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¿Más globalización, menos seguridad?

Tcol José Pardo de Santayana

“Congreso Nacional de Estudios de Seguridad”, Universidad de Granada, 21-25


de Octubre de 2002

Tras el fin de la guerra fría parecía que el mundo estaba llamado a tiempos
más pacíficos y prósperos. Había sido lugar común durante la era bipolar decir
que si el enorme capital que se gastaba en defensa se empleara en fines
pacíficos el mundo prosperaría, superando la mayor parte de los problemas
existentes. Pues bien, la ocasión se presentaba, por fin, para vivir en un mundo
manifiestamente mejor y no solo por la supresión de la amenaza de
autodestrucción nuclear. Eran tiempos de optimismo y dividendos de la paz.
Cuando Sadam Husein invadió Kuwait, cometiendo una agresión contraria
al derecho internacional y retando con ello a la comunidad internacional, ésta
reaccionó en bloque durante la guerra del Golfo para imponer de nuevo la
legalidad. El presidente de los EEUU George Bush (padre) propuso el término
“nuevo orden mundial” que expresaba el deseo de superar un orden
internacional de confrontación y sustituirlo por un orden de cooperación y
esfuerzo global por la paz. Las intenciones del presidente Bush eran sinceras,
pensaba que era posible llevar a cabo el “sueño americano”, la vocación profunda
de la nación expresada por el presidente Woodrow Wilson de servir de faro de
progreso para toda la humanidad.
EEUU pretendía ejercer de líder en un mundo presidido por el derecho
internacional y donde sus valores políticos y económicos estaban llamados a
consolidarse de un modo natural dado que no parecía haber otra alternativa. A
principios de los 90 se pensaba que el triunfo del modelo democrático y la
economía de libre mercado se iría imponiendo poco a poco en todo el mundo y
en consecuencia se avanzaría tanto en el camino de la paz – las democracias no
hacen la guerra entre sí – como del desarrollo económico.
Se habían puesto muchas esperanzas en el fenómeno globalizador o
mundializador que, tras el fin de la guerra fría y la división este-oeste, emergía
como nuevo signo de los tiempos. Francis Fukuyama en el “Fin de la Historia” no
hizo más que presentar de un modo brillante y académico esa interpretación
optimista del “orden mundial de la democracia y el libre mercado” como estadios
definitivos tanto del ordenamiento interno de los Estados como de las relaciones
entre éstos.
Aquel orden mundial podía definirse por la hegemonía benévola de los
EEUU y la globalización. EEUU había quedado como única gran potencia y como
afirma Brzezinski “se había convertido en la primera potencia global de la

