confort. Era encantador y simpático, pero en torno a su boca daba a entender que podría ponerse furioso y agresivo de no
conseguir lo que quería.

Mientras bebíamos «wodka martinis» la conversación fue general, pero pronto pasé a referirme a mis libros y a los
distintos escritores que ambos conocíamos. Él había trabajado durante una temporada en el Ministerio de Asuntos
Exteriores, después de terminar sus estudios en Eton y Balliol, y había conocido, en Londres, a muchas figuras
importantes del mundo del teatro. Yo, por mi parte, siempre evité a otros escritores, pues hablar de nuestras obras me
aburre aparte de que hay muy pocos a los que realmente admire. Al cabo de una hora, o así, de conversación, traté de
llevar la charla por otros derroteros y le pregunté por el estado de salud de su abuelo.

—Sí, está bien. El viejo quiere verle. Le he hablado de su obra —miró su reloj—. Generalmente suele estar solo a esta
hora. ¿Le gustaría que fuéramos a verlo antes de cenar?

Dije que sí, tratando de no parecer tan interesado y apresurado como en realidad estaba.

Aunque quedaba bastante cerca, nos dirigimos en coche a la calle Baggot. El Porsche de Clive Bates era tan bajo que
tuve la impresión de que mi trasero iba a sólo unas pulgadas del pavimento. Mientras nos dirigíamos allí, Bates me
preguntó:

—Como es lógico, usted hacer esto por dinero, ¿no? Por un momento no logré entender qué era lo que quería decir y
le miré sin saber qué responder. Me aclaró :

—Este asunto de Donelly. Creo que se trata de un personaje de segunda fila, ¿no? El otro día hojeé su libro sobre la
desfloración de doncellas. Muy crudo.

Iba a decir que yo suponía que el libro era una falsificación, pero por cierta razón me contuve. En vez de ello le expliqué
el encargo de Fleischer.

Aparcamos en la calle Baggot. Clive Bates dijo con tono casual:

—Y hablando de otra cosa, ¿ha oído usted hablar de la Secta del Ave Fénix?

Le miré. Y entonces ocurrió algo peculiar. De repente volví a ser Esmond o, mejor dicho, era Esmond quien miraba a
través de mis ojos. Le respondí :

—Muy poco. Era una especie de culto mágico, ¿verdad?

—Más o menos. Donelly era un miembro.

—¿Cómo lo sabe?

—Consta en algunos documentos de mi abuelo. Él siempre estuvo interesado en la Secta del Ave Fénix. Oyó hablar de
ella a un viejo mago llamado Macgregor Mathers. Debe usted haber oído hablar de él.

—Sí, desde luego. Tengo su traducción del Zohar. No nos quedó más tiempo para conversar; llamamos al timbre y poco
después una enfermera nos abrió la puerta. Bates la llamó «querida Betty» y le pellizcó en el trasero. Ella pare ció sentirse
embarazada por mi presencia. Nos dirigimos al dormitorio del primer piso. Era un lugar oscuro a pesar de que fuera aún
había bastante luz diurna; las cortinas estaban medio cerradas y, junto a la cama, lucía una lámpara de poca potencia.

Isaac Jenkinson Bates era tan frágil y delgado como me lo había descrito su nieto: un hombre pequeño, calvo y anciano,
con un cutis apergaminado. Cuando me tendió la mano para estrechar la mía, vi que le temblaba convulsivamente, luego,
la dejó caer con rapidez sobre la cama. Nos preguntó si queríamos beber algo y ambos rehusamos, pero el anciano
insistió:

—Ya sé que a los jóvenes como vosotros, a estas horas del día os apetece más una copa.

Le ordenó a la enfermera que nos sirviera un jerez. Acepté por cortesía, pero el vino era horrible. El viejo estuvo hablan -
do unos minutos de la historia del jerez y de su propia teoría de que antaño se le llamaba «sack» (es decir saco), porque
las uvas eran filtradas con tela de saco. Después, dejando una frase a medias, pasó a hablar del caso del «Ojo Irlandés».
Yo había leído todo lo posible sobre ese crimen antes de salir de casa, pero no me hubiera hecho falta, pues no me dejó
meter baza y siguió hablando durante diez minutos sin parar.

Cuando hizo una breve pausa, Clive Bates dijo:

—El señor Sorme ha oído hablar de la Secta del Fénix.

—Ah, sí. Desde luego Donelly era miembro de ella. Una secta poco grata y repulsiva. Como usted sabe surgió de la
creencia de que si una pareja fornicaba no podía coger enfermedad alguna. En la época de la Peste Negra, eso se
convirtió en pretexto para justificar todo tipo de excesos. Pero en tiempos de Donelly no era más que una secta pseudo
mágica de rufianes. ¿Conoce usted Los ciento veinte días de Sodoma, de Sade? Es totalmente cierto que en ese libro Sade
satiriza sobre la Secta del Fénix... Ya sabe, con aquellos cuatro sucios libertinos que establecen una especie de granja
sexual en una casa de campo. El viejo Tom Wise siempre creyó que ésa había sido la causa de que Sade se pasara la
mayor parte de su vida en la cárcel. Sabía demasiado sobre ellos.

Clive Bates interrumpió para aclararme:

—La Secta del Fénix iba detras de Sade.

Clive me hizo un guiño.

—¿Por qué habrían de perseguirlo si Sade era tan perverso corno ellos?

—No, no lo era. Y además los estaba satirizando.

He de aclarar que las explicaciones del viejo no eran tan coherentes y claras como yo las estoy expresando.
Costaba trabajo seguir el hilo de la conversación que, además, estaba entrecortada por algún que otro gruñido
y carraspeo. Yo no quise contradecir su sorprendente declaración sobre Sade, pero mi esperanza de conseguir
de él alguna información útil se fue debilitando. Le pregunté cómo había llegado a interesarse por la Secta
del Fénix.

—Cuando vi una copia de ese raro panfleto. Y también fue así como llegué a conocer a Wise, dicho sea
entre paréntesis.

—¿Qué panfleto, señor?

—Ése tan famoso... Henry Martell y George Smithson. Clive, por favor, ¿quieres mirar en ese cajón, el de
arriba?
El folleto no estaba en el cajón de arriba, pero al cabo de diez minutos, durante los cuales el viejo estuvo
renegando del mundo en general y de su enfermera en particular, Clive lo encontró en otra estantería. Le
dirigí una rápida hojeada. Estaba colocado dentro de una carpeta de cuero y en pésimas condiciones de
conservación. Exposición de la maligna conspiración conocida como la sociedad del Ave Fénix, por Henry
Martell, M. A. y George Smithson, D. D. Impresa para los autores por G. Robinson, Oíd Bankside, 1793.
Clive le preguntó a su tío en tono suave y sugestivo:

—No sé cómo la considera auténtica viniendo de un hombre como Wise. El viejo picó el anzuelo y se
enfadó.

—Te agradeceré que no hables de ese modo de Wise. No era un falsificador. Lo que hacía era defender la
memoria de su amigo Henry Buxton Forman.

—De todos modos —dije yo—, el texto real de la falsificación podría ser genuino, ¿Era sólo cuestión de
citas espurias en panfletos?

—Así es —dijo el anciano volviéndose hacia Clive—: Ya ves que sabe más del asunto que tú.

Los dejé discutir y leí con avidez el folleto. Tenía un tono muy moralizador y acusaba a la Secta del Fénix de ser la
causante de la caída de Luix XIV. Ya que lo pienso incluir en el apéndice de las Memorias de Donelly, no creo necesario
citarlo aquí en su totalidad. Si ese panfleto era la fuente más importante de información que contaba el viejo Bates era
lógico que considerase a la sociedad de manera tan desfavorable. Recordé, al leerlo, ciertos folletos y artículos
publicados sobre Rasputin en 1917, poco después de su asesinato. Acusaciones vagas, de increíbles conspiraciones
monstruosas, violaciones o torturas y repugnantes ceremonias.

Según los autores del panfleto, la hermandad era sobre todo una organización mágica. El párrafo que provocó
mayores discusiones —después de mi artículo sobre él en el Atlantic Monthly— fue uno en el que describe cómo el
Gran Maestro, o uno de sus adeptos más selectos, podía esclavizar a las mujeres coleccionando tres de sus «paños
sangrientos», después de su período de menstruación, cortando un agujero en el centro de cualquier mancha que
tuviera una forma que recordara a los genitales femeninos y llevándolo enganchado en el pene durante siete días y
siete noches consecutivas. Al final de ese período, la virgen se vería impulsada irresistiblemente a responder a la
llamada del Gran Maestro y a entregarle su virginidad, después podría ser poseída por él siempre que lo deseara,
aunque estuvieran a miles de kilómetros de distancia. A continuación venía la extraña historia de Adele Crispin, que
fue poseída por el Gran Maestro en la noche de bodas, al mismo tiempo que la estaba haciendo suya su reciente
esposo; el hijo que nacido como fruto de ese acto tenía todas las facciones del Gran Maestro, cabello negro, cutís
moreno, etc. (En esos días, el Gran Maestro, era el persa Abdallah Yahya, que se jactaba de haber dejado su simiente
en el vientre de todas las mujeres bonitas de la alta sociedad romana. Los autores citaban aquello como ejemplo de una
depravación monstruosa más que de demencia imaginativa.) Abdallah Yahya fue asesinado y descuartizado en 1791
por Hendrik van Griss, un monstruoso holandés. Se dice que Van Griss pesaba unos ciento cincuenta kilos y que en
ocasiones dejaba inconscientes a sus víctimas o incluso llegaba a matarlas dejándose caer con todo su peso sobre ellas.
Van Griss fue Gran Maestro sólo durante dos años y en ese tiempo se contagió de sífilis de la cortesana rumana Mana
Greanga, su enfermedad fue de tan mortal naturaleza que en 1794 se había convertido en un montón de carne
putrefacta sin forma humana. En el Journal of Psychoanalisis de julio de 1969, el profesor Aran Roth, interpretó esa
historia en términos freudianos —comenzando por las actividades fetichistas con los «trapos sangrientos»— y
considerando el asunto como una fantasía gótica. En el número correspondiente a septiembre, Mar garita Bondeson
señaló que no había necesidad alguna de inventar aquello, puesto que la mayor parte de los rituales descritos podían
encontrarse también en escritos árabes y persas del siglo XVIII, subrayando que Restif de la Bretonne ha des crito a
alguien que se parecía mucho a Van Griss (bajo el nombre de Cubiéres-PaImézaux) en su Noches de París, de 1788,
calificándolo de «legendario perverso». Fui yo quien llamó la atención de la autora sobre ese párrafo de Restif.

—Aquella gente eran unos criminales —dijo el anciano—. Criminales y degenerados. ¿Ha visto quién introdujo la
secta en Francia?

Claro que lo había visto. Los autores del panfleto declaraban que Gilíes de Rais se había convertido en miembro de la
secta a los dieciocho años (en 1421), iniciado por un sacerdote ex comulgado. Martell y Smithson estaban de acuerdo con
St. Milus Sorsky en que la secta no era más que un nuevo desarrollo de las doctrinas de los Hermanos del Espíritu Libre.
Tras haber rechazado todas las leyes morales, trataban de dar expresión total a los «órganos del placer». En sus primeros
días dicen los autores, los miembros de la secta se vistieron de monjes y se especializaron en violaciones y necrofilia. Se
ofrecían a velar los cadáveres de jóvenes (de ambos sexos) y esperaban que todos se durmieran para violar el cuerpo. La
única cosa que puede decirse en su favor, al menos en apariencia, es que trataban de evitar el causar daños físicos a sus
victimas vivas. A una joven lechera que fue violada por dos de ellos, se la dejó atada y amordazada bajo un montón de
hojas siendo encontrada dos días después. A otra le dijeron que se quedaría preñada y daría a luz un monstruo, si se
atrevía a decir algo de lo ocurrido. La mujer, asustada no dijo esta boca es mía hasta que al llegarle la nueva
menstruación se tranquilizó. «Puesto que tenían por norma no matar a sus víctimas, para evitar ser reconocidos con
posterioridad eran maestros en el arte del disfraz y muchos de ellos llevaban cajas con tintes de diferentes colo res para
cambiar a voluntad el color de sus hábitos.» Gilíes de Rais fue el primer converso recibido en la secta por Gilíes de Sillé.
Si se cree en el panfleto, la acusación de alquimia en su juicio posterior no condujo a ninguna parte. La matanza masiva
de niños fue sólo una expresión del diabólico libertinaje que defendía la Secta del Fénix.

Si Rais era un miembro de la Secta del Fénix, Martell y Smithson podrían justificar su condena de aquella maligna y
diabólica organización. Pero lo cierto es que no aportan pruebas que confirmen su afirmación. Me sentí inclinado a
hacerle ver esto al anciano, pero costaba trabajo interrumpir su marea de reminiscencias. Por fin, logré preguntarle si
tenía algo más relacionado con la Secta del Fénix.

—Sí —me respondió—. Tengo una carta muy interesante de Tom Wise. Me carteé con él sobre el tema... Debió ser
hacia 1905. Clive, mira de nuevo en esa estantería.

Clive puso cara de no gustarle demasiado el encargo, pero comenzó obediente a remover entre los montones de papeles
viejos. La enfermera llegó con un tazón lleno de un humeante líquido aromático que puso en una bandeja sobre la cama.
El anciano Bates se cubrió la cabeza con una especie de plástico y aspiró los vapores. Supuse que se trataba de una cura
contra el asma. Me ofrecí para ayudar a Clive en la búsqueda de aquellos papeles. Me dijo:

—Oh, espero que encuentre algo interesante... Cogió el panfleto que había estado leyendo. Miré un montón de cartas
antiguas pero, como no tenía idea de lo que andaba buscando, consideré inútil todo aquel trabajo. En el fondo de un cajón
encontré una pequeña carpeta negra y la abrí. Lo que vi me hizo volver la vista con rapidez hacia el anciano y des pués
hacia su nieto. Ninguno de los dos me dedicaba su atención en aquellos momentos. La carpeta contenía una docena más o
menos de páginas escritas a mano en las que reconocí la letra de James Bosweil. La primera página estaba encabezada:
«Sábado, 1 de febrero» y alguien había añadido con lápiz, 1766. De nuevo volví a mirar a Clive. Estaba absorto por com -
pleto en la lectura del panfleto. El anciano respiraba sus vapores y protestaba porque la enfermera le estaba arreglando la
cama. Llevé mi silla cerca del cajón y me senté para leer el manuscrito. En cierto momento, Clive Bates se levantó y miró
por encima del mi hombro. Me pregunté si no me interrogaría sobre lo que estaba leyendo, pero volvió a sentarse y
continuó leyendo.

El relato contaba cómo Bosweil dejó París en compañía de Thérese le Vasseur, la amante de Rousseau (que había sido
descrita por Bosweil en una anotación anterior de su diario —lo cual descubrí más tarde— como una «muchacha france -
sa, pequeña, amable y agradable»); la pareja se dirigía a Inglaterra y viajaban juntos por mutua conveniencia. La segunda
noche, en una posada, decidieron compartir el lecho. Bosweil, con profundo disgusto para él, no pudo realizar su deber
de hombre y comenzó a llorar, «las manchas —anotó—, pueden verse en la página anterior». Thérese le devolvió la
confianza a la noche siguiente, realizando el servicio que Minou realizó con sus dos amantes, de rodillas frente a él y
acariciándolo con la boca. «El verla doblada en una postura tan humilde me hizo sentir piedad, a la vez que restauró
mucho mi vigor hasta tal punto que después, tumbado sobre la alfombra, me eché sobre ella como un toro salvaje. Creo
que se sintió satisfecha del tamaño de mi pene, pues dejó escapar un pequeño grito de sor presa y después un hondo
suspiro.» Estoy citando las contadas frases que pude copiar en mi agenda. Sabía que estaba leyendo el manuscrito de
Bosweil que Isaac Jenkinson Bates, de un modo u otro, había sacado de Malahide. Resultaba evidente que no tenía
ningún derecho a su posesión, por lo tanto suponía que las posibilidades de que me prestara o de que lograra copiarlo
eran mínimas. Clive Bates me dijo:

—¿Ha encontrado ya algo sobre Donelly?

-—No —le respondí.

Me sentí sorprendido por su interrupción y miré al anciano. Su cabeza resultaba del todo invisible y estaba seguro de que
no había oído a Clive quien añadió :

—Lea esto. Es terriblemente divertido.

Murmuré algo, confiado en que no atraería la atención del anciano Bates y me preguntara qué era lo que había estado
leyendo o si había encontrado la carta de Wise. Me guardé dos paginas de Bosweil en las que escribía en tercera persona
refiriéndose a sí mismo como «usted» y reflexioné sobre sus cualidades de simpatía y seriedad moral. En la anotación co -
rrespondiente al sábado 9 de febrero, encontré el nombre que estaba buscando. Bosweil y Thérese llegaron a Calais bajo
una lluvia torrencial. Se alojaron en una hostería, que sólo menciona como de Madame Duchesne, donde él y Thérese
tomaron una habitación grande para los dos en la planta baja. Bosweil se cambió de ropa y se fue a dar un paseo por la
ciudad. «Cerca del puerto, alguien me dio un golpe en la espalda y cuando me di la vuelta me encontré a Esmond
Donelly, que acababa de llegar en la diligencia de Dunkerque.» Juntos se dirigieron al alojamiento de Bosweil, donde
Donelly pudo alquilar también una habitación. Parecía que Bosweil y Esmond se habían en contrado en Dresden.
Tuvieron «una colación y una botella de buen vino» y hablaron de Wilkes y de Horace Walpole, al que ambos habían
visto en París. Le presentó a Thérese —Bosweil no sabía que Esmond la había conocido ya cuando estuvo en Neuchatel
con Rousseau—, de la que Bosweil escribe: «He de reconocer que me preocupó la cordialidad de su saludo y la forma en
que ella repetía una y otra vez que aquello había sido una deliciosa sorpresa.»
Decidieron comer juntos y Esmond los llevó a una casa de comidas. «Durante la cena tuvieron una conversación muy
atrevida, pues la señorita no parecía sentirse ofendida por el tono de la misma. Yo continué la charla y mi mal humor
desapareció.» Regresaron a su alojamiento y Bosweil dijo bromeando que confiaba en que trataría ese encuentro con
discreción, en el caso de que se encontrara con Rousseau en Londres. Y después, con esa increíble franqueza, tan
característica de Bosweil, procedió a contarle a Esmond su fracaso sexual con Thérese en la primera noche; tan
preocupado se había sentido por lo ocurrido que a la siguiente ocasión, antes de meterse en la cama con ella, se bebió una
botella entera de vino. La conversación se hizo más íntima. Thérése se refirió a la seriedad de los ingleses y a su falta de
delicadeza en el arte de hacer el amor. A continuación, Esmond sorprendió a Bosweil ofrecién dose a demostrar su propia
maestría en ese terreno cuando quisiera. Se le ocurrió pensar que si Esmond se acostaba con Thérése, la favorecería, pues
así Esmond tendría que mostrarse discreto si se encontraba con Rousseau en Londres; por lo tanto expresó su aprobación
a la idea. Fue Thérése la que debió mostrarse sorprendida y hasta un poco ofendida, pues Esmond la atacó llamándola
gazmoña e hipócrita. Ella reconoció que no tenía sentido ocultar su inclinación y se mostró conforme en formarse su
propia opinión sobre el talento y la capacidad de Esmond como amante. «Vamos, señor, le dijo Esmond a Bosweil,
demostrémosle que los celtas somos la sangre vital de Europa.» Thérése lanzó una pequeña risita. Bosweil por su parte,
estaba decidido a demostrar que era un hombre tan sofisticado y liberal como su joven amigo (Esmond tenía ocho años
menos que él), y los acompañó al dormitorio.
Allí Bosweil y Esmond ayudaron a Thérése a desnudarse y, mientras aún estaba en ropa interior, ambos comenzaron
a acariciarla. Cada uno de ellos colocó la boca en uno de sus senos, Thérése cogió los dos miembros erectos, uno en cada
mano, y comentó que raramente había tenido entre sus dedos dos ejemplares tan magníficos. Le quitaron la ropa interior
y la echaron, desnuda, sobre la cama, donde Esmond realizó el acto del cunilinguo. Thérése, gritando de excitación,
suplicó:
—¡De prisa!
Entonces ambos hombres se precipitaron tratando de poseerla. Como Esmond era más rápido y ágil, y Bosweil se ha -
llaba en peor posición, fue aquél el que se la introdujo antes de que su amigo se alzara. La descripción que hace Bosweil
de Thérése y Esmond haciendo el amor puede, sin duda, incluirse entre las clásicas de este estilo. Sólo tuve ocasión de
copiar unas pocas líneas:

«Aunque pequeña, Thérése era fuerte y vigorosa e hizo que él se lanzara sobre ella como si fuera un garañón im -
paciente de montarla. Donelly cogió sus nalgas fuertemente con las manos y a apretó contra él como si deseara
penetrarla hasta dejarla clavada en la pared. Yo estaba allí de pie, en camisa, con mi lanza inhiesta como si les
presentara armas. De repente me di cuenta de lo absurdo de mi posición y qué hubieran pensado de ella el doctor
Johnson o el general Paoli, ¿habrían sido capaces de quedarse allí viéndome? Pero en esos momentos, cuando aún
estban galopando en medio de su carrera, Donelly gritó de repente: "Ahora le toca a Bozzie." Se separó y la muchacha
comentó: "Eso no está bien." Para minimizar su inconveniente yo me eché sobre ella como un brigante e introduje mi
lanza en el suculento pozo. Pero mi excesivo fervor me hundió, pues apenas ella recibió mi herramienta la llené con un
zambombazo de semen que se escapó antes de que pudiera contenerme o realizar el autocontrol. En vista de eso, mi
cabeza cayó tan baja como mi instrumento y mis mejillas imitaron su color; pero apenas me había separado de ella
Donelly me reemplazó y suavizó su desilusión con golpes que hacían que sus vientres se unieran con violencia.»

La descripción continúa dos páginas más, pero esto es todo lo que tuve tiempo de copiar. La enfermera estaba ayudando
al anciano Bates a quitarse la bolsa de plástico, así que leí de prisa el resto en el cual se describe cómo Bosweil, después
de su fracaso inicial, lo pudo reparar jodiéndola con vigor «con tal estilo que siento no haber podido estar viéndolo». Se
sintió muy halagado cuando Thérése comentó: «¡Es una desgracia ser la amante de un viejo.» Él, Thérése y Esmond
pasaron la noche en la misma cama —que era lo bastante grande para los tres— y encontraron la situación tan picante
que dormían un ratito y luego volvían a hacer el amor de nuevo. Bosweil se quedó dormido profundamente mientras
Esmond trataba de convencer a Thérése para que se dejara poseer contra natura, pero después la puso de espaldas y la
penetró de nuevo. En aquel momento, los deseos tanto tiempo insatisfechos de Thérése estaban saciados, por lo que
permaneció echada sin ganas cuando Bosweil hizo el amor con ella por sexta vez. «Yo fui el último en gozarla aquella
noche», registra entusiasmado, «pero debo reconocer con honestidad que Donelly lo hizo siete veces mientras que yo
sólo seis». La noche siguiente, Bosweil se sintió mal del estómago y se pasó la noche en la cama de Esmond. Dice que su
corazón estaba entusiasmado con tal actividad : «sobre todo porque habíamos visto a una chica como de unos quince
años que podía haberme excitado para el resto de la semana».
Al día siguiente Esmond comentó que sus negocios le obligaban a quedarse en Calais durante unos días más. Cuando el
buque zarpó con rumbo a Inglaterra, Bosweil vio a Esmond en el muelle con la guapa jovencita. Por suerte Thérése no
los vio. De vuelta ya en Dover, al día siguiente (12 de febrero), el Diario publicado de Bosweil resume: «Ayer por la
mañana nos metimos en la cama e hicimos el amor otra vez. Trece en total. Estuve cariñoso con ella.» No compara su
récord con el de Esmond.
Clive Bates se dio cuenta de mi mirada y me hizo un gesto de advertencia con la cabeza. La enfermera le estaba quitando
la bolsa de plástico. Cerré el manuscrito que había estado leyendo y me guardé en el bolsillo las notas que había tomado.
Tomé un panfleto de Ruskin y cuando el anciano me preguntó qué había estado leyendo le dije que aquello, y que lo
había encontrado fascinante. Su nieto añadió en aquel momentó que debíamos marcharnos y la enfermera también
parecio alegrarse de nuestra decisión.

—¿Me ha preguntado tu amigo todo lo que quería? Vacilé un momento.

—Hay otra pregunta, señor —dije—. Sobre Esmond Donelly.

—¿Donelly? ¿Quién es? Clive se lo explicó. El anciano admitió:

—¡Ah, sí, ya recuerdo! Era un miembro de la Secta del Ave Fénix.


—¿Cómo lo sabe?

—Veamos... a ver si recuerdo... Ah, sí. Me lo dijo Wise. Es esa carta que deseaba encontrar. El panfleto que ha estado
leyendo es de otro amigo de Donelly. No puedo recordar su nombre. Tenía un título.

—Podría ser Horace Glenney, ¿no es así?

—Sí, ése es el hombre: Lord Glenney.

—Pero, ¿cómo lo sabía Wise?

Por desgracia Bates interpretó esto como otro ataque contra Wise y se puso a la defensiva de su viejo amigo, así que
decidí dejar las cosas como estaban. Además tenía hambre. Le di las gracias y prometí volver a verlo. Fuera ya de la casa,
Clive Bates me dijo, excusándose :

—Como puede ver el viejo está un poco chocho.

—¿Ha leído usted el manuscrito de Bosweil que yo estaba leyendo?

—¡Ah! ¿Sabía usted que es de Bosweil? Sí, claro que lo he leído. Una soberbia obra de picaresca. He tratado de
persuadirle de que envíe una copia a ese tipo que va a editar el diario de Bosweil, pero no he logrado convencerle.

—Naturalmente. No le pertenece.

—¿Está seguro?

Le hice un resumen de lo que sabía de la historia de los escritos de Bosweil. Clive me dijo:

—El viejo siempre se jactó de que lo había comprado por cinco libras. Dice que Lady Talbot dio con él un día y le
pidió a su marido que lo destruyera. El marido dijo que lo haría, pero después se lo vendió al abuelo por cinco libras.

—Podría ser verdad. ¿Tiene más papeles de Bosweil?

—No, que yo sepa. Al menos es el único que he visto.

Había comenzado a llover cuando aparcamos frente al Shelhourne. Le dije por cortesía a Clive Bates:

—Muchas gracias por haberle llevado a ver a abuelo. Un anciano encantador.

—Es un hombre extraño. Usted no lo conoce.

Sentí curiosidad pero no quería presionar. Tampoco tenía necesidad de ello. Sentados en el bar, mientras nos
tomábamos una copas de vino tinto, me dijo :

—Creo que mi abuelo es uno de los peores hombres que llenos de increíbles cualidades se pueden hallar en Dublín. para
empezar, es un embustero. Fingió que no recordaba el nombre de Donelly. Una tontería desde luego. Sabía quién era tan
bien como usted.

—Entonces, ¿por qué...? Me interrumpió:

—Segundo, es uno de los hombres más tacaños de toda Irlanda—

Durante los cinco minutos siguientes me comentó algunos ejemplos de la tacañería de su abuelo que eran del todo con -
vincentes; podría ser el prototipo del típico irlandés, tal como lo describe Maturin en el comienzo de Melmolh the
Wanderer, que ruega hasta su último aliento ser enterrado en una tumba pobre. Después me contó otras historias sobre la
falta de honestidad de su abuelo en pequeñas cosas.

—La pobre muchacha que lo está cuidando es una estudiante de enfermera, así que no le paga casi nada. Pero hace que se
acueste con él prometiéndole que le dejará cierta suma de dinero en su testamento. Lo que no hará ni en sueños.

—¿Está usted seguro?

Estaba sorprendido. El anciano no parecía tener salud suficiente como para resistir ni siquiera un sueño sexual.

—Naturalmente. También se acuesta conmigo en sus días libres.

Comenzaba a sentirme un tanto deprimido. Clives Bates me estaba contando los defectos de su abuelo con verdadero pla-
cer, como si gozara de ellos, lo cual me pareció un tanto desagradable.

—¿Por qué no le dice usted a la enfermera que su abuelo no piensa dejarle ni un céntimo?

—Lo dejaría y eso no nos conviene en absoluto a ninguno de los dos.

Como tenía hambre, sugerí llevarnos la botella de vino al comedor. Pero él me dijo :

—¿No le importaría que cenáramos en el gran bar de abajo?

—No, si usted lo prefiere.

Encontramos una mesa junto a la ventana que daba a la calle.

Le pregunté :

—¿Quién es el heredero de su abuelo?

—Supongo que yo.

—Entonces, ¿por qué no le agrada?

—Son dos cosas que no tienen nada que ver. Es un viejo picaro. Además yo no necesito su dinero. Estoy en una
sitúación económica bastante buena. Y es posible que sea ésa una de las razones por las que me deja su dinero. Su
sobrino Jim Hurd, lo necesita mucho más que yo...

Se interrumpió de repente y se quedó mirando a la ventana. Seguía lloviendo y una niña de aspecto pobre y mal
vestida nos miraba a través de la ventana. Cambiaron una mirada y él le hizo un guiño. Extrañado le pregunté:

—¿La conoce usted?

—No.

De todos modos le estaba haciendo un gesto amenazador con el dedo. Ella movió la cabeza. Él se levantó y salió...
Esperaba que la chica desaparecería al verlo salir, pero se quedó allí, fría, empapada y un tanto miserable.

Clive Bates le dijo algo y ella movió la cabeza con gesto negativo, pero él la cogió por los hombros y la atrajo hacia
sí. Un momento después ambos regresaban a nuestra mesa.

—¿No le importa que coma con nosotros?


Le dije que no, pero temí que en la dirección del restaurante no pensaran lo mismo. La chica era mayor de lo que
antes me había parecido : unos catorce o quince años. Estaba despeinada, con las trenzas casi deshechas y le goteaba la
nariz. Llevaba una cazadora de hombros postizos con un solo botón. La lluvia había ensuciado su cara. Tenía el aspecto
de no haberse lavado en quince días y la lluvia parecía provocar en ella un olor que confirmaba mi tesis. Clive le
preguntó :

—¿Cómo te llamas?

—Florence.

—¿Pero te llaman Flo?

—Sí.

Tenía el acento de los barrios bajos londinenses. Sentada allí, frotándose las manos frías, parecía la pura imagen de la
miseria. Nuestro camarero se nos quedó mirando con aire de desaprobación y pensé que el director iba a venir a pedirnos
que abandonásemos el local, pues nos miraba con aire de enfado.

—¿Te gustaría un poco de pescado con patatas fritas? La chica afirmó con la cabeza, pero seguía mostrándose apagada y
sin entusiasmo alguno.

Clives llamó al camarero y pidió la comida con aire de superioridad e indiferencia. Mi opinión al respecto era contra -
dictoria y entremezclada. Si la había invitado por pura bondad aprobaba, aunque yo me la hubiera llevado a otro sitio más
lejano y desapercibido. Pero Clive era un personaje de un carácter tan complejo que resultaba muy difícil estar seguro de
sus motivos. Mi impresión era que la chica se encontraba a disgusto y fuera de lugar. Sugerí que subiéramos a mi
habitación y hacernos servir allí la cena.

—No, no. ¿Por qué habríamos de hacerlo? Estamos muy bien aquí.

Yo ocupaba el asiento al lado de la niña, pero hubiese preferido estar un poco más lejos. Tomé su chaqueta para colocarla
y olía como si hubiera estado en un basurero o como si la hubieran usado para envolver pescado. Yo tengo un olfato muy
sensible; pero no sólo era eso, sino que también creía que no nos estábamos portando bien con nuestros vecinos.

La cena fue una de las más incómodas de todas las que he tenido en mi vida, yo pedí otra botella de vino en un intento de
hacerla más soportable. No comprendía cómo la chica había accedido a cenar con nosotros. Respondía a nuestras pre-
guntas con simples monosílabos, temerosa de elevar la voz. Estaba sentada encogida, como si aún tuviera frío. Clive
parecía no darse cuenta o no importarle tal situación. Hablaba en voz alta y con aire animado, contándome algunas
anécdotas sobre el Festival de Cannes y la última película de Bergman, tema que no logró despertar en mí el menor
interés. Traté de hablar con la muchacha pero advertí que ella prefería que la dejara en paz. Me encontré mejor cuando se
marchó la gente que ocupaba la mesa próxima a la nuestra. Cuando llegó su pescado con patatas fritas, la niña lo regó
con vinagre y salsa «ketchup» y así su propio olor a pescado se hizo menos apreciable. Observé con alivio que la chica
no tomaba postre. Yo tenía la intención de hacer que la nota se me incluyera en mi cuenta del hotel, pero cambié de
opinión, pagué al contado y le di al camarero una propina exagerada. No quería que se diese cuenta de que residía en el
hotel.

Clive, en voz alta y máximo tono aristocrático, me dijo :

—Bien, bien, si ya hemos terminado, podemos ir a mi casa a tomarnos unas galletas con queso.

Estaba tan satisfecho al ver que la cena había terminado que no hice ninguna objeción. Esperaba que la chica nos de-
jara. Ver su cara infeliz y triste me ponía de mal humor. La satisfacción que mostró el camarero por la propina fue sólo
una pequeña victoria.

Una vez fuera, Clive dijo:

——Bien, bien, no sé cómo vamos a entrar los tres en mi deportivo.


Pensé que lo decía para insinuar a la chica que no podíamos llevarla. Pero la muchacha no se dio por aludida.

—Bien, ya nos las arreglaremos. Vamos, suba. Clive la tomó con firmeza por el brazo. Yo le pregunté a la chica:

—¿No te estarán esperando tus padres en casa? Ella se encogió de hombros con indiferencia y me respondio con su
acento vulgar:

—¡No!

En el Porsche se sentó sobre mis rodillas. En el espacio cerrado —Bates me había pedido que no abriera la ventanilla—
el mal olor de la chica se hizo mucho más perceptible. La chica tenía que apretarse contra mí para poder colocar bien sus
piernas. Clive le dio un golpecito amistoso en la rodilla y le dijo :

—Bien, pronto estaremos en casa... ¡Oh, oh...! Tienes un agujero aquí...

Se estaba refiriendo a una de las medias de la muchacha. Después me hizo un gesto y me comentó:

—¡Le envidio a usted!

Yo le miré tratando de disimular mi sorpresa. No me podía imaginar que encontrara deseable sexualmente a aquella chi-
quilla sucia, empapada y mocosa. ¿Es que no tenía sentido del olfato?

En cuanto a la chica, encontraba muy rara su pasividad. Cuando nos paramos junto al piso de Clive pensé que la
chica iba a hacer alguna objeción. Al fin y al cabo no nos conocía. ¿Cómo podía estar segura de que no íbamos a intentar
violarla? Pero se quedó allí, de pie, indiferente, hasta que Clive la tomó del brazo y la condujo a la puerta.

Florence todavía parecía más fuera de lugar en aquella casa tan bien amueblada. Dejó caer su chaqueta sobre el sofá y
corrió a acurrucarse junto a la chimenea. Parecía desprovista de todo interés por lo que la rodeaba.

Clive se dirigió a mí:

—Pongamos un poco de música, ¿le parece? Conoce la Dust Cart Cantata, de James Oswaid? ¿No? Pues debe oírla. Es
deliciosa.

Me pregunté si intentaba dirigirse a la chica con una referencia burlona, pero lo cierto es que tomó el disco de ese título
y lo puso en el gramófono. Le ofreció una copa a la muchacha, pero la rechazó. Trajo queso, galletas y aceitunas re-
llenas, que ella tampoco quiso. Pero cuando le ofreció una caja de galletas surtidas empezó a comer sin mediar palabra
con las piernas separadas, cerca del fuego, dejando caer algunas migajas sobre el supermodernísimo sillón y sobre la
blanca alfombra. Yo cogí una silla y fui a sentarme al lado opuesto del fuego, Clive, por el contrario, se acercó más a
ella... en esos momentos empecé a preguntarme si Florence estaría drogada; su rostro pequeño y afilado seguía
manteniendo su aire de indiferencia. Cuando Clive le hablaba, ella respondía con monosílabos e, incluso, sólo con
movimientos de cabeza. Cuando se hubo comido una incalculable cantidad de galletas, pidió algo de beber. Clive fue a la
cocina y regresó con una botella de Coca-Cola y una cañita. Cuando concluyó la Dust Cart Cantata, ella preguntó con
cierta aspereza :

—¿Por qué no pone algo de música decente?

Clive puso un disco de Mantovani y su orquesta que pareció satisfacer a Florence, aunque no dijo nada.

Me preguntaba si Clive Bates esperaba que yo me fuera a casa y le dejara solo con la niña, pero cuando sugerí que se me
estaba haciendo un poco tarde, me contradijo de inmediato y puso la televisión para oír las noticias. Yo estaba allí, senta -
do, bebiendo brandy y sabiendo que me estaba emborrachando, pero me sentía como si en todo el día no hubiera hecho
más que beber agua.

Las noticias fueron seguidas de un programa sobre los problemas políticos en Irlanda del Norte. Clive me dio un golpe en
el brazo y me señaló a la chica que se había quedado dormida. Me dijo con tono suave:

—Bastante bonita, ¿no le parece? Me costó trabajo encontrar una respuesta justa o cuando menos adecuada.
Finalmente dije:
—Necesita un buen baño.

De repente el rostro de nuestro anfitrión adquirió una expresión triste. Bajó los ojos.

—¡Sí...! Pobre chica...

—¿No le parece que debía llevarla a casa? Sus padres pueden crear problemas.

—¡Oh, no creo! Puede quedarse a dormir aquí si quiere.

Cedí. Él debía saber mejor que yo sus propios asuntos. La joven se había dormido con una pierna por encima del
brazo del sillón que ocupaba y la otra extendida hacia el fuego. Un leve movimiento para cambiar de posición hizo que
su falda se levantara por encima de las rodillas. Clive me hizo un gesto, se agachó y miró por entre su falda, tras
levantársela un poco con mucho cuidado.

—Mire —me dijo.

—No.

—Pero mire, mire.

El tono de su voz me causó la impresión de que estaba tratando de mostrarme algo importante. Cambié mi postura y miré
por debajo de la falda. Sus medias, gruesas y burdas estaban llenas de carreras y agujeros. Llevaba unas bragas de
algodón largas pero estaban tan viejas y lavadas que se habían estirado y no ocultaban nada. Aparté mis ojos no por
mojigatería sino porque me hubiera sentido avergonzado si la muchacha hubiera abierto los suyos en aquel momento.
Le pregunté a Clive:

—¿Qué es lo que hay que ver?

De nuevo adquirió una expresión triste y con tono meditabundo me dijo :

—No me cabe duda de que proviene de una familia muy pobre. No hay que sorprenderse, pues, de que no esté
demasiado limpia.

—¿Quieres dormir aquí? —le preguntó.

La niña se movió un poco pero no respondió nada ni abrió los ojos. Me pregunté si estaría avergonzada. Bates tocó el
paño de su falda.

—Va a pescar un resfriado si sigue mucho tiempo con esta ropa.

Clive Bates se levantó. Pasó un brazo por detrás de las piernas de Florence y el otro bajo el suyo y la alzó. Ella movió la
cabeza y dijo algo. Pensé que o bien estuvo fingiendo que dormía durante todo el rato o Bates había puesto algo en la
bebida que le había servido. Tal vez hidrato de cloral para producirle un abandono tan absoluto.

Lo seguí al dormitorio... Hubiera resultado estúpido preguntarle qué estaba haciendo. El dormitorio era confortable y
cálido. La dejó sobre la gran cama de matrimonio y le quitó los zapatos. Después miró la cintura de la falda hasta dar con
la cremallera.

—¿Sabe lo que está haciendo? ¿Cree que está bien? —le pregunté.

—No la voy a meter en mi cama con estas ropas. Usted mismo se quejó antes de que apestaban.

Encontró la cremallera y la bajó con un torpe movimiento, después tiró de la falda y se la sacó por completo. La mu-
chacha no llevaba enaguas ni combinación, sólo las medias sostenidas por un liguero y sus viejas bragas cuya cinta elásti-
ca estaba casi desprendida del resto.
—Un bonito tipo el de la muchacha —comentó.

Era una observación un tanto exagerada; la niña era delgada y tenía el vientre tan hundido que se le marcaban los huesos
de la cadera. Acto seguido Clive tomó el jersey, que era de un color verde, y se lo alzó. Después le levantó la cabeza para
podérselo sacar. Debajo llevaba un sostén que en algún tiempo debió de ser blanco. Los tirantes se habían roto por la
parte de atrás y la chica los había unido con un trozo de cinta elástica negra. Sentí la típica excitación instintiva
masculina cuando la miré. Los pechos eran planos y subdesarrollados. Clive me miró.

—¿Vamos a tirárnosla?

Respondí con tono enérgico:

—No, déjela sola.

Hizo un movimiento rápido y puso su mano en la parte delantera de mis pantalones. Retrocedí como si me hubiera gol-
peado. Hizo un guiño.

—¡Vamos, hombre! No puede negar que está excitado. Hice un esfuerzo para resistir el impulso de golpearlo.

—¿Por qué no la mete en la cama y la deja dormir?

—No. Se sentiría defraudada.

Le quitó las bragas y deslizó su mano entre sus muslos.

—¡Toque!

—No, gracias.

—Mire.

Me mostró su mano. Estaba húmeda. Luego añadió:

—Creo que voy a poseerla.

Se quitó el cinturón, se desabrochó los pantalones y los dejó caer. Mis sentimientos eran variados y confusos. Yo es -
taba casi seguro de que Florence dormía. Pero, si en realidad era así, yo me convertía en cómplice de una violación,
pues ella no había dado su consentimiento al acto. Me agaché y le toqué los hombros. No se movió. Clive Bates,
hablando con un tono casi demencial, le tocó el seno con un dedo mientras decía :

—Dile que estás despierta, dulzura.

Se agachó como si fuera a besarla, pero en vez de hacerlo tomó su labio superior entre sus dientes y lo mordió. Con su
enorme trasero desnudo vuelto hacia mí tenía un aspecto obsceno. Le abrió las piernas y se echó sobre ella. Después me
miró con expresión lujuriosa y exclamó :

—¡Ah, ah...!

Me di la vuelta y me dirigí a la puerta. Antes de que llegara él vino tras mí.

—¡Vamos, vamos, querido Gerard, no te pongas en plan puritano! Sabes de sobra que es excitante. ¿Por qué no
miras primero mientras yo lo hago y después me dejas que yo te mire cuando lo hagas tú?
Estaba en la puerta, con la camisa de vestir, su corbata de lazo y el pene erecto y reluciente.

—No es mi tipo. No quiero parecer ofensivo, además, no está muy limpia.

—No, supongo que no.

Tenía el rostro sonrosado y brillante y sus ojos relucían con febril entusiasmo. Añadió:

—Podemos bañarla antes si lo prefieres.

—Usted está loco.

—No serás de verdad un puritatio.

—No creo.

Vino y me tomó del brazo. Su erección proseguía sin disminuir. Me costaba trabajo apartar los ojos de su órgano.

—Mira, hoy yo te he hecho un favor. Cuando el viejo muera seré yo quien herede todos sus manuscritos y papeles. Te
dejaré coger los que quieras.

De repente, la situación me recordó aquella otra en la que me encontré con el coronel Donelly. Era superior a mis fuer zas,
asi que repliqué :

—Mira, si quieres tirártela, adelante, yo no te voy a detener. Pero yo no quiero. Y tampoco que la bañes.

Hablé así, convencido de que a la chica no le gustaría de ninguna manera una orgía a tres.

—¿No te marcharás?

—No. Esperaré.

—Dejaré la puerta abierta.

Se apresuró a volver a la cama y vi cómo se echaba de nuevo sobre ella e incluso me pareció que ella abría las pier nas
para recibirlo. Me alejé. En el armarito de las bebidas encontré una botella de vino y me serví un buen vaso. Los sonidos
que venían del dormitorio no me hacían sentir la menor duda de que Clive se estaba divirtiendo. De vez en cuando
suspiraba, gruñía o hacía comentarios como «¡Qué putita...!» Finalmente cesaron los ruidos. Yo seguía con mi vino y
unas aceitunas, a la vez que hojeaba un ejemplar de La Hermandad de la Cruz Rosada, de Waite, que había encontrado
en una estantería. Empecé a sentir un poco de sueño. Sería falso decir que no estaba sexualmente excitado. La extraña
pasividad de la chica me había inspirado curiosidad, que relacionada con una mujer, está muy cerca del deseo de quitarle
la ropa. Ahora, sentado en el sillón, me vino el recuerdo de sus bragas rotas y sus genitales al descubierto. En
circunstancias diferentes hubiera podido hacer el amor con ella. Lo que me frenaba era la personalidad de Clive Bates y
sus intentos de enrolarme como cómplice de su violación.

Había pasado ya la medianoche y pensé en regresar al hotel. En esos momentos se produjo un movimiento en la alcoba.
Clive Bates estaba de pie completamente desnudo y con, la niña en brazos.

—Te la he traído.

—Muy amable, pero tengo que irme.

—Oh, no, no te vayas.

Se arrodilló y dejó a la chica sobre la gruesa piel de oso que servía de alfombra a mis pies. FIorence estaba ya
desnuda. El bello púbico era de un color rubio rojizo y algunos pelitos humedecidos se pegaban a su piel. Clive se fue de
la habitación. Yo me agaché sobre la niña y le toqué un brazo.

—¿Estás despierta? —le pregunté.

No me respondió. Ni tan siquiera se movió. En el cuarto de baño oí ruido de agua. Unos minutos después Clive Bates
salió de allí, con una gran palangana de plástico rojo lleno de agua caliente que dejaba escapar un poco de vapor.

—¿Qué vas a hacer?

—La bañaré para ti.

El agua estaba ligeramente perfumada. Clive tomó una esponja, la escurrió y enjabonó a la chica con gran cuidado
utilizando un jabón de baño de color limón. Le separó las piernas y comenzó a bañarla con cuidado, sin preocuparse para
nada del agua que caía sobre la alfombra. Cogió una toalla y la secó. Después, con el mismo cuidado, le lavó los senos,
luego, el vientre, los muslos y las rodillas. Después le dio la vuelta, abrió sus nalgas y repitió la operación. Una vez que
la hubo secado, se agachó y la besó en el ano. A continuación, alzó los ojos hacia mí y comentó:

—Aquí la tienes. No puede estar más limpia.

—Todo lo que necesita ahora es ropa limpia.

—Creo que eso se puede arreglar. Se levantó y me dijo:

—Aquí la tienes, toda tuya.

Se alzó, dio la vuelta, salió de la habitación y cerró la puer ta que daba a su dormitorio. Era una tentación. El ver a Clive
cuando la acariciaba con la esponja me había producido una erección. Me agaché y toqué sus pechos. Estaban fríos. Me
levanté, llamé a la puerta del dormitorio y después la abrí. Clive estaba sentado sobre la alfombra y haciéndome un ges to
con el pulgar me miró con aire salvaje. De nuevo tenía el pene erecto. Le dije:
—Perdóname, sólo buscaba algo para tapar a la chica. Me dirigí a la cama, cogí la colcha y volví al lado de FIo rence.
La tapé. Creo que pude apreciar una involuntaria sonrisa en sus labios. Oí el ruido de los muelles de la cama en la otra
habitación. Me senté y abrí el libro de Waite sobre los «cruzados rosados». Después me adormecí. Desperté cuando el
libro se me escapó de las manos y cayó sobre mis rodillas. Miré el reloj. Eran las dos y inedia. De pronto FIorence se
sentó. Miró la colcha.

—Muy amable de su parte. Gracias.

—De nada.

Hablábamos en voz baja. Ella me dijo :

—Bien, creo que es mejor que me vaya.

—¿Así? —me referí a su desnudez.

—No.
Se levantó y se dirigió a una cómoda antigua que estaba en un rincón. Abrió uno de los cajones y sacó un par de
zapatos.
—¿Habías estado aquí antes?

—Un promedio de una vez por semana.

Sin dar la menor muestra de timidez, se puso primero un liguero nuevo, que también cogió del cajón, y después las
medias. Sacó unas bragas y el sostén pidiéndome que le ayudará a ponérselo. Me dirigí a la puerta del dormitorio y miré.
En esta ocasión no me cupo la menor duda de que Clive Bates dormía. Florence se puso una enagua de nilón del mismo
color que el sostén y las bragas. Mi escasa experiencia me hizo pensar que aquellas ropas debían ser bastante caras. Se
dirigió a un armario muy cerca de la puerta y sacó una percha, envuelta en una bolsa de plástico que protegía un traje de
chaqueta. Se dirigió al espejo que había sobre el radiador eléctrico y se cepillo el pelo con un peine que también sacó de
otro cajón. Se le había secado el pelo y pude apreciar que tenía el mismo color pelirrojo que le había visto en otra parte.
Se maquilló un poco el rostro y se pintó los labios. Cuando se volvió casi no pude reconocerla. Quizás unos veinte años.
Lucía aquellas ropas caras y de lujo como si estuviera acostumbrada a usarlas con frecuencia.

—¿Listo?

—¿Cómo...? Sí.

Del armario sacó un abrigo que hacía juego con el traje y un paraguas del mismo color. La joven apagó la estufa eléc -
trica, después la luz. Nos fuimos y cerramos despacio la puerta tras nosotros.

—¿Dónde vive usted? —pregunté.

—No voy a volver a casa. ¿Se aloja en Shelbourne, verdad?

—Sí.

—Vamos a volver allí y trataré de conseguir una habitación. Es muy tarde para regresar a Malahide —me explicó.

Su acento seguía siendo londinense, pero ya no el de los barrios bajos.

Había cesado de llover y caminamos por las calles vacías. Le pregunté si conocía al abuelo de Clive Bates.

—¡Oh, sí! Solía vivir algunas veces en Malahide. Fue allí donde conocí a Clive. El abuelo es tan perverso como él.

—¿En qué sentido?

—También le gustan muy jóvenes. Ya se acostaba conmigo cuando sólo tenía diez años.

Parecía tener ganas de charlar y lo hizo con tono indiferente, como si hablara de negocios en vez de estar haciendo
revelaciones íntimas. Clive la había seducido cuando sólo tenía doce años —le había ofrecido el dinero suficiente para
comprarse una bicicleta cara si acudía a su habitación algunos días durante una hora, después de salir de la escuela.
Florence era la hija ilegítima de una cobradora de autobús y siempre estaba hambrienta y mal vestida. Aunque no lo dijo
con claridad, quedó de manifiesto que Clive se sintió atraído por sus harapos y su suciedad. Para ella la pérdida de la
virginidad significó un choque terrible y doloroso, pese a que Clive la había tratado bien, con ternura, y a base de caricias
que la hicieron sentirse a gusto y confiada. Pero un día, después de que la había desnudado la untó con aceite de oliva y
la gozó quitándole su virginidad penetrándola de una manera rápida y violenta. La niña gritó y se pasó llorando media
hora, hasta que Clive bajó la escalera y volvió con la bicicleta que tanto tiempo había desea do. Los encuentros en la
habitación de Clive continuaron. y muy pronto el anciano Bates se unió a ellos. Le pagaban muy bien y el viejo habló con
la madre sobre la posibilidad de adoptar a la niña. La madre sabía lo que pasaba, pero creyó es túpido rechazar aquella
buena suma de dinero.

