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AMANECER PULP
2015
Selección de Relatos
Especial «Portal Oscuro»

eBook editado por


RelatosPulp.com

AP2015 | Amanecer Pulp nº 4 | Edición Digital

Contacto: relatospulp@gmail.com
Publicado en España, el 26 de junio de 2015

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AVISO LEGAL

De los derechos de edición: Amanecer Pulp es una publicación propia de RelatosPulp.com | Todos los
derechos reservados | ©RelatosPulp.com. Se prohíbe cualquier copia, reproducción, alteración, o
modificación de la presente obra, en su totalidad o en parte, sin el consentimiento expreso de la
editorial, o, en su caso, de los autores correspondientes.

De los derechos de autor: Todos los autores cuyas obras literarias y artísticas se incluyen en la presente
edición, y de acuerdo a las bases de la convocatoria, ceden los derechos sobre las mismas a
RelatosPulp.com para que puedan ser publicados libremente por ésta, aunque de forma no exclusiva.

De los derechos de traducción: La presente edición incluye dos obras que en su versión original están
en «dominio público», sin embargo los derechos de traducción sí están sujetos a la Ley de Propiedad
Intelectual, y estos pertenecen a sus traductores. Estos derechos se ceden a nuestra editorial
RelatosPulp.com de forma no exclusiva.

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AMANECER PULP 2015

Dirección, Coordinación y Edición


Emilio Iglesias

Organización y Selección
Vidal Fernández Solano, Irene A. Míguez Valero, Irene García Cabello, Emilio Iglesias

Ilustración Portada
Rubén García (Salino)

Traducciones
Irene A. Míguez Valero
Irene García Cabello

Multiaventura «Portal Oscuro»


Rubén García Collantes (Salino), Jose Luis Castaño Restrepo, Julio M. Freixa, Vidal Fernández Solano, y Emilio
Iglesias

Trailer & Teaser Promocional


Roberto Julio Alamo (Voor Productions)

Editorial
RelatosPulp.com

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AGRADECIMIENTOS

Un años más —y con éste ya van cuatro—, intentaremos sorprenderos con un nuevo número de
Amanecer Pulp, una publicación que surge de nuestro concurso anual dirigido a escritores de relatos
pulp en lengua española. Una tarea que, de ninguna manera, hubiese sido posible sin la implicación y el
duro trabajo de los profesionales a quienes dedicamos estas líneas de agradecimiento.
Mención expresa a nuestro equipo de traductoras, Irene A. Míguez Valero e Irene García Cabello,
responsables de las traducciones de relatos clásicos que hemos decidido incluir en la edición —gracias
a ellas os podemos ofrecer rarezas pulp desconocidas e inéditas hasta la fecha en nuestro idioma—,
quienes además, junto con Vidal Fernández Solano, han conformado el jurado encargado de
seleccionar las obras a concurso.
También destacar el esfuerzo realizado por los autores que se han atrevido a participar en la
multiaventura que encabeza la presente edición. Tampoco quiero olvidarme de nuestro ilustrador
Rubén García Collantes, alias Salino, ni tampoco de Roberto Julio Álamo, encargado de los tráiler &
teaser promocionales.
A todos vosotros, a todos quienes nos vayáis a leer, y a todos quienes de una forma más o menos
anónima, nos apoyáis y nos seguís… ¡Gracias!
Para más información y datos de contacto, tanto de autores como de nuestro equipo de
profesionales, consultad el apartado Anexo: Directorio.

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INDICE

Presentación e Instrucciones ................................................................................................................. 7


Multiaventura: PORTAL OSCURO ........................................................................................................... 9
Cranston y Lussac .............................................................................................................................. 204
Donde el mundo está en calma.......................................................................................................... 213
El bosque........................................................................................................................................... 224
Mundo en tinieblas............................................................................................................................ 232
El prisionero de la celda 83 ................................................................................................................ 239
La amenaza de Shiva.......................................................................................................................... 249
Innsmouth ......................................................................................................................................... 258
Las botas de los Médicis. Por Pearl Norton Swet ................................................................................ 264
Raupauch .......................................................................................................................................... 273
ANEXO: DIRECTORIO ......................................................................................................................... 286

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Presentación e Instrucciones

Mi querido lector, la obra que tienes entre manos representa el cuarto número de Amanecer Pulp,
publicación anual de la web RelatosPulp.com, que tiene por objeto ofreceros las mejores obras
presentadas a nuestro concurso, junto con una selección de relatos clásicos y autores invitados que, a
buen seguro, os gustarán. Sin embargo, la edición de este año presenta una novedad importante de la
que debemos dar cuenta antes de nada. ¿De qué se trata? Pues bien, nos referimos a una novela pulp
multiaventura escrita por cinco autores, de lo cual, quizás, no exista precedente alguno. Su título es
«Portal Oscuro», y en ella «tú» serás el protagonista. De ti, y de las decisiones que tomes, dependerá
que logres finalizar con éxito la misión que te proponemos.

¿Qué voy a encontrarme en Amanecer Pulp 2015?

Una selección de cinco relatos de autores que participaron en nuestro concurso anual; dos relatos
pulp clásicos inéditos en castellano —traducidos para la ocasión—; dos relatos especiales de artistas
invitados y, además, una multiaventura pulp multiautor titulada «Portal Oscuro».

¿Cómo se lee todo esto?

En primer lugar, te presentaremos nuestra multiaventura «Portal Oscuro» y, tras la primera fase, tú
decides si quieres jugarla o, si por el contrario, prefieres saltar directamente al índice de relatos que te
proponemos. Todos estos relatos son independientes, y nada tienen que ver los unos con los otros.
Desde la tabla de contenidos «Índice General» puedes acceder a ellos en cualquier momento y
seleccionar el que más te guste sin necesidad de completar la multiaventura.

¿Qué es «Portal Oscuro»?

Es una aventura pulp de múltiples opciones escrita por cinco autores diferentes, donde tú eres el
protagonista. La trama está inspirada en las revistas pulp Men`s Adventure, rindiendo tributo a todos
los tópicos que solían caracterizar este tipo de historias. Para su realización, a partir de un punto de
inicio único, y un guión común para los cinco autores que han participado en el proyecto, cada uno de
ellos ha desarrollado la trama según su propio estilo, criterio, y dejando rienda suelta a la imaginación.
Por tanto, y esto es muy importante, la trama desarrollada por cada autor es diferente y, a excepción
de unas reglas básicas, nada tienen que ver las unas con las otras. Esto es, por tanto, un librojuego o
multiaventura pulp, y además, multiautor ¡Casi nada, eh!

¿Cómo se juega a «Portal Oscuro»?

Es muy sencillo. En la «Fase de Inicio» te pondremos en situación. Una vez la hayas asimilado
tendrás tres opciones principales de juego. Estas tres opciones te llevarán a cinco aventuras distintas,
cada una desarrollada por un autor. Si fallas en tus decisiones y mueres, tendrás que regresar al punto
de partida, teniendo la oportunidad de jugar de nuevo, o ir directamente al «Índice General». Sí ganas
al primer intento —algo prácticamente imposible según la opción que hayas escogido, pues algunos
autores han sido más cabroncetes que otros, poniéndotelo muy, muy difícil—, siempre podrás volver a
intentarlo, y desvelar con cada partida nuevos misterios. Recuerda, para avanzar con éxito es muy
importante pensar en clave pulp, aunque ni nosotros mismos sabemos muy bien qué demonios
significa esto.

Ahora, ¿qué te apetece hacer? ¡Tienes 2 opciones!

Opción 1: Jugar a Portal Oscuro. Pincha aquí.

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Opción 2: Regresar al «Índice General» de relatos AP2015. Pincha aquí.

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Multiaventura: PORTAL OSCURO
Por Rubén García Collantes (Salino), Jose Luis Castaño Restrepo, Julio M. Freixa, Vidal Fernández
Solano, y Emilio Iglesias.

Misión: Destruir el Portal Oscuro y salvar a la humanidad del apocalipsis. Sinopsis: Año 1945. Eres
el Doctor Raymond Martini, espeleólogo, biólogo marino y, sobre todo, un aventurero. Trabajas para el
gobierno de tu país (EEUU), embarcado en el buque de investigación científica USNS Black Swan, y te
han encomendado una misión, donde nada es lo que parece. De repente, no sabes cómo ni por qué,
pero te despiertas en medio de la noche, enterrado en una paradisíaca playa de una isla desconocida.
Estás enterrado de cuello para abajo, y unas extrañas criaturas amenazan tu existencia. Lo último que
recuerdas es que tu equipo navegaba por algún punto indeterminado de la micronesia, rastreando una
extraña señal que parecía provenir de una fosa oceánica. Tú estabas demasiado cansado, y te retiraste
pronto a tu camarote, junto a tu compañera, la doctora Allen, también tu prometida. Sin embargo,
ahora estás en peligro, y no solo eso; tú no lo sabes, pero toda la humanidad también lo está. ¿Serás
capaz de salvar tu vida, la de tus compañeros, y la de todos nosotros?

¿Deseas saber más?


Fichas de Personajes | Documentos | Escenarios

No, paso de leerme el jodido manual de instrucciones…


Para empezar ya: «Inicio de Misión», pincha aquí.

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PORTAL OSCURO

INICIO

Un rayo de luz de luna atraviesa las hojas de palmera que se mecen con la suave brisa marina sobre
tu cabeza. Deberías estar en tu diminuto camarote del USNS Black Swan Explorer, leyendo la revista
pulp que siempre llevas contigo, o tonteando con tu prometida, la doctora Lucy Allen, suponiendo que
estuviese de humor; pero ahora te encuentras en una situación tan espantosa como incomprensible.
Por una extraña razón que desconoces, te despiertas enterrado hasta el cuello en una paradisiaca
playa de… la verdad que poco te importa dónde te encuentras en este momento; los recuerdos se
nublan en la memoria. Sufres una fuerte conmoción de la que te recuperas rápidamente. La cabeza te
duele horrores, y el pálpito en las sienes te machaca sin piedad. Te han aporreado bien, pero sabes
quién eres, y eso es algo bueno. Eres el Doctor Raymon Martini, y la pregunta que te ronronea es:
«¿Qué cojones hago aquí?».
Los pensamientos se agolpan delante de tus narices, no así las explicaciones. Cumplías una misión
sencilla a bordo del Black Swan, una misión científica por aguas de la micronesia. Lo típico, buscar
nuevas especies y catalogarlas. Desgraciadamente ahora tienes una de estas acercándosete de forma
implacable. No hay tiempo para pensar en más cosas; justo en este momento, con la humedad de la
noche, una dispersa marabunta de enormes cangrejos emerge sobre las grietas de los arrecifes que te
separan de la playa. Se dirigen hacia ti. Las corazas dentadas desfilan al unísono bajo el redoble de
chasquidos; rítmicos latigazos ejecutados por sus pinzas, instrumentos capaces de despedazar huesos y
tendones.
Intentas con todas tus fuerzas levantar los brazos, están entumecidos. Además de la arena de la
playa algo los mantiene atados a tu espalda.
«¿Cómo he llegado a esta situación?» —te preguntas una y otra vez—. «¿Quién te ha sentenciado a
tan horrible y mortal destino?».
Sacudes la cabeza desesperado y gritas pidiendo ayuda, pero tras un minuto de tímidos alaridos —
pues apenas logras coger aire—, te haces a la idea de que el lugar podría estar desierto. Ahora los
cangrejos parecen más activos; quizás se vean atraídos por tu voz o avancen sin cautela al reconocer la
situación en que te encuentras.
Con las sacudidas has desenterrado un trozo de metal que llevas atado al cuello: un cilindro
niquelado que lanza destellos plateados a la luz de la luna. Es tu silbato; siempre lo llevas contigo para
llamar a Ronin cuando se aleja más de la cuenta.
Te contorsionas, usas la barbilla para desplazar el trozo de bramante que lo sujeta a tu cuerpo y
tragas un buen puñado de arena mientras la sinfonía de estallidos producida por los cangrejos se hace
más estridente a tu alrededor.
Por fin logras atrapar el silbato con tus labios y descargas tus pulmones a través de él.
La llamada, imperceptible para tus oídos, es capaz de llegar a más de cinco kilómetros de distancia;
es tu única esperanza.
Los cangrejos, aunque todavía les separa un buen trecho, tardarán pocos minutos en darse un
festín contigo. Sus lóbregos ojos, coronando rígidos filamentos cornudos, no te pierden de vista en su
oblicua carrera. Parecen hambrientos.
Se aproximan más. Ya están a pocos metros, son unos quince o veinte especímenes. Ahora que los
tienes más cerca los puedes reconocer gracias a tu experiencia profesional, pertenecen a la familia de
los decápodos llamada Birgus latro, cangrejos ladrón, o eso es lo que crees intuir, pues son demasiado
grandes, y semejan demasiado agresivos. Algo no cuadra. No dejas de imaginar el futuro que te espera,
y un estremecimiento recorre tus entrañas.
Ya están aquí.
Uno de los crustáceos, el más rápido de la carrera, da un rodeo a tu cabeza y se sitúa detrás de tu
nuca. Sientes la tensión de sus articulaciones rechinar en el punto ciego de tu visión, justo antes de
lanzar el afilado golpe que abrirá tu cráneo. Sin embargo, escuchas un peso sordo caer sobre la arena.
A continuación, un húmedo y caliente órgano te recorre la cara, lanzando vapores con mal aliento.

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Es Ronin, tu perro. Un pastor belga de pelo corto y moreno que, después de lanzar al verdugo que
te acechaba a la espalda, te lame con la devoción y la alegría del reencuentro.
Tras el ataque al primer cangrejo, y asustados por la envergadura de su oponente, el resto de la
tropa se aleja entre los troncos de cocoteros que hay a tu izquierda. Ha estado cerca, piensas, y una
risa incontrolada sale de tus labios dejando escapar la tensión que te anudaba las tripas.
Te cuesta unos minutos convencer a Ronin de que escarbe la arena a tu alrededor. Es un buen
perro, sirvió en el ejército, igual que tú. Entrenado para encontrar personas y también para acabar con
nidos de ametralladoras, siempre ha sido un fiel compañero. El tipo de amigos que uno quiere a su lado
en situaciones como ésta.
Ronin desentierra la apelmazada arena que te mantiene atrapado la parte superior del torso.
En un minuto puedes mover el cuerpo, imitando el movimiento de una oruga, y te desplazas hasta
quedar postrado sobre el suelo.
Con esfuerzo, sacas de tu tobillo la navaja que llevas siempre oculta en la pierna. La abres con un
rápido movimiento y cortas las ligaduras causándote algunas heridas poco profundas debido a la
aletargada autonomía de tus extremidades.
La luna llena tizna la playa con un fulgor tenebroso y fantasmal. Un manto de niebla abona la
profundidad selvática del paisaje. Ahora que estas libre pones en orden tus recuerdos y recompensas a
Ronin acariciándole detrás de las orejas.
Miras tu reloj. Han pasado cinco horas desde el último momento que recuerdas, en el camarote del
Black Swan. Falta poco para que amanezca. Miras los bolsillos, y no tienes nada, solo tu revista de
relatos pulp, doblada y sujeta a la cintura por detrás. Increíble que no se hubiese perdido.
Observas a tu alrededor y no hay indicios de civilización, solo tú, y tu perro. Piensas en tu
prometida, la Doctora Lucy Allen, y sientes un profundo desasosiego. No sabes nada de ella, ni del
contramaestre Abott, tu buen amigo, ni del capitán Solloway, ni del resto de la tripulación del Black
Swan.
Ahora la pregunta es, ¿qué piensas hacer? A continuación ¡Tienes 4 opciones!

Opción 1: Si eliges penetrar en la selva, en busca de ayuda, pincha aquí (Autor: Vidal Fernández
Solano).
Opción 2: Si prefieres seguir la línea de la playa, y buscar el Black Swan, pincha aquí. (Autor: Julio
M. Freixa y Jose Luis Castaño Restrepo).
Opción 3: Si, por el contrario, prefieres gritar a viva voz el nombre de Lucy Allen, y el de tus
compañeros, para ver si responden, pincha aquí. (Autor: Salino y Emilio Iglesias).
Opción 4: Si no tienes ganas de hacer nada, y prefieres tumbarte a la bartola para disfrutar de tu
revista de relatos pulp, entonces pincha aquí.

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VF0

LA JUNGLA

Decides adentrarte en la jungla, quizás en el interior puedas encontrar algún rastro de civilización,
quizás un poco de ayuda, comida, a tus compañeros de expedición. Los primeros vestigios de follaje, en
el límite de la playa, resultan fáciles de sobrepasar, pero pocos metros más tarde el avance es poco
menos que imposible, la vegetación tropical invade cada centímetro del suelo impidiendo que puedas
plantar un pie.
Ronin ladra unos metros más allá, un ladrido extraño que te alerta de que ha oído u olfateado algo.
Le llamas y él replica. La cabeza te late, más que eso, una tormenta de truenos y relámpagos se ha
desatado dentro de tu cavidad craneana. Su rugido no te permite pensar con claridad, pero los
recuerdos van retornando poco a poco. La pelea sobre la cubierta del Swan, unos malditos nazis habían
subido a bordo y la tripulación había peleado con bravura, a pesar de lo cual no habían tardado mucho
en ser reducidos, incluyendo al capitán Solloway y a Lucy. Los muy hijos de puta no habían dudado en
liarse a golpes con los marineros después de maniatados e inmovilizados, sin opción de defenderse. Tú
permanecías a un lado; aún no te habían atado, posiblemente a causa de que, en tu condición de
científico, no llevabas uniforme. Puede que estuvieran reservando para ti algún tipo de diversión
particular, algún tipo de tortura o una muerte especial. Uno de ellos, el teniente al mando se acercó a
Lucy, sujeta por dos soldados, y le susurró en alemán cuántas cosas le iba a hacer esa noche, cuando le
quitara la ropa. «Gritarás, te lo prometo», había dicho el baboso. Tú entiendes a la perfección el
alemán de tus años en el ejército, y se te revuelven las tripas cuando su mano asquerosa acaricia el
rostro de tu chica. Ella no es de las que necesiten ayuda, llena la boca de saliva y le escupe en pleno
rostro. Él le suelta una bofetada que resuena sobre el sonido de las olas del mar, y en ese momento te
revuelves y agarras el fusil del soldado que te custodiaba. Hay un forcejeo, una pelea corta, y el fusil se
dispara arrojando una lluvia de sesos, sangre y cabello del soldado. Entonces llega el golpe, y la
oscuridad lo envuelve todo.
Ronin han encontrado algo parecido a una senda. Olisquea y da vueltas, nervioso. Le das unos
golpecitos entre las orejas.
—Buen chico —le dices para que se tranquilice.
Avanzas unos centenares de metros hasta un pequeño claro que se abre entre los árboles. Hay algo
inquietante que flota en el ambiente y el perro está a punto de estallar de puro nervio. Miras
alrededor, pero a pesar de haber amanecido no ves nada extraño, todo parece estar en orden.
Entonces te das cuenta, no ves nada fuera de lugar, pero sí lo oyes. Mejor dicho, no lo oyes. Nada en
absoluto. Lo que debería ser una algarabía de aves, monos y demás criaturas solo es silencio, un
silencio tan espeso que casi se puede cortar. Por cierto, echas la mano al bolsillo y compruebas que
sigue allí, como siempre. Tu navaja multiusos, que tantas veces te ha sacado de un apuro. Eso te
produce un cierto alivio. Miras en derredor, esperando un ataque. Ronin sigue tenso como la cuerda de
un arco. Sin embargo, solo se ven arbustos, árboles de variadas especies y una palmera, algo más alta
que el resto, de la que cuelgan media docena de cocos. Unos cocos un tanto peculiares, ahora que te
fijas bien.
Ronin empieza a ladrar como un poseso, y entonces ocurre algo inesperado. Los cocos caen de la
palmera. Primero uno, luego los demás, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Al caer sobre el suelo
arenoso, se abren y te percatas de que en realidad no son verdaderos frutos. En principio piensas que
se trata de arañas, enormes arañas grandes como un gato de buen tamaño, pero al fijarte bien
observas que sus patas están rematadas por manos. Poseen ocho manos y un rostro semejante al de
un humano. Unas arañas que son como monos, con una diferencia: sus enormes quelíceros no resultan
tan simpáticos como la sonrisa de los primates, además de no augurar nada bueno.
Sacas la navaja del bolsillo mientras Ronin ladra y gruñe, listo para atacar. Una de las monoarañas
se adelanta, dispuesta a ser la primera en arrancarte la carne, y salta sobre ti, pero entonces abres una
hoja telescópica de la navaja, que al desplegarla queda igual que un machete y lanzas una estocada que
decapita a la criatura. Sus compañeras se replantean la estrategia y deciden lanzarse todas juntas.

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Ronin, valiente como siempre, agarra a una de ellas y la lanza contra una roca cercana. El crujido del
exoesqueleto es repugnante, y la criatura cae, quebrada y sangrante. Mientras tanto tú has acabado
con otra de ellas. No te has dado cuenta, pero a tu espalda la muerte acecha: una de las arañas ha dado
un rodeo y ha trepado por un arbusto, a punto de saltar sobre tu cuello. Ronin se da cuenta y de un
salto la atrapa, golpeándola contra el tronco del mismo árbol por el que trepó. De un tajo rematas otro
de los engendros, pero no puedes evitar que los dos restantes atrapen a Ronin y lo destrocen en un par
de dentelladas. No tardas en acabar con ellas, pero llegas tarde: Ronin agoniza con la garganta abierta.
Te quedas a su lado mientras la vida se le escapa, sin poder evitar que unas lágrimas rueden por tu
rostro.
—Descansa, muchacho —le dices, a modo de despedida. Unos segundos más tarde su respiración
cesa.
No hay tiempo que perder. Lo entierras como puedes y te enjugas las lágrimas. No sabes hacia
donde debes seguir, así que decides subir a la palmera donde estaban las arañas paras poder
vislumbrar alrededor.
Una vez arriba, echas un vistazo. A un lado, próxima a la ladera de una montaña, se ve una columna
de humo, probablemente algún tipo de aldea o poblado. Puede que allí encuentres ayuda. Al otro lado,
a unos quinientos metros, unas instalaciones de apariencia militar junto a un fondeadero donde se
hallan el Swan y un submarino: los putos nazis. Sopesas tus opciones durante un minuto.

A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Si quieres dirigirte hacia la columna de humo, pincha aquí.


Opción 2: Si prefieres encaminarte hacia las instalaciones militares, pincha aquí.

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VF1

EL POBLADO INDÍGENA

Guiándote por la delgada columna de humo que asoma entre la vegetación, te diriges en busca de
otras personas que puedan echarte una mano. Puede que incluso los habitantes dispongan de un
aparato de radio o algo similar. Sin embargo, una sombra planea sobre tu pensamiento, una sombra
que va ennegreciendo la perspectiva optimista que en un principio te impulsó a tomar la decisión. La
cuestión de que haya un poblado que no ha sido exterminado por esos maricones cabezas cuadradas
no te resulta tan clara como en un principio. Nadie en su sano juicio creería que un destacamento nazi,
submarino incluido, se asentaría en una isla remota y aceptaría coexistir en paz con los nativos. Algo no
cuadra, pero tampoco son muchas las opciones que tienes frente a ti.
Para empezar, aunque tú y Lucy os encontrabais oficialmente a bordo del Swan en una misión de
investigación de tipo científica naturalista, había otro motivo: una extraña señal captada por los
equipos de rastreo del gobierno. Una señal no identificada proveniente… de las profundidades marinas.
Más concretamente, de un lugar muy cercano a la isla, al borde de una fosa marina. Os habían
encargado localizar de dónde provenía la señal y su significado. No eres tan ingenuo como para no
sumar dos y dos: rastrean una señal sospechosa y los nazis aparecen como por arte de magia. Por
supuesto que aquí algo, o todo, huele a podrido.
A medida que te acercas a la fuente que origina el humo, la vegetación va clareando, huella
inequívoca de la presencia humana. Sin darte cuenta, te ves al borde de un enorme claro en la jungla,
junto a la falda de la montaña que culmina la isla. Delante de ti, una docena de chozas dispersas por la
superficie deforestada. Casuchas construidas con madera y techadas con hojas de palma, como
emergidas del Paleolítico. Entre ellas debe haber una hoguera, fuente del humo que viste antes. Sin
embargo, aparte de las sencillas construcciones, falta todo lo que cabe esperar en un poblado: la gente,
perros, gallinas… ese tipo de cosas que va parejo con la existencia humana.
Con el terrible presentimiento de haberte equivocado hormigueando en tu estómago, te acercas a
la choza más próxima. Vigilando a tu alrededor, te armas de valor y te asomas al hueco que hace las
veces de puerta. El interior, muy reducido, está vacío. Un desastroso catre es el único mobiliario a la
vista. «¿Para qué más?», piensas. A fin de cuentas estás dentro de una cabaña en el culo del mundo, no
en el jodido Ambassador.
Sales de nuevo y husmeas un poco por el poblado. Nada. Ni rastro de los habitantes. En el centro
de las casuchas, una gran hoguera y sobre ella un enorme caldero, como en las historias que sueles leer
en tus revistas pulp.
El sonido de una rama al quebrarse te sobresalta. Te giras con brusquedad y la sangre se te hiela en
las venas. Estás rodeado. No por indígenas, sino por monstruos que una vez lo fueron. Rostros
deformados, terribles mutaciones adornan a estos humanoides: en un vistazo rápido aprecias a uno
con cuatro piernas, otro con tres ojos y una enorme boca superpoblada de dientes puntiagudos como
un tiburón. Una criatura que debería estar persiguiendo perros te observa y babea a través de una
abertura que se abre directamente en su estómago. Gruñen, se comunican entre ellos de alguna
manera diferente a las palabras. Sopesan la posibilidad de lanzarse sobre ti. Por el rabillo del ojo
intentas buscar una vía de escape, tendrá que ser rápido como una centella si quiere dejarlos atrás,
ellos se mueven en su terreno.
Lentamente, precavidos, van avanzando, reduciendo la distancia que los separa de ti y anulando tus
posibilidades de huida. Es ahora o nunca. Te vuelves y echas a correr como si te persiguiese el
mismísimo Satán. No miras atrás, solo corres. Te faltan unos metros para volver a la espesura cuando
tropiezas y caes. No, no has tropezado. Han lanzado una honda y te han atrapado enredándote los pies.
Tanteas tu navaja para cortar la cuerda, pero antes de darte tiempo a nada se te echan encima. Pateas,
muerdes, das puñetazos y patadas pero tus golpes no los disuaden, estos demonios parecen inmunes al
dolor.
En menos de medio minuto te ves en volandas, maniatado y con la boca llena de algún fruto
asqueroso que sabe a patata podrida. Te llevan hacia la olla. Demasiado tarde piensas que ni siquiera

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te has acercado para examinar el contenido. Intentas liberarte una vez más, sin éxito. Se detienen un
momento, al lado del caldero humeante, en el que puedes ver una especie de caldo espeso y
maloliente. Una sopa, qué gracioso, una sopa aderezada con algo de carne, la tuya.
En un impulso vuelas hacia el interior de la olla. El caldo hierve, te quema la piel, los ojos, la carne.
Todo se oscurece con rapidez.

A continuación, tienes 2 opciones

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VF2

EL DESTACAMENTO NAZI

Piensas que lo más acertado es encarar los problemas en lugar de rodearlos. Si alguien tiene la
clave en todo este asunto son ellos, esos hijos de puta que ladran en vez de hablar. La única manera de
volver a salir de esta jodida isla es atravesando como sea los barracones y haciendo que el Swan
cumpla su función, es decir, escapar cagando leches de este infierno lleno de unos mosquitos del
tamaño de urracas y de arañas marsupiales o lo que coño fuese aquello. Primero tendrás que
neutralizar el submarino, ni que decir tiene. Salir pitando con el barco y permitir que un «lobo gris» te
torpedee no es lo que tú entiendes por sensatez.
Dejas a un lado la idea del poblado y encaminas tus pasos en la otra dirección. No te lleva mucho
tiempo topar con una alambrada. Dentro de la cual divisas, a la luz del amanecer, unos barracones
donde sin duda, a juzgar por sus dimensiones, habitan cincuenta o sesenta soldados. Y además por
algún lado debe haber algún agujero, celda o jaula donde se encuentre la tripulación de Swan: Lucy,
Solloway, Abbott y el resto. Eso contando que no los hayan pasado a cuchillo, a estos carniceros les
importa una mierda la vida humana.
Caminas unos metros hacia un lado y al otro y al final hallas lo que querías: una brecha en la
alambrada. Primero pensaste que estaría electrificada, pero luego te diste cuenta de lo absurda que
resulta una valla electrificada en una mierda de isla perdida en el culo del mundo. ¿Quién iba a querer
entrar? ¿Los moradores del poblado, si es que aún viven? Que sean indígenas no significa que sean
gilipollas, si han tenido algún contacto con los nazis se mantendrán a una distancia más que prudente
de la base.
El agujero es lo bastante grande como para que quepa un perro de talla mediana, así que solo
tienes que ponerte a cuatro patas y ya estás dentro. Te aplastas contra el suelo, entre la hierba alta, y
observas. A la vista apenas hay media docena de soldados. Que llamen la atención: uno que está
subido en una torre de vigilancia y una pareja vigilando la puerta de un extraño edificio de poca altura
que se encuentra a un lado de la explanada. Habrá que eliminar al de la torre, podría dar la alarma, y
también a la pareja de la puerta. Mucho soldadito para ti solo, desarmado y agotado. «Que no cunda el
pánico, muchacho», piensas, «los problemas grandes a veces tienen soluciones pequeñas. Solo hay que
enfocarlos a trocitos».
Como una serpiente que se acerca al pajarillo distraído, te arrastras entre la hierba, empapándote
todo lo que aún permanecía seco. Llegas hasta el pie de la torre de vigilancia, oteas alrededor para
cerciorarte de que nadie se ha percatado de que algo se mueve dentro del campamento y miras hacia
arriba. El soldado está sentado al borde de la plataforma, aprovechando la sombra del techo de paja
que la cubre, dando cabezadas a causa del tedio y del intenso calor. Mejor. Enemigo tuerto es enemigo
muerto. Sacas tu navaja y rezas para que tu puntería no se haya perdido por el desuso. La abres por su
hoja más grande, del tamaño de un chuchillo pequeño, o quizás no tan pequeño, y la lanzas como un
artista de circo.
La hoja se clava con fuerza en un lateral del cuello del soldado, que no puede gritar, cae hacia un
lado por el costado de la plataforma, pero queda enganchado por un pie, como un pijama secándose al
sol. Maldita sea, has perdido la navaja y encima cualquiera puede ver al insensato muerto y colgado
por el pie.
Rezas lo poco que sabes y trepas un poco por la escalera de la plataforma. Por fortuna no es muy
alta y en seguida llegas a la altura del soldado. Sacas la navaja del cuello y ves que lo que se ha
enganchado es la correa del fusil. La cortas y el cuerpo cae como un fardo, estrellándose contra el suelo
con un ruido que a ti te parece atronador. Sin embargo, nadie ha reparado en que el guardia ya no está
donde debería, así que bajas, te haces con el fusil y de nuevo cuerpo a tierra.
Continúas tu camino a ras de suelo hasta el límite de la hierba. Más allá se extiende una superficie
de tierra desnuda, aunque hay fardos, bidones y otros objetos donde te podrás cobijar hasta acercarte
lo bastante a tus enemigos. Sin embargo, ahora te surge una duda, una duda terrible que te deja
inmovilizado unos segundos.

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Tu primera idea era liquidar a la pareja de la puerta e indagar qué se guarda ahí, pero te das cuenta
que eso equivale a colarte en un avispero en pelotas. La posibilidad de buscar y liberar, si es que aún
están vivos, a la tripulación del Swan, empieza a cobrar cuerpo en tu cerebro. De esa forma ya no serías
tú solo contra unas docenas de nazis armados, en plan espartano, sino que tendrías apoyo y quizás más
armas que el rifle que portas. Miras a un lado y a otro. Por una parte, el extraño edificio semejante a un
refugio nuclear y por la otra, el barracón donde seguro están los cautivos. ¿Qué hacer?
La solución acaba por llegar sola. Es curioso, en multitud de ocasiones ocurre exactamente eso.
Cuando las opciones se agotan, se abre la espita y el destino (o Dios, o quien sea) se encarga de volver
a repartir los naipes y te da una mano ganadora.
Se acerca un camión y se detiene delante de donde te hallas oculto. Media docena de soldados se
bajan y comienzan a cargar cajas, sin mucha gana, la verdad, aunque tampoco se lo reprochas. La
temperatura está empezando subir y eso junto con la humedad del ambiente hace que a uno le sobre
toda la ropa. Es asombroso, pero a pesar de que están a escasos metros de tu posición no se percatan
de tu presencia. En ocasiones el sueño (de los demás) favorece los planes de uno. Si es que hay planes.
Los soldados comienzan a hablar entre ellos. Hablan de unas órdenes acerca de zarpar en el
submarino y de llevar cierto tipo de arma secreta. Como hablan en susurros no los has entendido bien,
pero se les ve muy animados ante la posibilidad de cambiar el mundo. Hablan sobre la llegada
inminente del IV Reich, de la supremacía alemana sobre sus enemigos, de la destrucción que se
desatará si todo sale como está previsto. No hay tiempo que perder, has de tomar una decisión.

A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Si decides ir a los barracones a rescatar a tus compañeros, pincha aquí.


Opción 2: Si, por el contrario, piensas que lo mejor es infiltrarte junto con los soldados para
averiguar qué diantre está pasando aquí, pincha aquí.

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VF3

LOS BARRACONES

En este momento la alternativa más interesante parece dirigirse hacia los barracones. Acaba de
amanecer y aún se ve poco movimiento, es probable que muchos de los soldados enemigos estén
dormidos. Si estás en lo cierto y tus compañeros se hallan prisioneros ahí, tendrás que liberarlos. No es
lo mismo enfrentarse en solitario a un enemigo numeroso que hacerlo respaldado por una decena de
marineros furiosos y con ganas de quebrar huesos y hundir cráneos nazis. Después de haceros con el
control de las armas y reducir («qué fino», piensas, «reducirlos es lo más apropiado… a pulpa de cabrón
germano, jaja») al enemigo, habrá que buscar a Lucy y terminar de una vez con lo que han venido a
hacer a esta mierda de isla piojosa. No puedes ni recordar la sensación de un buen baño en agua tibia y
jabonosa… con ella. A pesar de la situación, la naturaleza se rebela en tu entrepierna. Habrá que
esperar un poco, muchacho.
Te arrastras hacia un montón de cajas para aproximarte a la pareja de soldados que custodia la
puerta del edificio anormal; va a ser difícil deshacerte de ellos, dos a la vez son muchos. Sin embargo, la
señora Providencia se ha debido de acordar de ti, porque uno murmura unas palabras y se aparta de la
puerta. Qué suerte que le hayan entrado ganas de mear en ese preciso instante. El soldado se dirige
hacia la parte trasera de los barracones, donde seguro estará la letrina. No hay tiempo que perder.
Lanzas una pequeña piedra que choca con un bidón un par de metros más allá. El sonido es claro, pero
no demasiado estruendoso. El soldado da el alto y lanza un juramento, precisamente ahora que está
solo, pero no le queda más remedio que acercarse a inspeccionar el origen del ruido. Te lanzas sobre él,
navaja en mano, y le abres una segunda boca diez centímetros más debajo de la que traía de serie. Un
pequeño borboteo de sangre y listo. Arrastras el cuerpo y lo ocultas tras las cajas. Justo a tiempo. El
segundo soldado aparece por la esquina del barracón, silbando después de aliviarse. Se sorprende de
no encontrar a su compañero donde lo dejó, titubea, seguro que va a dar la alarma, no lo puedes
permitir. Silencioso como un tigre, saltas y cubres los metros que te separan de él. Por su expresión
queda claro que lo que menos se esperaba era un ataque frontal, pero no le das tiempo ni a apuntarte
con el fusil. Unos segundos después se ha unido a sus queridas valkirias en el edén de los teutones.
Ahora viene lo peor. Subes los escalones y abres la puerta del barracón. Hay un pasillo desierto
(gracias al cielo una vez más), con una puerta lateral y otra al fondo. Procurando deslizarte y rezando
para que las tablas del suelo no crujan, te acercas a la primera puerta. Alguien padece vegetaciones, a
través de la misma se escuchan los ronquidos del muy capullo. Pasas de largo y te encaminas hacia la
otra puerta. Cerrada. Eso es lo de menos, piensas mientras sacas de nuevo tu navaja multiusos. Aún no
se ha inventado una puerta provisional en una construcción provisional que se te resista. Después de
un par de intentos, cede. Tras ella, un cuartucho sucio y lleno de polvo y tus compañeros, maniatados y
amordazados. Menos mal que ni siquiera los han metido entre barrotes, estos capullos se están
volviendo descuidados. Abbott se despierta, y parece que se alegra de verte. Como para no alegrarse.
Sin embargo, su expresión cambia de repente y mira hacia un punto detrás de ti. Te giras, demasiado
tarde, no eres el único capaz de moverse sin hacer ruido. La boca de un fusil te está esperando, justo
delante de tus narices.
Ni siquiera puedes oír el estallido del disparo, apenas el clic del gatillo.

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: ¡Intentarlo de nuevo! Pincha aquí.


Opción 2: Ir al índice general: Pincha aquí.