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historia”. Su poder y su influencia era y es abrumadoramente superior a la de
cualquier otro Estado o coalición. Sólo en términos militares su capacidad era
cinco veces superior a la de los países de la UE juntos, siendo ésta la segunda
potencia militar del mundo. Visto desde el otro lado del Atlántico “su Imperio” es
compatible con las aspiraciones colectivas de la sociedad internacional. Es una
creencia generalizada entre los norteamericanos que su política hegemónica
tiene efectos positivos tanto para ellos mismos como para el resto del mundo,
dado que se ven a sí mismos como la nación ética por excelencia de la historia.
La globalización, según definición de Juan José Toribio, se entiende como
el proceso de “acelerada integración mundial de las economías, a través de la
producción, el comercio, los flujos financieros, la difusión tecnológica, las redes
de información y las corrientes culturales”. El profesor Juan Velarde Fuertes
afirma que “este proceso no ha concluido, ni mucho menos. Da la impresión,
además de ser imparable”. Hace una década, se pensaba que la globalización
había de servir precisamente como vehículo para expandir los valores políticos y
económicos occidentales, equivalentes al progreso. Pocos dudaban entonces, que
aunque las naciones menos desarrolladas tuvieran que hacer algunos esfuerzos a
corto y medio plazo, al final conseguirían también beneficiarse de la creación de
riqueza que el liberalismo económico había de aportar.
Pronto las circunstancias empezaron a cambiar y el nuevo orden mundial
empezó a desdibujarse. El mundo de finales del siglo XX e inicios del XXI se ha
resistido a las simplificaciones antes expresadas y ha demostrado con la crudeza
de los hechos consumados que el orden mundial globalizado no es ni lo pacífico,
ni lo próspero que se esperaba, al menos para la gran mayoría.
La actuación internacional en Somalia 1992 fue la primera prueba a la que
se sometió el nuevo concepto de intervencionismo benévolo norteamericano. Una
veintena de militares muertos en una operación de combate en Mogadiscio hizo
que las buenas intenciones se desvanecieran. El fallo del primer experimento
acabó con las perspectivas del modelo de estrategia pacificadora para el
continente negro. Washington decidió que no volvería a poner sus fuerzas bajo
mando de la ONU y renunció a una política activa de pacificación en lugares
comprometidos donde sus intereses no estuvieran claramente en juego.
Las guerras en los Balcanes fueron otro desafío al orden mundial en el que
la UE mostró su incapacidad para frenar la escalada bélica y demostró que las
ideas que se tenían sobre la consolidación de la paz en el propio continente eran
ingenuas y contraproducentes. Después de apelar durante dos años al diálogo y
la negociación como modo de resolver la situación de gravísima violencia, ésta
no había hecho más que empeorar. Las intervenciones militares posteriores,
consiguieron frenar en gran parte las matanzas, pero llegaron demasiado tarde.
En la última década han proliferado los conflictos por todos los
continentes. Ruanda ha conocido en 1994 el genocidio tutsi que a golpes de
machete acabó con la vida de casi un millón de personas y, a su vez, fue causa
de dos guerras en el corazón de África (Zaire-RD del Congo 1996-97 y 1998-
2000) descritas por Madeleine Albright como la primera guerra mundial africana.
En aquella ocasión la pasividad de la comunidad internacional costó más de dos
millones de vidas perdidas en medio de la angustia y la desesperación. Otros
conflictos, como el palestino-israelí o la tensión nuclear entre India y Pakistán,
tienden a empeorar, amenazando gravemente la estabilidad mundial.
No obstante, las nuevas amenazas, las que más preocupan en el mundo
occidental, ya no son las que proceden de los Estados sino las que están
asociadas precisamente al fracaso de éstos. Los Estados fallidos son potenciales
santuarios de las redes terroristas y frente a ellos no sirven ni la disuasión ni las