La única objeción era que Florence gastaba demasiado dinero en vestidos. Formaba parte de su fantasía el que debía
continuar siendo una cenicienta zarrapastrosa. Clive recorría las tiendas de ropas usadas, compraba lo necesario y se lo
enviaba por paquete postal, junto con una nota explicativa de dónde debía encontrarse con él y a qué hora. Él debía
abordarla y ella comportarse como si nunca le hubiera visto antes. Si era posible, llevaba a algún conocido con él y
repetía la curiosa escena de violación que yo acababa de presenciar. Le pregunté si los demás amigos de Clive aceptaban
su propuesta de acostarse con ella mientras fingía estar inconsciente.

—¡Claro que sí! Usted es el segundo que rehusa.

—¿Y qué pasa en ese caso?

—Se sorprendió. A veces se excitan tanto viéndose el uno al otro conmigo que no paran en toda la noche. Si tengo
suerte, los dos se sienten atraídos entre ellos y me dejan en paz.
—¿Clive es homosexual? Ella me replicó:

—Es de todo.

El conserje de noche parecía conocerla; la joven cogió la llave y subimos las escaleras juntos. En el segundo piso,
donde nuestras direcciones se separaban, ella me preguntó:

—¿Quiere que vaya a charlar con usted? Sabía lo que quería insinuar y le respondí :

—Creo que debe dormir un poco. Ha tenido una noche muy agitada.

Me hizo un guiño.

—Es usted estupendo. No me importaría...

Se puso de puntillas y me echó los brazos al cuello. La besé y de pronto me sentí de nuevo excitado. Se despidió de
mí con un «¡buenas noches!» y se alejó por el corredor. Reprimí mi deseo de seguirla a su habitación y me fui a la mía.
Antes de meterme en la cama me tomé media docena de tabletas de vitamina B y me bebí medio litro de agua. Pero no
me sirvió de nada. Por la mañana me desperté con la boca seca y con una cabeza que me zumbaba como si dentro de ella
tuviera una dínamo en funcionamiento.

Dos tazas de café y algunas tostadas calientes con mantequilla me hicieron sentirme más humano. Me senté en la cama
con el diario de la mañana y me pregunté si un viaje al castillo de Malahide sería merecedor del trabajo, el tiempo y la
energía que habría de emplear en él. Me sentía tentado a colocar el cartelito de «No molesten» en la puerta de mi habita-
ción y pasarme durmiendo el resto de la mañana. En esos momentos sonó el teléfono y el timbre fue como una sierra
circular cortando mi débil concentración. Me pregunté si sería Clive Bates y estuve a punto de no responder. Sonó de
nuevo y lo cogí. Una voz de hombre preguntó:

—¿Señor Sorme?

—Al habla.

—Aquí Alastair Glenney. Usted me escribió una carta. Le respondí sorprendido :

—¡Dios mío! ¿Cómo está usted? Ha sido una gran amabilidad por su parte el telefonearme.

—Su esposa me ha dicho que se alojaba usted en el Shelbourne. ¿Qué posibilidades hay de que venga usted a Londres?

—No sería imposible, ¿por qué?

—Es algo demasiado largo para explicárselo por teléfono. Pero estoy realmente fascinado con todo este material sobre
Esmond Donelly. Tengo la idea de que tal vez pueda serle útil. ¿Sabe usted que Golspie House ha sido vendida?

—No, ni idea.

—Pues así es, lo siento. Hace dos años. Los nuevos dueños me hicieron llegar su carta. Mi hermano mayor murió en Sui -
za, ahogado en un accidente de lancha. Las cosas resultaban demasiado complicadas —derechos reales y todas esas cosas
—, así que decidimos vender Golspie. Ahora es propiedad de un canadiense apellidado Miller. Sé que había grandes
cajones y cestas llenas de documentos y papeles. Y, como es natural, me siguen perteneciendo.

—¿Tiene usted acceso a ellos?

—Sí, desde luego. Ese Miller es un tipo honesto. Si usted puede venir a Londres, podríamos ir juntos allí. Pensé con
rapidez.
—¿Cuándo tendrá usted tiempo?

—En cualquier momento. Ahora no trabajo.

—Si tomo hoy mismo un avión, ¿tendría usted tiempo?

—Sí, de acuerdo. Y me alegraré mucho de verle.

Anoté su número de teléfono. Le dije que le volvería a llamar y colgué. Lo primero que hice fue llamar al aeropuerto.
Había un vuelo de Air Lingus a las doce treinta y cinco y tenía que estar allí media hora antes para recoger mi billete.
Confirmé la reserva y después llamé a conserjería para que me preparasen la cuenta. Después hice lo mismo con Diana
pero sólo pude hablar con Mopsy que había quedado al cuidado de la asistenta mientras su madre se iba a la peluquería.
Le dije que avisara a mamá de que me iba en avión a Londres y que la llamaría más tarde. Después volví a telefonear a
Alastair Glenney y le dije que llegaría a Heathrow a la 1,45. Todo esto lo tuve que realizar con la mayor rapidez por lo
que me dolió un poco la cabeza, pero logré estar en el avión cinco minutos antes de que despegara. Dormí un poco
durante el viaje y me desperté en el preciso momento en que el piloto anunciaba el aterrizaje.

En el vestíbulo del aeropuerto sonó por un altavoz una voz que preguntó si el señor Sorme podría dirigirse al
mostrador de la Air Lingus. Me dirigí allí y me encontré con un hombre alto y muy joven que me esperaba.

—¿Señor Sorme? Soy Alastair Glenney.

Era más joven de lo que yo había creído. Posiblemente aún no había cumplido los veinte años; su pelo largo, sus
tejanos y su cazadora de cuero no eran lo que yo había esperado en un país del reino. Era muy guapo y de pelo corto,
podría haber hecho una fortuna como modelo de publicidad masculino.

Le dije que había sido muy amable por su parte al acudir a recibirme. Me replicó:

—En absoluto. Si usted no hubiera venido a Londres hubiera ido yo a Irlanda.

Tuvimos que caminar casi dos kilómetros hasta llegar donde tenía aparcado su «Mini». En el trayecto hasta Londres
amplió lo que me había dicho por teléfono. Su hermano mayor, Gordon, había muerto a los veintiocho años cuando sólo
llevaba uno de casado. Eran los últimos supervivientes de la familia Glenney, y Golspie era propiedad conjunta suya y de
la viuda de su hermano, la cual seguía en St. Andrews. Los derechos reales eran muy elevados y cuando los bienes de su
hermano fueron usufructuados, le quedó bien poco aparte de la mansión, la Golspie House (pero Alastair tenía otros
ingresos independientes procedentes de la herencia de su abuela). Golspie era un mal negocio y el agente de la
inmobiliaria le dijo que no valía la pena molestarse en venderla, pues los impuestos se lo llevarían casi todo y, lo que no,
iría a parar a los gastos de venta. Pese a todo se decidieron a venderla. Al cabo de pocas semanas recibieron una oferta
casi increíble de un hombre de negocios canadiense que deseaba «un castillo escocés» para retirarse a vivir en él. Se hizo
el trato de inmediato. Alastair decidió que había llegado el momento de realizar el sueño de su vida, formar un grupo de
música pop y trasladarse a Londres. Lo del grupo no se había materializado y él vivía con tranquilidad en Holland Park
estudiando fotografía con la esperanza de convertirse pronto en fotógrafo de prensa.

Le pregunté cómo había llegado a interesarse por Donelly.

—Creo que es mejor que sea Angela quien se lo explique —me respondió—. Se trata de mi cuñada, la viuda de Gordon.
Nos espera en el piso.

He de admitir que había recibido un ligero desengaño. Alastair Glenney era un joven simpático y agradable, pero no veía
que tuviera un lugar en mi investigación sobre Donelly. Sin embargo, pensé que podía añadir un toque de ironía a mi
introducción si contaba en ella que el actual Lord Glenney era un cantante pop sin éxito que trataba de abrirse paso en el
periodismo. El muchacho parecía interesado en la historia de su famlia. Me explicó en pocas frases lo que había sido de
ella en el siglo XIX y cómo Lord Alexander Glenney, su abuelo, se había casado con una heredera norteamericana, en
1901, con lo que de momento logró restaurar la fortuna familiar. Su padre había vuelto a reducirla viviendo en Londres a
todo lujo y sosteniendo a media docena de amantes.

Llegamos a su piso a eso de las tres y media. Era una tarde dorada y suave y sentí una repentina sensación de bienestar
cuando me bajé del auto en los Holand News y contemplé cómo el chico cerraba el coche. En la ventana de la casa había
una joven mirándonos y él la saludó con la mano.

—Es Angela —me aclaró.


En cierto modo. Angela Glenney era una auténtica escocesa: delgada, bonita, vital, con el pelo corto y un rostro ligera-
mente pecoso. Llevaba tejanos y un jersey de lana tan largo que casi le llegaba a las rodillas.

—¿Quiere una taza de té o prefiere una copa? Le respondí que a esa hora prefería el té. Ambos se fueron unos instantes a
la cocina y yo eché un vistazo a los libros que tenían en las librerías y a los cuadros que adornaban las paredes. No me
cupo duda de que Alastair los había traído de Golspie; había una delicada colección de escoceses y de Tohn Gait en sus
ediciones originales. De muchos de los escritores escoceses que allí figuraban, no había oído hablar nunca. Los
volúmenes tenían el nombre de Horace Glenney pero por la fecha debía tratarse del hijo, el albacea testamentario de
Esmond Donelly.

En el rincón de una de las estanterías vi un libro que se titulaba Cartas desde una montaña, de Reginald Smithson. La
portada no tenía el nombre de su editor ni la fecha de edición, pero alguien había escrito «1780» en una de las primeras
páginas en blanco. En la portada figuraba el dibujo de una montaña con un simple árbol deshojado y un antílope. Algo
había en él que me pareció poco natural y me llamó la atención. De repente me sentí cansado y mareado, así que me senté
y cerré los ojos. Al principio me pareció, que todo se debía a la resaca, pero en el momento de cerrar los ojos, mi mareo
casi se hizo vertiginoso, así que tuve que abrirlos de nuevo y mire al libro otra vez. En ese momento y con claridad
meridiana supe lo que estaba ocurriendo. De nuevo me estaba «volviendo» Esmond. Pero en esta ocasión no estaba
viendo el mundo con sus ojos. Era como si estuviéramos compartiendo mi cerebro y viendo las cosas con un efecto de
doble personalidad. Supe la causa por la que me resultaba familiar el libro. Lo había visto antes y me produjo una
sensación de predestinación y, al mismo tiempo, de anticipada preocupación. Asociaba algo desagradable con el ejemplar.

Me sobresalté de pronto cuando se abrió la puerta y llegó Horace Glenney con una bandeja. Se me quedó mirando y
preguntó:

—¿Se encuentra bien?

Cesó el efecto de la doble personalidad y reconocí a Alastair Glenney.

—Sí, no es nada. Un poco de resaca, sólo eso. Miró el libro que aún estaba sobre mis rodillas.

—¿Lo ha leído? ¿Lo conocía?

—No.

Entró Angela y se dirigió a ella.

—¿No es sorprendente, Angy? Ha encontrado las Cartas desde una montaña ¿No prueba eso nada?

Habían preparado unos bocadillos y me di cuenta de que, en realidad, sentía hambre. Tan pronto como hube comido
un poco, desapareció mi sensación de mareo. Volví a ser yo mismo por completo. Tres tazas de té completaron la cura.
Mientras comía, Angela me explicó las razones por las que se interesaban por Esmond Donelly. Después de la muerte de
su esposo, había decidido completar el curso universitario que estaba realizando de soltera y que había abandonado para
casarse. Se inscribió en la Universidad de Edimburgo; su catedrático, David Mellie, se sintió muy complacido e
interesado al descubrir que Angela era Lady Glenney. Estaba escribiendo la historia de Edinburgh Review del que
Glenney fue uno de sus patrocinadores. Había sido contratado por el Dr. Gilbert Stuart, un hombre cuyas peculiaridades
parecían ser la envidia y el rencor. La agudeza de su tono hizo que la Review se convirtiera en un éxito desde el principio;
cuando apareció su primer número, sin duda Glenney contribuyó con un excelente artículo sobre Lord Momboddo, una
crítica muy dura de la historia escrita por el Dr. Henry, uno de los escritores contemporáneos más brillantes. Después,
Glenney, como muchas otras personas comenzó a darse cuenta de que la ironía, la amargura y la sátira. carecían de
justificación, y le escribió una carta muy larga —octubre de 1773— explicándole su idea de que la Review debía tener
como objetivo una mayor constructividad. Esto se consiguió en cierto modo gracias a Henry, Robertson, Blair y varios
otros, cuya reputación se sustenta en lo escrito en esas páginas. Stuart le respondió con una carta amistosa y razonable,
pero poco después debió suponer que Glenney había sido influenciado por Henry o Blair y escribió una segunda carta en
la que calificó a Glenney como «un eclesiástico perro faldero» (Henry era «un reverendo»).

El resto del relato puede hallarse en Calamidades y preocupaciones de los escritores de Isaac d'Israeli.

En noviembre, el Scotch Magazine (una publicación rival) impimió una brillante defensa de Stuart. D'Israeli le cita
en toda su extensión. En las páginas de Review, Stuart afirmaba que el autor del ataque, que firmaba con las iniciales «E.
D.», era Horace Glenney. Éste replicó de inmediato con una carta en la que afirmaba que, aunque se hacía solidario de
todas y cada una de las palabras del ataque, el autor era en realidad su ami go Esmond Donelly. El resultado de esta carta
fue una crítica muy dura de la obra de Donelly Observaciones sobre Francia y Suiza, que se publicó en la edición de la
revista de Stuart del mes de febrero. D'Israeli afirma que Glenney quiso desafiar a duelo a Stuart pero que fue disuadido
de ello por su amigo Esmond Donelly.
La batalla continuó incluso después del fracaso de la revista de Stuart. Éste se trasladó a Londres y contribuyó
periódicamente en The Gentleman's Magazine. Fue en esa revista donde apareció, en junio de 1881, una breve y
malintencionada crítica de Cartas desde una montaña, en la que se calificaba a la obra como los «vapores de una mente
que había perdido el equilibrio a causa de su impudicia y entusiasmo». En el núme ro siguiente de dicha revista se
anunció que el verdadero autor de Cartas desde una montaña era Horace Glenney.

Stuart murió cinco años más tarde, a la edad de cuarenta y cuatro años, amargado, poseído por el odio y convencido
de que sus enemigos habían conspirado para causar su ruina.

Ésa fue la historia que me contó Angela Glenney. Me habría entusiasmado aún más, de lo que en realidad lo hizo,
de no haberme encontrado tan cansado. Cada vez que Angela mencionaba a Horace Glenney, yo miraba a Alastair
Glenney y me preguntaba si sería cierto que se parecía a su antepasado. De ser así, tendría la prueba de que me hallaba
en cierta forma de contacto psíquico con Esmond. Cuando Angela terminó su narración, le pregunté si en Golspie había
algún retrato de Horace Glenney

—¡Oh, claro que sí!

—¿Qué aspecto tiene?

Se miraron entre sí y se echaron a reír. Fue Angela la que me respondió:

—Un enorme parecido con Alastair. ¡Ésa es la razón por la que se siente tan interesado por él!

Ya no podía caber la menor duda. Pero, en vez de sentirme entusiasmado por la confirmación de mi sospecha, me
sentí más bien oprimido.

Tomé el ejemplar de Cartas de una montaña.

—¿De qué trata?

—Es una obra muy retorcida. El Dr. Smellie piensa que está influenciada por el Citizen of the Word, de Goldsmith. Es,
en realidad, una especie de novela gótica, algo parecida a Castle of Orante de Walpole. Quizás un poco sorprendente y
atrevida para su época, si tiene en cuenta que todavía no habían comenzado a escribir ni Radcliffe ni Maturin.

—¿Podría explicarme, en resumen, su argumento?

—Se trata de dos amigos, llamados Rodolpho y Conrad. Una especie de David y Jonathan. Cuando se enamoran de la
misma muchacha, cada uno trata de persuadirla de que prefiera al otro. Van juntos a la universidad y, jurándose amistad
eterna, se hermanan por la sangre —ya sabe, ese tipo de rito—. Un día cuando está mirando el escaparate de una librería,
Rodolpho ve que se le aproxima un moro misterioso, llamado Abdallah Saba, que se ofrece a predecirle el futuro. Le
comunica que está destinado a convertirse en uno de los grandes gobernantes del mundo y le invita a su casa. Rodolpho
va un día, pese a las recomendaciones en contra de Conrad, y allí se enamora de una muchacha llamada Nouri, que
supone que es la hija de Abda-Uah...
En este punto Angela fue interrumpida por Alastair.

—No creo que quiera oír hasta la última palabra de ese relato —dijo.

Le aseguré que sí me gustaría y Angela continuó explicándonos el argumento: Rodolpho se vio mezclado en una serie de
ceremonias mágicas en las que la bola de cristal intervenía con gran frecuencia. Se hallaban en la parte más alta de una
torre, a la luz de la luna llena, cuando Rodolpho miró la bola de cristal. Vio un buitre que lo miraba con ojos amarillentos
y que parecía salir de allí para dirigirse hacia él. Con el sobresalto, Adolpho está a punto de caerse de la torre. Después, la
muchacha se convierte en su amante y promete casarse con él en caso de que su familia le dé el consentimiento. Le
confiesa que Abdallah no es su padre y que todo aquello no ha sido más que un complot para que Rodolpho pasara a ser
miembro de una terrible sociedad que planea destruir Europa.

Al día siguiente ve que Nouri y su «padre» se han marchado. Desesperado, los busca por todas partes. Un día, en una
antigua iglesia, ve la figura de un buitre en bronce y la compra por unas cuantas coronas. Después escribe un libro de
viajes, describiendo todos los lugares que ha visitado tratando de encontrar a Nouri, y en cuya portada hace imprimir el
símbolo del buitre. Rodolpho recibe poco después un sobre que contiene una nota en la cual se le ordena que destruya
todos los ejemplares de su libro de viajes. La nota lleva como firma el símbolo del buitre. Éste lo hace pegando fuego al
almacén de su impresor editor y muchas personas mueren en el incendio que se extiende a varias casas contiguas. Una
vez hecho lo que se le ordenó, el moro entra en contacto con él, que logra así reunirse con la mujer amada. Se convierte
en miembro activo de la sociedad, conocida por el nombre de Secta del Buitre. Los miembros de la secta se dan cuenta
de que Nouri ejerce una mala —o mejor dicho buena— influencia en él, por lo que ordenan a la joven que lo abandone.
Se niega a ello y es asesinada. Rodolpho, que ha llegado a hacerse con el poder absoluto sobre la or den, acepta una
amante llamada Fátima, que es una bruja y...

Sería aburrido resumir el resto de la novela que resulta confuso y melodramático. No cabe duda de que le debe
mucho al The Castie of Otranto y que, a su vez, influyó a la señora Radcliffe y a Maturin. Rodolpho sigue tentado a
cometer peores hazañas, pese a los intentos realizados por Conrad que busca salvar su alma. Finalmente la sociedad le
ordena que asesine a su amigo Conrad, pero esto es demasiado para él. En el último momento, Rodolpho arroja la daga
que llevaba para matar a su amigo y se abrazan. Rodolpho se siente arrepentido de sus malas acciones y ambos deciden
ir juntos en peregrinaje al Monte Athos. El pacto, al estilo David-Jonathan, ha prevalecido hasta ese momento. En una de
las últimas jornadas del viaje Rodolpho es despertado por la voz de la difunta Nouri. Se levanta y siguiendo la voz cae
desde una roca. Cuando su cuerpo es hallado, el rostro está tan espantosamente contorsionado que los monjes se niegan a
enterrarlo en camposanto, afirmando que el cadáver es de un demonio. Es el propio Conrad quien lo entierra en medio de
la estepa que rodea al Monte Athos donde después escribiría esta historia, en forma de cartas seriadas, dirigidas a un
supuesto padre confesor.

Mi fatiga se desvaneció a medida que Angela Glenney me contaba el argumento. Sabía que mi investigación había
llegado a un punto crucial. La pieza más importante del rompecabezas había podido ser colocada en el sitio adecuado.
Sabía que Esmond había recibido el dibujo de un Fénix antes de la publicación de sus Observaciones..., en 1771, conocía
que se había destruido una edición completa en el incendio del almacén de su editor. No me cabía duda de que Esmond
había sido contactado por un enviado de la Secta del Fénix en 1771. Al mismo tiempo, el resto de la historia no podía
tomarse demasiado en serio. Esmond no fue arrastrado al mal camino después de esa fecha. Él y Glenney continuaron
siendo amigos íntimos durante muchos años más, y un artículo del Scots Magazine, en 1774, demuestra que seguía
siendo un asiduo lector de sermones. No fue hasta casi diez años más tarde cuando Glenney escribió las Cartas desde
una montaña.

Le debía esta clave, vital para la aclaración de lo que ya sabía, a Alastair y Angela Glenney. Por tanto me parecía
evidente que también estaba obligado a contarles mis propias averiguaciones. Así, cuando Angela me preguntó: «¿Y
usted, qué es lo que ha descubierto sobre Esmond Donelly?», sugerí que tomáramos un whisky y le conté toda la historia
tal y como la he venido escribiendo aquí. Tardé tres horas y la terminé en un restaurante de Notting Hill Gafe, mientras
cenábamos. Llevaba conmigo el diario de Esmond así como las cartas de Glenney. Me alegré mucho de que fuera así,
pues, en ocasiones, la historia me sonaba tan extraña y absurda que era un alivio el poder comprobar que no se trataba de
un sueño. Angela escuchó sin hablar demasiado ni apartar sus ojos de mi rostro. Alastair exclamaba de vez en cuando
«¡Dios mío!», y no cesaba de pasear de un lado a otro de la habitación. Cuando nos di< rigíamos hacia el restaurante
dijo:

—¿Se da usted cuenta de que éste es el mayor de los descubrimientos literarios desde el de los Pergaminos del Mar
Muerto?

El comentario sonó tan divertidamente absurdo que Angela Y yo soltamos una carcajada.

Pero cuando más interesados se sintieron fue cuando les informé que Esmond Donelly había nombrado ejecutor
testamen-^T'\O de sus obras literarias a Horace Glenney hijo. Habían confiado en encontrar algún material valioso en
Golspie; ahora también les parecía posible el hallazgo de algunos documentos ue Esmond Donelly. Angela señaló que
Alastair, en cierto modo, 'Podía ser considerado como el ejecutor testamentario de Es- lirlond, puesto que era descendiente
directo de Horace Glenney y no vivía ningún miembro de la familia Aston. Eso significa- Da que si se encontraban otros
documentos de Donelly y eran
173

aquello no ha sido más que un complot para que Rodolpho pasara a ser miembro de una terrible sociedad que planea des.
truir Europa.

Al día siguiente ve que Nouri y su «padre» se han marcha,


do. Desesperado, los busca por todas partes. Un día, en una antigua iglesia, ve la figura de un buitre en bronce y la
compra por unas cuantas coronas. Después escribe un libro de viajes, describiendo todos los lugares que ha visitado
tratando de encontrar a Nouri, y en cuya portada hace imprimir el símbolo del buitre. Rodolpho recibe poco después un
sobre que contiene una nota en la cual se le ordena que destruya todos los ejemplares de su libro de viajes. La nota lleva
como firma el símbolo del buitre. Éste lo hace pegando fuego al almacén de su impresor editor y muchas personas
mueren en el incendio que se extiende a varias casas contiguas. Una vez hecho lo que se le or denó, el moro entra en
contacto con él, que logra así reunirse con la mujer amada. Se convierte en miembro activo de la sociedad, conocida por
el nombre de Secta del Buitre. Los miembros de la secta se dan cuenta de que Nouri ejerce una mala —o mejor dicho
buena— influencia en él, por lo que ordenan a la joven que lo abandone. Se niega a ello y es asesinada. Rodol pho, que ha
llegado a hacerse con el poder absoluto sobre la orden, acepta una amante llamada Fátima, que es una bruja y...

Sería aburrido resumir el resto de la novela que resulta confuso y melodramático. No cabe duda de que le debe
mucho al The Castie of Otranto y que, a su vez, influyó a la señora Rad-cliffe y a Maturin. Rodolpho sigue tentado a
cometer peores hazañas, pese a los intentos realizados por Conrad que busca salvar su alma. Finalmente la sociedad le
ordena que asesine a su amigo Conrad, pero esto es demasiado para él. En el último momento, Rodolpho arroja la daga
que llevaba para matar a su amigo y se abrazan. Rodolpho se siente arrepentido de sus malas acciones y ambos deciden
ir juntos en peregrinaje^ al Monte Athos. El pacto, al estilo David-Jonathan, ha prevalecido hasta ese momento. En una
de las últimas jornadas del viaje Rodolpho es despertado por la voz de la difunta Nouri. Se levanta y siguiendo la voz cae
desde una roca. Cuando su cuerpo es hallado, el rostro está tan espantosamente contorsionado qu e los monjes se niegan a
enterrarlo en camposanto, afirmando que el cadáver es de un demonio. Es el propio Conrad quien lo entierra en medio de
la estepa que rodea al Monte Athos. donde después escribiría esta historia, en forma de cartas seriadas,

dirigidas a un supuesto padre confesor.

Mi fatiga se desvaneció a medida que Angela Glenney l üe contaba el argumento. Sabía que mi investigación había llega d0

172
a un punto crucial. La pieza más importante del rompecabezas había podido ser colocada en el sitio adecuado. Sabía que
Esmond había recibido el dibujo de un Fénix antes de la publicación de sus Observaciones..., en 1771, conocía que se
había destruido una edición completa en el incendio del almacén de su editor. No me cabía duda de que Esmond había
sido contactado por un enviado de la Secta del Fénix en 1771. Al mismo tiempo, el resto de la historia no podía tomarse
demasiado en serio. Esmond no fue arrastrado al mal camino después de esa fecha. Él y Glenney continuaron siendo
amigos íntimos durante muchos años más, y un artículo del Scots Magazine, en 1774, demuestra que seguía siendo un
asiduo lector de sermones. No fue hasta casi diez años más tarde cuando Glenney escribió las Cartas desde una montaña.

Le debía esta clave, vital para la aclaración de lo que ya sabía, a Alastair y Angela Glenney. Por tanto me parecía
evidente que también estaba obligado a contarles mis propias averiguaciones. Así, cuando Angela me preguntó: «¿Y
usted, qué es lo que ha descubierto sobre Esmond Donelly?», sugerí que tomáramos un whisky y le conté toda la historia
tal y como la he venido escribiendo aquí. Tardé tres horas y la terminé en un restaurante de Notting Hill Gate, mientras
cenábamos. Llevaba conmigo el diario de Esmond así como las cartas de Glenney. Me alegré mucho de que fuera así,
pues, en ocasiones, la historia me sonaba tan extraña y absurda que era un alivio el poder comprobar que no se trataba de
un sueño. Angela escuchó sin hablar demasiado ni apartar sus ojos de mi rostro. Alastair exclamaba de vez en cuando
«¡Dios mío!», y no cesaba de pasear de un lado a otro de la habitación. Cuando nos dirigíamos hacia el restaurante dijo:

—¿Se da usted cuenta de que éste es el mayor de los descubrimientos literarios desde el de los Pergaminos del Mar
Muerto?

El comentario sonó tan divertidamente absurdo que Angela Y yo soltamos una carcajada.

Pero cuando más interesados se sintieron fue cuando les informé que Esmond Donelly había nombrado ejecutor
testamenrio de sus obras literarias a Horace Glenney hijo. Habían confiado en encontrar algún material valioso en
Golspie, ahora también les parecía posible el hallazgo de algunos documentos que Esmond Donelly. Angela señaló que
Alastair, en cierto modo, podía ser considerado como el ejecutor testamentario de Esmond, puesto que era descendiente
directo de Horace Glenney y no vivía ningún miembro de la familia Aston. Eso significaba que si se encontraban otros
documentos de Donelly y eran publicados, Alastair y Angela podían participar de los benefi cios. Yo ya tenía material
más que suficiente para mi propia edición de Memorias de un libertino irlandés.

Estuvimos sentados en la sala de estar de su casa hasta la madrugada, hablando de Esmond y de Horace Glenney. Nuestra
mayor pena era que ninguno de ellos había sentido el menor interés por Glenney antes de vender Golspie House. Angela
recordó que su marido le había enseñado una habitación de la casa en la que había tenido lugar un crimen —un hombre
fue encontrado muerto en circunstancias sospechosas—. Alastair también recordaba algo semejante, pero dijo, cuando
ella describió la habitación, que aquélla no era la que él recordaba como «la habitación del crimen».

Pasé la noche en un sofá-cama en la sala de estar; Angela ocupó la cama del cuarto de invitados. A la mañana siguiente
Alastair iba a marchar a Escocia, pero Angela dijo que tenía que pasar la mañana realizando algunas encuestas en el Mu -
seo. Decidí acompañarla, así que yo también pasé la mañana allí y encontré el panfleto de Martell y Smithson sobre la
Secta del Fénix. Tim Morrison se sintió un poco avergonzado cuando se lo mostré y me dijo que si se les había pasado
desapercibido debió ser porque el título se refería a la Sociedad del Fénix en vez de a la Secta del Fénix. Para
compensarme por su distracción hizo que me fotocopiaran el panfleto para que me llevara una copia.

Angela y yo comimos al mediodía en un restaurante griego de las proximidades de Cambridge Circus. En un determinado
momento de la conversación señalé que encontraba muy amable por su parte que confiarán en mí, pues,
profesionalmente, éramos rivales. Más tarde o temprano —quizás pronto— registrarían Golspie en busca de los
documentos de Glenney y sus descubrimientos, suponiendo que hiceran alguno, serían solamente suyos.

Ella me respondió:

—No. Estoy muy satisfecha de que se haya unido a nosotros. Alastair y yo confiamos en usted. Le di las gracias. Me
respondió:

—Realmente estoy encantada de que haya venido a vernos. Sabe, Alastair quería mucho a su hermano Gordon.
Incluso fue él quien me persuadió para que me casara con él. Me habló tanto de sus virtudes que no me quedó otro
remedio que desear conocerlo. Yo fui primero amante de Alastair.

—¿No se sintió molesto cuando usted se casó con Gordon? —pregunté.

—Oh, no. Encantado. Mi matrimonio le acercó aún más a su hermano... Le quería de veras... y deseaba darle algo que
fuera importante para él. De todos modos... lo que intentaba decirle desde el principio es que creo que siente inclinación a
mirarlo a usted como antes consideraba a su hermano.
——Pero sólo hace veinticuatro horas que me conoce.

—Eso no importa. Lo más extraño de todo es que usted es muy parecido físicamente a Gordon.

Se detuvo y creo que pensó que había hablado demasiado. Se bebió un gran trago de cerveza para cubrir su
momentáneo rubor. Vi con claridad lo que estaba pensando: si Alastair le había presentado a Gordon, yo podía ser
considerado el segundo en la línea de sucesión. Cambiamos de tema y hablamos de Donelly. En esos momentos recordé
algo que había olvidado mencionarles : la carta de Klaus Dunkelman. Tenía su teléfono y su dirección en mi agenda.
Angela me sugirió :

—¿Por qué no le telefonea? Es posible que resulte interesante.

—Sí, creo que debo hacerlo.

Me dirigí ai teléfono del restaurante. A mi llamada respondió una señora con acento extranjero muy marcado. Al
principio se mostró bastante hostil, pero cuando mencioné mi nombre cambió de actitud y fue muy amable. Me dijo que
era la señora Dunkelman y comenzó a explayarse hablando de mis libros. Finalmente conseguí que su esposo se pusiera
al teléfono. El señor Dunkelman me preguntó si quería cenar con ellos, le dije que era muy posible que tuviera un
compromiso pero que podía pasar por la tarde por su casa. Nos citamos para las cuatro.

No me sentía satisfecho de la forma en que se estaban desarrollando las cosas y pensé que estaba metiéndome en un
callejón sin salida. Pero Angela, por el contrario, pensó que aquella visita podía resultar muy interesante.

—¿Le importaría que le acompañara? —me preguntó. Pasamos una hora más en el museo. Después, como la tarde era
muy agradable decidimos caminar hasta Hampstead. Seguimos por Bloomsbury y después por Town, donde subimos a un
autobús que nos dejó en el parque de Belsize. Los Dunkelman vivían en Keats Grove.

Nos abrió la puerta un hombre alto y delgado, con gafas de cristal tan grueso que hacía que sus ojos pareciesen
extraños y lejanos, como los de un pulpo que nos mirara desde un acuario. Pareció un tanto sorprendido al ver a Angela,
pero nos invitó con cordialidad a pasar. A través del largo corredor llegamos a un estudio iluminado por el sol. El suelo
estaba cubierto de polvo y trozos de rocas, había también gigantescas estatuas de amazonas con enormes senos y nalgas.
Una mujer fuerte con el pelo gris, dejó el cincel y el martillo con los que estaba trabajando en una de aquellas estatuas y
vino a saludarnos. Estrechó mi mano con tanto entusiasmo que sentí como si fuera el apretón de las pinzas de una
langosta; luego miró con interrogadora curiosidad a Angela. Era menos alta que su marido, pero su constitución parecía
la de un luchador y sus brazos tenía las mangas subidas por encima de los codos. daban la impresión de que podría
lanzarse sobre nosotros y acabar con los dos de un solo golpe. Su acento alemán era más fuerte que el de su esposo y no
voy a tratar de reproducirlo en el diálogo, como tampoco su extraña sintaxis. Colocó su mano sobre uno de mis hombros.

—¡Dios mío! He estado esperando con mucha impaciencia su visita. Deseaba conocerlo desde que leí su Diario
Sexual. Venga a mi salón.

Se volvió a Angela y le sonrió, antes de añadir señalándome con un gesto :

—¿No le importa, verdad? Pero es que me gustaría hablar con él a solas. Mientras tanto, Klaus tendrá mucho gusto en
mostrarle el jardín.

Angela estaba demasiado sorprendida para objetar. Y la señora Dunkelman, tomando mi brazo con su ferrea mano me
condujo hasta una escalera. Miré a Angela rápidamente unos segundos, y vi que alzaba sus cejas y se mordía
impreceptiblemente el labio inferior.

Anna —insistió en que la llamara por su nombre de pila, que la tuteara— me condujo a una salita pequeña y cómoda
que olía a tabaco de pipa. En un mueble bar había botellones que contenían whisky, ginebra y brandy. Me ofreció una
copa pero la rechacé con la observación de que para mí era demasiado pronto. Ella tomó un vaso, se sirvió gran cantidad
de ginebra y lo completó con una tónica. Encendió un cigarrillo en una boquilla que debía medir sus buenos treinta
centímetros y se dejó caer en un cómodo sillón, cruzando sus piernas de tal modo que me ofrecieron una buena
perspectiva. He de admitir que no estaba mal. Al mismo tiempo me sentía incómodo de que me dejara ver una parte tan
abundante de ellas cuando apenas hacía unos minutos que nos conocíamos. La falda escocesa que tenía puesta apenas si
le llegaba hasta el límite extremo de las medias cuando estaba de pie. Me hizo señas, indicándome que podía sentarme en
el sillón que había frente al suyo, lo cual no me dejó otra alternativa posible que la de seguir mirándola.

—Sí —me dijo—. Posees gran penetración para ser un hombre tan joven. ¿Qué edad tienes en realidad? Pues pareces
mucho más joven. Cuando leí tu libro le dije a Klaus: «¡Qué lastima que no viva en Londres! Hay tantas cosas que
podríamos enseñarle.» Y ahora vienes sólo por un día. ¡Qué pena! ¿Cómo podríamos hacerlo en sólo un día?
Me dijo, además, que todos mis libros demostraban estar dotado de una considerable inteligencia y gran intuición,
pero que lo que en realidad me faltaba era experiencia.

—No debes ofenderte por lo que voy a decirte, pero en cierto modo no has madurado todavía.

Le respondí que no me sentía ofendido. Luego, sin que sepa el porqué de la transición, que no explicó, comenzó a
hablar de sus buenas cualidades para enseñar a los jóvenes.

—Tenía que haberme hecho maestra de escuela como mi madre —me dijo—. Pero no tengo paciencia suficiente como
para vérmelas con un considerable grupo de estudiantes. Lo que me gustaría es poder enseñar a dos o tres que fueran lo
suficiente inteligentes. Yo soy una persona muy creativa, ¿sabes? Mis manos tienen que dar forma a la piedra y al yeso,
mi mente debería formar almas.

Me miró fijamente antes de continuar exponiéndome sus cualidades, a pesar de que, en cierto modo, la conversación
cambió un poco :

—Quisiera preguntarte una cosa con la máxima franqueza. ¿Cuando haces el amor con una mujer puedes dominarte y
esperar a conseguir el orgasmo hasta haberle dado a ella todo el placer que precisa?

Pensé en Diana y le dije que creía que sí podía hacerlo.

—No es eso lo que yo quiero oír —me respondió—. Lo que deseo es una respuesta auténtica y veraz. Imagíname como
si fuera un médico... o tu psicoanalista si lo prefieres...

Se tomó un gran trago de ginebra, cogió otro cigarrillo y descruzó sus piernas. Me costaba trabajo apartar mis ojos de su
rostro. Ella desvió la vista por un momento y después volvió a mirarme sin parpadear, con la intención de captar la ex-
presión de mi mirada o de asegurarse que no dejaba de mirar sus piernas. Luego se tumbó sobre los cojines de su sillón,
con la cara hacia el techo de la habitación y los ojos cerrados. Me pregunté si estaría realizando conmigo algún tipo
especial de «test». Llevaba unas bragas tan transparentes que parecían de celofán, había colocado sus pies en alto, sobre
una especie de taburete de cuero, con las piernas tan abiertas que sin el me nor esfuerzo pude ver los labios abiertos de su
vulva y la entrada de la vagina. No tenía vello púbico, que seguramente debía afeitarse con frecuencia. Sus piernas y sus
senos tenían formas agradables, llenas. Pero sus brazos tan potentes y su pelo gris hacían que su apariencia fuese la de un
monstruo mitológico formado por dos mitades corpóreas que no se correspondían la una con la otra. Adrede aparté mi
mirada de Anna para dirigirla a la chimenea apagada y la mantuve allí. Ella siguió diciéndome :

—Tengo la impresión de que eres una persona muy tímida, extremadamente tímida, que trata de cubrir esa apariencia. En
este sentido eres como Klaus, quiero decir mi hijo, naturalmente.

—¿Tu hijo?

—Bueno, en realidad no. Lo que quiero decir es que nuestra relación es la de madre-hijo. Yo soy la personalidad creativa.
Como Erda en Wagner. Nuestra relación es muy íntima. Yo soy su maestra. Si se lo preguntas verás como te responde que
se ha convertido en una persona distinta desde que me conoció... Una persona más sensible, más profunda. Yo tengo la
extraña cualidad de transmitir mis propios talentos a las personas que amo. Y cuando digo amo me estoy refiriendo, como
es lógico, al amor existente entre el maestro y el alumno, pues no existe otro más profundo que ése...

La miraba de vez en cuando y podía comprobar que cada vez se hundía más en su sillón, de manera que, al final, estaba
echada en posición coital. Pero hablaba sin la menor señal de embarazo o cortedad, como si estuviese en un aula, frente a
un grupo de alumnos discutiendo un diagrama científico representado en la pizarra. En apariencia, lo que estaba
preguntando —de un modo bastante alusivo y complicado— era si yo quería sumarme a Klaus para convertirme en uno
de sus estudiantes y así poder beneficiarme de sus conocimientos y talento creativo. Me estaba explicando la diferencia
entre el intelecto masculino y el femenino, cuando se oyó una gentil llamada en la puerta. Ella pareció no hacer caso y
continuó charlando. Esperaba que cerraría las piernas o, al menos, que se alzaría un poco, pero permaneció inmóvil.
Klaus entró en la habitación y la miró:

—¿Vais a bajar, tesoro?

—En un momento.

Desde el lugar donde él estaba de pie, la visión de los genitales de su esposa resultaba menos completa que la mía. Yo
no hubiera tenido más que extender el brazo y adelantarme un poco para poder insertar un dedo dentro de ellos. Quizá
para él la perspectiva fuese más confusa, el caso es que no mostró sorpresa alguna. Sin ninguna alteración perceptible nos
dijo:
—Es posible que la joven acompañante también desee tomar una copa y esta habitación resulta demasiado pequeña
para cuatro personas.

Los pasos de la «joven acompañante» sonaron en las escaleras. No me quedó otro remedio que admirar su sentido de
la cronología. Por un momento pensé que se iba a quedar como estaba y permitir a Angela que se uniera a nosotros, como
un espectador más, pero pocos segundos antes de que los pasos llegaran a la puerta, Anna bostezó, cerró las piernas y casi
de inmediato se levantó dirigiéndose a la puerta.

Le dio un golpe cariñoso, pero bastante fuerte, en la espalda.

—¡Vamos, pues!

Me miró mientras bajábamos. Después sus ojos se posaron en Angela y vi que se extremecía ligeramente, como si
tuviera dificultad en saber quién era. De repente, al recordarlo, debió pensar: «¡Qué lata!»

Nos dirigimos a una habitación mayor, amueblada con más seriedad. Acepté un jerez y lo mismo hizo Angela.
Observé con sorpresa que la señora Dunkelman estaba tratando a Angela con mucha afabilidad. Tal vez se debiera al
hecho de que Angela acababa de mencionarle que sólo me conocía desde el día anterior. Le preguntó cuáles de mis libros
había leído. Cuando vio que su respuesta era «realmente ninguno», la amenazó en broma, con un dedo, y le dijo que
debía comenzar de inmediato a hacerlo. Angela había sido admitida en el rebaño como una «estudiante» más y recibía
también sus lecciones sobre creatividad. Klaus estaba sentado en un rincón, bebiéndose un agua tónica («no le está
permitido beber, pues el alcohol le pone sentimental») y no hizo el menor intento de defenderse. Cuando Anna hizo una
pausa para tomarse otro trago, aproveché para interrogarla sobre Körner.

Me respondió apresuradamente:

—Mi consejo más sincero es que no se preocupe demasiado por él. Se trata, ni más ni menos, de un auténtico
charlatán.

—Eso no es completamente cierto, ni honesto del todo —le dijo su esposa—. Estoy de acuerdo en que sea un
charlatán, pero no lo fue siempre.

Se dirigió a mí directamente:

—¿Ha oído hablar usted de Reich?

—No mucho.

—Fue un gran psicólogo... Tan grande como Freud. Creía que la única posibilidad de crear una sociedad sana
estribaba en conseguir que la gente perdiera sus represiones sexuales.

—Eso me suena a Freud.

—En efecto. Sus ideas básicas eran muy parecidas a las de Freud. Su gran aportación a la ciencia fue en el tratamiento de
la neurosis. Creía que las represiones formaban una especie de concha sobre la personalidad... Como la de la tortuga,
¿sabe?

Hizo un gesto con su mano describiendo una armadura en torno a un cuerpo. Después señaló a su marido y continuó
diciendo:

—Cuando le conocí, su rostro era como una máscara... Todos sus músculos estaban tensos. Tuve que enseñarle a
relajarse por completo... A que amara sus genitales.

Angela se sintió atónita, extrañada. Yo me atreví a preguntarle:

—¿Cómo?

—Siendo franco y abierto sobre sus funciones sexuales. En Estocolmo solíamos llevar a cabo reuniones de terapia de
grupo. Nos sentábamos sin pantalones o faldas, discutíamos, tomábamos café y animábamos a los hombres a que
jugaran con sus genitales, igual que lo hacen los niños. Pueden creerlo: ¡Era estupendo!

Klaus dijo solemnemente:

—Ella solía venir y sentarse a mi lado y me masturbaba mientras discutíamos de nuestros problemas. Aquello
significaba un enorme descanso... un gran alivio para mí : el aprender a no sentirse avergonzado del juego con los
genitales. Cuando yo era niño, mi niñera solía pegarme si veía que me tocaba el pene. Reich me enseñó que el pene es
un instrumento de compenetración social como la lengua o las manos.

Anna, impaciente por la interrupción, golpeó con el puño el brazo de su sillón y dijo :

—Si las teorías de Reich hubiesen sido bien entendidas, la última guerra no hubiera tenido lugar; hubiera sido
imposible. Hitler utilizó la represión sexual como arma política. Los alemanes constituyen la nación más reprimida del
mundo. Ésa es la razón que justifica su extremada agresividad.

Cuando dejó de hablar, le pregunté:

—¿Y qué hay de Körner? ¿Dónde entra él en el asunto?

—Los grupos de Estocolmo estaban organizados por Körner. Fue él quien inventó el concepto de expresión sexual en
grupo, y no Reich. Este último era todavía demasiado mojigato, sabe, y en aquellos tiempos seguía defendiendo esas
ideas dementes sobre la energía orgona... Sabe, creía que había descubierto la pura energía vital y que era de color azul.
Era la energía orgona la que hacía que el cielo fuera azul.

Klaus dijo sombríamente :

—En aquel entonces pensábamos que sólo Körner guardaba la pureza de la doctrina. Por eso, cuando llegamos a
Londres, nos pusimos en contacto con él.

—¿Continuaron ustedes con los grupos de autoexpresión sexual?"

—Claro, más que antes. Y ése fue el problema. Reich nos advirtió que si no íbamos con cuidado, dejarían de tener
valor terapéutico y se convertirían en orgías sexuales. Körner no quiso escuchar. Tenía una idea obsesiva, importante
según él : desinfectar el impulso sexual. Así es cómo él lo expresó. Decía que el sexo debe ser desprovisto de todo
sentimiento de vergüenza. Al fin y al cabo, la mayor parte de la gente sensible, o para expresarlo mejor, la gente más
sensible, son tímidos en sus relaciones con la sociedad. Si tuvieran que subir a un escenario y distraer a los espectadores,
se quedarían rígidos, como helados. Pero esto es algo que se puede superar y, cuando lo logran, se expresan con toda
libertad, sin ningún miedo. Lo que Körner quería era que la gente lograra superar su miedo a exhibirse en el escenario
sexual.

El que había hablado fue Klaus. Su inglés era mucho más fluido que el de su esposa. Angela estaba un tanto preocupada e
interesada al mismo tiempo. Preguntó:

—Pero, ¿no creen ustedes que un exceso de libertad sexual destruiría todo lo que el sexo tiene de divertido?

—¡No! —replicaron los dos al unísono, pero Anna hizo callar a su marido con una mirada enérgica, y continuó diciendo
—: Por el contrario, es entonces cuando la gente siente vergüenza de aprender a gozar del sexo. ¿Por qué creen ustedes
que hay tantos asesinatos sexuales y violaciones? Porque existe una barrera entre los sexos, una barrera muy alta y muy
firme; un hombre va en el autobús y ve a una chica bonita. Se siente como una zorra a la vista de unos polluelos. No la
viola porque no se le ofrece la oportunidad en aquel lugar y en aquel momento. O tal vez, porque teme a la ley. Ésta no es
una relación normal entre sexos. Toda sociedad está hambrienta de sexo, se muere de hambre sexual. Si eso ocurriera en
una sociedad sana, el hombre se sentaría al lado de la joven y trataría de convencerla de que lo masturbara, sin que nadie
prestara la menor atención a lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué no? Tú —de pronto su dedo señaló a Angela, que se
había echado un poco hacia adelante y había puesto los brazos sobre sus rodillas—. ¿Por qué te sientas en esa posición?
Puedes pensar que se trata de algo natural, pero no lo es. Llevas una minifalda porque crees que es atractiva. En ese caso,
¿por qué no abres las rodillas audazmente y lo enseñas todo?
Angela, un poco cogida por sorpresa y sin saber en realidad qué responder, trató de hacer un chiste.

—Tal vez sería violada —dijo.

—No, eso no es lógico. ¿Por qué llevan minitalda las mujeres? Para despertar el interés de los hombres. Juegan hasta
averiguar todo lo corta que puede ser. ¿No te das cuenta de lo que eso significa? Te gustaría exhibir tus genitales pero
tienes miedo. Te gusta que los hombres te miren pero temes que te violen. ¿No es eso una prueba fehaciente de que algo
va mal?

De un modo involuntario, Angela se llevó las manos a la minifalda y trató de bajársela.

—¿Lo ves? ¿Por qué razón te pones una minifalda si deseas que no se te vean las piernas? ¿Por qué no te sientas de esta
forma?

Anna se echó hacia atrás en su silla y abrió las piernas de modo que Angela pudo observar lo mismo que yo había
disfrutado en la habitación del piso de arriba. Angela bajó los ojos. Anna, sin cruzar las piernas, continuó :

—¡No! Lo que tenemos que hacer es desarrollar una sociedad sin miedos ni inhibiciones. Si el hombre del autobús desea
saber si una lleva «panties» o medias, ¿por qué no permitirle que se cerciore por sí mismo?

La interrumpí para desviar la atención de Angela :

—¿Por qué decís que Körner se convirtió en un charlatán?

—Porque con una teoría como ésa puede atraerse a toda una serie de gente equivocada, que vendría motivada por razones
erróneas. Y eso es lo que él hizo. Decía que su objetivo era educar al pueblo hasta conseguir un éxtasis místico por medio
del sexo. Pero, en realidad, no hizo más que organizar reuniones de magreo.

Resultaba difícil detener la corriente que brotaba de sus labios, siempre en la misma dirección, durante media hora más...
Me pareció que tenía bastante sentido lo que acababa de decir. Es cierto que hay un gran número de personas que están
profundamente afectadas por el sexo en un sentido negativo Pero en aquel momento pensé en Diana y Mopsy y en mi
estudio lleno de libros y eso me hizo pensar que, desde luego, había cosas más interesantes que el sexo. Pero la forma
ideal de curar a un hombre, obsesionado por el sexo, no consiste en decirle que debe masturbarse en el autobús, sino en
enseñarle a gozar de la poesía, la música u otras ideas de ese tipo.

Cuando les comuniqué estas impresiones a los Dunkelman se produjo una auténtica explosión de burla.

—Eso es lo que Freud llama sublimación. Es la inhibición a enfrentarse con el auténtico problema. Se le suprime y se
pretende estar interesado en otra cosa cualquiera.

Comencé a sentirme impaciente. De todos modos ya eran casi las siete y Alastair se estaría preguntando dónde nos ha-
bríamos metido. Dije que ya era hora de marchamos. Trataron de persuadirnos de que nos quedáramos a cenar con ellos,
pero nos excusamos. Anna dijo que pronto me escribiría una carta muy larga y que contaba con la posibilidad de que le
ayudara a escribir el libro que tenía pensado sobre la libertad sexual para todos.

Cuando nos levantamos para irnos. Angela preguntó:

—¡Ah, otra cosa...! ¿Saben ustedes algo sobre la Secta del Fénix?

Anna se encogió de hombros.

—¿Qué es eso? ¿Alguna nueva banda de jovenzuelos?

Resultaba evidente que aquel nombre no significaba nada para ella. Angela no insistió sobre el tema. Junto a la puerta,
Dunkelman me preguntó:
—¿Se marcha de Londres esta misma noche?