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VF4

HACIA EL CAMPAMENTO BASE

Adentrarte en los barracones no parece una perspectiva demasiado halagüeña. Si tus sospechas
son ciertas, eso equivaldría a caer directamente en medio de un nido de serpientes. Peor aún,
serpientes armadas contra las que no tendrías ni una mínima oportunidad.
Lo mejor será subir a ese camión, después de todo. Esperas la ocasión y cuando uno de los soldados
se aparta un poco del grupo para ir a mear, sacas tu navaja y te lanzas sobre él. En menos de un
segundo tiene una nueva sonrisa en medio de la garganta. Debes darte prisa, antes de que los otros
echen de menos su presencia. Te quitas la ropa y se la quitas a él, el tiempo apremia.
Oyes un grito de uno de los otros que dice que si te la estás cascando o qué. Obviamente, se
refieren al soldado muerto. Contestas tapándote un poco la boca para que no conozcan tu voz. Ahora
voy, es que no puede uno mear a gusto. Parece que suena convincente, nadie acude extrañado.
Te subes los pantalones del soldado. Mala suerte chaval, este tío es un poco menos corpulento que
tú y la prenda te aprieta los huevos. Habrá que joderse hasta que puedas cargarte a otro más grandote.
Estos putos nazis pichacorta no tienen ni para rellenar los pantalones.
Te calas la gorra y te bajas la visera, confiando que nadie repare en la suplantación. Vuelves al
grupo, que ya están subidos al camión, haciendo chistes a tu costa, acerca de tanto tiempo como has
tardado en volver y qué estarías haciendo mientras tanto. Alguno dice que te estabas tirando a alguna
gallina salvaje, pero no replicas, lo mejor es mantener la boca cerrada.
El vehículo echa a andar y en unos quince minutos llegáis al campamento base. Los soldados se
bajan, y tú con ellos y comienza la descarga del camión. El edificio principal es bastante grande, está
claro que ahí está el mandamás del destacamento. Y también los muchachos del Swan y, sobre todo,
Lucy. Tienes que escaquearte del grupo como sea y acudir en su busca. Pero también te das cuenta de
que es necesario enterarse del motivo de que hay tanto boche en una isla tan remota y tan pequeña.
Tu mente empieza a atar cabos: los alemanes, la señal que escuchasteis en el Swan, aquí se cuece algo
gordo y es primordial saber qué. Puede que tu vida y la de los demás dependa de ello, así que te
planteas que quizás deberías seguir junto al grupo de soldados para averiguar más cosas antes de
tomar una decisión.

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: Si decides quedarte con los soldados, pincha aquí.


Opción 2: Si prefieres adentrarte en las instalaciones nazis, pincha aquí.

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VF5

JUNTO AL GRUPO DE SOLDADOS.

Sigues descargando el camión con los soldados, atento a su conversación. No tienes claro qué es
eso que tan alborotados los tiene. Por lo que se ve, en el edificio que viste antes de subir al camión se
llevan a cabo ciertas investigaciones del máximo secreto, bajo la supervisión directa del Führer. No te
atreves a preguntar por miedo que reconozcan tu voz y sospechen, hasta ahora han sido tan estúpidos
que no se han dado cuenta del cambiazo.
Por lo poco que puedes averiguar, en el fondo del mar hay algo, algo que les concederá un poder
ilimitado y que permitirá que Alemania pueda dominar el mundo. Además también mencionan ciertas
investigaciones que se están llevando a cabo en la isla, unos experimentos genéticos; hablan, entre
risas, de monstruos, de aberraciones, y lo que más te llama la atención es la mención que hacen de
“ellos”. “Ellos” son los que les han proporcionado la clave. Por lo que puedes entender les han
proporcionado la clave para acceder a todo ese poder. No terminas de captar de quién están hablando,
pero puede que ya sea irrelevante, uno de los soldados ha hecho un comentario acerca de su
aniquilación total, así como de lo poco que falta ya para que puedan abandonar “esta isla apestosa”. La
típica estrategia nazi: torturar, sacar lo que desean y luego deshacerse del estorbo.
El camión gira y os adentráis por una senda entre los árboles. El camino no es muy largo, pronto os
detenéis y os bajáis del camión.
Estáis en un claro en medio de la selva, rodeado de cabañas bajas y rectangulares, sin ventanas,
muy extrañas. Los soldados se ríen y mencionan algo de «alimentar a las fieras». ¿Fieras? ¿En una isla?
Entre dos de ellos empujan un bidón hasta una de las construcciones, cuando se aproximan a la puerta
se oye, procedente del interior, una especie de aullido que va en crescendo. El aullido no es humano,
pero pone los pelos de punta. Al mismo tiempo algo empieza a golpear la puerta desde el interior, de
una forma impaciente y desesperada. Los soldados abren una especie de mirilla, como en las celdas de
las prisiones, a través de la cual asoma una garra de largas y afiladas uñas, cubierta con una piel
verdosa y llena de escamas. Unos de los soldados saca un frasco del bolsillo y salpica la garra con el
líquido que contiene el recipiente. La piel escamosa comienza a burbujear y a desprender un humo
negro y maloliente. Esto hace que el propietario de la garra la retire y chille aún más. En ese momento
los soldados aprovechan para colocar una especie de embudo ancho de hojalata y comienzan a volcar
una parte del contenido del bidón a través del mismo, dentro de la cabaña. El pienso de las fieras,
claro. Solo que este pienso lleva el símbolo de la calavera y las tibias bien visible en el bidón.
El soldado que está más próximo a ti te tira de la manga y os dirigís hacia otro bidón. Lo empujáis
hasta otra cabaña. Dentro de esta no se escucha sonido alguno, lo cual, bien pensado, es aún más
inquietante. Tu compañero se dispone a abrir la mirilla pero lo que ocurre entonces es tan inesperado
que nadie puede reaccionar a tiempo. La mirilla estalla hacia afuera, y un brazo peludo sale por ella y
agarra a tu compañero la cabeza. La mano es tan grande que abarca todo el cráneo. El hombre empieza
a chillar pero la agonía dura poco, con un terrible crujido de huesos el cráneo es aplastado y su cuerpo
cae como un fardo.
Das media vuelta y echas a correr, justo para oír la puerta hacerse añicos tras tu espalda. Por el
rabillo del ojo puedes ver cómo unos enormes gorilas salen de la jaula, babeando y rugiendo. Lo peor
no es que sean gorilas rabiosos, lo peor es que, de alguna manera, se las han apañado para hacer que
en unos de los brazos de cada animal haya ensamblado un fusil. De alguna forma carne y metal se han
fundido en una sola cosa. Pero los mutantes, o lo que sean, hacen muestra de gran inteligencia. Uno de
ellos se agacha y saca el cargador del fusil del hombre muerto y lo inserta en su propio brazo-fusil. Los
otros soldados comienzan a disparar, pero las fieras no parecen sensibles al dolor y no caen, prosiguen
su avance. Miras hacia adelante para acelerar tu carrera. Demasiado tarde, chocas de frente contra un
poste y caes al suelo, medio noqueado.
Sacudes la cabeza y aclaras un poco tu vista pero es demasiado tarde. Unas fauces sanguinarias
están justo delante. El animal jadea un segundo, pero solo es para tomar impulso.

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Salta sobre ti produciendo un choque terrible. Sin embargo, el poste te ha salvado de una muerte
segura, pues la bestia también ha chocado contra él y se ha quedado tan atontada como tú. Notas
cómo el sudor te chorrea por el rostro. Te lo enjugas con una mano mientras haces lo imposible por
levantarte y huir hacia la selva; a descubierto eres un blanco perfecto. Te miras la mano, no era sudor
sino sangre lo que baña tu cara. En algún punto de tu azotea hay abierta una buena brecha.
Medio a rastras corres hacia la espesura. El animal gruñe mientras hace lo propio, sacude la cabeza
para recuperar sus sentidos. Corres como si te persiguiera el diablo mientras reparas en lo gracioso de
la comparación. No es el diablo quien va tras de ti, pero tampoco hay mucha diferencia. Las primeras
balas empiezan a silbar a tu alrededor, estrellándose contra el tronco de los árboles más cercanos. Te
agachas a pesar de que sabes lo inútil de tu gesto.
El gorila te está ganando terreno por segundos. Si no encuentras donde refugiarte te queda menos
en este mundo que a una mosca atapada en un tela de araña. Mientras vas trepando por la pendiente
de la montaña, divisas una pequeña caseta en lo alto, junto a una elevada antena. Una estación de
radiocontrol, claro. Qué mejor lugar que en lo alto de una pendiente. Sigues corriendo aunque te
empieza a faltar el aire, un último esfuerzo para llegar a la caseta. Quizás puedas hallar un arma allí
para defenderte, el peluche casi te está echando el aliento en el cogote y no se le acaba la munición al
muy hijo de puta.
Llegas hasta la caseta y te la juegas, abriendo la puerta de golpe. Un soldado ahí dentro se vuelve,
sorprendido por la visita. No estamos para presentaciones, de un buen puñetazo le dejas fuera de
juego. Su fusil está a su lado, pero el gorila está justo detrás de ti, así que no te da tiempo a apuntar ni
disparar, lo usas a modo de bate de béisbol y golpeas a la bestia en un lateral de la cabeza una y otra
vez. Es duro, el cabrón, pero los golpes también lo son, no en vano fuiste campeón del boxeo del
condado en tu juventud. El que tuvo retuvo, ya se sabe.
El gorila da unos pasos atrás, trastabillando. No puedes dejar el trabajo sin terminar y le propinas
una patada en el pecho que le acerca al borde del risco donde está plantada la cabaña. Un nuevo golpe
con el fusil, otra patada. El animal va retrocediendo, inconsciente del precipicio que se abre a su
espalda. Tus músculos se resienten del esfuerzo, si no acabas con esto de una vez el que va a caer
redondo eres tú. La vista se te está empezando a nublar. El castigo sobre la fiera continúa, la vida te va
en ello, ya descansarás más tarde.
Por fin, el simio resbala por el borde del precipicio y se despeña. Un problema menos, aunque te ha
dejado bastante magullado.
No obstante, hay que seguir. Tienes que volver al campamento a salvar a Lucy y a los demás, así no
pierdes tiempo y deshaces el camino lo más rápido que puedes.
Sigue adelante, has elegido el camino correcto. Pincha aquí.

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VF6

LAS INSTALACIONES NAZIS

Te apartas del grupo con disimulo, confiando en que nadie note tu ausencia. Mala suerte, uno de
tus compañeros se vuelve y te pregunta dónde vas. Refunfuñas algo de que tu tripa está mal, entre
dientes, para que tu voz y tu posible acento no se noten. Se ríe y suelta un chiste barato, pero no
opone mayor problema. Se ve que la cagalera es de lo más común entre ellos. Tampoco es que sea muy
de extrañar, entre tanto insecto tropical. A saber qué enfermedades pululan en el aire o en el agua.
Mejor ni pensarlo.
Es una cuestión numérica, solo una pareja de soldados frente a unas decenas. Una vez dentro
ignoras qué te vas encontrar, pero desde luego desde fuera ni vas a rescatar a nadie ni tampoco te vas
a enterar qué pinta aquí tanto nazi.
Te deslizas lo más rápido que puedes para rodear el edificio, no es muy grande, se nota que lo han
preparado a toda prisa. Así podrás caer por detrás. La sorpresa será un punto a tu favor. Debes darte
prisa, el sol se va elevando sobre el horizonte y es una cuestión de tiempo que las hormigas empieces a
salir del hormiguero, y con ellas llegará tu perdición.
No te cuesta mucho trepar sobre el techo de la construcción, no son más de un par de metros o
tres y, para colmo, hay unos fardos apoyados contra el muro posterior. Estos nazis deben ser gilipollas,
es como si hubieran extendido una invitación: suba y arrójese sobre nosotros por solo cinco centavos.
Pegas la barriga contra el techo para que tu silueta no destaque, a saber quién puede estar
observando, estas cosas las carga el diablo. Te asomas un segundo por el borde. Ahí siguen ese par de
mamones, con más sueño que una manada de marmotas. Ya, ya, las marmotas no forman manadas,
pero están tan aburridos de estar toda la noche ahí plantados que quitarlos de en medio va a ser un
juego de niños.
Saltas sobre sus cabezas y antes de que ni siquiera se den cuenta de que algo no va bien el primero
ya está degollado. El segundo tiene un segundo para rehacerse, te apunta con el fusil pero duda si dar
la voz de alarma o liquidarte. «Craso error, atontado», murmuras mientras le clavas la navaja en el
pecho y cae desplomado. La navaja y tú siempre habéis sido buenos amigos, pero esta vez se está
ganando el sueldo. Durante un instante te acuerdas del pobre Ronin, ese sí que era un buen amigo.
Una punzada de dolor te asalta. No volverás a tener otro perro, uno les coge cariño y luego pasa esto.
Quizás es mejor ir pensando en tener críos, costará convencer a Lucy pero al final dejaréis esta mierda
de vida aventurera y os asentaréis en alguna parte y formaréis una camada de pequeños llenos de
mocos y mierda, llorando cada diez minutos. Bien pensado, es mejor seguir con la mierda de vida
aventurera.
Te das la vuelta y abres la puerta. Un pasillo con una iluminación bastante deficiente te recibe, pero
tus ojos se acostumbran en poco tiempo. Nadie a la vista, genial. Por un momento sientes la tentación
de volver a salir, vas directo a la barriga del tiburón, pero eso es una estupidez, has venido a recuperar
a tu chica y a la tripulación del Swan para salir de aquí cagando leches y completar la misión que os ha
traído aquí.
Avanzas por el pasillo con sigilo, no conviene alborotar el avispero. A tu derecha, unas escaleras
descienden hacia un nivel inferior, pero por otro lado el pasillo sigue adelante, adentrándose en el
edificio. Puede que abajo estén los calabozos, y que allí estén tus compañeros, incluso Lucy. Tienes
claro que por delante lo único que vas a encontrar es soldados nazis en todas las habitaciones y
pasillos, pero también es lógico que aquí encuentres respuestas a todas las preguntas, así que te
detienes un segundo a sopesar tus posibilidades.

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: Si crees que merece la pena bajar a echar un vistazo, pincha aquí.
Opción 2: Si piensas que lo mejor es seguir adelante y apechugar con lo que haya de venir, pincha
aquí.

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VF7

HACIA LAS PROFUNDIDADES DE LA TIERRA

Escoges bajar por las escaleras e inspeccionar el sótano o lo que sea que haya ahí. Tu esperanza es
poder hallar armas, quizás explosivos, y con ellos poder enviar a los teutones al espacio exterior una
vez que abandonéis la isla. Un buen petardo por el culo y a dormir, sí señor.
Para tu sorpresa, las escaleras descienden varios niveles hasta llegar a un túnel. El túnel desciende
de forma cada vez más pronunciada, y la iluminación se va haciendo más escasa. Las luces se van
espaciando, creando tramos que están menos que en penumbra, prácticamente a oscuras. Si esto lleva
al polvorín, se trata del polvorín más lúgubre que hayas visto en tu vida.
De repente te encuentras que el túnel acaba. El suelo ya no es de hormigón sino de roca madre,
igual que las paredes y el techo. La iluminación sigue siendo tenue pero ya no proviene de ninguna
fuente artificial, al menos que se encuentre a la vista. El techo se ha elevado bastante, de los dos
metros por los que discurría el túnel hasta cinco o seis. Tus expectativas se han ido al garete, estás en
una especie de gruta natural y por algún resquicio que no puedes atisbar se cuela algo de luz natural.
Decepcionado, das media vuelta, dispuesto a desandar el camino, cuando un sonido insólito a tu
espalda te pone el vello de punta. Ha sonado como una voz humana distorsionada, algo que jamás has
escuchado. Te giras pero no ves nada raro, no hay movimiento a la vista. Intentas escudriñar entre las
sombras que producen los abultamientos rocosos, pero no hay luz suficiente como para que puedas
discernir mucho más allá de unos metros. Sacas tu navaja; puede que no sea nada, quizás algún ave se
ha colado por la entrada superior y ahora no encuentra la manera de volver al exterior.
Te cercioras de que no hay peligro antes de volver tus pasos hacia la entrada del túnel. De nuevo
ese sonido, como unas palabras emitidas por una garganta inhumana, en una lengua incoherente que
jamás vio la faz de la tierra.
De nuevo te vuelves, en guardia, pero quizás habría sido mejor quedarte de espaldas, ignorante a lo
que te esperaba. Unos seres con aspecto lejanamente humanoide, una especie de insectos bípedos, te
observan con ojillos negros y brillantes, mientras sus mandíbulas chasquean esos sonidos que parecen
entender. No van armados, pero al menos hay una veintena y tú estás solo. Si lo que les ha llamado la
atención es la simple curiosidad en un rato te estarás riendo, a pesar de necesitar un cambio de
pañales urgente, pero todo parece indicar lo contrario. En este momento se te vienen a la cabeza las
extrañas arañas-primate que viste en la selva, y te das cuenta de que esos putos nazis están haciendo
algo que afecta a la fauna de la isla. Algo terrorífico e inimaginable, algún tipo de experimento que
modifica la genética de los seres vivos hasta crear… esto. Engendros que ni son personas ni animales,
criaturas que parecen venidas del espacio exterior o directamente de la peor de las pesadillas.
Tus nuevos amigos se acercan, se ve que la timidez no es una de sus virtudes, aunque la seguridad
del grupo frente al individuo puede que también influya.
—¡Atrás, bestias del averno! —gritas amenazándoles con tu navaja.
Tu voz produce un eco atronador en la gruta, y durante un segundo parecen detenerse, indecisos.
Luego murmuran algo entre sí y prosiguen el avance. Cuando el primero de ellos se te echa encima, a
duras penas logras deshacerte de él, tu navaja está bien afilada y, aunque su piel, caparazón o lo que
sea, es dura, sus coyunturas son débiles y lo decapitas de un tajo. Tras él llegan los otros, todos a la vez.
En un segundo te encuentras inmovilizado contra la pared, mientras que un dolor cortante nace en tu
mano derecha y sube por el brazo, haciendo que grites como un poseso. No puedes mover los dedos,
señal de que ya no están ahí. Más heridas van abriendo focos de tortura en los brazos, las piernas, el
pecho. Las criaturas muerden, desgarran cada centímetro de tu piel de tu carne, hasta el punto en que
ya no sientes dolor, solo esperas que todo termine, tu consciencia te abandona. Tu último pensamiento
es para Lucy, al final no has conseguido rescatarla de ese hijo de puta que la estará obligando a
satisfacer sus deseos. El final llega, indoloro, y te abandonas bajo las fauces de esas extrañas criaturas.

A continuación, tienes 2 opciones

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VF8

EL LABORATORIO

Sigues por el pasillo adelante. No necesitas caminar mucho antes de percibir el eco de la actividad
humana. Amortiguadas por la distancia y por las puertas cerradas se oyen voces, aún demasiado
pastosas como para poder identificarlas, pero humanas de forma inequívoca.
Avanzas con cautela, minimizando el ruido de tus pasos: si tú puedes escucharles a ellos, seguro
que al revés también funciona. Pronto comienzan a aparecer las puertas a los lados del corredor, y tú
vas aplicando la oreja para intentar adivinar qué hay dentro de cada una.
Tras la primera no se escucha nada, con cautela intentas girar el pomo pero no cede ¿un almacén?
Puede que guarden algo importante para tenerlo bajo llave. No puede ser un despacho, está
demasiado en la periferia, pero quizás sí un dormitorio de alguien no demasiado importante pero no
tan irrelevante como para dormir con la tropa. A fin de cuentas, la tropa quedó atrás, en los
barracones. Esto parece más bien el núcleo de lo que sea de importancia que hay en esa maldita isla.
Un poco más adelante te plantas frente a otra puerta y escuchas de nuevo. En principio no se oye
nada y también está cerrada, pero al intentar abrir se escucha algo semejante a una tos, una tos con un
aire familiar. No lo piensas dos veces y revientas la cerradura de una patada. Ha sonado como un
trueno en el recinto hueco del pasillo, pero si tus sospechas son ciertas merecerá la pena.
Y así es. Lucy está sentada en una cama, con una expresión de odio que se suaviza cuando te
reconoce. Se pone en pie y te abraza. ¡Oh, dios! ¡Qué maravilla! Te parece mentira haber estado todo
ese tiempo sin ella, por mucho que no hayan sido más que unas horas. Os besáis apasionadamente,
muy dentro el uno del otro, pero la parte pragmática de ambos no tarda en salir.
—¿Y los otros? ¿Qué es lo que está pasando aquí? —le preguntas sin perder la calma.
—Debemos darnos prisa. A los otros se los llevaron, pero no me preguntes. Eso sí, antes de
encerrarme hablaron algo con Solloway, algo acerca de un objeto muy importante que se encuentra en
la isla, algo que les permitirá dominar el mundo si consiguen unirlo con otra cosa que está en el fondo
del mar. Ya sabes, la extraña señal que nos ha traído aquí. Por lo que pude escuchar, Solloway sabe
más de lo que nosotros imaginamos. El que vimos en el barco es el jefe a cargo de la situación, se llama
Wittmann. Vino a visitarme hace un rato, pero —agrega al ver tu gesto contrariado— no me ha tocado,
parece que tenía demasiada prisa, lo que sea lo tienen planeado para ya mismo. Se limitó a decir «ya
tendremos tiempo para nosotros, nena, dentro de unas horas estarás hablando con la mano derecha
del que aplastará a todas las naciones, mi Fürher».
—Vamos entonces —dices, volviendo al pasillo seguido de Lucy—. No hay tiempo que perder.
Ni un centenar de pasos más tarde, al doblar un recodo. Os encontráis con una doble puerta, se
oyen voces y ruidos extraños tras ella. No es una puerta blindada. Hacia un lado el corredor sigue,
indicado por un letrero que pone “puerto”.
—Seguro que Wittmann va a utilizar el submarino, lo vi desde la parte alta de la isla —dices, pero
apremia encontrar a los muchachos y liberarlos, o puede que sea demasiado tarde.
Lucy asiente, lista para cualquiera de las dos alternativas. Te mira, expectante, alerta de la decisión
que tomes.

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: Si decides entrar por la doble puerta y buscar a la tripulación del Swan, pincha aquí.
Opción 2: Si, por el contrario, piensas que lo mejor es ir hacia el puerto e intentar embarcar en el
submarino para averiguar los planes de Wittmann, pincha aquí.

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VF9

EL SUBMARINO

No hay tiempo que perder. No podéis entreteneros más. Dejáis la puerta a un lado y corréis por el
pasillo, la discreción ha quedado relegada a un segundo plano. Lucy marcha tras de ti, no se queda
atrás. Una mujer de armas tomar. Si no os apremiase el tiempo, te volverías ahora mismo, la tomarías
entre tus brazos y…, pensándolo bien, aun habiendo prisa puede que haya tiempo para un
achuchoncillo rápido. Sacudes la cabeza y sigues adelante. «Céntrate, muchacho, ahora no es momento
de pensar en eso».
Al girar una esquina os encontráis en un gran espacio libre, al lado del mar. La luz del día te ciega,
pero tus reflejos están bien entrenados. A pesar de que hay movimiento de personas, por suerte no
han reparado en vosotros, y esto os otorga unos segundos preciosos para ocultaros de la vista. Agarras
a Lucy de un brazo y la arrastras tras unos arbustos.
Los soldados parecen afanosos terminando de cargar el submarino. Transportan los bultos dentro
de unos pequeños camiones y luego los trasladan dentro de la barriga del enorme submarino.
Wittmann se halla al lado de la escotilla de embarque, hablando con unos hombres, parece que está
impartiendo las últimas instrucciones. Un minuto después, da media vuelta y desaparece en el interior
de la nave.
—Hay que entrar ahí como sea —susurras al oído de Lucy.
—Quizás podamos abrir una de esas cajas —dice ella— y meternos dentro. Tendremos que vaciar
parte de la carga y ocultarla, al menos hasta que hayamos zarpado. Es ahora o nunca, no nos sobra el
tiempo.
Dicho y hecho. Os acercáis al bulto más cercano e intentas hacer palanca con el fusil para aflojar la
tapa, pero no es necesario. Esta cede con facilidad. El interior está repleto de explosivos. Su objetivo lo
ignoras por completo, pero la cosa no tiene buena pinta.
—Hay que manejar esto con cuidado nena. ¿Ves esas manchas aceitosas en el papel que envuelve
estos petardos? Es nitroglicerina, y aquí hace un calor del demonio. Por suerte también la humedad es
alta, pero aun así procuremos que no se nos caigan al suelo.
Comenzáis el trasiego y cinco minutos después habéis conseguido desalojar una cantidad suficiente
de material como para meteros los dos dentro. Un poco apretados, pero mejor así, sonríes para tus
adentros. Todo lo que habéis sacado lo dejáis a cubierto tras el follaje tropical.
Ayudas a Lucy a acomodarse dentro de la caja y luego trepas tras ella. Lo peor ya pasó, ya estáis
dentro. Tiras de la correa que sujeta la tapa de la caja para colocarla de nuevo en su sitio. Cuando va a
encajar, unos dedos impiden que cierre del todo. ¿Unos dedos?
Tras los dedos vienen unos rostros rubicundos y sonrientes. Murmuran algo que no entiendes, te
desarman mientras os encañonan a ambos y os sacan a trompicones del escondite que creíais tan
seguro. El grupo de soldados se abre como el Mar Rojo, pero en lugar de Moisés aparece un oficial al
que no has visto antes. Te pregunta qué hacéis dentro, pero tú finges no entender. Amenaza a Lucy con
su automática, pero ella te dirige una mirada cargada de significado. «No vamos a ceder, no a estas
alturas», parece decir. El oficial sigue vociferando amenazas mientras los dos seguís sin soltar prenda.
Entonces, apunta a Lucy a la sien y dispara. La sangre y los sesos salpican a todo el grupo, incluyéndote
a ti. El cuerpo cae como un fardo pero no tienes tiempo para protestar; el cañón del arma, aún
ardiendo tras el disparo, se apoya sobre tu frente, pero no duele.
¡Estás muerto!

A continuación, desde el más allá, te ofrecemos 2 opciones

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26
VF10

GERBER Y SU VISIÓN

—Es mejor que entremos ahí. Quizás Solloway y el resto se encuentren en una mazmorra o en un
calabozo y podamos encontrarlos. Nuestro tiempo se acaba. Wittmann parecía muy nervioso. Intuyo
que lo que sea va a ocurrir esta misma noche.
Lucy tiene toda la razón. Estáis aquí, como un par de espantapájaros, sin hacer nada positivo. Con
sigilo os acercáis a las puertas y aplicáis la oreja. Nada. Si eso es una buena señal o no, os vais a enterar
en menos que canta un gallo.
Empujas la puerta. La iluminación en el interior de la habitación es intensa comparada con la tenue
claridad del corredor. Os encontráis en un laboratorio. Una cantidad incierta de mesas cubiertas por
toda esa mierda que suele verse en estos lugares. Probetas, matraces, pipetas, alambiques, papeles y
más papeles. Frascos en cantidades industriales, unos vacíos otros llenos de líquidos de colores
variados, de muestras imposibles de identificar, de… de… de criaturas inimaginables. Unas enormes
bombonas con el inequívoco signo del material inflamable y peligroso descansan a un lado, en una
cantidad suficiente para producir una explosión devastadora. Pero tú intentas no pensar en eso y
continúas con tu examen visual del recinto.
Al final de la sala hay un recodo, una especie de abertura. Os dirigís hacia ella y os asomáis. Lucy no
dice nada, pero no quita el ojo de encima a los frascos que contienen esas criaturas de aspecto irreal,
como animales conocidos deformados hasta el paroxismo del dolor, paralizados en su sufrimiento tras
una muerte atroz, en un éxtasis conservado en formol.
La sala mayor está comunicada con otra de menores dimensiones, al fondo de la cual, en la
penumbra, contemplas unos barrotes, tras los cuales hay algo de movimiento.
Observando la máxima cautela, ambos os aproximáis. Se trata de una celda, bastante amplia,
dentro de la cual hay unos cuantos bultos oscuros. Un escalofrío trepa por tu columna, cosiéndola con
puntadas de incomodidad, un presentimiento frío y espeso se te agarra al estómago. Estás a punto de
decirle a Lucy que espere ahí, que no se acerque mientras tú inspeccionas el rincón, pero te das cuenta
de lo estúpido de la idea: ella se negará en redondo a moverse de tu lado. Y a cabeza dura no hay quien
la gane.
Los bultos oscuros resultan ser cuerpos humanos, o al menos esa es la impresión primera. Una
segunda mirada, con más detalle, revela algo que preferirías no haber visto. Allí, encerrados, están
Solloway, Abbott y unos cuantos tripulantes más del Swan. No todos, faltan al menos la mitad. Tirados
por el suelo, inmóviles, no reaccionan ante vuestra presencia. Comprensible, están en un estado
lamentable. Parecen haber pasado semanas por ellos, pero eso no es lo peor. Lo malo es que lo que
queda de ellos es… espeluznante, no se puede definir de otro modo. Lucy se tapa la boca con la mano
para reprimir un grito de sorpresa, de asco, de pena, de horror.
Vuestros ex-compañeros parecen remiendos, el verdadero monstruo de Frankenstein debió ser
igual. Sus cuerpos están convertidos en un amasijo de formas incomprensibles. El rostro de Abbott es
una máscara de carnaval, unas protuberancias han crecido en su frente, te recuerdan a esos cuernos
retorcidos de cierto personaje de cómic cuyo nombre se resiste a venir a tu memoria. Otro de los
hombres, desnudo de cintura para arriba, posee unos abultamientos a los lados de su cuerpo, como
unos brazos o quizás tentáculos, en proceso de crecimiento. Solloway se mueve, abre sus ojos
extraños, enormes como pelotas de golf en un rostro cuyo hocico se está empezando a parecer al de
un tiburón, y levanta un brazo hacia vosotros. Sus manos han desarrollado unas membranas
interdactilares, van camino de transformarse en aletas.
—¡Jack! —la idea era gritar, pero al final te contienes—, ¿qué os ha ocurrido? ¿qué es todo este
desatino?
Solloway parece que intenta decir algo, se arrastra un poco hacia los barrotes. A pesar de que su
aspecto y su olor son repugnantes, te acercas un poco para escuchar lo que quiere decir.
—Ma… mata… —un hilo de vos pastosa e ininteligible sale por entre esos dientes puntiagudos y
babeantes. Por un momento parece desfallecer, temes que no termine su frase.

27
—Dime, Jack, no te rindas, ¿a quién a quién hay que matar? ¿qué es lo que os han hecho?
Un nuevo impulso, un esfuerzo titánico para hablar.
—¡Mátanos, Raymond! ¡Mátanos! ¡No nos abandones aquí! ¡Acaba con esta agonía!—sus ojos de
escualo están fijos en el fusil que llevas en las manos. Comprendes su sufrimiento, pero eso no es lo
mismo que acribillarlos a tiros. Son personas, tus compañeros, o al menos lo eran.
Unos pasos a tu espalda te liberan del dilema por un segundo. Sin pensarlo dos veces, te giras, fusil
en mano, y te encuentras cara a cara con un hombre vestido con una bata blanca. Lleva unas gafas de
montura metálica, desde las cuales unos sorprendidos ojos te observan. Por un instante sopesa la
posibilidad de salir corriendo y dar la alarma, pero parece que saberse encañonado supone un
argumento de bastante peso y decide quedarse un rato más.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí? —el hombre habla inglés con ese acento
arrastrado de los boches, pero con bastante corrección.
—Aquí las preguntas la hago yo, mi estimado colega investigador —por el rabillo del ojo, le indicas
a Lucy que lo registre, tenéis que encontrar las llaves del calabozo donde están vuestros compañeros y
salir de esta madriguera cagando leches. Ella la pilla al vuelo y se dirige hacia vuestro nuevo amigo, le
cache y le registra los bolsillos de la bata. Te hace un gesto negativo. Nada.
El hombre sonríe con cinismo. Parece que, tras el susto inicial, se ha relajado y disfruta de la
situación.
—No saldrán de aquí con vida. Supongo que son conscientes de eso.
—El que no va a ver un nuevo amanecer eres tú, tarado de mierda. Ahora nos explicarás qué es lo
que está pasando aquí, ya me imagino que todo esto —y apoyas tu frase con un gesto de la cabeza que
apunta a tus amigos— es obra tuya ¿me equivoco, herr Mad Doctor?
—Mi nombre es Marcus Gerber, estúpido. Al servicio de nuestro Führer. Esto que ves es ciencia,
pero qué vas a entender tú, un simple civil ¿qué hacíais en ese barco en una isla perdida?
—He dicho que yo pregunto y tú respondes —le amenazas con el arma—. A no ser que prefieras no
jugar, en cuyo caso tendrás un ombligo nuevo al instante. ¿Qué es lo que está ocurriendo en esta isla?
¿Qué estáis haciendo aquí además de asesinar personas?
—Supongo que ya no importa demasiado que lo sepáis, puesto que estáis condenados. A ver si me
equivoco: vuestro sonar detectó una señal anómala al acercarse a la isla ¿es así?
«Hijo de perra, lo sabe». Sin embargo, tratas de mantener la mejor cara de póker que puedes
improvisar.
—Claro que sí la habéis oído. Ese es el motivo de que estemos aquí. Esa señal es emitida por un
objeto que reposa hace miles de años sobre el lecho marino, al borde la fosa abisal. Un objeto que no
es de este planeta, y que guarda un secreto que hará cambiar el rumbo de la historia para siempre.
Esta guerra se resolverá en un santiamén, a nuestro favor, claro está. En su interior se guarda un objeto
que nadie sospecha que pueda existir, un objeto que nos dará la supremacía sobre toda la humanidad.
—Ya —has de ganar un poco de tiempo y sonsacar toda la información que puedas a este pollo. En
cuestión de minutos seguro que alguien entra en la sala y entonces sí que estáis jodidos—. Quieres
decir que hay una puta nave espacial en el fondo del mar y nadie se ha enterado, y encima vosotros
sabéis lo que hay dentro y cómo usarlo. Y seguro que hasta sabéis cómo se llama el objeto en cuestión.
—Claro que lo sabemos, yanqui idiota. Se trata del cubo de Togolek, y es la entrada a otras
dimensiones, otros mundos llenos de seres que nos ayudarán en nuestra misión de doblegar el mundo.
—¿Y esa información de dónde ha salido, si puede saberse? —la voz de Lucy te sorprende, casi ni te
acordabas de que la tenías al lado—. ¿Lo habéis leído en el libro del cole?
—Casualidades de la vida, querida. Cuando vinimos a investigar, nos topamos con una civilización
que ya vivía aquí desde hacía mucho tiempo. Son una especie de insectos evolucionados y con una
cultura y organización similar a la humana. Viven en un mundo subterráneo, justo debajo de nosotros,
en unas cavernas que hay bajo la montaña. Ellos han guardado durante miles de años la clave de todo
este asunto. Creemos que llegaron en la nave espacial, pues de ellos obtuvimos la llave, y la clave para
fabricar el Sectal.

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Te has perdido. Miras a Lucy, pero ella no tiene cara de haberse enterado mucho más que tú de
todo ese embrollo. Los nazis están como una regadera, pero este en concreto ha rebasado los límites
de la locura y ha dado un paso más allá.
—¿Llave? ¿Sectal? ¿Está usted loco o solo lo parece? —le espeta ella.
Gerber se echa a reír. Tiene una risa de esas que en otras circunstancias resultaría contagiosa.
Curioso en un hombre de su condición, piensas. Ajeno al comentario, prosigue en su afán de
protagonismo.
—La llave que abre el cubo de Togolek, estúpida mujer. Ellos la han custodiado todo este tiempo
con la esperanza de que sus congéneres vendrían a sacarles de este planeta de mierda donde han
quedado prisioneros. Por fortuna no los aniquilamos a todos, pues se mostraron apacibles y pensamos
que quizás podríamos sacar algún provecho de ellos, como así ha sido. Su inteligencia es superior,
enseguida aprendieron nuestro idioma y nosotros fingimos ser amigables. Por un tiempo, nada más.
Descubrimos que fabricaban una sustancia autocurativa de gran potencial. De ella obtuvimos el Sectal
—Gerber saca un pequeño frasco de su bolsillo que contenía un líquido amarillento—. Aún lo estamos
experimentando en humanos —con la cabeza señala a vuestros compañeros—, pero aún nos quedan
algunos detalles por perfeccionar, como la dosis exacta y su efecto real. Sobre la fauna y la flora de la
isla ha funcionado a la perfección, ni os lo imagináis.
«Sí, capullo teutón, nos lo imaginamos», piensas mientras recuerdas las jodidas arañas o lo que
fuesen que acabaron con Ronin, y los cangrejos que te rodeaban en la playa. Haces un esfuerzo para no
coser a balazos a este hijo de la gran puta. Aún no, tiene que dar el último toque a su obra maestra, su
gran actuación final.
—Cuando descubrimos dónde se hallaba la llave y conseguimos depurar el Sectal, les mostramos
los placeres de un baño de gas. No solo iban a disfrutarlo esos asquerosos judíos, también nos quedaba
un poco para ellos. Su inteligencia y su avanzada cultura no pudieron impedir que murieran asfixiados,
jajaja.
—Y esa llave —decides apostar el todo por el todo, no hay nada que perder—, sigue estando aquí
en la isla. Por eso seguís aquí, claro —la pregunta es ingenua, pero no se te ocurre otra manera de
abordar la cuestión. Gerber ríe de nuevo, hoy parece que está de un humor excelente.
—Ya es igual, idiota, no tiene sentido que no lo sepáis. Pase lo que pase, en unos minutos esto
estará infestado de soldados. Wittmann probó el suero en sí mismo. El resultado ha sido espectacular,
es preciso verlo para creerlo. Se ha convertido en un superhombre, invencible. Ya debe estar a bordo
del submarino, camino de la nave espacial. Los demás nos marcharemos en vuestro barco y después él
volará esta piojosa isla del mapa gracias al armamento del submarino, unos torpedos que dejarían en
ridículo a esas estúpidas e infantiles armas nucleares que estáis fabricando, jaja. Y vosotros os
quedaréis aquí para contemplar la pirotecnia final. ¿De qué crees que te servirá tu ridículo fusil cuando
esto se llene de soldados?
—A mí de nada —dices, satisfecho—, pero a ti seguro que sí. Mira esto —y a continuación aprietas
el gatillo. La sonrisa desaparece del rostro de Gerber. En su lugar se extiende un gesto de asombro que
crece al ritmo de la mancha de sangre que invade la pechera de su bata blanca. Un segundo después
yace en el suelo, muerto.
—Démonos prisa —le dices a Lucy—, quizás el submarino no haya zarpado aún y estemos a tiempo
de colarnos en él.
—Pero ¿y ellos? —contesta ella señalando a Solloway y los demás.
Los miras. Ya no queda nada de las personas que conocisteis. Esa masa informe de carne y huesos
deformados ya no puede llamarse humana.
—Ellos ya están muertos. Les procuraremos una muerte indolora. Solloway —le dices con la
esperanza de que aún quede algo de humanidad en él. La transformación avanza a pasos
agigantados— ¿serás capaz de manejar esa mano que aún te queda?
Él asiente ligeramente. Aún está con vosotros. Te acercas al cuerpo de Gerber y registras. Tal y
como imaginabas, lleva una pistola. Te vuelves para hablar de nuevo con Solloway.
—En la otra habitación hay unas bombonas llenas de gas inflamable. Las voy a dejar abiertas y te
voy a dar la pistola. Esperad quince minutos, no más. Si para entonces no estamos dentro del maldito

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submarino, pereceremos todos en esta jodida isla. Pasado el tiempo, dispara. La detonación hará saltar
todo esto por los aires. No habrá dolor para vosotros, y nosotros podremos impedir que la humanidad
sea aplastada por lo que sea que quieren liberar esos hijos de puta. ¿Me has entendido?
Solloway asiente de nuevo. Sus ojos líquidos aún brillan con un aire humano.
—Allí —señalas la pared— tienes un reloj. No esperes a que esto se llene de soldados, o todo habrá
sido en vano. Pasado el tiempo acordado, haz lo que debes hacer.
Solloway no replica. Puede que ya no sea capaz de articular palabras, pero entiende lo que le dices
y se ve que está dispuesto.
Lucy y tú os despedís de ellos con un saludo marcial y salís de la habitación. Abrís las bombonas de
gas, que empiezan a sisear con fuerza. Sin perder un segundo abandonáis el laboratorio, dejando las
puertas bien cerradas. Miras tu reloj. Catorce minutos. Agarras la mano de Lucy y echáis a correr por el
pasillo a toda velocidad en dirección al muelle, según canta el letrero en la pared. No está muy lejos,
recuerdas tu visión desde la parte alta de la isla. Unos cientos de metros, como máximo.
Menos de un minuto más tarde os encontráis al aire libre, en el muelle de carga donde el
submarino está fondeado. Al menos quince soldados pululan a la vista, va a estar difícil entrar en la
nave sin ser vistos. Una grúa va subiendo bultos enormes y los introduce por una especie de escotilla
que debe comunicar directamente con la bodega de carga.
—¿Y ahora cómo vamos a atravesar a toda esa tropa sin ser vistos? —la pregunta de Lucy no deja
de ser preocupante por más obvia que resulte. Un centenar de metros escasos os separa de salvar a la
raza humana de su extinción. Mientras tanto, permanecéis escondidos tras unos bidones.
—Buena pregunta —miras tu reloj, impaciente—. El tiempo casi ha expirado. Puede que tengamos
algo de ayuda. Mira —señalas la grúa, que está empezando a elevar unas cajas—. Ese es nuestro billete
de entrada. Ha de ser ahora o nunca. ¿Lista?
—Si hay que morir —responde ella— hagámoslo ya mismo. El riesgo es grande, pero lo que hay en
juego es mucho mayor.
Los dos estáis dispuestos a saltar y correr como posesos con la confianza de poder esquivar las
balas y llegar al objetivo cuando un estruendo hace que todo tiemble. El fin del mundo debe ser
parecido a esto, piensas.
Los soldados, desconcertados, permanecen un segundo indecisos hasta que una voz procedente de
unos altavoces los saca de su inacción y los impulsa a correr hacia el túnel por el que tú y Lucy habéis
salido hacen unos minutos. La voz es horrible, no parece emitida por una garganta humana. Es grave y
cavernosa, llena de horribles pitidos y un burbujeo de fondo que produce náuseas.
—¡Vamos! ¡Los muchachos han cumplido, no los defraudemos!
Os lanzáis a la carrera, en menos de quince segundos cubrís la distancia y saltáis sobre la
plataforma que ya estaba a metro y medio del suelo. Te dispones a ayudar a Lucy a subir, pero ella salta
como una gacela y se sitúa sobre la plataforma.
—Gracias, Tarzán, ya me apaño sola —dice, guiñándote un ojo.
Nadie ha reparado en vuestra presencia. La voz humanoide sigue dando órdenes a través de los
altavoces.
—¡¡ACUDAN A NEUTRALIZAR LA EMERGENCIA!! ¡¡TODO EL MUNDO FUERA DE LA NAVE,
ZARPAMOS DE INMEDIATO!!
El aterrizaje dentro del submarino no es muy suave, pero tampoco se trataba de un viaje de placer.
La compuerta exterior se cierra sobre vuestras cabezas y quedáis a oscuras. Poco después, todo
empieza a moverse y la nave toma velocidad. Vuestros ojos se acostumbran a la oscuridad, en efecto os
encontráis en una bodega de carga. Buscáis la puerta que la comunica con el resto de la hidronave,
Lucy es la primera en hallar la manivela que la abre.
Salís a un pasillo en tinieblas.
—Ahora hay que explorar el terreno y encontrar a Wittmann. Y anularle.
—¿Cuál es tu plan? —la pregunta se veía venir.
—No hay plan. Encontrar a Wittmann y acabar con sus días sobre este planeta. Y, si es posible,
destruir ese puto cubo y lo que representa. Aunque nos vaya la vida en ello.
En ese momento un temblor sacude las paredes y el suelo.