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tradicionales iniciativas de las relaciones internacionales. Éstos son síntoma y
consecuencia del fracaso de la globalización para ayudar a resolver los problemas
de los pueblos más castigados por la guerra y el subdesarrollo.
Los augurios por los cuales la globalización iba a favorecer el desarrollo a
escala también global sólo se están cumpliendo para la parte del mundo que
menos lo necesitaba. Según el “Strategic Assessment 1999” del Instituto para
Estudios de Estrategia Nacionales de los EEUU, “la globalización está dividiendo
el mundo en ganadores y perdedores. Los ganadores están ganando más y los
perdedores están perdiendo más”. El informe Oxfam sobre comercio y lucha
contra la pobreza 2002 afirma que “Amplias zonas del mundo en desarrollo se
están convirtiendo en enclaves de desesperación (...) la ira y las tensiones
sociales que acompañan a las enormes desigualdades de riqueza no respetarán
las fronteras nacionales (...) en un mundo globalizado, o nadamos juntos o nos
hundimos todos”.
Según William Pfaff, el dogma en el que se basaba – y sigue basándose -
la certeza de un mundo globalizado más próspero y justo consiste
fundamentalmente en la exageración del papel del libre comercio. Esta creencia
afirma que la sociedad industrial debe seguir un rumbo de extensión del libre
comercio y de la competencia global que aunque va acompañado de elevados
niveles de desempleo, de salarios reducidos, empleo precario, presión sobre el
sistema de sanidad y el bienestar a corto plazo, a más largo plazo, dará
prosperidad a las sociedades que son pobres en la actualidad y se generará
nueva riqueza en los países que ya son ricos.
En círculos políticos y empresariales ultraliberales se subrayan los
argumentos del liberalismo económico del XIX. Se recuerda la tesis de Adam
Smith sobre la importancia del mercado a la hora de establecer prioridades
económicas y comerciales afirmando que maximizar el comercio daría lugar a un
rápido crecimiento económico internacional, pero se pasa por alto la “ley de
hierro de los salarios” de David Ricardo según la cual en un mercado libre los
salarios siempre se estabilizan justo por encima del nivel de subsistencia.
Después de casi dos décadas de experiencia es posible evaluar las
consecuencias sociales de estas teorías y prácticas. Los países del Tercer Mundo
no se han beneficiado del libre comercio en el grado que se esperaba. Al abrirse
al comercio mundial, atraen la inversión pero también las importaciones y bienes
de consumo mundialmente competitivas que destruyen los productos locales. Al
mismo tiempo los países pobres luchan por ofrecer el trato salarial más
competitivo al inversor internacional creando una forma de explotación laboral
internacional característica del colonialismo.
Las previsiones optimistas de los defensores del libre comercio relativas a
la creación de prosperidad en el Tercer Mundo solo serían posibles si la relación
económica entre países avanzados y pobres fuera un sistema cerrado y si
hubiera una cantidad fija de mano de obra en aquellos países. Si se diesen esas
condiciones los inversores extranjeros no tendrían más remedio que luchar
competitivamente por la mano de obra en el Tercer Mundo, con lo que los
salarios y las condiciones laborales mejorarían. Por razones prácticas el número
de trabajadores resulta casi infinito y “siempre tienes a los pobres de tu lado”.
El capitalismo, en su nueva forma, destruye la prosperidad o el sustento
de cientos de miles de personas por el bien del prometido bienestar de las
generaciones venideras. La actual ideología económica, el pensamiento único, ha
transformado el capitalismo, que ha dejado de ser la máquina de crear riqueza y
mejorar la vida humana que fue entre 1940 y 1980 para convertirse en una
máquina de empobrecer grandes grupos sociales y destruir empleo