—Mañana.

—Espero que nos visite la próxima vez que venga a Londres —me dijo haciéndome una rígida inclinación de cabeza.

—Tengo que escribir también al profesor Körner. Anna intervino:

—No creo que valga la pena. La policía le ha ordenado que abandone Inglaterra. Está de regreso en Alemania.

—¡Oh, lo siento! ¿Por qué? Fue Klaus quien me respondió:

—Realmente no era sino un profesional de la prostitución, un encargado de burdel.

En el taxi, de regreso ya al Holland Park, Angela me dijo:

—En realidad estás encontrando a personas sorprendentes. Es una pena que no podamos visitar al doctor Körner.

—Probablemente tampoco nos llevaría a ninguna parte. Admito que Dunkelman me dijo que fue Körner la primera
persona a la que oyó mencionar el nombre de Esmond Donelly, pero supongo que sólo habrá leído de Donelly su libro
sobre la desfloración de doncellas.

Volvimos a hablar de los Dunkelman. Angela me dijo:

—No creo que tengas razón al pensar que Klaus no es más que un marido dominado por su mujer. Sentí una
impresión muy rara cuando me miraba.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de impresión?

—Tuve la impresión de que deseaba que abriera mis piernas. Ya viste la forma en que estaba sentada... Incluso su es-
posa se dio cuenta.

—Tengo la sospecha de que es medio lesbiana, sin duda alguna.

—No me sorprendería. Tuve una sensación muy desagradable cuando hablaba con ellos. ¿Te diste cuenta?

—¿De qué tipo?

—Son tan desagradables... realmente se vuelven casi repulsivos cuando se ponen a hablar de sexo del modo como lo
hicieron. Y, sin embargo, en otro aspecto, sentía una extraña fascinación.

Me di cuenta de lo que quería decir. Hasta que fuimos juntos a visitar a los Dunkelman había considerado a Angela
como a una chica agradable, inteligente, pero sin mayor interés sexual por ella que el que hubiese sentido de ser mi
hermana. Ahora, sentado en el taxi, a su lado, me vi mirando la curva de sus senos bajo el suéter negro y teniendo que
contener mi deseo de tocarlla. En cierto modo había sido Anna Dunkelman la que lo había logrado, al poner la atención
en Angela como objeto sexual.

De repente Angela me dijo:

—Me alegré mucho de que estuvieras allí. Se estremeció y se aproximó a mí. Resultaba natural que pasara mi brazo por
encima de su hombro. Un momento despues volvió la cara hacia mí y la besé con una pasión que me llegó a sorprender.
Fue como tomar un bocado de un manjar y darse cuenta, de inmediato, de que se está muerto de hambre. Nos apretamos
uno contra el otro, mi lengua en su boca mi mano acariciando sus senos, que había contemplado momentos antes. No se
trataba sólo del deseo de acariciarlos sino de hacerle daño, de pellizcarlos, de absorberla. Ella se me había entregado por
completo y cuando moví mi mano hacia abajo, presionando con fuerza sus costados y su estómago, ella abrió las piernas.
Mi mano se deslizó entre ellas y la acaricié por debajo de la falda. Suspiró y su boca se abrió aún más. Mi mano
consiguió introducirse bajo las bragas. Me sentía en un estado muy incómodo al haber ido tan lejos. Lo natural en aquel
momento era quitarle la ropa e introducírsela. Como eso era imposible, mi cuerpo, dominado por la lujuria se puso tenso
y rígido como una barra de hierro. El taxi hizo sonar el claxon y tuvo que hacer un brusco giro para esquivar a un coche
que venía en dirección opuesta. Esto nos separó como si sintiéramos una sensación de culpabilidad. Me dijo.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Fue culpa mía. Estaba deseando que lo hicieras desde el momento en que salimos de casa de los Dunkelman.

Aún seguíamos abrazados y el corazón me latía con tanta fuerza que apenas sí podía hablar. Me comentó:

—Nunca lo había hecho antes... de esta manera, quiero decir. No sé si me vas a creer pero tengo un fondo bastante
puritano.

Le respondí medio en broma:

—Es que nos han hipnotizado. Me miró con seriedad.

—Pienso que es muy posible. Estoy segura de que están en posesión de un extraño poder. Te diré algo que puede
sorprenderte y extrañarte. De haber estado sola, hubiese acabado por entregarme a ese horrible Klaus.

Dije riendo:

—Y si yo hubiera estado diez minutos más a solas con Anna en la habitación pequeña, hubiese acabado haciendo el
amor con ella.

—¡Pero si es monstruosa!

Le conté cómo se había sentado medio tumbada, delante de mí con sus piernas abiertas y que me hubiera sido muy
sencillo sacar mi pene erecto y meterlo en su madriguera. Me hubiera parecido estúpido contenerme.

El taxi se detuvo frente a la puerta de la casa.

—Será mejor que me arregle un poco —me dijo. Me di cuenta de lo que quería decir. Yo también sentía la impresión de
estar desarreglado como si acabáramos de salir de la cama. Pagué al taxista mientras ella se daba un toque de rojo a los
labios y se pasaba el peine por el cabello.

Angela sacó su llave y abrió la puerta. Todo estaba igual que lo habíamos dejado por la mañana. Gritó :

—¡Alastair! No contestó nadie. Movió la cabeza.

—No.

Me di cuenta de que no se trataba de un simple comentario a la ausencia de Alastair. Puse mi mano sobre su seno.

—No hay tiempo —me dijo, pero me di cuenta de que no hablaba en serio.

Yo seguía ardiendo por aquella extraña pasión que me invadiera en el taxi. Era una lujuria casi febril. Le saqué la parte
baja del suéter de la falda y pasé mi mano por debajo. Llevaba un sostén de copa y un simple movimiento me bastó para
dejar libre el seno. Tomé el pezón entre el pulgar y el índice y lo pellizqué. Se echó en mis brazos y su boca se abrió de
nuevo. Busqué la cremallera de la falda y conseguí bajarla. La falda cayó al suelo. Metí la mano entre el elástico de sus
bragas y se las bajé hasta medio muslo. Después tomé el jersey negro. Alzó los brazos y se lo saqué por encima de la
cabeza. Luego le quité el sostén y lo dejé caer en el suelo. Se quedó de pie, trente a mí con un liguero y unas bra sas
negras a media pierna. Una de sus manos estaba recorriendo mis pantalones. Le ayudé a desabrocharlos y los dejé caer.
Nos quedamos así, abrazados en medio de la habitación, medio desnudos. Me desprendí de mis pantalones y calzoncillos
y conduje a Angela al dormitorio. Tan pronto como la tuve sobre la cama, comenzó a suspirar y respirar apasionadamente
y se apretó contra mí como si deseara que nuestros cuerpos se pegaran. Se la introduje y comencé a moverme rítmica y
mecánicamente mientras aún mantenía mi mano sobre su seno. Jamás había sabido que el sexo podría llegar a ser algo
tan verdadero. Pienso que si un grupo de fotógrafos hubiera aparecido en la puerta con sus cámaras y «flashes»
hubiéramos seguido haciendo el amor, totalmente incapaces de separar nuestros cuerpos. La sensación febril estaba allí
todavía haciendo que la habitación pareciera algo irreal. Estábamos empapados. Nuestros cuerpos sudaban. Nuestras
secreciones, juntas, se deslizaban entre sus muslos y nalgas y ensuciaron la cama. Nuestras aguas se movían dentro de las
bocas y hasta nuestros rostros estaban sudorosos. Sus senos hacían un ruido como de palma al chocar contra mi pecho. Se
me ocurrió que Alastair podía entrar de un momento a otro, pero había una extraña sensación de placer en la idea de que
alguien pudiera estar contemplandonos. El placer era tan exquisito que no podíamos detenernos; su cuerpo parecía
suplicarme que dejara mi simiente en su interior. Nos apretamos, murmurando y suspirando, cuando llegó el orgasmo
como una ola y sentí el líquido espeso y caliente atravesar mi miembro y pasar al interior de su cuerpo. Pareció durar
minutos. Después nos relajamos y me quedé sobre ella, aún en su interior. Unos minutos después, tumbados uno al lado
del otro, sentimos cómo se enfriaba nuestro sudor. Abrí los ojos y la miré. Me di cuenta con un auténtico choque de
sorpresa que se trataba de Angela, la joven escocesa que me había parecido «bonita», pero no mi tipo. Ella abrió los ojos
y pareció igualmente sorprendida de verme allí. De repente, recordamos que la mitad de nuestras ropas se halla ban en la
otra habitación y que la puerta estaba abierta. Me levanté y fui a buscarlas. Cuando regresé ella estaba levantada y
poniéndose las bragas. Me aproximé y la besé. Me ofreció sus labios como si fuera una esposa deseándome las buenas
noches. Después, como si se arrepintiera, me echó los brazos al cuello. Me preguntó :

—¿Qué es lo que nos ha pasado?

Me di cuenta de lo que quería decir. Lo que habíamos hecho no había sido un simple acto sexual «normal», la forma
como hacen el amor dos personas que se gustan y deciden explorar sus cuerpos mutuamente. Había sido una especie de
frenesí, como si ambos fuéramos dos animales. Y ahora volvía a ser de nuevo «el señor Sorme» y ella, Lady Angela
Glenney, dos personas que sentían mutua simpatía pero que no eran amantes. Excepto, claro está, que resultaba
imposible para los dos olvidar lo que acabábamos de hacer.

De repente me dijo:

—¡Dios mío! He olvidado que me encuentro en el momento más peligroso del mes.

Cariñosamente, puse la mano sobre su vientre.

—Quizás haya ahí un pequeño Sorme.

—Es probable.

—¿Te importa? —Soltó una carcajada.

—No, no lo creo —dijo.

Sonó el teléfono. Era Alastair para decimos que se había encontrado con un compañero de colegio y que aún tardaría
una hora en volver.

Angela y yo nos duchamos juntos. Después me encontré fresco y relajado. Cada vez que miraba a Angela
experimentaba mi extraño choque superficial, como si lo que acababa de pasar sólo fuera una fantasía, un delirio sexual
de mi mente.

Media hora más tarde, mientras estábamos juntos, sentados frente al fuego, con unos wodka-martinis, me dijo :

—Creo que nos pusieron algo en las bebidas.

—¿Quieres decir un afrodisíaco? No lo creo. La mosca hispánica tiene un efecto irritante en el estómago... Una vez la
tomé en Argel.

—¿No creerás que se trata de algo de tipo psíquico, verdad que no?

Le respondí:

—Voy a decirte lo que creo. Creo que Klaus quería hacer el amor contigo y Anna quería que yo lo hiciera con ella. Si nos
hubiéramos quedado a cenar, habríamos acabado en la cama con ellos. Al ver que nos íbamos, hicieron algo, no sé qué,
para que nos deseáramos mutuamente.

Hablaba casi en serio. Al recordar la furia de nuestra relación sexual sabía que la había rodeado algo extraño en ella.

—Esto le lleva a una a pensar si habrá algo de verdad en esas historias que circulan sobre los filtros de amor... Tristán
e Isolda y cosas semejantes.

—Conozco un hombre que podría hablarte de eso... Un tipo llamado Caradoc Cunnigham.

—Sí, es cierto, he oído hablar de él. He leído sus libros, pero no creo que me guste conocerlo.

Cuando Alastair llegó, media hora más tarde. Angela estaba cocinando para nosotros y todo el piso se llenó de un
fragante olor de ajos y menta. Alastair nos dijo:

—Espero que no os hayáis aburrido sin mí. A lo que Angela le respondió :

—No, desde luego. Hemos tenido mucho que hacer.

—¿Hacer...? Me gustaría que me lo contarais. Podría resultar interesante.

Naturalmente estaba bromeando. Sabía que ni Angela ni yo formábamos parte del tipo de personas que se meten
juntos en la cama a las pocas horas de haberse conocido.

Aquella noche tuve sueños inquietantes, intranquilos, que no puedo recordar; pero lo que sí sé es que cuando me
desperté era de nuevo Esmond. Tenía una sensación extraña. Quizá fuese porque había bebido un poco más de la cuenta
de Pommard después de_la cena, pero de todos modos no podría decirse que estuviera borracho. Mi sensación era la de
estar apartado en cierto modo de la realidad, de las cosas con significado consistente. Por otra parte, Esmond Donelly
estaba completamente despierto en mí. Y esta habitación de alta techumbre parecía resultarle completamente familiar; el
único elemento intrigante era el sonido de los automóviles o los camiones que pasaban por la carretera del Holland Park.
Mi sensación de hallarme en el siglo XVIII era mas fuerte que la que sentí en Dublin tal vez porque aquí, en esta
oscuridad, no había nada que pudiera distraerme. Volví a dormirme y tuve sueños confusos con Horace, Walpole,
Lichtenberg, Bosweil y Johnson. Me desperté y de mañana tenía un claro recuerdo de Johnson que me decía
enfáticamente... y salpicándome al hablar con su labio inferior caído y pendulante: «Este hombre es un rufián rudo y
brutal y lo mejor que podría hacer es evitar encontrarse con él.»

Tomamos un avión a las 11,30 y estábamos en Edimburgo hora y media más tarde. Almorzamos en la sala trasera de
una taberna con el Dr. David Smellie, el profesor de Angela, un hombre pequeño con el rostro parecido al de un foxterrier
En cierta ocasión había hecho una crítica muy negativa de uno de mis libros, de modo que tuve una sonrisa borreguil
cuando nos presentaron por nuestros respectivos nombres y apellidos. Sin embargo, cuando después de la comida, quiso
tocar el tema de manera indirecta, yo fingí no saber que él había escrito una crítica tan mala sobre mi obra y eso facilitó
las cosas. Yo, por otra parte, no tenía necesidad de llevar una parte importante de la conversación, pues Alastair y Angela
parecían ansiosos de contarle lo que sabían sobre Osmond Donelly y lo que yo había descubierto. Escuchó cortésmente
durante un rato y después dijo :

—Lo siento, pero no veo por qué encuentra usted tan interesante a ese hombre. A mi juicio no es más que un típico cala-
vera del siglo XVIII. ¿Es que ese tipo podía pensar en otra cosa aparte del sexo?

Angela me miró. Pensé que ella estaba dispuesta a darle la razón. Eso, quizá, me llevó a decir:

—En cierto sentido, no. Más bien creo que no le interesaba el sexo en absoluto.

—¿No llamaría usted a eso casuística? —me respondió mi crítico.

—No.

Había mostrado claramente su antipatía hacia mí, pero, sin embargo, decidí que debía intentar explicarme.

—Lo que creo, y así es como lo veo, es que Esmond era un hombre preocupado por conocer el significado.
—¿El significado de qué? ¿De la existencia humana? Recordé que había hecho un buen número de comentarios
irónicos y negativos sobre lo que él llamaba mi «obsesión cristo-religiosa.»

Sin embargo, como quería explicarles a los otros lo sucedido y sus causas, dije :

—Importa mucho el que lo entienda o no. Para mí se trata de un problema claro, evidente. A veces la vida está como
falta de significado y es fútil como el viento. Aceptamos este eclipse del significado como los cambios del tiempo. En
otras ocasiones la vida está llena de significado y ese significado se transforma un hecho objetivo como la luz del sol. Si
me despierto con un grave resfriado o un dolor de cabeza fuerte, es como estuviera sordo ante todo el significado de la
vida. Si por casualidad me despertara sordo o medio ciego, pensaría que algo iba mal en mí y correría a ver a un médico.
Por el contrario, si me despierto ciego o sordo al significado de la vida, lo acep taré como algo natural; pero Esmond no lo
aceptaba así, no creía que eso fuera natural. Se dio cuenta, además, de que cada vez que estaba estimulado sexualmente
eso significaba un regreso al conocimiento del significado de la existencia. Podía volver a ver y a oír. Era por esa razón
por la que buscaba la sexualidad como un medio de recuperar la capacidad de comprender.

—¿Y qué hay de Horace Glenney? —fue Angela la que me hizo la pregunta.

—No, él no estaba interesado en la búsqueda del significado que Esmond ansiaba. Admiraba a Esmond Donelly, pero no
le comprendía.

—Tras haber leído Sobre la desfloración de doncellas, dudo de que haya nada qué comprender —observó Smellie sin
convencimiento.

Yo le repliqué :

—No creo que fuera Esmond quien escribiera ese libro.

—¿No? ¿Entonces quién lo hizo?

—No lo sé, pero desde luego el estilo no es el propio de Esmond.

Se encogió de hombros como dando a entender que podía permitirme decir todas las tonterías que quisiera, puesto que
eso no era cosa suya, pero que él no estaba dispuesto a aceptarlas. Yo añadí :

—¿Recuerda la fecha de la edición que ha visto usted?

—Naturalmente, 1790.

Eso me excitó. La edición que yo había visto en Galway estaba impresa en Leipzig en 1830.

—¿Quién imprimió la obra? ¿Dónde?

—No figuraba el nombre del impresor, pero el catálogo de la Universidad hacía Constar que había sido impresa en
Edimburgo. /

—¿Está seguro?

—No tengo la costumbre de confundir los hechos.

Recordé que ésa era otra de sus presunciones, así que aparté del tema. Pero mi cordialidad, cuando estreché su mano,
medía hora más tarde, no era del todo fingida. Otra pieza del rompecabezas había podido ser colocada en su lugar. Y una
de las sospechas que siempre tuve comenzó a parecerme menos absurda. Aventurar que Sobre la desfloración de
doncellas se trataba de una falsificación era una cosa, pero había que saber quién la había escrito y eso era bastante más
difícil. No cabía duda de que alguien estaba interesado en hacer que Esmond Donelly apareciera ante los demás como un
libertino y un escritor pornográfico. Fácilmente podía suponerse que se trataba de Gilbert Stuart, amigo de Horace, el
cual tenía motivos para tratar de oscurecer la reputación de Donelly, Pero Stuart murió en 1786. Eso dejaba sólo un
candidato claro: el propio Horace Glenney. Y si el libro sobre la desfloración había sido publicado en Edimburgo, la
posibilidad se hacía mucho más aceptable.
Eran más de las cuatro cuando, por fin, salimos de Edimburgo, en un automóvil de alquiler y comenzamos el largo viaje
hacia el norte —aproximadamente la misma distancia o algo más que de Londres a Edimburgo—. Nos detuvimos en
Pitlochrie para pernoctar, y continuamos a la mañana siguiente muy temprano. A las cuatro de la tarde del día siguiente,
estábamos en la última etapa de nuestro viaje, de Dornoch a Golspie. Los pantanos salvajes, abiertos y la visión repentina
del mar fue un espectáculo impresionante. Pero lo que realmente ocupaba mi pensamiento era el esfuerzo de figurarme
ese mismo viaje en 1770 —en una renqueante diligencia, por carreteras que apenas sí eran más que una vereda
polvorienta o embarrizada. La mayoría de los habitantes de Golspie con toda seguridad no habrían ido más allá de
Dornoch o Inverness. No había que preguntarse la razón por la cual Horace Glenney fue objeto de tanta ad miración
cuando regresó de sus viajes por Europa. Nos detuvimos en el pueblo para telefonear a Franklin Miller, el nuevo
propietario de Golspie House, y después continuamos el viaje hacia el nordeste. La Golspie House estaba en las faldas
del Ben Horn, frente al Lago Brora. Al hacer esa última parte de nuestro viaje, traté con todas mis fuerzas de relajarme,
de ver con los ojos de Esmond; pero no dio resultado. Todo me resultaba demasiado desconocido, extraño. La vista de la
casa cuadrada, grande y gris, me trajo un relámpago de reconocimiento, pero no estaba seguro de que no estuviera
engañándome a mí mismo al pensar que era así.

Había muchos andamios en la fachada principal del edificio. Indudablemente el nuevo propietario estaba dispuesto a
mejorar su estado. El camino de entrada había sido asfaltado y el césped parecía muy bien conservado. Podría haber sido
un hotel caro.

Franklin Miller era un hombre alto. fuerte, amable y parecía nacido para ser un noble terrateniente. Se mostró sin -
ceramente encantado de tenernos como invitados. Nos condujo a la gran biblioteca donde en la chimenea ardía un fuego
acogedor.

Nos ofreció unos whiskys que aceptamos y nos presentó a su esposa, la cual nos pidió que nos quedáramos allí todo el
tiempo que quisiéramos. Después de pasear por la propiedad hasta las riberas del lago, pregunté si podíamos pasar una
hora, antes de la cena, mirando en las buhardillas donde Alastair había visto grandes cajas y paquetes con documentos y
papeles antiguos. Nuestro anfitrión nos dijo que consideráramos su casa como si nunca hubiera cambiado de dueño, y se
marchó a ver cómo iba el trabajo de los albañiles.

—Ya sé por dónde podemos empezar —nos dijo Alastair—. La Biblia familiar. En ella está todo el árbol genealógico
de los Glenney de Golspie.

Encontramos la Biblia en uno de los estantes superiores de la librería. Era una Gran Biblia —la versión de Crammer
de 1539. Pensé que seguramente era casi tan valiosa como toda la Golspie House, pero no quise comentarlo. La media
docena de últimas páginas estaban cubiertas de escritura en una letra ilegible, con tinta ya casi borrada. Comenzaba con
la inscripción de un tal Alexander Gleinnie, que murió en 1579 (antes de que Shakespeare hubiera salido de Stratford de
Avon) y que, al parecer, fue investido caballero por Enrique VIII. Los Glenney habían sido nombrados Pares del reino
por Jaime I. A veces las fechas de la muerte iban seguidas de su causa: «fie bre», «cólico» o «torcimiento de cintura»
(quién sabe lo que se quería expresar con ésta). Había algunas inscripciones que reconocí como hechas por la mano de
Horace Glenney. Su propio nombre estaba seguido de dos fechas: 1747 y 1796, pero no mencionaba la causa de su
muerte. Su padre había fallecido en 1778 y fue entonces cuando su hermano Moray pasó a ser Lord Glenney. Moray
murió de una «caída de mesana» (posiblemente de un palo mesana) en 1781 y Horace, el hermano menor, heredó el
título.

Esto, al menos, nos servía de algo. Conocía las fechas de nacimiento y defunción de Horace Glenney pero no la causa
de su óbito. Le pregunté a Alastair si podía recordar la habitación que le había sido mostrada como el «cuarto del
crimen».

—Desde luego que sí.

Salimos juntos de la biblioteca a la escalera principal y despues anduvimos por un largo pasillo. Llamó a una puerta
que luego abrió. Al parecer, la habitación se había convertido en "habitación de invitados». Daba al lago. Un albañil
silbaba en un andamio situado por la parte de fuera.

Angela dijo:

—Estoy segura de que ésta no es la habitación que me enseñó Gordon. Aquélla estaba situada en la otra ala de la
casa.

Después de búsquedas y vacilaciones dimos con ella. Daba a la fachada trasera de la casa. La ventana se abría sobre
un patio pequeño. Se trataba de un cuarto reducido, frío y una de sus paredes carecía de revestimiento. El granito había
sido suavizado, pulido, para que formara una superficie plana. Angela nos mostró una mancha de color marrón que se
extendía por el suelo.
—Gordon me dijo que ésta era la mancha de sangre. El muerto estaba en la cama cuando alguien disparó sobre él des de
la puerta.

Esto resultaba posible. Miré la mancha y vi que bien podía ser de sangre. Por otra parte me parecía poco probable que el
dueño de la casa durmiese en una habitación como aquélla. Lo más probable era que la existencia de esa mancha hubiera
dado lugar a la leyenda del crimen.

Tres escaleras nos condujeron a las buhardillas, que estaban tan sucias, oscuras y polvorientas que Alastair tuvo que bajar
para buscar una linterna. Angela se sentó sobre un baúl viejo, después de que le hube quitado el polvo con mi pañuelo.
Los dos estábamos muy cansados. Había sido un viaje largo y necesitábamos dormir bien una noche entera. Pasé mi
brazo por su hombro y ella se reclinó en mí. Dejé que mi mejilla cayera sobre su cabello y cerré los ojos. Todo estaba
silencioso, en calma. No había otro ruido que el del viento y, de vez en cuando el canto lejano de un pájaro. La sensación
de su calor junto a mí resultaba muy agradable. De repente, sin transición, recordé. O mejor dicho, recordó Esmond. El
olor de polvo me resultaba familiar y lo mismo sucedía con el olor del cabello de Angela. Me di cuenta de dónde estaba
la equivocación. Cuando vemos un lugar nuevo, la mente lo encuentra desconocido, extraño y por tanto hace un esfuerzo
para captarlo, para adaptarlo. Es ese esfuerzo el que destruye la familiaridad instintiva del recuerdo. Me había sentido tan
ansioso de penetrar en el espíritu de esta casa, de recordarla, que había forzado mis impresiones sobre ella. Ahora, por un
momento, había cesado de verla como un lugar desconocido. Me relajé y fue como si una imagen se sobreimprimiera en
mis nuevas impresiones de la casa y se combinara con ellas. Yo ya conocía aquel lugar. Co nocía el lago; conocía las
colinas y la vista del mar al otro lado del valle. Y supe, también, que Ángela había tenido razón. La habitación que
habíamos visto era en la que Horace Glanney había sido asesinado. Pero Angela se equivocaba en una cosa; no había
muerto de un tiro. Había sido apuñalado. Sentí la extraña certidumbre de que había sido así.

Alastair regresó con un cable eléctrico muy largo en uno de cuyos extremos había una bombilla dentro de una especie de
jaula de alambre y al otro lado un enchufe. Metimos éste en la extensión correspondiente del piso de abajo y nos
llevamos 1a bombilla a la buhardilla. Contemplamos el lugar. Resultaba evidente, de todo punto, que nadie había estado
allí desde hacía años. Alastair ni siquiera recordaba haber subido desde su niñez. Sobre todos los objetos había
centímetros de polvo y una especie de moho pegajoso. Más de la mitad de la buhardilla estaba cerrada por enormes
telarañas, tan gruesas y llenas de polvo que parecían gruesas cortinas opacas. (Con frecuencia me he preguntado cómo
pueden vivir las arañas en semejantes lugares.) En aquella buhardilla, desde luego, había mucho que investigar, incluso
un montón de gaitas rotas. Tan pronto como movíamos cualquier objeto nos asaltaba una nube de polvo. Rompí la tela de
araña con un viejo gancho de metal y miré la otra parte. Allí había todo tipo de cajones y baúles, así como montones de
papeles. Traté de desatar uno de aquellos tajos de documentos, pero se deshicieron entre mis dedos como si se tratara de
papeles consumidos por el fuego. Otros fajos de papeles estaban tan manchados por la humedad, que su lectura resultaba
imposible.

Tras media hora de búsqueda, todos nos sentimos con sed y estornudábamos a cada minuto. Franklin Miller vino para
ver cómo nos iban las cosas, miró en torno suyo durante un minuto o dos y se marchó tras comentar :

—Es mejor que busquen ustedes mismos que no que lo haga yo.

Finalmente Alastair dijo :

—Creo que bajaré a tomarme una cerveza. ¿Viene alguien conmigo?

Angela dijo que ella. Yo decidí quedarme un rato más, pero cinco minutos me bastaron. Comencé a pensar en un vaso
de medio litro de cerveza fría en la taberna del pueblo. Me dolían los ojos y obraba con una impaciencia irresistible, por
lo que cada vez que movía algo levantaba más polvo del necesario. Tenía la sensación de necesitar un buen baño y de
tener el cabello lleno de pequeñas arañas. Después de sacar de su rincón un gran baúl y de esforzarme en romper la
correa que lo cerraba, que se había vuelto tan rígida que parecía de hierro, le acerqué a la trampa que servía de salida para
respirar un poco de aire fresco. Me senté allí, bostecé y pensé que si Esmond intentaba ayudarme aquél era el mejor
momento para demostrármelo. Una araña se paseó sobre mi cuello y eso hizo que me levantara de manera tan repentina e
inesperada que me di con la cabeza en una viga y caí al suelo, viendo las estrellas. Me quedé sentado en el suelo, irritado
por la osadía de la araña que se columpiaba de un hilo que pendía de lo que me pareció el diagrama de una instalación
eléctrica, sujeto a la viga. Eso colmó mi paciencia. Bajé la escalera y me detuve cinco minutos junto a una ventana
abierta, sacudiéndome el polvo que cubría mis ropas y contemplando con envidia al hombre que estaba pescando en un
bote sobre el lago.

Me agaché para desenganchar el cable de nuestra bombilla cuando de repente, se me ocurrió la idea. Si no había luz en el
altillo, ¿qué significaba aquel diagrama de instalación eléctrica?

Volví a la buhardilla. Tomé un trapo y sacudí la tela de araña que cubría el papel. Miré desde más cerca y me di cuenta de
que no se trataba de un diagrama eléctrico, sino de un dibujo claro, nítido, con varias cajas unidas entre sí por líneas.
Cada una de las cajas tenía una letra escrita sobre ella; y al margen del dibujo había otra lista de letras, con una leyenda al
lado. Tuve una sospecha y cogí el dibujo; mi intuición trabajaba de nuevo. El dibujo estaba tan lleno de polvo que no
podía leerlo, así que lo limpié con el pañuelo y me aproximé a la ventana. Era un plano... un plano de la buhardilla. Si
antes hubiera pensado con más atención en ello, hubiese advertido que las cajas, y baúles y legajos estaban colocados con
cierto orden, lo que sugería que habían sido ordenados por alguien. Y ese alguien había hecho el diagrama o plano para
que sirviera de guía a la hora de localizar un bulto determinado.

Alastair me llamó :

—¿Bajas, Gerard?

—¿Quién fue G. Rullion? —le pregunté en vez de contestar a su pregunta.

—¿George Rullion? Una especie de mayordomo en la época de mi abuelo. Vivió hasta los noventa y un años.

Descendí y le mostré la parte de atrás del plano donde había una firma clara que decía: «G. Rullion». Recorrí la lista
con el dedo y me detuve junto a la letra «K»: Documentos del 9° Lord Glenney. Se trataba de Horace Glenney. Consulté
el plano. «K» era un espacio situado en un alejado rincón de la buhardilla.

Comprobamos que se trataba de un enorme cofre de estaño. Su cerradura estaba oxidada y la forzamos con un atizador de
hierro. Estaba lleno de libros de cuentas, cartas, documentos y papeles sueltos. O bien había sido revuelto después de que
G. Rullion lo hubiera llenado, o su contenido había sido arrojado dentro sin orden alguno. Abrí una carta. Comenzaba:
«Mi querida Mary» y parecía tratar de un asunto de familia relacionado con la venta de una casa en Guilford. Me agaché
sobre el cofre y abrí algunas otras cartas elegidas al azar. Una, dirigida a la señorita Fiona Guthrie, comenzaba: «Mi
querida señorita Guthrie», y terminaba: «respetuosamente suyo». Estaba fechada en Gottingen en agosto de 1766, es
decir pocos meses antes de los acontecimientos descritos en su carta a Esmond Donelly.

Alastair y yo tratamos de bajar el cofre por la escalera, pero era demasiado pesado, asi que decidimos dejarlo allí.
Fuimos triunfalmente a la biblioteca para anunciar nuestro descubrimiento lo que dio origen a una gran excitación.
Conduje a todos arriba para que examinaran el arcón, me bebí una cerveza helada y me fui a duchar. Cuando me reuní
con ellos habían amontonado papeles y legajos en el suelo de la biblioteca y los estaban examinando. Eché un vistazo a
lo que habían separado pero no encontré nada de interés.

Cenamos media hora más tarde. Una cena estupenda con abundancia de faisanes y perdices y bebimos un buen
Beaujolais. Todos nos sentíamos cansados y nos retiramos a la sala de estar para tomar caíé y ver las noticias en la
televisión. A las nueve y media pregunté si se me permitía usar el teléfono; no había hablado con Diana desde mi salida
de Londres.

La línea era buena y pude oír a mi esposa con la misma claridad que si estuviera a sólo un par de kilómetros. Le
conté las novedades, que había encontrado algunos documentos de Glenney, pero nada que pareciera prometedor.
Después le pregunté si ella tenía alguna noticia.

—No muchas. Una carta de una chica de Miami que quiere que te vayas allí para vivir con ella. Otra de un hombre
que desea que escribas un libro denunciando las computadoras. Y una nota de un hombre llamado Cörner, que dice que
desearía verte la próxima vez que visites Londres.

—¿Cómo dices que se llama? Deletréamelo.

—K.O.R.N.E.R.

Lancé una exclamación.

—¡Qué...! ¿Cómo se llama de nombre de pila?

—No me acuerdo, ¿quieres que vaya a buscar la carta?

—Sí, por favor.


Al cabo de unos minutos estaba de nuevo al teléfono y me leyó la nota. Era, en efecto, de Otto Körner, el hombre
que los Dunkelman me habían dicho que había sido deportado de Londres por la policía. Vivía en West Hampstead.
Decía que había leído mi carta en The Times Literary Supplement y que le gustaría hablar conmigo del tema. Me daba
su número de teléfono. /

Cuando mi mujer colgó me apresuré a regresar a la sala de estar agitando con gozo el papel en el que había
registrado la dirección y el teléfono de Körner. Estaba convencido de que aquello significaba un auténtico hallazgo, un
triunfo, no tanto porque supusiera que Körner conocía cosas sobre Esmond que yo no supiera ya, sino porque era una
indicación de que los dioses estaban de nuestra parte. Miller pareció tan entusiasmado como lo estábamos los demás;
comenzaba a sentirse arrastrado por la emoción de la búsqueda del pasado de Donelly. Me dijo :

—¿Por qué no le telefonea ahora mismo?

No necesitaba más. Cinco minutos después, una voz que sonaba como la de un profesor alemán ridiculizado en una
comedia satírica decía cordialmente :

—Muy contento de que me telefonee, señor Sorme. Tenemos muchas cosas de que hablar.

—He visto a los Dunkelman en Londres y me dijeron que usted había regresado a Alemania.

—¡Cómo...! Saben de sobra que eso no es verdad. No debe fiarse...

Me estuvo hablando casi diez minutos de ellos, pasando a veces al alemán, sin darse cuenta. Terminó aconsejándome
insistentemente que no volviera a verlos jamás. Quise saber qué tenía contra ellos y le dije que a mí me habían parecido
una pareja sencilla e inofensiva. Me respondió gritando con vehemencia :

—¡Qué! ¿Inofensiva? Pero si ese hombre es un asesino.

—¿Está seguro?

—Y tanto. Es un asesino. Se casó con una chica rica en Suiza y coció su cuerpo en una caldera de fabricar cola. En
aquellos días poseía una fábrica de colas. Se casó con la muchacha, pese a que estaba ya casado, y a las pocas semanas la
nueva esposa desapareció. Un médico examinó una muestra de la cola y dijo que estaba hecha de huesos humanos. Pero
no pudieron probarle nada. Fue condenado a tres años de prisión por bigamia.

El relato sonaba tan repulsivo como increíble. (En realidad más tarde descubriría que Körner se había reservado el
detalle más horrible; que Klaus había ido cortando la carne en pequeños trozos y había alimentado con ellos a un pez
piraña que tenía en su casa). Hablé con Körner durante unos minutos más y le prometí pasar a verle de regreso a Irlanda.

—Muy bien. Espero que se quede en Londres durante unos cuantos días. No puede figurarse cuántas cosas tengo que
decirle.

Sus palabras parecían prometedoras. Regresé y le relaté a Angela la sorprendente información sobre Klaus
Dunkelman. Terminamos contando a nuestros anfitriones la visita con todo detalle. Omitimos lo que posteriormente
sucedió entre nosotros.

Estaba tan cansado que me fui temprano a la cama. Pero me desperté a las siete de la mañana. Me puse el
abrigo y, sentado en un taburete en la buhardilla, removí cuidadosamente todo legajo, paquete, carpeta y papeles sueltos
que había en el cofre. Con los papeles formé un montón bien ordenado. Llevaba buscando como media hora cuando se
produjo el primer hallazgo prometedor. Un fajo de cartas, atadas con una cinta, escritas con letra femenina y dirigidas al
«Caballero Horace Glenney. Ferdinandstrasse, II (la casa de Herr Jüilich), en Góttingen. Se trataba de las cartas que
Fiona Guthrie le escribiera a Horace Glenney a partir de 1767 —un mes después de que estuvo a punto de seducirla—.
Eran las cartas típicas de una joven enamorada. Más aún : las cartas de una muchacha que se consideraba prometida.
Estaban llenas de cotilleos y chismes de las cosas de la casa, sobre su hermana Mary, de un perro que le habían regalado.
Encontré patético leerlas porque le daban existencia real... una escolar enamorada por primera vez, una joven que había
permitido a su amado ciertas libertades porque no podía negarle nada y que creía que su amado pensa ba en ella tan
constantemente como ella pensaba en él. Una de las cartas contenía una nota de Mary: «Espero que las chicas de ahí sean
tan feas como burras.» Horace parecía habérselas contestado muy extensamente y mencionando a Esmond con un
entusiasmo tan excesivo que Fiona escribía: «Estoy segura de que tu amigo Esmond Donelly es un estudiante tan bueno y
(ilegible), pero en realidad no puedo admirarlo sin haberlo conocido... Preferiría oír más detalles de tus propias cosas.»
Por lo visto, Horace dedicaba demasiado espacio en sus cartas a alabar a Esmond.

En la Navidad siguiente (1767) parece que tuvieron una riña a causa de una sirvienta. «Me gustaría poder comprender
cómo se puede desear a una criatura tan puerca», lo que sin duda explicaba por qué Fiona había conservado su virginidad
un año más. Para Glenney debió tratarse de unas Navidades frustradoras, después de su intento de rapto en Osnabrück.

Aparté las cartas de Fiona para leerlas con mayor atención y seguí vaciando el cofre. Cerca del fondo parecía haber
un poco más de orden y los libros de cuentas estaban todos apilados en un rincón. Los saqué y, cuando lo hube hecho con
el último, vi una caja de metal negro medio enterrada bajo unos papeles. La saqué y vi que tenía como unos cincuenta
centímetros de largo por la mitad de ancho y casi la misma profundidad. No estaba cerrada con llave. La abrí y me
encontré con la página del título escrita a mano: Cartas desde una montaña, por George Smithson. Saqué la agenda que
había estado usando para anotar mis datos sobre Donelly. Tal como pensé, la edición publicada de Cartas desde una
montaña estaba firmada por Reginald Smithson, pero el panfleto sobre la Perversa sociedad del Fénix lo estaba por
Henry Martell y George Smithson. Este último había sido publicado diez años después que la novela. Glenney había
cambiado el nombre de pila del autor. La suposición lógica era que Glenney había escrito el panfleto an tes que la novela
y alterado el nombre de ésta para no duplicar el que ya estaba en el panfleto.

Tomé unas cuantas hojas al azar y las leí por encima. Casi de inmediato mis ojos captaron las palabras «Sociedad del
Fénix». Leí el párrafo. No podía existir la menor duda; en el manuscrito original —y las tachaduras y correcciones
mostraban que aquél lo era— Glenney se refería a la «Sociedad del Fénix» y no como la «Orden del Buitre», que
aparecía en la versión publicada. Resultaba natural que había decidido el cambio o que había sido persuadido a él. Saqué
de la caja todo el manuscrito. Las hojas en que estaba escrito no eran todas del mismo tamaño sino que las últimas eran
mucho más pequeñas que las otras. Me di cuenta, casi en seguida, de que éstas no formaban parte del manuscrito.
Estaban escritas con la letra de Esmond Donelly. La primera de ellas comenzaba :

«Querido Glenney:

»Te ruego que me creas, pues te aseguro con mi más solemne palabra de honor que estás equivocado al temer por
mi seguridad. También puedo asegurarte que estás completamente equivocado sobre la naturaleza de nuestra
sociedad. No es "secreta" en el sentido que ordinariamente se le da a ese término. ¿Llamarías secreta a la Royal
Society? Y sin embargo, un intruso que pudiera lograr introducirse en una de sus reuniones podría creer que estaban
hablando en un idioma extraño para ocultar sus verdaderos propósitos.»
Había descubierto algo con lo que había venido soñando durante la pasada semana: la evidencia definitiva de la asocia-
ción de Esmond con la Secta del Fénix.

Temblando de excitación —y por el frío húmedo del altillo— regresé a mi dormitorio llevando la caja metálica. Utilicé
un teléfono interior —nuestro anfitrión había cuidado meticulosamente la instalación de estos detalles— para llamar a la
cocina y preguntar si me podían servir en la habitación un desayuno ligero. Nadie me molestó, aun cuando oí que
Alastair pasaba junto a la puerta. Durante la hora siguiente, aprendí más sobre Esmond Donelly de lo que había logrado
en todas las demás semanas que duraba ya mi investigación.

No voy a citar en su totalidad aquellas cartas por las natura les razones de espacio, pues ocuparían unas cincuenta
páginas. La historia que pude deducir de ellas era, en pocas palabras, ésta: Esmond se había enterado de la existencia de
la Secta del Fénix por dos fuentes distintas, Rousseau y Restit de la Bretonne. Este último era miembro de ella, como
Esmond descubriría más tarde. Esmond había desarrollado ya ideas muy parecidas a las suyas, como hemos visto, y esas
cartas lo confirmaban claramente. Sabía que existía esa secta, pero no tenía idea de dónde dar con ella. Ésa fue la razón
por la que publicó su libro Observaciones sobre Francia y Suiza con el emblema del ave Fénix en su portada y con un
relato de la breve historia atribuida a un pastor luterano alemán (que jamás existió). Sa bemos lo que ocurrió después :
recibió por correo el emblema del Fénix. Pero, ¿a través de quién estableció su primer contacto directo con la secta?
Resultaba absurdo y divertido que fuera por medio de la chica que anteriormente lo iniciara en los deleites del amor : la
criada de su hermana, Minou o Marie. Minou había continuado su carrera de ardiente ninfómana en París y se convirtió
en la amante de un miembro de la secta, vio en su desinteresada adoración de los genitales masculinos el verdadero
espíritu de una devota fiel.

Glenney y Esmond eran íntimos amigos. Pero Glenney estaba falto de una cualidad esencial para los miembros de la sec-
ta : la búsqueda desinteresada del sexo como una experiencia suprapersonal. Esmond lo propuso para miembro y
Glenney se pasó dos días en París con Esmond y Abdallah Mumin (que es mencionado en Cartas desde una montaña
como Abdallah Saba, pues Glenney eligió el nombre para dárselo al Gran Maes tre de la Orden de los Asesinos). No
sabemos con certeza lo que ocurrió, pero sí que Glenney se enfadó con Esmond y se marchó furioso. Dos meses después,
él y Esmond se encontraron en Londres y volvieron a hacer las paces, posiblemente por iniciativa de Glenney. Fue
durante esa visita cuando conocieron a Mary y a Charlotte Ingestre, las hijas del conde de Flaxstead, que estaban
residiendo con Elizabeth Montagu, prima segunda de Glenney, y formaron un plan para seducir a las dos muchachas y
compartir sus favores. En cierta ocasión, Glenney hizo que Esmond le contara algo sobre la Secta del Fénix. También fue
en Londres donde volvieron a encontrarse con Restif y el resultado fue otra riña o mejor dicho otra explosión de fu ria de
Glenney. (Todo esto confirma mi previa suposición de que existía un fuerte elemento de homosexualidad en las rela -
ciones amistosas de Glenney y Esmond, por parte del primero de ellos.»

Glenney alquiló los servicios de un gacetillero de la Grub Street para que hiciera las investígaciones necesarias y escribió
el panfleto Sobre la maligna Sociedad del Ave Fénix. Esmond se enteró de ello y persuadió a Glennev de que no lo
publicara. Glenney se mostró conforme y dedicó el otoño de 1772 a la seducción de Mary Ingestre, mientras Esmond
seducía, con éxito, a Charlotte. Pero en noviembre tuvieron una nueva bronca. Glenney regresó a Escocia y escribió
Cartas desde una montaña entre diciembre y febrero del año siguiente. Le escribió a Esmond para decirle que, si bien su
promesa le obligaba a no publicar su panfleto, creía que la ficción era otra cosa diferente por completo. (¿Qué otra cosa
era eso sino un intento de despertar la atención de Esmond a toda costa?) El resultado fue una larga carta de Esmond que
encontré en las últimas páginas del manuscrito :
Durante muchos años tú y yo hemos sido amigos, no hermanos. Son muchas las botellas que hemos vaciado
juntos y muchas las picaras cuya virtud vencimos con nuestras mutuas caricias y seducciones. Siendo así, ¿por qué
has elegido este momento para dudar de mí y acusarme de doble juego? ¿Qué ha sido de esa hermandad que nos
juramos en la taberna de Heidelberg, cuando yo tuve que vérmelas con un tipo grosero y tú le golpeaste a otro en los
ojos y casi le dejaste ciego?»
Este recordar la amistad pasada, las comidas juntos, las mujeres conquistadas por los dos, suena a falso viniendo de
Esmond. Horace Glenney estaba hecho de un material burdo, poco refinado. Lo que estaba haciendo era un intento, de
chantajear a Esmond y eso lo sabían ambos. Sus relaciones, más que de amistad, habían sido las de un maestro con el
discípulo. Se hicieron amigos cuando el brillante Esmond acababa de descubrir las delicias del cuerpo femenino y
predicaba su evangelio de seducción con el fervor de un revolucionario. Ya hemos visto cómo respondió Glenney, en el
episodio de Fiona y Mary. De la lista de nombres que Esmond menciona, podemos deducir que ambos compartieron un
gran número de amantes en Gottingen. Pero Esmond no estaba del todo interesado en el sexo como tal. Para él, la
sexualidad era la llave de un misterio y era ese misterio lo que le interesaba. Temporalmente, Glenney tenía bastante
parecido con Casanova, con el que se encontró una vez en Utrech. Le gustaban las cosas buenas de la vida y amaba a las
mujeres. No podía comprender por qué Esmond, su maestro en el arte de seducir a las mujeres, no se decidía a vivir en la
capital de Inglaterra y se hacía cargo del Club de Fuego del Infierno cuando Sir Francis Dashwood lo dejó. Para Glenney,
ese Londres —el de Sheridan, Wilkers y Dashwooa— era el lugar más fascinante del mundo : pelea de gallos, carreras de
caballos, boxeo con los puños desnudos (un nuevo deporte), las noches en Drury Lane, la compañía de mujeres bellas.
¿Qué más podía desear Esmond? ¿Por qué se había convertido en un aguafiestas? La seducción conjunta de las hermanas
Ingestre había demostrado que su camaradería seguía siendo tan irresistible como siempre, que los dos juntos podían
conseguirlo todo en ese terreno. ¿Quién era ese árabe formidable que hablaba francés a la perfección y se había
convertido en compañero inseparable de Esmond? Cuando por fin Esmond le confesó que pertenecía a la Secta del Fénix,
Glenney se mostró afectado. Esmond le había hablado con frecuencia de esa hermandad; le había fascinado desde el
momento en que fue mencionada por Rousseau. Glenney, por su parte, nunca creyó realmente en su existencia. ¡Y ahora
Esmond era uno de sus miembros! Eso lo explicaba todo, Esmond no era un seductor despreocupado, puesto que había
caído en las manos de una sociedad secreta regida por siniestros extranjeros de los cuales ese árabe gigantesco y siniestro
era un ejemplo. La reacción de Glenney fue una combinación de miedo, ansiedad y celos, con predominio de estos
últimos. Habló abiertamente por todo Londres de la Secta del Fénix —debió ser de él de quien Jhonson tomó los
«chismes» contra Esmond— y escribió el panfleto. Si Esmond hubiese sido menos leal, hubiera ido a Escocia para
romper su amistad con él. En vez de hacerlo así, trató de aplacarlo. O tal vez fuera más cierto el afirmar que trató de ha -
cer que Glenney comprendiera los cambios que se habían verificado en él desde los días de Gottingen.
«Siempre he sido de la opinión de que este mundo tiene un fondo mágico y que si todos nosotros no somos magos
es por culpa nuestra. Diderot pone en labios de D'Alembert:

"¿Por qué soy lo que soy? Porque es inevitable que lo sea." Yo me he preguntado muchas veces a mí mismo: "¿Por qué
soy yo lo que soy? Porque esto me parece la cosa más arbitraria del mundo." Yo podría ser cualquier cosa en cualquier
parte. Mi forma no es más fija y permanente que la de la columna de humo que surje de una hoguera. En una ma ñana
tranquila el humo puede parecer tan firme y estable como una columna de mármol, pero sabemos que el más leve soplo
de viento cambia su forma y hará que se disperse en la atmósfera. Una mañana estaba sentado en el pretil de un puente
y observaba la catarata que se precipitaba cerca del Montblanc, en ese momento me sorprendió la idea de que el
hombre está rodeado de fuerzas que no es capaz de comprender y, sin embargo, tiene la vanidad de creerse tan firme
como una roca. En los tiempos en que los hombres eran cazadores y guerreros no tenían tiempo de estancarse; com-
prendían su verdadera naturaleza, no confundían el humo con el mármol. En este sentido comprendían el mundo mejor
que M. Diderot y M. Voltaire. Sólo un necio desearía regresar al estado de los salvajes numidias. En lo que a mí
respecta no soy ni cazador ni guerrero, pero he observado desde hace ya mucho tiempo, que cuando mi tan usado car-
nero penetra en su predestinado hogar, bien sea entre las piernas de una noble dama o de una moza de establo, me
resulta evidente que este mundo es rico, cálido e infinito. La ceguera se desprende de mis ojos, la pesadez de mis sen -
tidos y veo de golpe que el hombre se ha dejado robar sus derechos congénitos. Porque esa mágica visión del mundo es
un derecho de nacimiento y siendo así, ¿por qué he de resígname a aceptarla sólo a fragmentos desajustados, como el
perro coge en el suelo los trozos de carne que su dueño tiene a bien echarle? Toda esa visión mágica es mía, ¿no tengo,
pues, derecho a conseguirla y conservarla?
»Esto es algo que siempre creí. Y conozco lo suficiente de teología como para saber que ese derecho de
nacimiento, congénito, es lo que perdió el hombre a causa del pecado de Adán. ¿Cómo podemos dar con lo perdido si
no es por medio de una búsqueda sistemática? Siempre he pensado que debe de haber un medio de recuperar este
poder perdido. Ahora he descubierto que existen hombres que han dedicado sus vidas a la búsqueda de ese camino y
que pueden enseñarme algo de sus métodos. ¿Puedes creer, verdaderamente, que esos hombres sean malvados, que su
intención sea apoderarse de mi alma inmortal? Y además, ¿qué significaría eso en el caso de que fuera cierto? Ni tú ni
yo creemos que el alma puede ser esclavizada, excepto por la estupidez y con la ex cesiva preocupación por cosas sin
importancia.

»No, yo voy detrás de algo más importante que la virginidad de fatuas chavalas.»

Pero, ¿qué hacia realmente la Secta del Fénix? Esmond expresa su objetivo básico con una frase: «Nuestro propósito
no es degradar ni contaminar los sentimientos religiosos con lo venéreo, sino elevar a la altura de un sentimiento
religioso.» Pero, ¿cómo podría realizarse eso? Esmond es bastante oscuro al respecto. Tenía motivos para desconfiar de
Glenney. Pero está claro que cuando llegó a Golspie —en abril de 1773—, la dijo a Glenney mucho más de lo que se
hubiera atrevido a poner por escrito; y Glenney, por el contrario, escribió parte de esta información con la intención de
usarla en su libro. Veo imposible no creer que la intención de Glenney fuese la de publicar ese libro.

