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Las cruzadas, el islam y el puente aéreo (I)

Revolviendo en mi archivo he encontrado una carpetilla con apuntes que


tomé en un verano lejano en el que decidí dedicar mis lecturas estivales a las
cruzadas. Quería extraer una serie de apuntes para el diario «Avvenire», pero poco
después decidí suspender mi firma y el material acumulado se quedó allí, olvidado.
Con aquella búsqueda intentaba responder a las inquietudes de muchos lectores,
que me recordaban que había dedicado algunos párrafos pero no había
profundizado nunca en el tema. Tampoco lo voy a hacer aquí, faltaría más: me
limitaré a extraer algunas anotaciones. Por ejemplo, el de un especialista, el
medievalista católico Franco Cardini, que un día, por aquella época en que Juan
Pablo II no paraba de pedir disculpas históricas, se levantó un día de mal humor
por lo que a él, como historiador, le parecía un inaceptable anacronismo y escribió:
«Queriendo ser más papista que el Papa, creo que, a la larga lista de delitos
atribuidos a los cruzados ("fanáticos, violentos, intolerantes, ladrones,
supersticiosos...") añadiría una acusación más: eran estúpidos. No se explica, si no,
que hayan tardado tanto en llegar a Jerusalén, atravesando montañas y desiertos,
pudiendo haber cogido el puente aéreo...».

Prosigue Cardini: «¿Creéis que me he vuelto loco? No, lo digo


absolutamente en serio. Si resulta tan evidente que los cruzados no podían
disponer de aviones porque todavía no estaban inventados, tampoco se puede
pretender que pudieran razonar según los parámetros de tolerancia y de respeto a
la vida humana que Occidente elaboró tan fatigosamente entre los siglos XVI y el
XIX». Y añadía como conclusión: «Alguno rebatirá que esos principios ya estaban
en el Evangelio, y que los cruzados, en teoría, eran cristianos. Sin duda, pero la fe
cristiana en los siglos XI, XII y XIII no era comprendida ni vivida como en nuestros
días». El historiador remacha: «Que Dios me perdone, pero las excusas que se le
piden a los bisnietos en nombre de los antepasados me producirían una sonrisa si
no fueran una violación de los deberes del historiador -que debe comprender y no
condenar de modo ingenuamente anacrónico- y son una grave injusticia para
aquellos creyentes que nos precedieron».

Fue el mismo Cardini el que volvió a recordar más adelante cómo el


moderno Occidente ha contribuido a crear la reacción islámica de la que ahora es
objetivo. En el mundo musulmán, todo lo que viene de Europa, de Israel, de
América, es calificado, invariablemente y con odio, de «cruzada». «Cruzados» son
los israelitas que destruyen casas y levantan muros; «cruzados» son los
americanos que bombardean y ocupan; «cruzados» son los europeos, aunque
lleguen a ellos con organizaciones humanitarias. En realidad, como ya ha
documentado el historiador florentino, la memoria de las expediciones de los siglos
X y XI había desaparecido prácticamente entre los musulmanes, e incluso en las
zonas que contemplaron aquellos enfrentamientos. En efecto, objetivamente
hablando, las cruzadas -que movilizaron a pocos miles de hombres- fueron un
pinchazo de aguja en un mundo islámico que abarcaba desde Portugal a Asia
central. Pero llegó la era del colonialismo y de los Gobiernos europeos -empezando
por el francés-, compuestos por masones, y que actuaban como brazos políticos de
las Grandes Logias, se inquietaron porque en el séquito de las tropas que
conquistaban territorios en África y en Asia había misioneros. Era necesario
neutralizarlos. De ahí el gran interés por instalar también en aquellos lugares la
contra-Iglesia, la masonería, en la que educar a los hombres notables locales. A
aquellas logias se les confió también la propaganda anticatólica: ¿cómo tomar en
serio a unos sacerdotes cuyos predecesores habían organizado y gestionado
campañas de guerra contra el islam, que habían masacrado a niños, violado a
mujeres, robado tesoros y a todo esto le habían llamado «cruzada»? La memoria de
aquellos hechos, disfrazada con las ropas de la tan cacareada leyenda negra, fue
resucitada, anunciada a la plebe (que a menudo no había oído hablar de nada de
eso) y cada vez se radicalizó más. El colonialismo se acabó, pero la semilla
sembrada había cogido fuerza: el odio destinado a la Iglesia terminó por involucrar
a todo Occidente, con los resultados que ahora vemos.