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(principalmente en beneficio, por lo menos hasta ahora, de una reducida clase de
ejecutivos y una más amplia de inversores).
La responsabilidad, no obstante, no recae exclusivamente en los países
más desarrollados y su dogmatismo economicista. Como recuerda el profesor
Velarde Fuertes el principal obstáculo para que el libre mercado y la globalización
contribuyan al desarrollo generalizado es la corrupción. “El capitalismo exige
economía de mercado y ésta es incompatible con la corrupción. Ésta destroza la
competencia e imposibilita el progreso”. La corrupción se comporta como un
verdadero cáncer, consumiendo los recursos que podrían ser empleados para el
desarrollo y sembrando la desconfianza de propios y extraños hacia aquellas
sociedades. Al no existir confianza los distintos actores procuran salvar sus
propios intereses, ignorando la dimensión colectiva de sus acciones. En un
artículo del International Herald Tribune podemos leer que la compañía
petrolífera BP PLC ha sido amenazada por la compañía estatal angoleña Sonangol
con la pérdida del contrato si ésta aplica una política de mayor transparencia en
las cuentas. El último año desaparecieron 1,4 mil millones de dólares de los
beneficios estatales del petróleo angoleño. Paul Collier, un economista del Banco
Mundial hablaba de “un Triángulo de las Bermudas entre las compañías
petrolíferas, la oficina presidencial y el Ministerio de Finanzas”.
Los acontecimientos bélicos ocurridos en Europa y fuera de ella y las
fallidas expectativas de un nuevo orden mundial globalizado suponen un grave
fracaso que exige una profunda reflexión, más aun por las enormes posibilidades
ciertas que el fin de la guerra fría ofrecía. Según William Pfaff se requiere incluso
la revisión de algunos grandes principios políticos y filosóficos, es necesario
cuestionarse “si siguen siendo válidas las creencias básicas que la sociedad
occidental sostenía al finalizar el siglo XX, muchas de las cuales hunden sus
raíces en la experiencia histórica y filosófica de los siglos XVIII y XIX.” Para el
autor es necesario contrastar estas convicciones con la inapelable realidad de los
hechos y de los efectos de las ideas sobre la consecución de un mundo más
habitable para los seres humanos.
No es posible seguir siendo optimista sin más. Hay razones para tomarse
en serio el “tufillo pesimista” que acompaña el despertar de nuestro nuevo siglo.
Y esto es grave, porque desde el siglo XVIII el hombre occidental ha sido
optimista, y este optimismo, estrechamente vinculado a la idea de progreso, es
una de las premisas fundamentales del pensamiento y del modo de ser
occidental. La idea de progreso nace en el contexto del racionalismo que veía al
ser humano libre e hijo de la naturaleza. El hombre sólo tenía que utilizar las
inmensas riquezas atesoradas en la naturaleza de un modo racional para mejorar
sus condiciones de vida. La vuelta a la naturaleza y al estado primitivo, “El buen
salvaje”, se consideraba incluso como una forma de facilitar esta tendencia
natural hacia el progreso de la historia humana. El hombre como género, toda la
humanidad, estaba llamado al progreso. El futuro era por definición una realidad
luminosa en contraposición a un pasado oscuro. Por encima de las guerras y las
dificultades, esa idea de progreso se ha materializado a lo largo de los últimos
tres siglos y las condiciones de vida humanas han ido mejorando de forma
exponencial.
No obstante, al iniciarse el siglo XXI el pesimismo está empezando a
abrirse camino por dos razones fundamentales: En primer lugar, el hombre se ve
a sí mismo poniendo en peligro esa naturaleza en la que se sustenta el progreso:
la destrucción de los bosques, la contaminación del agua, la desertización, la
amenaza de dañar irreversiblemente la capa de ozono, el agotamiento de los
recursos minerales.... . El desarrollo sostenible es la respuesta políticamente