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—¡Dios! ¡Está disparando algún arma! Torpedos, seguro.
La respuesta no se hace esperar. La explosión es ensordecedora, al igual que la onda expansiva que
lo sacude todo. Los dos os encontráis rodando por el suelo sin que os dé tiempo ni a notar que habéis
caído.
—¡La base! —grita Lucy— ¡Ha volado la base!
—Ya no hay vuelta atrás —resoplas mientras te pones en pie—. Ahora solo hay un camino. El
destino del mundo depende de nosotros, nena.
Tomas a Lucy por los hombros y la besas como nunca antes. Ella responde al beso. Durante un
instante, el mundo deja de importar para vosotros. Después ya se verá.
Te estás ganando una medalla al mérito, sigue adelante: Pincha aquí.

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VF11

El silencio reina dentro de la barriga del gigante metálico. Tan solo el ruido de la maquinaria
funcionando, a modo de banda sonora, reina en el ambiente.
—Hemos de localizar la sala de mandos, hay que detener a ese desquiciado. La vida sobre el
planeta depende de nosotros —Lucy asiente, a pesar de la obviedad de tu afirmación.
No te queda otro remedio que guiarte por tu intuición. Pasillo tras pasillo, vais recorriendo el
submarino hasta ir agotando los habitáculos, cuartos de máquinas y demás. Por fin una puerta metálica
se eleva, ominosa, delante de vosotros.
—Ha de ser ahí —dice ella, en un susurro casi inaudible.
—Si la puerta está cerrada por dentro, no sé cómo vamos a traspasarla —replicas, cayendo en la
cuenta de que, como no sea a mordiscos, no tenéis manera de flanquear la entrada a la sala de
mandos.
Pero no, la puerta no está cerrada, se abre con facilidad cuando la empujas. Una silueta enorme y
corpulenta se recorta contra el brillo fosforescente de las pantallas y de los instrumentos de
navegación.
—Ya me pareció antes que había ratas en la nave —la voz, gutural y áspera, sale tranquila por la
garganta de Wittmann—. Mis sentidos se han agudizado mucho después de que Gerber me inyectara
el Sectal. Ahora veo que son ratas de dos patas. Sed bienvenidos, poneos cómodos. El espectáculo no
tardará mucho en comenzar. En cuestión de minutos llegaremos a nuestro destino.
No te explicas cómo puede estar tan tranquilo, ni siquiera se ha vuelto para comprobar si vais
armados. Lo único que has podido encontrar ha sido una barra de acero de un metro tirada en una sala
de mantenimiento. Ahora la miras en tus manos, y te planteas cómo podréis manejar la nave si se la
estampas a Wittmann en la cabeza.
Ahora sí, se pone en pie y se gira. Lucy ahoga un grito de horror. El hombre alto y bien parecido que
conocisteis en la cubierta del Swan es ahora un monstruo deforme. Su torso y hombros poseen
abultamientos por todas partes, como si los músculos hubieran intentado escapar de su cuerpo. El
rostro es el de un demonio, literalmente. Además de haberse deformado en una mueca horrible, de su
frente nacen un par de protuberancias que te recuerdan al protagonista de algún cómic de
superhéroes, de esos que leen los críos.
—Si estás pensando en hacer algo con esa barra metálica, yo en tu lugar ni lo intentaría. Mi nueva
piel coriácea resiste eso y más. En menos de lo que uno tarda en tirarse un pedo estarías reducido a
pulpa de carne, sangre y huesos. Querida —dice, refiriéndose a Lucy—, veo que no has podido
resistirte y has decidido acudir a nuestra cita esta noche. Es posible que tenga un rato para ti más
tarde. Ahora estoy ocupado con asuntos más importantes.
Ella le escupe, sin puntería.
—Muérete, cabrón. Te aseguro que no llegarás a catar esta mercancía.
Wittmann ríe, una risa plagada de silbidos, como un tísico.
—De cualquier modo, me reitero en que os acomodéis y disfrutéis de la función. Va a ser única, y
tampoco creo que os queden otras opciones ¿verdad?
Lucy y tú os miráis. No son necesarias las palabras, está todo claro. Si hay que morir ¿para qué
posponerlo?

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: Si quieres enfrentarte a Wittmann ahora, pincha aquí.


Opción 2: Si prefieres esperar un poco a que se presente una oportunidad más favorable, pincha
aquí.

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VF12

Las acciones sorpresivas deben llevan un ingrediente de suma importancia: la sorpresa. En menos
de una décima de segundo has saltado y le has estampado la barra de acero en la cabeza al Wittmann
mutante. Ha sonado extraño, como una manzana espachurrada, el mismo tipo de crujido. Lo
inesperado deja al monstruo indeciso un momento, aprovechado por Lucy para desarmarle y apartarse
un poco.
Wittmann se tambalea ligeramente. En medio de la frente le ha salido una resquebrajadura igual a
la que queda cuando golpeas un recipiente de cerámica sin romperlo. Solo descascarillado, ese es el
término exacto. Tiene la cabeza abollada del tremendo garrotazo que acaba de recibir, pero se empieza
a recuperar al momento, y lo peor, que te deja con cara de tonto es que el bollo del cráneo va
recuperando su forma inicial y la brecha se va cerrando. Pedazo de hijo de puta. Tiene la capacidad de
regenerar sus heridas, al menos las superficiales. Quizás con un poco más de puntería…
Lentamente se gira hacia ti, dispuesto a atacar. Tú te mueves, nervioso como un boxeador
primerizo, no estás dispuesto a dejarte cazar con tanta facilidad. Tampoco es que tengas mucho
espacio para maniobrar, pero ya vas pensando donde irá la próxima.
—¡Ni te muevas, asqueroso, o te reviento a tiros! —Lucy grita con la intención de acojonar a
Wittmann, pero te das cuenta de que lo que está haciendo es una tontería.
Wittmann debe leerte el pensamiento, porque se echa a reír.
—Estás loca, muñeca. Ponerte a disparar dentro de un submarino a cientos de metros de
profundidad es de lo más estúpido que he escuchado en mi vida. ¡Adelante, aprieta el gatillo!
Lucy titubea y Wittmann aprovecha la ocasión. De una patada le arrebata el fusil de las manos y un
puñetazo le sobra para empotrarla en la pared. El cuerpo de tu chica cae como un fardo al suelo,
inmóvil.
El pensamiento de que puede estar muerta flota durante un segundo en tu mente, pero tras él
llega el hecho de que si no tomas cartas toda la humanidad lo estará en breve. Cuando Wittmann se
encara contigo, se encuentra de nuevo con la barra de acero, esta vez clavada en un ojo.
El alarido es inhumando, por un instante parece que te van a estallar los tímpanos. Un líquido
asqueroso chorrea por el rostro del monstruo, que agarra la barra y, a pesar del trance, se la saca de la
cuenca ocular y tira la barra a un lado. Esta vez la herida parece que no se cierra, pero el superhombre
no pierde el tiempo y te lanza contra la pared de un golpe en el pecho, dejándote sin respiración.
Piensas en levantarte, pero con una fuerza increíble te agarra por el cuello y te levanta en vilo,
colgando todo tu cuerpo del cuello. El aire empieza a faltarte, lanzas una patada a la entrepierna pero
eso parece afectarle lo más mínimo. Tu visión se nubla y se llena de manchitas amarillas a medida que
el oxígeno deja de fluir por tus venas. Introduces los dedos por su ojo vacío y grita, pero no afloja la
presa. Notas que pierdes el control de tus músculos, tu cerebro ya no funciona mientras todo va
desapareciendo delante de ti y se van fundiendo en negro.
Te equivocaste. Para volver al principio, pincha aquí.

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VF13

Lucy y tú os miráis, vuestros músculos se tensan, pero permanecéis quietos donde estáis. Lanzarse
a la desesperada en este momento sería suicida, y eso no favorecería en nada a vuestros planes. El
futuro de la humanidad depende de vosotros, y no es cuestión de tirar por la borda todo lo conseguido.
En la pantalla del Sónar aparece un objeto que va creciendo por momentos, a medida que el
submarino se va aproximando. No tarde mucho en oírse el clac y en notarse el estremecimiento de la
nave cuando se acopla al fondo marino. Wittmann se levanta y se queda mirando.
—Buenos chicos, así me gusta. Y ahora, si queréis contemplar algo único en la Historia, será mejor
que os pongáis unos trajes para la ocasión. En ese armario hallaréis unos cuantos. No olvidéis las
bombonas de oxígeno, jajaja. Yo no las necesito. Ya no. Puedo respirar bajo el agua igual que en el aire.
Ventajas de haber probado el suero milagroso de Gerber. No imagináis lo que os habéis perdido. Y tú
—te señala con un dedo lleno de escamas verdosas— tira ya esa barra de acero. No te servirá de nada.
Lucy te mira y tú arrojas la barra al suelo. Os enfundáis unos trajes de buzo mientras Wittmann
abre un compartimento en una pared y extrae un objeto extraño, con un extremo cuadrado y unos
extraños símbolos grabados en esa parte, como si de un código Morse se tratase. «La llave», susurra
Lucy en tu oído. Eso es. Se trata de la llave que mencionó Gerber. Con ella se supone que se puede
abrir algo que hay dentro de la nave extraterrestre hundida y dar entrada a ciertos demonios o seres
de otra dimensión. Irreal y terrible por partes iguales.
Wittmann os conduce por las entrañas del submarino hacia una escotilla en la parte inferior.
Curiosamente, el agua no entra dentro del submarino a pesar de que está ahí mismo, delante de
vosotros.
—Es por la presión del aire, no pongáis esa cara de memos —debe haber leído la estupefacción en
vuestros rostros—. Los americanos estáis muy, muy atrasados en lo que a tecnología se refiere.
Os indica que os introduzcáis en el agua median un escalerilla, como en una piscina. Accionáis unas
potentes lámparas adosadas a la escafandra de vuestro traje para poder ver en la oscuridad que reina
en el fondo marino. Una vez fuera, el paisaje es escaso, pero espectacular. El frío es intenso, pero con
eso ya contabais. Wittmann porta una luz mucho más poderosa que la vuestra, y eso os permite ver la
forma difusa de la nave, cubierta de sedimentos por el paso del tiempo. Como unas ruinas romanas o
griegas, piensas en ese momento. Es igual que encontrar la Atlántida después de miles de años.
Con gran esfuerzo recorréis la escasa distancia que os separa de la nave. Llegáis a su lado, pero no
se observa abertura alguna por la que acceder al interior. Wittmann os indica que avancéis hacia un
lado, y así lo hacéis, seguidos por él. En menos de diez minutos encontráis un abultamiento en la lisa
superficie de la nave. Wittmann sacude la capa depositada sobre el metal, convirtiendo todo el agua en
una especie de niebla que casi no deja ver. La corriente del agua se lleva la porquería y entonces podéis
contemplar una delgada línea en dicha superficie. Wittmann acerca el objeto a la nave y entonces la
apariencia de una pequeña zona de esta cambia, en lugar de un metal sólido parece líquida, incluso se
ondula al contacto del movimiento del agua marina. Wittmann os indica que entréis por ahí. Lucy se
muestra reacia, pero él la empuja y desaparece bajo el metal como Alicia atravesando el espejo. El
siguiente en ser empujado eres tú.
Sin saber cómo, te encuentras en el suelo, sentado junto a Lucy. A través del cristal de las
escafandras os miráis, perplejos. Ya no estáis en el mar, sino sobre una superficie metálica y oscura.
Una leve luminiscencia se desprende de las paredes, permitiendo visualizar un corredor que se curva
por ambos lados. Entonces aparece Wittmann, como un fantasma atravesando la pared. Mete la
cabeza, parte del torso y un brazo dentro. Justo la mano que sujeta el objeto extraño. Y en ese
momento su expresión cambia, primero a sorpresa y luego a enfado. Se ha atascado. El conjunto de
herramientas que traía consigo se ha atascado y no consigue entrar en la nave. se ha quedado atorado
en medio de la pared de metal.
Esa es una oportunidad de oro. Coger el objeto de su mano y buscar el punto donde encaja. Incluso
es posible que la nave aún funcione y podáis encontrar una manera de elevarla y sacarla al exterior.
—Ayudadme, me he enganchado y no puedo ni avanzar ni retroceder —dice Wittmann, en tono
poco amigable.

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Nadie se mueve. Lucy y tú sopesáis vuestras posibilidades.
—¿A qué cojones estáis esperando? ¡Echadme una mano, pareja de lelos!

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: Si quieres intentar escapar por vuestra cuenta y, de paso, cepillarte a Wittmann y sus
planes megalomaníacos, pincha aquí.
Opción 2: Si piensas que no tenéis ninguna posibilidad de manejar la nave por vuestra cuenta y que
es más prudente esperar a que él lo haya hecho, aún a riesgo de no poder dominarle en último
momento, pincha aquí.

35
VF14

Lanzas una patada en pleno rostro de Wittmann. Se ve que no se la esperaba. La huella de la suela
queda grabada en su piel elástica, lo cual le da un aspecto muy gracioso. Pero no era reírte lo que
perseguías, sino que bajase la guardia y así poder arrebatarle su preciado tesoro de la mano que ha
podido penetrar en el interior de la nave. Y lo consigues; de un tirón le quitas el objeto de la mano,
mientras él chilla y maldice. La llave resulta muy ligera, esperabas justo lo contrario. Tomas a Lucy de la
mano y echáis a correr por uno de los lados del corredor, confiando en que el azar os lleve hacia los
controles de la nave.
A medida que avanzáis las luces se van encendiendo. No hay ningún tipo de lámpara, al menos a la
vista, la luz parece brotar de paredes, suelo y techo, confiriendo a las estancias una atmósfera
fantasmal, etérea. Atravesáis varias, habitaciones vacías, sin mobiliario u objeto alguno a la vista.
En un principio esperabas algo así como un laberinto de corredores y alcobas, pero pronto os dais
cuenta de que el trazado de la nave es increíblemente sencillo.
—¡Vamos en espiral! —grita Lucy, que también se ha percatado del asunto
¡Elijamos el camino que elijamos, vamos hacia el centro de la nave!
—Ya lo creo, cariño. Y ahora solo nos queda rezar para saber llevar este trasto a la superficie. De lo
contrario, nos espera una muerte lenta y agónica aquí dentro. Al menos hemos conseguido que
Wittmann no se salga con la suya. Si tenemos que morir, el beneficio para la humanidad será inmenso.
Vuestro destino no se hace esperar. Al tomar un giro a la izquierda desembocáis en una gran sala
de forma ovoide. En ella se aprecia una especie de tablero de mandos, pero no se ve ninguna pantalla
sobre él, ni mandos, ni botones, ni luces…
En el centro de la sala, sobre un saliente hecho del mismo material que todo lo demás, está el cubo.
Oscuro, con marcas brillantes en sus caras. Te das cuenta de que su tamaño es idéntico al del objeto
que llevas en tu mano, que parece reaccionar ante la presencia del cubo, adquiriendo una
luminiscencia verdosa.
—Eso tendrá que esperar —dice Lucy—. Nuestro principal problema ahora es salir de aquí. Otras
personas se encargarán de eso más tarde.
Observas la llave y el cubo. Parece que se atraen. Una fuerza invisible tira de ti hacia el cubo. Das un
par de pasos en esa dirección. La llave se va calentando a medida que se aproxima al cubo.
—¡Ray! ¡Vuelve de donde quiera que estés! ¡Te necesito aquí!
Sacudes un poco la cabeza para espantar esa especie de hipnosis en la que te hallabas y te unes a
Lucy. Está examinando el panel de control en busca de la manera de activar la maquinaria.
—No sé cómo vamos a arrancar el trasto —se la ve desanimada. Normal, tanta aventura para que
todo acabe de esta manera tan decepcionante—. No se ve ni un triste palanca, nada de nada.
—Tienes razón —dices, apoyándote sobre la consola. Al tacto de tu mano se encienden una serie
de luces que descubren unos extraños signos cuneiformes. Estos empiezan a parpadear, esperando
alguna orden.
—Eso es —grita Lucy, emocionada—. Los controles se manejan al tacto. Solo hay que saber dónde
se hallan exactamente y cuáles debemos activar.
—Lo cual equivale a una tarea imposible —agregas tú.
—No seas negativo, amor. Todo es cuestión de probar.
Y tanto. Al tercer intento Lucy activa una luz roja y todo tiembla. La nave sufre una especie de
sacudida, como si se estuviese desperezando tras un largo sueño.
—¿Ves? No puede ser tan difícil.
Incrédulo, preguntas una chorrada. No se te ocurre nada más.
—¿Y se puede saber dónde hiciste tú un curso de pilotaje de naves alienígenas?
Ella se ríe. Te encanta cuando hace eso. Esa risa te hace vibrar a ti también, como la nave. Lucy toca
en otro lugar del tablero y se enciende otra luz, azul en esta ocasión. La nave sufre otro pequeño
desplazamiento.

36
—¡Lo conseguiremos, Ray, cariño! —dice mientras te abraza y se aprieta contra ti, otra de esas
cosas que también te encanta—. ¡Saldremos de aquí sanos y salvos y tú podrás examinar tu juguetito!
—asevera, refiriéndose al cubo.
—No tan rápido, queridos. Supongo que no os ibais a marchar sin mí.
Ambos os giráis de un modo brusco. Wittmann está allí, de pie. Y os está apuntando con una
pistola.
No hay tiempo para replicar. Dos fogonazos acaban con todo en menos de un segundo.
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37
VF15

Antes de que puedas decir esta boca es mía. Lucy se adelanta y, dando un fuerte tirón del brazo
visible de Wittmann, le arrastra dentro de la nave. Él sonríe por lo bajo y murmura algo acerca de lo
bien que les podría haber ido juntos. Ella te detiene con un gesto de la mano, pues ya ibas a darle una
buena patada en sus huevos mutantes, si es que aún los conserva.
—Ni te molestes —dice Lucy—, no es más que una sabandija germana. Pero sin él no podríamos
salir de aquí en la vida. Necesitamos de su conocimientos, mal que nos pese.
—Inteligente la señorita —dice Wittmann con socarronería—. Mucho más que tú, bravucón de
taberna.
Los tres emprendéis el camino por el corredor de la nave. El puto mutante parece saber muy bien
hacia dónde dirige sus pasos, ni que tuviera un plano detallado de la nave. Al poco llegáis a una gran
sala, con una suave iluminación que procede de las paredes y el techo, a la vez. Es como si el metal que
conforma la estructura de ese ingenio mecánico irradiase esa vaporosa luminiscencia.
Wittmann se acerca hacia un lado de la habitación, donde se descuelga una especie de consola. El
cuadro de mandos, deduces. Y el muy cabrón encima sabrá cómo manejarlo. En efecto, apenas llega a
situarse al lado del tablero cuando empieza a deslizar sus asquerosas manos reptilianas sobre la
superficie. No parece que pulse ningún botón, pero una serie de luces van encendiéndose a la vez que
una vibración se apodera de todo: suelo, paredes y techo. La nave está despertando de su letargo
milenario.
—Quizás os preguntaréis cómo es que sé manejar todo este mecanismo.
«Pues sí, encima resulta que es clarividente», piensas, pero ninguna palabra sale por tu boca.
Wittmann tiene ganas de protagonizar su numerito y no vas a ser tú quién le robe esa satisfacción. De
todas formas, por lo que se ve no espera interacción por parte del escaso público, se muere de ganas
de soltarlo todo.
—Se trata de algún tipo de conocimiento atávico, quizás está insertado en los genes. El suero que
desarrolló Gerber está basado en la tecnología que robamos a esos seres que habitaban el subsuelo de
la isla. Puede que descendieran directamente de los viajeros que llegaron en la nave, o quizás solo se
vieron afectados por la radiactividad o el magnetismo originado por el choque cuando se estrelló. De
todas formas, eso ya nunca lo sabremos, tampoco es que importe demasiado. El caso es que al
inyectarme el Sectal todos esos conocimientos pasaron a ser míos, de inmediato estaban ahí, como si
llevaran toda la vida. También sé cómo manejar esto —y señaló el objeto en su mano, la llave cósmica.
Mientras habla, sigue manipulando los controles de la nave. Unas cuantas pulsaciones más y un
panel se desliza en una de las paredes, dejando a la vista un objeto de forma cubica, de apariencia
pesada y muy negro, tanto que parece absorber la luz que le rodea. Unos signos luminosos pueblan sus
caras, al menos las visibles.
—Y además de todo eso, señor inteligente, encaja a la perfección con esto —enarcas las cejas, no
puede ser—. Si, la telepatía se encuentra entre mis nuevas virtudes. Esta llave permite abrir puertas a
diferentes dimensiones, según se coloque sobre el cubo de Togolek o dependiendo de las
combinaciones y giros que se pueden efectuar en sus caras. Os explicaré lo que vais a contemplar
ahora. Voy a accionar una de esas puertas, traeré a unos «amigos» a quienes encantará este planeta.
Ellos se encargarán de esclavizar a la humanidad y ponerla a su servicio, aquí o en otro planeta. Y yo
seré el nuevo señor de este mundo, alguien tiene que dejar al cargo de todo. Y ¿qué mejor que un
autóctono? Nadie entiende mejor al rebaño que uno de sus propios componentes.
—Tu plan tiene un fallo. Uno tontísimo —afirmas, para ganar unos segundos y pensar qué harás
después.
—No ha funcionado, Raymond, veo tus intenciones. No te olvides de que sé lo que piensas al
mismo tiempo que lo piensas.
—Pues yo lo veo muy claro —salta Lucy de repente—. En ese momento notas una especie de alivio
dentro de tu cabeza. Claro, no puede manipular a ambos a la vez. Bien hecho, nena, mientras está
pendiente de ti no está hurgando en mi mente.
Wittmann se echa a reír. Una risa que da escalofríos.

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—Ya me he cansado de tanta cháchara. Es hora de hacer algo importante.
Se acerca al cubo con la llave en la mano. A la desesperada te lanzas sobre él e intentas arrebatarle
la llave, pero es muy fuerte, de un manotazo se quita la mosca de encima. Y esa mosca eres tú. Al
chocar contra el tablero de mandos, la cabeza te estalla en un festival de fuegos artificiales. Tardas un
par de segundos en reponerte, te levantas en intentas manipular los controles, pero no responden al
tacto de tu mano.
Mientras tanto Wittmann le da un par de vueltas al cubo, parece indeciso sobre qué cara escoger
para encajar la llave, y eso que decía que lo sabía todo por ciencia infusa. Lucy le observa, una mirada
extraña y enigmática se dibuja en su rostro, se la ve como hipnotizada por la visión que tiene delante.
Pobre, vaya momento para quedarse paralizada. De todas formas, tanto da, en cuestión de minutos ya
no quedará ninguna alternativa, ni para vosotros ni para nadie.
Lejos de rendirte, vuelves a la carga. Wittmann te patea las costillas y vuelves a caer entre dolores,
ese moratón va a batir un récord. Lástima que no quede nadie para registrarlo. Esta vez consigues
arrebatarle el arma, aunque no se le ve muy interesado en ella. El fusil resbala hasta chocar con la
pared, un poco más allá de la estatua de sal en que se ha convertido Lucy.
Para evitar una nueva intentona, el mutante se toma la molestia de pisotearte en condiciones. Tu
brazo derecho cruje, mala señal. Tus sospechas se confirman: no es el dolor lacerante, es que la
postura del brazo no es natural, lo tienes roto. Notas que la consciencia se aleja, te hundes en una
niebla roja y punzante, pero aún así alcanzas a ver al puto nazi encajar la llave y el cubo.
Todo empieza a temblar, notas como si pudieras flotar. Debe ser que esa cosa afecta a la gravedad
o algo así. El aire empieza a estirarse y los objetos se deforman, las figuras se estiran, se encogen en
una especie de locura propia de una mezcla de drogas y alcohol. Un sonido grave te retumba en las
entrañas mientras en medio de la habitación se forma un remolino que se va oscureciendo y
ensanchando por el centro. Desde el otro lado se escuchan, lejanos al principio pero más nítidos
después, unos alaridos burbujeantes, algo se acerca y no tiene buena pinta. Wittmann sonríe, hace un
gesto similar a una reverencia.
—Os esperaba, mis señores. Todo está listo.
Por el agujero que se ha formado en medio del remolino aparece un tentáculo negro, junto con un
asqueroso olor a putrefacción y muerte. Detrás de él llega otro, y otro más. Se apoyan en los bordes del
remolino, ensanchándolo poco a poco para permitir el paso de algo que es mejor no ver para no perder
el hilo de razón que te queda. Wittmann tenía razón, el fin de la humanidad está aquí.
Entonces Lucy entra en escena. Ya ni te acordabas de ella en medio de tanta emoción. Ha cogido el
fusil de Wittmann y empieza a disparar como una posesa hacia el agujero, al tiempo que se lanza
contra el mutante y le empuja hacia el vórtice arrojándose con todo su peso.
Las balas alcanzan al ser, salpicándolo todo de una sustancia espesa y negra, que chorrea y va
formando un charquito en el suelo. La pringue se extiende con gran rapidez, la sangre del ser es muy
líquida o se dilata de un modo asombroso. Wittmann no tiene tiempo de reaccionar, choca contra la
criatura que intenta penetrar en este mundo y los tentáculos le rodean, creando una especie de
batiburrillo de miembros mutantes y alienígenas.
De pronto, el remolino cambia, se vuelve irregular y vibra de un modo extraño. No sabes que está
pasando, pero Wittmann chilla como un cerdo en plena matanza y te das cuenta de que una parte de
él, un brazo, ha pasado del otro lado del agujero y eso produce una distorsión que impide que el portal
funcione. La criatura también empieza a gritar y a expulsar más de ese líquido asqueroso, intenta
empujar a Wittmann a su propio mundo. Él también pugna por separarse, pero Lucy está ahí para
impedirlo: de una patada, empuja al nazi un poco más adentro del agujero.
El mutante empieza a cambiar. Parece que su carne se está derritiendo, pero ya es demasiado
tarde, el portal empieza a zozobrar y a diluirse igual que se formó. En menos de un minuto el agujero se
ha vuelto a cerrar, absorbiendo a la criatura y a parte del mutante. Solo ha queda fuera su cabeza, ahí
tirada en el suelo, mirándote a ti y a Lucy con un expresión estúpida, como si no se pudiera explicar
cómo ha podido todo salir tan mal.

39
Lucy corre a tu lado y te abraza. Todos los huesos te duelen, pero ¡qué se joda el dolor! Le
devuelves el abrazo y la besas intensamente. Ahora a ver cómo salís de aquí, pero por lo menos estáis
vivos para contarlo, y el mundo está lleno de gente dispuesta a escuchar.

FIN

Ahora, ¿qué te apetece hacer, campeón?


¡Quiero volver a probar suerte con otras opciones! Entonces, pincha aquí.
Ahora es un buen momento para leer mi revista de relatos pulp: pincha aquí.

40
JFS0

Pirañas Monstruosas

Decides encaminarte hacia la costa, en busca del Black Swan. Tal vez allí logres encontrar alguna
pista sobre lo que ha podido ocurrir. El zumbido de tu cabeza parece indicar que alguien ha estado
jugando al fútbol con ella recientemente.
Ronin camina a tu lado, con las orejas agachadas, tal vez anticipando el peligro. La playa se ve
interrumpida por la espesa vegetación de la jungla virgen, que dificulta vuestro avance.
De pronto, Ronin arruga el hocico, con el lomo erizado, y comienza a ladrar hacia la costa.
—¿Qué pasa, chico? —susurras—. ¿Has oído algo?
Te adelantas con precaución para atisbar entre la maleza, donde empiezas a distinguir un
movimiento entre la vegetación. Unos ojos malignos se posan en ti, precediendo a la aparición de una
criatura de pesadilla. Su cabeza triangular está provista de una poderosa mandíbula llena de dientes
puntiagudos y carece de pabellones auditivos. Como nariz, únicamente dos hendiduras oblicuas en la
punta del hocico. Parece ser algún tipo de pez salido del agua, si tal cosa fuera posible, pero lo más
horrible de todo es su cuerpo... ¡Similar al de una enorme barracuda, pero provisto de cuatro patas
atrofiadas con las que repta torpemente hacia ti!
Sin embargo, su torpeza es engañosa, puesto que la cosa se propulsa hacia Ronin, saltando
mediante el impulso brutal de su cola. El perro se defiende con furia animal, aunque sus fauces parecen
dientes de ratoncillo frente a los sables marfileños del pez mutante.
Decides intervenir, blandiendo tu navaja como si fueras un pescadero que se presta a destripar a
una pescadilla particularmente rebelde. Saltas sobre el lomo de la bestia, del tamaño de un caimán,
haciendo presa con tus dedos en el interior de sus asquerosas fosas nasales para no caer. Consigues
echar la cabeza del monstruo hacia atrás lo justo para evitar que parta en dos a Ronin y le clavas tu
hoja en el lugar donde deberían estar sus branquias.
Repites la acción una y otra vez, al tiempo que Ronin clava los colmillos en una de las extremidades
de la barracuda, el único lugar accesible para sus dentelladas. Sin embargo, la piel del pez terrestre es
demasiado dura y no consigue el mismo efecto que tu cuchillo, que hace manar un río carmesí por una
decena de heridas.
Finalmente, la bestia deja de debatirse y sientes cómo la vida abandona su cuerpo obsceno,
resultado de alguna caprichosa mutación de la Naturaleza.
—Santo Dios... Fíjate en el tamaño de esa sardina, Ronin. He viajado por todo el mundo y jamás
había visto nada igual. Ni siquiera tiene branquias... Y esas patas no aparecen de la noche a la mañana.
Va en contra de todas las teorías de la evolución. Me pregunto qué...
El rumor de la vegetación al ser apartada te pone nuevamente sobre alerta, procedente de varios
puntos a la vez. En esta ocasión, puedes ver la fuente del sonido, para tu horror. Se trata de tres
congéneres del ser que acabas de abatir, con la particularidad de que estos tienen dos pares de patas
más desarrolladas, que les sirven para avanzar con mayor rapidez.. Si no pones tierra de por medio
inmediatamente, pronto los tendrás encima.
—¡Maldición! Pero, ¿qué está pasando aquí? ¡Corre, Ronin! ¡Corre!
Emprendes una alocada carrera, saltando por encima de troncos caídos y rocas inoportunas. Ronin
te toma la delantera con facilidad, haciéndote desear tener tú también cuatro patas en un momento
como este. Echas la vista atrás un momento, solo para comprobar que los monstruos te están ganando
terreno. En lugar de saltar por encima de los obstáculos, los arrollan como si fueran elefantes macho en
plena estampida. Por la facilidad con la que apartan los matorrales a su paso, estimas que su fuerza
debe de ser comparable a la de un cocodrilo.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Tratar de subirte a un cocotero, confiando en que allí puedas ponerte a salvo. Ronin
buscará un buen escondite por sí solo, y en el mejor de los casos tal vez atraiga a los monstruos lejos de
ti. Pincha aquí. (Autor: Julio M. Freixa).

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Opción 2: Correr hacia la bahía, confiando en poder alcanzar el Black Swan antes de que los
hombres barracuda os atrapen. Pincha aquí. (Autor: Jose Luis Castaño Restrepo)

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JFS1

Más monstruos

Trepas a lo alto del cocotero como lo haría un mono, felicitándote por no haber ganado sobrepeso
desde tu última aventura. Abajo, Ronin rehúsa seguir huyendo sin ti y se encara a las tres barracudas
mutantes, que ya casi están sobre él.
—¡Ronin, muchacho! —gritas—. ¡Corre, escóndete! Esos bichos te harán pedazos.
Ignorando tus súplicas, el noble animal se abalanza sobre uno de los monstruos, mordiéndole en el
hocico. Sin embargo, es presa fácil para sus demoníacos compañeros, que lo destrozan como a un
muñeco de trapo en cuestión de segundos. Apartas la mirada, admirando el valor de tu fiel compañero,
que se ha sacrificado para concederte unos momentos de margen.
Te propones aprovechar la pequeña ventaja que te acaba de ofrecer Ronin como regalo póstumo y
escudriñas las copas de los árboles a tu alrededor. Una de las barracudas ya comienza a ascender por el
tronco del cocotero, clavando las uñas de sus patas de salamandra en la corteza. Frente a ti, a seis
yardas de distancia, cuelga una liana desde las ramas de un ficus milenario. Saltas con todas tus
fuerzas, sabedor de que una caída sería mortal desde la altura a la que cuelgas.
Consigues asirte con pies y manos a la liana, que comienza a descolgarse bajo tu peso. Temes que
se vaya a descolgar hasta los monstruos del suelo, que te miran con las fauces goteando baba y
ponzoña. Por fortuna, la cuerda natural alcanza su tope y te columpia con todo el impulso de la caída,
hacia una segunda liana.
Cambias una por otra y te vas alejando de tus perseguidores, imaginando sus estúpidas miradas de
pez clavadas en ti. Cuentas hasta cuatro desplazamientos de esta guisa, columpiándote como un simio,
hasta que oyes un chirrido espeluznante que viene del cielo.
Saltas hasta una sólida rama colgante, a más de veinte pies sobre el suelo de la jungla, y entonces
puedes ver la fuente del horrible sonido. Se trata de un ave del paraíso, pero de un tamaño
descomunal. Vuela hacia ti y adviertes que tiene el pico lleno de dientes puntiagudos, además de otras
características anómalas. Su plumaje escasea, dejando a la vista amplias islas de piel grisácea como la
de un rinoceronte, como si se tratara de un ejemplar mal disecado.
Tratas de esquivar la embestida en picado del ave, pero consigue agarrarte de la camisa con sus
garras de acero. Te arrastra en su vuelo hacia las alturas, a la velocidad del relámpago. Tu estómago
parece subirte hacia la garganta y echarías hasta la última papilla si tuvieras algo en él. El ave planea
por encima de las copas de los árboles, momento que aprovechas para abrir los ojos y divisas la bahía a
lo lejos, donde está fondeado el Black Swan. Aún no sabes cómo, pero debes llegar hasta allí.
Un nuevo descenso, todo lo suave que cabe esperar de una enorme bestia alada, os lleva al que
parece ser su destino final: ¡el nido donde os esperan los polluelos!
Se trata de tres pollos del tamaño de un pastor alemán, piando con sus picos abiertos a la espera
de comida. Solo que, como comprendes al momento, la comida eres tú. La bestia te suelta junto al
nido, situado en la copa de un ficus gigantesco. Intuyes que pronto tratará de trocearte con su pico,
pero dispones de unos segundos todavía para decidir la mejor acción a tomar. A continuación, tienes 2
opciones:

Opción 1: Tratar de escapar a toda velocidad, bajando por el tronco, antes de que el ave del paraíso
gigante ataque. Pincha aquí.
Opción 2: Lanzarte contra el pájaro gigante y tratar de retorcerle el pescuezo antes de que te
ataque. Pincha aquí.