Personalmente soy reacio a condenar a Glenney. La novela es una obra notable, pese a sus cosas absurdas; uno se
siente tentado a afirmar que constituye la mayor reclamación que Glenney hace a su derecho a la posteridad. ¿Puede
un autor ser condenado por no decidirse a destruir su mejor obra?

A deducir de las notas de Glenney, que voy a resumir en vez de citar con extensión, parece claro que la Secta del
Fénix, tenía mucho en común con los Rosacruces o con la Masonería. Había en ella un Gran Maestre, una especie de
papa, elegido por un comité conocido como los «dominoes», presumiblemente porque llevaban túnicas con capuchas
del tipo que se utiliza para las mascaradas de carnaval, conocidas como «dominós». Cada país tenía un «dominó». En
Francia lo era el escritor Choderlos de Laclos, autor de Liaisons Dangereusses. Posteriormente Esmond fue
nombrado dominó de Irlanda.

Lo que queda totalmente claro por las notas de Glenney y de Cartas desde una montaña es que existía una básica
diversidad de opinión en el interior de la secta sobre un punto fundamental de su doctrina. La secta creía que el
hombre lograba aproximarse a esa sensación del mundo como «misterio mágico» más frecuentemente mediante el
acto sexual que a través de la religión o del arte. (La palabra importante aquí es frecuentemente.) Nadie negó nunca
que el éxtasis de los místicos podría alcanzar mayor intensidad que nada que pudiera lograrse mediante el sexo. Pero
eran pocos los que lo lograban. Por otra parte, el hombre puede sentir el misterio sexual cada día.

Todos los miembros de la secta parecían estar de acuerdo en que una promiscuidad incontrolada no servía más que para
conducir al aburrimiento. Había una considerable diversidad de opiniones sobre cuál era el remedio. La tradición de la
secta —que data de siglos— insistía en que la mujer debía ser tratada como recipiente de un misterio religioso. Los
hegúmenos del sur de Rusia llevaron este concepto a su máximo desarrollo a finales del siglo XVI. Por otra paire, los
huldeianos, una secta nómada germana (cuyo nombre se deriva de la diosa teutónica del matrimonio) estaban más cerca
de aquellos «monjes» anteriores que cometían violaciones con toda la frecuencia posible. Creían que el sexo era más
nocivo cuando era violento. Pero en el siglo XVIII ser huldeiano significaba que tendía a penetrar el máximo posible de
vaginas, y si eran vírgenes mejor. Básicamente era un culto de seducción. Horace Glenney era un huldeiano sin saberlo y,
al principio, también lo fue Esmond. Laclos era huldeiano, así como el Gran Maestre Abdalah Yahva y su sucesor
Hendrik van Griss. El responsable de la iniciación de Esmond, Abdallah Mumm, pertenecía a la tradición de los
hegúmenos. Los primeros hegúmenos (denominados así por su primer líder, el renegado “Hegúmeno» o abate de una
orden de monjes basilianos) elegían como pitonisa a una joven bella y a una docena más de chicas como sus doncellas;
estas últimas se consideraban sacerdotisas. Las mujeres eran adoradas como divinidades, pero los miembros varones de
la secta tenían derecho a ciertos contactos con las divinidades que podían culminar en el acto sexual. Para lograr esta
clasificación tenían que ayunar dos o tres días a la semana durante varios meses y pasar por una serie de etapas bien
definidas de aproximación al misterio. Si podía dormir desnudo en una noche de invierno en los escalones del «templo»
—desde el atardecer al amanecer— se le permitía actuar como sirviente de tres de las sacerdotisas una hora al día,
llevándoles alimentos y limpiando sus cuartos. Se le permitía comer los restos de la comida de las sacerdotisas a las que
servía. Después de otras pruebas que consistían en meterse astillas bajo las uñas y quemarse en la parte más sensible de
su antebrazo, se les permitía convertirse en «sirviente corporal» de otras tres sacerdotisas, lavando y cosiendo sus ropas y
lavándoles el pelo. Los excrementos de las sacerdotisas eran considerados como sagrados y los servidores corporales
debían llevarlos al bosque y enterrarlos en lugares donde los otros varones de la tribu no pudieran hallarlos. A los sirvien -
tes corporales les estaba permitido oler los excrementos de sus dueñas y lavarse con su orina, un privilegio que les era
envidiado por los demás varones. La mezcla del semen de los adoradores con los excrementos y la orina estaba
considerado como el primer grado de unión con la divinidad. Al que lograba seguir soportando crecientes dificultades y
dolorosas tareas, se le permitía un número creciente de privilegios, hasta que llegaba a ser uno de los ocho hombres que
ocupaban el cargo de servidores corporales de la Santa en persona. En ese caso podía llegar a ser el elegido para
participar con ella en las ceremonias que tenían lugar en la primera noche de luna llena después de la recogida de las
cosechas, y en el curso de la cual tenía relaciones sexuales con ella vestido con la piel de un toro. Los órganos genitales
de la sacerdotisa y el falo de su adorador eran secados con un paño sagrado que se dividía en ocho partes: después de la
ceremonia, cada una de esas partes era entregada a uno de los ocho servidores, quienes lo habían de llevar unido a la
cabeza de su pene durante todo el tiempo que siguieran ocupando su privilegiado cargo.

Creo que puede verse con claridad que el planteamiento básico de los hegúmenos consistía en intentar la consecución
de un estado de frenesí sexual combinado con la adoración religiosa y que cada una de las distintas etapas de dificultades
y dolor tenían por objeto el evitar que el aspirante se viera relajado o desinteresado por su tarea final. Si ocurría que
llegaba a perder su erección en presencia de las sacerdotisas, era azotado y degradado y volvía a incorporarse, en
desgracia, a los elementos postergados de la tribu. Esto significa que tenía que mantener siempre su imaginación en
estado de excitación. Hay que hacer notar, igualmente, que la posición dentro de su Sociedad era la equivalente a la de
una sirviente en la nuestra; era tratado como una mujer, con el objeto de que se sintiera humillado y su sexualidad se
hiciera más huidiza, furtiva, por decirlo así. La idea, en términos generales, era que la sexualidad no debía ser
considerada como algo «ordinario», normal, a lo que todo el mundo tiene derecho y que puede conseguir. Cada uno de
los objetos relacionados con las ceremonias sexuales se convertía en el objetivo sagrado últi mo y los ocho servidores
eran envidiados por todos los varones a causa de la posesión del trozo de paño empapado con las fluideces de la
sacerdotisa.

Esmond era partidario de la doctrina de los hegúmenos más que de la de los huldeianos. La mayor parte de la carta
dirigida a Glenney está formada de argumentos contra el tipo de seducción que antaño defendiera Esmond. Mantenía que
no producía efectos positivos sino que acababa por conducir a la saciedad.

El episodio próximo es uno de los más interesantes —y peor documentados— de las relaciones entre Esmond y
Glenney. Puede ser confirmado en parte con la información procedente de distintas fuentes, entre las que incluyo cartas
de Esmond —las que fueron encontradas en el arcón de la buhardilla— y diarios de Horace Glenney, así como otras
cartas escritas por Mary y Maureen Ingestre. Todas ellas serán citadas con amplitud en el próximo volumen. La historia
que de ellas puede deducirse es la siguiente :

Cuando Esmond y Horace Glenney se reconciliaron en Londres, en octubre de 1772, Esmond residía en la casa de su
prima Sophie, en St. James. Se había convertido en Sophie BIackwood, por su matrimonio con Sir Edmund Blackwood,
un rico cervecero, cuyo padre había sido un personaje famoso. Lady Mary y Lady Charlotte Ingestre residían en casa de
Elizabeth Montagu, la feminista, que las estaba instruyendo en astronomía. Esmond se sintió fascinado por la inocente y
deliciosa Charlotte, que por aquel entonces tenía diecinueve años y medio. Glenney fue impresionado por Lady Mary,
brillante, bella y más segura de sí misma que su hermana, pese a ser un año más joven. (Eso es típico de la diferencia de
carácter existente entre los hombres : Esmond dominante e inteligente, prefería inocencia y dulzura; Glenney, no por
entero seguro de sí se sintió intrigado por la más intelectual de las dos.)

Parece bastante seguro que Glenney nunca hubiera puesto sus ojos en un objetivo tan elevado, a no ser por los
ánimos que le dio Esmond. Él se sentía más en su papel, más cómodo, seduciendo mujeres de clase socialmente
inferior a la suya. Lo que impresionó a Esmond fue que los hombres más elegibles se sentían tímidos, como coartados en
presencia de las hermanas Ingestre, debido a la reputación que éstas tenían de ser tan inteligentes y brillantes como
acomodadas. Los jóvenes atrevidos, y que se las daban de conquistadores, hacían consideraciones más bien ofensivas e
irónicas, pero lo cierto era que en secreto se sentían superados por ellas; por otra parte los jóvenes respetables —que
probablemente pensaban y se comportaban como el Darcy o el señor Bingley de Jane Austen las trataban con gran
cortesía y deferencia intentando establecer con ellas conversaciones de tipo intelectual. Por parte de Esmond, la
respuesta fue mucho más simple. Pensó que las dos hermanas eran deliciosas y observó, hablando con Glenney, que un
hombre podía pasar una noche estupenda entre las dos.

Glenney sabía que cuando un hombre como Esmond decía algo así sus palabras no eran la simple expresión de un sueño
o una ilusión. Si había en todo Londres un hombre capacitado para seducir a las hermanas Ingestre, éste, sin duda, era Es -
mond. Tenía las condiciones y conocimientos precisos para seducir a chicas intelectuales : una gran inteligencia. Él y
Lichtenberg fueron los dos mejores matemáticos de su generación en Gottingen. Las hermanas Ingestre conocían a
Lichtenberg, al que habían sido presentadas por una persona de tanta catego ría como el propio rey, en Hampton Court, y
habían examinado el gran telescopio del rey bajo la vigilancia y supervisión de Lichtenberg. Lógicamente Esmond no
tenía dificultad alguna en encontrarse frecuentemente con las hermanas Ingestre, dado que éstas residían en casa de la
prima de Sophie, Elizabeth. El telescopio de Esmond —construido por Schwarmaz de Leyden— era de extraordinaria
potencia. Lo colocó en el ático de la casa de Sophie Blackwood e invitó a Elizabeth Montagu y a sus dos encantadoras
visitantes para que fueran a su casa a estudiar las estrellas con él y con el propio Lichtenberg. Elizabeth Mon tagu no
conocía a Lichtenberg y estaba ansiosa por hacerlo. Esmond fue lo bastante inteligente como para tener preparada una
cena ligera en su «observatorio» —faisán, perdiz, capón, jamón irlandés y algunas otras delicadezas—. Las damas hicie -
ron gran cantidad de preguntas y miraron por el telescopio durante más de una hora. Después la conversación pasó a te-
mas de filosofía, y Esmond y Lichtenberg se explayaron sobre Leibniz, Voltaire, Hume, y principalmente sobre la
brillante disertación inaugural del inteligentísimo alemán Immanuel Kant. Éste decía que la realidad no puede ser
conocida y que son los sentidos los que dictan la forma de nuestro conocimiento de los fenómenos. (La Crítica, obra que
desarrollaba esas doctrinas, no sería publicada hasta nueve años después.) Elizabeth Montagu se sintió muy
impresionada. Dijo que jamás en su vida había oído una exposición tan profunda e inquietante... No, no... ni siquiera en
Burke, Garrick o del propio doctor Johnson. Era un asunto complicado y difícil esa filosofía crí tica alemana. Se había
logrado el efecto buscando. Más tarde, Lady Montagu se enteró de que Esmond era uno de los solteros más codiciados de
Londres. Por su parte, éste estaba convencido de que había causado una buena impresión en Charlotte. Tomó su mano
durante un momento, con el pretexto de ayudarla en un rincón oscuro de la escalera, y ella la dejó en las suyas unos
segundos más de lo que hubiese sido necesario.

En esa ocasión Horace Glenney no estaba presente. Sabemos exactamente el por qué de esta ausencia, pues Esmond la
explica en una carta incluida en el manuscrito de Cartas desde una montaña. Esmond sabía que Glenney no causaría un
impacto inmediato sobre las damas por ser un tanto tímido. (En realidad, lo que Esmond quiere decir es que Glenney
hubiera pasado inadvertido en una reunión en la que había personas como Lady Montagu, Lichtenberg y él mismo.)
Había que preparar su ingreso en el grupo. Esmond descubrió lo que Mary Ingestre había estado leyendo últimamente y
Horace Glenney hubo de pasarse veinticuatro horas estudiando el tema y preparando observaciones ingeniosas y
acertadas. Dos días después de la reunión con el telescopio, Esmond fue al parque a montar a caballo con las dos
hermanas y les habló sobre el carácter noble, delicado y tímido de su amigo Glenney. Le dijo a Mary que Glenney había
sido educado dentro de un ambiente estrictamente religioso y que su introducción en el campo de la filosofía germana
estaba llegando a minar su fe; se inventó una anécdota especialmente conmovedora sobre Glenney, en la catedral de
Chartres, donde, según contó Esmond, había preguntado con lágrimas en los ojos :

«—¿Es que toda esta belleza no es otra cosa que un monumento a la habilidad del hombre para engañarse a sí
mismo?»

Con todo esto, cuando unos días después, llevó a Glenney a visitar a Elizabeth Montagu, no tuvo necesidad de dar
nuevos ánimos al interés que ya Mary sentía por él. La joven aprovechó la primera oportunidad que se le ofreció para
retirarse con él a un rincón apartado donde podría preguntarle con seriedad sobre sus dudas. El encuentro resultó
mucho mejor de lo que cualquiera de los dos hubiesen llegado a pensar. Se mostró conforme en ir con él al parque a
montar a caballo y se pasó la noche acumulando argumentos de Butler y Tillot sobre la evidencia del origen divino de
la Naturaleza. Glenny a cambio, hizo también un trabajo de apoyo a Esmond, diciendo que éste tenía una pena secreta
por un amor perdido.

No cabía duda de que juntos, los dos jóvenes formaban un equipo impresionante.

Esmond se hallaba en una excelente situación para pasar mucho tiempo con Charlotte. Elizabeth Montagu era su prima
segunda y las dos hermanas habían hecho una buena amistad con Sophie Blackwood. Nadie podía pensar nada raro si
Charlotte iba de paseo de Mayíair a St. James para visitar a Sophie y cambiar impresiones con ella sobre lo que debía
ponerse para asistir al baile de otoño de la señora Sandwich. Y, si Sophie no estaba en casa, ¿por qué razón no podía
pasarse una hora charlando de astronomía y metafísica con Esmond, el primo de Sophie?

Para mediados de octubre, Charlotte reconocía ante Mary que se sentiría inclinada a aceptar a Esmond si éste la pedía en
matrimonio. Mary se lo dijo a Glenney el cual pasó el comentario a Esmond. Glenney se mostró sorprendido al ver que
Esmond no mostraba una especial alegría por la noticia. Esmond tenía la suficiente claridad de pronóstico como para ver
que la situación se iba desarrollando con excesiva rapidez y comenzaba a hacerse peligrosa. Si Sophie, Elizabeth y Mary
se habían propuesto planes casamenteros acabaría por verse comprometido antes de que terminara la temporada. Había
llegado el momento de hacer una retirada estratégica provisional.

Fue en esos momentos cuando Horace Glenney decidió, por su parte crear la historia del «amor perdido». Le confió a
Mary que Esmond había estado prometido matrimonialmente con la hija de un pastor suizo. El padre de Esmond había
puesto objeciones a la boda de su hijo con la hija de un párroco calvinista y le amenazó con desheredarlo si seguía
adelante con sus propósitos. Como Gibbon, Esmond «lloró como amante pero obedeció como hijo». La pareja se había
separado hacía sólo algo más de un año, y ahora ella le había escrito que estaba comprometida con un tratante de vinos de
Ginebra. Sin embargo, Esmond se había enterado recientemente que eso no era cierto. La joven seguía soltera y, quizá,
suspirando por Esmond y esperando su regreso...

Esmond se puso furioso cuando Glenney le comunicó lo que había hecho. No deseaba de ningún modo que Charlotte se
sintiera celosa y desgraciada, sino que lo único que quería era desaparecer durante el tiempo necesario para desanimar a
las casamenteras. Ahora todos creían que él deseaba regresar a Suiza para ver de nuevo a su amada. Y no adelantaría nada
con negar la existencia de esta persona, creación de Glenney, puesto que nadie le creería.

En un paseo a caballo con él por los Campos de Maryietne, Charlotte le pidió que se quedara en Londres al menos el
tiempo suficiente para poder ser su caballero en el baile de Sandwich. Esmond sabía que aquello le resultaría fatal, así que
le respondió que le era de todo punto imposible. Charlotte regresó a casa llorando. Al día siguiente, Mary fue a visitar a
Sophie y las dos le suplicaron a Esmond que se quedara. Sophie le dijo que resultaba de todo punto absurdo abandonar
Londres en plena temporada y que los negocios que tenía que resolver en Irlanda podían esperar. Esmond trató de dejar a
un lado la discusión alegando que regresaría a Londres tan pronto como hubiera resuelto sus asuntos, pero no sirvió de
nada. Charlotte estaba convencida de que si Esmond se iba de Londres lo perdería para siempre.

Se presentó en la casa al día siguiente —cuando Sophie había salido— y trató de convencerlo de que no se fuera.
Esmond le aclaró que tenía que marcharse a causa de un delicado y aburrido asunto de familia relacionado con sus
propiedades. La muchacha le preguntó directamente, sin rodeos, qué tipo de asunto era aquél por el que no podía esperar
y la razón de esto. Después intentó el truco de las lágrimas y Esmond se encontró consolándola y acariciándola. Esmond
tenía entonces veinticuatro años y era muy sensible. La joven era bellísima. Varios años más tarde, en una carta que le
escribió a Laclos, cuenta:
«Siempre he tenido el convencimiento de que las chicas más virtuosas e inocentes son aquellas a las que la Natu -
raleza mejor dotó para el arte de la seducción y cuando están enamoradas resultan casi de todo punto irresistibles. La
única vez en mi vida que fui seducido fue por una de esas vírgenes. Un amigo estúpido le había hecho creer que yo
intentaba dejarla para correr a casarme con otra a la que había dado pruebas de mi amor. Se presentó un día en casa,
cuando yo estaba solo, para persuadirme de que no lo hiciera. Hasta aquel momento ni siquiera había llegado a besarla.
Al principio traté de convencerla honestamente. Le dije que mi amigo era un tonto y que yo no tenía la menor intención
de marchar a Suiza. Me preguntó por qué, si era así, no podía quedarme unas cuantas semanas más. Después se puso a
llorar y yo la tomé en mis brazos. Cuando la besé dejó de llorar y luego fue ella la que empezó a be sarme a mí con tal
pasión que llegué a preguntarme si, en realidad, era tan virtuosa como había supuesto. Mi sentido común me advirtió
que había llegado el momento de detenerme, pero cuando traté de calmarla cerró mi boca con besos y se apretó aún más
contra mí. A continuación me dijo que temía desmayarse y se dejó caer en un sofá. Le dije que iba a buscarle un vaso de
agua, pero me rogó que no la dejara sola y que me sentara a su lado. En tales circunstancias, ¿no pensarías que era de
todo punto inocete y que no se daba cuenta del efecto que estaba causando sobre el órgano de mi adoración? Mi lógica
me hizo pensar que si apretaba ese descubrimiento contra su cuerpo se sentiría afectada en su modestia y en su prudencia.
Por tanto, cuando me incliné sobre su pecho, le introduje mi mano en el escote de su vestido y liberé del corsé uno de
sus senos. Como no protestó, comprendí que si me permitía aquellas libertades era porque creía que estaba ganando la
batalla para alejarme de la supuesta muchacha de Ginebra Sentí curiosidad de saber hasta dónde la llevaría este
razonamiento. Me arrodillé y puse mis labios en sus pies. No llevaba medias y sus piernas eran suaves y delicadas.
Cuando mi cabeza llegó a la altura de sus rodillas, enredó sus dedos en mis cabellos y pensé que lo hacía para sujetarme
y evitar avances más atrevidos así que me moví aún con mayor determinación. Sin embargo, no hizo el menor inten to
para sujetarme ni siquiera cuando le subí la falda hasta la altura de la cintura y dejé al descubierto un monte y unos
labios que todavía no estaban totalmente desarrollados. Apreté mis labios contra ellos, pese a que se estremeció, y los
dejé allí el tiempo suficiente para humedecerlos con saliva. Después me alcé y me eché sobre ella al tiempo que
comenzaba a desabrochar mis pantalones. En esos momentos comenzó a decir: «¡no!, ¡no!» Y echó a un lado sus
caderas, pero aparte de esto no hizo nada más para impedir mis intenciones. Yo liberé mi arma y la apreté contra sus
labios genitales. Estaba preparado para ello y comencé a moverla de arriba abajo. Cuando encontré el estrecho orificio
debajo, apreté con suavidad y vi cómo la vulva se abría ligeramente. Entonces yo me sentí asimismo captado, excitado,
por ella. Me fue imposible seguir adelante y ella, echada, suspiraba y respiraba profundamente cada vez que me movía.
Me di cuenta que se iba a producir mi eyaculación y me eché hacia atrás para que mi órgano dejara su fluido sobre la
base de su suave vientre. Ella siguió inmóvil, debajo de mí, abrazándome con fuerza, sabiendo que ya no podía temer
una deserción y, por tanto, esperando una petición de compromiso por mi parte. Sentí que había conseguido su victoria
de un modo demasiado fácil, así qu e después de que hube recuperado mis fuerzas vitales, me dirigí a la puerta y la cerré.
Puse unos troncos más en el fuego y volví hacia ella que, mientras tanto, se había levantado y estaba de pie, mirando por
el telescopio que descansaba en un trípode, y comencé a desabrochar su vestido. Protestó, pero yo ignoré sus protestas
pues tenía la idea de que si ella pensaba ser mi mujer, cuanto antes comenzara a cumplir sus deberes conyugales mejor.
En realidad, sus protestas no eran serias, ya que me permitió que le quitara todas sus prendas de vestir. Una vez desnuda
hice que se echara junto al fuego y comencé a trabajar sus pechos con todo entusiasmo. Cuando intenté introducir mi
lengua en el templo del amor, pareció sorprendida y conmovida por tan extraña atención, pero no tardó mucho en
acostumbrarse a ella. Acto seguido traté de penetrarla una otra vez pero no tuve más éxito que el de un chiquillo que
tratase de derrumbar un muro. Tras haber tenido una nueva eyaculación, esta vez ya en la propia antecámara, le permití
que se vistiera; bajamos al otro piso y llamamos para que nos sirvieran el té. Nos pasamos una hora o así hablando del
matrimonio. Después de eso, puesto que aún seguíamos solos, le pedí que volviera a mi cuarto para un nuevo intento.
Lo hizo como a disgusto, afirmando que estaba dolorida. En esta ocasión la eché sobre la cama, con las ropas levantadas
hasta la cintura; le unté las puertas del templo del amor con un poco de mantequilla que había traído conmigo y me dejé
caer sobre ella. Charlotte estaba haciendo las cosas más difíciles, echándose hacia atrás cada vez que yo la apretaba, de
manera que la mitad de la fuerza se desperdiciaba. Le dije en voz muy baja que abriera las rodillas al máximo y se
apretara contra mí con todas sus fuerzas. Cuando esta vez me eché hacia delante, ella hizo lo mismo, sobre mí, como el
guerrero que se lanza sobre su propia espada. En esos momentos me sentí fuertemente apretado hasta tal punto que me
pregunté si podría volver a separarme; ella gritó y dos fuertes empujones más por mi parte hicieron que mi miembro se
introdujera profundamente en ella, apretado con fuerza desde la cabeza a la raíz.»
Vemos, pues, cómo se realizó lo que, en apariencia, era imposible y Lady Charlotte Ingestre perdió su virgnidad con
un hombre que estaba decidido a rechazarla. Las otras cartas de Esmond a Laclos raramente entran en tantos detalles
físicos, pues ambos estaban más interesados en discutir las peculiaridades psicológicas de las mujeres. A los veinticuatro
años de edad, Esmond no tenía experiencia suficiente como para adivi nar que había un claro elemento masoquista en la
conducta de Cherlotte Ingestre; deseaba ser dominada y poseída por un hombre que le ordenara tumbarse y abrir las
piernas. Se convirtió en la amante de Esmond y siguió en torno suyo de un modo muv parecido a como Lady Caroline
Lamb, más tarde, de Lord Byron. Resulta asimismo indicativo de su carácter blando el hecho de que, después de
convertirse en la amante de Esmond, dejara de hablar de matrimonio. Una vez más su masoquismo se revelaba en su
anómala posición.

Lo que ocurrió después debe ser resumido brevemente. Murmuraciones sobre Esmond y su hija debieron llegar a
oído del conde de Flaxstead, pues un buen día le dijo que le había buscado un marido, un respetable barón escocés que
se pasaba la vida cazando en sus pantanos. Ella le respondió que su deseo era casarse con Esmond y el padre le replicó
que lo mejor que podía hacer era olvidar aquella ambición; Esmond era un don nadie, el hijo de un terrateniente irlandés
sin dinero suficiente para mantener una casa en Londres. Hubo escenas y ataques de histeria. Charlotte tuvo que regresar
al hogar familiar en Weston del Trent, donde enfermó durante algunas semanas. Mary Ingestre le escribió a Sophie para
que ésta aconsejara a Esmond el regreso a Irlanda, puesto que su padre estaba dispuesto a mantener a Charlotte lejos de
Londres en tanto que él estuviera allí. Esmond se marchó. Cosa rara : Mary se enemistó con su hermana después de esta
crisis, tal vez resentida por la facilidad con que esta chica de carácter dulce y gentil había seducido a Esmond que, en
general hubiera sido un hombre más adecuado para Lady Mary.

Pero, ¿en qué había consistido el escándalo sobre Lady Mary del que me habían hablado las señoritas Donelly?
Resultó que Mary prefería a Esmond, aunque se casó con Horace Glenney en agosto de 1773. Esto fue culpa,
principalmente, del propio Glenney. Tras haber instalado a su esposa en el ala occidental de la Golspie House e invitar a
Charlotte a que fuera con ellos para quedarse, no tardó mucho tiempo en escribir a Esmond invitándolo. Esmond, como
era de esperar, aceptó de inmediato y sus relaciones con Charlotte se reanudaron muy pronto. Se pasaba todas las noches
en la habitación de Charlotte y regresaba a la suya al amanecer.

Este capítulo es descrito también en una carta a Laclos, en la cual Esmond critica un episodio de Prévost en
Memorias aventuras de un hombre de calidad, en el que se describe cómo una dama virtuosa consiguió que su amante se
acostara con su sirvienta, creyendo que era ella, para así poder conservar su castidad. Esmond alegaba que aquello era
absurdo, salvo que el amante estuviera borracho.
«Hace algunos años, un amigo y yo estábamos bebiendo Oporto frente a la chimenea, después de que su esposa y
la hermana de ésta se hubieran retirado ya a sus habitaciones. Comenzamos a discutir sobre la diferencia de carácter de
las dos mujeres y mi amigo me dijo que puede que hubiera sido más feliz de haberse casado con la hermana.
Discutimos el modo de cómo su temperamento se reflejaba en el acto sexual y pronto descubrimos que las dos
hermanas tenían una cosa en común : si estaban dormidas se dejaban hacer el amor sin despertarse por completo. Eso
nos sugirió la idea de que podíamos probar a ver lo que sucedía si yo me metía en la cama con su mujer y él con la
hermana, que era mi amante. La idea nos pareció tan divertida que la llevamos a cabo. Yo me dirigí a la habitación del
matrimonio, que estaba a oscuras y en la que hacía mucho frío. Me desnudé y me metí en la cama. Mi amigo me había
dicho que si deseaba poseerla, la pusiera cariñosamente de espaldas, le hiciera abrirse de piernas, poniendo sus manos
sobre las rodillas y montándola sin más caricias. Eso fue lo que hice. Esperé a calentarme un poco. Ella estaba de
espaldas a mí, la cogí de los hombros y la hice volverse. Lanzó un débil murmullo de protesta pero se quedó quieta. Le
levanté el camisón que era de seda, la acaricié un momento entre los muslos y me eché sobre ella. Era suave y cálida,
casi no me atreví a moverme por miedo a despertarla, pero gocé el contraste, la diferencia, entre ella y su hermana.
Ella movió levemente sus caderas y alzó el vientre. Esto provocó mi orgasmo y eyaculé en su interior. Cuando
retrocedí, ella se dio la vuelta y se quedó dormida tranquilamente. Media hora más tarde hice lo mismo, pero en esta
ocasión estaba decidido a obtener mayor placer, así que me moví de arriba abajo. Me respondió moviéndose al mismo
ritmo hasta que logramos nuestro éxtasis al mismo tiempo. No nos hablamos y ella volvió a dormirse. Una hora más
tarde me desperté y sentí su mano sobre mí, acariciándome con sus delicados y sabios dedos. Nos juntamos de nuevo y
la cosa siguió así durante mucho rato. Cuando todo pasó, ella me dijo con un murmullo :

«Me pregunto si Charlotte estará disfrutando con el cambio tanto como yo.» Éstas fueron las primeras palabras pro -
nunciadas por alguno de nosotros. Antes del amanecer regresé a mi cuarto y al día siguiente supe que Charlotte también
había detectado la presencia de mi amigo después del primer éxtasis conjunto, pese a que ella había estado dor mida
mientras él la poseía...»

Lo que Esmond no menciona en su carta es que a raíz de esa noche juntos, Mary comenzó a tratar abiertamente a Esmond
como su segundo esposo, con gran indignación por parte de Charlotte. Ahora que ya habían pasado una noche jentos
Mary no se creía en la obligación de ocultar sus sentimientos por Donelly. Siempre se sintió fascinada por él, desde el
primer encuentro cuando Esmond y Lichtenberg le haban explicado la crítica filosófica de Kant. Las relaciones con´su
esposo eran de índole muy distinta. Le gustaba, en cierto modo, lo quería, pero no podía admirarlo. Y se daba cuenta —y
en esto estaba en lo cierto— que su mente había sido formada casi enteramente por Esmond y, en menor medida, por
Lichtenberg. Cuando Esmond regresó a Londres, para aquel entonces ya había comprado la casa estrecha y alta de la
Fleet Street, cerca de la del Dr. Johnson. Mary lo siguió y se quedó en casa de Sophie Blackwood. Pronto se convirtió en
tópico general del cotilleo el hecho de que Esmond dormía en la misma cama con Charlotte y Mary. No hay pruebas de
esto aunque es muy posible suponer que continuara siendo el amante de ambas mujeres. Sabemos que el 23 de noviembre
de 1773, Esmond le escribió al conde de FIaxstead pidiéndole oficialmente la mano de su hija y que el 28 de ese mismo
mes recibió una respuesta seca y fría en la que se le decía que Charlotte estaba ya comprometida con un caballero de
Kent. No sabemos qué presión debió emplear el conde con su hija, todavía menor de edad. Más tarde Charlotte le dijo a
Mary que su padre la había amenazado con afeitarle la cabeza y enviarla a un convento de Bélgica. Dos días antes de la
Navidad, Charlotte se casó, en la intimidad, con Sir Russell Frazer de Sevenoaks, un caballero al que Walpole calificó de
«imbécil». Se dice que el conde comentó ante el padre de Thomas Creevey, el escritor: «Ahora ya está fuera de mi mano
y no me importa si se compromete o no.» La historia de Creevey sobre un due lo entre Esmond y el padre de Charlotte
parece ser una de esas invenciones cuyo origen no puede ser descubierto. Si el «imbécil» de Frazer conocía la historia de
amor entre su esposa y Esmond, tuvo al menos el buen sentido de no mostrarse celoso, pues Esmond y Glenney fueron
invitados con frecuencia a la Blades House, de Sevenoaks, en el curso de la década de 1770-1780. Charlotte le llevó a su
marido una buena dote y se dice que Frazer tenía una amante francesa en Dover. Es muy posible que el matrimonio fuera
uno de aquellos típicos acuerdos civilizados del siglo XVIII. Sophie Blackwood describe a Charlotte, al año de su
matrimonio, como «floreciente y muy feliz».
La historia de Maureen Ingestre, la más joven de las tres hermanas es sin duda la más interesante y, por desgracia la peor
documentada. Bosweil menciona a Horace Walpole quien dijo que debía ser una deliciosa experiencia el haber poseído el
amor de tres hermanas tan bellas, experiencia que todo hombre debería tener al menos una vez en su vida. Cuando Mary
se casó con Horace Glenney, Maureen sólo tenía trece años y su padre se negó a dejarla ir a Londres para qu e se quedara en
casa de Elizabeth Montagu, indudablemente teniendo en cuenta lo que les había ocurrido a las otras dos hermanas. Pero
una vez que Mary estuvo casada, era imposible prohibir le que fuera a Golspie. Resulta muy extraño que el conde
mantuviera siempre en gran estima a Horace Glenney y, en cuando Glenney heredó el título, lo describió como «el
hombre más amable y delicioso de Inglaterra.» Ese es un aspecto del carácter de Glenney que debe conservarse en la
mente. Como secuaz o compañero de Esmond aparece bajo una luz poco afortunada, pero cuando no se sentía afectado
por los celos, o por el intento de emular a Esmond, parece ser que se convertía en un hombre encantador y amable. En las
cartas encontradas al final del manuscrito, sólo había un indicio, una insinuación, de lo que ocurrió entre Maureen Inges-
tre y Esmond. Éste escribe :

«Una tribu del Alto Danubio sostiene que ciertas vírgenes son sagradas y deben ser consideradas como el recep-
táculo santo de los misterios de la creación... Estas mujeres pueden ser reconocidas por sus ojos ensoñadores, por una
expresión de dulzura combinada con la gracia natural de una diosa. Cuando un hombre encuentra una de estas mujeres,
sólo tiene un deber : adorarla y con su adoración confirmar la divinidad de la diosa.»

De momento eso era todo mi conocimiento sobre Maureen Ingestre. Más tarde, ese mismo día, Angela y yo registramos
toda la buhardilla, pero sin encontrar nada interesante para nuestro objetivo. Debería escribir algo sobre el manuscrito de
la primera novela de Esmond, Allerd y Diana Leontia, obra escrita a los diecinueve años de edad en Gottingen sobre el
largo poema En memoria de Charles Churchill, más o menos de la misma época. Ambas obras se hallaban en la
biblioteca de la Golspie House, lo que hace suponer que debieron ser entregadas a Horace Glenney, hijo, en
cumplimiento de la última voluntad de Esmond. El poema no deja de ser merito rio. Charles Churchill era uno de los
mejores poetas de la época, un clérigo, satírico, duro, con un aspecto físico impresionante, miembro del «Club del Fuego
del Infierno», que murió a los treinta y tres años de unas fiebres contraídas cuando visitaba a Wilkes en Francia. Esmond
lo conoció entonces y aparentemente lo admiraba; en el manuscrito de Cartas desde la Montaña, «Churchill» (sic) es
mencionado como uno de los más notorios miembros de la Sociedad del Fénix. Si esto es cierto, y por los relatos de
Churchill parece bastante probable, la cuestíón presenta la interesante posibilidad de que fuera Churchill la primera
persona que le hablara a Esmond de la Secta.

Me sentí tan excitado por el descubrimiento de este nuevo material que, desde Golspie House, le escribí una carta a
mi editor explicándole brevemente mis descubrimientos, incluso la información sobre la Secta del Fénix y sugiriéndole
que podíaa escribir este libro como un volumen de introducción a las Memorías de Esmond. Sin embargo, quedaban
todavía muchas cuestiones por responder: ¿Cómo había muerto Horace Glenney? ¿Qué fue de Maureen Ingestre? Y,
sobre todo, ¿qué había sido de Esmond en sus últimos años? Pero eso podía quedar para posteriores investigaciones.

Antes de abandonar la Golspie House, dos días más tarde había descubierto respuestas parciales a esas preguntas.
Habíamos decidido salir de allí a las diez de la mañana con la intención de estar en Edimburgo a última hora de la noche.
Tomamos un desayuno ligero y mientras Angela acababa de hacer los equipajes, di una nueva ojeada a la biblioteca. Al -
gunos de los libros se habían estropeado por la humedad y alguien los había puesto, quién sabe cuándo, en un rincón de
la habitación quizá con la intención de repararlos y encuadernarlos de nuevo. Me di cuenta que esa habitación debía
haber tenido casi el mismo aspecto cuando Esmond y Horace Glenney tomaron allí sus copas y decidieron cambiar de
cama. Traté varias veces de poner mi mente en trance de «recibir» a Esmond, pero había demasiado movimiento en la
casa y no lograba concentrarme. De repente, sin embargo, se produjo : la biblioteca se me hizo familiar de manera poco
familiar... Ésa es la única forma de describir mi sensación. Nuestras impresiones de distintos lugares se forman sobre
todo de recuerdos y asociaciones. Los recuerdos que tenía Esmond de esa biblio teca eran muy distintos a los míos y, por
tanto, el lugar se convirtió en otro diferente. De pronto me vi mirando una es tantería alta en un rincón cerca de la
ventana. Me dirigí allí Esmond ya había «desaparecido». Aquel estante estaba vacio y la madera que constituía su fondo
estaba húmeda y manchada. Me vino la idea de que si allí hubo libros debieron ser los que ahora se apilaban en el rincón
de la habitación. Me dirigí a donde éstos estaban y los ordené con los lomos hacia fuera para ver los títulos; ninguno de
ellos me pareció interesante : sermones, unos cuantos libros de viajes, poemas de Coyfeet' un escocés; incluso una
edición de Taucnitz de Henry L aroe. Comencé a mirarlos, abriéndolos por la página del título. Uno era Un relato de las
islas Sandwich, que estaba muy mal conservado y sus páginas afectadas por la humedad. Tan pronto como abrí por la primera
página me di cuenta de que había encontrado lo que andaba buscando, pues el libro era obra de Maureen Ingestre. Había
sido editado por Murray en 1812, Londres. En ese año Maureen debía contar cincuenta y dos años de edad. El libro
estaba dedicado “A la Memoria de Horace, Lord Glenney.» Bajo esta dedicatoria alguien había escrito: «Fue apuñalado
en el ojo derecho por un asesino desconocido el 28 de julio de 1796.» Las letras, afectadas por la humedad, apenas
resultaban legibles.

Así, cuando dejamos la Golspie House aquella mañana, sabía dos cosas más sobre la familia Glenney : que Horace había
sido apuñalado y no muerto de un tiro; y que Maureen Ingestre había viajado por el Este en los últimos años de su vida,
visitando el Japón, Australia y las Islas Sandwich. Más tarde descubrí que las palabras escritas bajo la dedicatoria lo ha-
bían sido por la mano del hijo de Glenney.

Me sentía muy satisfecho conmigo mismo; la visita no había dado de sí todo lo que yo había esperado, pero todo lo que
habíamos hallado, aunque no era mucho, resultaba valioso. Alastair y Angela se mostraban tan contentos como yo. No
habían descubierto el resto de los diarios de Donelly, pero hallaron una Biblia que valía veinte mil libras.

El esclarecimiento de que Glenney había sido asesinado, daba pie a diversas especulaciones, particularmente si se tiene
en cuenta la postdata de la primera carta de Esmond: «Te ruego que destruyas, o al menos suprimas, esta obra, en nom bre
no sólo de nuestra vieja amistad sino por tu seguridad y la mía.» ¿Pudo ocurrir que Esmond se hallara en peligro a causa
de la secta? ¿La muerte de Glenney se debió a que éste no hiciera caso de la advertencia de su amigo? En el crimen
había, al menos, una cosa extraña : que había tenido lugar en una pequeña habitación del segundo piso. Si Glenney fue
asesinado en la cama, ¿por qué no lo había sido en una de las grandes habitaciones con vistas al lago? Tuve la sensación
de desear ponerme en contacto con Esmond y preguntarle a él. Pero ni la máxima concentración me dio la clave que
necesitaba.

El viernes por la tarde, a las dos, estábamos de regreso en el piso de Alastair, en Londres. Era un día espléndido; tal vez
demasiado caluroso para sentirse cómodo. Lamenté no haber llevado conmigo ropas de verano. Pensaba en Esmond,
cuyo cueropo llevaba pudriéndose más de cien años en el panteón familiar, y deseaba poder compartir con él, como fuera,
las horas del magnífico día.

Alastair tenía cosas que hacer en la «City». Angela y yo tomamos el almuerzo tarde. Resulta imposible para dos perso nas
convertirse repentina y violentamente en amantes carnales y no continuar pensando el uno en el otro en ese mismo
sentido como amantes. El cálido afecto y cariño que había surgido entre nosotros no dejaba de tener cierto parecido con
el que une a marido y mujer. Me vi contándole esas extrañas experiencias mías de ser Esmond, y cómo la última vez que
tuve esa experiencia me llevó al hallazgo del libro de Maureen Ingestre. Esperaba que se sintiera interesada, quizá
divertida por mis palabras, pero no totalmente crédula; después de todo me había empapado tanto de Esmond, que
resultaba natural que en ocasiones me sintiera como si fuese él. La reacción de Angela me sorprendió, puesto que se
mostró perpleja y preocupada, pero no incrédula.

—No hay motivo para preocuparse por ello. Yo lo encuentro interesante, eso es todo.

Me encontré defendiendo el punto de vista racionalista que era precisamente el que había esperado que adoptara ella.
Me dijo que Alastair le había dicho que en Golspie se «sentía raro» preguntándose si su habitación no habría estado
embrujada.

Hora y media después del almuerzo, cuando me encontraba examinando el manuscrito de la novela de Glenney,
Angela me dijo :

—¿Crees que está tratando de decirte algo?

—¿Quién?

—Esmond.

Traté de explicarle que no tenía la sensación de la presencia de Esmond. Me limitaba a ver las cosas por medio de
sus ojos, como si yo fuera Esmond. Uno no trata de decirse nada a sí mismo.

Angela añadió :

—Creo que deberíamos telefonear a ese doctor Körner.

Ya se me había ocurrido, pero pensaba quedarme en Londres veinticuatro horas más y pasar una tarde tranquilo, re-
visando los documentos que nos habíamos traído con nosotros. Angela me dijo:

—Deja que le telefonee yo.


—Está bien. Hazlo si quieres.

Diez minutos más tarde me explicó :

—Le he invitado a que venga a tomar una copa a las seis. Eran casi las cinco y media cuando sonó el teléfono. An gela
cogió el aparato. Puso la mano sobre el micrófono y me dijo con voz excitada:

—Es Anna Dunkelman...

Moví la cabeza enérgicamente indicándole que no quería hablar con ella. Angela le dijo que había salido y que no
regresaría hasta bastante tarde. Mientras seguían hablando fui al cuarto de baño y me di una ducha. Regresé diez minutos
más tarde y aún conversaban. Colgó mientras yo estaba en la alcoba cambiándome de ropa.

—Esa mujer es realmente terrible. Me arrepiento de haberle dado este teléfono

—¿Qué deseaba?

—Debe tener una segunda vista. Me dijo que se había enterado de que Körner había regresado a Londres y deseaba
aconsejarte que no fueras a verlo. Después empezó a contarme una serie de cosas para demostrarme lo perverso y retor-
cido que es.

—¿De qué lo acusaba? ¿Qué es lo que dijo que había hecho Körner?

—¡Oh..! Contradicciones y riñas con Reich, divergencias de opinión. También me ha dicho que se ha enterado de que
está divulgando chismes y calumnias sobre ellos y que van a demandarlo por difamación. En resumen, lo que deseaba es
que no te pusieras en contacto con él y que lo evitaras en caso de que él intentara verte. No creo ni una sola palabra de
todo lo que me ha dicho sobre Körner.

Estaba sentado sobre la cama tratando de ponerme la corbata. Angela se acercó a mí y cariñosamente puso la mano sobre
mi cabello todavía mojado. Me sentí un poco sorprendido pero pensé que estaba afectada y necesitaba apoyo. Pasé mi
brazo por su cintura y la abracé. Tomó mi cabeza entre sus dos manos y la apretó con fuerza contra sus senos. Levanté la
cabeza y le di un beso afectuoso. De pronto me vi apretándola fuertemente contra mí. Después de que nos hubimos
besado por un momento, me dijo con voz nerviosa :

—Es terrible que te lo diga, pero deseo que hagas el amor conmigo.

—Casi no nos queda tiempo.

Pero pudo darse cuenta de que me enardecía al apretarme contra ella. Pasó su mano por la cintura de mis pantalones,
que aún no había abrochado y acarició mi miembro erecto. Yo deslicé la mano por debajo de sus bragas. Estaba más que
dispuesta a recibirme. Pero de repente hizo un brusco movimiento y se separó de mí.

—¿Qué es lo que pasa? —le pregunté.

Ella se echó a llorar y dijo:

—Me odio a mí misma.

—¿Por qué?

—Todo es por culpa de esa horrible mujer. Creo que emplea el hipnotismo. Cuando hablaba conmigo...

No pudo continuar. La estreché de nuevo contra mí pero ahora ya sin deseo. Le dije que no había de qué avergonzarse
por ser víctima de una sugestión. Le hice unas cuantas preguntas más y de su respuesta pude deducir que la señora
Dunkelman había estado hablando con ella de ceremonias sexuales. Con cierto embarazo Angela me respondió :

—Ya lo sé, pero lo encuentro terrible. Deseaba violarte.

—Adelante. No te dejes disuadir.

Pero los dos sabíamos que la fiebre había pasado. Para probarlo la eché sobre la cama y la besé con ternura, despues
acaricié los senos y los muslos. Se tranquilizó como un niño. En aquel momento podríamos haber hecho el amor, pero
hubiera sido el tierno coito de un matrimonio cariñoso, una prolongación de nuestros besos y no un erotismo frenético.
Diez minutos después, cuando me estaba tomando un martini tanto necesitaba y Angela se duchaba, llamaron a la puerta.

Körner era un hombre de aspecto extraño: alto, de hombros abultados, y casi completamente calvo. Me recordó de
inmediato al director de orquesta Fürtwangler. La mandíbula parecía débil y el rostro un tanto indeterminado. Pero en
general la impresión que causaba era de una inteligencia extraña e introvertida. Su voz tenía un tono bastante agudo,
pero era agradable y de un efecto casi hipnótico cuando hablaba durante unos pocos minutos. Su acento alemán era
bastante fuerte. Su traje era caro, de color gris y bien cortado, pero estaba ya bastante usado y arrugado.

No quiso aceptar ninguna bebida alcohólica.

—Sólo un poco de zumo de fruta...

Se dejó caer sobre un sillón mullido con sus manos huesudas descansando como sin fuerza entre las rodillas. Lograba
causar al mismo tiempo la impresión de sentirse incómodo y relajado. Cuando llegó Angela se puso de pie y la saludó
con una inclinación natural que parecía la expresión de su carácter interno, cortés y amable. Angela sugirió que se sentara
en el diván, más cómodo, y él lo hizo, en una esquina, con exagerada naturalidad, las piernas cruzadas y dejando ver sus
calcetines de seda con motas de colores brillantes. Comenzó a hablar :

—Bien, querido señor Sorme, es realmente un gran honor para mí. Como es natural, conozco muy bien sus libros.
(Más tarde comprobé que esto era cierto pues los citó extensamente con su pedante estilo alemán.) Y déjeme decirle que
espero que considere interesantes algunas de mis ideas como yo considero las suyas...

Pude darme cuenta de que Angela se moría de ganas por pr eguntarle cosas sobre los Dunkelman, pero resultaba
difícil cortar su torrencial exposición de ideas. Aparte, tuve la impresión de que consideraría trivial dejar de hablar de
Hölderlin y Jasper para referirse a los Dunkelman.

No voy a intentar contar íntegramente su conversación. Continuó al mismo ritmo hasta que, a eso de la medianoche
nos dejó. Nuestra charla abarcó desde el romanticismo y la metafísica alemana hasta las ideas de Reich y el desarrollo
propio que él le había dado. Sólo trataré de ofrecer un breve resumen de su pensamiento central.

Los Dunkelman nos habían dado una breve idea de la postura de Wilheim Reich. Körner nos la describió con más detalle;
sus tres periodos que comenzaron con su trabajo como freudiano, después su ruptura con Freud para llegar al
«caracteranálisis» —lo que la mayoría de los psicólogos considerarían su mayor aportación a esta ciencia— y,
finalmente, su período como fisico-biólogo, cuando creyó haber descubierto una energía misteriosa a la que llamó
orgone, la cual podía llegar a concentrarse en varias formas extrañas. Lo que me sorprendió fue que Körner apoyara las
teorías más o menos materialistas de Reich sobre la neurosis. (Reich había sido miembro del partido comunista hasta que
fue expulsado de él por sus puntos de vista heterodoxos con relación al fascismo.)

Comencé a comprender mejor a Körner cuando se refirió al concepto de Reich sobre «la armadura del carácter»: cómo
los seres humanos desarrollan diversas rigideces del carácter para cubrir su falta de adecuación y sus inseguridades y
cómo esas rigideces pueden convertirse en una especie de armadura que ahoge a la persona que está dentro de ella.
Parecía que su intención era la de no tener la menor armadura de carácter y estar totalmente fluido y falto de protección.
Nos contó, con toda franqueza, que Reich le había curado de una rigidez muscular que le causaba accesos muy dolorosos.
Esa rigidez se debía, básicamente, al embarazo de un hombre supersensible... Como ocurre con el escolar cuya mano se
pone rígida hasta el punto de no permitirle escribir cuando el maestro está observándolo a sus espaldas.

Después de esto resulta difícil comprender que Körner pasara sin transición a su teoría del subconsciente... aun cuando él
no pareció ver la inconsistencia. Su planteamiento básico era que la razón y la civilización han forzado al hombre a for -
jarse en un molde artificial. Veía la habilidad del hombre para pensar con lógica, como algo totalmente distinto a una
gracia, como una forma del pecado original. Llamó a la consciencia "luz diurna artificial» y la comparaba con la luz
eléctrica que ha permitido al hombre ver en las tinieblas pero que tiene, al mismo tiempo, el efecto de apartarlo de la
belleza de la noche que está al otro lado de la ventana. Los animales, dijo, están más identificados con la Naturaleza; el
hombre está atrapado en la habitación, eléctricamente iluminada, de la consciencia.

Esto se mostraba, sobre todo, en la esfera de lo sexual, pues el sexo pertenece esencialmente a esa «noche» que está fuera
de la ventana. Los animales se deslizan hacia la sexualidad como el cocodrilo salta desde la orilla arenosa al agua (la
imagen es de Körner). El hombre tiene que saltar desde una orilla mucho más alta sobre el nivel del agua. Se mete en ella,
desde luego, pero, salvo en el caso de que sea un buen nadador el impacto puede destruirlo. Es cierto, dijo, que el sexo
depende de la separación entre el varón y la hembra como una dínamo depende de la polaridad magnética. Pero hemos
exagerado esa separación hasta convertirla en una cerradura en la puerta de nuestra prisión. Esto da lugar a la aparición
de las frustraciones. Nos alienamos de la sociedad entre nosotros mismos, así como también de la Naturaleza. Esta enfer-
medad se muestra en el aumento del crimen y en la naturaleza verdaderamente enfermiza de ciertos crímenes. Para
ilustrar su tesis mencionó un número de casos ya citados por mí en otros libros.