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correcta pero insuficiente a un problema que estamos legando sin resolver a las
generaciones futuras. Paul Kenney citaba recientemente un informe inquietante
de Proceedings of the National Academy of Sciences: “desde 1980 hemos
rebasado los límites de la explotación sostenible de la tierra, el mar y el aire (que
de hecho, desde 1999 el uso de los recursos naturales por parte de la humanidad
ha excedido la capacidad regenerativa de la tierra en un 20%) y pagaremos un
precio por ello”.
En segundo lugar, sólo una quinta parte de la humanidad puede
considerarse que se esté beneficiado plenamente de los grandes progresos que la
ciencia y la tecnología han introducido en las condiciones de vida del ser
humano. Como la idea original de progreso estaba estrechamente vinculada a la
totalidad de la humanidad, el fracaso de este principio es inevitable. Para seguir
creyendo en el progreso desde las premisas actuales habría que aceptar que la
humanidad es parcelable y que éste puede existir aunque solo afecte a una
porción de la humanidad, un “cierto pueblo elegido” si se expresa en términos
teológicos.
Sin embargo, mas grave que los valores absolutos de la distribución de la
riqueza en el mundo son los valores relativos, puesto que las diferencias entre el
mundo desarrollado y el mundo más desamparado y doliente tienden a crecer en
vez de disminuir. Si esta tendencia que hoy se aprecia continúa, inevitablemente
el mundo será más inseguro. La historia así lo enseña. Las dos grandes
revoluciones que el mundo ha conocido en los últimos siglos: la francesa y la
rusa han coincidido en momentos de gran esplendor humano pero donde sólo
una minoría se beneficiaba plenamente de los enormes avances de aquellos
tiempos. Esto establece un gran paralelismo con el momento presente y los
desequilibrios de la globalización.
El siglo XVIII ofreció al ciudadano europeo un nuevo panorama de
posibilidades: un sistema de administración más eficaz de los estados, avances
en la ciencia, la agricultura, la ingeniería y sobre todo una apertura filosófica que
dibujaba horizontes ilimitados. La sociedad se benefició en su conjunto, pero
sobre todo lo hizo la clase dominante que impulsada por la efervescencia barroca
y vitalista se construyó grandes palacios y se dedicó con entusiasmo al goce de
la vida y de las artes. La clase media, imbuida del mismo espíritu vitalista, no
estaba dispuesta a permitir que monarcas y aristócratas acapararan el
“esplendor de las luces” y promovieron una revolución que inevitablemente fue
sangrienta y llevó la guerra hasta el último rincón del continente.
La revolución industrial fue un impulso gigante de las capacidades
materiales de la sociedad occidental, el hombre conseguía logros que
anteriormente parecían sueños: el tren, el telégrafo, el barco de vapor, la luz
eléctrica, el avión... . Pero aquellos logros se estaban consiguiendo sobre los
hombros de un proletariado industrial que vivía y trabajaba en condiciones
vergonzantes. La revolución marxista fue un estallido de odio como consecuencia
de la diferencia tan abismal entre las condiciones de vida de la sociedad
privilegiada que podía disfrutar de los asombros del progreso y las de aquellos
obreros a los que de la revolución industrial sólo les llegaba el hollín. Aquella
clase depauperada poseía tan poco que Lenin no erraba del todo cuando les
decía que “lo único que podían perder eran las cadenas”. En nombre de la
justicia que se pretendía defender se suprimió la libertad y el valor de la vida
humana. El resultado fue más violencia y sufrimiento humano que el producido
por ningún otro acontecimiento en la historia. La guerra - fría o caliente - y el
enfrentamiento se generalizaron a escala planetaria.