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JFS2

Te precipitas hacia el tronco secular, con toda la rapidez de que eres capaz, pero por desgracia tu
adversario es más veloz. Un dolor insoportable sacude todas las fibras de tu ser cuando sientes las
garras del ave monstruosa clavadas alrededor de tus hombros. Gritas con toda tu alma, incapaz de
resistirte a la fuerza primordial que te atenaza. Cuando logras volver a abrir los ojos, contemplas con
horror la punta afilada del pico, asomándote del pecho ensangrentado. Todo se nubla a tu alrededor y
sabes que ha llegado tu…

FIN

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JFS3

Duelo en las alturas

Sabes que el monstruo te despedazará a la mínima oportunidad, y decides vender cara tu vida. Tan
pronto tus pies se afianzan en la rama, saltas con todas tus fuerzas hacia el cuello del ave del paraíso,
que no esperaba una rebelión así por parte de su presa. Consigues aferrarte a las plumas de la nuca y, a
falta de un arma mejor, clavas tus incisivos en el cuello grisáceo.
El ave chilla de rabia más que de dolor, pues no has logrado atravesar la dura piel, como de cuero
viejo. Sin embargo, te has puesto fuera del alcance de sus garras y pico; esto te da la oportunidad de
buscar el cuchillo oculto en tu bota mientras luchas por no caer de tu precario asidero.
Las crías entonan una ensordecedora cacofonía de pánico, conscientes del peligro que supones
para su subsistencia. Ya con la navaja firmemente sujeta, descargas un tajo en el cuello sarnoso,
conteniendo una arcada ante el pútrido hedor que expele. Temiendo que la hoja se parta en dos contra
la dura superficie de su piel, buscas un objetivo más blando.
Cuando pinchas la masa globosa del ojo izquierdo de la bestia, ésta se sacude con un espasmo de
dolor, aullando su desdicha a los cuatro vientos. Repites hasta tres veces el ataque mortal, hasta que
finalmente el pajarraco comienza a desplomarse.
Incapaz de soltarte a tiempo, de ponerte a salvo, te aferras con más fuerza si cabe a las plumas
enfermas del monstruo, rezando por que las ramas amortigüen vuestra caída.
Por fortuna, las alas muertas se extienden, debido a la resistencia del aire, conformando una
especie de ala delta que suaviza la caída. Una fuerte corriente de aire os arrastra hacia lo que crees que
es el este, haciéndoos planear un buen trecho. Finalmente, el aterrizaje es menos brusco de lo que
habías temido, gracias al cuerpo deforme del pájaro que te sirve de colchón.
Compruebas que no tienes nada roto, limpias tu cuchillo en el plumaje del cadáver y te das cuenta
de que has caído cerca de un claro de la jungla. Desde tu posición puedes ver una rudimentaria
construcción de madera que, sin embargo, no ha sido edificada por las manos de ningún indígena. Se
trata de una cabaña de madera cubierta por un tejado de chapa ondulada. El zumbido de un generador
te dice que podrían estar funcionando aparatos en el interior. ¿Qué oscuro secreto puede encerrar? Tu
espíritu aventurero te empuja con una fuerza irresistible hacia allí.
Te acercas a la ventana más cercana, gateando cautelosamente para no ser visto ni oído y te
asomas al interior. Lo que ves te hace hervir la sangre: reconoces al contramaestre Michael Abbott,
atado a una silla y amordazado. Frente a él, dándote la espalda, un individuo vestido con una bata
blanca salpicada de manchas extrae un líquido anaranjado de un vial, con la ayuda de una jeringa de
cristal.
¿Qué acción decides tomar? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Irrumpir por la ventana, aprovechando que el científico está de espaldas. Pincha aquí.
Opción 2: Dar un rodeo hacia la puerta, tratando de averiguar si hay alguien más. Pincha aquí.

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JFS4

Asalto al laboratorio

Saltas al interior de la cabaña en dirección a la figura que sostiene la jeringa, la cual se gira al
percatarse de tus movimientos. Sus rasgos crueles se tuercen en una mueca de miedo mientras trata
instintivamente de protegerse con los brazos. Antes de que puedas golpearlo, sientes un impacto en la
sien, seguido de una pequeña lluvia de cristales que te cae en el hombro. Tambaleándote, descubres a
una tercera persona en la cabaña, que te amenaza con un segundo matraz, esta vez lleno de un líquido
humeante.
El científico de la jeringuilla avanza hacia ti, tratando de clavártela en el brazo. Te revuelves contra
él, empujando con violencia una silla que le hace tropezar. Aprovechas la ocasión para estrellarle tu
puño en pleno rostro, rompiéndole las gafas de montura de pasta. La jeringa sale disparada por el aire,
dando vueltas sobre sí misma hasta alcanzar el punto más alto, tras lo cual cae directamente sobre el
pecho de su antiguo propietario. Ves cómo se queda clavada, oscilando como un tentetieso de forma
casi cómica.
Te giras hacia el otro ocupante de lo que parece ser un laboratorio en mitad de la selva, justo a
tiempo para esquivar el líquido que te arroja cuando ya está casi sobre ti. En lugar de alcanzarte, se
derrama sobre el rostro del científico inconsciente, arrancando un siseo y una pequeña nube de humo.
Lanzas una patada al plexo solar de tu segundo agresor, haciendo que se doble sobre sí mismo, y le
descargas un codazo en la nuca, dejándolo sin sentido. En el suelo, su compañero ha empezado a
chillar a medida que el ácido le corroe la cara, dejando al descubierto un cráneo reluciente enmarcado
en tiras de carne derretida. Mientras se revuelve de dolor, sus manos topan con la jeringa que le
sobresale del pecho y al tratar de arrancársela solo consigue presionar el émbolo hasta el fondo.
La escena que sigue te hiela la sangre en las venas, pues parece salida de una demencial pesadilla.
Del cuerpo del científico brotan numerosos bubones, que palpitan bajo la ropa y le cubren la piel
visible. Segundos después, los bultos estallan, derramando un icor viscoso de color verde. El patético
ser torturado se desploma de rodillas, cayendo luego boca abajo contra las tablas del suelo para no
moverse más.
Corres a desatar al contramaestre, cortando sus ligaduras con tu cuchillo. Cuando le retiras la
mordaza, inspira una profunda bocanada de aire y dice:
—¡Gracias al Cielo, Ray. Estos nazis están locos… Realizan experimentos… unos experimentos
obscenos e indescriptibles. ¡He visto lo que le hacen a los animales! Ahora planean probarlos en
personas. Yo iba a ser uno de sus conejillos de indias, pero por suerte apareciste justo a tiempo.
—¿Qué está pasando aquí, Michael? El efecto de ese suero sobre el científico… nunca he visto nada
igual.
—Pude entender algo de sus conversaciones, por suerte hablo algo de alemán, aunque me cuidé
mucho de que se dieran cuenta. El suero está en fase experimental y trataban de determinar la dosis
letal.
—Qué manera tan horrible de morir. Pero, dime, ¿qué ha sido del resto de la tripulación?
—Los tienen en unos barracones. Luego se los llevan para los experimentos, ignoro si habrá más
laboratorios como este. No sé si habrá supervivientes. Un tal doctor Gerber está al mando del
proyecto. Estos que te has cargado deben de ser subordinados suyos; él es más joven, de unos
cuarenta años, y tiene el pelo castaño peinado hacia atrás ¡Su mirada es la de un loco! Tiemblo de
pensar en qué habrán podido hacerles a los desdichados que se llevaron antes de cogerme a mí.
Cuando me arrastraron hasta aquí, todavía quedaban unos cuantos prisioneros esperando su turno.
—En ese caso, tendremos que rescatarlos, Michael. ¿Sabes dónde están los barracones?
—Me trajeron con los ojos vendados. No tengo ni la más remota idea, doc.
Salís al exterior de la cabaña, sin saber qué camino seguir. Tienes que tomar una decisión. A
continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Podéis tomar la senda que va hacia el este, atravesando unas colinas. Pincha aquí.

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Opción 2: También podéis probar suerte recorriendo otro camino que parece venir del noreste,
adentrándose en la jungla. Pincha aquí.

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JFS5

En el exterior

Crees que es más prudente rodear la cabaña. Te agachas para no ser visto desde la ventana y
gateas en dirección al generador de combustible diésel. Descubres que es de fabricación alemana,
según reza una inscripción en la tapa. No detectas la presencia de centinelas en el exterior.
Por encima del zumbido del motor, escuchas otro rumor procedente de las alturas. Te ocultas entre
la maleza, dirigiendo la vista hacia el cielo para ver un biplano tomando tierra en algún punto hacia el
este, más allá de las colinas. Tomas nota mental de su posición, deduciendo que tiene que haber una
pista de aterrizaje en esa zona. El sentido común te dice que donde laboratorio y una pista de
aterrizaje, debe estar cociéndose algo gordo. Y el meollo de la cuestión no debe andar lejos del punto
de aterrizaje.
Sin tiempo que perder, vuelves a la ventana, decidido a rescatar a Michael antes de que le hagan
daño.
Continúa: Pincha aquí.

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JFS6

Pánico en la selva

El contramaestre y tú os adentráis entre la maraña de helechos y raíces que jalonan la senda,


probablemente labrada por el continuo paso de pies humanos. ¿Acaso estaría habitada la jungla por
tribus aborígenes? Michael, visiblemente feliz de abandonar el laboratorio del terror, comienza a
manifestar sus sospechas:
—Estoy seguro de que el capitán Solloway ha tenido algo que ver con lo ocurrido. ¡Nunca me fie de
ese tipo!
—¿Recuerdas algo? Porque yo tengo la cabeza como un avispero —contestas.
—Puedes apostar a que sí. Estábamos a punto de entrar en la bahía de esta maldita isla, cuando
nos abordó un grupo de lanchas con motor fuera—borda. Sus ocupantes iban armados, y llevaban
uniformes de las SS.
—¡Sabía que los nazis estaban detrás de todo esto!
—Sí, eso seguro. Lo que me extrañó fue la reacción de Solloway, casi como si hubiera estado
esperando la aparición de los piratas. Tan solo le faltó darles la bienvenida con pompones y una banda
de música.
—¿Estás insinuando que el capitán nos ha vendido a los nazis?
—No tengo pruebas al respecto, pero que me aspen si ese viejo lobo de mar no nos ha estado
ocultando algo. Luego nos obligaron a bajar a punta de pistola. Escupiste a un oficial de las SS. Luego te
defendiste cuando éste te atacó. El caso es que le rompiste el cuello con una llave de lucha libre. Sus
sabuesos te dejaron seco de un golpe por la espalda y te llevaron a la playa para dejarte allí enterrado
como escarmiento, para que te comieran el rostro los cangrejos. Tenías que haber visto cómo chillaba
Lucy al verte inconsciente…
—¡Lucy! Casi la había olvidado! ¿Está bien?
—Diría que sí. Por algún motivo, decidieron experimentar con los hombres primero. Ahora estoy
bastante seguro de que lo decidieron así porque una muchacha como Lucy no iba a soportar una dosis
alta de ese condenado suero. Antes, querían probarlo en hombres robustos.
—¡Malditos boches! Tenemos que rescatarla como sea, antes de que sea demasiado tarde. Me
pregunto a qué oscuro fin obedecerá todo esto…
Casi ni te das cuenta de que, a medida que avanzáis, se escuchan unos tambores lejanos. Parecen
venir de todas partes y de ninguna, retumbando en la espesura lujuriosa. Michael es quien logra
identificar el origen del ritmo misterioso, que viene de algún lugar hacia dentro de la isla.
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Puedes ir a investigar de dónde vienen los tam-tams, con la esperanza de hallar alguna
pista del paradero de tus compañeros del Black Swan y tal vez acerca del misterio que envuelve la isla.
Pincha aquí.
Opción 2: Tal vez consideras que es preferible desandar el camino y dirigirte hacia la costa este, si
estimas que es más probable encontrar pistas cerca de la zona donde atracó el Black Swan. Pincha
aquí.

49
JFS7

Tambores de muerte

—Donde hay tambores, hay seres humanos —dices—. Propongo que vayamos a echar un vistazo.
—Tan solo espero que no nos echen a la olla, Ray…
—¡Qué imaginación, Mike! Tienes que dejar de ver esas películas baratas.
A medida que avanzáis, oís el retumbar de los tam—tams con mayor claridad, como una llamada
primigenia. La prudencia os aconseja salir de la senda para permanecer semiocultos entre los
matorrales. Hay algo en el ambiente que te inquieta, además de los tambores, y no consigues
identificar qué es. Es el contramaestre el primero en expresarlo en voz alta:
—Ese silencio, Ray… Deberían ser audibles los trinos de los pájaros, el aullido de algún mono, esas
cosas. Aparte de esos condenados tambores, todo es silencio.
Tratas de tragar saliva, percatándote por primera vez de que tu garganta está más seca que una
cuerda de esparto. Empuñas el cuchillo, obteniendo una pálida sensación de falsa seguridad. Si os
atacara una horda de guerreros salvajes, poco podrías hacer por proteger vuestras vidas con una
herramienta como esa. Entonces, jalonando la senda, dos figuras erguidas se recortan entre la bruma.
Desde vuestra posición no sois capaces de distinguirlas, pero por su simetría parecen algo creado por
manos humanas.
—¡Dios mío! —susurra Michael cuando estáis lo bastante cerca para descubrir su siniestra
naturaleza—. Son hombres… ¡Hombres crucificados!
—Es el capitán Solloway. Al otro infeliz no lo reconozco.
—Es Stanley, el cocinero —dice Michael—. Pero está casi irreconocible, con toda esa sangre. Ha
debido sufrir lo indecible, antes de morir.
—¡Mira! Solloway todavía respira. ¡Rápido, bajémoslo de ahí!
Abandonando toda precaución, os precipitáis a la base de la horrible estructura de madera en
forma de «X». El capitán Solloway, con las órbitas vacías y ennegrecidas, ni siquiera se queja cuando tu
cuchillo muerde su piel para cortar las ligaduras. Parece estar más allá de toda ayuda posible. Tendéis
su cuerpo roto sobre la hierba, buscando su pulso débil con gesto pesimista.
—¿Quién...? Matadme ya de una vez, demonios… ¡Acabad con el tormento! —murmura el
moribundo.
—Somos amigos, capitán —contestas—. El contramaestre y Raymond Martini. Guarde las fuerzas;
le sacaremos de aquí.
—Es inútil. —El capitán sufre un ataque de tos y esputa un cuajarón de sangre espesa—. Mike… Fui
un imbécil. Nunca debí hacer tratos con ese científico alemán. ¡Juro que no sabía que trabajaba para
los nazis!
—Ahora es demasiado tarde para lamentarse —dices—. ¿Quién le hizo esto?
—Stanley y yo conseguimos escapar del teniente Wittmann, esa rata de un solo ojo. Iban a
someterme a esos… obscenos experimentos. ¡Vi lo que le hacen a la gente! Debí sospechar cuando no
se molestaron en echar a los perros detrás de nuestro rastro… ¡Sabían lo de los caníbales!
—¿Caníbales? —dice Michael—. Se supone que los caníbales se comen a la gente, no los crucifican.
—¡Se comieron mis ojos primero! —Aúlla el capitán—. Y pronto vendrán a por otra ración…
Como en respuesta a sus palabras, un canto tribal de voces graves y guturales se aproxima por la
senda. El capitán Solloway sigue profiriendo alaridos sin sentido aparente:
—¡Vienen ya! ¡Corred, insensatos, corred! Y recordad… la máquina infernal con forma de araña…
tiene las baterías en el abdomen… ¡no han tenido tiempo de soldar la tapa!
Corréis con toda la velocidad que os permiten vuestras piernas, sin deteneros a mirar atrás.
Después de un buen trecho, cuando estáis seguros de que no os persiguen, os detenéis al amparo de
una peña.
—¿Has entendido algo de sus delirios, Ray?

50
—No estoy seguro de que estuviera delirando —dices—. Tal vez trataba de ayudar. En cualquier
caso, no vamos a volver allí para que nos lo aclare. A estas horas deben de haberse cortado un par de
chuletas de Solloway y no me gustaría unirme al menú.
—Triste fin para un traidor —dice Michael—. Espero que se les indigeste el viejo cabrón.
—Amén. En fin, no perdamos más tiempo. Vayamos al este, en busca de nuevas pistas alrededor
del Black Swan.
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51
JFS8

El peligro de los cocos

Camináis bajo el verde dosel de la jungla, que deja pasar un mosaico de manchas de luz sobre el
manto húmedo de hojas en descomposición. El calor es sofocante y pronto estáis bañados en sudor de
la cabeza a los pies. De pronto, un zumbido que cae desde lo alto os hace dar un respingo. Os habéis
apartado justo a tiempo de evitar la caída de un coco, grande como vuestras cabezas.
—Eso ha estado demasiado cerca, Doc —dice Michael—. Tendremos que andarnos con cuidado.
Como respuesta a su comentario, una lluvia de cocos riega el suelo a vuestro alrededor, no
alcanzando vuestras cabezas por pura suerte.
—Pellízcame, Ray. Me ha parecido ver que uno de los cocos se ha movido. El calor debe de estar
afectándome a la cabeza…
Pero el contramaestre no ha sufrido ninguna alucinación, porque a cada coco le han salido ocho
patas y se agitan entre las hojas.
—¿¡Qué demonios!? —exclamas a pleno pulmón—. Son una especie de arañas, grandes como
gatos. ¡Viven en los cocos!
Efectivamente, cada coco se parte por la mitad al alcanzar el suelo, revelando a sus monstruosos
inquilinos. El efecto que os producen es de una horda de arañas acorazadas, cada una revestida de la
mitad de una cáscara de coco. Sin tiempo para preguntaros por el origen de tan delirante visión, dejáis
a un lado la fatiga para echar a correr lejos de los arácnidos.
Pero pronto te das cuenta de que el contramaestre, entrado en carnes, no va a poder seguir tu
ritmo. Jadea como una vieja mula asmática y se detiene, doblado sobre sí mismo, en un desesperado
intento de llenar sus pulmones del precioso aire que tanto necesita.
—Sigue… tú solo… Yo… no puedo… más.
—Nada de eso, Mike. Haremos frente a esos bichos juntos.
—Es inútil, Ray… ¡Tienes que salvar a Lucy!
Ignorando sus palabras, sacas el cuchillo, preguntándote de qué manera podría servirte contra
tantos y tan escurridizos enemigos. Ya casi están sobre vosotros, moviendo sus cuatro pares de patas a
un compás infernal, como los dedos de un pianista demoníaco paseándose por toda la escala.
Michael, viendo lo que intentas hacer, salta hacia las arañas, ofreciendo su vida para conseguirte
más tiempo. Gritas con todas tus fuerzas, tratando de hacerlo entrar en razón, pero ya es demasiado
tarde; las arañas pican con avidez, provocando una reacción alérgica fulminante en tu compañero, cuya
piel se llena de habones rojizos mientras se colapsa, incapaz de respirar. Los pequeños asesinos se
arraciman sobre el cuerpo sin vida del valiente, que se ha sacrificado por ti y por Lucy.
Tragándote las lágrimas, resuelves que nada puedes ganar permaneciendo al alcance de las arañas
y reemprendes la huida hacia la costa.
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52
JFS9

Dunas Misteriosas

Tu carrera te lleva hacia las dunas, dejando la traicionera jungla atrás. Te tragas las lágrimas
mientras coronas la cima de una de ellas, tratando de anticipar los insospechados peligros que
pudieran esperarte en la playa. En ese momento, tu mirada se dirige hacia una recia construcción de
madera, a la imagen y semejanza de los barracones militares. En un lateral, un Wundeswehr Mercedes
Benz Wolf parece esperar a su conductor. Sin embargo, el vehículo ha sido curiosamente modificado,
pues algún mecánico loco ha tenido la extraña idea de adaptarle las ruedas de un camión sobre los
ejes. Parece que por aquí, hasta las máquinas sufren mutaciones.
«Menudo despliegue ha dispuesto el tito Adolf», te dices, incapaz de comprender qué grandioso
propósito habrá movido a los nazis a transportar maquinaria pesada por mar, atravesando aguas
internacionales. Probablemente, el vehículo haya sido transportado por piezas en varias travesías
transatlánticas submarinas, pero eso no es lo que te preocupa en este momento. Tu principal obsesión
es si en ese siniestro lugar tendrán retenida a Lucy y el resto de la tripulación superviviente.
Reptas sobre la arena, maravillándote de que no haya ningún vigilante apostado fuera. Sin duda,
deben de darte por muerto, tras haberte abandonado en aquella playa a merced de los cangrejos. En
ese caso, van a llevarse una desagradable sorpresa. Continúas tu avance hasta una abertura en un
lateral del barracón, atisbando en su interior. La visión de Lucy, maniatada y sentada en el suelo te
hace hervir la sangre. Logras controlarte y aguzas el oído para tratar de entender lo que dice un oficial
kraut al resto de sus hombres.
Crees sobreentender que se disponen a llevarse a los prisioneros a algún lugar al norte de la isla.
Hay varias palabras que se repiten, pero no logras entender. Una de ellas es SACTAL, o SECTAL, y
también crees captar algo sobre… ¿extraterrestres? Estos sauerkrauts deben de haber respirado
demasiado humo de motor diésel.
Sin embargo, has de tomar una decisión cuanto antes. Desde tu posición puedes contar unos veinte
soldados, además de cuatro tripulantes del Black Swan, entre los que está Lucy.
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Tal vez, si irrumpes y te haces con un arma, aprovechando la ventaja de la sorpresa,
puedas dominar la situación. Pincha aquí.
Opción 2: Por otra parte, es posible que consigas ocultarte debajo del vehículo todoterreno para
viajar de polizonte hasta dondequiera que se dirijan con los prisioneros. Pincha aquí.

53
JFS10

Con un velo rojo en la mirada, saltas a través de la ventana al interior del barracón. No te resulta
demasiado difícil degollar al soldado alemán que tienes más a tu alcance, que ni siquiera te ha visto
caer sobre él como un ángel de la muerte. Le quitas su Luger de un rápido movimiento furtivo, pero
para entonces sus compañeros ya te están apuntando con sus armas.
—¡Ray! ¡Noooooooo! —Escuchas el grito angustiado de Lucy, pero no su final, porque para
entonces ya estás bailando al son de las balas que sacuden tu cuerpo en una danza macabra.
Demasiado tarde, comprendes que has echado a perder todas las posibilidades de salvar a Lucy con
tu temeraria imprudencia.

FIN

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54
JFS11

Una travesía incómoda

Te deslizas bajo del vehículo, aferrándote al bastidor como si fueras una lapa. Rezas en silencio para
que a nadie se le ocurra mirar debajo antes de arrancar. En ese instante, tu frente se perla nuevamente
de sudor, imaginando lo que pasaría si el todoterreno atravesase un camino pedregoso. Podrías acabar
destrozado, como los cuatreros del Salvaje Oeste al ser arrastrados por el caballo de un vaquero.
No tienes que esperar demasiado para oír la puerta abrirse, dando paso a una triste comitiva.
Aunque no puedes verlos desde tu escondite, sabes que Lucy está entre los condenados. Los soldados
alemanes apremian a los prisioneros para que se metan en el habitáculo, haciendo que la
amortiguación oscile con cada nuevo ingreso. Temes que la suspensión baje demasiado con el nuevo
peso, dando con tu espalda contra el suelo, pero finalmente eso no pasa. Los boches tendrán muchos
defectos, pero hay que reconocerles que, cuando se ponen a fabricar coches, lo hacen rematadamente
bien.
El motor diésel tose un par de veces antes de rugir, emitiendo una nube de humo de fuerte olor
que, sin embargo, será tu mejor disfraz hasta que el vehículo se pierda de vista. Sabes que una buena
guarnición de soldados se ha quedado en el barracón y sería un desastre que alguno de ellos te
descubriera.
Luchas con todas tus fuerzas por no caer, zarandeado por las irregularidades del camino arenoso.
En cada curva, tus músculos aúllan de dolor, tensos como cables de acero, para evitar que salgas
despedido como una colilla. Si la travesía se prolonga demasiado, caerás irremisiblemente y entonces
Lucy estará condenada. Aprietas los dientes, tratando de concentrarte en el ritmo de tu respiración, tal
y como aprendiste en aquel monasterio perdido en Nepal. Sientes la fortaleza interior de tu karma
imbuyéndote de fuerzas renovadas y consigues trascender el dolor y la fatiga hasta alcanzar un estado
cercano al trance.
Finalmente, el monstruoso vehículo se detiene de forma brusca y sus ocupantes salen al exterior.
Esperas a que las voces se hayan desvanecido en la distancia y te deslizas fuera de tu escondrijo. Te
sorprende observar los montículos de piedras y tierra recientemente removida, que forman grandes
colinas alrededor. Alguien ha estado excavando por aquí, y lo ha hecho a conciencia. A diez pasos de ti,
la superficie semiesférica de un viejo búnker, probablemente japonés, parece bostezar. Semioculto por
la maleza y el liquen, se ha tragado a Lucy y el resto de prisioneros, además de sus captores... A todos,
menos a uno.
El Fritz al que han asignado la tarea de vigilar la entrada está de espaldas a ti, liándose un pitillo
despreocupadamente. Comprendes que tendrás que eliminarlo si quieres acceder al interior.
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: ¿Te acercas por la espalda y lo estrangulas? Pincha aquí.


Opción 2: ¿Le lanzas el cuchillo desde donde estás? Pincha aquí.

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JFS12

¡Infiltración!

Sigilosamente, te aproximas por la espalda a tu objetivo, como una cobra que acecha a su presa.
Cuando estás casi sobre él, tus brazos se disparan como un resorte, envolviendo su cuello con el
derecho mientras tu mano izquierda le tapa la boca para impedirle gritar. Aplicas toda la presión de
que eres capaz, notando cómo tu presa se debate cada vez de manera menos vigorosa, hasta que
queda reducido a un pelele inerme. Con un último movimiento enérgico, le giras la cabeza hasta
escuchar un crujido espeluznante.
En otras circunstancias, te habrías planteado la posibilidad de dejarlo con vida, pero no hay lugar
para el error; la vida de Lucy y, tal vez, el destino de la guerra, depende de ti.
Un simple vistazo al cadáver te hace pensar que sois prácticamente del mismo tamaño. De forma
trabajosa, lo despojas de su uniforme y te vistes con él, apropiándote además de la pistola, que sigue
en el interior de su funda. Si te ven de cerca, tu disfraz no engañaría ni a un topo, pero confías en que
pueda ofrecerte alguna ventaja en tu misión de rescate.
En un primer examen de la situación, te asombras al no percibir sonido alguno en el interior del
armatoste de hormigón. Te asomas a las sombras del búnker fantasma y compruebas que está
desierto, a excepción de una destartalada mesa metálica, cuatro sillas y una baraja de cartas.... Además
de un bidón de fuel y una soga. Desenroscas el tapón y compruebas que aún está medio lleno. Apartas
la mesa, revelando una trampilla mal disimulada en el suelo. Por ahí se deben de haber llevado a los
rehenes. Un plan tan loco como arriesgado empieza a formarse en tu mente.
Desenrollas la soga, introduciendo uno de sus extremos en el interior del bidón. El otro lo agarras
firmemente en una mano, mientras buscas el mechero en los bolsillos de tu nuevo uniforme. Se trata
de un Zippo con la cruz gamada en relieve, un buen trabajo de orfebrería a pesar de su vergonzoso
significado. Sumerges la totalidad de la soga en el combustible a través de la boca del bidón,
obteniendo una mecha perfecta. Extraes la mayor parte de la cuerda empapada, dejando un trozo
dentro, y ajustas la boca del bidón a la mecha con tus viejas y maltrechas ropas, de forma que queda
bien sellado. Acabas de crear un explosivo de fabricación casera de aspecto bastante amenazador. Si
las cosas se ponen feas, al menos podrás mandarlo todo al infierno, llevándote a unos cuantos boches
por delante.
Sin soltar la soga, mensajero de una muerte ardiente, apartas la trampilla y comienzas a bajar los
escalones. Confías en que la gorra que llevas calada hasta las orejas y tu silencio te hagan pasar
desapercibido el tiempo suficiente para pensar en un plan de actuación.
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56
JFS13

Sacas cuidadosamente tu navaja del interior de tu bota, lamentándote por que no hayas escogido
uno de esos modelos especialmente diseñados para ser lanzados. Sin embargo, confías en que la diosa
Fortuna guíe tu mano; tomas impulso con todo el cuerpo en tensión y proyectas la hoja reluciente
hacia tu enemigo, que sigue afanado en su tarea.
El cuchillo gira en el aire, como la ruleta de la fortuna de un casino mortal. El suspense hace que la
escena se dilate en el tiempo, como un acordeón demasiado viejo tocado por un marinero borracho en
una feria de pueblo.
Tu corazón se detiene un instante, cuando el cuchillo llega a su destino, golpeándolo entre los
omoplatos por el extremo erróneo. El impacto de la empuñadura hace gritar al centinela, con una
mezcla de miedo y dolor, justo antes de que se gire para ver el origen del ataque. Demasiado cerca
como para fallar, desenfunda su Luger con reflejos acentuados por la adrenalina y te rellena de plomo
ardiente en cuestión de segundos.

FIN

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57
JFS14

Espiando en las sombras

Silencioso como un gato, te acercas al último escalón, de donde vienen voces airadas que parecen
discutir en alemán. Permaneces oculto a la vista de los ocupantes del refugio subterráneo, esperando
obtener información que te pueda ser de utilidad. A decir verdad, los alemanes siempre parecen estar
discutiendo entre ellos, con ese idioma que parece especialmente inventado para la guerra. Haces un
esfuerzo por captar las palabras, que puedes entender tan solo de forma parcial, pero logras descifrar
frases más o menos completas, guiándote por el contexto:
—Zeit, zeit, zeit!... ¡Tiempo, tiempo, tiempo! ¡Los científicos siempre necesitáis más tiempo!
—Pero, teniente Wittmann, la naturaleza de mis trabajos requiere seguir el procedimiento
adecuado.
—El túnel que nos llevará hasta la llave ya está terminado, y no pienso esperar más.
—Pero, herr Wittmann, ya hemos hablado de eso antes. La radiactividad que ha estado mutando
las formas de vida locales proviene con toda probabilidad del meteorito que, según todos los indicios,
se encuentra en el fondo de ese cráter. No tenemos evidencia de ninguna llave, salvo...
—¿Salvo qué, doctor Gerber? Adelante, dígalo en voz alta si se atreve. Y, se lo advierto, herr doktor,
diríjase a mí como teniente Wittmann. No olvide quién está al mando.
—Lo siento, yo...
—Ahórrese las pamplinas, Gerber. Sé de sobra que su mente de científico no puede aceptar la
existencia de fuerzas cósmicas que dominan esta realidad, pero yo estoy absolutamente convencido de
ello. Está escrito en las profecías del sabio Forteanus que un carro celestial bajaría en una isla perdida
en el mar más inmenso, que no puede ser otro que el océano Pacífico, portando la llave del cubo de
Togolek. Ha sido tan solo cuestión de ir atando cabos hasta dar con el lugar exacto. ¿Ha olvidado los
esqueletos retorcidos de soldados japoneses que encontramos al llegar?
—No, mi teniente, pero...
—¿También va a decirme que los seres monstruosos que nos atacaron la primera vez que
intentamos acceder al cráter son fruto de la excepción a las teorías de Darwin?
—Pero las lecturas del contador del Geiger...
—Son las mismas que han guiado a la brigada de zapadores hacia el punto exacto donde debe de
estar la llave. De ese modo, podremos llegar allí sin tener que atravesar las galerías repletas de
hombres—hormiga.
—Sí, mi teniente, pero... ¿Puedo hablar?
—Adelante, pero mida sus palabras.
—Unos niveles tan altos de radiación... para soportarlos habría que tener trajes especiales. Los
hombres enfermarán y morirán sin remedio.
—Ah, mi querido doctor... Por eso precisamente es por lo que no irán nuestros valiosos
übermensch ahí abajo... ¡Para eso tenemos a los prisioneros! Ellos recogerán la llave para mí y volverán
con ella o morirán en el intento. Siempre podemos volver con el equipo adecuado, si fracasan en su
misión.
—¡Pero yo los necesito para mis experimentos! Esa era nuestra misión principal aquí...
Experimentar con el SECTAL y su utilidad a la hora de generar soldados invencibles.
—¡Y yo digo que ya ha tenido oportunidad de jugar con ese maldito zumo de alienígena, matasanos
incompetente! Si ese veneno tuviera alguna utilidad, ya lo sabríamos. Por el momento, tan solo nos ha
traído desgracias y bochorno. Ojalá no hubiésemos encontrado aquel fósil alienígena en esa caverna de
la costa... Pero, sin embargo, sirvió para confirmar mis teorías.
—¿No será que quiere la última reserva de SECTAL para usted, teniente Wittmann?
—¡No se atreva a hablarme en ese tono, Gerber! Otra insubordinación y se convertirá en un nuevo
sujeto de experimentación del suero alienígena... ¡con un palo metido en su sucio asslog!

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—Puede amenazarme cuanto quiera, pero eso no cambiará el hecho de que se ha estado metiendo
pequeñas dosis de SECTAL a escondidas. ¿O acaso va a decirme que el suero que falta en el vial se ha
evaporado? Ayer vi las marcas de pinchazos en su brazo.
—Le arrancaría los ojos por hablarme así en presencia de mis hombres, pero no quiero perder más
tiempo. Los prisioneros van a bajar al cráter ahora mismo, y más tarde usted y yo ajustaremos cuentas.
¡Sargento Müller! Desate a los perros americanos y deles linternas y herramientas.
Las palabras de aquellos dos dementes pulsan un interruptor en tu cerebro, provocando una
cascada de recuerdos que empiezan a materializarse en tu mente. Recuerdas la travesía por mar, el
abordaje del Black Swan por parte de las lanchas nazis, la apresurada rendición del capitán Solloway, tu
intento de resistencia, también cómo te dejaron fuera de combate por la espalda... Y el despertar,
enterrado en la playa hasta el cuello, a merced de la marea y los cangrejos carnívoros.
La ira contenida nubla tu raciocinio, convirtiéndote en una bestia acorralada y peligrosa. En este
momento, solo hay dos posibilidades que tu nublada mente puede considerar:

Opción 1: Enciendes la mecha que hará estallar el bidón de fuel más arriba y te lanzas a vender cara
tu vida, tratando de liquidar a tantos boches como seas capaz antes de que te atrapen. Pincha aquí.
Opción 2: Avanzas como si nada, confiando en que tu disfraz te hará pasar desapercibido entre los
alemanes el suficiente tiempo como para considerar nuevas opciones. Pincha aquí.

59
JFS15

La locura del combate se apodera de ti, convirtiéndote en la moderna versión de los guerreros
bersercker... ¡o en un kamikaze de un solo hombre! Enciendes el Zippo y lo dejas caer junto a la soga
empapada en fuel, dando origen a una serpiente de fuego que asciende por los escalones hacia el
bidón. Calculas que tendrás tiempo para cargarte a unos cuantos antes de la explosión.
Saltas al centro del sótano, haciendo que una docena de soldados alemanes te miren con asombro.
Confundidos por tu uniforme igual al suyo, no son capaces de reaccionar antes de que le descerrajes un
tiro en la sien al que tienes más cerca, regando el suelo de cemento con un puré de sangre y sesos.
Comienzas a cantar a pleno pulmón el himno de los Estados Unidos mientras tu nueva Luger
acompaña la melodía con un stacatto de plomo ardiente.
No oyes nada, ni siquiera el grito desgarrador de Lucy al reconocerte bajo la gorra. Tampoco sientes
los primeros impactos de bala en tu caja torácica, absorto en tu labor destructora. Le aciertas al
científico de la bata blanca entre ceja y ceja y entonces todo hace...

¡BOOM!