La respuesta, de acuerdo con Körner, era en realidad simple. La sexualidad debe ser «desinfectada», hasta que la
relación sexual entre los seres humanos llegue a ser tan natural como lo es entre los animales. Si la gran barrera sexual
entre los seres humanos es derrumbada, el antiguo lazo entre el consciente y el subconsciente se restablecerá. El hombre
podrá disfrutar de las ventajas de su civilización y cejará de ser un monstruo del doctor Frankenstein. Conseguirá la bella
simplicidad de un animal sano. El Libro del Génesis tiene razón cuando afirma que el «pecado» llega con la consciencia
humana de la «vergüenza» del sexo. Todo esto debe desaparecer.

Alastair regresó a casa cuando Körner estaba exponiendo las teorías de Reich. Se sintió tan fascinado que incluso se
olvidó de servirse una copa. Al cabo de una hora sugerí que nos fuéramos a cenar a un restaurante donde continuaríamos
la conversación (en realidad era más bien una conferencia o una clase aunque dada con una encantadora naturalidad
desprovista de todo carácter formalista). Pedimos una botella de Chabris con la cena y Körner se tomó dos vasos
mezclados con agua. Después paseamos un rato en torno a la manzana. Körner dijo que necesitaba constantes ejercicios
físicos para que su mente trabajara bien. Después del paseo regresamos al pis o. Yo tenía ciertas reservas sobre las teorías
de Körner, pero pude observar que los otros dos las consideraban como una revelación. Sin que nadie se lo pidiera, Angela
comenzó a hablar de las represiones sexuales de su niñez y Alastair nos dijo que no había podido librarse de la sensación
de vergüenza que le había causado el ser descubierto masturbándose, en el retrete su colegio, por alguien que mirase
desde la parte alta de mampara. Vi que Angela lo miraba sorprendida al oír estas palabras. Supongo que eso se debía a
que nunca había creído que Alastair fuera tan intensamente sexual. Después, en medio mi mayor sorpresa. Angela
comenzó a describir lo que nos había sucedido a nosotros la última vez que estuvimos en casa de los Dunkelman. Al
principio pensé que sólo iba a contar cómo Anna Dunkelman insistía en sus poses exhibicionistas, pero después de
ruborizarse y mirarme por unos instantes pasó a relatar lo que nos había ocurrido en el taxi. Fue Alastair quien pareció no
sólo sorprendido sino conmovido. Angela terminó con esta pregunta dirigida sin duda a Körner:

—¿Cómo explicaría usted eso?

—Körner pareció interesado y preocupado. Movió su cabeza con lentitud durante un rato mientras hablaba :

—Son astutos, muy astutos. Tuve que expulsarlos de nuestro grupo porque lo que ellos realmente deseaban era organizar
una sociedad para orgías sexuales. (Cuando Angela interrumpió: «Eso es lo mismo que ellos dijeron de usted», movió la
cabeza con un aire aún más solemne y preocupado.) Ya puede ver que no se trata de personas civilizadas. Pertenecen a
una etapa más primitiva de la sociedad : la etapa de los tabúes y el sacrificio humano. Les voy a contar lo que nos llevó a
nuestra ruptura definitiva. Tuve que marchar a Alemania para arreglar algunos documentos legales. Sabía que Reich
confiaba en ellos, así que lo dejé al cargo de mi grupo. Un día, la señora Dunkelman se presentó en la reunión con un
gran falo de madera y dijo que una tribu africana lo había utilizado para la ceremonia de desfloración de las vírgenes
capturadas antes de que éstas fueran sacrificadas. Como ya saben ustedes, uno de nuestros principios básicos es que
nuestros ejercicios de contactos íntimos deben detenerse poco antes de llegar al acto sexual propiamente dicho. Esto no
se debe a que consideremos malo el acto sexual, comprenden, sino porque éste relaja la tensión con demasiada rapidez, y
nosotros creemos que la tensión debe mantenerse, o más bien incrementarse, hasta que pueda usarse para transformar la
mente. (Pensé en los huldeianos y en sus ceremonias con las vírgenes consagradas.) Esos dos, los Duníelman, no trataron
de contradecir estas ideas de un modo directo, pero insistieron en que algunos de nuestros ejercicios culminaran en una
especie de acto sexual completo sacerdotal, en el que una mujer debía masturbarse con el falo de madera y en el momento
del orgasmo ser humedecida con leche caliente. Como es lógico todos se divirtieron con ello y las chicas jóvenes se
excitaron de tal modo que gritaban de pla cer cuando la mujer elegida tuvo su orgasmo. Naturalmente, por regla general, el
«sacerdote» oficiante era Klaus Dunkelman. Insistió en que la ceremonia debía realizarla vestido ceremonialmente con el
pene fuera de los pantalones y pintado con brillantes colores para darle la apariencia de una serpiente. Los Dukelman
tenían todas las perversiones descritas por Freud. Por fortuna, regresé cuando esta ceremonia sólo se había llevado a cabo
unas pocas veces. Los Dunkelman pidieron una votación democrática para ver si la mayoría decidía continuar con la
práctica o aboliría. (En esos momentos Körner se puso rojo y se le marcaron notablemente las arrugas de la frente.) Yo
dije que no habría votación alguna. Esa práctica era contraria a mis ideas y quien estuviera en desacuerdo podía
marcharse y formar su propio grupo. Me ofrecí, incluso, a ser yo el que me fuera para formar otro grupo en otra parte,
pero como era lógico nadie quiso una cosa así.

Yo me había convertido en la figura del padre. Sólo los Dunkelman pensaron que era una buena idea, así que tuve que
expulsarlos. Después intentaron crear su propio grupo pero no tuvieron éxito. Como bien pueden ver, ellos carecen de los
fundamentos intelectuales básicos para ello. (En este momento alzó extendido el dedo índice como un profeta
amenazando con el fuego eterno.) En resumen carecen de cerebro... Me señaló con el dedo y continuó:

—Es por esto por lo que se han mostrado tan ansiosos de ganar su apoyo. Sus ideas le ganarán discípulos y usted se
convertirá en el amante de la señora Dunkelman...

—No lo quiera Dios —le intrrumpí.

—Pero ocurriría así. Ya vio que sabe cómo ejercer su poder sobre los hombres. Cuando era miembro de nuestro grupo
siempre lucía la ropa interior más seductora como si fuese una encantadora jovencita en vez de una vieja de cincuenta
años. Y sé que conseguía muchos amantes.

Angela preguntó:

—¿Es que cree usted que posee algunos poderes hipnóticos?

—No, claro que no. Lo que acaba de decirme no es más que una confirmación de lo que les he estado explicando a
ustedes. La separación sexual existente entre los seres humanos no es natural. Incluso las personas más sanas están llenas
de represiones. Usted es una chica bastante puritana... Me atrevería a suponer que en toda su vida no ha tenido más que
un amante. (Ella afirmó con la cabeza.) Ésa es la explicación. La señora Dunkelman habló con franqueza, sin ambajes, de
la sexualidad y de la necesidad de abandonar las represiones. Y demostró en la práctica sus teorías. Eso alteró el
equilibrio entre su razón y sus energías sexuales. Las energías surgieron con la violencia de un volcán y usted creyó que
ella la había embrujado. Pero no es ella. Es usted misma quien está actuando.

Körner sonrió feliz ante lo completo de su tesis demostrativa.

—Y cuando ella llamó esta tarde... —empezó a decir Ángela.

—¡Volvió a ocurrir de nuevo! ¡Usted recordó!

De repente pareció comprender del todo lo que la joven había dicho. Preguntó:

—¿Ha dicho que telefoneó esta tarde? ¿Para que?

Angela se lo explicó. Körner volvió a mover la cabeza.

—¡Perversos diablos...! ¿Les he dicho a ustedes que Klaus es un asesino? En cualquier otro país que no fuese Suiza
habría sido ejecutado. Los suizos son demasiado tolerantes.

Cuando sonó la medianoche miró su reloj y se puso de pie de un salto como un húsar ante el toque de atención.

—Tengo que marcharme ya. Mañana será un día difícil para mí —nos miró con aire preocupado—. Voy a ser franco con
ustedes. Mi grupo está ya formado, cerrado. Pero en este caso creo que la prisa está justificada. Ya me había decidido a
pedirle al amigo Gerard que se viniera a uno de nuestros grupos de intimidad. Y si ustedes dos quieren venir también...

Seis horas antes, los dos hubieran rehusado, pero se encontraban tan sometidos a su conjuro que aceptaron con entusias-
mo y gratitud. Pregunté cuándo irían.

—Mañana por la tarde. ¿Tiene usted coche? Alastair dijo que sí.

—Bien. Mandaré a alguien a buscarles mañana a mediodía. Ya comprenderán por qué no puedo darles la dirección.

Dio un taconazo, hizo una leve inclinación de cabeza y se marchó.

Pensé que Angela y Alastair querrían irse a la cama en seguida..., pues yo mismo estaba muy cansado y dispuesto a
dormir. Pero me había olvidado que eran quince años más jóvenes que yo. Comenzaron a discutir lo que Körner había
dicho consultando con frecuencia mi opinión. Yo estaba demasiado cansado para exponer los argumentos de mis
reservas. Ángela le preguntó a Alastair si se había asustado al oírla contar el episodio del taxi. Vaciló un poco y se
levantó.

—No, ni sorprendido ni asustado. Más bien celoso. Creo que me he acostumbrado a pensar en ti como parte de la familia.

—¿Qué pensarás de los celos si vamos a seguir las ideas de Otto? (nos habíamos estado hablando por los nombres de
pila).

—No lo sé. Los animales también sienten celos, ¿no es así?

—No es lo mismo. Otto dice que no está tratando de hacernos volver a la animalidad. Lo que intentamos es combinar la
naturalidad del animal con la inteligencia humana.

Me di cuenta de que Angela sería un magnífico discípulo. Ya comenzaba a tener una rápida respuesta para todo.

Para poner paz, dije:

—Creo que tienes razón.

—Claro que la tengo. Amo a Gerard (parpadeé sorprendido). También te quiero a ti. Y tú quieres a Gerard. ¿Por que no
vamos a tratarnos entre nosotros como si perteneciéramos a la misma familia?

Me di cuenta de que su lógica se iba confundiendo un poco pero no dije nada. Finalmente bostecé y dije con discreción
que quería irme a acostar. Yo dormía en un diván-cama que estaba en la habitación donde nos hallábamos. En vista de
ello, Angela propuso dejarme solo e ir Alastair y ella a continuar challando a su cuarto.

Abrí el sofá-cama, me puse el pijama y quedé dormido en cuestión de minutos. Me desperté cuando oí el pestillo de una
puerta. En el reflejo del cristal de la ventana vi una figura desnuda que entraba en el cuarto de baño. No podría decir si se
trataba de Angela o de Alastair. Salió y entró otra vez en la misma habitación. Volví a dormirme en seguida. La luz del sol
me despertó a las cinco de la mañana. Abrí los ojos y experimenté una gran sorpresa al ver la cabeza de Angela descansar
en la almohada, a mi lado. Me sentí sorprendido y mi sorpresa fue mayor cuando vi que Alastair estaba echado al otro
lado de ella. Me dirigí al cuarto de baño y después me metí en la cama vacía de Angela.

No tengo nada en contra de la «intimidad», pero para dormir prefiero una cama entera para mí solo.

El teléfono sonó cinco veces aquella mañana. Pensamos que sería Anna Dunkelman y no lo cogimos. La sexta vez
Alastair respondió. Era Anna Dunkelman. Alastair le dijo que habíamos salido, que estaríamos fuera todo el día y colgó
antes de que pudiera haber más complicaciones.

A las doce menos cuarto llamaron al timbre de la puerta. Un joven fuerte como un toro, de cuello robusto y cabeza cua -
drada venía a buscarnos. Le invitamos a pasar y se sentó en el sofá-cama con timidez. No aceptó ni té ni café y nos dijo
que tampoco tomaba alcohol. Le preguntamos qué tipo de ropa debíamos llevar con nosotros para el fin de semana.
Movió la cabeza con aire de duda y dijo :

—No... lo sé... nada.

El joven se llamaba Chris Ramsay y no parecía ser el tipo que uno podría imaginar como discípulo de Körner. Había
algo en él que inspiraba confianza y simpatía, algo inocente, pero no daba la impresión de ser un hombre de ideas.
Charlamos de lucha libre, esquí náutico y paracaidismo. Pusimos algo de ropa en una maleta y abandonamos la casa
acompañando a Chris que conducía un pequeño coche deportivo. Sugirió que yo fuera con él y los otros dos nos siguieran
en el Cortina de Angela. Pasamos por la Edware Road y después cruzamos en dirección a Bamet y Potters Bar.
Atravesamos los jardines de Wellwyn City y giramos para tomar la carretera general. Al cabo de unos dos kilómetros
llegamos ante un alto muro de ladrillo rojo tras el cual se veían algunos árboles. La casa era grande, aunqu e en bastante
mal estado, y de estilo Regencia. La hierba y las jardineras de flores estaban mejor cuidados que la casa, o así lo parecía.

La tarde era suave y deliciosa. En el aire había un olor de hierba recién cortada y el sonido del agua que brotaba de un
pequeño manantial detrás de la casa. Chris me dijo que la casa había pertenecido a un miembro del grupo de Gurdjeff y
que ellos se habían hecho cargo de la finca. Dado que los vecinos del pueblo próximo estaban acostumbrados a las
rarezas de los discípulos de Gurdjeff, no mostraron gran curiosidad por este nuevo grupo. Aquello, como comprendí,
resultaba agradable pues no cabe duda de que nuestra actividad hubiese sido un objetivo bastante atractivo para el Mew
of the World. Dado que, por lo visto, Körner no había llegado todavía, recorrí la casa, después di un paseo por el césped
húmedo (había llovido un poco mientras íbamos de camino). En la parte de atrás de la casa, a la sombra de los árboles, vi
dos figuras desnudas echadas sobre la hierba. Cuando me vieron me dedicaron una sonrisa. Una de ellas era una chica
que no aparentaba más de dieciséis años y la otra la de un hombre de mediana edad.

—Perdonen —me excusé.

Iba a continuar mi paseo cuando la muchacha me llamó.

—¡Ven, únete a nosotros!

—¿En qué?

—Estamos realizando un ejercicio de intimidad con la naturaleza. La humedad de la hierba causa una sensación muy
deliciosa sobre la piel.

Le expliqué que era nuevo allí y, seguidamente, la joven me preguntó:

—¿Eres tímido?

—No.

Se trataba de un desafío.

—Entonces únete a nosotros.

El hombre parecía desearlo tanto como la chica. Creo que en su lugar yo me hubiera mostrado resentido con
quienquiera que rompiese nuestra intimidad. Me quité las ropas, sin que esto me causara embarazo alguno, pues
normalmente, cuando me levanto, suelo andar desnudo de un lado a otro por la casa, Y fui a sentarme junto a ellos.

—Prueba —me dijo el hombre.

Hice como ellos. Me dejé caer en la hierba y rodé sobre ella encontrando la cosa un poco estúpida. Pero la verdad es
que tenían razón: sentía una grata sensación sobre la piel desnuda. Seguí, pues, revoleándome en la hierba hasta que me
dio un poco de frío y fui a tumbarme al sol que me secó muy pron to. El hombre se había echado de espaldas y la chica
arrancaba puñados de hierba con los cuales le frotaba de tal manera que al mismo tiempo era una caricia. Después de
unos minutos fue ella la que se echó de espaldas, con las piernas abiertas y él la frotó con puñados de hierba recién
arrancada, a la que se había adherido algo de tierra, los senos y el vientre. El desconocido me dijo.

—Ven a ayudarme.

Yo preferí sentarme para evitar que se notara mi interés en la chica cuyas piernas abiertas habían originado en mi
una típica respuesta pavloviana, la cual desapareció después de unos minutos de esfuerzo. Me dirigí a ellos, arranqué
algo de hierba —habíamos tenido que trasladarnos a un lugar cercano pues donde ellos estaban antes ya casi no quedaba
— y traté de frotar a la chica tal como había hecho antes el otro. Pronto dejé de imitar su estilo y me dejé llevar por mi
instinto personal, bajando la parte superior y húmeda de la hierba para que tocara sus senos bañados por el sol, y después
la deslizaba hacia abajo con una tierna caricia. Tuve éxito. La chica dejó escapar un suspiro de placer y le dijo a su
acompañante:

—Tiene un toque maravilloso.

Había utilizado la hierba como hubiera hecho con la lengua si mi intención hubiese sido despertar su sexualidad.
Cuando llegué a la altura de su ombligo abrió las piernas.
En esos momentos, el hombre se dio la vuelta y dijo:

—Creo que voy a ir a tomar un baño en el río.

Se alejó de nosotros sin mirar. Le dije a la joven:

—Me parece que no ha logrado librarse de los pecados de la carne.

Soltó una risa alegre y fuerte que se transformó en un suspiro cuando le apliqué un nuevo manojo de hierba húmedo
frío. Me dijo con tono ensoñador :

—Me gustaría que estuviéramos en el dormitorio.

—Creí que no os permitían ese tipo de cosas.

—Y así es, rigurosamente. Pero no pueden mantenernos siempre y a todos bajo control.

Con un suspiro se alzó sobre los codos y metió su cabeza entre mis muslos. El calor de su boca era delicioso, pero estaba
nervioso por el temor de que alguien pudiera presentarse. Estábamos completamente al descubierto y cualquiera hubiese
podido vernos desde las ventanas de la casa... o el hombre a su regreso del río. Puse mi mano cariñosamente sobre sus
cabellos y le dije:

—Después. Ahora no.

—¿Prometido?

Le dije que sí y se volvió a tumbar de espaldas sobre la hierba. Tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar
mis deseos, pero lo conseguí.

Oí el ruido de un coche que llegaba por el otro lado de la casa. El hombre regresaba también del río.

—Creo que deberíamos ir a casa a ver al doctor Körner —dije.

Me vestí de nuevo y me di cuenta que mi pérdida de control había bajado del nivel de intensidad anterior. La muchacha
seguía tumbada al sol, con los ojos cerrados y una extraña sonrisa en sus labios entreabiertos, como si estuviera gozando
de un orgasmo lento y prolongado.

No era Körner quien llegaba sino un coche con cuatro mujeres con gafas, que tenían el aspecto de maestras de escuela o
programadoras de computadoras, y un joven delgado que también llevaba gafas muy gruesas, de miope. En realidad,
Körner ya estaba allí y me encontré con él en el interior de la casa, en el amplio vestíbulo, lleno de viejas y deterioradas
estatuas griegas que representaban oradores y mujeres orladas con pámpanos. Körner parecía estar muy ocupado
disponiendo dónde debían ser instaladas las estatuas, pero cuando me vio se dirigió a mí con una sonrisa amable, me
estrechó cordialmente la mano y después hizo un gesto pidiendo silencio. Los que estaban por allí se aproximaron y
Körner me presentó como a un escritor y filósofo bastante conocido. Todos me miraron impresionados y yo encontré la
escenificación un tanto embarazosa, pues me miraban como si esperasen que me fuera a levantar del suelo poco a poco,
impulsado por la levitación. Körner me tomó del brazo. /

—Un miembro del grupo es anticuario y nos ha regalado estas estatuas. Algunas de ellas no puede decirse que sean obras
de arte, pero las tomaremos como símbolos individuales de cada miembro.

—¿Símbolos?

—Para que cada uno medite sobre ellos.

Debió encontrar esa frase lo bastante explicativa, pues no se molestó en darme más detalles aclaratorios sobre lo que
quería decir. Al cabo de un momento volvió de nuevo a dirigirse a mí.
—Permítame que le enseñe el resto de la casa. La casa era muy grande y sombría. El tipo de mansión que sólo un
millonario puede convertir en confortable a base de mucho dinero. Körner y sus discípulos trataban de hacerlo, y hay que
reconocer que, en parte, lo habían conseguido, pues algunas de las habitaciones resultaban impresionantes y có modas, lo
cual indicaba que, al menos algunos de los estudiantes, podían permitirse el lujo de adquirir muebles lujosos.

Körner me llevó a un dormitorio iluminado por la luz del sol.

—Aquí es donde dormirá usted... Salvo que prefiera unirse al grupo íntimo del piso de abajo.

—¿Duermen juntos? —pregunté.

—Sí, pero desde luego con perfecta castidad. Ya no les cuesta demasiado trabajo contener sus deseos. Saben que están
ganando con ella una nueva intensidad —continuó con su tono de catedrático mientras se agachaba para recoger un
pequeño trozo de cable que el electricista debió olvidar en el suelo— Mire, la razón por la que el sexo es tan turbador y
frustrador para muchas personas estriba en que son como un cable tan delgado que apenas sí puede conducir una carga
eléctrica. Estará de acuerdo conmigo en que el éxtasis sexual es como una corriente eléctrica, ¿no? Si uno está sano y ha
venido conteniendo sus deseos durante bastante tiempo, la corriente se hace de alto voltaje. Nuestro único objetivo es
hacer que nos convirtamos en un cable tan grueso como éste que tengo en la mano...

Agitó el alambre de cobre ante mis narices.

—Una vez que se consigue el cable capaz de conducir la corriente —continuó—, ésta no nos faltará. Creo que estará de
acuerdo conmigo, ¿no es así?

Le dije que sí. Sabía que la autodisciplina aumenta la capacidad para el éxtasis. No obstante, tenía algunas reservas que
no pude exponer, pues Körner puso su mano sobre mi brazo y me interrumpió.

—Deseo hablar con usted. Como puede suponer tengo motivos especiales para haberle hecho venir. Venga y siéntese.

Era evidente su deseo de que nuestra conversación fuese considerada como algo muy serio. Nos sentamos al sol, junto a
la ventana que daba frente al lago.

—No se trata simplemente —me explicó— de que desee que usted sea un miembro de nuestro grupo, aunque esto está
claro desde todo punto y usted está perfectamente capacitado para ello. Lo que quiero es que usted pase a ser mi segundo,
mi teniente, por decirlo así y, además, mi sucesor —alzó la mano para evitar que le interrumpiera al ver que intentaba
hacerlo—. No tiene que tomar la decisión ahora, ni siquiera la semana o el mes próximo. Primero quiero que vea usted
cómo actuamos, cómo trabajamos, y si hay algo en lo que podamos servirle de ayuda... o que usted pueda ayudarnos a
nosotros. Usted es un hombre íntegro, de eso estoy convencido. La mayor parte de los que están aquí son buenos estu-
diantes, pero hasta ahora no he visto en ninguno de ellos las cualidades necesarias de un líder. Los Dunkelman querían
serlo, pero lo que ellos hubiesen conseguido sería transformar el grupo en una especie de burdel, una especie de harén
personal para su propio placer. Un trabajo como éste, sin embargo, necesita de una total dedicación y espíritu científico.
Usted los tiene.

Dejé escapar unas palabras ininteligibles de excusa y, a continuación, añadí que necesitaría tiempo para tomar una de -
cisión y acoplar mi mente. En mi interior sabía que lo que me pedía era incuestionable. Soy un solitario no sólo por incli-
nación sino también por naturaleza. No deseaba de ninguna manera verme mezclado con toda esa gente.

Me golpeó amablemente la espalda.

—Como es natural, puede tomarse todo el tiempo que necesite, Pero hay algo que quiero decirle con toda franqueza.
Hasta ahora hemos querido mantener nuestras actividades en secreto porque nos consta que podrían ser mal
interpretadas. Pero creo que ya ha llegado el momento de mostrarnos a ros tro descubierto y de que tratemos de conseguir
partidarios que le digan claramente al mundo cuáles son nuestros objetivos. Porque uno de esos objetivos es demostrar
que la civilización jamás podrá ser estable hasta que todo el mundo piense como nosotros.

Se había puesto muy serio y yo no dejaba de sentir simpatía por él y sus ideas, pero de pronto pensé en el cuadro que nos
había pintado Anna Dunkelman, la gente masturbándose entre sí en el autobús, y no tuve más remedio que desviar la
vista y mirar por la ventana para evitar que mi rostro reflejara mis sentimientos. Cuando regresábamos hacia el piso bajo,
le dije: \
—Creo que se trata de una buena idea. Angela y Alastair quedaron completamente convencidos anoche. Creo que ha con-
seguido dos discípulos convencidos y entusiastas.

—Está bien, pero no podemos darnos por satisfechos hasta poder decir lo mismo de usted.

Cuando nos acercamos al grupo que seguía ocupado todavía en la colocación de las estatuas, me apretó una vez más el
brazo con fuerza.

—De momento, le agradeceré que considere lo que le he dicho como estrictamente confidencial.

A las dos, se anunció que el almuerzo estaba listo. En el comedor, que daba al jardín, se había servido una comida
sencilla sobre mesas plegables : dos enormes perolas de sopa, fuentes con tacos de queso, pan integral y galletas. Körner
me presentó a un joven barbudo llamado Paul que parecía ser su ayudante. Paúl llevaba gafas con montura de concha y
tenía acento nórdico y maneras serias. Me explicó:

—Nos gustan las comidas ligeras, pues de lo contrario el cuerpo tiene dificultades con la digestión y la disciplina no va
bien. En comparación, esta comida es demasiado abundante. Nuestros otros grupos, formados por personas de más de
cuarenta años, comen mucho menos.

Supuse que Körner mantenía, adrede, separados a los dos grupos y se reunía con cada uno de ellos en una semana alterna.
Paúl me explicó :

—En este aspecto debemos ser prácticos. Teóricamente no establecemos límites de edad, como es lógico. Pero nuestra
experiencia nos demuestra que las personas mayores están más interesadas en la sexualidad que los más jóvenes. Si
permitiéramos que los grupos se unieran, lo más probable sería que muchos de los jóvenes nos abandonarían. Hay
muchas chicas jóvenes que no ponen reparos a los hombres de mediana edad pero, por lo general, los muchachos jóvenes
no quieren atender a las mujeres mayores de cuarenta. Naturalmente, los grupos pueden mezclarse hasta cierto punto,
pero sólo mediante invitación especial.

Aparentemente, esto explicaba la presencia de cierto número de hombres y mujeres que, resultaba obvio, eran mayores
de cuarenta y quizás hasta de cincuenta años.

Nos hallábamos reunidas como unas sesenta personas, quizas aún más, con una preponderancia de mujeres. Me pareció
que el grupo tenía una característica estándar, es decir, que se hallaban representados grupos de diversas edades, con di -
ferente formación educativa y de distinta clase social. Me di cuenta también de que las mujeres parecían tener especial
interés en los trajes de manga larga, en forma de túnica, y en las gafas con gruesas monturas que les daban un aspecto in -
telectual. No había ninguna persona menor de veinte años. La muchacha que había visto en la hierba parecía ser una de
las más jóvenes. Me di cuenta, también, de que la mayor parte de los jóvenes tenían aspecto fuerte, casi atlético y
llevaban jersey de cuello de cisne y ropas que acentuaban ese aspecto. Muy pocos de los presentes eran verdaderamente
guapos, pero, en realidad, no vi a nadie del que pudiera decir que no resultara atractivo. En términos generales las
mujeres parecían ser más inteligentes que los hombres. Vi pocos varones a los que pudiera definir como tipos
ectomórficos. Pese a la primera impresión de que se trataba de un grupo estandarizado llegue a pensar, poco después, que
era muy posible que los componientes del grupo hubieran sido cuidadosamente elegidos.

Todos demostraban conocerse muy bien entre sí. Había risas en abundancia, afectuosos saludos, golpes en la espalda y
besos de saludo. Con cortesía unos se ofrecían a los otros platos de sopa. Me impresionó aquel ambiente amistoso, pero
me pareció ver por debajo de aquella capa de cordialidad, cierta tensión y una falta de relajamiento y sinceridad. Paúl se
alejó de mí para hablar con alguien. Una voz frente a mí me saludó:

—¡Hola!

Me encontré, cara a cara, frente a los ojos castaños de la chica que había conocido sobre la hierba. Estábamos
apretujados entre la multitud, me sonrió y echó su mano hacia atrás para dar un pellizquito amistoso a mis genitales.

—Me llamo Tessa.

Hizo que bajara la cabeza hacia ella. Me murmuró:

—No tengo hambre. Vamonos a la cama.

—Yo estoy hambriento.


—No seas aguafiestas.

—Además podían darse cuenta. Se me está tratando de manera especial y están pendientes de mí.

En estos momento, Paúl volvió a mi lado y le dirigió a la joven una mirada de desaprobación. Me di cuenta de que la
consideraba como una influencia negativa.

Comí un poco de pan y queso y un tazón de sopa. Salimos por el ventanal al jardín y nos sentamos en la hierba. Un
grupo había formado un círculo y parecía que realizaban algún tipo de ejercicio. Ponían sus manos sobre los hombros de
quien tenían enfrente y después se agachaban hacia delante como si fueran a formar una mélee semejante a la que se rea-
liza en los partidos de rugby. Paúl dijo:

—Es un ejercicio de preentrenamiento íntimo. Tratan de librarse de las restricciones de la vida urbana... tocándose
unos a otros, haciendo cosas juntos para librarse del sentimiento de separación de los demás.

Un joven con un suéter blanco de cuello de cisne daba instrucciones al grupo, yendo de uno a otro para darles
golpecitos cariñosos en los hombros o hacerles alguna advertencia. Yo me quedé cerca de ellos y Paúl se dirigió a una
mujer de unos cuarenta años y le tocó en los senos, como si le arreglara el sostén bajo el jersey, y terminó dándole una
palmada en el trasero como si fuera una vaca a la que se quiere conducir al prado. Paúl me dijo :

—Como puede ver, les gusta que se les dé órdenes. Eso les ayuda a librarse del sentimiento de responsabilidad.., la
neurosis de la civilización. El objetivo es hacer que se sientan de nuevo como niños inocentes.

Me di cuenta de que la gente de ese «grupo de intimidad» estaba vestida con demasiada ropa para el calor que hacía.
Paúl me explicó que eso formaba parte del procedimiento. A medida que se libraban de su sensación de opresión podían
vestirse con ropas más ligeras.

—Ya verá esta noche lo que quiero decir.

Le pregunté algo que no entendía del todo; puesto que la sexualidad se presenta de manera tan natural al ser humano
todos los objetivos intelectuales de un grupo como ése tenderían a producir mutua excitación sexual. Hizo un gesto de
afirmación con la cabeza.

—En un grupo tan grande como éste puede ser que eso ocurra hasta cierto punto. Pero intentamos tomar precaucio-
nes. De todos modos se sorprendería de ver con la poca frecuencia que eso sucede. Aquí no hay tabúes ni represiones y
eso establece una gran diferencia.

De regreso a la casa le pregunté qué era lo que quería decir con «precauciones».

—Se lo mostraré.

Nos dirigimos a una habitación del primer piso que, según sabía, era un dormitorio femenino. Paúl entró sin llamar.
Media docena de mujeres estaban echadas en sus camas, o empolvándose la nariz, y una estaba en bragas y sostén
poniéndose las medias. Nos sonrieron como si nuestra presencia no las molestara lo más mínimo. Paúl se dirigió a una
cama sobre la que había un maletín abierto y lo vació por completo sobre la cama : un minivestido de lana gris, blusas,
ropa interior, algunos cosméticos y una jabonera de color rosa que abrió. Nadie parecía prestarle atención.

—Estoy buscando contraceptivos. Es el mejor modo de saber si alguien intenta violar las reglas.

Después tomó el maletín de la mujer que estaba poniéndose las medias.

—Por amor de Dios —dijo ésta—. No me mezcles las cosas así. Yo te enseñaré el contenido.

Fue sacando las prendas una por una y extendiéndolas ante los ojos de Paúl. Éste señaló unas diminutas bragas
francesas y comentó :
—No creo que sirvan para mucho.

—Tienes razón. Es que salí de casa a toda prisa y metí en el maletín lo primero que me vino a mano.

—Hacemos registros imprevistos cada fin de semana para ver si traen anticonceptivos. Naturalmente no hay manera
de saber si toman la pildora.

—¿No invalida esto el control?

—No, claro que no. Otto las aconseja en contra de la pildora por motivos de salud.

—¿Y qué hay de los hombres?

—Son controlados por las mujeres. Cada uno está autorizado a controlar a otro cualquiera. Tratamos de formar una
única familia.

—¿Por qué hizo objeción a las bragas de aquella mujer?

—No tapan nada. Si deseara tener relaciones sexuales no lo impedirían como lo harían unas bragas normales. Si de
repente uno entra y enciende la luz, la chica estaría completamente vestida.

—¿Es que las mujeres tienen que conservar las bragas puestas durante las sesiones de caricias? —pregunté pensando
en Tessa a la que había visto completamente desnuda en el prado.

—¡Oh, no! —me miró como extrañado y asombrado—. Eso iría contra nuestro objetivo principal : intimidad. Pero si
quieren ser acariciadas tienen que bajárselas a la altura de los muslos —continuó hablando con seriedad—. Usted no
parece entenderlo. No tratamos de someter a la gente a una vida programada. Pero usted sabe bien que mientras más
obstáculos se establecen más interesante resulta una cosa. Por lo tanto prescribimos bragas ceñidas para que la mujer
tenga que quitárselas si quiere hacer el amor. No nos gustan las bragas de nilón, ni las de estilo francés, porque puede
hacerse el amor con ellas puestas. Muchas de esas prendas no ofrecen la menor protección.

Se oyó en el vestíbulo el sonido de un gong.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté.

—Tenemos clases hasta las cinco. Yo mismo tengo que dar una. He de dejarle. La asistencia a estas clases y conferencias
es obligatoria, permítame decírselo. Quien no asiste a ellas es porque no toma las cosas en serio. Claro está que no se lo
decimos a lo nuevos y así podemos ver quiénes vienen movidos por un auténtico interés y quiénes por motivos erróneos.

Me aconsejó que fuese de una a otra clase y que hiciera todas las preguntas que creyera necesarias. Me sentí inclinado a
seguir su consejo.

Los «estudiantes» estaban divididos en cuatro grupos. Körner hablaba a uno de ellos; Paúl a otro; Chris al tercero y al
cuarto lo hacía una chica atractiva, aunque con cierto aspecto de maestra de escuela. Me sentí satisfecho al ver que An-
gela y Alastair se sentaban en la primera fila del grupo de Körner, que se había formado en el jardín con la gente senta da
en la hierba. Yo me quedé allí durante unos veinte minutos y le oí explicar los motivos que le hacían ser materialista.

—Los idealistas —explicó— creen que cosas como la vida, los pensamientos, las ideas, pueden existir, en cierto
sentido, fuera de la materia.

Sus argumentos contra estos puntos de vista eran devastadores y para mí completamente convincentes, aunque creo
que fallaban en su intencionalidad. Estaba de acuerdo en que los procesos mentales y cerebrales son inseparables de la
materia a la que se hallan unidos con lazos irrompibles; pero creo, no obstante, que la vida entró en la materia desde
fuera y no que sea una emanación de la materia como, por ejemplo, el fuego es una emanación del carbón.
Tuve la impresión de que Körner no aceptaría de buen grado objeciones al respecto, así que me alejé de allí y fui a ver
lo que ocurría en el otro grupo, el dirigido por aquella señora llamada Gwyneth. Esta estaba ofreciendo un sumario de las
ideas de Reich tan entusiasta como oscuro. Se refirió al «fluido vital» que se acumula con la exci tación sexual, de modo
que su planteamiento me pareció muy próximo a la teoría de la energía orgona de Reich. Me pregunte lo que Körner
pensaría de ello. Gwyneth trató de hacerme participar en la discusión, que pronto se hizo muy animada. Su grupo me
pareció más inteligente y abierto de lo que había esperado, y sus componentes mostraron abiertamente que esta ban en
desacuerdo con ella en muchos puntos. Yo traté de exponer mis propias ideas sobre el origen del impulso sexual y mi
teoría sobre la respuesta simbólica, pero me di cuenta de que les parecía extraña y, según dijo una de las señoras pre -
sentes, «innecesariamente abstracta». La discusión se hizo tan animada, que nos sentimos sorprendidos cuando los
componentes de los otros grupos acudieron para avisarnos de que ya era la hora del té.

En realidad no tomamos té —que a Körner no le gustaba— sino «sanka», es decir, café descafeinado. También se nos sir-
vieron bizcochos con una fina capa de mantequilla. Gwyneth se hizo cargo de mí y me dijo que consideraba fascinantes
mis ideas. La mujer me pareció muy agradable y simpática. Tenía unos cuarenta años y un cutis sonrosado y fresco, ros -
tro alargado y dientes blancos que hacían su sonrisa muy agradable. Tenía cierta tendencia a exagerar su aspecto de maes-
tra de escuela, que parecía estar de moda entre los discípulos de Körner, y también llevaba una especie de túnica con
mangas largas y un collar de hojas de oro con una cruz. Supuse que debía ser miembro del consejo de la parroquia local y
tenía un buen empleo en una empresa de relaciones públicas. Tenía un modo entusiasta y ligeramente terco de exponer
sus ideas que no dejaba de tener un peculiar encanto. Pero no podía imaginarme cómo había llegado a entrar en el grupo
de Körner.

Después del té, todos nos reunimos en la sala principal. Había pocos muebles, pero excelentes alfombras que parecían
haber costado más que todo el resto. (Gwyneth me explicó que se trataba de «donaciones» de antiguos miembros.)
Sospeché que algunos de los miembros de mayor edad del grupo se ganaban la admisión con regalos muy costosos y
cuotas especialmente elevadas. Fuera comenzaba a hacer algo de frío, pero la habitación tenía una temperatura muy
agradable gracias al gran fuego que ardía en la enorme chimenea. Los miembros se dividieron en pequeños grupos
«íntimos» y yo fui de uno a otro, observando con interés sus actividades. Pronto quedó claro ante mis ojos que la primera
parte del día había sido un simple preludio y que ahora comenzaba la parte seria. Se unían en grupos reducidos, muy
juntos, pasando sus manos sobre los cuerpos de los demás, comenzando por los tobillos hasta terminar en la cabeza.
Algunos de los grupos se dividían en parejas y repetían la operación y las caricias. En ellas no había nada
específicamente sexual y me di cuenta de que las manos sólo se detenían ligeramente sobre las zonas erógenas y parecían
mucho más interesadas en las cabezas y brazos. Una muchacha alta y delgada se apartó del grupo que había estado
observando y comenzó a acariciarme apretando sus manos sobre mi vientre y pecho. Yo comencé a hacer lo mismo con
ella, colocándome detrás y presionando con fuerza mis manos sobre su vientre, dándole masajes hasta las caderas. Repetí
la acción con sus pechos y muslos; después, siguiendo sus instrucciones, comencé a acariciar la parte exterior de sus
piernas, empezando por las caderas hasta llegar a los tobillos y pies. Cuando le acaricié por encima de su vestido me di
cuenta de que la joven llevaba medias y liguero. Después le tocó el turno a ella, y me acarició la espalda, los hombros, el
cuello, los brazos y la cabeza, enredando sus dedos en mi pelo; después me acarició las mejillas y me abrió la boca para
introducir en ella la punta de sus dedos. También metió su dedo meñique en mi oreja. En reali dad, lo que chica estaba
haciendo era acariciarme como si fuésemos amantes, pero como estábamos completamente vestidos aquellas caricias
tenían el extraño toque de la excitación que provoca lo prohibido. Si hubiéramos estado a solas y medio desvestidos,
aquello hubiera terminado en coito al cabo de pocos minutos; pero ese mismo masaje superficial, en una habitación con
cincuenta personas más o menos, tenía como consecuencia el efecto de crear una nueva serie de respuestas que rompían
las viejas costumbres.

Observé que algunas parejas habían ido a buscar pequeñas palanganas con agua y comenzaron a lavarse el cabello los
unos a los otros. Esa operación la afectuaban junto a la ventana, donde el suelo no estaba cubierto por las caras
alfombras. Las parejas se rompían con frecuencia y cambiaban de compañeros. Después de unos diez minutos
acariciando y dejándome acariciar por aquella muchacha delgada, me correspondió una mujer de mediana edad y algo
más gruesa. Al principio pensé que el cambio no me beneficiaba, pero, al cabo de cinco minutos de acariciarnos, me di
cuenta de que habíamos conseguido el efecto de intimidad, de conocernos y querernos los unos a los otros.

Después me fui con Tessa, que me sonrió y susurró en un tono de voz que intentaba ser seductor:

—Temo que esto sea un anticlima para nosotros.

En cierto modo, la muchacha tenía razón. Mis pantalones no guardaban ningún secreto para ella, como tampoco sus
vestidos para mí. Pero la sensación que me causó su suavidad a través del vestido resultó muy excitante. De vez en
cuando se permitía una pequeña travesura, e introducía su mano por debajo de mi jersey para pellizcarme con fuerza un
pezón. Cuando me tocó el turno de acariciarla le presioné el vestido hasta colocárselo entre las piernas, me dijo:

—Confío en que a nadie se le ocurra examinarme ahora. Estoy húmeda.

—¿Está prohibido?

—Desde luego, pero no puedo evitarlo. Si alguien me toca por aquí abajo, llegaré al orgasmo. Ya he tenido dos. Al cabo
de unos minutos me dijo:

—Estoy habrienta. Tengo gran cantidad de chocolate en habitación. ¿Quieres un poco?

—¿Está permitido?

—No del todo, pero esta intimidad me da hambre. A las siete y media sonó el gong y Tessa comentó:

—Gracias a Dios, ¡vamos a comer!

Todos nos apresuramos hacia el comedor. Yo también necesitaba alimentos. Toda aquella excitación pasada hacía que me
sintiera como si hubiera andado treinta kilómetros. La cena fue algo menos frugal que la comida del mediodía : grandes
fuentes de rosbif frío, jamón de York y varias perolas de sopa de tomate, además de distintas verduras hervidas —nada
de patatas— y pan de trigo integral. Me sorprendí al advertir que también había un bar, y Gwyneth, que de nuevo volvió
a hacerse cargo de mí, me dijo que podía tomar cerveza o vino Me explicó que no se solía beber mucho, pero que un
poco de alcohol ayudaba a la mayor parte de los miembros a conseguir un relajamiento mayor y más satisfacción en su
cena. Observé con interés que la «intimidad» proseguía en el comedor. Los hombres y mujeres que estaban juntos
aprovechaban cualquier momento para seguir acariciándose e incluso para besarse. En la sesión anterior pude observar
que había habido bastante besuqueo, sobre todo en los brazos y en el cuello. Vi que ahora se saludaban unos a otro
besándose en la boca. Aunque algunos de esos besos eran prolongados, nadie podría definirlos como apasionados, en el
sentido de indicar un deseo de irse a la cama juntos.

Comí bien y un buen vaso de cerveza me refrescó y acabó por ponerme a tono. Después de comer me dirigí al lavabo
que por casualidad estaba ocupado. Ascendí la escalera hasta el piso de arriba, donde recordaba haber visto los signos
(un sombrero de copa y un bolso) indicando que había un lavabo al fondo del corredor. Seguí la dirección señalada por la
flecha y me encontré con unos retretes, los cuales, se notaba a simple vista eran de construcción reciente. Había un
número en la puerta de cada una de las cabinas, como ocurre en los retretes públicos, pero sin una indicación que sirviera
para diferenciar los de caballeros de los de señoras. Cuando estaba allí, sonaron unos pasos en el pasillo. Con gran alivio
vi que se trataba de Tessa.

—No sabes cuánto me alegro de verte —le dije—. Quizá puedas decirme cuál es el de damas y cuál el de caballeros.

—Es igual. No hacemos diferencias. ¿Sabes...? Intimidad. Te haces cargo, ¿verdad?

—Creo que sí.

Supongo que sentía cierta timidez, pero podía comprender que se trataba de una cosa lógica. Me metí en el último de los
retretes y me di cuenta de que la pared que lo separaba del próximo estaba hecha de cristal. Tessa estaba en el de al lado y
me hizo un guiño. Después, con toda consciencia, se levantó el vestido, se bajó las bragas hasta las rodillas y se sen tó en
la taza. No pude por menos que decir :

—Dios mío, ¿no te parece que esto es demasiado?

——También lo pensé yo así al principio. Pero uno se acostumbra pronto.

—No me gusta soltar mis ventosidades donde alguien pueda oírme —le dije.

—¿Por qué preocuparse? El doctor Körner dice que se trata de otra voz del cuerpo, como cuando uno habla.

Me encontraba ridículo allí, en el retrete, de pie y sin hacer nada, así que me bajé los pantalones y me senté. Jamás había
sentido menor satisfacción al dar salida a mis necesidades. Otras voces sonaron fuera y vi que entraban otras dos mujeres
en los retretes del otro lado, desnudaron sus traseros y se sentaron. El cristal era extraordinariamente transparente. Ni
siquiera se dignaron mirarnos y siguieron hablando, como la cosa más natural, de lo que Körner les había estado
explicando aquella tarde. Sus voces me relajaron y pude dar salida al manantial que se agitaba en mi interior. Viendo
cómo Tessa se limpiaba con el papel higiénico, me di cuenta de que en realidad somos seres mucho más inhibidos de lo
que pensamos y que tal vez Körner tuviera razón. Pero tomé nota mental de utilizar el lavabo del piso de abajo la
próxima vez. Aquél tenía paredes normales, no transparentes. Bajé con Tessa.
De regreso en el salón principal, pude ver que la mayor parte de los estudiantes estaban sentados en cojines o simple -
mente en el suelo. Al llegar, Körner, que estaba de pie junto al fuego, vino a recibirme. Yo me adelanté. Tomó una botella
y golpeó con ella una mesa en petición de silencio. Luego dijo:

—Y ahora quiero presentarles a ustedes al notable novelista y filósofo Gerard Sorme, calificado como el escritor inglés
más interesante desde Aldous Huxley y D. H. Lawrence (Creo que esto fue una invención suya, fruto de un momento
inspirado.) Los puntos de vista del señor Sorme sobre el sexo difieren de los nuestros en algunos aspectos y ahora voy a
pedirle que nos diga unas palabras al respecto. He de advertirles a ustedes que no le había prevenido sobre esto, de modo
que todo será una improvisación.

No me quedó tiempo para sorprenderme o ponerme nervioso. Me puse de pie y expliqué mi teoría del impulso sexual
como una intencionalidad de la naturaleza y la forma como esa idea ilustraba mi teoría fenomenológica de toda la
interacción humana con el mundo. Cuando me di cuenta de que me estaba saliendo del tema, hablé de mis sensaciones
sobre el sexo como «guardián de las llaves del ser», y de la relación entre el sexo y la experiencia mística. Terminé
tratando de explicar mi punto de vista más fundamental: que el sexo nos ofrece una perspectiva de contemplación de la
mente que puede hacernos semejantes a Dios si podemos ordenarla en otras esferas. Mencioné mi idea de que los seres
humanos son semejantes al reloj del abuelo, movidos por cuerdas mecánicas, y que el cuerpo es demasiado grande para el
muelle, la cuerda, que debe moverlo, la cuerda de la fuerza de voluntad. Sólo en el acto sexual desarrollamos una cuerda
lo bastante fuerte como para hacer andar con normalidad el reloj del abuelito. Terminé diciendo que mi interés se
centraba en hallar la forma de controlar la inmensa cuerda de la voluntad.

La discusión subsiguiente resultó interesante, aunque no se refería del todo al tema. Muchos alegaron que conceder tanta
importancia a la voluntad podía resultar peligroso. Con ello defendía un punto de vista semejante al de Lawrence... y al
de Körner. Me di cuenta de que era aquí, precisamente, donde yo me apartaba y difería más de ellos. No desconfío ni de
la voluntad ni del intelecto.

Habíamos pasado un día muy largo y pleno, y comenzaba a sentirme cansado. Ya casi eran las diez de la noche —el tiem -
po había pasado muy rápido— y comenzaba a tener sueño. En conjunto todo lo que había visto resultaba muy intere sante
y prometedor; mi opinión era que Körner iba en busca de algo muy importante, pero necesitaría mucho tiempo para
pensar y reflexionar antes de clarificar mi actitud con respecto al asunto. Esperaba que la velada no terminara en algo
más típicamente social y tener la oportunidad de irme a la cama.Y, además, todo lo que estaba ocurriendo no tenía mucho
que ver con Esmond y Horace Glenney.

Körner me dio las gracias y expresó su confianza en q ue todos tendrían ocasión de volver a verme y escucharme con más
frecuencia en el futuro. Después presentó a los demás a Angela y Alastair. Todos aplaudieron con cortesía y comenzaron
a levantarse para abandonar la habitación.

—Y ahora, ¿qué es lo que pasa? —le pregunté a Körner lleno de curiosidad.

—Ahora es cuando comienza la parte más interesante. Celebramos otra sesión de intimidad.

La cosa no me gustó del todo. La anterior había sido agradable pero un poco fatigosa. No me gustaba la idea de tener
que dar de nuevo rienda suelta a mis facultades. Me hizo una señal de que lo siguiera y así lo hice, al mismo tiempo que
meditaba sobre si se daría por ofendido en el caso de que le pidiera que me excusara de esa nueva prueba. Comencé a ha -
blar en ese sentido, pero después cambié de opinión y, en vez de ello, le pregunté:

—Me gustaría hablar con usted de Esmond Donelly en alguna ocasión, ¿cuándo podríamos hacerlo? Me miró
sonriendo.

—Creo que podría contarle algunas cosas interesantes. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Ahora tenemos otras
cosas que hacer.

Le seguí escaleras arriba. Giramos a la derecha y pensé que nos dirigíamos a los dormitorios de las mujeres, pero, en
vez de ello, abrió con llave la puerta de una habitación próxima y entramos en ella. Se trataba de una estancia pequeña
que posiblemente había sido utilizada como despensa o almacén, pero que estaba vacía con excepción de algunos
taburetes bastante altos. Con gran sorpresa vi que una de las paredes era una gran ventana. Gwyneth estaba al otro lado
arreglándose el pelo y mirándonos fijamente.

—Por el otro lado es un espejo, por éste un cristal, como ya habrá supuesto.
—¿Está usted seguro de que no puede vernos? —le pregunté. Era el primer espejo de ese tipo que tenía ocasión de ver
en toda mi vida.

—No, salvo que yo haga esto.

Extendió la mano y pulsó un botón. Al instante la ventana se convirtió en un espejo en el que podía verme.

—Ahora —me dijo— ella puede vernos a nosotros. He cambiado la polaridad.

Volvió a apretar el botón y de nuevo vimos a Gwyneth que nos saludó con un movimiento de mano. Le devolví el
saludo sin pararme a pensar que no podía vernos.

—¿Para qué sirve esto?

—Para observar. Puede ver que las mujeres se están cambiando de ropa en estos momentos.