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No podemos saber como van a reaccionar los parias de la tierra en un
mundo donde las diferencias sigan creciendo, pero si sabemos que la violencia y
el odio pedirán su espacio de protagonismo. En situaciones de grandes
diferencias, los progresos y los aspectos positivos asociados a ellos atizan la
llama del enfrentamiento. Cuanto más avance occidente mayor será el número
de sus enemigos. Los sucesos del 11S tendrán las causas que sean pero están
inmersos en la lógica de las chispas que saltan cuando se producen grandes
diferencias de potencial.
Son muchos los que reclaman una globalización de rostro más humano
pero parece que tras el 11S y la nueva estrategia unilateralista de los EEUU las
perspectivas no son muy alentadoras. El descubrimiento de que EEUU también es
vulnerable, ha transformado el orden de hegemonía benévola en un orden de
poder hegemónico. La innegable supremacía mundial de este país hace que sus
grandes líneas de acción exterior y de política comercial sean clave para el
ordenamiento de la globalización. La responsabilidad de los EEUU es enorme y el
destino de muchos países del mundo depende más de los que se decida allí que
de lo que éstos mismos puedan hacer. En principio, EEUU es una gran nación con
una trayectoria histórica digna de su relevancia actual, pero, por grandes que
sean sus virtudes, puede equivocarse.
La gran paradoja es que el presidente Bush llegó al poder con una clara
vocación de centrarse en la política interna y reducir el protagonismo exterior de
la gran potencia en contraposición al papel de gendarme mundial que otros
reclamaban. Como todo el mundo sabe, fue el 11S lo que obligó al presidente de
los EEUU a cambiar estos planteamientos y volcarse hacia la acción exterior. Esta
actitud responde, sin embargo, a una preocupación por la seguridad
(esencialmente interna): “Hay que salir de los EEUU para garantizar la seguridad
de los norteamericanos”. La hiperpotencia, quiera o no - lo quieran los demás
países o no – soporta el peso de la responsabilidad mundial. Pero parece que su
presidente, fiel a su vocación inicial, no contempla el mundo desde una
perspectiva planetaria acorde a dicha responsabilidad sino principalmente desde
la misma preocupación anterior al 11S, restringida al perímetro de su frontera
nacional.
En el documento recientemente redactado en la Casa Blanca titulado “La
nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos” se afirma que la
estrategia de seguridad “se basará en un internacionalismo típicamente
americano que refleja la unión de nuestros valores y nuestros intereses”, que
EEUU disfruta de “una fuerza e influencia sin precedentes en el mundo” y debe
“extender los beneficios de la libertad a todo el orbe”. En el ámbito de la
economía se anuncia que EEUU utilizará su poder para promover en todo el
planeta medidas que “generen crecimiento económico” y destaca entre ellas la
reducción de los impuestos directos y la desregulación de la actividad
empresarial. Coherente con su rechazo del acuerdo de Kioto, Bush afirma que la
reducción en las emisiones de gases que provoca el efecto invernadero debe ser
un acto voluntario de empresas y gobiernos, sin que los obligue ningún tratado.
Resumiendo: más de lo mismo, pero con un talante menos amable y sin
apartarse ni un centímetro de las tesis ultraliberales que hasta ahora solo han
conseguido beneficiar a los más favorecidos. Asumiendo que intereses y valores
convergen la lógica es impecable: los intereses comerciales de EEUU apuestan
por la apertura incondicional de los mercados mundiales. Como los intereses de
la nación norteamericana están estrechamente vinculados a sus valores, y es
dogma, que éstos equivalen al progreso, “el internacionalismo típicamente
americano” ha de beneficiar ineludiblemente a todos los demás países, sin que

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los EEUU tengan que contener o moderar las insaciables ambiciones de sus
intereses empresariales. En todo este planteamiento subyace una de las más
profundas convicciones del liberalismo económico radical, tal como Margaret
Thacher defendía hace ya más de una década: “el egoísmo individual es un bien
del que se beneficia la colectividad”.
La idea de que valores e intereses convergen es una ilusión poderosa que
tiene el grave inconveniente de que atenúa la mala conciencia del propio
egoísmo. Muchas veces la condición humana se ha sentido seducida por tal
espejismo, sin embargo, ya desde los orígenes de la filosofía occidental, Platón
puso de relieve la escisión de ambos mundos: el de los intereses y el de los
valores - el mundo de los sentidos frente al mundo las ideas – formando una
realidad única sujeta en un inevitable signo de contradicción.
La reflexión que el estado actual de la globalización parece proponer es la
necesidad de limitar los egoísmos particulares para hacer posible un mundo más
justo que permita además legar a las generaciones futuras un planeta Tierra más
habitable. El liberalismo ha dado resultados inmejorables – sobre todo cuando
está acompañado de políticas sociales - en los países con suficiente nivel de
desarrollo para aprovechar todas las capacidades que la globalización pone a
disposición. Pero aquellos que no alcanzan un nivel mínimo, pierden el tren y
éste ya no se para o baja su velocidad para que nuevos países se incorporen a
él.
Robert Weissman en un artículo publicado en The Washington Post y
titulado “La era del fundamentalismo de mercado ha pasado” defiende que
“extensión del mercado, desregulación, privatización y las oportunidades de
manipulación del mercado por una regulación inadecuada – todo ello elementos
centrales en el crecimiento y caída de Enrón – están ahora desacreditados en los
EEUU. Y en los países en desarrollo, donde sus efectos han sido devastadores,
son objeto de oprobio público generalizado. Desgraciadamente, el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial continúan inspirándose en el
recetario de los fundamentalistas del mercado. (...) en Filipinas y Ghana, por
ejemplo, la desregulación del sector minero ha abierto el sector minero a
gigantes compañías multinacionales, desplazando a decenas de miles de
trabajadores locales y preparando el camino de la devastación medioambiental.”
En el ámbito de la globalización de un sistema de valores, el 11S ha
puesto de manifiesto además las quiebras de dicha esperanza. Tal como defiende
el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) en su Strategic Survey
2001/2002, “La persistencia de geopolíticas pasadas de moda y antiguas formas
de violencia internacional ha demostrado que no vivimos en un mundo
globalizado monolítico, sino en tres zonas globales de tiempo geopolítico
diferente:” Hay un mundo postmoderno de una sociedad en red y globalización,
donde la clave está en la transparencia, la información y las comunicaciones, y
en las oportunidades económicas que derivan de ellas. Sin embargo, la sociedad
internacional también se caracteriza por la permanencia de un mundo “moderno”
al estilo del siglo XX en el que siguen siendo vigentes el equilibrio de poder,
alianzas y secretismo para preservar los intereses nacionales y disuadir conflictos
entre potencias que mantienen concepciones estratégicas diferentes. Por último
hay enclaves premodernos, habitados hasta el 11S por los Talibanes en
Afganistán y todavía por Hezbolá en el Líbano, donde la solidaridad religiosa y el
misticismo motivan y gobiernan la política y donde hay poca vida económica
productiva más allá de la agricultura. El propio 11S fue una expresión de rechazo
a la globalización forzosa de un único sistema de valores, el occidental.