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60
JFS16

Una acción desesperada

Bajas los últimos peldaños, tratando de caminar con naturalidad para para no llamar la atención de
los nazis. Te colocas junto a la húmeda pared del túnel excavado en la roca, adoptando la posición de
firmes que ves en los seis soldados que acompañan al individuo con la bata de laboratorio y al que, a
todas luces, debe de ser el teniente Witmann. El corazón te salta dentro del pecho cuando tus ojos se
encuentran con Lucy, maniatada junto a los otros prisioneros. Ella parece ser la única que ha reparado
en tu presencia y su mirada de asombro demuestra que te ha reconocido. Le dices con la mirada que
guarde silencio y ella baja nuevamente la cabeza para no delatarte ante sus captores.
—<Será mejor que los prisioneros entren en el túnel cuanto antes> —dice el teniente—. <Me
dirigiré a ellos en su idioma bárbaro>. ¡Escuchadme, cerdos americanos! El único camino a vuestra
salvación pasa por colaborar con el Tercer Reich en calidad de exploradores. Al otro lado de esta
compuerta hay un túnel que lleva al corazón de una... mina abandonada —miente el taimado teniente
Witmann—. Allí deberéis localizar y traer hasta este búnker subterráneo un objeto bastante peculiar.
Se trata de un componente de gran importancia, y vuestra diligencia será recompensada
generosamente.
Tiemblas de rabia ante el cinismo del teniente, dispuesto a arriesgar la vida de unos prisioneros
indefensos sin pestañear. El villano continúa su discurso:
—Se trata de un objeto que podría estar en el interior de un meteorito, por lo que llevaréis equipo
de excavación básico. Pero os lo advierto: si alguien trata de escapar, volaremos la entrada y quedaréis
enterrados en vida en las galerías. Tan solo supondría un leve contratiempo para la maquinaria del
Tercer Reich, puesto que contamos con los medios de horadar un nuevo camino en la roca en menos
tiempo del que pensáis.
—<Teniente> —susurró el doctor Gerber—, <el Torpedo de Protones Gamma no está probado para
su uso en tierra>.
—<¡Cállate, idiota! Yo te diré cuándo puedes abrir la boca, de lo contrario guarda silencio.>
A una orden del teniente, los soldados liberan las manos de los cinco rehenes y les proporcionan
picos, mazas, linternas y escoplos. Cuando ya comienzan a desfilar por el pasadizo recién excavado, te
cuelas entre los militares hacia el interior del túnel, enciendes tu Zippo y lo lanzas contra la escalera.
Éste rebota en la pared y en cuestión de décimas de segundo prende la mecha empapada en fuel.
Cierras la puerta antes de que los nazis puedan reaccionar y empujas con todas tus fuerzas para
impedir que la vuelvan a abrir.
—¡Rápido! Soy yo, Ray Martini. ¡Ayudadme! Esto se va a poner muy caliente.
Al reconocerte a la luz de las linternas, los supervivientes se suman a tus titánicos esfuerzos. Las
voces de los nazis te llegan amortiguadas a través de la compuerta, pero al parecer todavía no han
comprendido el verdadero alcance de tu acción. Una ráfaga de ametralladora penetra en el interior de
la gruta, arrancando astillas de madera y acabando con la vida de Mathews, uno de los marineros del
Black Swann. Segundos después, la explosión se hace notar y en tu imaginación puedes ver las lenguas
de fuego bajando por la escalera y abrasando a las ratas humanas a su paso. El estruendo de un
derrumbe comienza a elevarse, sacudiendo los cimientos del búnker.
—¡Corred! —grita Lucy—. No podemos hacer nada por Mathews. Esta sección se va a hundir.
Los cuatro supervivientes y tú corréis como alma que lleva el Diablo, ni un segundo demasiado
pronto, puesto que el techo del precario túnel se viene abajo como un castillo de naipes. No tienes ni
idea de cómo acabará esta historia, pero no te cabe duda de que esos criminales están muertos y bien
enterrados.
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61
JFS17

En las profundidades de la tierra

Vuestra carrera os lleva a través de una caverna bastamente excavada y apuntalada con troncos de
aspecto nada tranquilizador. La galería desciende hacia las profundidades de la tierra, con la única
iluminación de vuestras tres linternas de petaca. Sin previo aviso, el sustrato se vuelve resbaladizo,
como si estuviera excavado en basalto pulimentado y húmedo, a la vez que la rampa se inclina
vertiginosamente hacia abajo. Lucy y tú, que estáis en cabeza, conseguís deteneros a tiempo, pero el
empuje de los demás tripulantes que vienen a la zaga y no tienen tiempo de reaccionar os lanza por el
tobogán a toda velocidad.
Caéis sin control durante un tramo que dura largos segundos de suspense, hasta que vuestro viaje
se detiene bruscamente contra una pared lisa. Tras comprobar que no hay lesiones de gravedad entre
ninguno de tus compañeros, examinas la rampa por la que habéis caído. Está recubierta de una
substancia viscosa parecida al moco, que resbala como una pastilla de jabón mojada. Te preguntas qué
puede haberla producido, seguro de que no es cosa de los nazis. Casi parece algún tipo de mecanismo
de defensa por parte de algún animal que habite en las galerías, aunque no puedes hacerte una idea de
cuál puede ser.
A la izquierda se abre una nueva galería, cuyas paredes no presentan las mismas estrías recientes
que el tramo recorrido hasta ahora.
—Déjame ir delante, Ray —dice Toby, uno de los miembros de la tripulación—. Hice prácticas de
espeleología durante el servicio militar.
—No es necesario que te arriesgues, Toby —contestas—. Yo mismo he participado en infinidad de
expediciones subterráneas, algunas de ellas de gran dificultad.
—Insisto en ir yo delante. Alguien tiene que cubrir la retaguardia y es mejor que seas tú. —El bravo
marinero ya se dispone a cumplir su palabra.
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Si dejas que Toby vaya delante, pincha aquí.


Opción 2: Si prefieres ser tú el que vaya en cabeza, pincha aquí.

62
JFS18

Miras a Lucy de reojo y una oleada de testosterona, que casi se deja oler en el ambiente, recorre tu
torrente sanguíneo. Te sientes demasiado hombre como para dejar que alguien te arrebate el
protagonismo en este filme.
—Hazte a un lado, Toby —dices, en tono grave—. Voy a encontrar el camino de vuelta a la
superficie.
Te aventuras en las tinieblas, que retroceden ante la luz de tu linterna como cuervos ahuyentados
por el cazador. El resto de la expedición te espera en silencio, casi sin atreverse a respirar. Diez pasos
más lejos, te das la vuelta para decir:
—Todo despejado, chicos. Podéis ir viniendo sin pe…
Pero nunca eres capaz de terminar la frase, puesto que una punta de lanza te asoma por el pecho,
apareciendo súbitamente como una lápida siniestra. Caes de rodillas, incapaz de comprender qué ha
ido mal. No puedes verlo, pero el hombre-lagarto que te acaba de matar no viene solo, y pronto
dispondrá de los compañeros a los que pretendías proteger de manera análoga.

FIN

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63
JFS19

Los hombres lagarto

Vacilas un instante, pero en un par de rápidas zancadas Toby ya se ha adentrado en las tinieblas,
con el único amparo de su linterna de petaca. De pronto emite un alarido desgarrador, que es
bruscamente cortado en seco al salir volando su cabeza sin que puedas ver qué ha causado la horrible
decapitación. La cabeza rebota contra la pared y rueda por el suelo hasta tus pies, con la cara vuelta
hacia arriba en una mueca de horror.
La monstruosa silueta de un reptil que camina erguido como un hombre emerge de las sombras,
blandiendo un hacha de sílex de mango largo. Apuntas tu pistola con presteza, descargando un par de
tiros certeros en el tórax del animal, que cae fulminado. Sin embargo, otros dos compañeros se lanzan
contra vosotros, agitando lanzas de punta de hueso.
Riley, otro de los tripulantes del Black Swan, es el primero en contraatacar, utilizando su pico como
arma arrojadiza. La herramienta gira por el aire, silbando junto a tu cráneo, para clavarse con furiosa
precisión en mitad de la estrecha frente de uno de los saurios, que cae estrepitosamente.
Lucy Toma una pala de las manos de Thompson, el pinche de cocina, y amenaza al reptil restante,
que gira sobre su cabeza una especie de boleadora a gran velocidad. El arma sale volando de los dedos
del hombre—lagarto, pero Lucy logra atraparlo en el extremo de su herramienta. Intuyendo que las
balas te harán falta más adelante, sacas tu cuchillo de la bota y te lanzas contra el monstruo,
apuñalándolo en el abdomen y tirando luego con fuerza hacia arriba. Los intestinos se desparraman
por entre sus extremidades inferiores, cayendo al suelo con un sonido húmedo.
Incapaz de comprender lo que acaba de ocurrirle, el monstruo trata de avanzar hacia ti, pero
tropieza con sus propias entrañas, cayendo a merced de tu hoja, que le rebana el cuello de parte a
parte. Pronto deja de debatirse para quedar totalmente inmóvil sobre un charco de sangre fría.
—Fascinante —dices—. Caminan erguidos, pero no solo eso. Han desarrollado manos con dedos
prensiles… ¡Y pulgares oponibles, como los de los simios! Esto les ha permitido desarrollar la
manufactura de herramientas. Su inteligencia debe de ser comparable a la de los hombres de
Neanderthal…
—¡Ray! —interrumpe Lucy—. Solo tú serías capaz de ponerte a dar una clase de biología en un
momento así. ¡Toby está muerto!
—Lo siento, Lucy —contestas—. Tienes razón. Todos podríamos haber muerto de no ser por Toby.
Guardemos un minuto de silencio en su honor.
Un minuto más tarde, vuestra menguante comitiva se dispone a inspeccionar a fondo la galería.
Camináis en silencio, con los sentidos alerta por si se repitiera otro ataque. La gruta lleva hasta una
sima, deteniéndose su curso de forma abrupta.
Bajo vuestros pies se abre un valle subterráneo presidido por un lago rodeado por grupos de
cabañas, algunas de ellas ondeando columnas de humo. La luz proviene de unas excrecencias
fungiformes que crecen en las paredes de roca. Sin duda, se trata de alguna especie bioluminiscente,
desconocida para la ciencia.
Ves algunos ejemplares trabajando en distintas tareas, como acarrear piedras hacia lo que parece
ser una muralla alrededor del poblado. Presenta algunos desperfectos en su perímetro, como si
hubiera resistido algún tipo de asedio recientemente. También visualizas un grupo de saurios que afilan
estacas, quizá con el fin de tender algún tipo de trampa.
—Esta tribu está en guerra —dices—. Se preparan para un conflicto. Me pregunto cuáles serán sus
enemigos.
—No creo que debamos bajar a preguntárselo al jefe de la tribu —dice Lucy.
—No estoy tan loco para eso —contestas—. Rodearemos por esta cornisa hasta el otro extremo de
la sima. La gruta continúa más allá.
—Déjame ir delante a mí, Ray —tercia Riley—. Me considero un excelente escalador.
—No puedo dejarte hacer eso —dices—. Puede ser peligroso, y mi experiencia en espeleología es
sin duda superior.

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—Insisto, Ray. Se lo debo a Toby.

A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Si prefieres ir tú delante, pincha aquí.


Opción 2: Si dejas, en cambio, que sea Riley el que tome la delantera, pincha aquí.

65
JFS20

Apartas a Riley de un empujón y, sin mediar palabra, te aferras a las irregularidades del muro
natural hasta que tu pie alcanza la base de la cornisa que rodea el poblado de los hombres—lagarto.
Una vez afianzado, avanzas con mayor rapidez, procurando no ser visto desde abajo. Afortunadamente,
ninguno de los reptiles humanoides parece especialmente interesado por contemplar las alturas y
consigues llegar al otro lado.
Sin embargo, antes de que puedas pisar suelo firme, te sobresalta una terrible presencia. Se trata
de un grupo de insectos gigantes, hormigas rojas del tamaño de ponis que cargan con peñascos de
tamaño considerable. La que va en cabeza te lanza el suyo, que logras esquivar a duras penas
aferrándote con más fuerza a un saliente de la pared y hurtando el cuerpo lo suficiente.
Abajo, el ruido de las piedras que caen rebotando por la pared ha puesto en alerta a los saurios,
que se ponen en pie de guerra. Ahora comprendes, demasiado tarde, contra qué enemigo se estaban
fortificando. La segunda roca te alcanza de lleno, haciéndote perder el equilibrio. Te precipitas al vacío,
en una caída de al menos cincuenta pies que acabará contigo convertido en puré contra el fondo de la
sima. Tan solo sufres por Lucy y los demás, que sin tus habilidades de supervivencia serán presa fácil de
los inhospitalarios habitantes de... ¡CHOF!

FIN

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66
JFS21

Devorado por las hormigas

—Está bien, Riley, muchacho —le dices al bravo marine, posando tus manos en sus hombros—.
Que Dios te guarde ahí delante. Pero, a la menor señal de peligro, vuelve aquí inmediatamente.
Riley trepa como un gato a la cornisa, deslizándose con inusitada habilidad. Avanza a gatas con la
linterna apagada para no llamar la atención de hombres—lagarto, cincuenta pies por debajo. A mitad
de camino se gira, sonriente, haciendo la señal de la victoria hacia vosotros. No puede ver la muerte
negra que se le aproxima silenciosa a través de la cornisa.
—¡Riley! —susurras, gesticulando rabiosamente—. ¡Corre, chico! ¡Vuelve! ¡Detrás de ti!
La figura insectoide que emerge de las sombras es negra como la noche y está provista de antenas
como cuernos en su cabeza globosa. Se asemeja a una hormiga del tamaño de un poni, con
extremidades seccionadas tan gruesas como brazos humanos robustos.
Riley finalmente se gira, reprimiendo un aullido de terror al saberse atrapado. La hormiga gigante lo
atrapa con sus patas delanteras y lo arrastra de vuelta a la oscuridad de la que surgió. Riley aguanta el
trance como un hombre, en silencio para evitar delatar vuestra presencia a los hombres—lagarto de la
aldea.
—¡Vamos todos! —dices—. Hay que salvarlo como sea.
Encabezas la expedición con la pistola desenfundada, dispuesto a romper el silencio para salvar a tu
compañero. La hormiga ya ha llegado al otro lado de la caverna y otras dos se le unen, agarrando al
desdichado marine de brazos y piernas. Los insectos comienzan a traccionar con fuerza cada uno por su
lado, a punto de descoyuntar las articulaciones de Riley. Éste se muerde los labios, víctima de un dolor
indescriptible, luchando por no gritar.
Apresuras tu avance por la estrecha cornisa, despreciando el peligro de precipitarte al vacío. Al otro
lado, uno de los brazos de Riley se desprende de su cuerpo con un chasquido espeluznante. El joven,
finalmente, no puede soportar más tiempo la brutal tortura y de sus labios sale un lamento que no es
un alarido de dolor, como cabría esperarse, sino el himno de los Estados Unidos.
«Oh di, ¿puedes ver, con la primera luz de la aurora…»
Un surtidor de sangre riega el suelo de piedra en torno a las horribles hormigas.
Gotas de sudor te ciegan los ojos, dificultando tu avance.
«…lo que tan orgullosamente saludamos en el último destello del crepúsculo…»
El brazo restante se une a su pareja entre las extremidades quitinosas de un insecto monstruoso.
Resbalas en un charco de tu propio sudor, a medida que avanzas en precario equilibrio.
«…cuyas amplias franjas y brillantes estrellas, a través de tenebrosa lucha…»
Esta vez es una pierna la que abandona el torso mutilado, entre borbotones escarlata de pura vida.
Ya casi estás al otro lado, pero sabes que Riley está condenado. La angustia te atenaza la garganta y
luchas contra la náusea que comprime tu estómago.
«…sobre las murallas observábamos ondear tan gallardamente?»
La cabeza estalla entre las maxilas de uno de los monstruos, en las que cabría ampliamente una
sandía. Trozos de masa encefálica y cráneo triturado se quedan adheridos a la superficie quitinosa del
tórax del insecto.
Ya a un paso de la plataforma, extraes la pistola contra toda precaución y descerrajas un tiro en la
cabeza de la cosa que acaba de reventar el cráneo de tu compañero. Compruebas con alivio que estos
seres son vulnerables a las balas y repites la operación con sus dos congéneres, casi a bocajarro.
Detrás de ti, Lucy y el otro superviviente, un samoano llamado Jimmy, acaban de llegar.
—¡Ray! —dice Lucy—. Los hombres—lagarto nos han visto. ¡Creo que se preparan para atraparnos!
—Maldición —murmuras—. Ese chico ha muerto como un auténtico patriota americano, en la flor
de su vida. ¡Jamás vi tanto valor, y al mismo tiempo, tanta estupidez!
—Corramos —dice el samoano densamente tatuado—. Aún tenemos ventaja, antes de que esas
lagartijas sobrealimentadas lleguen hasta aquí arriba.

67
Seguís la galería, que parece continuar la que os trajo hasta aquí desde el otro lado, a la luz de las
linternas. Su oscilación genera sombras danzantes que no hacen más que aumentar vuestra inquietud,
después de los últimos acontecimientos. El aire enrarecido no llena vuestros pulmones, produciendo
una sensación opresiva que mina vuestro ánimo.
El camino transcurre invariable hasta llegar a una rampa que se adentra en las entrañas de la tierra.
Mientras bajáis, otras ramificaciones se abren a izquierda y derecha, como los afluentes de un río
tenebroso.
—Ahora todo encaja —dice Lucy—. Es una sociedad gregaria, organizada igual que cualquier
hormiguero corriente.
—A mí esos bichos no me han parecido nada corrientes —dice Jimmy.
—Sin embargo, así es —insiste Lucy—. Debemos ignorar el laberinto de corredores secundarios y
seguir bajando hasta llegar al cubil de la reina.
—Eso si no nos tienden una emboscada antes esos terribles insectos —dices—. Pero tienes razón; si
acabamos con la reina, las demás quedarán desorientadas e inofensivas.
—Yo iré delante —se ofrece Jimmy—. En mi tierra natal me destaqué como cazador experto. Le
clavaré este pico entre ceja y ceja.
—Jimmy —dices—, admiro tu valor, pero las hormigas no tienen cejas. Por otra parte, no puedo
dejar que otro miembro de la tripulación arriesgue su vida en mi lugar.
—Debes proteger a Lucy si todo lo demás falla —insiste el samoano—. Y te aseguro que no te
fallaré.

A continuación, tienes 2 opciones

Opción 1: ¿Decides que ya han muerto suficientes hombres valientes por hoy y te arriesgas tú en
primer lugar? Pincha aquí.
Opción 2: ¿Decides dejar que Jimmy encabece el asalto a la guarida de la reina? Pincha aquí.

68
JFS22

—No, Jimmy —dices en tono firme—. Esta vez iré yo delante.


Sin esperar a la réplica del samoano, apresuras el paso empuñando la pistola. El túnel serpentea a
izquierda y derecha antes de que un resplandor anaranjado tiña las paredes de roca, haciendo
innecesario el uso de tu linterna. La dejas en el suelo y te aproximas a la fuente de luz, que proviene del
interior de una caverna al final del túnel. Conforme acortas la distancia que te separa de la gruta, la luz
aumenta en intensidad, cegándote parcialmente hasta que tus pupilas logran adaptarse. Haciendo
visera con las manos, distingues la silueta de una gigantesca y deforme hormiga reina, incapaz de
moverse en mitad de una sala que empieza a quedársele pequeña.
Nada más detectar tu presencia, sus guardianes se abalanzan sobre ti como un solo ente. Disparas
cuatro veces en rápida sucesión, abatiendo uno a uno a los insectoides. Sin embargo, el chasquido
estéril del percutor te avisa de que has agotado todas tus balas. Tienes que enfrentarte al último
soldado con la única ayuda de tu cuchillo, que se te antoja pobre defensa contra sus poderosas maxilas.
Te ataca con sus dos pares de patas superiores, erguido sobre las dos traseras. Esquivas los
miembros quitinosos y buscas un hueco en su guardia, misión casi imposible. La hormiga es
extremadamente rápida y parece tener patas en todas partes a tu alrededor. Decides esperar a que
una de ellas te alcance y así lo haces, asiendo la extremidad con firmeza en una llave de torsión.
Consigues pivotar hacia la espalda del insecto. Que ahora sí, es un blanco excelente. Clavas tu hoja de
acero en el amplio mesosoma, rajando la coraza semirrígida hacia abajo hasta dejar a la vista las
estructuras subyacentes. Haciendo de tripas corazón, introduces tu mano libre hasta el codo,
retorciéndola en la cálida pulpa hasta encontrar algo que agarrar. Lo encuentras en una especie de
cable duro al tacto, que identificas como la aorta anterior. Tiras de ella y la arrancas, partiéndola por la
mitad y provocando un torrente de icor de repugnante olor que te baña en inmundicia. La hormiga cae
inerte a tus pies, dejando a la reina indefensa.
Ésta no puede moverse, debido al excesivo volumen de su cuerpo, que sus patitas atrofiadas no
pueden manejar. Detrás de ella identificas la fuente de luz, una roca del tamaño de una oveja que tiene
incrustado una pieza metálica de curioso diseño. Rodeas a la reina, que solo puede agitar sus antenas
en un gesto de impotencia, y te haces con el objeto. Por lo que has podido entender de la conversación
del teniente Witmann con el doctor Gerber, se trata de un objeto que ha costado ya numerosas vidas,
por lo que prefieres que esté en tus manos y no en las de los nazis.
Cuando estás a punto de abandonar la estancia, sientes unas terribles náuseas que te hacen
vomitar con violencia. Arrodillado en el suelo de la caverna, te das cuenta de que tus manos presentan
quemaduras de segundo grado, cubiertas de ampollas. Un mechón de tus cabellos cae como una hoja
seca, seguido de varios más. Te sientes débil, incapaz de dar un solo paso más, y entonces comprendes
tu error. Has permanecido expuesto a la radiación demasiado tiempo y, a diferencia de la fauna local,
tú eres tan solo un frágil ser humano.

FIN

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69
JFS23

En el cubil de la reina

—Está bien, Jimmy —concedes—. Irás tú delante, pero yo te cubriré la retaguardia.


—Oki doki, Ray —contesta, aferrando su pico de cavar—. Con este pequeñín no le temo a nada.
—No creeréis que voy a quedarme aquí sola esperando, ¿verdad? —dice Lucy—. Yo también voy.
Con el samoano en cabeza, vuestra menguada comitiva se dirige a través de un túnel que serpentea
a izquierda y derecha. Desde el fondo os llega un resplandor anaranjado que baña la superficie
irregular del pasaje. A medida que os acercáis, la luz se hace más intensa hasta el punto que os veis
obligados a entornar los ojos para poder seguir avanzando. Desecháis las linternas, que se han vuelto
del todo innecesarias.
Ya al final del túnel, se abre una amplia caverna de la que parece emanar el resplandor. Jimmy es el
primero en poner sus pies en el interior y nada más hacerlo le oís gritar:
—¡Cúbreme, Ray! Hay monstruos por todas partes.
Saltáis en ayuda del samoano, pero Lucy tan solo tiene una pala para defenderse. Tu pistola canta
una canción de muerte cuando dispara cuatro balas en rápida sucesión para acabar con otros tantos
hombres—hormiga. Jimmy lucha contra un quinto insectoide, asestando mandobles con su pico a
diestro y siniestro.
Detrás de los luchadores, la oronda y monstruosa figura de una gigantesca hormiga reina preside la
escena. Incapaz de mover su mole con las diminutas patas atrofiadas que salen de su cuerpo como los
cilios de una bacteria, agita sus antenas con impotencia. Temes que esté lanzando una llamada de
socorro a su ejército, que podría inundar los túneles en cuestión de segundos.
Jimmy consigue hundir la punta del pico en mitad de la cabeza del insectoide, que estaba a punto
de llevárselo a las mandíbulas con la fuerza de sus patas delanteras. Una vez muerto el último guardián,
el samoano rodea a la hormiga reina con indiferencia, en dirección a la que parece ser la fuente de la
extraña luz. Se trata de una roca luminosa que tiene incrustado un artefacto de curioso diseño.
—Ray, tienes que ver esto —dice Jimmy—. Es una especie de rascador de espaldas. Lo cogeré, tal
vez pueda sernos de utilidad.
—Ten cuidado, Jimmy —dices—. Esto se puede llenar de hormigas gigantes de un momento a otro.
El samoano recoge el objeto y antes de salir empuña su pico hacia la reina hormiga.
—¡Jimmy, no! —Pero tu advertencia llega demasiado tarde, pues el samoano la ha emprendido a
golpes con el deforme monstruo, que emite un chillido desgarrador. Al quinto o sexto envite, estalla
como un globo de agua, salpicando toda la bóveda con un icor de color indefinido, imposible de
identificar a la luz anaranjada del meteorito. Jimmy no tiene un palmo de piel que no esté recubierto
de la espesa papilla y de repente cae sobre sus rodillas, aullando y rascándose la cara con saña.
—¡Es ácido fórmico! Y a una gran concentración—dice Lucy—. Jimmy está condenado…
Un humo hediondo comienza a emanar del cuerpo tendido de Jimmy, que cada vez se debate con
menos furia. Finalmente, queda inmóvil y el bulto que se adivina bajo la masa cáustica disminuye de
tamaño a ojos vista.
Cuando finalmente no queda nada de él, se escucha un murmullo procedente del túnel a vuestras
espaldas. Las hormigas, desprovistas del liderazgo y guía de su reina, se han vuelto locas como un
coche sin frenos ni conductor. Aunque en esas condiciones no se espera que sean guerreros
formidables, el peso de su número os aplastará como cucarachas.
—¡Ya vienen, Ray!
—¡Mira! El ácido está abriendo un boquete en el suelo de la caverna. Tal vez podamos colarnos por
él…
Os acercáis al borde de la recién abierta sima, que ya presenta el tamaño justo para acogeros en
sus misteriosas tinieblas. Antes de saltar, tomas con la punta de tu cuchillo el extraño artefacto que
Jimmy había tomado de la roca. Lo limpias con un trozo de tela que arrancas de tu camisa y lo
introduces en un bolsillo del cinturón. Si has de tomar en serio las palabras del teniente Wittmann, se

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trata de un objeto que ya ha costado numerosas vidas humanas. Por nada del mundo querrías verlo en
manos alemanas.
Continúa: Pincha aquí.

71
JFS24

La máquina infernal

Tras un aterrizaje forzoso en la oscuridad, Lucy y tú corréis por la angosta galería del nivel inferior.
Las hormigas infernales ya deben de campar por la estancia de la reina y será cuestión de tiempo que
algunas caigan por la abertura. Por el camino, os topáis con varias de ellas, que deambulan de forma
errática sin un patrón que guíe sus pasos. Resulta relativamente sencillo esquivarlas, incluso en un
espacio tan estrecho.
Tomáis un ramal que asciende en pronunciada pendiente, confiando en que os lleve al exterior. La
rampa supone una dura prueba para vuestros músculos, pero la urgencia os hace encontrar fuentes
extraordinarias de fuerza interior. Al cabo de una acelerada huida, comenzáis a vislumbrar la luz del día
reflejándose en las paredes de la caverna.
—¡Ya casi estamos, Lucy! —jadeas—. Tan solo un último esfuerzo.
—No te preocupes por mí, Ray. Estoy acostumbrada a correr por las mañanas, antes de desayunar.
Es un ejercicio excelente.
Te maravillas de la envidiable forma física de Lucy, que se va revelando ante tus ojos como una
mujer excepcional, a medida que la conoces en más detalle. Aun en mitad de una situación límite como
esta, no puedes evitar que tu mirada se desvíe hacia el desordenado escote de su camisa húmeda por
el sudor, que a duras penas sirve para contener sus pechos turgentes, rebotando a cada zancada suya
como pelotas de goma. Los pezones erectos quedan enmarcados en la mancha más oscura de cada
areola, como mudas promesas de placer.
—Si no miras al frente, acabarás tropezando —dice Lucy, sacándote de tu estupor—. Deja de
preocuparte por mí, sé cuidar de mí misma.
Te dices a ti mismo que te encantaría cuidar de Lucy en más de un sentido, cada vez más
reafirmado en tu convencimiento de haber encontrado por fin a tu mujer ideal. Al menos, en lo que
respecta a este mes…
Ya al final del escarpado ascenso, te ves obligado a entornar los ojos, heridos por los deslumbrantes
rayos del sol. Una forma gigantesca entra en escena, eclipsando el astro de la mañana de forma súbita.
Cuando tus ojos logran adaptarse al nuevo cambio de luz, compruebas con asombro que se trata de
una enorme araña mecánica.
—Les felicito, americanos entrometidos —dice la voz del teniente Wittmann—. Han sobrevivido a
una dura prueba, y no les resto mérito por ello. Sin embargo, me temo que no van a vivir para disfrutar
de su éxito.
—¡Wittmann! —exclamas—. Te hacía muerto. ¡Nadie podría haber sobrevivido a la explosión del
búnker!
—Parafraseando a un compatriota suyo, digamos que las noticias acerca de mi muerte fueron
tremendamente exageradas —dice, con sorna—. Ahora, probemos la eficacia de la superior ingeniería
alemana. —El murmullo de motores diésel y mecanismos hidráulicos acompaña el avance de la araña
mecánica, que se dirige hacia vosotros dos. No puedes volver por el túnel infestado de monstruos y
peligros de todo tipo, por lo que tendrás que enfrentarte al teniente Wittmann y su máquina infernal.

A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: ¿Prefieres correr con todas tus fuerzas y deslizarte por debajo de la araña mecánica? Tal
vez consigas dañar su mecanismo con un disparo, aunque deben de quedarte pocas balas, tal vez
ninguna. Pincha aquí.
Opción 2: Tal vez te decantes por centrar tu ataque en el conductor de la máquina infernal, que
parece protegido por una campana semiesférica de algún material transparente. Pincha aquí.

72
JFS25

Desenfundas la Luger en un rápido movimiento y saltas en dirección a la cabina de mando de la


araña mecánica. Te enganchas a la base de una de las patas delanteras y tiras con fuerza hasta izarte a
la plataforma central. A través de la campana transparente, los ojos de un demente te miran fijamente.
Ya ni siquiera se parece al teniente Wittmann que viste fugazmente en el búnker, aunque la voz se
corresponda con la suya. El ser deforme que pilota los mandos del monstruo mecánico tiene la cabeza
aumentada varias veces respecto a su tamaño normal, con una brillante coloración anaranjada y el
cerebro expuesto por fuera del cráneo sin pelo. Sus colmillos también han crecido de algún modo,
proyectados hacia fuera de la horrible boca supurante.
Conteniendo las náuseas, apuntas la pistola hacia el mutante y aprietas el gatillo, pero la bala
rebota en la superficie bruñida que lo protege. Tu segundo disparo nunca llega a producirse; descubres
con angustia que acabas de agotar la munición. Wittmann, dándose cuenta de tu indefensión, presiona
un botón en la consola de mando y un entramado de rayos azulados baila sobre las planchas de acero
remachado que recubren la araña, atrapándote a ti en el proceso.
Caes entre espasmos al duro suelo, incapaz de controlar tus movimientos. Sientes con impotencia
cómo las patas de la araña mecánica te voltea, dejándote bocabajo sobre la piedra. Lucy grita de terror,
pero tú te ves incapaz de defenderte, anticipando lo que viene a continuación. Cuando el taladro
neumático te perfora el ano, abriéndose paso hacia tus intestinos, la risa enloquecida de Wittmann
mancilla tus oídos. Una lágrima te cae por la mejilla, más de vergüenza que de indescriptible dolor.

FIN

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73
JFS26

Cara a cara con el mal

Como una exhalación, sales disparado hacia delante, al tiempo que desenfundas tu Luger. Te lanzas
al suelo en un barrido, evitando las patas asesinas del ingenio mecánico. Patinas sobre tu espalda hasta
colocarte debajo del «abdomen» de la araña y entonces tienes una fugaz visión de esperanza: hay una
tapa suelta en la superficie de metal. Te pones en pie de un salto y agarras el borde medio suelto de la
placa, que arrancas sin dificultad. La batería de alimentación, fácilmente identificable, queda expuesta
ante ti. Sin vacilar, la sacas de su sitio y la máquina de la muerte se convierte en una estatua.
—¡Maldición! —brama Wittmann—. Si crees que este contratiempo me va a detener, estás muy
equivocado.
Oyes cómo se abre la escotilla y ruedas de debajo de la araña inmóvil justo para ver cómo el
mutado se baja de un salto, revelando su obscena naturaleza. De cintura para abajo, seis tentáculos
han remplazado a las piernas. Se trata de unos apéndices viscosos, recubiertos de ventosas
anaranjadas en su cara interior. Sobre ellos, se desplaza del mismo modo que lo haría una babosa
gigante, dejando un rastro húmedo tras de sí. El tren superior presenta multitud de espinas coriáceas,
que atraviesan lo que queda del uniforme de las SS a intervalos irregulares.
—¡Muere, monstruo! —gritas, mientras apuntas tu Luger hacia el pecho del mutante. Sin embargo,
tan solo un tímido chasquido sale de ella, señalando la cruda realidad: no te queda munición.
—Estáis a mi merced, perros americanos —ríe el monstruo tentaculado, emitiendo un resplandor
anaranjado por los ojos. De forma inmediata, te quedas paralizado en el sitio, incapaz ni tan siquiera de
pestañear. Wittmann se arrastra hasta ti con sus andares de cefalópodo terrestre y te quita del bolsillo
la pieza encontrada en el meteorito—. Dame ese juguete, y gracias por traérmelo tan amablemente.
Me has ahorrado el trabajo de hacerlo yo mismo. Ahora, seguidme. Vais a tener el honor de
contemplar prodigios nunca antes vistos por ningún ser humano. Vosotros glosaréis mi grandeza para
las generaciones venideras.
Incapaz de resistirte a la orden del mutante, caminas tras él sin ser consciente del movimiento de
tus piernas. Junto a ti avanza Lucy, al parecer también víctima del control mental del teniente
Wittmann. Te preguntas a qué se refería el nazi demente con la última parrafada que acaba de soltar.
¿Acaso la mutación le ha afectado la mente hasta dejarla en estado delirante? ¿O habrá algo de cierto
en sus desvaríos?
Continúa: Pincha aquí.

74
JFS27

Bajo el control del mutante

Camináis tras la cosa repulsiva que una vez fue el teniente Wittmann hasta la costa rocosa. Ni tan
siquiera eres consciente de cómo conseguís descender hasta la cala en la que espera un submarino,
con su lomo de acero negro sobresaliendo de la superficie. Recogiendo una plataforma plegable, oculta
detrás de una roca, se dispone a prepararla para subir a bordo. La manera en que se desliza el teniente
sobre sus nuevos tentáculos resultaría cómica si la situación no fuera tan horrible. Dejando la escotilla
abierta, desciende nuevamente hasta la roca para enfrentarse a vosotros dos. Temes que ahora venga
uno de esos discursos de opereta con el que los megalómanos torturan a sus víctimas.
No se ve ni rastro de otros soldados en las inmediaciones, pero tal cosa no te resulta extraña. Es de
esperar que Wittmann, en su actual estado, rehúya el contacto con los demás militares. Después de
todo, ha dejado de ser un ario puro e inmaculado para convertirse en la caricatura de un calamar.
—Contemplad el U-X7 —declama con pompa el teniente—. Es el fruto del trabajo ejemplar de la
Kriegsmarine, el orgullo de su generación. Puedo asegurar…
De pronto, un borrón de color negro entra en tu campo de visión, surgiendo de entre unas rocas.
Incapaz de girar tan siquiera los ojos para verlo mejor, no es hasta que el animal se sitúa sobre la
pasarela que logras identificarlo. Casi se te cae una lágrima al reconocer a Ronin, tu fiel compañero
canino, que de algún modo ha logrado sobrevivir a los peligros de la isla. Al parecer ha estado cazando
en los charcos de la cala, pues lleva una cigala magnífica entre las fauces. Wittmann no se ha dado
cuenta de su presencia, enfrascado en su discurso.
—…que en los mil años que durará el Tercer Reich, la gloria divina del pueblo ario…
El corazón te da un vuelco cuando te percatas de que el primer impulso de Ronin es correr hacia ti,
agitando la cola como loco. Sin embargo, un destello de inteligencia brilla en sus ojos y se detiene en
seco, tal vez captando las ondas cerebrales anormales que os tienen prisioneros. Puedes ver con honda
pena que su pelaje muestra cuajarones de sangre y zonas en las que se le ve el tejido muscular
expuesto. Está gravemente herido.
—…y gracias a la llave cósmica, abriremos el portal dimensional, con la oportuna intervención del
cubo de Togolek. Antes, tendremos que llegar hasta él, que descansa ignoto en el interior de una nave
espacial…
Los desvaríos de Wittmann parecen sacados de la pesadilla de un loco, pero tal vez haya algo en
ellos que os sirva de utilidad para frustrar sus planes. Ronin atraviesa la escotilla en silencio y se cuela
en el interior del submarino. Astuto animal…
—…en el acantilado sumergido que desciende hacia el fondo de la fosa Mariana. Para llegar a él, a
seiscientos metros de profundidad, utilizaréis el batiscafo más sofisticado del mundo. Si intentáis algo
ahí abajo, os dejaré caer hacia el fondo de la fosa, a once mil metros de profundidad. La presión
aplastará el batiscafo como si fuera un huevo, con vosotros dentro.
Así que ese es el plan maestro de Wittmann: os utilizará para rescatar un objeto supuestamente
poderoso, en el interior de una improbable nave espacial hundida. Con él, planea abrir un portal
dimensional, para traer a la Tierra a una raza de… ¿Primigenios? Sinceramente, no te crees una sola
palabra de lo que dice, pero no tienes más opción que seguirle la corriente hasta que surja la
oportunidad de liberaros de su influjo.
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JFS28

Calor en las profundidades

Ya en el interior del submarino, sientes un inmenso alivio al no ver ni rastro de Ronin.


Seguramente, anda escondido en algún rincón confortable, disfrutando de un plato de marisco recién
pescado. Tan solo esperas que sus heridas tengan remedio, aunque no tenían muy buena pinta por lo
que has podido ver.
Wittmann sigue parloteando mientras acciona los controles del submarino, utilizando incluso
algunos de sus viscosos tentáculos. Lucy y tú seguís mudos e inmóviles como estatuas, incapaces de
imponer vuestra voluntad a la del mutante. Poco a poco, notas la inmersión como si te encontraras en
un ascensor más grande de lo normal, aunque no por ello menos claustrofóbico. Pasan los minutos y
Wittmann detiene la máquina mientras comprueba las lecturas del sónar.
—Hemos llegado al lugar exacto —anuncia —. Ahora, entraréis al batiscafo. Vais a estar apretados
dentro, pero no creo que os importe, patéticos tortolitos. Yo controlaré el descenso de la cabina y tú
manejarás el láser que abrirá una brecha en el fuselaje de la nave —dice, señalando a Lucy —. Luego,
tú accionarás los mandos de la cámara que conectada va en el extremo de una sonda telescópica. Dicha
sonda está provista de una ventosa de succión que atrapará el Cubo de Togolek en cuanto des con él.
Para evitar la narcosis por nitrógeno, respiraréis una mezcla de oxígeno y helio.
»Sí, os liberaré temporalmente de mi control mental para que podáis llevar esta misión a cabo,
pero no os hagáis ilusiones. Como os he dicho, a la menor tentativa de traición, sellaréis vuestra
sentencia de muerte. Ahora, adentro.
Con alguna dificultad, os metéis en el reducido habitáculo del batiscafo, que obviamente no ha sido
diseñado para el confort. A pesar de ello, algún alemán con un extraño sentido del gusto ha tenido a
bien forrar la superficie del asiento con terciopelo rojo.
Una vez sellada la compuerta, ves a través del ojo de buey cómo Wittmann acciona los controles
que descuelgan el batiscafo directamente en el abismo acuático. Los peces os miran, curiosos, al pasar.
Por primera vez en tu vida, sabes cómo deben de sentirse los delfines de un acuario al ser observados.
Cinco, siete, diez minutos más tarde, las potentes luces del batiscafo iluminan la superficie, totalmente
recubierta de vida marina, de un enorme objeto oblongo.
Sientes con alivio cómo tus miembros vuelven a estar bajo tu control voluntario, y lo mismo parece
sucederle a Lucy.
—Ese parece ser el pecio que quieren que investiguemos —dices —. ¿Te encuentras bien?
—Creo que estoy a punto de vomitar —dice Lucy —. Odio que ese monstruo me haga cosas en la
mente. Es repulsivo.
—No sabemos si puede oírnos o vernos, pero por lo que dijo antes, es muy probable que sí.
—¿Y qué me importa eso? —estalla Lucy—. De todos modos, planea matarnos cuando ya no le
seamos de utilidad.
—Lucy, por favor… Todavía hay esperanza.
—Sí, todavía la hay —contesta, con la determinación escrita en la mirada—. Pero para echar un
buen polvo antes de irnos de esta vida.
Arrancándose la camisa de un vigoroso tirón, sus pechos turgentes quedan expuestos a escasos
centímetros de tu cara. Con movimientos fruto de la urgencia animal, se despoja del resto de su
polvorienta ropa y comienza a arrancarte la tuya también. Jadeante, la ayudas a completar su tarea,
sintiendo tu masculinidad a punto de explotar. Ambos apestáis a sudor y suciedad, un fuerte olor a vida
que satura la atmósfera del reducido batiscafo. Sin mayores preámbulos, os acopláis como dos fuerzas
de la naturaleza que se consumen mutuamente, tú sentado sobre el terciopelo del asiento y ella
cabalgando sobre tu regazo como una valkiria enloquecida. El clímax llega de forma apresurada, con
una explosión extática que aturde tus sentidos. Cuando ambos dejáis de estremeceros, desfallecéis
durante unos segundos antes de volver a recomponer las ropas de la mejor manera posible.
—¡Huau! —suspiras—. Eso ha sido… bueno, ha sido intenso.