Era cierto. En el dormitorio, lleno de mujeres, estas se estaban quitando los vestidos, las combinaciones, enaguas y
ligueros. Gwyneth, como si hubiera olvidado nuestra presencia, se llevó la mano a la parte alta de la espalda desabrochó
un botón y se bajó la cremallera de su vestido. Sin la menor reserva, se desprendió de la prenda que dobló con cuidado y
dejó encima de la cama. Llevaba una combinación negra con encajes que resultaba bastante sexy. Parecía habernos
olvidado por completo. Se bajó los tirantes y se quitó la combinación. Por lo visto no era partidaria de que toda su ropa
interior fuera de color negro, pues llevaba un sostén blanco, liguero negro, medias negras y bragas de crepé de nilón
también blancas y muy pequeñas. Era evidente que estaba exenta de la regla que ordenaba que las mujeres no llevaran
bragas fácilmente extensibles. Vi que muchas de las otras mujeres la respetaban. Ninguna llevaba ropa interior bikini. La
mayoría de ellas vestían ese tipo de bragas de satén, grandes y altas que cubren hasta más arriba del ombligo, con goma
elástica en la cintura, aunque pude ver, dentro de mi relativa experiencia, que los elásticos que ceñían los muslos eran
bastante flojos y que el bajarlos unos cuantos centímetros, los suficientes, no sería ningún problema.

Algunos hombres se unieron a nosotros. Me di cuenta de que las mujeres se estaban poniendo minifaldas de lana de color
gris, que había visto antes en sus maletas, cuando las inspeccionamos Paúl y yo.

En ese momento Kórner me dijo:

—¡Vamos!, ya es hora de que nos cambiemos nosotros tambien.

Advertí que los hombres vestían ahora un uniforme similar : pantalones de franela gris y camisetas americanas de tipo T.
Nos dirigimos al dormitorio de los hombres, en el piso superior. La pregunta que estaba a punto de hacer fue contestada
de antemano cuando vi a un grupo de mujeres que estaban contemplando, a través de un espejo adaptable, similar al an -
terior, cómo los hombres se cambiaban de ropa. Körner se dirigió a ellas en tono enérgico:

—¡Vamos, señoras, terminó ya la hora de mirar! Hay que cambiarse.

Las mujeres se marcharon de prisa. Entre ellas se encontraba Tessa. Cuando entramos en el dormitorio vi que daba la
vuelta y volvía al cuarto de observación.

En el dormitorio, la mayor parte de los hombres parecían estar desnudos o casi, y uno de ellos que lo estaba por completo
se hallaba de pie junto al espejo. Le pregunté a Kórner:

—¿Cuál es la función exacta de esos espejos?

—La mayoría de las personas tenemos algo de exhibicionistas, incluso los más estables. Y también a todos nos gusta
mirar un poco. Aquí podemos satisfacer ambos impulsos sín necesidad de sentir complejo de culpabilidad. En realidad no
hav ningún tipo de deseo sexual que aquí tenga que ser violentado. Lo que deseamos es que todo se haga de modo
abierto. Bien, creo que los pantalones que lleva usted le podrán servir, sólo necesita una camiseta.

Llamó a Paúl, que ya estaba vestido, y le pidió que me buscara una camiseta. Poco después, éste regresó con una
camiseta T de algodón. Me di cuenta de que era excesivamente larga y me la metí por dentro de los pantalones.
Observé también que la mayoría de los hombres llevaba esos pequeños calzoncillos modernos que se anuncian en las
revistas y, además, zapatos de tenis blancos. Algunos estaban todavía duchándose en el cuarto de baño anexo. Körner
movió las manos con un gesto de atención:
—Vamos, vengan, señores! Es la hora de cambiarse de ropa. Ahora no hay mujeres en el cuarto de al lado.

De pronto, recordé que eso no era del todo cierto, que Tessa seguía junto al espejo. Deseé que lo pasara bien, que se
divirtiera contemplando a tanto hombre medio desnudo y mirándome a mí que me estaba desnudando a muy escasos
metros de ella.

En el salón principal colocaron una pantalla frente a la chimenea, cuyo fuego se había dejado casi apagar. Vi a
Angela muv bonita con su minifalda. Advertí que, como muchas otras mujeres, llevaba medias, aunque este detalle
parecía quedar a la discreción y voluntad de cada una. Se acercó a mí y me tocó la mano.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Bien. Resulta brusco perder de pronto tantas inhibiciones, en sólo un fin de semana, pero se trata de una
experiencia maravillosa. No podría decirte lo contenta que estoy de mi encuentro con el doctor Körner.

—Me pregunto que pasará ahora.

—¿No lo sabes? Una nueva sesión de intimidad. La chica que duerme en la cama próxima a la mía me lo ha dicho.
Éste es el momento cumbre. Confío en que me toque estar contigo. Me cuesta trabajo soportar a alguno de estos hombres.
Odio a lo peludos.

—Pero, ¿qué es...? Antes de que pudiera seguir, Chris nos interrumpió:

—¿Estamos todos aquí? Varias voces respondieron :

—Bien. Formemos el círculo. Paúl, ¿puedes manejar la luz?

Me pregunté qué iba a hacer Paúl con las luces; cuando nos movimos en círculo, las manos de uno sobre los hombros del
que tenía delante, las luces empezaron a apagarse lentamente. Los hombres se fueron deslizando hasta colocarse cerca de
las mujeres. pero, como había más mujeres que hombres, algunas de ellas se quedaron sin pareja. Después la oscuridad
fue total. Le pregunté a Angela:

—¿Qué tenemos que hacer ahora? Angela no tuvo tiempo de responderme pues se oyó una voz extraña que daba
instrucciones.

—Colocaos en el centro, mezclaos unos con los otros y elegid cada uno a la persona del sexo opuesto que encuentre.

Comenzamos a adelantamos. Hubo unos momentos de confusión. Me pregunté cómo podría distinguir a las mujeres
de los hombres en la oscuridad, pero decidí que para hacerlo lo meior sería tocar sus senos. (Comprobé pronto que ése
era el método más utilizado.) Encontré a una chica y apreté su mano con fuerza. Oí la voz de Paúl que decía:

—¿Todos dispuestos?

Hubo algunos que respondieron:

—¡Sí...! ¡Sí! ¡No! ¡No!

Las luces se encendieron poco a poco. Me di cuenta de que tenía la mano de una joven rubia y bajita a la que ya había
visto antes. No era bonita y sus ojos azules eran los de una persona corta de vista. Pero tenía un rostro simpático,
encantador. Le pregunté:

—¿Y qué hacemos ahora?

—Pues bien, podemos unirnos a otras parejas o quedamos solos. ¿Qué es lo que prefieres?

—Quedémonos solos unos minutos.


—De acuerdo.

Miré a la pareja que teníamos más cerca. La chica delgada con la que había estado antes. Me sorprendió ver que estaba
despojándose de sus bragas. El hombre que estaba con ella hacía lo mismo. Era un hombre guapo de unos treinta y tantos
años. La chica le dio sus bradas y él le entregó sus calzoncillos. Y él se puso las bragas y ella los calzoncillos del
hombre.

—¿A qué viene todo esto?

—El comienzo de la intimidad... podemos cambiarnos prendas de vestir. Eso se hace para los fetichistas. ¿Te dicen algo
las bragas?

—Naturalmente; tienen cierto significado sexual.

—En ese caso es mejor que nos cambiemos. Sin la menor muestra de apuro se quitó sus brasas de color rosa y me las dio.
Yo necesité algo más de tíempo para quitarme los pantalones y sacarme los calzoncillos. Ella me dijo :

—¿Qué te parece la camisa?

—¿También quieres que nos cambiemos?

—Si lo deseas...

La parte interior de sus bragas estaba húmeda y su contacto con mis genitales me produjo un estremecimiento de
excitación sexual que disipó en mí todo vestigio de cansancio. Empecé a comprender lo que Körner quería dar a entender
cuando hablaba de «orgasmo suspendido». Lo que había hecho no era sino llenar una habitación con hombres y mujeres,
en real o potencial contacto sexual entre sí, con lo que el estímulo sexual era máximo; pero la disciplina de grupo
mantenía todo bajo control. Körner estaba de pie junto a la chimenea y nos observaba con ojos benevolentes. Me di
cuenta de que me estaba preguntando a mí mismo qué era lo que aquel hombre sentía en esos momentos.

Le entregué a mi pareja, que se llamaba Norma, la camiseta y ella me dio su blusa que era casi de la misma medida.
Cuando se la quitó pude ver que su sostén era de ese tipo que deja escapar con facilidad los senos.

Volví a ponerme los pantalones y me abroché el cinturón.

—No sé por qué hay que volver a ponerse la ropa. Tu blusa y mi camisa son lo bastante largos como para cubrir las
exigencias de la modestia.

—Lo sé. Pero el doctor Körner cree que el acto de quitarse los pantalones destruye las inhibiciones del varón. En la
mujer ocurre lo mismo al quitarse las bragas.

Comprendí su punto de vista. Otras parejas seguían cambiándose la ropa. El joven guapo que estaba a nuestro lado
apenas había acabado de cambiar sus prendas cuando se le acercó otra chica. En esa ocasión pude observar que no cam -
biaba sus ropas con la chica sino con el varón que la acompañaba, que por lo visto ya llevaba las bragas y el sostén de su
compañera.

Norma me dijo:

—Esta parte me aburre. Vamos a separarnos de ellos un rato.

Nos dirigimos a otro extremo de la habitación.

—Quieres que te lo haga yo primero o me lo haces tú a mí? . '

—Creo que será mejor que empieces tú. No estoy muy seguro de saber qué es lo que hay que hacer.
—¿Prefieres de pie o echado?

—Me da igual.

Observé que varias parejas estaban cogiendo algunas mesas plegables, al parecer provistas de patas extensibles, que
se apilaban en un rincón de la habitación y las colocaban en los espacios libres de la sala. Eran de aluminio y de unos
ciento ochenta y cinco centímetros de longitud. El hombre o la mujer se tumbaba sobre la mesa como si fuera a recibir
un masaje y la sesión de «intimidad» comenzaba como antes.

Norma demostró ser más experta que ninguna de mis anteriores párejas o tal vez yo estaba más excitado. Se puso
frente a mí, de pié y pasó sus manos sobre mi pecho, estómago y muslos y siguió hacia abajo, hasta los tobillos. Hubo un
momento en que me bajó la cremallera de los pantalones y pensé que iba a ir demasiado lejos, pero se limitó a meter su
mano y acariciarme las piernas pellizcándome con gentileza y descendiendo hasta las rodillas. Hizo que me sentara y ella
se quedó de pie, delante de mí jugando con los cabellos, dentro de mi camisa —o mejor dicho blusa, puesto que llevaba
puesta la de la joven— y su mano recorrió también mis mejillas y labios, hasta el interior de la boca. Fui a cerrar la
cremallera del pantalón pero ella apartó mi mano.

—Todavía tienes inhibiciones —me dijo.

—Lo siento —le respondí.

La chica se echó hacia delante y metió la mano dentro. Acarició mis muslos y dejó que sus manos se deslizaran con
libertad. Yo ya había dejado a un lado todo intento de contener mis reacciones normales. Ahora la chica había metido su
mano por la cintura de mi pantalón y me acariciaba con la punta de sus dedos el vientre y algo más abajo. Controlé mi
voz para preguntarle:

—¿Se permite esto?

—Claro. Ahora todo depende de nosotros. ¿Quieres que me detenga?

—Creo que es lo mejor.

Hubo una carcajada en la pareja que estaba junto a nosotros... En realidad, eran dos mujeres y un hombre los que se
reían de un hombre tímido que parecía ruborizado. Otros también se echaron a reír, pero Körner, que estaba de pie, junto
a la chimenea, les miró con severidad y movió la cabeza lentamente. El hombre dio la vuelta y salió de la habitación.
Norma dijo :

—¡Pobre señor MacCann! No puede dominarse nunca. Creo que las mujeres se lo pasan unas a otras para hacerle
perder el control.

Lo más extraño de todo era que no me sentía ya cansado en absoluto. En mi interior había un fuego raro y
misterioso.

Fuimos interrumpidos por un grupo de seis : cuatro mujeres y dos hombres, que deseaban volver a cambiar prendas
de vestir. Norma tuvo una expresión de resentimiento, pero se quitó mis calzoncillos y los cedió a cambio de unos
calzoncillos ajustados de color negro. A mí me dieron las bragas francesas que va había visto aquella tarde a primera
hora. Cambié el minivestido de Norma por uno más largo que llevaba una chica pálida, de aspecto muy ardiente. Cuando
el intercambio hubo concluido. Norma me dijo:

—Vamos, ahora me toca a mí.

En esos momentos, con una gran sorpresa me di cuenta de que me había convertido en Esmond durante los últimos
cinco minutos y esto explicaba por qué me había sentido un tanto intrigado por esas prendas íntimas. Era como si
Esmond hubiera surgido quién sabe de qué profundidad de mi consciencia para ver cómo me iban las cosas. Y tan pronto
como advertí que había estado siendo él, aumentó de manera notable el efecto de doble pérsonalidad, hasta tal punto que
sentí un extraño malestar y desapareció mi excitación sexual.
Encontramos un lugar tranquilo al borde de la multitud. Gwyneth, que ya había perdido su aspecto de maestra de es -
cuela, estaba apoyada contra la pared con los ojos cerrados y una expresión de éxtasis agónico. Un hombre se arrodillaba
delante de ella con la cabeza entre sus muslos. Cuando volvió el rostro, vi que se trataba de Alastair. Esmond le dijo :

—Te saludo, camarada.

De pronto Alastair reflejó en su rostro una expresión de extrañeza. Gwyneth se había dejado caer al suelo y estaba
medio sentada y medio echada, con los ojos cerrados y las piernas separadas. Alastair me hizo un guiño.

—Tienes que probarla —me dijo—. Es maravillosa.

La expresión faunesca de su rostro era nueva para mí, pero no para Esmond. Me di cuenta de que se trataba de un
descendiente directo de Horace Glenney.

El efecto de doble personalidad dejó de ser desagradable, como si Esmond y yo hubiéramos llegado al acuerdo de
habitar el mismo cuerpo sin discutir entre nosotros. La sensación era ahora más clara que nunca y ya no podía creer que
se tratara sólo de una ilusión de mi subconsciente.

Me situé detrás de Norma y la abracé, acariciando sus senos y, luego, con un tirón de cada mano, la libré del sostén
que los contenía. Se dejó caer sobre mí y sentí un roce sobre mi piel desnuda. Se giró y apoyó la cabeza en mi hombro.
Después, alzó la cabeza y yo me incliné un poco para besar sus labios. Ella bajó la mano y me acarició. Me dijo :

—Te estás excitando demasiado.

Continué acariciándola, gozando de su respuesta; era como un gato que arquease su lomo y runruneara contra mí.
Me di cuenta, con cierto sobresalto de que ella había logrado su «orgasmo suspendido». Por un momento comprendí
que no era yo quien lo advertía sino Esmond. Él era mucho más experimentado que yo en estas cosas.

Norma dijo de repente:

—-¡Mira, allí hay una mesa libre! Vamos a echarnos, ya no puedo seguir de pie por más tiempo.

En efecto, las rodillas parecían temblarle. La acompañé hasta una mesa cerca de la chimenea, donde estaba Körner de
pie, mirándonos con una sonrisa y un gesto de asentimiento benevolente que se extendía a toda la habitación. Me dio un
golpecito cariñoso en un hombro. Esmond le dijo :

—¡Saludos, moreno!

Körner dejó caer la mano presa de la mayor sorpresa y sin rostro palideció. Se adelantó un poco y me miró de frente.

—¿Estaba enterado durante todo el tiempo?

—No soy estúpido, dómine —dijo Esmond. Körner me respondió con calma :

—¿Conque ha estado jugando conmigo? Realmente no era una pregunta y por lo tanto no necesitaba respuesta.

—Pero, ¿por qué?

Me sentí afectado por su expresión de digna tristeza. Hubiera querido explicárselo, pero la cosa resultaba demasiado
ridicula. Körner, en seguida, pareció dominarse. Apretó los labios, se encogió levemente de hombros y dibujó una
sonrisa débil y extraña. Después se dirigió a la puerta y abandonó la habitación. Yo dije :

—¿Qué demonio quieres con todo esto?

Pero Esmond me ignoró por completo.


Norma estaba echada sobre la mesa con los ojos cerrados, medio dormida. Me dirigí a ella y le quité los zapatos.
Sus pies pequeños eran muy blancos. Me incliné y le besé la planta de los pies y después metí su pulgar en mi boca. Se
extremeció y suspiró. Fui ascendiendo la cabeza y besé sus muslos. Al mismo tiempo dejé resbalar mi mano entre sus
bragas y la piel. En esta ocasión no hizo el menor movimiento de resistencia a mi exploración. Pese a la gente que nos
rodeaba resultaba difícil resistir la tentación de poseerla.

Dirigí la mirada en torno a la habitación y vi que Esmond y yo éramos los únicos que estábamos de pie. Comprendí
en esos momentos la razón por la que la alfombra era tan gruesa y mullida. Había cuerpos tumbados por doquier. Vi a
Angela echada de espaldas con las piernas abiertas, sin bragas, y aparentemente adormecida. Paúl estaba a su lado con
una mano entre sus muslos y los ojos cerrados. Gwyneth, que parecía incansable, estaba desnuda, tumbada sobre la
alfombra, y un hombre le chupaba los senos. Otro acariciaba su vientre. Ella movía las caderas rítmicamente. Otras
figuras se combinaron en las más extrañas posturas y combinaciones que parecían el producto del sueño fantástico de
un pornógrafo con cierto sentido de lo grotesco.

Norma mantenía sujeta con fuerza mi mano para evitar que la retirara y sus muslos se movían de arriba abajo con
mi mano apresada entre ellos. Cuando la miré me vino de repente un recuerdo. Traté de fijarlo, pero me eludía. Hice
otro esfuerzo, mientras miraba fijamente la carne redonda y tersa de sus muslos dorados. Pensé, en esos momentos, que
Esmond raramente habría hecho el amor con una mujer bronceada por el sol. Aunque, en ciertos aspectos, en su época
existiera la misma libertad que en la nuestra, los vestidos se consideraban como parte de la humanidad de hombres y
mujeres y tomar baños de sol desnudo hubiera sido considerado como una curiosa excentricidad. Así los muslos de las
amantes de Esmond debieron ser siempre blancos y suaves.

En esos momento de un modo que me resulta difícil explicar e incluso entender, Esmond y yo dejamos de ser dos
hombres habitando un mismo cuerpo y nos identificamos de uno. Explicar esto resultaría mucho más interesante que des -
cribir los acontecimientos físicos y reales que ocurrieron en las horas siguientes, pero no puedo hacerlo. El lenguaje no se
ha creado para expresar las sutilezas de la psique humana. Lo único que puedo decir es lo siguiente: para los seres huma-
nos resulta casi imposible olvidarse de sí mismos, escapar a su autopreocupación obsesiva y comprender que hay un
mundo fuera de ellos. Blake comprendía que cada pájaro que corta los caminos del aire es «un inmenso mundo de deleite
unido a nuestros cinco sentidos». En lo que a mí respecta, de repente, como un relámpago, me sentí dentro de la
consciencia de un ser humano cuya vida y experiencias eran del todo diferentes a las mías. Esto me produjo una inmensa
sensación de deleite y libertad. Era como salir a la superficie desde las profundidades de una mina de carbón. Lo que
había desaparecido de manera permanente era ese miedo básico que penetra en la mente de todo hombre inteligente en
algún período de su vida : el de ser la única persona en todo el universo. Ya que la vida no es más que una broma
refinada, una película creada por un dios aburrido que sabe que está solo y que se da a sí mismo la amnesia para olvidar
su soledad. Aquí estaba la consciencia de Esmond, tan innegablemente real y múltiple como la mía, mezclada, combinada
con ella.

Como un relámpago comprendí el significado del sexo : es un ansia de combinar las consciencias cuyo símbolo es la
unión de los cuerpos. Cada vez que un hombre, o una mujer, sacia su sed en las aguas extrañas de la identidad de otros,
puede contemplar la inmensidad de su libertad.

La memoria de Esmond era más potente que la mía y lo mismo, pues, sus recuerdos. Debido a los poderes que había
logrado desarrollar, podía recordar épocas pasadas de su vida con increíble realismo y vivencia. Comprendí que ésa era
la razón por la cual me había elegido a mí. Siempre me había dado cuenta de que si la vida humana es semejante a un
sueño se debe a que la mayor parte de los seres humanos existen pasivamente. Su consciencia apenas si es otra cosa que
un reflejo del ambiente que los rodea. En el orgasmo sexual, brota la fuerza y la energía de sus mentes y, por momentos,
se dan cuenta de que no son una mortecina lámpara de cuarenta vatios sino de doscientos cincuenta, de quinientos, de
mil... Pero pasa el orgasmo y la energía decrece... vuelven a convertirse sin una protesta en la apagada bombilla de
cuarenta vatios. Son como estúpidos de mentes vacías incapaces de recordar más que unos solos segundos. Los seres
humanos son tan mediocres que difícilmente puede decirse que posean una mente en el sentido real de la palabra. Como
un relámpago, comprendí esta verdad tan absurda como obvia: no vale la pena poseer nada, salvo la intensidad de la
consciencia. Y ésa es la verdad que vislumbramos en el orgasmo. Si los seres humanos pudieran comprender esto, si sus
mentes no fueran tan incapaces de entender incluso las cosas más sencillas, abandonarían toda búsqueda por esta única.
¿Qué importa quién es uno, lo que hace, lo que posee, si la mente está flaccida y es débil? Es como cuando un hombre
sufre de fiebre o dolores y todo lo que le rodea carece de significado. Por otra parte, Esmond lo había comprendido, y
perseguido el secreto hasta ver resuelto el problema que ocupó a Proust a través de los doce volúmenes de su obra En
busca del tiempo perdido, el problema de cómo conservar grabada nuestra enorme y sin igual cantidad de recuerdos. Si
trato de recordar mi niñez, mis recuerdos apenas sí son como una copia al carbón de los hechos reales que me
sucedieron. Pero cualquier accidente, como la galleta en el té de Proust, puede revivir un tiempo pasado con la viveza e
intensidad de un acontecimiento ocurrido ayer. ¿Por qué es tan débil la memoria? ¿Por qué la consciencia se conforma
con lucir sólo a cuarenta vatios cuando tiene a su disposición toda la energía del universo?

En esos momentos recordé de repente un suceso que debía haberme enseñado lo que Esmond sabía. Unos años antes,
una chica en edad de ingresar en la Universidad me escribió una carta sobre uno de mis libros. Me pareció inteligente, así
que decidí conocerla y me encontré con ella en Cork, donde estudiaba en una escuela de monjas. Era una chica
encantadora, uno de esos productos llenos de confianza en sí mismos, de un hogar rico, con una gran casa, cuadras de
caballos, criados y un gran parque. Me fascinó, no porque ejerciera el menor poder sobre mis emociones, que estaban
plenamente dedicadas a Diana, sino porque la perfección me fascina siempre, lo mismo en un paisaje, una carrera de
caballos o en una sinfonía. Aparentemente yo también la fasciné a ella, pues decidió su intención de casarse conmigo,
pese a ser católica y saber que yo estaba ya casado. Estaba convencida de que su familia podía utilizar su influencia y su
dinero en conseguir una anulación papal de mi matrimonio.
Durante las vacaciones, su familia la envió a Dublín, a casa de una tía, y yo tuve ocasión de verla más o menos una vez
por semana. Desde un punto de vista físico, nuestras relaciones eran del todo inocentes. Tenía dieciséis años y era román-
tica y virgen. Parecía estar enamorada de mí, pero el sexo la asustaba. Sin embargo, un día, poco antes de la fecha en que
debía regresar a la escuela, decidió, al parecer, que ya era el momento de dar un paso más hacia adelante. Era una llu -
viosa tarde del mes de agosto. Habíamos aparcado en un bosquecillo al borde de una gran finca y al cabo de unos diez
minutos de estar allí comenzamos a acariciarnos sentados en el asiento trasero del automóvil. Me di cuenta de que había
decidido permitirme el mayor número posible de libertades, pero sin entregarme realmente su virginidad. Resultó que su
propio atrevimiento acabó por asustarla. Me permitió que le quitara el sostén y las bragas, pero de pronto comenzó a con -
tarme sus temores de que alguien pudiera llegar y nos viera a través de los cristales de las ventanillas, aunque los cristales
estaban empapados por la lluvia y tan empañados que nadie podría ver nada de lo que ocurría en el interior. Dolorido y
malhumorado por la frustración, cerré con llave las portezuelas para tranquilízala. Acto seguido me lancé a la tarea de ha-
cerle olvidar su sentimiento de culpabilidad por medio de la excitación física. Necesité mucho tiempo, ¡muchísimo!
Advertí que parte de su incomodidad se debía al hecho de que se sentía como un payaso desprovista de sus bragas, así
que hice que se las pusiera de nuevo. Esto le dio la suficiente confianza como para permitirme que me echara sobre ella,
con la falda subida hasta la cintura; sin embargo, cuando traté de moverme para situarme en una postura en la cual el roce
pudiera satisfacer mi propia excitación al tiempo que la suya, volvió a asustarse de nuevo y hube de volver a comenzar
desde el principio. Encontraba a la chica tan deliciosa que me hubiese sentido feliz comenzando cien veces más si
hubiese sido necesario. Despertaba en mí el hambre de quien lleva días y días sin comer. Verme en esa situación,
acariciando a la muchacha más bonita que había besado en toda mi vida, me parecía más que realidad un sueño sexual. El
hecho final de hacer el amor carecía de importancia. Era más que suficiente para saciar mi sed absorber su feminidad.
Una hora más tarde, cuando me di cuenta de que había conseguido llevarla a la cumbre de la excitación que disuelve
todas las barreras, deliberadamente mantuve mi palabra y dejé que mi excitación explotara inofensiva fuera de ella. Me
bastaba el ver que había conseguido que estuviera dispuesta a saltar todas las barreras y prohibiciones.

Cuando regresaba a casa, tras haberla dejado en el Green College, me di cuenta de que mi consciencia no había regre sado
a su antiguo nivel de tedio. Mis dos horas de concentracion habian implantado en ella un «hábito» de intensidad, de
negativa a permitir que las energías regresaran a sus fuentes de origen en el subconsciente. Cuando conducía despacio, en
la oscuridad, comprendí que mi mente había alcanzado un nuevo nivel de potencia; el latido de mi vitalidad era más
profundo, más fuerte; mi memoria funcionaba mucho mejor que de costumbre; mi capacidad de intuición se había hecho
más honda. Llegué a casa al amanecer tan fresco y descansado como cuando había salido.

No obstante, después me permití volver al antiguo nivel. Mi descubrimiento no me había servido de nada, había sido
desperdiciado : el conocimiento de que dos horas de esfuerzo concentrado pueden intensificar la capacidad de la mente
hasta aproximarla a la visión de los místicos.

Ahora, en esta habitación, rodeado de hombres y mujeres echados en el suelo, volví a redescubrirlo. Aquellas personas
me parecian extrañas, como si antes no las hubiese visto nunca. La habitación no me resultaba familiar. La familiaridad
es fruto de la fatiga de la consciencia; a una mente por completo despierta todo le parece nuevo.

Me sentía totalmente desprovisto de excitación sexual. El principal sentimiento que aquellas personas me producían era
una divertida indiferencia. A medida que Norma se agitaba convulsivamente contra mi mano, me di cuenta de que estaba
dominada por una excitación que no podía controlar. Al mismo tiempo vi con sorpresa e intensidad que podía controlar
absolutamente mi propio deseo sexual. Con independencia de que aquellas mujeres me atrajeran o no, podía llevar a cabo
mi función viril. Era una idea muy atractiva. Pero aún resultaba más interesante recordar la entonación exacta de la voz
del Dr. Johson y la agresividad de su labio inferior caído hacia delante, cuando dijo: «Señor...»; o el malicioso gesto que
torcía el ángulo izquierdo de la boca de Voltaire antes de entregarse él mismo a gozar de una de sus agudezas irónicas; el
tono agudo, terso, de la voz de Shelley cuando me leía en voz alta el Adonais.

Pero había algo que Esmond quería indicarme y, puesto que era mi mentor, me sentí dispuesto a esperar. En aquellos
momentos lo que deseaba demostrarme era que el deseo sexual es fruto de la imaginación, aunque yo diría más bien de la
intencionalidad. La actitud con respecto a Norma podía ser modificada de acuerdo con mi voluntad. Podía verla como
una chica excesivamente dominada por la sexualidad, estúpida, incapaz de pensar en otra cosa que en el placer de sus
ríñones; pero también podía imaginármela como la encarnación de una diosa de la tierra. Y si elegía esta perspectiva de
ella, debía rendirle acto de pleitesía, de obediencia, como el sacerdote ante el altar. Por tánto, le bajé las bragas, después
me despojé de los pantalones y la monté. En el primer momento abrió los ojos llena de sorpresa y después suspiró
profundamente en el momento en que la penetraba. Comenzó a moverse bajo mi cuerpo. Puesto que por mi parte se
trataba sólo de un acto de adoración ritual y no de deseo, me concentré en darle el máximo de placer, adaptándome al
ritmo de sus movimientos.

Pese a mi falta de identificación sexual, aquello fue para mí como si estuviera haciendo el amor por primera vez en mi
vida. Todos nosotros hemos experimentado que el sexo es unas veces más intenso que otras. La posesión de una mujer
puede generar un choque eléctrico semejante al que se experimenta cuando por algún accidente se mete un dedo en un
enchufe, o quedar reducido a un acto monótono y aburrido como cualquier otro. Esto se debe a la capacidad humana para
entrar en estado hipnótico, de vacío, o de considerar las cosas como lógicas e inevitables. En esos momentos yo sentía
como si en Norma estuviesen, al mismo tiempo, todas las mujeres del mundo. Me sentía como un águila poderosa
planeando en el aire y contemplando desde arriba la inmensidad de un extenso golfo.
La fuerza generada por Esmond estaba afectando a todos los que se encontraban en la habitación. Todos cayeron en una
oscura excitación, algo como «un cierto olor en el ambiente». Algunos nos contemplaban; otros seguían mi ejemplo y
prescindían de la regla establecida por Körner contra la auténtica copulación.

Sentí una mano que se deslizaba suavemente por mi espalda y nalgas y, después, entre mis piernas. Era Tessa que se
había dejado caer sobre mí, con una extraña expresión en el rostro. De repente supe a quién me recordaba: a Minou
Bquer, la primera amante de Esmond. Hasta ese momento no había recordado su apellido, pero en esos instantes me vino
a la memoria. Aumenté mi velocidad a medida que observaba el grado de excitación en Norma; después, cuando su
estómago se curvó y apretó fuertemente contra mí, simulé un orgasmo, al mismo tiempo que sentía los dedos de Tessa
acariciándome y arañándome. Poco a poco, Norma comenzó a relajarse. Retrocedí. Alguien dijo :

—¡Dios mío!

Era Gwyneth, que estaba a nuestro lado y nos miraba con admiración, sobre todo a mi miembro que, incluso ante mis
ojos, parecía extraordinariamente inflamado. Alastair, que acababa de arrodillarse frente a otra chica, a la que al principio
confundí y tomé por Angela, se levantó y dijo divertido :

—¡Algo increíble!

Tessa me cogió del brazo y dijo :

—¡Ahora yo!

Pero Gwyneth la echó a un lado y me abrazó con fuerza al tiempo que decía :

—¡No, ahora me toca a mí!

En lo que a mí respecta, realmente no tenía preferencia alguna. Esmond, movido por razones personales, suyas en ex-
clusiva, estaba dispuesto a completar su demostración. Y a pesar de que sus intenciones me eran accesibles, mi
consciencia personal no podía captar la extensión total de los mismos. Sólo sabía que quería utilizar mi cuerpo para
satisfacer a tantas mujeres como reclamaran sus necesidades.

Fue por ello por lo que, cuando Gwyneth se apoyó de espaldas contra la pared y yo apreté mi órgano de placer contra sus
labios uterinos humedecidos, pasé mi mano por delante y guié mi pene al orifcio. Después, con un movimiento enérgico
hacia delante la penetré y la apreté con fuerza contra la pared. Mi postura no era del todo cómoda, puesto que yo era bas -
tante más alto que ella. Había una mesa detrás de mí. Retrocedí un poco y descansé apoyado en una esquina de la mesita,
haciendo que ella se apoyara contra mí. Entonces suspiró, se quejó dulcemente y en seguida tuvo su orgasmo. La apreté
contra mí aún más, consciente de su posesión como si se tratara de una música producida por un instrumento familiar.
Ella tenía la intención de seguir así durante el mayor tiempo posible. Su capacidad para la simulación sexual era ilimitada
y la presente situación parecía aumentar aún más su ninfomanía y su exhibicionismo. Esmond tenía otros planes. Él era
muy diestro en el principio de los reflejos condicionados, sabía que un impulso sexual delicado eliminaba parcialmente
su control. Después, se produjo lo que sólo puedo definir como electricidad sexual; estableció contacto en distintos
puntos —senos, pezones y ano distendido— e hizo brotar chispas con un placer insoportable que tenía bastante
semejanza con el dolor. Ella dejó escapar un grito, un suspiro y se retorció. Por mi parte, tuve que hacer un esfuerzo para
que cayera sobre mí. La mantuve contra mi cuerpo, conservando su vibración y sus suspiros se transformaron en gritos de
pasión cuando cayó sobre la alfombra. Mi infatigable cabeza divina se mantenía erecta como una palanca y me vi
sorprendido por una serie de aplausos. Sentado, de espaldas al resto de la habitación, me había olvidado de la audiencia
que nos contemplaba. Paúl y Angela dirigían a los que nos vitoreaban y aplaudían. Paúl gritó entusiasmado:

—¡Eres un maestro!

Esto me hizo comprender, no sin cierto estremecimiento, que sabía más de la Secta del Fénix de lo que había supues to
yo. Pude contener el comentario inmodesto que Esmond estaba a punto de hacer. Angela se acercó a mí, pero Tessa se le
había adelantado y me dijo :

—No, soy yo...

Me apretó contra la mesa tratando de colocarse debajo de mí. La ayudé, puesto que era aún más pequeña que
Gwyneth y la levanté en vilo antes de tenerla debajo. Su cabeza cayó so bre mi hombro y dejó escapar un suspiro
profundo, después comenzó a moverse lentamente, como si estuviera cansada, dando pequeños gritos, como los de
un animalito inofensivo que fuera apaleado. Puse una de mis manos sobre su camiseta sin mangas y pellizqué con
cariño su pezón. Tuvo una dulce convulsión y su pequeña lengua se introdujo profundamente en mi boca. Cuando la
colocaba con delicadeza debajo de mí para introducírsela, un hombre con acento escocés dijo en voz muy alta:

—¡Este hombre es terrible!

Después le tocó el turno a Angela. Me llevó a la alfombra, frente al fuego y se dejó caer de rodillas. Con ella hice un
nuevo descubrimiento. Nuestro contacto sexual fue tan excitante como el que tuvimos después de nuestra visita a los
Dunkelman. Era obvio que en ella existía algo, quizás una combinación químico-psíquica entre los dos, que nos hacía
bien adaptados para darnos el máximo de placer el uno al otro. Se trata de un factor que raras veces ha sido puesto de
manifiesto por los escritores especializados en temas sexuales, quienes parecen creer que la diferencia existente entre un
acto sexual y otro es simplemente cuestión del significado que uno decida poner en él. El hacer el amor con Angela resul -
taba tan agradable que estuve tentado a olvidar mi control y rendirle el tributo de mi siembra, aunque sólo fuera como
una debida cortesía. Me hubiera bastado cinco minutos para recuperarme y estar de nuevo en plena forma; pero por lo
visto esto no formaba parte de los planes de Esmond que parecía determinado a continuar su exhibición por razones de su
exclusivo interés. Comencé a sentirme como el motor de un potente automóvil que está alcanzando la temperatura
necesaria para rendir al máximo de su potencia. No sentía la menor fatiga. Mi cuerpo parecía impulsado hacia delante a
ciento sesenta kilómetros por hora, los movimientos de mis caderas tomaban una calidad especial, rítmica, como un
péndulo. Aceleré la velocidad de mis movimientos para que Angela consiguiera su «climax», la apreté contra mí hasta
que su violencia se disipó. Después la dejé y me dirigí hacia la mujer que había estado esperando a mi lado. Me había
ocurrido algo un tanto difícil de explicar. Una sensación de estar disociado de mi propio cuerpo, como si mi mente se
hubiese separado de él y estuviera sobre nosotros. Cuando reflexioné sobre mi vida sexual ordinaria, me pareció que toda
ella no había sido más que una pérdida inútil de energía, algo desperdiciado por la falta de disciplina. Cada vez que un
hombre posee a una mujer se despierta en él un dios, un dios que está descontento con la existencia monótona y pobre
que vivimos, que sabe que el hombre está hecho para horizontes más amplios, para conquistas infinitas, para una absoluta
pureza de la voluntad. Y cuando una piel se encuentra con otra piel extraña, su cerebro se ve iluminado por una claridad
de propósito y objetivo que no tolera la monotonía y pesadez de la carne. Como un alto oficial, instructor muy diestro,
puede lograr que esta masa que llamamos cuerpo, formada por reclutas inexpertos y mal instruidos, se transforme en un
regimiento de excelentes profesionales. Después, cuando pasa el orgasmo, vuelve la pasada ineptitud y la nulidad.

Esmond no había realizado su cometido simplemente para divertirse. A cierto nivel se trataba de una exhibición, una
demostración. Sin palabras, nos estaba presentando sus objeciones a Don Juan, Casanova, Frank Harris y los demás. La
principal era que sus seducciones eran oasis de propósitos en un desierto de indisciplina. Se alzaban con orgullo en el
aire, por unos instantes, como águilas, para después volver a quedar apresados en la ciénaga. Esmond me estaba
diciendo que el objetivo era mantenerse en el aire. ¿Qué diríamos de un general que lograra expulsar una horda de
invasores, pero que después se retirara del territorio capturado y permitiera, de ese modo que los invasores volvieran a
ocuparlo? Pues precisamente eso era lo que ocurría con los seres humanos, que dan por seguro e inevitable que los
invasores se vayan reorganizando en las inmediaciones de la retaguardia sin hacer nada por intentar evitarlo. Esmond
deseaba demostrar que la intensidad sexual ofrece una visión tan válida como la visión mística, pero mucho más fácil de
provocar. Sin embargo para que esta visión sea efectiva, debe ser disciplinada y controlada con la misma pasión del
yoga o del ascetismo.

Después de poseer a la mujer número cinco, el sexo dejó de interesarme. Me sentía intrigado, confuso, por la verdad
que acababa de surgir ante mí, frente a toda mi vida. Cada vez que somos felices del todo, sabemos que sólo existe un
bien :

la fuerza de la voluntad; y sólo un mal: renunciar a ella. Si la vida debe ser tan hermosa y buena como la conocemos
nuestros momentos de deleite, todos los obstáculos deben ser considerados como molinos de viento. El hombre tiene que
ser invencible. Cuando hice que mi mirada recorriera la sala llena de diosas desnudas se despertó en mí una profunda ale-
gría. Eran las madres, las procreadoras de la raza que siempre esclavizaron y dominaron a los hombres... Y los
degradaron. No tenía más remedio que adorarlas como a divinidades. Sus genitales eran el camino de entrada, para los
hombres, en un mundo de sueños, de grandeza, del objetivo primario que se oculta tras la materia. No podía hacer
distinciones entre ellas. Para mí, eran todas iguales : las guapas, y jóvenes y las de mediana edad. El deseo de servir a
todas era algo impersonal y completamente desprovisto de lujuria. Me levanté y tomé la mano de una chica delgada con
aspecto de neurótica que me había estado esperando. Nos dirigimos a una esquina de la sala. Una parte de mi ser se
hallaba de pie tras un altar de terciopelo rojo, en un templo de piedra caliza labrada; y lle vaba una máscara con la forma
de la cabeza de un gran pájaro. Cuarenta mujeres desnudas estaban en fila ante la con gregación, sus cuerpos brillaban de
aceite y cada una de ellas mantenía en la mano un grial en el cual brillaba un líquido verde efervescente cuya naturaleza
comprendí en seguida.

Me desperté con la luz del sol en el rostro y una sorprendente sensación de bienestar. Me dolían los músculos, pero mi
cuerpo palpitaba rebosante de energía contenida. Miré a la chica que se hallaba a mi lado —una chica cuyo nombre no
conocía— y de repente sentí una sensación de piedad. Cosa rara en las circunstancias dadas: la chica había sido virgen.
Me había aceptado como esposo, pero yo era el marido de Diana y el padre de Mopsy. No he mencionado mucho a Diana
en el curso de esta narración, pero la telefoneé a diario y pensé en ella cada vez que tenía tiempo para relajarme y
meditar. Contrariamente a Esmond, a mí me gusta el hogar. Y estaba deseando regresar a él.

Salí de la cama con cuidado para no despertarla y regresé a mi cuarto. Me puso un batín, tomé una toalla y me dirigí
abajo. La mañana era deliciosa llena de aroma grato de la hierba de abril. Me fui al arroyo que se hallaba al final del
prado tras unos arbustos. El arroyo era pequeño pero lleno de agua hasta la mitad, cubría hasta la cintura. Estaba tan fría
que tuve que meterme poco a poco, dejando que el dolor de la frialdad fuera disipándose poco a poco. Después me
agache y me froté el pecho y la espalda con una esponja. Seguí allí hasta que el frío se hizo irresistible. Salí del agua y
me eché sobre la toalla extendida en la hierba. Un conejo sorprendido corrió a guarecerse en su madriguera. Me quedé
tumbado al sol y en diez minutos estaba seco.

Sabía que debía marcharme antes de que los demás se despertaran. Si me quedaba me vería involucrado personalmente
con demasiadas personas. Cada una de aquellas mujeres con las que había hecho el amor podría llegar a creerse con dere-
cho a ocupar una pequeña parcela de mi vida. Mi única objeción estribaba en que eran demasiadas. Me hubiera resultado
agradable mantener relaciones con cada una de ellas, pero yo era sólo una persona.

Regresé a la casa y desperté a Angela. Le dije que quería marcharme. Angela dormía sola en una habitación. Se despe-
rezó, bostezó y me abrió los brazos. La besé y moví la cabeza con gesto negativo.

—Ahora no. Debes estar cansada.

—¡Dios mío!

Su lengua se metió en mi boca. Aparté las sábanas y me eché sobre ella.

Seguía medio adormecida y por tanto cálida y agradable, pero no explosiva. Traté de contener mi orgasmo, pero ella
movió la cabeza y me apretó con fuerza. Después la tapé de nuevo.

—¿Puedo llevarme tu coche?

—Desde luego. Pero no tienes que marcharte.

Abrí su bolso y tomé las llaves del coche y la del piso.

—Excúsame con Körner y dile que puede encontrarme en el piso en cualquier momento durante todo el día de hoy. Él lo
entenderá.

Diez minutos después iba de camino hacia Londres, muy feliz y con el cerebro lleno de visiones e ideas.

Lo que más me interesaba, desde luego, era la cuestión de Esmond. Mis estudios de psicología y ocultismo (sobre esos
temas había escrito un libro) me habían convencido de la posibilidad de que dos personas habitaran un mismo cuerpo. El
extraño caso de «los tres rostros de Eva» es un clásico de la psicología que nadie ha tratado de explicar : el ama de casa
tranquila, de buena conducta y costumbres, que de repente se convierte en una fulana viciosa. La característica más
extraña de este caso, del que nos informan Thigpen y Clerckey (1) es que mientras el ama de casa ignoraba por completo
lo que sucedía cuando la chica alegre se hacía cargo de su cuerpo, la otra se pasaba el tiempo conversando sobre todas
las demás actividades en su alter ego.

(1) Las tres caras de Eva. por C. H. Thigpen y H, M. ClecMev, Londres, Secker and Warburg, 1957. La «cara tercera»
era la Eva curada e integrada.

Diana, además, me había hablado de un caso que ella presenció personalmente siendo una jovencita. Uno de sus tíos se
fue a Suiza a escalar unas montañas; un día, la cuñada con la que vivía Diana comenzó a hablar con la voz de su tío y
utilizando sus inflexiones vocales y su tono (aunque su voz seguía siendo femenina). Eso ocurrió durante tres días hasta
que fue encontrado el cuerpo del tío que había muerto en un accidente alpino. Entonces cesó el extraño fenómeno.

No tenemos explicación para esas cosas y no importaría demasiado el que las tuviéramos; lo más probable es que fuese
una explicación errónea. Lo que a mí me interesaba era el convencimiento de que, de un modo u otro, Esmond no estaba
muerto. Ésta era la parte más importante, el hecho más significativo y extraordinario.

Claro está que había otros problemas ¿Qué había dicho Esmond para producir un efecto tan profundo en Körner? ¿Qué
sabía Körner de Esmond y como lo había averiguado?
Pero eso fue sólo una pequeña parte de lo que ocupó mi mente en mi viaje de regreso a Londres. Esmond había encon -
trado un modo de mantener el orgasmo conservando su ardor durante horas. Eso significaba que había dado un paso más
allá de lo conseguido por cualquier ser humano existente hasta entonces. Lo que me fascinaba era la idea de la amplitud
de consciencia y voluntad que con ello había abierto. Mi consciencia se sentía más profunda y extensa y mi voluntad
mucho más fuerte y poderosa. Durante toda mi vida me había sentido como aprisionado entre las manos de fuerzas que
estaban por encima de mi propio ser, que de un modo desconocido parecían manipularme con una especie de control
remoto. Si estoy cansado, mi cerebro está turbio y me siento pronto desanimado, con lo que me convierto en un mal
instrumento de esas fuerzas. Por otra parte, si conservo la fe, y me conduzco con firmeza y conservo un alto nivel de
optimismo a base de voluntad e imaginación, tengo la sensación de ser utilizado para la realización de propósitos que van
más allá de mí y que parecen dotarme de nuevos poderes. Se produce una sensación de inevitabilidad y ligereza y me
siento sorprendido a medias, como se sentiría un gorrión que, de pronto, se viese volando a la velocidad de un reactor.

En Fifine at the Fair, Browning dice que el hombre es como un nadador haciéndose el muerto, de espaldas, en un mar
tranquilo. No puede volar como una mariposa; si trata de levantar sus hombros demasiado por encima del agua, el resto
de su cuerpo se hunde. Y si su cabeza queda por debajo del agua se ahogará. Ésa, dice Browning, es la posición del artis-
ta; sólo su cabeza puede emerger de la vida y descubrir la libertad en un mundo de imaginación. El resto de él está
condenado a permanecer dentro del agua, sometido a las leyes de los cuerpos flotantes. Como existencialista evolutivo
nunca he aceptado este estoico punto de vista. Estoy seguro de que los poderes de imaginación y éxtasis desarrollados
por los románticos presagian una nueva etapa en el desarrollo humano. En Fifine (que trata de Don Juan) Browning
acepta que el hombre es inconstante, que sus deseos sexuales le dan perspectivas parciales y rápidas de cierto aspecto
seductor de la realidad que desaparecen y lo dejan sorprendido y con la mente vacía. Yo había sospechado que esto no
tiene por qué ser así necesariamente. Todos nosotros poseemos poderes que ignoramos en el desarrollo amortiguado de
nuestra vida cotidiana, capaces de hacer que nuestro espíritu alcance la furia de una tempestad o se hunda en una calma
limítrofe con el éxtasis. Para descubrir esos poderes debemos alcanzar nuevos límites. El hombre que se aferra a sus
hábitos cotidianos, no puede alcanzar la perspectiva relampagueante de los nuevos descubrimientos propios. Y la
exploración del universo físico tampoco ofrece posibilidades de nuevas revelaciones. Tenemos que dominar el extraño
truco de permitir que el cuerpo se mantenga inactivo, mientras empujamos la mente a explorar las inmen sas llanuras y
montañas de nuestro interior.

Estaba claro que Esmond, con la ayuda de la sexualidad, había dado un gran paso en esa dirección. No podía sorpren-
derme que hubiese estado en condiciones de usar mi cuerpo y mi mente. Ambos, Esmond y yo, habíamos dedicado
nuestra vida a la persecución de la misma idea. A dos siglos de distancia en el tiempo, nuestras dos mentes se habían
encontrado como dos manos extendidas para saludarse. En muchos aspectos yo había avanzado más de lo que le hubiera
sido posible a Esmond, puesto que había podido experimentar otros ciento cincuenta años de cultura europea. Pero su
voluntad había ido más lejos y calado con más profundidad. ¿Qué no sería posible para nuestras dos mentes en
colaboración?

Eran algo más de las diez de la mañana cuando llegué al piso. Me sentía realmente hambriento. Encontré un buen trozo
de jamón en el frigorífico y freí unas lonchas con tres huevos. Después de haberme comido media docena de lonchas, los
huevos, tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de piña y café, comencé a encontrarme mucho mejor. La sensa ción
de bienestar, de una consciencia en expansión, continuaba extendiéndose. Me vino a la cabeza la idea de que el principal
problema de la consciencia humana es que generalmente sólo se enfoca hacia el presente. Sólo en momentos de descanso
o de relajamiento —como en las fiestas y vacaciones— alcanzamos un estado en el que se está totalmente despierto y, al
mismo tiempo, desconcentrado. Se trata de un truco para vencer la vieja costumbre de permitir que la consciencia se
relaje cuando está desconcentrada. Yo me sentía así, lleno de una sensación de extraña potencialidad, con mi mente com -
pletamente alerta y, no obstante, sin concentrarse en nada en particular. La consecuencia era que casi todo aquello que
mirara, o en lo que pensase, me llenaba de excitación y visiones elusivas.

Alastair poseía una edición magnífica de los poemas de Chatterton en su librería. Antes, jamas había leído las
falsificaciones de Rowley y, sin embargo, en esos momentos, al verlas, tuve la sensación de que me resultaban familiares,
conocidas. Las tomé de la estantería y miré las fechas de Chatterton: 1752-1770. Era cuatro años más joven que Esmond
y, al parecer, había estado en Londres los últimos cuatro meses de su vida, antes de envenenarse con una dosis de
arsénico. Era posible que Esmond lo hubiese conocido. Me senté en una silla, con el libro abierto sobre mis rodillas, y
traté de conseguir que mi mente quedara vacía. Instantáneamente me convertí en Esmond. Apareció como un antiguo
amigo, detrás de mis ojos, contemplando el libro. Supe la respuesta a mi pregunta. Esmond no se había encontrado nunca
con Chatterton, pues se hallaba en Gottingen cuando Chatterton estaba en Londres, pero la Navidad anterior había
hablado de Chatterton con Walpole. Éste estaba furioso porque el muchacho le había enviado algunos versos que
pretendían ser obra de un tal John Abbot. Walpole los había aceptado hasta que el poeta Gray descubrió que no eran
auténticos, sino plagios. En vista de eso le escribió a Chatterton diciéndole que debía dedicar su talento a otro propósito y
recibió una respuesta que calificó de «abusivamente aburrida». Al contarle esa historia a Esmond, Walpole omitió
mencionar que había sido Gray el descubridor del plagio y el que había pretendido atribuirse el descubrimiento.
Sonó el teléfono. Pensé que debía tratarse de Körner o de Angela. Pero al otro lado del hilo me habló una voz con fuer te
acento alemán:

—¿El señor Sorme?

Me di cuenta de que había cometido un error al responder. Pero ya era tarde para arreglarlo y respondí:

—Al aparato.

—¡Gracias a Dios! Aquí Annaleise Dunkelman. Me he pasado todo el fin de semana tratando de hablar con usted.
¿Cómo está?

Durante unos instantes cambiamos las usuales frases de cortesía. Después ella me dijo :

—Oiga, es muy importante que nos veamos. ¿Podría venir un momento?