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El panorama que en la actualidad presenta el mundo globalizado es como
mínimo incierto y, en lo que se refiera a la seguridad, existen fundadas razones
para mirar con preocupación hacia el futuro. Lo que sí sabemos es que la paz y la
seguridad se han globalizado y no se puede contemplar la seguridad desde el
prisma estrecho de un Estado o región. Solo se avanzará sólidamente hacia un
orden de paz cuando la seguridad se vincule estrechamente con la exigencia de
libertad y de justicia a nivel global.
Los países europeos no deben, no obstante, dejarse llevar por el
pesimismo. Como ya se ha dicho, éste es contrario a la esencia e identidad
occidentales, nacidas precisamente en este continente. Desde la profunda
herencia cristiana de esta cultura no se puede tampoco renunciar a la esperanza.
Europa tiene que retomar de nuevo la iniciativa. Hoy no parece haber otra opción
razonable a la vista que una sólida integración del proyecto europeo, superando
las soberanías particulares y elevando la perspectiva por encima de las
diferencias e intereses particulares de las pequeñas naciones-estado. Hay buenas
razones para proponerlo: En primer lugar una Europa verdaderamente unida
facilitaría un orden mundial más equilibrado con dos centros de poder principales
que sin necesidad de rivalizar entre sí, devolverían al mundo el multilateralismo y
los razonables equilibrios. Los grandes poderes hegemónicos producen por
reacción fuertes corrientes antihegemónicas. Compartiendo las responsabilidades
globales con una potencia europea de similar rango, EEUU se sentiría en un
orden internacional más cómodo, menos acosada y tendría una visión menos
dramática de si misma y del mundo.
En segundo lugar Europa equilibraría la tendencia ultraliberal en lo
económico de su socio trasatlántico. Las sociedades no pueden exportar otros
principios y valores que los que éstas poseen y han experimentado. Europa
aportaría su mayor sensibilización social tanto en lo político como en lo
económico así como una visión del mundo y del hombre más compleja y llena de
matices. Los grandes problemas del mundo global del siglo XXI necesitan ser
tratados desde una mayor serenidad y teniendo claro que la humanidad no
tendrá un futuro luminoso si éste no lo es para todos.

Centro de Estudios y Análisis de Seguridad


Universidad de Granada
http://www.ugr.es/~ceas

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