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—Sí que lo ha sido —sonríe Lucy—. Tan intenso como inesperado. Supongo que el peligro me ha
puesto cachonda. Pero centrémonos; tenemos un trabajo que hacer.

***

Varios centenares de metros por encima de sus cabezas, el monstruo deforme que una vez fue el
teniente Wittmann gritaba de rabia y amarga frustración, contemplando la escena por el circuito
cerrado de televisión. El precio que había tenido que pagar por el poder que poseía había sido
demasiado alto. Por más que rebuscaba entre sus seis temibles tentáculos, no era capaz de hallar nada
parecido a órganos genitales. Los placeres de la carne le serían negados por siempre, pero no así el
deseo y la lujuria. Otra razón para odiar al cerdo americano.
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JFS29

En busca del Cubo de Togolek

—Será mejor que empecemos de una vez —dices—. Fíjate en estos controles, casi parece una de
esas atracciones de feria en las que hay que atrapar un osito de peluche con unas pinzas.
—Déjame probar… Sí, estos controles son bastante intuitivos. —Con envidiable pericia, la doctora
Allen maneja las palancas del rayo láser externo, que comienza a abrir una puerta en el fuselaje de la
nave hundida. Tras cuatro limpios trazos, el trozo de metal cubierto de crustáceos cae para dejar
expedita la entrada. El agua marina penetra por primera vez en la nave sumergida. Es ahora tu turno
para dirigir la sonda hacia las ignotas profundidades del pecio. La luz que genera es lo bastante intensa
como para iluminar las espesas tinieblas y, tras varias tentativas infructuosas, la sonda se topa con un
hallazgo.
En la pequeña pantalla del aparato, se muestra un mapa borroso del interior de la nave. Ignoras
qué clase de superciencia ha podido proporcionar los avances necesarios al Tercer Reich para
desarrollar un ingenio como este, capaz de registrar y transmitir imágenes en blanco y negro a
distancia. Lo cierto es que veis con claridad el cráneo desproporcionado en forma de pera invertida,
con dos enormes cuencas vacías y una mandíbula diminuta. Los miembros del esqueleto son bastante
largos en comparación con la caja torácica. Un análisis más exhaustivo revela la presencia de cuatro de
esos individuos más, tirados sobre el suelo en diferentes posturas que te da la impresión de una
muerte repentina. Todo parece apuntar a que se trata de una nave espacial siniestrada, reforzando las
afirmaciones de Wittmann.
—Esa alimaña puede estar en lo cierto —dices—. Busquemos la bodega de carga.
—¿Estás seguro de que deberíamos encontrar ese objeto para él? —dice Lucy—. ¿No sería mejor
dejar que se pierda para siempre?
—Si no lo hacemos nosotros, otro lo hará. Tan solo conseguiríamos retrasar lo inevitable.
—Dios te oiga, Ray.
La cámara articulada sigue explorando el puente de mando bajo la luz fijada en la sonda, hasta dar
con una escotilla abierta en el suelo. Hay otra momia atrapada en ella, como si el tripulante hubiera
muerto mientras trataba de pasar a través de ella. Consigues colar la sonda por el hueco que queda y
das a lo que parece ser un compartimento de almacenaje. Allí, sobre un pedestal inundado de agua
salada, reposa un poliedro cúbico de superficie lisa y bruñida. Emite un tenue resplandor que adivinas
debe de ser multicolor, pese a la baja resolución de tu monitor, pues presenta una tonalidad distinta
por cada una de sus caras expuestas. Entonces sabes que acabas de dar con lo que has venido a buscar.
Accionando un botón, una ventosa entra en tu campo de visión y se posa sobre el cubo, fijándose a él.
Comienzas a recoger la sonda de vuelta al batiscafo y en cuestión de un par de minutos ves el cubo
ante el ojo de buey, refulgiendo maravilloso con luz propia.
—¡Qué sensación de poder, Lucy! —te admiras—. No se parece a nada que haya visto antes.
En ese instante, la voz desagradable de Wittmann resuena a través de los altavoces del batiscafo:
—¡Está bien, sveinhunds! Tendréis que ascender a intervalos, dejando pausas intermedias para
hacer la descompresión. No es mi deseo dejaros morir tan pronto. Tenéis que contemplar mi momento
de mayor gloria para contárselo al resto del mundo.
—Corta el rollo, Fritz —dices—. No creería en tu palabra ni harto de whisky.
—Me decepcionas, Raymond Martini —contesta—. Tu capitán me aseguró que eras un hombre
intrépido, pero no mencionó que fueras estúpido. Si valoras en algo tu vida, colaborarás.
—Prefiero morir antes de continuar oyendo tus monsergas —dices—. Haz lo que te venga en gana.
—¡Ray! —dice Lucy—. No lo provoques…
Te preguntas qué daño puede hacerte ese asqueroso calamar, tan lejos de vosotros como está. Tal
vez sea el momento de decirle alto y claro lo que piensas de él.
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Si decides acatar las órdenes del teniente Wittmann como un buen chico, pincha aquí.

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Opción 2: Si prefieres dar rienda suelta a tu ira y ponerlo de todo menos bonito, pincha aquí.

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JFS30

Un inesperado final

Te muerdes la lengua por Lucy, pues sabes que ella compartirá tu mismo destino. Sumido en un
torvo silencio, dejas que se corte la comunicación desde el submarino. La conversación entre Lucy y tú
es escasa y monosilábica, ahora que sabéis que Wittmann puede estar escuchando. Tras varias y
monótonas paradas, alcanzáis el submarino.
La compuerta de entrada del batiscafo se acopla a su compartimento correspondiente del
submarino, momento en el que ésta se abre para facilitar vuestro reingreso a bordo. El monstruoso
teniente Wittmann ya sostiene el cubo en sus manos, habiéndolo tomado directamente de la sonda
por otro acceso.
—¡Contemplad el Cubo de Togolek! —dice, con el brillo del fanatismo en la mirada—. Cada una de
sus prístinas caras abre la puerta a una realidad diferente. Solo un estudioso de los textos prohibidos
puede dominar su manejo, y ese soy yo.
Aprovechas que el mutante ha olvidado ejercer su influjo telepático sobre vosotros para arremeter
contra él, pero inmediatamente corrige su error con un fuerte rayo mental que te detiene en seco.
—Buen intento, doctor Martini —se burla—. Supe lo que ibas a hacer incluso antes que tú. ¿Ignoras
que me he fijado en cómo mirabas furtivamente a las toberas del torpedo TPG? Destierra tus
esperanzas de frustrar mis planes, pues un arma tan magnífica como esa está lejos de tu alcance.
Ahora, vuelve junto a la hembra y observa los prodigios que me dispongo a desatar.
El teniente Wittmann, ayudándose de manos y tentáculos por igual, maneja el submarino mar
adentro y, tras varios minutos a toda velocidad, se detiene para descender a cotas inferiores.
—¡Llegó la hora de desatar el poder encerrado en el Cubo de Togolek! —declama—. ¡Oh, gran
Cthulhu! Tú que esperas en tu tumba desde tiempos inmemoriales… —Entonces comienza a salmodiar
en una lengua muerta que te resulta desconocida:
«Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn».
Un conocedor de la lengua prohibida de los Primigenios habría traducido las ominosas palabras
como:
«En la Ciudad de R´lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando».
Entonces ocurre algo sobrenatural, pues en mitad de la oscuridad insondable del océano,
gigantescos dedos de luz se abren paso a través de las tinieblas, emanando de una esfera que se
debate con vida propia. Por ella comienzan a emerger tentáculos serpenteantes que parecen buscar sin
encontrar nada que asir, más que las toneladas de agua solitaria.
Justo en ese momento, notas el contacto húmedo de lo que al principio te parece un filete crudo de
ternera. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logras doblar el cuello oponiéndote a la fuerza que te
atenaza y descubres que se trata de Ronin, tu fiel compañero canino. Notas cómo tus esfuerzos se ven
recompensados con la lenta reconquista de tu cuerpo, pero todavía estás lejos de ser dueño de tus
actos. A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: ¡Tal vez puedas atacar de algún modo al teniente Wittmann antes de que se salga con la
suya, a pesar de tu hándicap! Si es eso lo que decides, pincha aquí.
Opción 2: Por otra parte, si aguardas un poco más quizás recuperes el control total. Aunque cabe la
posibilidad de que para entonces sea demasiado tarde. En caso de que te decantes por esta opción,
pincha aquí.
¡Atención! Ambas opciones son arriesgadas y el destino de la humanidad depende de tu decisión.
Elige bajo tu propia responsabilidad.

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JFS31

—Baja aquí si tienes huevos, jodido calamar —gruñes—. Tú y los de tu calaña no merecéis
compartir le Tierra con la gente normal.
—¿Qué? —grazna Wittmann—. Debes de estar sufriendo el mal de las profundidades...
—De las profundidades de tu sucio culo, apestoso aperitivo tentacular —espetas—. Los nazis sois
todos una panda de afeminados, comedores de sauerkraufts, y Hitler se excita con las ovejas.
—Te advierto que te arrancaré la piel a tiras...
—¿Tú y cuántos calamares más, cefalópodo roñoso? Jamás vi algo tan repugnante como tú...
Totalmente fuera de sí, el teniente Wittmann tira de una palanca de su panel de mandos y el
batiscafo cae hacia las profundidades abismales, rebotando por el talud continental hacia la falla
insondable.
Te preguntas hasta qué profundidad resistirá la estructura, antes de implosionar como un huevo.
Maldiciéndote por tu estupidez, abrazas fuertemente a Lucy y te preparas para tu...

FIN

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JFS32

Decides esperar un poco más, a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Los ojos fascinados
de Wittmann están fijos sobre la ciclópea aparición, de tal modo que no perciben los pequeños pies
almohadillados que se arrastran desde debajo de una mesa del submarino.
Ronin se aproxima al mutante, arrugando el hocico y preparándose para atacar. Cuando clava los
colmillos en una de los tentáculos del teniente, éste chilla como una langosta en agua hirviendo. En ese
instante, su concentración se rompe repentinamente y os veis libres de su control mental. Antes de
que pueda reaccionar, sacas el cuchillo de tu bota y te lanzas contra el mutante, apuñalando a diestro y
siniestro. En el forcejeo, Ronin es golpeado por los miembros espinosos de Wittmann, pero eso no lo
hace cejar en su presa. Tu perro sangra abundantemente y su visión hace que redobles tus esfuerzos
contra el monstruo.
Lucy, por su parte, lejos de permanecer en la sombra, se afana sobre los controles del submarino,
tratando de distinguir los que manejan el torpedo TPG. El gigantesco ser tentaculado que surge de la
esfera de luz continúa emergiendo hacia esta realidad de forma inexorable.
Tu cuchillo secciona la muñeca de Wittmann que sostiene el cubo, de un fuerte tajo, y éste aúlla de
dolor. La hoja sigue repartiendo pinchazos en el pecho del mutante, que te ataca con sus tentáculos y
mano restante, pero Ronin sigue masticándolo vivo. Finalmente, logras rebanar el cuello del ser,
convirtiendo su grito de agonía en un gorjeo ahogado.
—¡Creo que ya lo tengo, Ray! —dice Lucy—. ¡Ahí va!
Un fogonazo de luz y una sacudida preceden a la explosión del portal, por el que se estaba colando
la gigantesca figura de Chthulhu. La implosión hace que el vórtice se expanda un instante para
inmediatamente volver a plegarse sobre sí mismo y desaparecer como si nunca hubiera existido.
—Ha ido de un pelo —dices—. El teniente Wittmann ya no volverá a amenazar a la humanidad.
Pero Ronin… No creo que salga de esta.
—Déjame ver… —dice Lucy—. Sus heridas son muy graves. Solo le queda una remota oportunidad.
—¿A qué te refieres?
—Esa substancia mutágena. He visto dónde guarda una muestra.
—¿El SECTAL? ¿Estás loca? No quiero que Ronin acabe convertido en un monstruo.
—No sabemos qué efectos puede tener en los animales, Ray. Intentémoslo al menos.
—Está bien —concedes—. No tenemos mucho que perder.
En el recipiente de cristal tan solo quedan unas gotas del líquido anaranjado, que es recogido por la
doctora Allen en una jeringa encontrada en un cajón. Ronin, que yace jadeante en un charco de sangre,
ni siquiera se mueve al notar el pinchazo. Ya no queda ni una muestra del mutágeno para ser analizado
y replicado en un laboratorio, otro motivo para estar satisfechos con el transcurso de los
acontecimientos.
Momentos después, temes lo peor cuando Ronin comienza a sacudirse en el suelo. Como por arte
de magia, sus heridas se cierran y se pone de pie agitando la cola.
—¡Ronin, viejo amigo! ¿Te encuentras bien? —Un ladrido es la entusiasta respuesta del perro.
—No echemos las campanas al vuelo todavía —dice Lucy—. Aún es posible que tenga efectos
secundarios. Y tenemos que pilotar esta lata de anchoas hacia la superficie hasta que vengan a
rescatarnos.
—¿Qué crees que ha podido ser esa…? —empiezas a decir—. Ya sabes, la cosa que surgía del mar.
—Tal vez nunca lo lleguemos a saber, Ray. Y tal vez sea mejor así. Tenemos que deshacernos de ese
maldito cubo. Lo arrojaremos al fondo de las Marianas cuando logremos salir a flote.
Ronin, que estaba frotándose el hocico contra tus rodillas para ser acariciado, levanta la cabeza en
ese instante y te mira a los ojos, antes de decir con voz clara y atiplada:
—Por mí vale, pero luego vámonos a casa.

FIN

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JFS33

Con un esfuerzo hercúleo, despegas un pie del suelo, que sientes como si estuviera pegado con cola
extra—fuerte. Ronin ladra en señal de advertencia, pero lo único que consigue es distraer a Wittmann
de la contemplación del escalofriante prodigio. Con los ojos chispeantes de fanatismo exacerbado, se
vuelve hacia ti:
—¡Vaya! Parece que eres más fuerte de lo que pensaba, después de todo —se burla—. No importa,
en tu estado no eres rival para mí. Nunca lo fuiste, a decir verdad. Eres tan tenaz como idiota.
—No... permitiré... que te salgas... con la tuya —logras articular.
En tu forcejeo, diriges la mirada hacia Lucy y adviertes que una lágrima cae por su mejilla inmóvil.
Parece una muñeca triste, una réplica en cera de la viva imagen de la desesperación.
Wittmann extiende un tentáculo hacia tu boca, sellándola junto a tus fosas nasales. Luchas en balde
por introducir una nueva bocanada de aire en tus pulmones, pero tan solo consigues que tu escasa
reserva de oxígeno se consuma con mayor rapidez. ¿Qué será de Lucy cuando tú hayas muerto? ¿Qué
trágico fin le tendrá reservado el sádico nazi mutante? Tu pecho arde por dentro, consumido por la
frustración y la asfixia, al saber que lo último que verán tus ojos inyectados en sangre será el rostro
deforme del monstruo que una vez fue el teniente Wittmann. Que Dios se apiade del mundo...

FIN

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JL1

Con la cabeza a punto de explotar, sigues la sinuosa línea de palmeras que te aleja de las
monstruosidades que infectan la playa. Ronin corre unos pasos delante de ti, tanteando el terreno y
volviendo la cabeza en tu búsqueda. Contemplas la playa y te estremeces al ver la gran cantidad de
aberraciones oscuras que reptan por doquier. Las barracudas que habías matado en tu desesperada
carrera se han convertido en un suculento festín para sus compañeras. Aquello te ofrece un respiro que
no piensas desaprovechar. Cientos de preguntas se aglomeran en tu mente enfebrecida mientras
estudias con horror el torpe bamboleo de aquellos entes que desafían toda lógica evolutiva. Sin
embargo, alejas estos pensamientos al recordar los gritos de Lucy mientras era arrastrada por los
brutos de la SS.
La adrenalina enciende nuevamente el ardor en tus venas y, sin pensarlo, enfilas hacia la bahía en
la cual se encuentra fondeado el Black Swan. Las peñas que se alzan a tu derecha te sirven de punto de
referencia para orientarte. Al cabo de un rato de deambular a través de la asfixiante espesura, divisas el
puerto natural de aguas cristalinas donde se hallan el bote de investigación. Maldices al constatar que
una lancha rápida se aleja de la nave, y en ella reconoces la estampa del capitán Solloway. Tres
soldados nazis con uniforme tropical escoltan al patrón del Black Swan mientras la lancha se aleja de la
bahía en dirección al extremo opuesto de la isla.
De nuevo tu mente se ve abrumada por cientos de preguntas que no podrás responder. ¿Quiénes
son esos tipos y qué demonios buscan en una isla en medio del Pacifico? La guerra ha terminado hace
pocos meses y aquello no tiene ningún sentido. Pero eres un hombre de acción y desechas todas las
dudas que te carcomen por dentro.
Miras al fiel pastor belga y te encaminas en dirección a la playa en busca de respuestas.
Tras rodear un florecimiento rocoso adviertes la presencia de dos centinelas que prestan guardia
enfrente de la bahía. El eco de sus voces te recuerda días más sombríos cuando formabas parte de los
Marines. De manera instintiva, tanteas los bolsillos y aferras la navaja multiuso sin apartar la vista de
los dos sujetos que maldicen y se quejan del bochorno que reina en la costa. Sería imposible acercase
sin ser visto, y menos portando aquel machete ligero entre los dedos. Seguramente los nazis te
convertirían en un colador antes de haber avanzado diez pasos. Mientras te devanas los sesos tratando
de dilucidar algún plan viable, es Ronin quien toma la iniciativa. El can corre a través de la arena
impoluta ladrándoles a los sorprendidos germanos que le contemplan atónitos. En ese momento, el
perro se acerca a uno de ellos y le arrebata la cantimplora que descansa sobre las rocas. El alemán
maldice mientras su compañero ríe a carcajadas disfrutando de la escena.
Ronin corre hacia la espesura, seguido de cerca por el germano que no para de insultarle. El perro
rodea el florecimiento rocoso y deja caer la cantimplora a tus pies.
La primera reacción del soldado es de sorpresa total al toparse contigo. Ese segundo de indecisión
sella su destino para siempre. Tu entrenamiento letal entra en acción de manera instintiva y, navaja
mediante, le cercenas de un tajo su yugular, desplomándose a tus pies en medio de un espantoso
estertor. Te apropias de la MP 44 y de la cinta repleta de cargadores y le guiñas el ojo a Ronin.
—Buen muchacho —le dices, mientras sales al exterior para enfrentarte al soldado restante.
El nazi da un respingo al verte corriendo sobre la playa. Maldice por lo bajo y se descuelga el fusil
de asalto del hombro, pero antes de que pueda apuntarte le has dado de lleno en el pecho con una
ráfaga.
Te acercas y contemplas la expresión de sorpresa en el semblante ceniciento del moribundo. El nazi
balbucea unas incoherencias angustiosas antes de que la vida se apague en sus pupilas.
Respiras hondo y eres consciente del cansancio que pesa sobre tus hombros. Miras el Black Swan
meciéndose de manera inocente sobre las olas y comprendes que esta aventura no ha hecho más que
empezar.
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85
JL2

Estudias con recelo las aguas de la bahía, consciente de que el peligro campa a sus anchas en aquel
condenado lugar. A los lejos, adviertes el movimiento en la playa y entre la broza que rodea la costa.
Son más de esas horrendas abominaciones que siguen el rastro sangriento dejado por los alemanes
muertos.
Vuelves la vista hacia el Black Swan y sabes que tienes una sola oportunidad antes de que las
barracudas mutantes den contigo. Sin embargo, piensas con rapidez y arrastras los cuerpos sin vida
hacia las prístinas aguas del pacifico, imaginando que cualquier bicho que ronde los alrededores se verá
atraído por los cadáveres, ofreciéndote una oportunidad de escapar.
Envuelves el fusil y los cargadores en una bolsa de lona abandonada sobre las rocas por los nazis, y
echas los cuerpos al océano, atados con una soga. Te aferras a la carne aún tibia e impulsas los pies de
manera frenética en dirección al bote que se mece entre las aguas brillantes. Algo roza tus tobillos
provocándote un escalofrío, algo frío y filoso. Te esfuerzas aún más, aprovechando la fuerza natural del
oleaje que te impulsa hacia el mar abierto. Sientes que algo roza tu abdomen para luego tirar de
manera violenta de uno de los cadáveres. Un nuevo tirón y permites que las bestias mutantes prosigan
con su festín mientras te alejas con cuidado en dirección al Black Swan, rezando por no llamar la
atención de aquellas monstruosas criaturas.
Después de unos momentos de interminable tensión te encuentras en la popa del bote. Te
sumerges de nuevo al escuchar el eco de pasos y el rumor de una conversación. El sonido se aleja y
aprovechas para poner pie en el interior de la nave. Te deslizas hacia las entrañas del Black Swan a
través de una escotilla lateral para evitar ser detectado. Desde allí son apenas unos pasos hacia el
laboratorio de Lucy Allen. Una vez en el interior, descubres que los nazis han destrozado el lugar y
adviertes señales de una enconada lucha. En ese preciso instante escuchas un grito y unas carcajadas
que parecen provenir del puente de mando. Impulsado por la adrenalina que ruge en tus venas,
preparas la M44 y te abres paso hasta aquel lugar.
Un fornido alemán se divierte golpeando a un hombre indefenso atado a una silla. Balbucea en su
brusco idioma, mientras se limpia el sudor que le perla la cabeza afeitada. Te das cuenta que su víctima
le ofrece un gesto burlón y escupe desafiante a sus pies. Se trata del contramaestre Michael Abott, un
hombre entrado en años pero duro como una roca. La sangre le cubre el rostro y tiene un ojo
amoratado, pero su legendaria terquedad saca de casillas al germano que se dispone a golpearle
nuevamente. No obstante el crujido del fusil al montarse le deja paralizado mientras vuelve la cabeza
con lentitud. Sus ojillos grises refulgen con una mezcla de estupefacción y odio antes de que lo envíes
al mundo de Morfeo con un buen culatazo en la testa pelada.
—Raymond, muchacho, tenemos mucho que hacer —te dice con alegría Abott mientras se revuelve
sin éxito tratando de librarse de sus ataduras.
Te acercas y cortas con la navaja multiusos las tiras que retienen al contramaestre. Este se pone en
pie, estudia al alemán por unos instantes antes de propinarle una buena patada que sin duda le
fracturó un par de costillas.
—Primero tendremos que interrogar a este bastardo para averiguar qué demonios está sucediendo
en esta condenada isla —le dices a veterano marino.
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86
JL3

Después de terminar con el nazi, averiguas que un tal doctor Gerber se encuentra experimentando
con un extraño suero en un lugar remoto de aquella condenada isla. Abott te contempla horrorizado,
consciente de la traición del capitán Solloway.
—¿Ahora que haremos?—te pregunta el contramaestre con preocupación.
Te devanas los sesos pensando en Lucy, los nazis y las mutaciones horrendas que pululan en cada
rincón de la isla.
Miras al alemán y te acaricias los nudillos enrojecidos. El pobre diablo balbucea las últimas palabras
antes de sumirse en una inconsciencia debido a la fuerte paliza que le has propinado.
Revisas la MP44 y toda la munición que puedes cargar. La urgencia ahora es salvar a la tripulación,
pero primero tienes que hacer una jugada maestra poniendo en jaque al enemigo.
—Llevaremos el Black Swan al otro lado de la isla y nos apropiaremos del submarino —le dices a tu
compañero.
Abott asiente, no muy convencido.
—No sabemos cuántos hombres tienen en su interior.
—Seguramente los alemanes han dejado una tripulación reducida —afirmas con algo de duda, pero
no te queda otra jugada por hacer—. Sin duda están enfrascados en sus espeluznantes experimentos.
—Pero debemos ir a la isla y hacer lo posible por rescatar a nuestros compañeros— protesta el
contramaestre con ansiedad.
—Si nos apropiamos del submarino obligamos al tal Wittmann a negociar—le explicas con
firmeza—, si no libera a la tripulación del Black Swan, echaremos a pique su adorado sumergible.
Abott se pasa la mano por la cabeza sudorosa sin ocultar el miedo que le corroe las entrañas.
Maldice por lo bajo, consciente de que está demasiado viejo para semejante empresa.
—Está bien —acepta finalmente, tomando el control de la nave y enfilando hacia el peligro que les
espera al otro lado de atolón.
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87
JL4

Después de librar una pequeña ensenada el Black Swan se topa con una amplia bahía en la cual
resplandece el morro metálico de una embarcación. El corazón late desbocado en tus sienes al ver
cómo aquella mole va creciendo y tomando forma a medida que el bote se abre camino entre las olas.
Miras a Abott y adviertes que sus manos tiemblan mientras aferra con nerviosismo el timón de la
embarcación. Se te hace un nudo en la garganta al descubrir la MG34 que brilla de manera amenazante
en lo alto del puente.
—Despacio —le susurras sin apartar la vista de los dos hombres que holgazanean en la estructura
del submarino. Por su actitud relajada concluyes que no se sienten amenazados. Contemplan el bote
con curiosidad y agitan las manos en señal de saludo. Alrededor del Black Swan se mueven las formas
monstruosas de las barracudas mutantes, en medio de una danza inquietante.
Abott acerca la nave con cuidado a la escalerilla y sales al exterior con una amplia sonrisa.
—¡Guten Abend, Kameraden! —saludas, gracias a tus conocimientos de alemán.
El marinero sonríe con dientes amarillentos y estira la mano para ayudarte a subir al submarino.
—¡Guten Abend! —suelta el germano, pero enarca las cejas al notar que algo no cuadra en tu
indumentaria reglamentaria. Aprovechas su vacilación y lo arrojas al agua, donde no tendrá salvación.
El otro marinero intenta alcanzar la escalinata que conduce hasta la MG34, pero el cuchillo que
Abott le acierta en la base de la espalda se lo impide. Cae al agua para compartir el funesto sino de su
compañero.
Miras al contramaestre y le indicas que te siga hasta lo alto del puente. Al llegar allí, notas que la
escotilla se encuentra cerrada a cal y canto. Extraes una granada del petate y golpeas la escotilla con
vigor. Escuchas el crujido de ésta al abrirse y no pierdes tiempo arrojando la granada al interior. Se
oyen unos gritos angustiosos en alemán antes de que la detonación eleve una columna de humo a
través del estrecho acceso.
¿Qué haces ahora? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Tras disiparse el humo desciendes por la escalerilla, con rapidez. Pincha aquí.
Opción 2: Antes de nada, consultas con Abbot qué hacer. Pincha aquí.

88
JL5

Miras a Abott con determinación y desciendes a través de la apretada escalerilla, hacia el interior
del submarino. Saltas sobre el cuerpo destrozado y las tripas desperdigadas del marinero y apuntas en
dirección a una de las tres compuertas que se abren ante ti. Entonces te giras y abates al alemán que
asoma por la primera compuerta a tu derecha, pero no puedes evitar la ráfaga de MP40 que te
destroza la espalda y te envía al mundo de los muertos.

FIN

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89
JL6

Miras a Abott vacilante, reclamando en silencio la voz de la experiencia que, en casos como éste,
siempre conviene tener en cuenta; pero el contramaestre, sin necesidad de mediar palabra, posa su
mano en tu hombro y exclama con decisión:
—¡Déjame ir primero!
Abott se desliza con dificultad a través de la escalerilla armado con una pistola y evita el cuerpo
destrozado con una mueca de asco. De súbito, un alemán asoma a través de una compuerta, pero cae
fulminado con tres certeros disparos en el pecho, sin mayor problema.
—¡Cuidado! —gritas al ver que otro marinero surge de otra compuerta a espaldas de Abott. Parado
sobre la escalerilla, abres fuego y terminas con él, pero no antes de que Abott sea alcanzado en su
hombro derecho. Acudes en ayuda del herido y te das cuenta que a pesar de la intensa hemorragia la
bala ha salido limpiamente. Rasgas la camisa de uno de los cadáveres e improvisas una venda que
inmovilice el brazo de tu compañero.
Ahora escuchas gritos a tu alrededor y te das cuenta de lo apremiante de la situación, pero el
clamor viene del otro lado de la nave, al igual que las andanadas de disparos que hacen eco en la
estructura metálica del submarino.
Le pides a Abott que permanezca oculto y emprendes tu camino a través del puente de mando, con
los sentidos aguzados. El puente está abandonado, las luces que titilan en los tableros y las consolas
son testigos mudos de reciente actividad. Una taza humeante sobre la mesa de mapas dispara todos
tus sentidos a igual que el hedor turgente de la sangre que flota alrededor y se filtra por cada rincón de
aquella tumba de acero.
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90
JL7

Te abres paso a través de los claustrofóbicos pasillos del sumergible, exaltado por el hedor y los
gritos que hacen eco por doquier. Ingresas al comedor y descubres los cuerpos destrozados de media
docena de marineros. Entonces escuchas un gruñido estremecedor que parecer surgir de la popa.
Haciendo tripas corazón, prosigues en aquella dirección dispuesto a todo. Desciendes por una
escalerilla y encuentras un corredor mal iluminado y descubres otro cadáver en medio del pasillo. Sin
embargo no se trata de un marinero, sino de un sujeto calvo con una bata blanca. Te acercas con sigilo
y le das media vuelta al cuerpo, sorprendiéndote al advertir un destello de vida en aquel rostro
sanguinolento. El herido aferra tu mano con fuerza y musita con desesperación algo ininteligible antes
de expirar.
Alarmado, te levantas y apuntas la MP 44 hacia el lóbrego corredor. De repente una sombra
enorme cubre la poca luz que consigue iluminar el pasaje y el corazón te da un vuelco al vislumbrar
aquella silueta antinatural que se arroja en carrera hacia ti. Retrocedes, consciente de que la única
posibilidad que tienes de sobrevivir es enfrentar a aquella criatura espantosa.
Puedes ver el fulgor de sus ojos ambarinos y el odio animal que despiden sus monstruosas
facciones. Abres fuego y el corredor se ilumina con el fulgor de las descargas. Aquella cosa se remueve
y grita, pero sigue avanzando con determinación asesina como si se tratara de un león herido. Entonces
apuntas a la cabeza y el cerebro estalla en mil pedazos, manchando las paredes y tu propia humanidad.
La cosa se deshace a tus pies, rezumando un icor pestilente de color amarillento.
Escuchas unos pasos a tu espalda y te giras con desesperación. Abott te observa con el rostro
ceniciento, limpiándose el sudor del rostro.
—Por lo más sagrado —musita impresionado, acercándose a la criatura destrozada. Agita la cabeza
sin dar crédito a lo que ven sus ojos—. Reconocería ese tatuaje en cualquier parte —afirma, señalando
el pecho desnudo de aquella abominación.
Le das un vistazo a la criatura y por primera vez adviertes ciertas características humanas que te
cortan la respiración. Te levantas conmocionado, consciente de que aquella herejía fue alguna vez un
ser humano.
—¡Por Dios, se trata de O´Grady! —gime Abott, señalando el tatuaje cubierto de icor y tripas—. Esa
sirena es única e irrepetible.
—No sé qué demonios está sucediendo aquí —dices con firmeza, contemplando a la cosa que
alguna vez fue el marinero O´Grady—, pero no descansaré hasta averiguarlo.
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91
JL8

La imagen de Lucy da vueltas en tu cabeza y temes que haya compartido la misma suerte del pobre
O’ Grady. Abott te palmea el hombro indicándote que el corredor se convierte en dos pasillos aún más
estrechos. Eliges el de la izquierda y prosigues con los sentidos alborotados, dispuesto a enfrentarte a
cualquier cosa, con el contramaestre cubriéndote las espaldas.
El corredor culmina en una puerta metálica que pende de un gozne desecho. Un hedor espantoso
enturbia el ambiente, provocándote náuseas. No obstante, respiras hondo y te introduces en el recinto
con el fusil de asalto por delante. El interior parece haber sido barrido por un vendaval. Las mesas y las
sillas se encuentran desperdigadas en derredor y una gran cantidad de cristales reventados dan fe de la
violenta lid llevada a cabo en aquel lugar. Abott se introduce en una habitación adyacente y suelta una
maldición. Sigues sus pasos y descubres que se trata de algún tipo de reclusorio. Cuatro celdas, una
enfrente de la otra, definen aquel claustrofóbico espacio. Una de ellas se encuentra abierta de par de
par y dos cuerpos destrozados descansan en su interior. Uno de los cadáveres viste casaca de las SS
debajo de una bata blanca. El otro es uno de los marineros del Black Swan que reconoces de inmediato.
Ambos parecen haber sido destrozados por unas garras impresionantes. Sin duda fueron ultimados por
la cosa que alguna vez fue O ‘Grady.
—Ven aquí —te dice Abott con voz quebrada. Te asomas a la celda siguiente y descubres algo
monstruoso que alguna vez fue un ser humano. La cosa tiene torso de batracio y sus extremidades
inferiores no son más que tentáculos cerúleos que no cesan de moverse y golpear los muros de metal.
Aguantas una arcada al ver aquel rostro atormentado que aún no ha perdido sus rasgos humanos. De
pronto, aquellos labios que exudan un líquido asqueroso consiguen conformar una palabra que te deja
helado.
—¡Mátenme! —logra balbucear en medio de un chillido inhumano, golpeando la puerta de la celda
con sus tentáculos.
Miras el rostro de alabastro de Abott, deformado por el terror, y decides librar al pobre diablo de
aquel infierno. De ninguna manera piensas poner pie dentro de la celda. Extraes una granada del
petate y la arrojas entre los barrotes, empujando al contramaestre fuera del recinto. La explosión hace
retumbar dolorosamente tus oídos y te preguntas que más horrores te esperan en aquel lugar de
pesadilla. La urgencia de detener a Wittmann, a sus científicos dementes, se hace aún más acuciante.
El paso siguiente es tomar el control del submarino o en el peor de los casos, echarlo a pique y así
evitar que los nazis puedan escapar con su legión de abominaciones.
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92
JL9

Esta vez retornas al corredor principal y te desvías por el pasillo de la derecha. Aquí descubres que
la tripulación ha abandonado el sumergible, pero no puedes confiarte de ello, hay mucho en juego y
debes andar con cautela; el bienestar de Lucy y el futuro de la humanidad dependen de ello.
Junto con Abott, cruzas a través de la sala de mando, la estación de sonar y radio, donde descubres
cuatro cadáveres ensangrentados, y finalmente alcanzas la sala de máquinas. Allí encuentras un
pequeño sumergible que pende de unas gruesas cadenas. Miras al contramaestre y éste se alza de
hombros, igual de sorprendido con aquel curioso hallazgo. Debajo del submarino se aprecia una amplia
escotilla que seguramente no se encontraba en los planos originales de la nave. Aquella extraña
adaptación está sin duda relacionada con los siniestros planes de Wittmann. Decides que después te
encargarás de resolver aquel misterio.
Ahora prosigues hacia la sala de torpedos, consciente de que allí podrás encontrar la manera de
frustrar los planes de los nazis. Los corredores se estrechan y las luces parpadean en medio de un
zumbido sordo. Más adelante el pasillo culmina en una esclusa por lo que apenas puede cruzar un
hombre de medio lado. Al fondo todo es oscuridad.
Tienes que tomar una decisión. Miras al contramaestre y te preguntas que encontrarás en aquel
pasillo sumido en tinieblas. Algo en tu interior se agita con nerviosismo al intentar penetrar aquella
sólida penumbra. Entonces le arrebatas a Abott la linterna que porta consigo, pero tu impulso se
detiene al tiempo que tus ideas se confunden, pensándotelo dos veces antes de actuar.
Opción 1: Alejas tus miedos, y penetras tú solo en la oscuridad. Pincha aquí.
Opción 2: Te lo piensas mejor, y envías a Abott, para que investigue. Pincha aquí.