La cruzada no fue una agresión y no fue una Guerra Santa: fue legítima
defensa. Y ésta es una verdad que a la gente le cuesta asumir. Y, sin embargo,
bastaría un pequeño atlas histórico para poder comprender. Cuando Constantinopla
hizo llegar a Europa su llamada de auxilio, el extensísimo imperio romano de
Oriente había quedado reducido a los límites de Grecia, menos de la mitad de Italia.
Tras la conquista de Oriente Medio y de toda África del Norte, a los guerreros de Alá
les faltaba sólo un paso más para acabar de una vez con el último bastión de la
cristiandad. Para los cristianos, acudir en ayuda de los hermanos era un deber
sagrado.

Ciertamente, la Historia es misteriosa, y a los ojos humanos, quizá cruel.


Nacidas también como empresas de solidaridad entre cristianos orientales y
occidentales, las cruzadas terminaron por crear entre las dos comunidades un muro
que todavía no se ha conseguido resquebrajar. Aquella Constantinopla que los
turcos no habían conseguido expugnar hasta entonces, fue tomada y saqueada en
1204 por un ejército que había partido de Europa con la insignia de la cruzada y
que, en lugar de hacerlo contra los infieles, terminó por enzarzarse con los propios
hermanos en la fe.

Si la cruzada no fue agresión, no fue tampoco, por tanto, guerra de


religión. Lo que importaba era volver a abrir a los cristianos la vía de la
peregrinación hacia el Santo Sepulcro; nadie tenía intención de convertir al
Evangelio a los seguidores del Corán. No hubo esfuerzos misioneros y, aparte de
algún hecho aislado de grupillos fanáticos, ningún musulmán fue incordiado por
profesar su fe. La Iglesia, por tanto, no puso nunca este objetivo en sus cruzadas.
Como muestran las fuentes, en Jerusalén los mismos Templarios, dispuestos
siempre a la batalla si fuera necesario, tenían una mezquita junto a su iglesia, y
cada uno dejaba que el otro rezase a su Dios. Los primeros intentos de conversión
en aquellos lugares se remontan al siglo XIII, como obra de los franciscanos,
cuando ya todo había terminado para los reinos cristianos y el islam había vuelto a
extender su manto. No es casual que aquellos frailes terminaran casi todos siendo
martirizados.

No a la hostilidad. En cuanto a la relación con los judíos, me remito a lo


que escribe un historiador americano actual, Thomas F. Madden. Me parece
significativo, dado que se trata de un estudioso protestante: «Como en cualquier
conflicto, hubo desventuras, errores y crímenes. A comienzos de la primera cruzada
en 1095, un grupo conducido por el conde Emicho de Leiningen, se abrió camino a
lo largo del Rin robando y asesinando a los judíos que se encontraban a su paso.
Los obispos locales intentaron sin éxito frenar la masacre. A los ojos de aquellos
guerreros, los judíos eran enemigos de Cristo. Matarlos, por tanto, no era pecado.
Efectivamente, creían que se trataba de un acto de rectitud, pudiendo utilizar así el
dinero de los judíos en financiar la cruzada hacia Jerusalén. Pero se habían
equivocado y la Iglesia condenó firmemente la hostilidad contra los judíos.
Cincuenta años más tarde, cuando la segunda cruzada estaba ya a punto de
comenzar, san Bernardo proclamaba que no había que tocar a los judíos.

(Continúa la próxima semana).

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Es curioso: los creyentes de mi edad han pasado buena parte de su vida


enfrentados a los comunistas, que no tenían religión. Y ahora nos toca ajustar
cuentas con los musulmanes, que tienen demasiada.

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