—Lo siento mucho, pero me es de todo punto imposible. Regreso a Irlanda esta tarde...

Mientras hablaba con ella sentí una extraña inquietud, como un tililar en mis partes, y el pensamiento de sus muslos
separados y los genitales visibles bajo la transparencia de la seda casi rosada me dominaron de repente. Comprendí que
Esmond lo entendería, pero me resultaba muy difícil poner mi mente en blanco mientras hablaba con ella. De repente, la
línea se cortó. Supuse que se trataba de un corte casual y colgué. Se me ocurrió que era un buen momento para llamar a
Diana, en Maycullen, pues así, en el caso que que Anna Dunkelman volviese a llamar, encontraría la línea ocupada. Lla-
mé a la centralita y, pocos minutos después, estaba hablando con Mopsy quien me dijo que mamá estaba en el
invernadero. Al poco tiempo Diana se puso al aparato y me dijo que se había pasado todo el día anterior tratando de
localizarme. Fleisher había conseguido una oferta para hacer una película con el material de Donelly y deseaba una
respuesta inmediata. La suma ofrecida era muy importante, pero Fleisher pretendía quedarse con el cincuenta por ciento,
lo cual me pareció excesivo. Hablamos durante casi veinte minutos y le dije que no hiciera nada con respecto al
telegrama pues yo pensaba regresar dentro de uno o dos días. En aquel momento llama ron a la puerta. Me despedí
rápidamente y miré por la ventana para ver quién era. Anna Dunkelman estaba frente a la puerta.

Me sentí tentado a no abrir, pero me pareció una cobardía. Además era muy posible que hubiera oído mi voz al teléfono,
pues la ventana estaba abierta. En vista de ello me decidí y la dejé entrar.

Me sonrió con su estilo exuberante y posesivo.

—¡Querido Gerard, qué alegría volver a verte!

Tomó mis manos entre las suyas y las estrechó afectuosamente durante un buen rato. Me encontré preguntándome si
llevaría las bragas transparentes y sentí un cosquilleo lujurioso en mis costados.

Lo más sorprendente de todo era que se trataba del tipo de persona que yo hubiera encontrado verdaderamente repelente.
No es que fuera fea, incluso tenía buen tipo, aunque bastante robusta, pero la encontraba masculina. En cierto modo, esto
parecía incrementar su atractivo, aunque pueda parecer raro, al derrumbar la barrera hembra-varón, y establecer una
camaradería franca y clara. He de admitir que poseía el encanto y la credibilidad del mal.

Tuvo incluso el buen gusto de no hacer referencia a sus intentos de ponerse en contacto conmigo, lo que hubiera im -
plicado en cierto modo un reproche. Se mostró cálida, como si fuéramos viejos y buenos amigos que se encontraban y se
sentían satisfechos, encantados de verse.

Me preguntó dónde se hallaban mis amigos y le dije que se habían marchado a pasar el día fuera. Me pareció ver en
sus ojos un brillo de satisfacción. No obstante, dijo :

—;Qué lástima! Me hubiera gustado volver a ver a ese chico. Me parece un tipo muy inteligente.
Se desabrochó el abrigo y yo le ayudé a quitárselo. Debajo, llevaba un vestido de un tejido marrón suave en el que se
marcaban sus grandes pechos. Era muy corto.

Se sentó en el diván, con mucha corrección, con las rodillas apretadas y de perfil, aunque de todos modos lo corto de su
falda hacía que se le viera el principio de los muslos por encima de las medias. Le ofrecí café, pero lo rechazó:

—No, gracias. Lo que quiero es hablar contigo de muchas cosas. Para empezar, si te vas a Irlanda, necesitarás aquí un
ayudante literario, ¿verdad?

Precavidamente dije que quizá sí. He de admitir que comenzaba a preguntarme si Körner no habría exagerado en sus
palabras sobre los Dunkelman. Radiaba una amable y cálida vitalidad.

—Bien. Pues tengo la persona. Se trata de una jovencita llamada Clara Viebig, una suiza. Cuando le dije que te había co-
nocido casi no podía creerlo. Tiene todos tus libros y una gran colección de recortes de Prensa sobre ti y tu obra —sonrió
de modo confidencial—. Naturalmente se trata de ese especial entusiasmo que se suele dar en las chicas jóvenes... Acaba
de salir del college. Dice que te escribió dos veces, pero que no respondiste a sus cartas. (Lo que podía ser cierto, pues
sólo respondo a las cartas cuando no tengo otras cosas que escribir.) Ahora esa chica tiene bastante tiempo libre, pues su
padre gana bastante dinero y le pasa una buena cantidad al mes para que pueda estudiar en la universidad de Londres. Tan
pronto le hablé de tu trabajo sobre Donelly, se ofreció a ser tu corresponsal literario en Londres. No quiere cobrar nada
por ello; lo único que desea es colaborar contigo...

Encontré el asunto muy halagador. No existe ningún escritor que no se sienta orgulloso de despertar admiración entre las
mujeres. En lo que a mí respecta me sentía encantado por el desinterés de Anna Dunkelman. Resultaba evidente que no
era el prototipo de mujer celosa.

—Bien, le diré a Clara que trataremos de verla a lo largo del día de hoy. Vive cerca de aquí, en Nottíng Hill Gate.
Tengo una foto suva.

Abrió su bolso y sacó de ella una cartera. Me levanté para acercarme, ella hizo lo mismo, y comenzó a buscar en el
bolso. Se había puesto un perfume suave y muy agradable, y el fino tejido del vestido modelaba la curva de sus senos y
caderas. Se me acercó un poco y la parte trasera de sus muslos se apretó contra mis piernas y costado. Tuve una
sensación de deseo que casi me estremeció. La foto que me estaba mostrando era la de una jovencita en traje de esquiar,
de pie junto a un trampolín. La chica parcía ser delgada y bonita, pero era difícil de asegurarlo debido al pequeño tamaño
de la foto.

Lo que me sorprendía era la sensación de placer que estaba experimentando al contacto físico con Anna Dunkelman.
Estaba ligeramente apretada contra mí, mientras buscaba en la cartera entre las fotos; el calor de su cuerpo parecía
comunicarse directamente con mi pene a través del delicado tejido de su vestido. Tenía varias fotografías de Clara Viebig.
Una de ellas, sólo de cara y en primer plano, me mostró a una chica bonita, pero un poco masculina, con pómulos
salientes y pelo negro, largo y espeso. Me recordaba, en cierto modo, a la propia Anna Dunkelman.

De pie, mirando las fotografías por encima de sus hombros, me sentí sorprendido por la intensidad de mi deseo.
Nuestras respuestas sexuales son tan complejas que resulta difícil decir por qué una determinada persona ejerce su
atracción sobre uno. En este caso, no me atrevía a echar toda la culpa a mi subconsciente. Miré la foto de la chica con
atención tratando de recordar algo. De repente, Anna Dunkelman colocó su mano entre mi costado y su trasero y me dijo:

—Estás muy excitado...

Dejó su mano quieta, plana, por un momento y después deslizó la punta de su índice por mi pene erecto. Yo, por mi
parte, hice lo que llevaba pensando mucho tiempo : metí mi mano por debajo de su falda y la llevé por encima del borde
de sus medías.

—Esto está bien —me dijo—. Somos amigos y no hay razón para que no nos tratemos con franqueza. Soy demasiado
vieja para ser tu amante, naturalmente, y ninguno de los dos lo quiere. Pero sigue habiendo un vestigio de atracción
macho-hembra entre nosotros. Podemos ser sinceros al respecto.

Era lo más adecuado para seguir adelante. La idea de llevarme a Anna Dunkelman a la cama me hubiera preocupado,
pero ella no esperaba nada. Me dijo :
—Ya verás como Clara es más tu tipo. Es una chica muy dulce. Deberíamos ir a verla.

Comencé a pensar que se trataba de una buena idea. Empezaba a sentir aquella malsana lujuria que ya había experimen-
tado en el taxi con Angela, el mismo tipo de sensación que debe experimentar un exhibicionista : el deseo de hacer algo
indecente con mi pene. Los genitales húmedos de Anna Dunkelman parecía ser el receptáculo más adecuado para
colocarlo. Por otra parte, la precaución me aconsejaba no hacerlo. Así que le dije :

—Sí. ¿Por qué no vamos a verla ahora?

—De acuerdo. Pero antes quiero contarte algo de mis planes...

Me tomó la mano con naturalidad y me llevó al sofá. Me senté a su lado. Sacó de su bolso una serie de cuartillas escritas
a maquina.

—Esto está en alemán. ¿Lees alemán? ¿No? Te lo traduciré.

Se había sentado en su postura familiar, echada hacia atrás, con las piernas separadas y la falda por encima del final de
sus medias. Rocé su muslo y sentí como una especie de corriente eléctrica que recorría mi costado.

De repente, Esmond hizo acto de presencia y todo cambió por completo. Me sentía como si, de repente, me hubiese sali -
do de mi cuerpo y estuviera contemplándome desde otro rincón de la habitación. La excitación pasó. Al mismo tiempo,
sin un proceso mental definible comprendí que Anna Dunkelman tenía un poder; un curioso poder primitivo que toda
mujer posee instintivamente, pero que en la mayor parte de las mujeres está oculto por varias capas de personalidad e
inhibición. Anna Dunkelman había aprendido a liberar su poder y dirigirlo. No resultaría del todo inexacto hablar de
cierta forma de magia, de ese poder real que poseen las brujas, o de algo de la misma naturaleza. De repente, como un
relámpago, comprendí por qué los aquelarres de las brujas son tradicionalmente licenciosos, con desnudos, contactos
sexuales con chivos y todas esas cosas. Anna dejaba a un lado sus inhibiciones y había aprendido a concentrar su poder
natural sexual.

Esmond comprendía a Anna Dunkelman; había conocido a muchas mujeres de su tipo e incluso mejor dotadas toda vía.
Traté de penetrar en la mente de Anna Dunkelman y sentí una horripilante fascinación. Al contrario que su esposo, Anna
no era una mujer pervertida, pues las perversiones brotan de un bloqueo psicológico muy profundo. Klaus estaba como
hipnotizado por lo prohibido; el pensamiento de que algo estaba prohibido bastaba ya para provocar en él una erección.
Al igual que Sade, deseaba ser un vicioso, dedicar toda su vida a la búsqueda de cosas nuevas y chocantes que rea lizar.
La sexualidad de Anna Dunkelman era el complemento más adecuado para él. El instinto maternal que había en ella fue
distorsionado por una especie de voracidad. Vi con toda claridad que Anna era bisexual y que Clara Viebig era su amante.
Su actitud con relación al sexo era visiblemente masculina; le hubiera gustado ser poseída por todo varón sano del mundo
y poseer a toda mujer bonita. Y sentía una curiosidad insaciable. Le gustaba estar «presente» en todo. Deduje que ésa era
la razón por la que se había aferrado a mí, pues creía que yo podía añadir un toque de solvencia intelectual a su grupo y,
en consecuencia, atraer a nuevos discípulos. Su plan era que yo la poseyera a ella y a Clara Viebig antes de que hubiera
transcurrido el día. Después sería Clara la que mantendría la tarea de conservarme unido a ella con su aire de discípula
dócil y entregada.

No pretendo decir que pudiera leer los pensamientos de Anna Dunkelman. En cierto sentido todo eso no era ni más ni
menos que especulación, pero se trataba de una especulación basada en la enorme experiencia de Esmond. La cosa
parecía muy clara. Ahora comprendo que incluso parece algo realmente patético. Anna tenía mucha energía, pero no las
suficientes oportunidades para usarla. ¿Por qué no aprovechar toda posibilidad?

No pareció darse cuenta de que me había «perdido». Toda esta percepción mía me llegó en un instante, como un relám-
pago, mientras ella seguía desdoblando sus cuartillas mecanografiadas. Las mantenía abiertas en una mano, la otra se mo-
vía entre nosotros, incrementando nuestro contacto. Fue en ese instante cuando Esmond comenzó a divertirse. Lo que
hizo, simplemente, fue incrementar mis propios poderes sexuales y dirigirlos contra ella. En realidad, aquello no
resultaba del todo extraño para mí, sino algo que yo hacía de manera subconsciente cuando entraba en contacto con
cualquier muchacha que me atraía. Si una mujer desea ser atractiva, puede pestañear o destacar sus encantos con
coquetería; pero si es lo suficientemente sutil, conserva su aspecto exterior indiferente y utiliza el encanto telepático
interior, y eso es lo que estaba utilizando Anna Dunkelman. El varón raras veces exhibe abiertamente su coquetería;
desde el principio su método consiste en parecer desinteresado. Sin embargo, de alguna manera yo tenía cierta ventaja
sobre Anna Dunkelman en este terreno. Pero no lo hubiese sabido sin la ayuda de la experiencia de Esmond.
Esto me hizo sentirme culpable. En realidad no quería atraerla, aunque he de admitir que en ello había cierta especie de
justicia poética. Nuestro encuentro se había transformado en un duelo con espadas de madera.

Anna comenzó a traducir; le temblaba la mano en que mantenía las cuartillas. Trataba de resistir. Estaba acostumbrada a
ser la bruja y no la embrujada. La sensación le resultaba extraña y desagradable. Le dije cortésmente :

—Continúa leyendo... Aumenté el fluido. Anna comenzó a leer:

—Las reglas para un grupo de estudiantes de Reich libremente cooperativos...

Se detuvo un momento.

—Creo que debemos buscar otro nombre para ellos... —dijo

—Sí —me mostré conforme—. Ya lo pensaremos... Mis palabras le hicieron recobrar su confianza y continuó
leyendo.

Yo había observado que su vestido llevaba una cremallera en la espalda y estaba sujeto por un enorme botón en la
parte superior. Comprendí su significado. Sus caderas eran como un arma de agresión, una trampa para el macho, pero
sus senos eran parte de su feminidad, la parte maternal de ella. Señalé un párrafo en la cuartilla que estaba leyendo y le
pregunté :

—¿Qué significa eso?

El hueso de mi muñeca rozó la punta de su pezón. Se estremeció y se echó hacia atrás. Puse mi mano firmemente so-
bre el seno y la dejé allí. Perdió el control por un momento y trató de quitarla con el mismo gesto impulsivo que hubiese
usado una jovencita inexperta y tímida. Pero logró recuperar el control y dijo con voz serena y calmada :

—Se trata de una cita de Reich...

Comenzó a traducirla. Pasé mi mano por detrás y, con cuidado, desabroché el enorme botón. Supo contener la tenta-
ción de detenerme. Al fin y al cabo había sido ella la que había hablado de «tratarnos con franqueza». Bajé la cremalle ra
del vestido y vi que tenía la espalda desnuda con excepción de la cinta de su sostén. Desaté el cinturón del vestido y bajé
la cremallera hasta el punto más bajo, por debajo del borde de sus bragas. Me dijo :

—¡Me estás distrayendo!

Trató de retroceder, de apoyar su espalda contra el respaldo del sofá, pero ya era demasiado tarde. Le había desabro-
chado el sostén. Permaneció sentada, rígida, dura y, por primera vez, perdió el control por completo. Estaba insegura de
sí misma y tentada a luchar conmigo, a resistirse. Sin mirarla a la cara, tomé los tirantes de su vestido y los bajé. Quedó
al descubierto su espalda, blanca y estatuaria. Hubiera tenido un magnífico aspecto con un vestido de espalda desnuda
según la moda del Segundo Imperio en una sala de baile. Sus senos eran grandes, todavía frescos y bellos. Me impresionó
su palidez en contraste con el fuerte rosado de sus pezones. Puse mis manos sobre ellos y dejé que mi calor entra ra en
ella. Había algo admirable en la forma como trató de recuperar el control, lo que consiguió en parte. Supe lo que le estaba
ocurriendo al ver cómo entreabría sus piernas. Estaba experimentando la misma febril excitación que yo había sentido
antes. Se echó hacia delante y dejó caer su mano sobre mis pantalones, después me bajó la cremallera. Antes de que
pudiera meter dentro la mano, le dije :

—¡Ponte de pie!

Vaciló un momento, pero después obedeció. El vestido cayó al suelo. Se quedó de pie, sin más ropa que sus bragas
rosadas, el liguero y las medias. La estreché contra mí y puse mi boca en uno de sus pezones. Comenzó a temblar, con
una de las manos firmemente apretada entre sus muslos. Después se dio cuenta de mi excitación y el crecimiento de mi
miembro que iba en su búsqueda y bajó la mano. Pasé mis labios al otro pezón. Ella, de repente, se llevó ambas manos a
la cintura para bajarse las bragas de un tirón, pero el liguero lo impidió, así que tuvo que desabrochárselo también. Puse
mi mano entre sus muslos. Sus genitales, que, como se apreciaba, se los había afeitado hacía poco, eran firmes y el suave
olor a excitación animal que de ellos brotaba resultaba agradable. Sentía su creciente tensión y su falta de ganas de seguir
adelante. Deseaba que fuera yo quien diera los próximos pasos. Pero cuando mi dedo apretó suavemente su clítoris no
pudo contenerse y me suplicó :

—¡Oh, por favor...!

Sus palabras fueron como una explosión.

La eché sobre el sofá-cama y me desnudé por completo. Cuando me puse sobre ella, trató de bajar la mano para guiar me
en la introducción, pero yo aparté su mano. Las bragas y el liguero estaban a la altura de sus genitales. Coloqué el glande
contra la delgada seda de las bragas y empujé. La penetré y el calor de su cuerpo fue como una caricia a través de la tela.
Anna hizo otro intento de apartar el tejido, pero yo seguí apretando y, al mismo tiempo, acariciando uno de sus senos con
mi otra mano. Su resistencia se desvaneció. La sentí disolverse, suspirando, cuando la marea del orgasmo descendió
desde sus senos a sus genitales y después ascendió de regreso como una ola devuelta por la arena de la playa. En el
último momento se sumergió en un universo en el que sólo había un placer tan intenso que se acercaba al dolor. Se tensó
su vientre y se arqueó su espalda. Después, lentamente, pasó el frenesí y se fue relajando poco a poco. Mantuvo los ojos
cerrados. Comprendí la razón : no quería mirarme.

El sonido del teléfono nos sobresaltó a ambos. Me puse los pantalones y crucé la habitación para responder a la llamada.

Una voz de hombre me preguntó :

—¿El señor Sorme?


—Al habla.
—Usted no me conoce. Me llamo Nigel St. Leger. Me gustaría saber si podría ir a hablar con usted un momento.

—¿Nigel St. Leger?

Soltó una risita embarazada.

—Creo que puede expresarse de ese modo. ¿Podría pasar por ahí para hablar con usted de la muerte de Horace Glenney?

—Bien, cómo no. ¿Cuándo?

—En estos momentos estoy cerca de su casa. ¿Podríamos vernos ahora?

—Desde luego. ¿Sabe la dirección?

—Sí, claro. Estaré ahí dentro de pocos minutos.

Cuando dejé el teléfono y volví, Anna estaba abrochándose el sostén. No dijo nada, se levantó y la ayudé a ponerse las
bragas. Noté su resistencia, pero no hizo nada para oponerse. Cogí su vestido del suelo y también le ayudé con él. Fue en-
tonces cuando por fin me dijo :

—Supongo que me tomarás por una estúpida.

—No —le respondí sin saber qué otra cosa podía añadir. Me di cuenta que se estaba poniendo furiosa. Le ayudé a
ponerse el abrigo. Me preguntó:

—¿Por qué no me lo dijiste?

Le respondí lo primero que me vino a la cabeza :

—Tal vez no me estaba permitido.

Me miró como si de repente sintiera un gran interés. Durante largo rato mantuvo sus ojos fijos en los míos. Al cabo de un
rato me dijo :

—Creo que lo comprendo. Eso era más de lo que yo podía decir. Se dirigió a la puerta.

—Está bien. Seguimos siendo amigos —dijo con la actitud de siempre.

Había vuelto a recobrar el autocontrol. Se quedó un momento de pie junto a la puerta con el abrigo desabrochado y las
piernas entreabiertas, plantadas firmemente en el suelo. Todo aquello me pareció absurdo. Miré sus pechos llamati vos y
recorrí con mis ojos sus caderas y muslos : era una mujer que intentaba ser un hombre.

De repente, se ruborizó. No me había dado cuenta de que la expresión de mi mirada fuese tan clara y obvia. Dejó caer la
mano, se dio la vuelta sin decir una palabra y abrió la puerta. No hice el menor intento de seguirla. En primer lugar me
sentía satisfecho de ver que se marchaba. Además, de pronto, me sentí triste por ello. El juego de Esmond quizá fuese di -
vertido. pero la había dejado convertida en una mujer expuesta y vulnerable. ¿Qué podía hacer de ahora en adelante?
¿Tratar de cultivar su aspecto femenino? Eso sólo la conduciría a la frustración. De repente tuve la idea de que había una
diferencía fundamental entre Esmond y yo. Él pertenecía al siglo XVIII, antes de la Era de la sensibilidad. Para él la
incomodidad, el disgusto de Anna Dunkelman, era algo divertido y, aparte de eso, desprovisto de toda importancia.

Oí el ruido del automóvil que se detenía cerca de la puerta y me acerqué a la ventana. Aun antes de que se bajara,
reconocí a Nigel St. Leger. Jamás le había visto en la serie de televisión que le hiciera famoso y conocido por tanta gente.
Pero tenía un libro sobre sus casos ilustrado con un buen número de fotografías. Era más bajo de lo que había pensado,
pero su paso tenía algo de determinación que indicaba su carácter.
Le salí a recibir a la puerta.

—¿Señor Sorme?

Estrechó mi mano, pero su sonrisa me sorprendió porque estaba desprovista de expresión. Lo invité a pasar. Era un
hombre de buen ver, de constitución robusta, de unos cincuenta años más o menos. Podía imaginarme que su extraña
mirada, penetrante y fría, habría hecho temblar a más de un acusado en el banquillo. Le pregunté :

—¿Quién le ha informado de que estaba aquí?

Me miró con firmeza, casi con agresividad, como si intentara decirme «aquí soy yo quien hace las preguntas», pero al
cabo de un instante me respondió :

—El doctor Körner, naturalmente. Sacó una cigarrera de su bolsillo y me ofreció un puro. Moví la cabeza con gesto
negativo. Yo estaba junto a la ventana y él se aproximó a mí mirándome cara a cara.

—Nunca he leído ninguno de sus libros, pero ya me ocuparé de hacerlo.

No le respondí nada. Se dirigió a una mesa de ajedrez que había junto a la ventana y, con aire ausente, movió uno de los
peones.

—¿Juega usted al dominó, señor Sorme?

No le respondí nada. Estaba intentando poner en blanco mi mente. St. Leger estaba de pie frente a mí, mirándome fija -
mente con sus mejores ojos de fiscal. Esmond le dijo :

—¡Mis saludos, dominó!

St. Leger se llevó un sobresalto que no pudo ocultar. Se recuperó tras dirigirse al sofá y sentarse en él. Me dijo:

—Sospecho que usted sabe muchas cosas, señor Sorme. Pero no pertenece a nuestra casa y el Gran Maestre no ha oído
hablar de usted.

Sabía que era mejor dejar el asunto en manos de Esmond. No tuve tiempo de expresar mis pensamientos, pues Esmond
siguió hablando.

—Pero por lo visto usted sí debió haber oído, ¿no es así?

St. Leger encendió su cigarro puro.

—Aparentemente así es, si todo lo que me han contado es cierto —trató de calmarse—. Permítame que ponga las cosas
en claro. No estoy negando que tenga usted derecho a pertenecer. Sus calificaciones para ello son más que suficientes. Y,
hablando de otra cosa, ¿dónde vive usted?

—En Irlanda.

—¡Ah! —me di cuenta que se sentía como muy aliviado—. Desde luego que en Irlanda no ha pasado nada en los últimos
setenta años. Tal vez deploramos ocuparnos de hacer algo allí.

Se quedó mirando la ceniza de su puro. Tuve la impresión de que no sabía cómo seguir adelante con el asunto. De
nuevo volvió su rostro para mirarme con fijeza.

—¿Cómo lo ha descubierto, señor Sorme? Esmond no me ayudó en esta ocasión. Así que decidí contarle la verdad.
—Un editor norteamericano me ha pedido que escriba un libro sobre Esmond Donelly. Durante los últimos meses he es-
tado tratando de dar con sus diarios y documentos.

—Y antes de eso, ¿no sabía nada en absoluto de todo este asunto?

—No.

—Ya veo...

Pareció sentirse aliviado. En aquel momento sonó el timbre de la puerta y ambos nos sobresaltamos.

—¿Espera usted a alguien? —me preguntó.

—No.

—Ya veo. Creo que sé quién puede ser. ¿No le importará abrir?

Pero se equivocó. Era Angela. Me explicó:

—Chris me ha traído. Se ha discutido con Otto... Entró en la habitación y se interrumpió al ver a St. Leger, que se levantó
cortésmente para saludarla. Ella, por lo visto, lo reconoció en seguida. Los presenté y se estrecharon la mano.
Obviamente se mostraba mucho más cortés y simpático con Angela de lo que hasta entonces lo había sido conmigo.

—¿Es usted miembro del grupo del Dr. Körner? ¡Encantador! Presumo que fue usted quien presentó al señor Sorme.

—¿Está usted enterado?

Angela me miró como si confiara en que le daría información suficiente para ponerse al tanto de lo que estaba suce-
diendo. Le expliqué :

—Sir Nigel es el dominó de la casa inglesa de la Secta del Fénix.

Por un instante St. Leger palideció. Pensé que iba a perder su compostura. Angela le preguntó :

—¿Bromea?

St. Leger, como es natural, se encontraba desconcertado.

—Lo que sí está claro es que posee un desafortunado sentido del humor.

Angela me dijo :

—Körner cree que tú eres miembro de la Secta del Fénix. ¿Qué es lo que le has dicho?

St. Leger interrumpió :

—Perdónenme, pero creo que éste es un tema del que debemos dejar de hablar. Podría resultar peligroso. Angela dijo
:

—¿Peligroso?
St. Leger la miró fijamente durante varios segundos. Volvió a levantarse y se dirigió a la ventana. Tuve la impresión de
que se hallaba más cómodo y seguro de sí cuando estaba de pie. Miró a la calle a través de la ventana. Luego me dijo :

—Estábamos hablando del asesinato de Lord Glenney. Es un tema del que no sé demasiado, pero sí puedo asegurarle una
cosa : Glenney no era la víctima buscada. Quien debía morir era Esmond Donelly.

Al oírle decir esas palabras experimenté un cosquilleo de nerviosismo, como si algo se iluminara en mi cerebro. En cierto
modo, algo que no podía explicar; la causa estuvo en el sonido de la voz de St. Leger diciendo «Esmond Donelly». Ya he
dicho que en el transcurso de la semana anterior había sentido con frecuencia la sensación de que Esmond y yo ocu -
pábamos el mismo cerebro. Pero, pese a ello, seguíamos siendo extraños y sus recuerdos no estaban a mi alcance. En
esos momentos, de repente, fue como si todo se volviera claro, como si lo que estábamos examinando con un
microscopio que hasta entonces estuvo desenfocado, quedara enfocado, como si la mente de Esmond y la mía se
combinaran conjuntamente. Sabía que eso podría haber ocurrido una semana antes, pero que por alguna razón ese
reajustamiento final había sido aplazado hasta el momento oportuno. A partir de ahora ya no tenía necesidad de preguntar
nada; los recuerdos de Esmond y los míos se habían combinado. En vista de ello, cuando Angela le preguntó a St. Leger
cómo sabía que aquello era cierto, fui yo quien respondió :

—Yo puedo explicártelo.

St. Leger intervino :

—No es posible que lo sepa.

Expliqué mis ideas :

—La gran equivocación de Glenney fue citar nombres. En la versión original de Cartas desde una montaña,
mencionó a Abdallah Yahya como el gran Maestre y dijo, también, que Hendrik van Griss era el dominó de Holanda.
Esmond logró persuadirlo de que cambiara los nombres en la versión impresa, pero de todos modos eso causó un gran
malestar en el movimiento. Van Griss quería que Esmond fuese asesiado, pero Yahya se negó a ello. En 1791 Van Griss
envenenó a Yahya. A partir de entonces Esmond sabía que podía ser asesinado en cualquier momento. Una mañana, en
París, al despertarse, encontró una daga clavada sobre su almohada. Éste era uno de los trucos preferidos de Griss —
desmoralizar por el terror a un hombre antes de asesinarlo—. Fue utilizado con frecuen cia por los primeros asesinos —
los ismaelitas— que hicieron de la amenaza su arma favorita. Esmond comprendió la amenaza, marchándose a Rusia y
después a Grecia. Cuando regresó, se enteró de que Glenney había cometido la última de sus estupideces : había
publicado su panfleto denunciando la secta y citando el nombre de Hendrik van Griss como Gran Maestre. Ésta fue la
última gota que colmó el vaso de la paciencia de Van Griss. Éste disponía de un vulgar asesino francés que había sido
entrenado en Turquía, un tal Jacques Crevea, y le dio orden de que acabara con Esmond. Fue Crevea el que mató a
Horace Glenney... en la cama de Esmond.

—Pero, ¿qué estaba haciendo Glenney en la cama de Esmond Donelly?

—Glenney le había estado contando a Esmond una historia estúpida sobre un espíritu o fantasma que había visto en su
habitación. Esmond accedió a que durmiera allí durante una semana... pues él no creía en absoluto en fantasmas. Natu -
ralmente, Glenney no sabía que se hallaba en peligro, pues su habitación estaba a veinte metros de altura sobre el suelo y
siempre cerraba la puerta por dentro. Lo que no sabía era que Crevea era conocido como «La mosca» por su capacidad
para escalar edificios.

St. Leger tenía una expresión de enorme sorpresa. No pudo menos que interrumpirme :

—Todo eso puede ser verdad, pero lo dudo. Nadie sabe los detalles. Este asunto se ha convertido en el secreto mejor
guardado de la sociedad. Tal vez, en este momento, sólo exista una persona en el mundo que lo conoce.

Angela esperó a que continuara su explicación, pero al ver que guardaba silencio, preguntó :
—¿Quién?

Fui yo quien respondió :

—El actual Gran Maestre.

—¿Es que existe todavía? —se quedó mirando a St. Leger—. Entonces, ¿no estaba bromeando?
—Mi querida señorita, le aconsejaría que hiciera el menor número de preguntas posible. Siento mucho que usted
regresara precisamente en el momento en que lo hizo y, más todavía, que el señor Sorme haya sido tan indiscreto.

Yo comenzaba a sentirme disgustado con St. Leger, pues sus modales resultaban excesivamente pomposos y me atacaban
los nervios. Estaba sabiendo muchas cosas sobre él. Reunía los requisitos básicos de un dominó de la secta : la obsesión
sexual. Esto se ponía claramente de manifiesto en su actitud con respecto a Angela a la que consideraba como una
compañera de cama en potencia; ya estaba imaginándosela abierta de piernas bajo él, con los ojos cerrados. Era un
hombre atractivo sexual y personalmente. Y no un estúpido ni mucho menos. Pero sí un actor nato, como puso de
manifiesto con su manera de ir de un lado a otro por la habitación antes de anunciar lo que sabía del asesinato de
Glenney. Y yo representaba un grave peligro para él. Esto explicaba por qué su actitud hacia mí era tan antipática. Por mi
parte, me sentía defraudado de que mi primer contacto directo con la secta fuera a través de un hombre como él.

Oí un coche que se detenía en la calle. St. Leger dijo :

—Ahora creo que debo irme.

Me levanté y acudí junto a él. Miré por la ventana y vi que el coche que acababa de llegar era un taxi del aeropuerto
londinense. St. Leger se dirigió a la puerta casi de inmediato. Yo le dije irónicamente :

—No creo que haya razón para que se marche. Puesto que lo está esperando, creo que también nosotros debemos co -
nocerlo.

Respondió tranquilamente:

—Lo siento, deben disculparme —se volvió a Angela—. Confío en que volveremos a vernos.

Me adelanté a él en su camino hacia la puerta. Me siguió, verdaderamente enfadado.

—¡En realidad, señor Sorme... esto resulta..!

Un hombre se había bajado del taxi y estaba mirando los números de las casas. Era muy alto, con el rostro cetrino y seco
marcado por varias cicatrices. Me vio junto a la puerta con St. Leger a mi lado. Nos sonrió. St. Leger con un repen tino
tono de autoridad me dijo :

—Le agradecería que esperase aquí un momento. Se me adelantó y bajó los escalones de salida a la calle.

No vi razón para seguir insistiendo, así que regresé a la casa.

Angela estaba mirando por la ventana.

—¿Qué es lo que está pasando? ¿Quién es ese hombre?

—Supongo que tiene algo que ver con la Secta del Fénix. Aparte de eso no sé nada más.

Tras las cortinas observé cómo St. Leger hablaba con el desconocido. Me volví a Angela.

—Está preocupado por tu presencia.

—¿Deseas que me vaya?

—Creo que eso sería la mejor solución.

Los dos hombres se acercaban a la casa. Yo salí a su encuentro para recibirlos.


—La señorita iba a marcharse ahora —les dije—. Si desean ustedes pasar.

El hombre alto y moreno me miró con expresión inescrutable. Tuve la impresión de que iba a ignorarme. En esos mo-
mentos St. Leger nos presentó :

—El señor Sorme; el señor Xalide Nuri.

El desconocido me tendió la mano y me preguntó cómo estaba. Me di cuenta de que su silencio no había sido más que la
reserva natural de los orientales. Nuri dijo a continuación :

—No creo que haya necesidad de molestar a sus amigos. El señor St. Leger tiene el coche aquí y puede llevamos a mi
casa.

—Me sentiré muy dichoso —dijo St. Leger, que no podía ocultar su nerviosismo y por lo visto no tenía su día. Me volví
al recién llegado :

—¿Me dispensa un momento?

Regresé a la casa y le dije a Angela que me iba con ellos. Después le pregunté si había oído hablar de un hombre llama -
do Xalide Nuri; me miró sorprendida.

—Naturalmente.

—¿Quién es? .

—Un multimillonario. Petrolero, creo. Su nombre siempre es mencionado junto al de Onassis y Paúl Getty. Debes
haberle visto alguna vez.

Le expliqué que el mundo de las altas finanzas era lo que menos me interesaba de la tierra.

—¡Ten cuidado con él! Es el tipo de personas que tienen poder e influencia.

Salí y cerré la puerta tras de mí. Un Daimler de color gris conducido por un chófer uniformado, se había detenido
delante de la casa. El chófer descendió y abrió la portezuela para que subiéramos.

Una vez dentro, Nuri dijo con aire de desaprobación :

—¡Demasiado llamativo!

St. Leger respondió como excusándose:


—Siempre lo uso.
Vi a Angela que nos observaba con disimulo al otro lado de las cortinas de encaje mientras el coche se alejaba. Con toda
seguridad debía estar preguntándose si la secta mantenía aun un grupo de asesinos a sueldo.

Ninguno de ellos habló hasta que giramos por Park Lane.


En esos momentos St. Leger dijo: .
—Ha sido un gesto muy amable de su parte hacer un viaje tan largo.
Nuri hizo una leve inclinación de cabeza como si estuviera agradeciendo una frase de cortesía. Después añadió:

—Como bien dijo, puede tratarse de algo importante.

No había retórica en su tono, pero St. Leger hizo un gesto como si le hubieran censurado algo.
Mi sensación de que Esmond estaba presente había desaparecido. Los acontecimientos que estaban sucediendo eran de-
masiado poco usuales como para no crear en mí una fuerte tensión, y la tensión hacía que mi propia personalidad predo-
minara. Comencé a relajarme pensando en Anna Dunkelman. Había sido una experiencia satisfactoria de la que nunca
hubiese sido capaz sin la ayuda de Esmond. Su personalidad estaba dotada de una gran dosis de autoconfianza, un
impulso audaz que sentía como una fuerza liberadora.

Nos habíamos detenido frente a una casa de Brook Street. Nuri me dijo :

—Hemos llegado.

Se quedó mirando a St. Leger y, al ver que éste no se daba por enterado, dijo :

—Gracias por habernos traído hasta aquí... La despedida estaba clara y, al darse cuenta St. Leger, le respondió:

—Ha sido un placer...

Nos abrió la portezuela. Sin saber por qué esperaba que nos recibiera un criado oriental, pero no fue así. Quien nos
aguardaba era un típico mayordomo inglés. Una vez que St. Leger se hubo marchado, Nuri parecía más seguro de sí mis-
mo y más calmado.

—Yo no vivo aquí, pero mantengo esta casa para los fines de semana en Londres. Resulta mucho más conveniente.

Era la casa típica de un rico : confortable, amueblada con discreción. Sólo la balaustrada de la escalera que conducía
al piso superior sugería en cierto modo el Oriente. Se trataba de una bella celosía de hierro forjado que bien podría pro-
venir del harén de un sultán.

Ascendimos por la escalera y después atravesamos una salita, con un gran piano de cola y algunos «Matísses», para
llegar a la biblioteca. Me señaló un mullido sillón grande y confortable y me hizo señas de que me sentara en él.

—¿Me permite que le ofrezca una bebida? ¿O prefiere café o té? Yo puedo pasarme el día bebiendo café.

Pulsó un timbre.

Aproveché la ocasión para observarlo con mayor atención y de pronto pensé que lo reconocía. Sin duda había visto su
fotografía. Medía más de un metro noventa centímetros, su rostro y compostura eran, en cierto modo, los de un militar.
Vestía un traje gris cruzado. Tenía el pelo bastante corto y empezaba a encanecer. La cara era arrugada pero hermosa, con
la fría atracción que puede ejercer un ave de presa. Sus movimientos eran breves, como si sintiera placer en mostrar una
actitud en cierto modo afeminada.

Se sentó frente a mí y me ofreció un cigarrillo. No acepté. Él tomó uno ruso, negro y oro, y lo sacudió contra la piti-
llera.

—He venido desde París expresamente para verle a usted, señor Sorme, asi que, si sólo la mitad de lo que me ha contado
St. Leger es cierto, tenemos muchas cosas de las que hablar. ¿Sabe usted quién soy?

—Sí. Usted es el actual Gran Maestre...

—Eso es una suposición, desde luego.

—Una deducción lógica. Si usted fuese tan sólo un dominó, St. Leger no hubiese estado tan nervioso en su presencia...

Soltó una risita mostrando sus dientes blancos y perfectos.

—Ese tipo es un estúpido. No debería ser un dominó.


—¿Lo es? Supongo que usted tendrá la autoridad suficiente para destituirlo.

—En realidad, no del todo. Nuestra organización es, en la actualidad, mucho más democrática que en los tiempos de Es -
mond Donelly.

En esos momentos llegó el mayordomo con un carrito de té, lo puso junto a nosotros y se marchó en seguida. Mien-
tras se servía el café, Nuri dijo:

—No debemos perder el tiempo, señor Sorme. Tenemos muchas cosas de que hablar, y quiero regresar a París esta mis-
ma noche. Hay muchas cosas relacionadas con usted que me sorprenden e intrigan. Por lo que sé es como si tuviera
acceso a una gran cantidad de información. Eso puede significar sólo dos cosas: que alguien se mostró excesivamente
indiscreto o que ha descubierto documentos de cuya existencia no teníamos la menor idea.

Guardó silencio, sin duda esperando que yo dijera algo, pero como no fue así, continuó:

—Eso significa que usted es alguien, pero más que eso : acabo de descubrir que usted es un auténtico prodigio. Nuestro
amigo Körner me ha dicho que ha venido realizando durante dos años de paciente trabajo algo que podría parecer una
tarea imposible. Y supongo que no estaba exagerando...

No dije nada y, al cabo de un rato, continuó :

—Interpretaré su silencio como una aceptación. —Dejó la pequeña taza de café a la turca, frente a mí—. ¿Quién es
usted? ¿De dónde procede? ¿Cómo es que sabe tanto?

—Me llamo Gerard Sorme y soy escritor. Y sobre cómo sé tanto, la respuesta es que no sé mucho.

Nuri me ofreció un platito con pequeños pastelillos aromatizados con canela. Su sabor me pareció muy agradable.

—Una extraña declaración. Me pregunto si le importaría que investigara su veracidad.

No sabía con exactitud lo que quería decir, pero dije que no me importaba en absoluto. Seguidamente mi anfitrión apretó
un timbre. Ninguno de los dos habló durante unos minutos. Me producía una sensación agradable el estar sentado allí, en
silencio. Había algo en la personalidad de Nuri que hacía que todo pareciera natural.

De pronto, la puerta se abrió lentamente y un hombre entró en la habitación. Tuve que mirar con mucha atención hasta
decidirme a afirmar que en efecto era un hombre. Su pelo de color estopa era lacio y largo y su rostro tenía el aspecto de
un hombre al que le hubieran extraído hasta la última gota de sangre y secado sus venas. En cuanto a sus ojos eran tan
pálidos que no tenían color alguno. Aunque vestía ropas de árabe —una túnica de sucio color amarillo—, no cabía duda
de de que era un occidental. Nuri no le prestó la menor atención. El hombre se sentó en un taburete alto, situado entre
nosotros dos. Vi que los dedos de sus pies y sus manos eran largos y huesudos, como el protagonista de una película de
terror, con las uñas amarillas, gruesas y torcidas.

Nuri me explicó:

—Éste es Boris Kahn —el hombre nos ignoró y siguió con la mirada fija en el espacio—. Solía ganarse la vida
leyendo el pensamiento en el teatro. Sus poderes se habían desarrollado hasta tal punto que, asustado, se convirtió en un
adicto a la heroína. Lo encontré una noche arrastrándose en la acera con el cuello roto, pues se había caído desde un
segundo piso. Ahora viaja siempre conmigo cuando tengo que realizar negocios importantes. Carece por completo de
mente, de inteligencia. pero sabe cuándo la gente dice la verdad y cuándo no.

Tomó un cigarrillo de su pitillera de oro y me preguntó :

—¿Le dijo a usted St. Leger que yo era el Gran Maestre?

—No.
—Lo suponía, pero quería estar seguro.

Contemplé a «Boris» con curiosidad. Éste miraba con avidez el plato de pastelillos de canela que tenía sobre mis ro-
dillas.

—¿Cómo indica cuando alguien está mintiendo u ocultando la verdad?

—Será fácil organizar una demostración.

Nuri hizo chocar sus dedos como haría para comunicarse con un perro y señaló la ventana. Boris se dirigió allí
rápidamente y se ocultó tras las pesadas cortinas de terciopelo. Nuri apretó otro botón que había encima de la mesa.
Como treinta segundos después se oyó un ruido de pisadas sobre la alfombra de la habitación próxima. Se abrió la puerta
de comunicación entre las dos habitaciones y entró una muchacha. Se detuvo junto a la puerta, me miró con ojos descon-
fiados y se lanzó al cuello de Nuri haciendo unos ruiditos absurdos. Llevaba unos pantalones árabes y una blusa de seda,
pero la ropa era tan transparente que podía decirse que iba completamente desnuda. A mi juicio, podría tener unos die-
ciséis años, pero su figura estaba bien desarrollada y su cabello era largo y negro. Besaba a Nuri repetidamente como una
niña que da la bienvenida a su tío favorito. Nuri sonrió con indulgencia y la dejó hacer durante un rato. Después me dijo:

—Ésta es Kristy, la pequeña de nuestro hogar —la chica se sentó sobre sus rodillas—. ¿Cómo está nuestra nenita?

Su mano se deslizó dentro de los pantalones transparentes y la muchacha, obediente, abrió las piernas. La mano de Nuri
acarició sus genitales—. ¿Te has portado bien?

La niña afirmó con entusiasmo, con el rostro vacío de expresión, como el de una muñeca. Se me ocurrió pensar que
Nuri tenía una especial predilección por la gente desprovista de inteligencia.

—¿Ha tenido la nenita algún otro amante desde que estuve aquí la última vez?

La muchacha trató de dar a su rostro una expresión de inocencia y negó enfáticamente con la cabeza. Nos llegó un ruido
extraño desde detrás de la cortina, una especie de «chu-chuck-chuck», como si se tratara de un animal tosiendo. La chica
se precipitó hacia la cortina, la corrió y descubrió tras ella a Boris al que cogió de los cabellos. El hombre estaba echado
sobre el suelo, con la mejilla pegada a la alfombra y el trasero, un tanto levantado. Ni siquiera se movió cuando la
muchacha le dio una patada en las costillas.

—¡Embustero! .

La joven volvió corriendo hacia Nuri y de nuevo le echó los brazos al cuello.

—La nena no miente, él es el embustero...

Nuri la acarició afectuosamente.

—¿Cuántas veces?

—Ninguna.

Movió la cabeza y a su rostro volvió la expresión de exagerada inocencia. De la garganta de Boris surgieron los
mismos ruidos guturales de antes. La joven iba a levantarse y correr de nuevo para atacar a Boris, pero Nuri la sujetó
con fuerza de la muñeca y repitió su pregunta :

—¿Cuántas veces?

La niña se estremeció :

—Tres.

Boris dejó escapar el mismo ruido. La muchacha gritó dirigiéndose a Boris:


—¡Te voy a matar!

Nuri dijo con tono indulgente:

—La nena es ninfómana, ¿verdad que sí?

—No —respondió con la expresión de un cuáquero.

—La nena se ha ganado unos azotes, ¿verdad que sí?

—No —dijo ella—. Es un embustero.

—¿Cuántos?

Miró a Boris antes de responder:

—Siete.

Boris, en esta ocasión, no dejó escapar sonido alguno.

—¿Hombres o veces?

—Hombres.

—Siete azotes, en tal caso.

La muchacha se levantó, se bajó los pantalones hasta las rodillas y se dejó caer sobre el regazo de Nuri como una
niña para ser azotada en el trasero. El millonario tomó una fusta de cuero de debajo de la silla, la alzó y golpeó con ella
las sonrosadas nalgas de la chica. Fue un golpe fuerte y ruidoso. La niña dejó escapar un grito contenido, que se hizo
más sincero y fuerte cuando los azotes se repitieron seis veces. Al sexto la chica cayó de rodillas, pero Nuri movió la
cabeza y dijo :

—Uno más todavía.

La niña se puso de nuevo en la postura anterior y Nuri la golpeó fuertemente por última vez. A continuación se
volvió hacia ella y le ordenó :

—Ahora puedes irte.

Cuando se hubo marchado, Nuri se dirigió a mí.

—Ahora, señor Sorme, ¿dice usted que no sabe nada de la Secta del Fénix?

—No he dicho eso, sino que sé menos de lo que usted parece suponer.

—No sé cómo puede ser eso cierto.

Ambos miramos fijamente a Boris. Éste estaba sentado en la alfombra con la cabeza apoyada en sus rodillas. Tenía
una expresión de extrañeza e incomprensión.

Nuri volvió a mirarlo.


—¿Qué es lo que quiere decir, Boris? —le preguntó. Boris se lo quedó mirando con una expresión vacía en sus ojos
pálidos, como si tratara de evitar el responder a la pregunta fingiendo no entenderla, pero cuando la mirada fija dura de
Nuri siguió clavada en sus ojos, dijo en voz baja tartamudeando :

—Él.., él es más de una sola persona...

—¿Es eso lo que quiere decir, señor Sorme?

—Creo que será inútil que trate de explicárselo. Dudaría usted de mi estado de salud mental.

Nuri volvió a mirar a Boris y le preguntó con una voz que parecía el restallar de un látigo :

—¿Qué quiere decir?

Boris, asombrado y sorprendido, dijo con su débil voz gutural :

—Él es alguien llamado Esmond. Nuri volvió sus ojos hacia mí. Pude ver que su rostro tenía una expresión muy
amenazadora.

—¿No es usted Gerard Sorme?

—Sí.

—¿Y quién es Esmond?

—Ya lo sabe usted. Esmond Donelly.

Me miró con dureza, como preguntándome si me había entendido bien. Después, con gran sorpresa, vi que su rostro
se ponía extremadamente pálido, como si perdiera hasta la última gota de sangre y su mirada se quedaba fija, perdida en
el vacío.

—Eso es imposible —me dijo; pero de repente su voz adquirió un tono de emoción.

En esos momentos, Esmond comenzó a mirarlo con mis ojos fijos en los suyos. El rostro de Nuri cambió de expresión.
Me hubiera gustado mirar en el interior de un espejo para ver lo que él estaba viendo. Pero fuera lo que fuese, su visión
lo convenció. Le costó varios segundos controlarse. Sus labios estaban blancos y las cicatrices se enrojecieron en su
rostro grisáceo. Me dijo:

—Entonces tenía usted razón. Aprendió a regresar. Esmond se limitó a hacer un gesto afirmativo. Boris miraba a Nuri
con gesto de terror, como un animal que no acaba de comprender por qué su amo estaba asustado. Nuri se le vantó y se
acercó al armarito de las bebidas. Se sirvió un vaso con mano temblorosa y se lo bebió de un golpe. Lo que fuera —tenía
un color claro, transparente, como arrack— hizo que sus ojos estuvieran a punto de llenarse de lágrimas y se le cortó por
un momento la respiración. Se secó el sudor que cubría su rostro mientras miraba a Esmond, como si esperase que todo
aquello hubiese sido un error. A continuación, dijo :

—Perdóneme, pero no esperará que acepte eso así, con tanta facilidad —se acomodó en la silla y cerró los ojos.

Mirando con los ojos de Esmond me pregunté sorprendido cómo había sido convencido con tanta rapidez. Esmond espe-
raba. Era su momento. Nuri se sentó y le hizo un gesto a Boris al tiempo que le ordenaba con tono enérgico :

—¡Márchate, Boris! Éste se apresuró a salir. Cuando nos quedamos solos Nuri preguntó :

—¿Qué es lo que desea? ¿Que renuncie al cargo de Gran Maestre?

Con tono paciente Esmond le respondió:


—No. Yo no podría ser el Gran Maestre aunque quisiera. El señor Sorme tiene otras cosas que hacer. Pero debe renun -
ciarse al acuerdo de 1830.

Sin excusarse ni ofrecer una bebida, Nuri se dirigió de nuevo al mueble bar y se sirvió otro trago.

—No veo el modo de que eso sea posible. Sería una ruptura de nuestro juramento.

—Es la única salida, créeme —estaba hablando con tono paciente y tranquilizador—. Escúchame, Xalide, no estoy
culpándote de nada. Has sido un excelente Maestre, pero han ocurrido cosas muy importantes. Incluso ese Körner es un
portento del futuro. Se está desarrollando un nuevo tipo de hombre. La mente humana está alcanzando poderes que yo
mismo apenas si pude suponer. En muchos aspectos este señor Sorme sabe más que yo. Debes estar dispuesto a jugar un
importante papel en el futuro y esto no puede hacerse si la sociedad continúa siendo secreta.

Nuri dijo:

—Los otros dominós no darán jamás su conformidad.

—No les quedará más remedio. Este hombre, Sorme, lo sabe todo sobre nosotros y publicará todo lo que sabe. Y tu
principal obligación será protegerlo.

Nuri volvió a sentarse. Poco a poco iba controlándose, volvía a ser dueño de sí mismo. Pero me dio la impresión de
que había envejecido diez años.