93
JL10

Una sensación helada te lame la nuca cuando ingresas al oscuro pasillo. La linterna apenas puede
romper el sólido muro de tinieblas que te rodea. Las paredes metálicas están frías como una tumba
húmeda y el corazón late desbocado en tus sienes mientras tus ojos escrutan sin éxito aquel fétido
pasaje.
Tus pies se hunden en un limo pegajoso y no te atreves a bajar la vista y ver de qué se trata.
Entonces, algo gélido y repugnante repta a través de la red de tuberías ancladas en el techo y lo único
que alcanzar a percibir es un apéndice verduzco y escamado que se envuelve alrededor de tu garganta,
cortándote la respiración. Intentas reaccionar, pero la punta afilada de aquella monstruosidad se
sumerge en tu boca y asciende hasta el cerebro destrozando todo a su paso y ocasionándote una
muerte espantosa.
FIN
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94
JL11

Miras al contramaestre y te preguntas que encontrarás en aquel pasillo sumido en tinieblas. Abott
advierte tu miedo, ofreciéndote con un gesto amable a que le devuelvas su linterna, mientras te dice:
—Tú sabes manejar esa arma mejor que yo —señala la MP 44 con el mentón—. Me sentiría más
aliviado contigo cubriéndome las espaldas. Yo iré delante.
Te alzas de hombros y el contramaestre extrae una bengala de sus bolsillos. Te sonríe con
nerviosismo mientras le entregas la Luger y le deseas buena suerte. El marinero avanza con recelo y,
antes de adentrarse en las tinieblas, se da media vuelta y te dedica una sonrisa amarga.
Caminas hasta la esclusa y lo ves alejándose en la penumbra. Sus zapatos se hunden en un limo
asqueroso que te hace estremecer. De pronto, el fulgor de la bengala ilumina el extenso y apretado
pasillo y te percatas de que algo atroz cuelga de las tuberías superiores. Una cosa verduzca y escamosa
que repta en dirección al indefenso Abott.
—¡Abott, cuidado! —gritas a todo pulmón con desesperación.
En ese instante, el contramaestre se tira contra la pared y evita la punta afilada de la bestia. Dispara
la pistola, pero ésta apenas le hace daño a la gruesa extremidad. La cosa gira con la presteza de una
cobra y se envuelve alrededor del torso del indefenso marinero. Abott grita con todas sus fuerzas
mientras el apéndice le asfixia sin compasión.
Saltas sobre aquella herejía y vacías uno de los cargadores sobre su parte más gruesa. La carne
nauseabunda se hace trizas y la extremidad recula con una agilidad envidiable. No te detienes para ver
si Abott sigue con vida, continuas corriendo, sabes que la bengala durará poco y necesitas terminar con
la bestia antes de que las tinieblas se conviertan en su mejor aliado. No estás preparado para lo que
atestiguan tus ojos. Enfrente de ti, a unos veinte pasos, una cosa bulbosa y fosforescente semejante a
una planta, abre sus dientes afilados y deja escapar un zumbido atroz que te perfora los tímpanos.
Otros tres apéndices se agitan en el aire, dispuestos a terminar contigo, pero tus años de
entrenamiento militar actúan de manera automática y arrojas un par de granadas sobre aquella
aberración bulbosa y maloliente. Las granadas caen en el interior de aquella boca dentada y hacen
explosión, lanzando trozos de aquella porquería luminiscente por todos los rincones del corredor.
Ahora te devuelves a revisar a tu compañero y descubres que Abott se encuentra recostado en la
pared, jadeando con dificultad.
—¿Puedes seguir? —le preguntas con preocupación al constatar su lamentable estado.
—No me queda otra —responde Abott apretando los dientes.
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95
JL12

Ayudas a tu amigo y compañero Abott a llegar hasta el siguiente acceso, cruzando los restos
nauseabundos de aquella planta carnívora. Estudias la aberración y te preguntas qué más horrores te
esperan en el interior del submarino.
Abres con dificultad la compuerta y descubres que se trata de una especie de laboratorio. La luz
parpadeante que ilumina la estancia devela unas jaulas vacías y varias cajas marcadas con la palabra
SECTAL. Recuerdas al alemán que habías interrogado en el Black Swan y se te pone la carne de gallina
al comprobar que sus desvaríos acerca de los experimentos de Gerber eran verdaderos.
—Mira esto —dice Abott, entregándote una libreta negra con las insignias de las SS. La recibes con
reticencia al notar que una película pegajosa y desagradable cubre la tapa. La abres y con curiosidad
observas algunas anotaciones ilegibles, pero lo que en verdad te llama la atención son los dibujos en
lápiz de un curioso cubo con sus seis caras talladas. Debajo del esbozo lees la palabra Togolek. Por
alguna razón desconocida aquella imagen despierta un temor vago en el fondo de tus entrañas. Te
echas la libreta al bolsillo de la chaqueta y prosigues hacia la compuerta que se aprecia al fondo de la
estancia.
—Debemos descifrar el enigma que encierra ese asunto —le dices al contramaestre que asiente y
te sigue los pasos con dificultad.
Después de librar otros dos pasillos plagado de cadáveres, por fin alcanzas la sala de torpedos. Te
detienes en la esclusa y estudias los alrededores, consciente de que cualquier horror puede surgir del
otro lado de aquella puerta de metal. Empujas la esclusa y esta se abre con un crujido que te paraliza el
corazón. Sin embargo un silencio sepulcral reina en el interior de la estrecha sala. El hedor de la sangre
flota como un recordatorio de la pesadilla que repta en aquella nave maldita.
Varios torpedos TPG de última generación descansan en sus tubos a ambos lados del pasillo. Estas
armas potenciadas con Tritonio 205 podrían destruir una ciudad completa sin problema, pero esto es
algo que ignoras mientras pones toda tu atención en el tablero iluminado en el fondo de la sala.
Abott se deja caer sobre la silla y empieza a leer los símbolos y botones. El contramaestre se rasca
la cabeza y soporta un latigazo de dolor en su atormentada humanidad.
—Creo saber de qué se trata todo esto —murmura sin apartar la vista de las indicaciones en
alemán—. Al parecer es un sistema de disparo teledirigido.
Te alzas de hombros, volviendo la mirada hacia la puerta que has dejado atrás, temiendo que
alguna monstruosidad haga su aparición. Los pensamientos acerca de Lucy te nublan la razón, pero te
obligas a prestar atención a Abott, sospechando que se trata de algo importante.
—¿A qué te refieres con eso? —le interrogas mirando la pantalla con renovado interés.
Abott parpadea y suspira preocupado, soportando el dolor que le carcome el hombro.
—Es muy similar al que usaban para lanzar las V2 antes de finalizar la guerra —confiesa con aire
meditabundo—, pero este sistema es más compacto y más avanzado —una urgencia ansiosa brilla en
sus pupilas—. Si los nazis pueden usar esto en contra de nuestras naves estamos perdidos, Raymond.
Ahora comprendes la gravedad de asunto, en el que sospechas que el cubo de Togolek juega un
papel aún más macabro.
—Lo mejor sería hundir este artefacto infernal con toda esta tecnología —asegura Abott
mesándose la barbilla—, es lo mejor que puede pasarle al mundo.
Asientes con cautela, pero sabes muy bien que algo más grande se cuece en aquella condenada
isla. Mutantes y armas de última generación, un coctel explosivo.
Dejas a Abott familiarizándose con el sistema de disparo y sales a buscar la manera de evitar que
los nazis lleven a cabo su macabro plan.
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96
JL13

Después de dejar atrás la sala de torpedos, te desvías a través de los cubículos para la tripulación y
las cocinas, para desembocar luego en las bodegas de popa. Allí encuentras el cuerpo destrozado de
otra abominación con cuerpo de reptil, desperdigado en medio de un charco amarillento y pedazos de
vísceras. Evitas aquella herejía y descubres el cuerpo sin vida del SS que le dio muerte. Una expresión
de profundo horror y sufrimiento se aprecia en su rostro ceniciento. Al parecer la criatura consiguió
traspasarlo con sus garras antes de caer.
Te desentiendes de la escena y continúas caminando hacia el fondo de la bodega, maldiciendo por
el eco de tus propios pasos. Entonces, un movimiento a tu derecha te impulsa hacia adelante con
agilidad y te encuentras con un hombre de mediana edad que te observa con espanto, levantando las
manos.
—¡No me mates, por favor! —balbucea como un niño aterrado.
Adviertes que no se trata de un marinero ni de un soldado. No es más que un hombre enjuto y
medio calvo con una bata ensangrentada.
—¿Estás herido? —le preguntas con recelo, sin dejar de apuntarle con el fusil de asalto.
El sujeto parpadea y por primera vez aparece un destello de inteligencia en su mirada. Se pasa la
mano por el torso y te observa estupefacto.
—No, estoy bien —contesta.
—¿Quién demonios eres y qué carajo está pasando en este condenado barco? —le preguntas con
irritación.
El hombre abre los ojos y toma una bocanada de aire.
—Soy Karl Bremen—asegura con temor—, vine hasta aquí con el profesor Gerber, para llevar a
cabo unos experimentos…
Aprietas la boca del arma contra el pecho del germano y le fulminas con la mirada.
—¡Experimentos con seres humanos, nazi de porquería! —empujas el cañón con fuerza sobre su
esternón provocándole una arcada.
—¡No teníamos alternativa! —Se defiende el científico con el rostro demudado por el terror—. El
demente de Wittmann nos obligó a seguirlo hasta aquí —asegura—, nos amenazó con usar el SECTAL
con nosotros si no seguíamos sus órdenes.
Agarras al alemán del brazo y lo arrastras en dirección a la sala de torpedos.
—Vendrá conmigo, Bremen, tiene mucho que explicar.
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97
JL14

Las respuestas que ofrece Bremen consiguen disipar tus dudas pero te sumergen en una espiral de
aterradora locura. ¿Sería posible todo aquello?
Alienígenas, armas de destrucción masiva y mutantes con la sangre de antiguos dioses desterrados.
La única conclusión lógica que puedes sacar de todo aquello es que esos nazis hijos de perra estaban
locos de atar. Sabes que el sujeto que los comanda es un tal teniente Wittmann, un individuo
despiadado que no dudaría en sumir al mundo en un holocausto peor que el que acaba de culminar.
No obstante, tienes la clave para trastocar los planes retorcidos de aquellos fanáticos. Para alcanzar
su cometido deben conseguir un artefacto al que llaman «El Cubo de Togolek», la pieza maestra para
despertar a los dioses primigenios de los que te informa Bremen. Sin el submarino, Wittmann y sus
esbirros no podrán recuperar la pieza que, según parece, se encuentra en una nave alienígena, en una
fosa oceánica próxima, por lo que sus planes se irían al traste. De ser necesario estás dispuesto a echar
el sumergible a pique, pero esperas dejar esta opción como un último recurso.
Ahora lo más importante es intentar salvar a Lucy y a los marineros del Black Swan que continúen
con vida. Todos ellos, según Bremen, se encuentran en un laboratorio improvisado en el sótano de un
bunker japonés localizado en el centro de la isla. Sin embargo, después de haber visto los horrores
mutantes que infectaban la playa no quieres ni imaginarte que otras espantosas sorpresas se
encuentran en el interior de aquella jungla. Sería prácticamente imposible enfrentarte a ello cargando
con un Abott malherido.
Concluyes que lo mejor es atraer a las abejas a la miel y obligas a Bremen a enviar un mensaje
cifrado al bunker, anunciándole a Wittmann que estás al tanto de sus maquiavélicos planes y que estás
dispuesto a destruir el submarino con todos sus valiosos juguetes, si no libera a los tripulantes de Black
Swan.
Te vuelves hacia Abott después de haber enviado el mensaje y aquel hombre sudoroso y pálido se
ofrece a cubrir el corredor con una de las MG34. Sonríes con amargura, consciente de que tal vez aquel
sea el último día de tu existencia.
Arrastras al aterrado científico nazi y lo encierras en una de las jaulas que utilizaban para contener
a los miserables utilizados en sus ruines experimentos.
Sacas un cigarrillo de la chaqueta y esbozas en tu cerebro el plan de acción, consciente de que
ahora Wittmann se verá obligado a realizar la siguiente jugada.
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98
JL15

No puedes esperar a que los nazis cumplan con su palabra, y por lo tanto despliegas explosivos a lo
largo del corredor, sobre todo granadas para entorpecer el paso de los germanos y obligarlos a
negociar. No obstante, estás preparado para afrontar lo peor, y con la ayuda de Abott, has conseguido
minar la sala de torpedos. Si la cosa se pone fea estas dispuesto a hacer detonar incluso los torpedos
gamma, y enviar todo al infierno. Después de desmontar una de la MG34 de puente, la dispones de
manera estratégica al fondo del pasillo principal. De esta forma creas una zona de matanza estrecha y
efectiva, por la cual los nazis se verán obligados a cruzar si pretenden desplegarse a través del
submarino.
Enciendes otro cigarrillo y le ofreces uno al contramaestre. El hedor de la sangre y la porquería
hacen casi irrespirable el aire estancado del submarino.
—¿Crees que podamos detenerlos? —te pregunta Abott, dándole una calada al pitillo.
La verdad ya no estás seguro de nada, si tienes que morir en aquel infierno lo harás con gusto, si
con ello arrastras contigo a Wittmann y su corte de lunáticos.
—Por lo pronto me conformó con hacerles la vida imposible y obligarlos a parlamentar—replicas
con ira contenida—. Mi única meta es liberar a los prisioneros y salir de este manicomio.
Abott sonríe y comprendes que las cosas no son tan sencillas como parecen. Dejar que los
alemanes permanezcan con vida no es una opción viable.
Entonces escuchas movimiento en la superficie y sabes que el momento de la verdad ha llegado.
Dos granadas estallan en el puente y la tensión te acelera el corazón. Escuchas gritos y órdenes en
medio de pasos apresurados. Palmeas el hombro de Abott y te dispones a rodear el corredor principal.
Allí están a tiro de pájaro, tres sujetos enfundados en uniformes tropicales de las SS, armados con
MP40 abriéndose paso a través de pasillo. Uno rompe el cordel y las primeras granadas los convierten
en una masa de carne destrozada. El humo y los gritos inundan el corredor y al fondo escuchas ya el
lamento grave de la MG 34 de Abott diezmando el pelotón que intenta cruzar el pasillo principal. El eco
de los disparos en las paredes metálicas convierte el submarino en un pandemonio enloquecedor. Con
los tímpanos a punto de estallar, avanzas en medio del humo, las vísceras y la carne mutilada. En el
puente y barres a otros tres germanos que apenas alcanzan a reaccionar al verte llegar como una
aparición en medio del caos. Lanzas un par granadas más hacia el pasillo principal, atrapando a los
desdichados que buscan escapar de las letales ráfagas de la MG34.
El eco de los disparos desaparece y te ves envuelto en una bruma irreal y confusa. Tus pies se
hunden en los charcos de sangre estancada y apenas consigues abrirte paso a través de los cuerpos
deshechos que invaden el corredor. El humo y el tufo de la muerte te hacen jadear y levantas el fusil
mientras caminas hacia Abott.
—¡Ha terminado! —grita Abott, levantando sus ojos enloquecidos sin soltar el gatillo de la
ametralladora.
Te dejas caer a su lado y sonríes con la adrenalina rugiendo en tu interior.
—Esto apenas empieza —le aseguras con frialdad.
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99
JL16

No sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última que vez que viste la luz de sol. Trepas por la
escalerilla y abres la compuerta exterior, permitiendo que una oleada de aire fresco te inunde los
pulmones congestionados. El bote en el cual arribaron los SS aún se encuentra amarrado a estribor. Al
menos una docena de ellos yacen abatidos en el pasillo principal. Nada mal para un primer encuentro,
pero sabes que la suerte no dura para siempre.
Oteas las aguas cristalinas y la línea costera que se aprecia más adelante. La belleza de aquel lugar
te hace olvidar por unos instantes el horror que oculta en su interior. De pronto, escuchas el rumor de
unos motores y vuelves tu atención hacia las lanchas que resplandecen en la distancia. Con los
prismáticos descubres que se trata de más escoria germana, pero entre ellos reconoces la figura
esbelta y el cabello oscuro de la doctora Lucy Allen y al capitán Solloway también. El corazón te da un
vuelco al verla rodeada de aquellas alimañas armadas hasta los dientes.
Retiras el percutor de la MG34 restante y regresas a la seguridad traicionera del submarino.
Desactivas las granadas escondidas, imaginando que los nazis utilizarán a los cautivos como protección.
Luego te deslizas hacia el fondo y te apropias de una MP 40 y una correa repleta de cargadores que
pertenecía a uno de los cadáveres. Te deshaces de la MP44 y vas en busca de Abott.
Al poco tiempo escuchas movimientos en cubierta, pero está vez son más lentos y calculados. Abott
te guiña el ojo, indicándote los cigarrillos con el mentón. Le entregas toda la caja, sin apartar de tu
mente la suerte de Lucy Allen.
—¡Raymond Martini! —aquel sonido alerta tus sentidos e intercambias una rápida mirada con el
contramaestre.
—¡Raymond Martini, tenemos que hablar! —repite la voz de nuevo.
—Es el hijo de puta de Solloway —exclama Abott apretando los dientes.
—¡El tiempo se acaba Raymond! —prosigue la voz con tono amenazante—. ¡Tenemos a Lucy con
nosotros!
Aquello te eriza los vellos del cuerpo. Sabes que no tienes otra opción que contestar.
—Puede ser una trampa —te dice Abott aferrándote el brazo.
Sonríes y le entregas el dispositivo remoto que hará volar los torpedos gamma.
—Ya sabes qué hacer si no regreso —le dices a tu compañero.
El contramaestre asiente con una mueca sombría.
Avanzas por el corredor principal con los nervios a punto de estallar. Adviertes las siluetas que se
desdibujan al fondo del extenso pasillo y te detienes para encender un cigarrillo.
Los pasos de Solloway hacen eco en medio de las luces parpadeantes y el mugido sordo del
generador principal. El capitán del Black Swan tuerce el gesto al ver los cadáveres destrozados que le
bloquean el paso. El hedor dulzón de la sangre le provoca un par de arcadas.
—Hasta ahí, Solloway —le ordenas apuntándole con la MP 40.
—Lo siento mucho —exclama el capitán elevando las manos—, no pensé que llegaríamos a esto.
Sonríes con desdén y escupes a sus pies.
—Eres un traidor, hijo de puta —le reprochas con asco en la mirada—. ¿Qué clase de tratos podría
ofrecerte un bastardo nazi?
—No sabía que eran unos condenados nazis —protesta Solloway con vehemencia—. Tienes que
creerme, Ray.
—Vamos, déjate ya de tonterías, Solloway —le interrumpes con desdén—. Dime, ¿qué te ha
prometido tu nuevo amo?
Solloway deja atrás la expresión compungida y esboza un gesto lobuno.
—Wittmann quiere el submarino y por ese motivo te ofrece la vida de todos los prisioneros —
asegura con calma—. Nadie les hará daño y podrán irse en el Black Swan.
—Palabra de nazi —sonríes agitando la cabeza—. Sin duda está dispuesto a dispararnos por la
espalda una vez tenga lo suyo. —Acaricias la gélida estructura de metal y fulminas al traidor con ojos de
fuego—. Dile a ese cerdo que si no deja ir a los prisioneros haré volar este maldito submarino hasta los
mismos infiernos.

100
—¿Estás dispuesto a morir por eso? —te reclama el capitán con recelo.
—Para detener las aberraciones que se llevan a cabo en este lugar estoy dispuesto a todo.
Solloway parpadea y da media vuelta sin pronunciar palabra.
Continúa: Pincha aquí.

101
JL17

Regresas con Abott y te ves sumido en un extraño letargo. Los nazis no se manifiestan aún y el
pálpito en tus entrañas se ha convertido en un doloroso vacío.
Al cabo de un rato escuchas de nuevo tu nombre, pero esta vez con un pesado acento.
—Vuela esta maldita cosa si el asunto se pone feo —le ordenas al contramaestre antes de enfilar
de nuevo hacia el pasillo con los nervios de punta.
Avanzas con decisión, temeroso de estar entrando en la boca del lobo. Adviertes la presencia de
tres figuras arrodilladas enfrente de la esclusa que conduce al puente de mando. Lo estudias con
detenimiento y una mano fría te recorre la columna vertebral. Se trata de tres prisioneros con la cabeza
cubierta con bolsas de lona. Están ataviados con un mono parduzco y es imposible reconocerlos.
Entonces, desde las sombras, emerge una figura espeluznante portando una Luger. Aquel engendro
de cabeza deforme y brazos como troncos te ofrece una espeluznante sonrisa que no es más que una
ristra de colmillos amarillentos. Algo en su cráneo parece palpitar y crecer.
—Bienvenido, señor Martini —te dice con una voz profunda y gangosa que te remueve las tripas—,
le ofrezco la oportunidad de salvar la vida de sus compañeros.
—¿Y si me niego? —le retas con altivez, tratando de asimilar aquel horror.
La monstruosidad se alza de hombros y sin vacilar le descerraja un tiro en la nuca a uno de los
prisioneros. Los otros dos se remueven espantados. Wittmann, o lo que alguna vez fue Wittmann, se
arrastra en unos tentáculos cerúleos que producen un siseo húmedo. Lo único que recuerda su
humanidad son los jirones de su casaca militar.
—Ahora no quedan más que dos oportunidades más para elegir —continúa aquella cosa,
apuntando el arma sobre el siguiente prisionero—. Esto puede durar todo el día, señor Martini.
—¡Argggg! —gritas con tus fuerzas, vaciando uno de los cargadores sobre la infame criatura. Sin
embargo, quedas sin aliento a ver cómo Wittmann se tambalea y deja escapar un gruñido mientras las
heridas se cierran como por arte de magia.
—Es imposible para un miserable humano enfrentarse a mí —ríe con un gesto cargado de
maldad—. Soy un dios y nada ni nadie podrá detenerme.
De manera instintiva retrocedes hasta la posición de Abott, impulsado por el horror primigenio que
te corroe el alma. Ahora lo único que queda por hacer es volar el sumergible y frustrar sus planes.
—¡Vuela los torpedos, Abott! —gritas con todas las fuerzas que puedes reunir, sin dejar de correr.
Entonces, un golpe seco te envía al mundo de los sueños.
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102
JL18

Sientes que el mundo se mueve dolorosamente en todas direcciones, provocándote una agonía
innombrable. Parpadeas y la luz te castiga las pupilas de manera inmisericorde. Lo que creías que era
un zumbido se va convirtiendo en una voz que consigue reconfortar tus sentidos. Los ojos verdes de
Lucy Allen te observan con preocupación y descubres que te encuentras atado a una de las tuberías
laterales que recorren el sumergible. A tu lado se hallan otros tres hombres que forman parte de la
tripulación del Black Swan, incluyendo al infortunado contramaestre. Al verlo comprendes que tu plan
se ha ido al garete.
—¿Te ha hecho daño? —le preguntas a la mujer, sintiendo que el dolor de cabeza se va reduciendo
a un latigazo en la parte inferior del cráneo.
Ella lo niega con la cabeza a pesar del moretón que reluce en su mejilla izquierda.
Se aferra a ti y sientes su aliento cálido y la respiración acelerada.
—¡Oh Ray, estamos perdidos! —Sus brazos se cierran como cepos alrededor de tu cuello—. No hay
manera de acabar con esa legión de abominaciones, he visto el laboratorio y…
El apasionado beso que pones en sus labios consigue liberar toda la tensión acumulada y sientes
como su cuerpo se relaja poco a poco. Los ojos de la mujer chispean de emoción mientras acaricia tu
pecho desnudo. Los demás prisioneros observan la escena con estupefacción, sin comprender como
puedes hacer algo así en un momento como aquel.
—Vamos chicos —dices con aire sombrío—, si vamos a morir en este condenado armatoste al
menos quiero llevarme un buen recuerdo conmigo.
—¿Moriremos, Ray? —El espanto en la mirada de Lucy te recuerda lo comprometido de la
situación.
—Mientras haya vida en mi pecho existe un probabilidad de escapar —le susurras al oído,
intentando creer tus propias palabras. Sin embargo, estas seguro de que sigues respirando por alguna
razón que solo los nazis conocen.
En ese instante Solloway hace su aparición acompañado de media docena de SS. El patrón de Black
Swan sonríe de manera despiadada mientras le propina un puntapié en el rostro a uno de los antiguos
miembros de su tripulación.
—Tomen a Martini y a la mujer —les ordena con sequedad, cruzándose de brazos.
Los soldados te desatan y te arrastran fuera del pasillo en dirección al puente de mando. Abott le
arroja un puntapié a Solloway y éste pierde pie y se golpea contra la pared. Aprovechas el momento de
confusión para apropiarte del cuchillo de uno de los nazis. No obstante, la súbita rebelión se disipa
cuando una ráfaga de MP 40 termina con la vida del contramaestre. Ocultas el cuchillo entre los
pantalones y aguantas el culatazo en el vientre que te propina uno de los enfurecidos SS. Lucy se aferra
a tu brazo y grita espantada cuando los alemanes la separan con violencia.
—Pagarás por esto, Solloway —le aseguras al traidor con toda la hiel que puedes acumular en tu
pecho. El hombre sonríe con frialdad, como si conociera con antelación el oscuro destino que te
esperaba a manos de Wittmann.
La abominación que alguna vez fue un ser humano despide un hedor ácido y nauseabundo que se
riega a través del sumergible como una peste invisible. Sientes deseos de vomitar a pesar de no haber
probado bocado en casi veinticuatro horas. Ingresas a la sala de mando y experimentas una profunda
aversión al ver cómo Wittmann opera los controles con los apéndices húmedos y nauseabundos. Sus
manos se han convertido en una especie de espolones afilados que le permiten manejar las palancas
de dirección.
—Ha llegado el momento en que usted será parte vital de mis planes, señor Raymond —balbucea
aquella cosa con un tono cada vez más bestial—. Esta será su oportunidad de salvar a sus compañeros.
—Sus ojos deformes se vuelven hacia Lucy y ésta se estremece apartando la vista.
—¿En verdad cree que soy tan estúpido como para creerle? —De nuevo tu personalidad volcánica
te traiciona, arrancando un gesto atroz de aquella abominación.

103
De repente Wittmann se desplaza a una velocidad inhumana y atrapa a Lucy como si fuera un
muñeco de trapo entre sus espeluznantes apéndices. La levanta por encima de su cabeza y te reta con
una sonrisa atroz.
—Si no me sirven para nada, entonces no tengo problema para liquidarlos a ambos aquí mismo. —
Parpadeas con impotencia, consciente de que estás en las garras de aquella bestia inmunda. Con
horror observas cómo la mujer que amas se debate si éxito entre los espolones afilados. Un solo
movimiento y la cabeza de Lucy rodaría por el puente.
—¡Está bien! —Exclamas con desesperación, levantando las manos—. ¡Haré lo que digas, bestia
infame!
Wittmann arroja a Lucy como si se tratara de un pedazo de basura y regresa a los mandos del
submarino.
—Usted tendrá el honor de recuperar el cubo Togolek de su tumba submarina —asegura la
criatura, cruzando los desagradables apéndices sobre el torso de sapo—. Será el primer ser humano en
tener contacto con el artefacto más poderoso que haya conocido la humanidad.
—Cállate de una vez, hijo de puta —protestas con acritud—, ya es suficiente con llevar a cabo el
trabajo sucio para tener que escuchar esta basura.
Wittmann se estremece y sus ojos arden furiosos, pero a pesar de ello se dibuja algo parecido a una
sonrisa en su rostro deforme. Se vuelve hacia Solloway y le ordena que te lleven al batiscafo.
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JL19

Tres nazis te apuntan con sus armas mientras observas a Solloway desplegar el batiscafo a través
de la inmensa esclusa. El crujido de las cadenas de los soportes te ofrece la oportunidad de
intercambiar unas palabras con Lucy.
La mujer te mira perpleja, con el miedo impreso en su hermoso rostro. Le guiñas el ojo y le entregas
el cuchillo que le arrebataste al SS en la cubierta. Ella parpadea impresionada y aferra el arma con
manos temblorosas.
Como era de esperarse, los nazis te revisan de pies a cabeza antes de obligarte a ingresar al
pequeño sumergible.
—Te la cuidaremos muy bien aquí arriba —asegura Solloway apretando el brazo de Lucy con
violencia.
Aguantas el deseo de aplastarle el cráneo a aquel bastardo y le sonríes con sorna.
—Vamos, capitán. No va a negarme un beso de buena suerte, ¿No es así?
El traidor se alza de hombros y esboza una mueca desagradable.
—¿Y por qué no? —dice en tono burlón—. Después de todo me conviene que traigas ese
condenado cubo a bordo.
Lucy se libra de la presa del capitán arrojándose a tus brazos. La besas mientras extraes el cuchillo
del interior de sus calzas y lo dejas caer con suavidad en el interior de batiscafo.
—Buena suerte —musita en tu oído y percibes la calidez de sus lágrimas en el rostro.
—Volveré por ti, lo juro.
Un SS la empuja con rencor y luego cierra la escotilla. Lo último que ves antes de sumergirte es el
rostro sonriente de Solloway.
Estudias el claustrofóbico interior y adviertes que una luz roja palpita de manera insistente en el
tablero. Coges el intercomunicador y la voz gangosa de Wittmann te estremece los sentidos.
—Señor Martini —se escucha en medio de la estática—. De usted depende el bienestar de sus
compañeros. Lo único que tiene que hacer es seguir mis instrucciones al pie de la letra.
—Espero que cumpla con su palabra —le dices mientras a través de los cristales las tinieblas van
cobrando fuerza a tu alrededor. La fosa de las Marianas en toda su plenitud se abre ante tus ojos.
—Soy un hombre de palabra —responde el alemán con altivez.
—Hombre es mucho decir —respondes airado, apretando los dientes.
Los minutos se convierten en un martirio interminable a medida que el batiscafo desciende sin
pausa ni descanso. Los colores se han convertido en una indescifrable escala de grises que al final no
son más que un borrón siniestro en medio de una oscuridad perpetua y silenciosa que te hace pensar
en el interior de un útero.
De pronto tus ojos captan una luminiscencia vaga, casi un espejismo, que va cobrando vigor a
medida que el sumergible se adentra en las simas abismales que ningún ser humano ha visto jamás. El
intercomunicador late con insistencia y la voz del monstruo hace eco en el silencio interior del
batiscafo.
—Imagino que ya ha descubierto el objetivo de su descenso, señor Martini.
—Así es —respondes, fascinado por aquel curioso resplandor en medio de las tinieblas marinas. A
tu pesar, la idea de recuperar el cubo de Togolek ha despertado tu inquietud científica.
—Se trata de los restos de una nave alienígena que se estrelló en este lugar muchos antes de que la
vida inteligente surgiera en la tierra —manifiesta Wittmann si ocultar la emoción—. El cubo se
encuentra en medio de los restos y creo que será fácil para un hombre de su intelecto poder
encontrarlo sin problema.
No respondes, aún no puedes concebir en tu mente la magnificencia de aquel artefacto cubierto de
arena y hogar de criaturas fantásticas y luminiscentes. Todo en aquella cosa se aleja de cualquier
concepción humana. Los ángulos imposibles y las aristas no caben en la mente de un ingeniero
terrestre. Estudias el inmenso boquete que parte en dos la nave, y hacia allí diriges el batiscafo
encendiendo la potente luz frontal. El pequeño sumergible se filtra como un gusano a través de la
ciclópea estructura consumida por los milenios. Los soportes se abren como un extenso costillar

105
descarnado y el batiscafo se desliza en medio de los lúgubres corredores hasta descubrir un fulgor
palpitante en medio de los restos.
Allí, enclavado en medio de los cuerpos desecados de dos criaturas imposibles de concebir, se
encuentra un cubo que parece palpitar y girar en una bruma amarillenta que aleja el agua de su
interior.
Sin perder tiempo, acercas el brazo mecánico y el batiscafo se estremece al tener contacto con el
cubo de Togolek.
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JL20

Mientras empiezas el largo ascenso de regreso al submarino experimentas una sensación


inquietante que se acrecienta a medida que pasan los minutos. Es como si algo se introdujera en tu
cerebro y sondeara con avidez cada uno de tus pensamientos. Entonces, comprendes con horror que
aquellas emanaciones nocivas proceden del cubo que resplandece entre las pinzas del brazo mecánico,
alejando las tinieblas perpetuas que rigen las profundidades. Los riscos adquieren vida y forma, y sus
abruptos acantilados se develan con claridad ante tus ojos. La sensación de ser espiado empieza a
tomar un carácter dramático cuando imágenes de mundos y dimensiones desconocidas bombardean tu
cerebro sin misericordia haciéndote perder el control.
—¿Todo bien, Señor Martin? —pregunta Wittmann con recelo.
Aprietas el botón del intercomunicador y respondes apretando los dientes, en un intento fútil por
alejar aquellos pensamientos ajenos de tu cerebro.
—Muy bien, estoy subiendo con el cubo, espero que cumpla su palabra, Wittmann.
—De eso puede estar seguro —responde la abominación con sequedad.
El acoso pierde fuerza y por primera vez puedes organizar de nuevo tus pensamientos, convencido
de que aquel artefacto no puede caer en manos de los nazis. Al menos esto lo tienes muy claro.
La nave continúa ascendiendo con dolorosa lentitud y tratas de vislumbrar la manera de evitar que
los planes de Wittmann se lleven a cabo. Acaricias el mango del cuchillo y sientes como un gran peso te
aplasta sin piedad. ¿Un mísero cuchillo para enfrentarte a la maquinaria asesina de la SS?
El crujido de las cadenas anuncia la maniobra de atraque en el submarino. Ocultas el cuchillo entre
los pliegues de los pantalones y escuchas las voces y movimientos en el exterior. La escotilla se abre y
los rostros de tus enemigos se materializan enfrente de ti.
Comprendes que ha llegado el momento de actuar a pesar de tener todas las de perder. Eres el
único que puede evitar que el horror del SECTAL y el cubo de Togolek se propaguen por el mundo.

***

¿Cuál será tú final, y con ello el éxito o fracaso de la misión? En este caso todo dependerá de tu
suerte, y será ella quien decida por ti. Tienes tres opciones. Tira un dado, o consúltalo con las estrellas.
No hay pistas; el destino nunca ofrece pistas. A continuación, tienes 3 opciones:

Final A: Pincha aquí.


Final B: Pincha aquí.
Final C: Pincha aquí.

107
JL21

Final A

Los nazis te sacan del batiscafo y ves a Lucy agazapada en un rincón mientras Solloway te observa
con desdén. Uno de los científicos se acerca a la pinza y toma el resplandeciente cubo con las manos
enguantadas y lo deposita en una caja de titanio con la cruz gamada grabada en relieve.
—¿Cumplirán su palabra? —preguntas al traidor.
Solloway se alza de hombros y aferra a Lucy del brazo.
—¿Quién sabe? Tal vez Wittmann se encuentre de buen humor y decida no arrojarlos a los
tiburones —responde el traidor con sarcasmo.
Eso es todo lo que necesitabas saber.
—Llévenlos al calabozo y luego veremos qué hacer con ellos —continúa el patrón del Black Swan,
arrojando a tu amada a los brazos de uno de los SS—. Con un poco de suerte, se convertirán en una de
las criaturas que tanto estima Wittmann.
Con una rapidez impresionante sacas el cuchillo y lo sumerges en el costado del soldado más
cercano. El segundo SS echa mano de la MP 40 y te cubres con el cuerpo de su compañero acuchillado.
Sientes cómo las balas penetran la carne que te sirve de escudo y al fondo escuchas el grito angustioso
de tu amada, imaginando que has sido eliminado.
—¡Mátenlo, maldita sea! —clama Solloway al ver cómo te has escurrido debajo del batiscafo. El SS
continúa disparando pero las balas rebotan en el sumergible y alcanzan a uno de los alemanes que
asoma a través de la escotilla principal del pasillo, matándole de inmediato.
Tomas una llave inglesa y la arrojas sobre el SS mientras recarga el subfusil. El pesado instrumento
le alcanza de lleno en el rostro y se derrumba enfrente de un atónito Solloway. El traidor intenta tomar
una de las armas desperdigadas por el suelo, pero Lucy se adelanta bloqueándole con su cuerpo. Esto
te da el tiempo suficiente para apropiarte de una de las MP 40.
—Dame un motivo para terminar contigo aquí mismo, pedazo de escoria —le dices a Solloway al
apuntarle con el arma.
Éste sonríe con locura y rompe en carcajadas.
—¿En verdad crees que puedes escapar de las garras de Wittmann? —exclama escupiendo a tus
pies—. La suerte del mundo está decidida y es mejor estar en el bando vencedor.
Otro SS aparece en la escotilla principal, pero lo eliminas con rapidez para encarar de nuevo al
patrón de Black Swan.
—Estás perdido, Ray —insiste el traidor con sorna—. Lo mejor que puedes hacer es pegarte un tiro
en la cabeza.
—No me parece tan mala idea, Solloway —dices con sarcasmo antes de volarle los sesos con una
ráfaga certera.
—Tenemos que salir de aquí —te dice Lucy con angustia, aferrándose a tu cuerpo y volviendo su
atención hacia el corredor.
Sabes que vendrán más alemanes y las palabras de Solloway te pesan en el alma. Tal vez aquel
infame tenía razón, pero no vas a permitir que Wittmann se salga con la suya. Miras a Lucy y
comprendes que debes salvarla cueste lo que cueste.
Despojas los cuerpos de cargadores y granadas y enfilas hacia la sala de torpedos. Escuchas los
gritos de alarma a tu alrededor. Wittmann ya se ha enterado de tu estúpido intento de fuga en el
interior de un submarino.
No obstante, escapar no es lo que buscas, lo que pretendes es la condenación de aquellos
degenerados y la culminación de su obscena cruzada.
Lucy te sigue los pasos con esfuerzo, notas su tensión y miedo y temes que desfallezca y te haga
perder tiempo precioso.
—Déjame aquí —dice ella—, yo te cubriré.
—No lo permitiré, saldrás de aquí aunque sea lo último que haga —replicas con firmeza.

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La abrazas con fuerza y la obligas a continuar. Atrás ya se ven las sombras y se escuchan los pasos
de la vanguardia nazi. Arrojas una granada para detenerlos y prosigues tu camino con el eco de la
explosión y los aullidos de dolor resonando en tu enfebrecido cerebro.
Atraviesas otras dos escotillas y estás a punto de alcanzar tu destino, cuando una figura monstruosa
se atraviesa en tu camino. Wittmann lanza una de sus zarpas afiladas y atraviesa el metal de la
compuerta como si fuera mantequilla.
—¿Creíste que me podrías engañar, estúpido americano? —balbucea enfurecido en un tono
inhumano—. Dame el cubo y te daré una muerte rápida y limpia.
Sin responder le propinas una buena dosis de plomo a pesar de comprender que será una simple
granizada para aquella abominación de pesadilla.
Te abres paso con las granadas y le obligas a retroceder lo suficiente para filtrarte a través del
estrecho pasillo que conduce a la sala de torpedos. Entonces, el espantoso alarido de Lucy te roba la
respiración y al volverte ves cómo es arrastrada por el corredor envuelta en uno de los tentáculos del
monstruo.
Wittmann la arroja contra las paredes de metal y cuando sus gritos se apagan la destroza como a
un muñeco de trapo. No puedes ni gritar ante aquel horrendo espectáculo. Quedas mudo y paralizado
ante la horrenda muerte de la mujer que amas.
El engendro que alguna vez fue Wittmann se arroja sobre ti, cubierto por la sangre de Lucy. El cubo
arde en tus manos y notas las quemaduras sobre tu piel. Sabes que el final está cerca, de un modo u
otro aquella abominación echará abajo la compuerta de la sala de torpedos y te descuartizará como a
tu infortunada amante.
Los golpes en la puerta de acero se hacen más acuciantes y adviertes que el metal se comba como
un papel. Arrojas el cubo palpitante y apuntas el subfusil hacia las cabezas explosivas de los torpedos
gamma.
Entonces el metal se retuerce y los tentáculos tantean con furia, buscando tu humanidad. Percibes
la profunda maldad y odio en los ojos incrustados en la masa deforme que una vez fue la cabeza de
Wittmann y crees escuchar un clamor angustioso al no poder alcanzarte con sus zarpas húmedas y
nauseabundas.
Rompes en carcajadas al comprender que a pesar de todo has ganado la partida. Sonríes y miras al
engredo intentando abrirse paso a través del metal destrozado que le perfora y le saja su propia carne.
Te giras hacia los torpedos y arrojas una granada antes de vaciar el cargador sobre los letales
explosivos. Lo último que escuchas es el grito de frustración de Wittmann antes de que todo vuele en
pedazos.