—Escúchame, Xalide, déjame que te lo explique. Cuando me uní a la secta, hace doscientos años, era una sociedad de
lascivos. Su idea básica era que una pequeña élite de elegidos debía tener absoluta libertad sexual. Era una buena idea, en
tanto que se correspondía a la época, y yo la acepté. Hice lo mismo que hacían los demás, divagué sobre magia, poesía, el
éxtasis místico de introducir una polla en un coño extraño. Poseía el necesario poder interno y lo fui desarrollando hasta
que no hubo ni una sola mujer que pudiera resistirme más de un día o dos. Sabes algunas de las cosas que hice. Persuadí
a novicias que me entregaron su virginidad en el curso de una sola tarde. Me he acostado con tres reinas y ocho princesas.
He poseído mujeres que sólo hacía diez minutos que conocía, mujeres inhibidas que después pensaban que habían sido
embrujadas. A los treinta y cinco años de edad tenía tras de mí una vida sexual más completa que ningún otro hombre en
el mundo haya tenido jamás. Después de esa edad empece a superarme. Me sentía cansado de ser un mero instrumento de
una fuerza que no comprendía. En una ocasión, mientras me sentía como un dios en el momento del logro definitivo me
hice esta pregunta: «¿Es éste el auténtico Esmond Donelly? ¿O soy el libertino de moda que utiliza su intelecto y su
sinceridad para seducir a mujeres inteligentes?» Un día en Moscú, vi cómo un cochero apaleaba a su caballo y, antes de
que yo le rompiera los dientes a aquel individuo, me sentí enfermo por su repugnante sadismo. Más tarde, ese mismo día
me llevé a la mas joven de las hijas del zar a un pabellón de su casa de verano y logré persuadirla de que me entregara su
virginidad; cuando mi pene se iba abriendo camino en el interior de su cuerpo, tuve una visión : era el rostro del coche ro
apaleando a su caballo y me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo que él, es decir, obteniendo placer mediante
la imposición de mi voluntad sobre alguien más débil, gozando de esa sensación de poder. Y comprendí que eso era lo
que venía haciendo desde hacía veinte años, repitiendo el mismo acto, como si con él tratara de convencerme a mí mismo
de que yo no era un estúpido aburrido como los demás jóvenes. De repente me sentí miserable y avergonzado. Mi
revulsión se convirtió en una sensación de pesar por la muchacha e incluso llegué a cometer la tontería de pedirle que se
fugara conmigo para casarnos; pero en seguida me di cuenta de que eso no sería más que meterme en un callejón sin
salida. Ése es el clásico final de los libertinos arrepentidos : tratan de sentirse morales tratando a una chica como a un ser
humano en vez de como a una ciudad sitiada. En realidad esto tiene tan poco de moral como entregar una moneda a un
mendigo para tranquilizar la propia consciencia. La respuesta no estaba en sustituir una forma de estupidez por otra, sino
en tratar de comprender la naturaleza de esa voluntad de lascivia que ha bía venido persiguiendo por debajo de las
enaguas durante veinte años.

»Cuando regresé a Irlanda, vi a una muchacha que había conocido años antes y a la que seduje cuando tenía quince
años. Me volvió a la memoria el recuerdo de aquel verano, en el granero detrás de nuestra casa. Entré en él y recordé
hasta el menor detalle de lo que allí me había sucedido. Y fue entonces cuando comprendí lo que había ido mal, dónde
había errado. Cuando poseí a Minou y a Delphine esperaba un futuro de potencialidad infinita. Confiaba en que la vida
me trataría como a un niño mimado y preferido. Y, en realidad, así fue. Pero después me permití el lujo de volverme
pasivo en exceso. Acepté el placer, pero sin hacer el menor esfuerzo real. La primera vez que poseí a Minou me sentí
como un dios. Pero cientos y cientos de nuevas seducciones no lograron redimir esa promesa de divinidad. Por el
contrario, la destruyeron al convertirla en hábito.

Se calló. Su voz —difícilmente podía llamarla mía pues incluso a mi me sonaba distinta— había tenido un efecto sua-
vizador, tranquilizador sobre Nuri, que posiblemente era lo que había intentado. Debe recordarse, además, que Esmond
estaba usando mi cerebro y mi vocabulario; mi asociación de recuerdos podía expresar mejor sus ideas que su lenguaje
natural, pues las palabras se sucedían rápidamente, como un torrente, hasta tal punto que a veces me costaba trabajo
seguir su exposición. El esfuerzo de concentración había calmado a Nuri, devolviéndole su autodominio. Esmond dijo :

—¿Puedes seguir el curso de mis pensamientos?

—Lo que me está contando no es nuevo para mí. Con frecuencia he tenido esos mismos planteamientos, pero no he lo-
grado dar con la respuesta.

—La respuesta está más cerca de lo que crees. El señor Sorme casi llegó a encontrarla por sí mismo. Yo tuve una gran
ventaja, pues siempre me consideré como un niño prodigio favorecido por la naturaleza. Eso es importante, el optimisma
que nos da empuje y decisión. Yo tuve la audacia de poner en duda el que esos estados de semejanza con los dioses
representaran la verdad de mi ser interior. Cuando comprendí que la respuesta era negativa sólo me restaba una simple
cuestión : ¿por qué la mente volvía a sumirse de nuevo en un estado de torpeza cuando el orgasmo había concluido?

—Probablemente se deba a que no podemos mantener la intensidad. Una cafetera que sigue hirviendo mucho rato sobre
el fuego acaba por vaciarse pronto.

—No. Ésa es una forma de pensar equivocada. El éxtasis del orgasmo no es el resultado de una emisión de energía, sino
de la visión que le acompaña. Uno puede tener el orgasmo sin esa visión cuando la mente está cansada. O se puede lograr
la visión sin el orgasmo cuando la mente se queda absorta en la poesía o la música. ¿Se cansará uno más que un ciego
simplemente por el hecho de que puede ver cosas que a aquél se le escapan al serle invisibles? No. Ocurre todo lo
contrario, puesto que el ciego puede aburrirse más fácilmente y el aburrimiento produce cansancio. No, la clave del
asunto está en la visión y yo comprendí muy pronto que si perdemos esa visión es debido a que dejamos de tratar de
verla. Nos relajamos, nos alejamos de ella, como el hombre que, aburrido, bosteza y cierra los ojos.

»He conocido —continuó— hombres santos que han caminado sobre montañas y desiertos en busca de esa visión, la
constante aceptación del mundo como un misterio. Ahora comprendo su obsesión por los grandes espacios abiertos. El
hombre ha desarrollado la capacidad de concentrarse en cosas pequeñas, ínfimas, como un relojero suizo. Y así, al igual
que ese relojero, ha acabado por convertirse en corto de vista, hasta el punto de que después es incapaz de mirar a lo
lejos. Los hombres santos trataban de corregir su miopía buscando grandes espacios para ver a distancia. Y ahora
conozco la razón por la que estaban desperdiciando su tiempo: trataban de cambiar una facultad por otra y perseguían las
montañas del mismo modo reiterativo y monótono que yo perseguía mujeres.

»¿Me comprendes? —preguntó tras un instante—. Tan pronto como llegué a adquirir plena consciencia de la
posibilidad de una visión más amplia, reconocí que dependía del desarrollo de nuevas facultades y poderes de la
voluntad. Al principio hice lo que resultaba más claro. Cuando la fuerza del orgasmo inundaba mi cerebro, trataba de
apoderarme de él, de sujetarlo, de impedir que retrocediera. Muy pronto me di cuenta de que con ello estaba
desarrollando un notable poder de concentración. Es cierto que no lograba sostener la intensidad del orgasmo, pero una
vez que mi mente conseguía elevarse, como el águila joven que planea en el aire, podía concentrarme en la extensión y
agrandamiento de mi visión. El mayor defecto del hombre es su timidez. Cada vez que pierde el sentido de propósito, se
inmoviliza o retrocede. El aburrimento le hace caminar en círculo y pierde la mayor parte de su vida en ese estado. La
persecución del amor le da un contacto momentáneo con los ocultos manantiales del propó sito. Ésta fue la más honda
justificación de nuestra secta. Pero la auténtica necesidad es, simplemente, convertir ese manantial en fuente inagotable.
Con ello se haría imposible el aburrimiento, pues éste es el equivalente a perder el camino en el desierto. Una vez que se
inventó la brújula, esto dejó de ser problema. Pensé que mi misión era concentrarme hasta lograr desarrollar el
equivalente a esa brújula un conocimiento claro de mi proposito. Vi que el aburrimiento era el mayor enemi go de esa
sensación que nos hace sentirnos como dioses y que todas mis fuerzas debían encaminarse sólo en esa dirección, en la
derrota de ese enemigo.

—Y lo consiguió —dijo Nuri—. Logró el triunfo.

—Sí, y tú podrás triunfar también. Tendrás que procurar por todos los medios que así sea. Y Sorme también lo con -
seguirá. Y cuando una docena de hombres lo haya conseguido les seguirá el resto de la raza humana. La fuente del propó -
sito no brota en las grandes profundidades y todos podemos descubrirla. Incluso esa chica que estaba aquí tiene suficiente
poder para ello si se la dirige adecuadamente. No es más que un truco mental, como saltar sobre un caballo al galope.

La imagen que yo puse en la mente de Esmond era la de un hombre que utiliza una ola para resbalar con su «surf»,
pero él no pudo comprenderla. Esmond carecía de conceptos para explicarse por completo; la noción de la promoción de
un nivel del ser a otro, el reconocimiento de que la personalidad humana consiste en una serie de plataformas. Pero yo los
tenía.

—¿Puedo hacerle algunas preguntas? —dijo Nuri—. ¿Dónde está usted ahora? ¿Existe, literalmente, otro mundo más allá
de éste?
—Lo que llamas «este mundo» es apenas lo que uno puede ver por el ojo de una cerradura. Es como si llamáramos
«mundo» a esta habitación en la que ahora estamos sentados. El señor Sorme puede explicarte esto mejor que yo. Él se ha
referido a los mundos de vida. En lo que se refiere al lugar donde ahora estoy, no podría explicarlo fácilmente. Al
desarrollar el poder de mi voluntad, comencé a comprender cosas que deberían ser autoevidentes. Cuando uno está
cansado, el espíritu se mantiene estrechamente abrazado al cuerpo. A medida que uno se hace más sano y lleno de
vitalidad, más fuerte se hace esa sensación de controlar el cuerpo a distancia, como el halconero controla sus halcones.
En determinado punto del ciclo mental se hace posible para él conseguir un grado determinado de control sobre el cuerpo
que antes ni siquiera podía imaginarse. Cuando se consigue esto, pueden realizarse todo tipo de cosas extrañas. Por
ejemplo, yo puedo proyectar lo que llamarías mi cuerpo astral a grandes distancias.

—¿Fue eso lo que ocurrió cuando usted hizo acto de presencia en la reunión de Berlín en 1830?

—Exactamente. Pero no debes sobreestimar la importancia de este poder. No es más que un subproducto. Lo importan te
es el nuevo grado de control sobre el cuerpo. Una vez que éste se ha logrado es casi imposible morir.

Nuri dijo:

—Pero usted murió.

—Ya lo estás viendo.


—Su cuerpo murió en 1832. Está enterrado en el mausoleo familiar en Irlanda.

Esmond no dijo nada. Sus recuerdos quedaron cerrados incluso para mí. Al cabo de un rato volvió a hablar :

—Bien, no perdamos el tiempo en cosas irrelevantes. Déjame decirte sólo una cosa, que el señor Sorme ha sido un ins-
trumento inapreciable y que debes tratarlo con la misma confianza que me tratarías a mí. A cambio, él estará en condicio-
nes de ayudarte mucho. Tanto como yo, el señor Sorme no está básicamente interesado en la sexualidad. En cierto
aspecto es un puritano, pero creo que ha visto algunas posibilidades interesantes en el grupo de Körner. Tú podrás
mostrarle cosas aún más interesantes. Confío en que lo harás así.

—¿Y usted? ¿Volverá a marcharse?

—No. Pero no puedo seguir imponiéndome al señor Sorme. Él tiene su propio trabajo que realizar.

Dije en voz alta para que Nuri también se enterase:

—Puede volver a mi cuerpo siempre que lo desee.

—Gracias. Es usted un excelente anfitrión.

—De nada. Nuri intervino:

—¿Qué desea usted que haga ahora?

—Nada. Concéntrate en el truco de saltar sobre el caballo a galope. Y recuerda una cosa: el pesimismo es un peso muerto
en torno a nuestros pies. La derrota siempre se produce porque nosotros mismos nos la buscamos. El señor Sorme te pue-
de explicar esas cosas mejor que yo. Tiene su propio sistema filosófico basado en un hombre llamado Husserl. Ahora,
querido Xalide, tengo que dejarte. Te quedaré muy agradecido si extiendes tu protección al actual Lord Glenney, el
descendiente de mi amigo Horace. En él se contienen un gran número de elementos de Horace, por lo que, en cierto
modo, debes de conocerlo como su reencamación. No le cuentes nada de lo ocurrido a ese estúpido de St. Leger. No es
merecedor de nuestra confianza.

Se marchó y Nuri y yo nos quedamos solos. Nuri no estuvo seguro de ello hasta que le dije :

—Se ha ido.

—Bien, señor Sorme —me dijo—-, creo que nos hemos ganado un buen trago de... ¿whisky?

—Un poco, gracias.

Mientras me servía le pregunté:

—¿Cómo sabía usted que Esmond intentaba regresar?

—Existe una tradición, señor Sorme, que dice que jamás murió y que el cuerpo enterrado en el panteón familiar es el
de un mendigo. Se refirió a esto con bastante extensión en sus diarios, los cuales tengo en mi casa en la isla de
Hendorabi. Usted y su familia serán muy bien recibidos como mis invitados si desea examinarlos. Terminan en 1800. lo
cual es algo que siempre me extrañó. Ahora lo comprendo.

—Hay algo que me hubiese gustado preguntarle. ¿Renunció al sexo después de conseguir esa especial visión del
asunto?

—Creo que estoy en condiciones de responder a eso. ¿Ya sabe que eligió a la menor de las hermanas Ingestre como
una especie de divinidad y que más tarde esa mujer se convirtió en sacerdotisa en la sede principal de la secta en
Constantinopla? Ya podrá leerlo en sus diarios. Creo que la eligió a ella porque tenía cierta gracia que la hacía más
femenina que a ninguna otra mujer de las muchas que conoció. Cuando Esmond se convirtió en el Gran Maestre de la
secta, en 1810, fue tratada como una especie de divinidad. Después su hija y su nieta ocuparon su lugar. Se
suele comentar que Esmond fue el padre de su hija.

—¿Quién escribió los libros atribuidos a Esmond, como La Desfloración de las Doncellas y otros
semejantes?

—Lo escribió el propio Glenney cuando trataba de desacreditar a Esmond en el seno de la secta. Pero
después hubo más plagios y falsificaciones. En su calidad de Gran Maestre, es lógico que a Esmond se le
atribuyeran varias obras, como cualquier elizabetano hubiera querido atribuir sus obras a Shakespeare.

—¿De qué murió Esmond?

—En eso hay algo que me intriga. Su biógrafo Ismat al-Is-takri nos cuenta que sufrió una hemorragia
cerebral después de una ceremonia en la que poseyó a quince vírgenes. Esta versión es plausible, pues en su
calidad de Gran Maestre tenía, en ocasiones, que participar en ceremonias de ese tipo. Pero, sin embargo,
nunca he estado dispuesto a aceptar del todo esa historia. Y ahora menos que nunca.

—Su biografía, ¿está escrita en inglés?

—No. Por desgracia está en árabe, pero puedo ordenar que la traduzcan para usted.

Miré el reloj y me sorprendió ver que eran más de las seis. Pensé que Angela estaría preocupada por mí,
por lo que le pregunté a Nuri si podía hacer una llamada telefónica. Tenía razón. Angela y Alastair estaban
discutiendo sobre la conveniencia de alarmar a la policía. Las tenebrosas insinuaciones de St. Leger sobre el
asesinato de Glenney les habían preocupado. Mientras seguía hablando con ellos por teléfono, el discreto
mayordomo se me aproximó en silencio y me dijo casi en un susurro :
—Perdóneme, señor, pero el señor Nuri sugiere que tal vez desee usted invitar a sus amigos para que
vengan a cenar aquí esta noche.

Transmití la invitación a Angela y Alastair que la aceptaron de inmediato.

Cuando regresé a la biblioteca, Nuri se había cambiado y tenía una bellísima bata, magníficamente bordada.
Cuatro muchachas con vestidos transparentes estaban de pie detrás de su sillón. Me preguntó:

—¿Ah, señor Sorme, aceptaron sus amigos la invitación? Cenaremos dentro de una hora. ¿Conoce las propiedades
relajantes de un baño de Imrali? Fue inventado por un Gran Maes tre turco del siglo XVII. Estas jóvenes señoritas
conocen el arte a la perfección. Le sugiero que tomemos uno antes de cenar y quizá quiera explicarme mientras tanto
cómo llegó usted a oír hablar de Esmond Donelly.

Ése fue el preludio de una de las veladas más interesantes que jamás tuve en mi vida, pero no es éste el lugar apropia-
do para explicarla con detalle. La historia de la Secta del Fénix es tan compleja y rica que sería poco justo hablar aquí de
ella. Cuando haya puesto fin a mi tarea de editar los documentos y las obras de Esmond Donelly, espero dedicarme a
escribir esa historia. Nuri también nos contó algo de su propia vida y acabó demostrándonos algunos de los notables
poderes que condujeron a su nombramiento de Gran Maestre. (Eso sucedió después de una espectacular lucha con
Ludwig Binding, el dominó alemán, que era, además, un ex nazi. Bindig dirigió el famoso «campo-sexual», cuya
existencia ha sido negada, recientemente, por algunos historiadores modernos alemanes.)

Nos fuimos a dormir agotados en las primeras horas de la madrugada. Cuando nos despertamos, Nuri ya se había mar-
chado a París. Ese mismo día, por la tarde, tomé el avión para Shannon donde me esperaba Diana. A nuestra llegada a
casa encontramos un telegrama de Nuri, en el que nos preguntaba si podíamos ir a reunimos con él el próximo fin de
semana en su residencia de Hendorabi. Su avión privado nos recogió en Shannon. En los cuatro meses siguientes a esa
cita nos tostamos al sol y escribí este relato de mi investigación sobre Esmond.

Mis investigaciones en los archivos de Xalide Nuri, ayudadado por su excelente bibliotecario, el doctor Fa'iq Khassa, me
dieron respuesta a la mayor parte de los interrogantes sobre Esmond y sobre la historia de la secta en los últimos años del
siglo XVIII y principios del XIX. Los resultados serán publicados en el momento debido. Angela, que está trabajando
también en este terreno, ha reunido ya el material básico para una biografía de Esmond que posiblemente escribiremos en
colaboración.

El problema principal con el que me enfrento al escribir la historia de esta investigación es hasta qué punto puedo ser
veraz en el relato de algunos episodios. He aceptado la sugerencia de Fleisher de escribir las cosas tal y como me
sucedieron y dejar que sea él quien decida qué modificaciones son necesarias (1). Debo confesar, también, que hasta
ahora no he permitido que Diana lea el manuscrito. Por suerte para mí, es una mujer muy comprensiva y, además, echaré
la mayor parte de la culpa a la influencia de la personalidad de Esmond.

(1) Cuando este libro estaba en la imprenta, en la etapa de corrección, supe que los restos del coronel Donelly fueron
encontrados en su granja incendiada. No se sospechó que se tratara de un crimen. En vista de ello he vuelto a redactar los
pasajes relacionados con el coronel Donelly en la forma como los escribí originalmente.

¿Y qué hay de Esmond? Después de la tarde en la Brook Street, en la casa londinense de Nuri, he sentido ocasional mente
su presencia, pero no estoy del todo seguro de que no se trate de mi imaginación. A veces pienso en un curioso inci dente
que tuvo lugar la última noche que pasé en casa de Nuri. Boris había realizado una exhibición de sus poderes
parapsicológicos en beneficio de Angela y Alastair. Nuri lo puso en trance hipnótico y sus respuestas a preguntas
relacionadas con nuestras vidas fueron tan acertadas que nos causaron terror. Antes de despertarlo, Nuri nos preguntó si
teníamos alguna otra pregunta que hacerle al hipnotizado:

Angela dijo:

—Sí. ¿Puede decirnos dónde está Esmond en estos momentos?

El rostro inexpresivo de Boris se volvió hacia mí

—¡Él es Esmond!
NOTA SOBRE «EL DIOS DEL LABERINTO»

En un determinado momento del año 1968, el Daily Telegraph publicó un artículo editorial en el que se deploraba el
creciente aumento de la pornografía que se imprime en la actualidad y nos citaba a Brigid Brophy y a mí como dos de los
escritores «serios» que tratan de conseguir grandes tiradas de sus libros con episodios picantes que hubieran sido objeto
de persecución judicial en una época menos liberal que la nuestra. No tomé postura con respecto al citado artículo
porque, en realidad, es cierto que lo que he escrito sobre la sexualidad y el sexo en algunos de mis libros no hubiera sido
permitido hace cincuenta años. Yo no creo ser un escritor de pornografía; pero si alguien opina lo contrario puede
hacerlo, pues, ¿no se trata sólo de una cuestión de punto de vista? Unas semanas más tarde, el artículo, distribuido por un
sindicato de Prensa, fue publicado en un diario de Nueva Zelanda y un lector escribió una carta indignada
defendiéndome. Señalaba que más de la mitad de mis libros están dedicados a temas de filosofía, arte, música y literatura,
y que mis siete novelas, cuatro tienen poco o nada de sexo. Cuando leí esa carta que dé convencido. No era un escritor de
pornografía. Es cierto que un librero de Nueva Inglaterra tuvo que comparecer ante la justicia por exhibir mi The Sex
Diary of Gerard Sorme, pero no ocurrió nada. La opinión del juez fue que aunque el libró en cuestión probaba que yo, su
autor, estaba totalmente desprovisto de talento literario, desde el punto de vista jurídico no podía ser considerado como
obsceno.

Unas semanas después de la publicación del artículo del Telegraph, una firma de abogados me preguntó si estaba dis-
puesto a comparecer como testigo en favor de un librero de Bradford acusado por vender My Secret Life, la autobiografía
sexual de un victoriano anónimo. Les respondí que estaba demasiado ocupado para hacer el viaje a Yorkshire —un viaje
de dos días desde Cornwail—, pero que sí estaba dispuesto a permitir que citaran mi opinión acerca de que el libro no era
pornografía y debía ser publicado sin problemas en Inglaterra. Me ofrecí a escribir una carta al respecto. Mientras
pensaba cómo redactarla, vi las dificultades con las que tenía que enfrentarse la defensa. My Secret Life carece de mérito
literario. Cuando fue publicada en América por la editorial Grove Press, se argumentó que se trataba de un documento
social muy valioso de la Era Victoriana, lo cual tampoco es cierto. Un sociólogo puede aprender más leyendo diez
páginas de Charles Booth o Henry Mayhew que de las tres mil páginas de My Secret Life. Su autor es la versión
masculina de una ninfomaníaca. El sexo era su vocación. Probó todo tipo de experiencias sexuales durante cuarenta años,
más o menos, y después decidió que aquello había sido tan fascinante que valía la pena escribirlo. ¿Quién puede negarle
la razón? Es cierto que no todo el mundo querrá leerlo, pero tampoco a todo el mundo gusta de leer biografías o
autobiografías de militares, políticos o viajeros. Por tanto, éste no es un argumento válido.

Ni siquiera puede decirse que My Secret Life fuera escrita «sin intención obscena», o como quiera que sea la frase al
respecto. Había gozado con el sexo y después disfrutaba escribiendo sobre él. Aquel tipo era un hombre de mente aburri-
da y sucia, puesto que escribir sobre el sexo y la sexualidad tan extensamente es índice de una cabeza vacía. De todos
modos el libro es real. Se trata de la vida de un hombre, del mismo modo que los documentos que Webbs estudió para es-
cribir su historia de los sindicatos británicos son un «hecho». Estoy de acuerdo en que se proceda contra la publicación de
cierto tipo de hechos desagradables, como por ejemplo, los detalles de un asalto sexual que llevó a un proceso por asesi-
nato, ya que esto podría conducir a crímenes imitativos. Pero cualquiera que imitara al autor de My Secret Life no
causaría ningún daño en particular ni llevaría a nadie a provocarlos, por lo que, en este caso, no podría aplicarse la
prohibición de utilidad práctica. Yo no veía ninguna razón para prohibir el libro, y menos para condenar a la gente que lo
vende a dos años de cárcel como se pedía para el librero de Bradford.

Pero el «hecho» argumental difícilmente puede ser aplicado a Sade y a Fanny Hill (cuya publicación también
defendería) sobre todo si se tratara de ediciones muy caras, de manera que su precio constituyese un filtro en lo que se
refiere a los menores. A mí no me gusta Sade. No creo que sea un personaje significativo, a la manera de Jean Paulhan y
la señorita de Beauvoir.

En lo que se refiere a Fanny Hill, Cleland admite que lo escribió por dinero, toda su rebeldía no es más que una
actitud infantil, como el escribir guarrerías en una tapia. En ningún caso me mostraría partidario de suprimir o prohibir
este libro. Se trata de un ejemplo primario de lo que Sainte-Beauve llamó «libros que se escriben con una sola mano». Se
trata de una obra sorprendentemente bien escrita y no hay nada en ella que un lector adulto no conozca.

Debe mantenerse la idea de que prohibir un libro, es decir, el declararlo no apto para el consumo público, es el
equivalente literario de ejecutar a un criminal o meter en la cárcel a un adversario político. Cuesta mucho trabajo
defender su imparcialidad. Como el índex de la Iglesia Católica o la quema de libros de los nazis, se trata de medidas que
sólo pueden defenderse basándose en dogmas aceptados. Se puede argumentar contra la venta libre de drogas o de licores
intoxicantes a menores por razones pragmáticas, ya que estas sustancias pueden causar daños físicos. Sabemos que la
resistencia corporal tiene un límite, sin embargo desconocemos los límites de la mente. No es consecuente aplicar este
tipo de argumentos con respecto a los libros.

Estoy de acuerdo en que esto pueda parecer una defensa muy especial, como la que emplearía un abogado inteligente
y audaz que, convencido de tener en sus manos un caso perdido, busca a pesar de todo la confusión para obtener ventaja.
Tuve esta idea al leer un gran número de escritos de muchos liberales opuestos a la censura. Pero cuando miré en mi
interior, supe que tenía una intuición muy clara y definida de lo que es pornografía y lo que no lo es. Permitidme que
explique la naturaleza de esta intuición.

Me parece que debo tomar como punto de partida un párrafo de mi autobiografía, Voyage to a Beginning:
«El héroe (de Ritual in the Dark) está obsesionado por la sensación de que existe un significado en la existencia
humana y que este significado está al alcance de la mente, en el caso de que ésta conozca el camino adecuado para
encontrarlo... Una de las "experiencias de significado" más común llega a través de la sexualidad y, en consecuencia,
del sexo; puede ser éste un valioso punto de partida en la búsqueda de un significado.»

(El subrayado de punto de partida es mío y lo hago porque creo que nada puede ser más fútil que el sexo llevado como
una especie de vocación, como en el caso de Casanova o Frank Harris.)

La sexualidad puede ser el punto de partida para la «búsqueda del significado», es decir, la negación del argumento de
Sartre de que «carece de significado el que vivamos y carece de significado el que muramos». Este argumento también se
aplica, obviamente, a D. H. Lawrence así como a aquellos libros míos a los que se refería el Telegraph al escribir su
artículo. A Sade se le puede defender porque también él consideraba el sexo como algo que contiene el significado de la
existencia humana. Es cierto que existen errores básicos en esta forma de pensar —el fallo de acomodarlos a la «ley de
los retornos disminuidos»— que invalidan su trabajo en un último y definitivo análisis. Se trata de un curioso
monumento al error, como la teoría geocéntrica del Universo, o la teoría flogistoniana de la combustión, pero seguirá
siendo útil como símbolo de un interesante fracaso. También podía ser un excelente punto de partida para la filosofía
existencial. Kirilov, de Dostoievski, afirmaba que no existe Dios, que el hombre es Dios y para probarlo llevó su lógica al
extremo del suicidio. Sade fue aún más lejos y lo utilizó como la defensa definitiva de la amoralidad. En ambos casos se
puede empezar una discusión fructífera.

Por mi parte, siento una sensación de auténtica pornografía cuando leo algunos libros que nadie pensó jamás en suprimir
o prohibir; libros como Orchids for Miss Blanáish o The Carpetbaggers, e incluso algunas de las novelas de James Bond.
Forster acusa a Joyce de tratar de cubrir de fango a todo el Universo. Está equivocado. La suciedad y la violencia de
Ulysses es intencionada, pues intenta provocar una reacción inversa, como la de un purgante. El propio Joyce reconocía
su semejanza literaria con Swift. James Charles Chase y Harold Robbins, sólo tratan de agradar... y de ganar dinero
agradando a sus lectores... El sexo y la violencia —en particular la vio lencia— tiene como único objetivo hacer la
comida más sabrosa. Se parecen a los encargados de un burdel, que están dispuestos a ofrecer alojamiento y placer a
cualquiera que pague por ello... Y cuando uno entra en sus redes a la luz del día, se tropieza con otra versión del
argumento de Sade : todo lo que causa placer es bueno por definición. Pero tanto Sade, como Voltaire y otros positivistas
lógicos modernos, están en contra de la noción «metafísica» de la bondad. Al respecto dice :

«Hay gente que afirma que la virtud, la autonegación, el autosacrificio, el espíritu público, el honor y la valentía son
cualidades buenas. Yo afirmo que esto no es más que una confusión de conceptos. Para el hombre realista, de alto nivel
mental, sólo es bueno aquello que es placentero.» En otro caso lo que hace no es más que negarse a sí mismo tratando de
demostrar esta tesis de manera exhaustiva. Lo único que en un caso así puede sorprendernos es que no hubiera enfermado
de aburrimiento antes de llegar al fin de Juliette. Sin embargo era consciente de los valores que trataba de erosionar.

En la actualidad nadie censura a Conan Doyle o a Rider Haggard, porque no eran tan inteligentes como Thomas Mann o
Aldous Huxley. Los primeros no eran más que unos «presentadores» y los «valores» por los que ellos abogaban —valor,
honor y todas esas cosas— no son en modo alguno contradictorios. Desde su época hasta nuestros días «los
presentadores» se han hecho más realistas, más sofisticados, pero, por desgracia, no se han vuelto más inteligentes. El
entertainer, el presentador animador, el showman como también hay quien lo llama en España, rechaza los valores
antiguos, pero no lo hace en nombre de una inteligencia buceadora, sino, simplemente, en nombre del entretenimiento, de
la idea de «dar al pueblo lo que el pueblo desea». Pero el rechazo de valores, si tiene que convertirse en una actividad
útil, debe estar plenamente consciente de la propia naturaleza. Cuando nos encontramos con gente que mantiene
opiniones, sobre las cuales no quieren pensar los llamamos, con toda razón, hipócritas o estúpidos. Y la objeción que
podemos oponer a esta forma de hipocresía o estupidez es la de que es algo que niega la vida. Para aprovechar mis
alimentos dispongo de un sistema digestivo y excretorio, sin el cual no podría mantenerme vivo. También poseo un
sistema mental digestivo y excretorio para enfrentarme con mi experiencia. Y mi «madurar» como ser humano depende
de este último lo mismo que el crecimiento de mi cuerpo depende del equivalente sistema físico. Si cualquiera de estos
dos sistemas se bloquea, me envenenaré lentamente. Ian Fleming y Harold Robbins no poseen un sistema digestivo y ex -
cretorio para entendérselas con los valores que rechazan. El resultado es un olor a podredumbre propio de un sistema
bloqueado que no puede dar salida a sus propios desperdicios. Si uno los lee durante mucho tiempo lo que se consigue es
una sensación de dolor de cabeza, de dispepsia, de futilidad, que equivale al resultado de un grave constipado.

Esta ley, desde luego, puede aplicarse, también, a otras obras literarias mucho más grandes e importantes Se tiene la
misma sensación de futilidad cuando se lee demasiado del Jean Christopher, de Rolland, o el Wolf Solent de Powys o
incluso. Guerra y Paz. Estos libros disponen de un sistema digestivo, pero no lo bastante potente como para
entendérselas con tanta «experiencia». Vale la pena subrayar que un sistema digestivo no es simplemente una capacidad
para el pensamiento abstracto. Huxley o Mann eran lo suficientemente inteligentes y, sin embargo, sus libros son
estáticos. Lo importante es la capacidad de un escritor para atacar sus experiencias, no sólo para «sufrirlas», sino para
superarlas e ir más allá de ellas.

Pese a su estilo un tanto monótono y a lo extenso de su obra, Dostoievski jamás aburre, debido a la sensación de
fuego fundidor que trata de consumir su material como un alto horno funde el hierro.

Esto define mi intuición sobre la naturaleza de la pornografía. Está unida a la cuestión del sistema digestivo. No se
les da arroz a los patos ni tampoco un «pudding» de sebo a un bebé, porque sabemos que sus respectivos sistemas diges -
tivos no podrían con ellos. Si lo hiciera así, aun conociendo el resultado, sería culpable de negligencia criminal. Lo
mismo debe aplicarse a un escritor que produce una pegajosa mezcolanza sobrecubierta de sexo y violencia destinada a
«un máximo común denominador» de lectores.

Esto explica por qué no considero a My Secret Lífe, Fanny Hill o las obras de Sade como auténtica pornografía. La
prueba que debe hacerse tendrá que demostrar si contienen ese elemento venenoso, de negación existencial. My Secret
Life es una obra que en ocasiones se hace tediosa y reiterativa, sobre todo después de leer las primeras cien páginas, pero
lo cierto es que no resultaba más ponzoñosa que Hansard o The Congresional Record. El narrador es aburrido y
estúpido, pero no es cruel ni malintencionado. Se puede hacer una objeción a los valores básicos de la obra : la tesis de
que el sexo es la experiencia humana más importante, pero eso son cosas que el lector puede tomar o dejar, aceptar o
rechazar. No hay nada que impida al lector poner en su tocadiscos un cuarteto de Beethoven después de haber leído una
docena de páginas. Lo mismo puede decirse de Fanny Hill. En lo que se refiere a Sade su lectura es del tipo que casi
requiere que se escuche ese cuarteto beethoviano. El problema con Madley Chase o Harolíd Robbins es que después de
haber leído unas cuantas páginas de alguna de sus obras nadie podrá mantenerla ca pacidad de gozar de la música de
Beethoven. Este tipo de música parecería irrelevante en ese mundo violento, vicioso, peligroso, en el cual vivimos, «un
ángel bellamente ineficaz» que viviese en un mundo absurdo y musical de sueños.

En resumen, la pornografía contiene un sentido que hace perder la base a los más auténticos valores. Si el arte es una
batalla entre la mente del hombre y el mundo material, el escritor de pornografía está de parte del mundo. Resulta intere-
sante observar que Fleming, Robbins y Hadley Chase, todos ellos, explotan el crimen tanto como el sexo y con
frecuencia los igualan a ambos en una ecuación de actividad destructiva. Shaw señaló que generalmente juzgamos al
artista por sus mejores momentos y al criminal por los peores. Esto puede significar que el arte podría considerarse como
el abogado de los mejores momentos contra los peores. El escritor que explota el crimen y la violencia, sólo para que el
lector se estremezca, se convierte, por el contrario, en el abogado defensor de lo más bajo. Y si además trata la sexualidad
de manera que se enlace con el crimen, como una de las actitudes más bajas del hombre, la ofensa se constituye en su
máximo exponente.

Pasemos ahora a la próxima etapa de la discusión. Debe observarse que Thomas Mann y Aldous Huxley también es-
taban preocupados por la batalla que riñe el mundo material con la mente y que ambos tendían a ser un tanto
derrotistas. Yo considero a Huxley casi tan depresivo como a Graham Greene, porque su mundo material siempre gana
aunque sólo sea por una cabeza. Habla de la afirmación de la vida, pero sea como fuere, lo cierto es que nada de ello
parece presentarse en sus libros. Sus personajes «afirmativos» son casi siempre desagradables y estúpidos: sus
personajes sensibles siempre débiles. Lo mismo puede decirse de Thomas Mann, pero su objetividad le hace menos
opresivo. La negación, aun cuando es un elemento vital de la pornografía, no está limitada únicamente a la pornografía.
Esto plantea la cuestión de hasta qué punto es válido el recíproco. ¿Es posible la pornografía sin que esté presente el
espíritu de negación vital?

Éste es un tema mucho más importante de lo que a primera vista pueda parecer. Es la cuestión de moralidad e in-
moralidad, de salud y decadencia, la que nos ha venido preocupando durante casi un siglo, desde las grandes
controversias entre Zola e Ibsen en la década de 1880-90. Los argumentos esgrimidos por ambas partes puede decirse
que, burdamente, eran los mismos. En una época tan temprana como 1782, Tho mas Jefferson escribió: «Aquellos que
trabajan la tierra son los elegidos de Dios... La corrupción moral de los cultivadores, en general, es un fenómeno del
que ninguna época ni ninguna nación dio ejemplo jamás.»

Aquellas sociedades simples y primitivas son semejantes a un cuerpo sano; el rechazo de la «corrupción» es una
función automática de la salud. Cuando los «dudosos», los insanos, los corruptos comienzan a hacer pie, significa,
ipso facto, que la decadencia ha comenzado. Si mi cuerpo físico se hace más sensible a los gérmenes, daré los pasos
necesarios para curarle, para ayudarle a que los rechace. Seguro que no los aceptará como una variación interesante de
la aburrida rutina de estar sano. Ésta es la línea de pensamiento seguida por Max Nordau en su Degeneration (1893);
la decadencia debe ser reconocida como lo que es y en ningún caso tolerada ni estimulada. El ensayo de Shaw, the
Sanity of Art llevaba como subtítulo : «Una exposición sobre la frecuente tontería de afirmar que los artistas son
degenerados» y su argumentación puede resumirse así: «No degenacionismo, desarrollo.»

Thomas Mann, que estaba escribiendo sus primeros relatos en esa época, adoptó una postura menos positiva (que
mantuvo durante toda su vida): cuando el arte se vuelve más sensible y sutil, se desarrolla y se degenera; es decir, que
evolución significa degeneración hasta cierto punto. Spengler dice lo mismo en La Decadencia de Occidente.

Shaw está en desacuerdo con esto. Él hubiera dicho: «Desde luego evolución puede significar degeneración, si la
sensibilidad sobrepasa y elimina a la vitalidad, pero no es una consecuencia absolutamente necesaria.»
Ésta es otra forma de expresar la cuestión que ya hemos presentado. Thomas Mann y Aldous Huxley son escritores en
los que la sensibilidad superaba la vitalidad. Podría pensarse que si la sensibilidad supera a la vitalidad es posible, al
menos en teoría, incrementar la vitalidad hasta hacerla competir con la sensibilidad. Ninguno de los dos lo creía
posible, pero ¿estaban en lo cierto? Supongamos, por ejemplo, que yo tengo un punto de vista crudo y
supersimplificado de algo. El resultado es un choque frontal con la necesidad que me deja más sabio, más sensible,
pero, de momento, menos confiado y seguro, ¿Debo seguir así durante el resto de mi vida? Obvia mente no. Hago un
esfuerzo mental, digiero la experiencia, la contemplo hasta que llegue a absorber todas sus implicaciones, o sea hasta
que la haya dominado. Entonces vuelve la confianza, de nuevo brota el manantial vital. Es decir, que de pende del acto
«digestivo» al que ya me he referido en conexión con la pornografía.

Este punto de vista ofrece una alternativa frente a la postura jeffersoniana: que la simplicidad, la salud y la estabilidad
pueden darse juntas. Si se distorsiona la estabilidad, se distorsionará la simplicidad y la salud, pero mediante cierto es-
fuerzo y cierto optimismo, pueden ser restablecidas a nivel superior, y el resultado será una evolución genuina. La alter -
nativa no es un conservadurismo a ultranza que nos obligue a permanecer hundidos en el fango ni una decadencia
galopante.

Todo esto, pues, parece argumentar no sólo que la pornografía no puede existir si no está presente la negación vital, sino
que aquello que sería pornográfico en presencia de esa negación vital dejará de serlo en presencia de una afirmación
vital.

La conclusión puede parecer abstracta, pero para mí resultó de un enorme interés práctico inmediato. Cuando comencé a
escribir mi primera novela, a los diecisiete o dieciocho años, estaba obsesionado por el problema que llevó a Joyce a
elegir La Odisea para dar estructura a su novela, un tanto caótica, del Dublín moderno. El problema está expresado por
Yeats en tres líneas: «El pez shakesperiano nada en el mar, lejos de la tierra; El pez romántico nada en las redes que hala
el pescador; Pero ¿qué son todos estos peces que agonizan en la playa?»
Esto quiere decir que el arte shakesperiano ofrece un espejo de la naturaleza, o quizá fuera mejor decir una lente de
aumento. Su unidad básica era el acontecimiento, la historia. El personaje es importante pero sólo dentro del relato. Al
fin y al cabo carecería de importancia que fuese Hamlet quien sintiera celos y matara a su esposa, o Lear quien se
convirtiera en Thane de Cawdor. En el arte romántico el personaje se convierte en el relato : el Werther de Goethe,
Obermann de Senancour, o Hyperion de Holderlin no son intercambiables porque ellos son la historia, el argumento. La
lente de aumento se ha aproximado tanto que la unidad básica deja de ser el acontecimiento y pasa a ser el personaje.

Un relato se autoexplicará si se cuenta. Pero un personaje tiene que ser vivido por el autor. Goethe tuvo que ser Werther
y Wilheim Meister en una forma en la que Shakespeare jamás tuvo que identificarse con Hamlet o Lear. Pero aun en el
caso de que el novelista entre en el personaje, los acontecimientos se desarrollan de modo natural; Wilheim se convierte
en el director de un grupo teatral y Fausto en un benefactor público.

Esto ocurre en el caso de que el personaje sea claro y esté concretamente expresado. Pero la esencia del romanticis mo es
su autodivisión, su sentido de carencia de una identidad definida. Y así, lentamente, Werther deja paso al Dedalus de
Stephen; a Malte Laurids Brigge, de Rilke; a Roquetin de Sartre; a Meursault, de Camus —este último es héroe
completamente estático— o K, de Kafka. El pez deja ya de tener fuerza para nadar o incluso para flotar arrastrado por la
corriente. En Beckett ya sólo mueve la cola y se arrastra por la playa. Se gana en detalle —la lupa está sólo a tres
centímetros del hocico del pez—, pero el relato ya no es posible. Y sin relato, ¿cómo puede ser posible una novela?

La solución hallada por Joyce no es de aplicación general. De hecho es la única persona que conozco que intentó aplicar
«el método mitológico». La novela dejó de tratar de resolver el problema; regresó a una etapa anterior, primaria, y se aco -
modó a su pérdida de estatuto.

El drama en el siglo xx está atravesando una crisis similar. Se desvió hacia el subjetivismo, el simbolismo, el
expresionismo, incluso a una especie de deliberada pesadilla en el teatro de la crueldad de Artaud. Fue Brecht quien
intentó restablecer contacto con el principio, con la fuente que daba origen a la corriente. El drama comenzó como
espectáculo, como una historia, un relato, que se contaba a la audiencia que sabía que no se trataba de una realidad. En
ese caso, ¿para qué intentar competir con el cine? ¿Por qué no establecer las más claras limitaciones? ¿Por qué no
afirmar la grieta que separa a la audiencia de los actores? Yeats ha jugado con esa misma idea —el teatro del ritual—,
pero fue Brecht quien tuvo el genio de combinar el teatro del ritual con la plataforma de la lec tura, el music hall y el
discurso callejero.

Había escrito ya varias novelas hasta que se me ocurrió la idea de que lo que estaba haciendo era llevar el efecto de la
alienación brechtíana a la novela. Mi primera novela, Ritual in the Dark, comienza con una estructura mitológica basada
en el Libro de los Muertos egipcio, hasta que me di cuenta de que si estaba tratando de emplear un «marco» que no
surgía naturalmente del significado interno del relato, podía asimismo elegir un marco que pudiera ser aceptado por el
lector ordinario. Por tanto elegí la historia de Jack el Destripador y la estructura psicológica de la novela policíaca y de
suspense, pese a lo cual, básicamente, mi novela seguía siendo una novela realista den tro de la tradición de Dostoievski.
En las novelas siguientes, tendí con mayor consciencia a la búsqueda del «efecto de alie nación» eligiendo formas
convencionales y tomando como objetivo un efecto casi de parodia. Adrift in Soho, fue la novela picaresca; en
Necessary Doubt el «román policier»; en The Wordl of Violence el «Bildungsroman» alemán con ciertos matices
cómicos; en The Mind Parasitos y The filosofical Stone, cienciaficción; en The Black Room, la novela de espionaje; en
The Glass Cage, de nuevo la novela policíaca.
La carta que me había defendido contra la acusación de que yo era un escritor de pornografía había planteado una
cuestión en mi mente. ¿Podía utilizarse la forma convencional de la novela pornográfica á la Cleland o Apollinaire, como
marco básico de una novela y lograr el mismo efecto de alienación? Había tratado algo similar en The Man Without a
Shadow (cuyo título se cambió posteriormente sin consultar conmigo por el de The Sex Diary of Gerard Sorme) y
observé que el escribir sobre sexo tiende a destruir el efecto de alienación porque el lector se siente involucrado. Pero el
Sex Diary no utilizó la forma de la novela pornográfica sino del diario confesional. Era una novela de ideas que tomaba
al sexo sólo como punto de partida. Se trataba de un desafío interesante pues la novela pornográfica es más rígida en su
forma que cualquier otro tipo de novela que pueda recordar. Tiene, por decirlo así, la simbólica rigidez de un ballet. Esto
era una gran desventaja frente al efecto de alienación. El desafío consistía en dar vida a esa estructura. El problema de la
novela pornográfica convencional —podemos poner como ejemplo en Justine— es que uno se da cuenta de que se trata
de una serie de set pieces conectadas entre sí por una narración arbitraria, como en una ópera de Monteverdi. Yo estoy
más interesado en el argumento y las ideas que en la serie de escenas. He de admitir, pues, que hablando formalmente,
este libro no obedece las reglas de la novela pornográfica tanto como las que rigen en la novela po licíaca, en particular
aquello cuyo estilo ha popularizado en Rusia Iraldy Andronnikov.

La Secta del Fénix la he desarrollado partiendo de una insinuación de Jorge Luis Borges. De hecho en The Mind
Parasitos y en The Filosofical Stone tomé prestada la mitología de H. P. Lovecraft. Este libro se basa en la mitología
borgiana.

El éxito o el fracaso de esta novela, como ejercicio de un intento de alienación, no debe tomarse como medida del valor
del intento. Estoy convencido de que la respuesta al problema del «pez shakespeariano» y del pez que boquea en la playa
está en la aplicación del efecto de alienación a la novela, tanto si resulta como si no resulta en este caso concreto. Lo que
sí quiero afirmar es que si resulta en este caso, resultará bien en cualquier otro.

Hay una cuestión final que presento con cierta vacilación, puesto que resulta obvia. Cuando crecemos y pasamos de la
niñez a la edad adulta, conseguimos nuevos tipos de experiencia que hubieran sido impracticables o indeseables para un
niño, desde beber bebidas alcohólicas y fumar, a escalar montañas o escuchar a un cuarteto de cuerda. El sexo está
separado, diferenciado, de todas las demás experiencias porque siempre se le trata como en secreto, un secreto muy
especial, como si se tratara de una extraña iniciación tribal en la que existe un nombre, una palabra, que no debe ser
pronunciada. Es posible que esto resultara esencial para ciertas tribus primitivas o en sociedades patriarcales, pero ¿hasta
qué punto es deseable en una civilización como la nuestra cuyos objetivos básicos —aunque sesudos historiadores digan
otra cosa— son «dulzura y luz»? El desarrollo de la civilización occidental ha sido una evolución de la razón, un rechazar
del elemento dogmático y autoritario en la religión y también, al menos eso esperamos, en la política. Esta evolución no
se detuvo cuando Inglaterra rechazó al Papa, o Voltaire, el cristianismo; incluso Newman y los apóstoles de Oxford
pueden ser considerados como parte de esa evolución tendente a lo mismo; la insistencia en proclamar la exigencia de
una razón más sutil y más profunda relacionada con las necesidades metafísicas del hombre. Freud tuvo que luchar la
misma batalla; superar tabúes sociales y reticencias exigiendo franqueza y claridad de mente; también lo hizo así D. H.
Lawrence. Los campos de exterminio de la Alemania nazi pueden ser considerados como un intento de volver a una
sociedad más primitiva y menos complicada, en la cual los problemas sean resueltos por la fuerza y el dogma y no por la
razón.

Me parece que este desarrollo presupone una premisa humanística muy importante: la «prohibición» es mala en sí
misma, aunque en determinados casos, a escala limitada, pueda resultar buena. Por ejemplo los delitos sexuales no se
cometen por personas que piensan y hablan de sexo sin inhibiciones, sino por personas en quienes la frustración ha
adquirido características de prohibición oscura y sucia. La «prohibición» no debe ser confundida con la disciplina, que es
un factor liberador. Un buen ejército, bien disciplinado, es como una máquina bien engrasada; y es la disciplina el factor
que hace que funcione sin fricciones.

Si todo esto es cierto —me cuesta trabajo concebir que ninguna persona sensata pueda negarlo— se deduce que el adulto
maduro debe ser capaz de pensar sobre la experiencia sexual como lo hace de cualquier otro tipo de experiencia: ciencia,
arte, deporte, aventuras. Cuando, de niño, leía a Rider Haggard experimentaba al mismo tiempo distensión, además de
una sensación de participación directa. La distensión provenía del hecho de estar cómodamente sentado en un sillón
leyendo un libro; la excitación porque me veía caminando por junglas infectadas de serpientes en compañía de Alan
Quatermain. Ésta es la cualidad esencial de una experiencia civilizada —distensión y sensación de participar de forma
directa. Pero en lo que respecta al sexo esta noción aún no es aceptada. Se supone que o bien estamos directamente
involucrados en él —en la cama con la pareja— o totalmente separados, alejados, como cuando se lee un caso de
Havelock Ellis y se comenta: «¡Qué interesante!» En esto parece darse un elemento de lo absurdo. La mayor parte de los
lectores adultos han tenido las experiencias descritas por Cleland o D. H. Lawrence; y, con trariamente a la crueldad y el
crimen, esta experiencia no es considerada como socialmente indeseable. ¿Existe, en realidad, un abismo tal entre el tema
del sexo y otras temáticas, como la historia, el deporte o la aventura? ¿Hay alguna razón para que los adultos civilizados
no puedan, si así lo desean, leer sobre sexualidad con sentimientos de relajamiento, humor o, incluso, con cierta
sensación de participación personal?
Si podemos decir que algo es «chocante» sin que ello signifique que sea feo o vicioso, me parece una excelente idea
usar ese «choque» sobre el mayor número posible de personas hasta que haya perdido su efecto de «shock» y pueda ser
visto con calma y sin distorsiones.

En una sociedad realmente civilizada, y aún nos encontramos a bastante distancia de ella, no habrá ni libros ni ideas
prohibidos.

Das könnte Ihnen auch gefallen