FIN

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109
JL22

Final B

El batiscafo encalla en los soportes con un crujido sordo que te dispara el corazón. Has cumplido
con la misión y ya no eres de utilidad para los nazis. Un rostro picado de viruela asoma a través de la
escotilla y al momento escuchas el siseo de los seguros al abrirse.
El alemán te apunta con la Luger y te invita a salir del sumergible. Te levantas con cautela,
estudiando a los tres hombres armados que acompañan a Solloway.
Al instante, un técnico ataviado con una bata blanca, guantes y máscara de gas, se acerca a las
pinzas y retira el cubo para luego depositarlo en una caja de titanio con la cruz gamada grabada en
relieve.
Solloway aparta a Lucy y se la entrega a uno de los SS, mientras te obsequia un gesto burlón.
—Ya tenemos el cubo, capitán Wittmann —anuncia Solloway a través del intercomunicador.
Te acercas a la doctora Allen y le tomas la mano con delicadeza. Ella te sonríe, pero es un gesto
cargado de impotencia. Al parecer ella también sospecha el sombrío destino que les espera a ambos a
manos de aquellos dementes.
—¿Qué quiere que hagamos con los americanos? —pregunta el traidor con sorna, disfrutando de la
angustia de los cautivos. Cuelga el intercomunicador y se dirige al sargento de las SS que les acompaña.
—Escolta a los prisioneros a las celdas auxiliares —sonríe—. El capitán tiene planes muy especiales
para ellos.
En ese preciso momento el técnico cruza a tu lado y comprendes que ha llegado el momento de
actuar. Te arrojas sobre él con la agilidad de un pantera y lo inmovilizas con el cuchillo en la garganta.
Lucy grita sorprendida y le ordenas que se apropie de la caja de titanio.
—¡Qué nadie se mueva o le cortó el cuello a este miserable! —exclamas con firmeza, apretando el
cuchillo contra el cuello y sintiendo el jadeo acelerado tu víctima.
Solloway sonríe con desdén mientras los tres SS te apuntan con los subfusiles.
—No seas insensato, Ray —se burla en patrón del Black Swan abriendo los brazos—. ¿En verdad
crees que puedes escapar de un submarino, rodeado de SS?
Lucy se protege detrás de ti, sosteniendo el tesoro que anhela la criatura deforme que comanda
aquella tropa.
Retrocedes arrastrando al nazi y sin apartar la vista de tus enemigos. Al menos la vacilación de los
SS te ofrece una posibilidad de alcanzar la escotilla posterior y huir por el corredor de popa.
—Si piensas que la vida de ese hombre tiene más valor que el cubo de Togolek, estás muy
equivocado, amigo mío —comenta Solloway, mirando de reojo al sargento que no duda en vaciar el
cargador sobre su propio compañero.
El violento impacto te arroja hacia la pared, pero aquel pobre diablo ha llevado la peor parte y te ha
salvado la vida. En medio de la confusión, tomas a Lucy de la mano y saltas al corredor, no sin antes
cerrar y bloquear la escotilla, mientras escuchas los impactos de las balas rebotando en aquel amparo
de acero.
—¡Tenemos que salir de aquí! —dice tu amada con angustia, aferrándose a tu brazo.
Asientes y corres a través del estrecho pasaje, sin saber qué hacer. Atrás, los nazis golpean con
insistencia la escotilla para abrirla y la alarma retumba por todo el submarino. Entonces recuerdas la
sala de torpedos y hacia allí enfilas tus pasos.
Libras el corredor principal y te internas a través de la ventilación. El calor es insoportable y sudas
como un cerdo, pero de esa manera consigues evitar las patrullas que te buscan con determinación por
cada rincón de la nave. Te detienes en un recodo y adviertes que la caja de titanio no puede detener el
inmenso poder que oculta el cubo de Togolek. En medio de la penumbra los colores traspasan el metal
e iluminan el rostro sudoroso de tu amada con una extraña iridiscencia.
—¿Estás bien? —le preguntas con preocupación, examinando la caja.
—Sí, estoy bien —responde ella con apremio—. Debemos evitar que esta cosa caiga en manos de
Wittmann. Si lo hace, su poder lo hará indestructible.

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Asientes con recelo, consciente de lo apurado de la situación. Además, ¿Cómo diablos iban a
destruir un artefacto extraterrestre?
Los gritos en los pasillos te recuerdan el afán de escapar de aquel lugar. Al cabo de unos momentos
vislumbras los Torpedo Gamma a través de la abertura de la ventilación. Abres la rejilla con cautela y te
dejas caer, armado con aquel patético cuchillo y los nervios de punta. Ayudas a Lucy a descender y
descubres que el lugar se halla completamente desierto. Incluso allí el cálido palpitar del cubo alumbra
de manera fantasmagórica la definida silueta de los torpedos amontonados a ambos lados de la pared.
Revisas el lugar y encuentras una escotilla de escape en el extremo de la sala. Agradeces que el
submarino se encuentre anclado en la superficie, ya que de lo contrario no podrías utilizar aquella
esclusa para escapar. En ese instante adviertes con horror que Lucy ha extraído el cubo y lo examina
con detenimiento.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntas con temor—. Sabes muy bien lo peligrosa que es
esa cosa.
—Es una fuente de energía de algún tipo —replica tu amada, pasando los dedos por la superficie
labrada—. Tal vez al conectarlo al generador que impulsa los torpedos podamos sobrecargarlo y
destruirlo.
Te pasas la mano por el rostro, intentando controlar la ansiedad. Comprendes que debes escapar,
pero dejar aquel armatoste en manos de los nazis sería lo peor que puedes hacer. Además, la idea de
Lucy, aunque descabellada, podría ser la única oportunidad de destruir aquel endiablado artefacto.
—Podemos intentarlo —exclamas con un suspiro.
Lucy se pone mano a la obra mientras intentas abrir la escotilla posterior. Parece atascada, pero
después de unos momentos encuentras una varilla de acero que ayuda a hacer palanca y retorcer la
manija de la esclusa. Alzas la vista y te sorprende ver a Lucy conectando algunos electrodos del
generador al palpitante cubo. Temes lo que pueda resultar de esta locura apenas ella encienda el
generador, pero de todos modos no te queda otra carta por jugar.
Entonces, los sonidos exteriores alertan tus sentidos y corres hacia la compuerta de acceso y la
bloqueas con la varilla de metal. Lucy te contempla con temor y apura su labor de conexión. El cubo
parece aumentar su brillo y los alemanes ya forcejean con la manija de la compuerta.
—¡Vamos, apresúrate! —exclamas con desesperación al notar los gruñidos bestiales de Wittmann
al otro lado de la compuerta. La mujer parpadea y termina al fin de unir las conexiones.
La compuerta se comba con violencia pero permanece fija a pesar del horrendo daño ocasionado
por las zarpas del monstruo. Corres con Lucy hasta la esclusa de escape y con el corazón en la mano ves
cómo una de los tentáculos cerúleos y nauseabundos se abre paso a través del metal retorcido de la
compuerta. No queda tiempo que perder, le ordenas a Lucy que se sumerja en el agua y corres hasta el
generador para encenderlo. Tal vez no tengas tiempo de escapar, pero es algo que tienes que hacer en
nombre de la humanidad.
Aferras la palanca y evitas un zarpazo que por poco te arranca la cabeza. Adviertes el fulgor
mezquino y cruel en los ojos de pulpo que te devoran desde el otro lado de la compuerta y activas el
generador de los torpedos.
De inmediato, el rumor sordo del generador se convierte en un chirrido insoportable y el
resplandor del cubo evoluciona en un haz cegador y doloroso que te obliga a volver la vista. La criatura
gruñe con furia y termina por echar abajo la compuerta. Con todas tus fuerzas corres hacia la esclusa
de salvación, con Wittmann pisándote los talones, lo puedes percibir en su hedor pestilente y ácido. El
chirrido del generador amenaza con hacerte volar los tímpanos y antes de que te reciban las brillantes
aguas del Pacifico sientes cómo aquella insoportable luz te abrasa los vellos de la espalda.
Nadas con todas tus fuerzas, impulsado por el horror y el instinto de supervivencia. Cuando sales a
la superficie unos metros más adelante, descubres que el submarino se encuentra atrapado en una
tormenta lumínica que alcanza su cenit en una explosión de energía que te deja enceguecido por unos
minutos.
Sientes una mano tibia tirando de ti y la voz de Lucy consigue reconfortarte. Entonces te das cuenta
de que el submarino ha desaparecido y en su lugar flota una especie de ceniza verduzca que te hace

111
estremecer. Recuerdas que aquel cubo era una especie de portal dimensional y te preguntas a dónde
diablos habrán ido a parar Wittmann y sus esbirros con sus sueños de gloria.

FIN

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112
JL23

Final C

Con el cubo de Togolek, la llave del Portal Oscuro, asciendes hasta la superficie donde te esperan
los esbirros de Wittmann y tu amada Lucy. Aferras el cuchillo con aprensión, consciente del riesgo que
implica enfrentarse a aquellos hombres armados hasta los dientes. Si Lucy no estuviera en peligro tal
vez te atreverías a actuar. Estos pensamientos quedan relegados al escuchar el leve gemido del
batiscafo al acoplarse con el submarino.
Uno de los SS abre la escotilla y te apunta con un Luger a la cabeza. Le sonríes y ocultas el cuchillo
entre los pliegues de los pantalones. El nazi, con la cara picada por la viruela, te acosa con una retahíla
ininteligible mientras un técnico, ataviado con guantes y máscara de gas, se dispone a tomar el
resplandeciente artefacto de las pinzas del sumergible. Observas cómo lo deposita en una caja de
titanio con la cruz gamada grabada en relieve.
El SS te empuja hacia la pared y contemplas a Lucy debatiéndose entre las zarpas del patrón del
Black Swan.
—¡Déjala, bastardo! —le gritas con irritación—. Hemos cumplido nuestra parte del trato.
Los ojos de Solloway arden con desdén, mientras hace a un lado a la mujer.
—No te hagas ilusiones, Ray —te confronta con cinismo—. Lo mejor que puede pasarle a la doctora
Allen es terminar a mi lado. —Sonríe—. Ya que estoy seguro de que no podrás ofrecerle ningún futuro.
Sin pensarlo te dejas arrastrar por la ira, pero el culatazo que te propina uno de los SS te arrebata el
aliento. Apenas puedes respirar mientras observas el gesto de suficiencia de Solloway.
—De todos modos, Wittmann no puede esperar para reunirse con ustedes—aclara el traidor al
tiempo que los soldados te obligan a recuperar la verticalidad para arrastrarte hacia el puente de
mando. Abandonas aquella estancia escoltado por los SS y lo último que ves es al patrón de Black Swan
guiñándote el ojo.
El tipo de la cara picada por la viruela te hunde el cañón del arma en los riñones instándote a
continuar. Maldices por lo bajo y acaricias la empuñadura del cuchillo oculto en tus interiores. Lucy
camina a tu lado, apesadumbrada y con la mirada perdida. Por ahora no hay nada que puedas hacer,
no con cuatro subfusiles dispuestos a hacerte picadillo.
Después de librar el corredor principal las náuseas te revuelven las tripas al percibir el nauseabundo
hedor que proviene del puente. Lucy se cubre la boca y aguanta un par de arcadas. Miras en derredor y
los SS no parecen verse afectados por aquella terrible pestilencia. No obstante, esto queda atrás al
contemplar a la espeluznante criatura que ocupa el puente de mando.
Lucy ahoga un grito de horror y tú apenas puedes asimilar a aquel engendro de pesadilla.
Wittmann no es más que una masa bulbosa y húmeda de color indefinido en la cual destaca una
cabeza deforme donde resplandecen dos rendijas ambarinas cargadas de maldad. Sus piernas se han
convertido en una serie de tentáculos cerúleos que provocan un sonido de succión al menor
movimiento. Lo que una vez fueron sus extremidades superiores han degenerado en dos pinzas
afiladas y finas como estiletes. A pesar de ello, aún existe un rasgo de humana inteligencia en las
facciones estropeadas de su rostro.
Mudo de horror, observas cómo aquella criatura de los infiernos se acerca al técnico y recibe la caja
de titanio con sus espolones. Un jadeo ronco emerge de su boca cubierta de colmillos, un sonido
obsceno que de alguna manera asocias con una sonrisa. Una figura menuda se encuentra a su lado, un
hombrecillo ataviado con una bata blanca que no puede ser otro que el doctor Gerber. Al parecer aquel
sujeto experimenta el mismo temor que te revuelve las entrañas en aquel momento.
Uno de los tentáculos, frío como una tumba húmeda, recorre tu rostro y a continuación baja por
tu pecho. Luego sondean a Lucy y percibes el espanto que acosa a tu mujer, la cual no deja de temblar.
—Señor Martini —gruñe aquella cosa en un tono inhumano—. Ha sido el único rival digno que ha
osado enfrentarse a mí.
Aprietas los puños sin contestar, consciente de que estás a merced de Wittmann.

113
—Por eso tendrá el privilegio de ver cómo el poder de los antiguos dioses regresa victorioso a la
tierra a través del Portal Oscuro. Será una experiencia que nunca olvidará—culmina con un jadeo
nauseabundo.
—¡Nazi de porquería! La guerra está perdida y ni el mismo demonio podrá cambiar eso —gritas con
altivez, sin pensar en las consecuencias.
Los ojos monstruosos arden como los fuegos del infierno e imaginas que aquellas pinzas te
destrozarán como a un cerdo. Sin embargo, Wittmann suelta un espantoso rugido que te paraliza el
corazón.
—¿Nazis, guerra, victoria? —manifiesta aquella criatura con voz de trueno—¿Qué son esas
mezquindades humanas comparas con el poder de los dioses, la capacidad de vivir eternamente y
dominar universos enteros?
Intercambias una mirada de apremio con la doctora Allen, sin dar crédito a lo que escuchan tus
oídos.
—Por eso el doctor Gerber diseñó el SECTAL —continua Wittmann, absorto en su propio discurso,
acariciando la caja de titanio con ansiedad—. La droga convierte nuestros cuerpos en un recipiente
ideal para recibir el inagotable poder de las estrellas y la sabiduría de aquellos que una vez dominaron
este mundo y las galaxias circundantes.
No tienes palabras para refutar aquella cachará demencial. Cualquier cosa que Wittmann planee
hacer con el cubo del Togolek traerá la ruina de la humanidad.
—El gran Cthulhu despertará de su milenario letargo acompañado de Yog-Sothoth y nosotros nos
convertiremos en sus fieles sirvientes y adoradores— prosigue aquella abominación extendiendo las
zarpas afiladas—.Heredaremos el mundo y los humanos serán nuestros esclavos.
—¿Y ese condenado cubo será la manera de llevar a cabo tus planes? —pregunta Lucy con voz
quebrada, buscando tu mirada.
—El cubo de Togolek, la llave dimensional del Portal Oscuro, traerá de vuelta a los verdaderos amos
del universo —explica Wittmann con suficiencia y devorando a la chica con aquellos ojos espantosos.
A continuación abre la caja y deposita el cubo en el interior de un círculo trazado con pintura roja
en medio de puente. Los SS retroceden y percibes en ellos la misma duda y recelo que había visto antes
en la expresión de Gerber. Al parecer no todos comparten la visión futurista de aquella aberrante
criatura.
Uno de los técnicos conecta un electrodo en cada una de las caras labradas y el fulgor que emite de
su interior el cubo consigue opacar las potentes luces interiores del sumergible, convirtiendo el puente
en una curiosa exposición de luces palpitantes.
Wittmann extrae un libro y una llave de forma extraña y comienza a leer una escalofriante retahíla
que te pone los pelos de punta y despierta horrores ancestrales enterrados en tu subconsciente.
El ambiente irreal que se apropia de la sala de mando despierta en ti la esperanza de escapar y
frustrar los planes de aquella criatura. Los soldados, fascinados con el hechizo lumínico, no advierten el
momento en el cual te acercas al más cercano y le hundes el cuchillo en el hígado. El nazi se estremece
y se deshace a tus pies mientras aferras el subfusil y tomas un par de granadas. Lucy se pega a tu
espalda, horrorizada por la monserga inhumana recitada por Wittmann y te atrae hacia la compuerta
principal.
En ese preciso momento, el SS de la cara picada da un respingo y alza su arma con presteza, pero
antes de disparar le has abatido sin piedad. Los demás alemanes intentan reaccionar pero ya estás
repartiendo la muerte en aquel reducido espacio y nadie puede escapar de la lluvia de plomo.
Wittmann ruge con una bestia herida y lanza los letales tentáculos hacia ti, pero evitas la acometida y
arrojas un par de granadas en medio del recinto. La explosión envuelve al engendro en una cortina de
fuego y esquirlas pero no tarda en reaparecer bañado en un líquido amarillento y nauseabundo.
Entonces, comprendes que la única oportunidad que tienes es echar mano del cubo y frustrar el
espeluznante ritual.
Los ojos de la bestia resplandecen con una nota de profundo pánico y los tentáculos te atrapan en
el mismo instante en que separas el palpitante cubo del círculo mágico. Sientes una explosión de luz
que te rodea como un manto flamígero y luego un dolor inconcebible se expande por toda tu

114
humanidad como una maldición. Gritas y ruegas al todopoderoso que termina de una vez con aquel
suplicio, pero en su lugar te ves arrojado a un pozo sin fin a una velocidad vertiginosa.
Despiertas y parpadeas, sintiendo tu cuerpo destrozado por el dolor y la fatiga. De pronto
descubres que algo se encuentra fuera de lugar y adviertes que el cielo es de color verde, y que
enfrente de ti se despliega una exuberante jungla conformada por exóticos árboles y plantas con los
más variados colores. Nada de aquello se parece a nada que hayas visto en la tierra y comprendes que
te encuentras en otro mundo, una dimensión inconcebible a la cual te ha arrastrado el poder del Portal
Oscuro. Te levantas con dificultad y captas una figura sobre las ardientes arenas azuladas. Corres hacia
allí y con alivio adviertes que se trata de tu amada Lucy. La aferras entre tus brazos y sientes su
respiración leve pero constante. Entonces te estremeces al vislumbrar a la esplendorosa criatura que
hace vibrar el firme con sus pasos. Se trata de un titán anaranjado y de pelaje suave que desgarrada
con sus dientes afilados unos tentáculos cerúleos y nauseabundos que pertenecieron a la abominación
destrozada por sus garras.

FIN

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115
EI1

Gritas por tus compañeros a pleno pulmón.


Estás solo...; sí, tienes a tu fiel compañero Ronin contigo, pero nada sabes de tu prometida, ni de la
tripulación del Black Swan. Tus recuerdos siguen confusos, aunque cada vez menos. No pueden estar
muy lejos, y quizás también estén en apuros. Tienes la esperanza de que respondan:
—¡Lucy, Lucy! —gritas una y otra vez, sin éxito, pero insistes—. ¡Lucy, Michael! ¿Podéis oírme?
De súbito, escuchas un sonido aterrador que ahuyenta toda la esperanza de encontrar a tus
compañeros:
—¡Alarm, Alarm!
Tus gritos han llamado la atención de una patrulla de paso.
Una pareja de soldados nazis corre hacia tu posición acompañados por el crujir metálico de las
correderas sobre la recámara. Los gritos de aviso en alemán te hacen recordar la última vez que viste a
tus compañeros con vida. Adviertes el peligro como un escorpión trepando por la espalda.
Tiras de Ronin en silencio y te escondes tras unos matorrales, justo en el momento en el que la
patrulla llega a la playa; donde estabas enterrado hace unos momentos. Los soldados se paran sobre el
socavón que has dejado en la arena, e intercambian algunas palabras. Tus huellas delatan la ruta de
escape.
Uno de los soldados hace sonar un silbato; el otro comienza a husmear. No tardará mucho en dar
con tu escondite.
¿Qué haces? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Te pones en pie y echas a correr hacia la selva; sabes que Ronin te seguirá. Dentro de la
tupida jungla será casi imposible que te encuentren. Pincha aquí.
Opción 2: Esperas que se acerquen un poco más, manteniendo la sangre fría, y te abalanzas sobre
ellos haciéndoles frente con tu navaja. Jamás has rehusado un combate, y ésta vez no iba ser menos.
Pincha aquí.

116
EI2

Apenas una carrera de 50 metros te separa de la enraizada vegetación de la jungla. Sí, allí estarás a
salvo.
Te pones en pie y echas a correr, pero algo te lo impide. Tus piernas no responden como debieran.
Has estado mucho tiempo enterrado bajo la arena de una paradisíaca playa, y ahora, un inoportuno
hormigueo se adueña de tus músculos, adormeciéndolos, a traición y en el peor momento posible.
Tropiezas; por unos segundos crees poder recuperar el equilibrio pero te tambaleas y caes de
bruces sobre tu orgullo. Vuelves a levantarte, pero ya es demasiado tarde: los soldados alemanes te
han visto.
Sin que puedas hacer nada, una ráfaga de proyectiles levanta una nube de polvo a tu alrededor.
Escuchas el aullido de Ronin a tu espalda y comprendes que ha sido abatido intentando protegerte.
No tienes escapatoria.
La silueta de los soldados se ilumina frente a ti al desatar varias ráfagas de su subfusil MP40,
silenciando tu último intento de lucha.
Lo siento, pero no has tomado la decisión adecuada, y ahora… ¡estás muerto!

FIN

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117
EI3

Están muy cerca, sientes su fétido aliento; los odias con todas tus fuerzas.
Mientras la pareja de soldados se acerca, el recuerdo de lo ocurrido se esclarece en tu mente:
recuerdas la última noche en el Black Swan. Apenas vislumbras la escena unos instantes y los
pensamientos se agolpan en tu mente, despejada al ritmo que tu corazón late desbocado por la
adrenalina. Recuerdas como unos nazis abordaron el buque en plena noche, y como les hiciste frente.
Mataste a uno de ellos, por eso te enterraron en la playa, como escarmiento.
El ruido de las pisadas del primer soldado te devuelve al presente. Su silueta pasa a medio metro de
tu escondite.
¡Ahora o nunca!
—¡Ataca, Ronin! —gritas.
Te abalanzas sobre el más cercano cogiéndolo por sorpresa. Deslizas con rapidez la hoja de la
navaja por uno de sus puntos vitales, y éste cae bajo un reguero de sangre caliente que lo deja seco en
un par de segundos. Su compañero aún correrá peor suerte: la experiencia de Ronin en combate,
cazando nidos de ametralladora, es encomiable. El entrenado animal destroza la garganta del soldado
de una dentellada, esquivando en su trayecto el único disparo que se pierde bajo la maleza.
A lo lejos suena una sirena. En unos instantes toda la playa estará llena de cabezas cuadradas, los
mismos desalmados que abordaron la embarcación y apresaron a tu querida Lucy. ¿Qué piensas hacer?
A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Coges la MP40 del soldado abatido, un par de cargadores, y huís hacia el interior de la
jungla hasta que se calmen las cosas. Pincha aquí.
Opción 2: A pesar de la alarma, decides registrar concienzudamente a los cadáveres y buscar
información o algo de utilidad. Pincha aquí.

118
EI4

No estás para muchas carreras, pero la vida te va en ello, y esprintas con todas tus fuerzas.
Trastabillas, pues tus piernas aún no están en las mejores condiciones, caes al suelo, te levantas, miras
atrás, y no ves nada. Tan solo escuchas; escuchas un terrible sonido de alarma. Gritos, silbatos,
sirenas…; pronto, en cuestión de segundos, todo el horror que permanece oculto, se desvelará, pero
ahora, a ti apenas te separan unos cuantos pasos del escondite perfecto, la jungla.
Estás a salvo, pero sigues sin comprender nada. A tu alrededor una descomunal floresta que te
intriga, y en la playa, una algarabía que no alcanzas a comprender. Piensas en internarte más aún, pero
no es momento para expediciones. Ni siquiera tienes un machete, y las enredaderas de arbustos, lianas
y todo tipo de plantas tropicales parecen una barrera infranqueable. Decides volver sobre tus pasos,
quizás, bien oculto, puedas escuchar alguna conversación, y así enterarte de algo.
Echas cuerpo a tierra y, en la medida de lo posible, tratas de arrastrarte. Reptas sigilosamente,
recordando tiempos pasados, tiempos en los que, en vez de probetas, manejabas armas de fuego,
como la que ahora llevas contigo. Ronin capta la idea a la primera, ni siquiera tienes que ordenárselo. Él
también repta tras de ti, y entonces, parapetados ambos tras un árbol gigante, estiras el cuello y
observas la playa; Ronin te imita por el otro lado. Cuentas diez soldados alemanes inspeccionándolo
todo. Están muy nerviosos, maldicen por sus compañeros abatidos, y entre algunas cosas que logras
entenderles, la que captas de forma más nítida es aquella en la que juran abrirte en canal y arrancarte
las tripas. Tragas saliva, y piensas. Entonces te das cuenta que si tú estabas sentenciado a una muerte
atroz, tus compañeros seguro que también están presos, en el mejor de los casos. Todavía no sabes ni
dónde te encuentras, ni que hacen los nazis en esa misteriosa isla cuyos extraños ruidos no dejan de
picotearte la nuca; tampoco te explicas el porqué del abordaje, pero necesitas respuestas lo antes
posible. El subfusil MP40 es una buena arma, y de una sola ráfaga podrías liquidar al menos a la mitad
de los soldados, pero sería muy arriesgado, y no sabes cuántos más habrá en las proximidades.
Continúa: Pincha aquí.

119
EI5

De repente, los soldados huyen por donde han venido, disparando hacia algo que se aproxima por
uno de los flancos, y que desde tu posición no puedes ver. Sientes el peligro y, sea lo que sea, no puede
ser nada bueno. Decides seguir a los soldados, no sin antes echar un vistazo atrás, una vez te
encuentras en perspectiva. No alcanzas ni a ver del todo, ni a comprender lo que tienes ante tus ojos,
pero es algo así como un caracol gigante que se arrastra sobre las arenas de la playa, escupiendo rayos
eléctricos que iluminan la ruta de escape de los soldados, la misma que ahora sigues, sin que ellos se
den cuenta, pues ni tiempo tienen de mirar atrás.
Ronin tiene en arrebato de ira, y por un momento parece que le va plantar cara al enorme
monstruo, pero tú se lo impides, y gritas por él:
—No, Ronin, déjate de juegos, tenemos una misión.
Pero Ronin gruñe, no tiene miedo. Entonces insistes, sabes cuál es su punto débil:
—Ronin, tenemos que rescatar a Lucy
No hizo falta decir nada más. Ronin dio media vuelta y se echó a la carrera, delante de ti.
Carraspeas, pensando por lo bajo ¿qué tendrá Lucy que no tenga yo? Continúas por un sendero, subes
una loma, y entonces divisas la bahía. Allí abajo está fondeado el Black Swan, y también un submarino:
—¡Putos Nazis! —clamas, a lo que Ronin replica con un ladrido, mostrando su conformidad.
Al frente, una torre de vigilancia y una batería de costa abandonada. Continúas por un sendero y,
un poco más allá, adviertas una edificación medio en ruinas que semejan unos barracones, guarida de
los soldados nazis. No hay duda, los estás viendo. Parecen nerviosos y, mientras sigues observando, un
fortísimo grito emana del interior de dichos barracones:
—¡Hijos de Puta, os voy a reventar a hostias!
Aquellas palabras se te clavan en el corazón, y te arrancan un suspiro de alivio que de inmediato se
convierte en una sonora carcajada.
Sí, Lucy está bien, cabreada, pero está bien. Ronin ladra con la emoción, tanto que alerta a los
soldados. Entonces recuerdas lo que habían jurado hacer con tus entrañas, y tragas saliva. Corren hacía
a ti, y entonces vuelves sobre tus pasos. Recuerdas el caracol de rayos, frunces el ceño, y te diriges
hacia la jungla. Otra vez te escondes entre el follaje, y piensas qué hacer, mientras una lluvia de
disparos se pierde en todas direcciones.

A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Tengo que crear una distracción, alejar los soldados de los barracones y mantenerlos
ocupados. Pincha aquí.
Opción 2: Lo mejor, guerra de guerrillas. No hay más de diez soldados, once o doce como mucho.
Puedes deshacerte de ellos uno a uno, y asegurar el rescate. Pincha aquí.

120
SA1

Ronin te mira nervioso al presentir lo que se acerca. La sirena suena alertando a las demás patrullas
de la isla y tus entumecidas piernas no están en la mejor forma para una huida a la carrera en medio de
la jungla.
Seleccionas una ametralladora y varios cargadores. Comida, agua y material inservible para tus
propósitos. Tras unos minutos que se te hacen eternos solo encuentras un par de granadas de mano y
material suficiente para improvisar una fiesta de bienvenida a los soldados que te pisan los talones.
No hay tiempo que perder, con un poco de alambre y unas ramas creas una trampa que activará
las granadas en cuanto alguien se acerque a los cuerpos de los soldados; camuflas los posibles rastros y
te alejas lo suficiente para ver el espectáculo.
Justo a tiempo. A los pocos segundos de tumbarte tras un tronco cercano a la jungla ves como dos
parejas de cabezas cuadradas se precipitan sobre la masacre. Tres, dos, uno...
¡BOOM!
Bienvenido, míster Sneider, susurras tras la explosión.
Sobre la arena blanquecina y los troncos de palmera, los restos de los nazis caen seguidos de una
lluvia de sangre y vísceras. Nadie sabe jugar a este juego como tú.
Ronin te mira con la lengua colgando de una sonrisa. Ahora tendrás tiempo de recomponer tus
fuerzas y encontrar a tus compañeros antes de que acaben con ellos.
En la espesura de la jungla encuentras un lugar idóneo. Tú y tu fiel compañero hacéis una breve
parada para comer y beber, pones a punto la MP40 que has conseguido y organizas un plan.
Según la posición del sol y la última lectura que hiciste en la cabina del buque del gobierno, sabes
que no andas lejos de la ruta de destino del Black Swan, por el capitán Jack Solloway: unas coordenadas
que apuntaban al medio de la nada.
El ruido de la sirena venía del este, eso te hace suponer que tal vez tengan allí a Lucy y a los demás.
Desde la colina que se levanta a occidente podrías ver qué se cuece más allá de la playa.
El tiempo juega en tu contra, así que comienzas a ascender la colina cuando escuchas el ruido de
disparos y un extraño zumbido eléctrico que te pone la piel de gallina. Ronin ladra y se adelanta a la
carrera.
Cuando llegas a la cima no puedes creer lo que ven tus ojos.
Al este hay un camino que bordea hasta el norte, donde se levanta en la costa una torreta de vigía.
Un poco antes, al sur, ves atracado tu embarcación, el Black Swan, y a su lado el enorme submarino
alemán. El camino se extiende hasta los barracones, más allá de una pequeña foresta, de donde
posiblemente hubiera sonado la señal de alarma. Pero lo que realmente te llama la atención es el
grupo de soldados alemanes que corren aterrados hacia dichos barracones.
Entre la espesura de la selva, donde las palmeras se retuercen apartadas de su camino, ves una
figura gigantesca del tamaño de un camión de bomberos; al principio crees que se puede tratar de un
tanque de los aliados, pues las patrullas nazis disparan ráfagas contra la mole, pero se trata de algo
imposible de existir en este mundo.
La enorme criatura se abre paso entre los troncos de árboles mientras una línea quebrada, como
un rayo eléctrico de tonalidades iridiscentes, sale de la protuberancia de su cabeza hacia el casco de
uno de los alemanes. La cabeza del soldado estalla y arcos voltaicos recorren su equipo de metal, con
chispas nerviosas. El monstruo es una abominable copia a gran escala de un molusco baboso cargado
de una concha en forma de espiral. Su único ojo brota del apéndice retráctil de donde salen los
mortales relámpagos. Tu experiencia como biólogo te dice que tal criatura es el resultado de una
mutación, posiblemente su origen sea el más común de los caracoles transformado ahora en una
máquina de matar.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Dar un rodeo a la monstruosa criatura y llegar hasta los barracones, donde esperas
encontrar a tus compañeros. Pincha aquí.
Opción 2: Dirigirte hacia la torre vigía, la cual parece tener una antena de radio. Pincha aquí.

121
EI6

¿Crear una distracción? Ni que fuese tan sencillo. No hay duda de que es una buena idea, ahora
toca pensar, a ver qué se te ocurre. Si logras alejar los soldados de los barracones tendrás vía libre para
rescatar a tus compañeros, ahora bien ¿cómo llamar su atención, en una isla donde por algún extraño
motivo todo es salvajemente anormal? Si hace unos instantes pusiste cara de bobo al ver como un
enorme caracol escupía relámpagos capaces de destrozar a un hombre, ¿cómo vas a poder superar
algo así?
¡Ya está! De súbito, un rayo de lucidez. Acabas de recordar el submarino que hace unos instantes
viste fondeado en la bahía. Seguramente así fue cómo llegaron los nazis a la isla en la que ahora te
encuentras, y si pudieses hacerlo saltar por los aires… ¡boom! Sí, que explosión más hermosa, eso sí
que captaría la atención de los nazis; y no solo eso, sino que además los dejaría con el culo al aire.
—¡Vamos Ronin, tenemos trabajo!
Ronin pega un ladrido, esta vez muy suave. No es tonto, y sabe que antes la había cagado al dejarse
llevar por la emoción. Te diriges a hurtadillas hacia la bahía, con una sonrisa malévola. Sin embargo, a
medida que te acercas, te das cuenta de una cosa… ¿Cómo vas a hacer que explote un submarino si no
eres un especialista en explosivos? Entonces piensas en el contramaestre, él sí que sabe de esas cosas,
de hecho es todo un experto; el problema es que no está contigo, sino que es a uno de los que
pretendes salvar. Maldices, y refunfuñas por lo bajo.
Ya estás en la bahía, no hay nadie a tu alrededor. No ves ni un mísero guardia. Ahora, te das cuenta
de otra cosa: El Black Swan está demasiado cerca del submarino; y sí, una explosión espectacular sería
increíble, pero cargarte las que, posiblemente, sean las dos únicas embarcaciones que os pueden sacar
de la isla a ti, y a los tuyos, puede que no sea buena idea. Necesitas pensar en otra cosa…
Sigues pensando en el contramaestre, tu buen amigo. Seguro que él podría tripular el submarino,
alejarlo de la costa, y hacerlo estallar, pero no…, Michael Abott no está contigo; entonces… ¡Michael!
Gritas su nombre, como si quisieses gritar ¡Eureka! Lo cierto es que acabas de tener otra gran idea.
Recuerdas el gramófono portátil último modelo que el bueno de Michael Abott tiene en su
camarote, a bordo del Black Swan, así como la colección de discos con la que siempre está
presumiendo. ¡Sí, irás al Black Swan y te harás con ese gramófono! Será la distracción perfecta.
A lo tonto, y casi sin darte cuenta, ya ha amanecido. La luz del día es muy peligrosa, y esto te hace
estar inquieto. Eres un blanco fácil. Te montas en una barca y, al tiempo que rezas todo lo que sabes,
remas todo lo que puedes. Subes a la cubierta del Black Swan, y vas directo al camarote del
contramaestre. Allí está el gramófono, y su lado, una enorme caja de discos. Rebuscas, y de repente,
como si se tratase de una revelación, uno de ellos queda atrapado entre tus dedos: «La cabalgata de la
Valquiria», de Wagner. De nuevo, no puedes evitar la sonrisa fácil, socarrona. Cargas con el gramófono,
con el disco y, antes de abandonar el buque, piensas en recoger algo que te sea útil, sin embargo, no
hay tiempo que perder y el aparato pesa lo suyo. Abandonas la idea y regresas a la orilla.
Hasta internarte en la jungla debes atravesar un claro. Nadie te ve. Te colocas en un punto lejano a
los barracones, desde el que sea imposible establecer una línea directa de visión, y pones el disco, a
todo volumen. La Valkiria de Wagner resuena de forma clamorosa y, mientras tú te aproximas a los
barracones sin que los soldados te vean, estos se dirigen a la fuente del sonido, embobados,
alucinados.
Llegas a los barracones y echas la puerta abajo.
—¡Lucy! —gritas de emoción, mientras te abalanzas sobre ella para darle un beso, pero no lo
consigues. Ronin es más rápido, y ella se deshace en cariños con el perro. Refunfuñas, mientras te
conformas con el aprecio y reconocimiento de tus compañeros. Pero no están todos. Allí solo están el
capitán, el contramaestre, y Lucy.
Preguntas por los demás, por la tripulación, y el capitán te informa que se los llevaron a un bunker,
a un laboratorio de un tal doctor para no sé qué de unos experimentos. Un asunto muy feo.
Sin perder un segundo, buscáis armas con las que defenderos. Sobre una mesa, amontonadas, unas
cuartas armas de mano. Abott se hace con un subfusil, el capitán con otro, así como con una pistola
Luger. Tú ya vas servido, y tu prometida no muestra interés en las armas de fuego.

122
—¡Debemos rescatarlos! Dice Lucy.
—¡Sí, iremos a por ellos! —agrega el capitán.
—No perdamos más tiempo —sentencias.
Continúa: Pincha aquí.

123
EI7

Los rayos de sol comienzan a calentar como si estuvieseis asándoos en una parrilla. El sendero
prosigue hacia el norte, y todo indica que ésta es la ruta que deberías seguir para encontrar al resto de
la tripulación del Black Swan.
Los soldados nazis pronto descubrirán el engaño, y mantenerse para entonces a lo largo del
sendero sería un suicidio. En eso estáis todos de acuerdo; ni siquiera os lo planteáis como opción. Pero
tú ya no eres quien decide, ahora las decisiones las toma el capitán Solloway, y a ti no te queda más
remedio que obedecer a regañadientes, estés o no estés de acuerdo.
El capitán os ordena internaros en la jungla y avanzar hacia el norte a través de ella.
Obedecéis.
Encabeza la fila en solitario el capitán, unos pasos más atrás el contramaestre; y tú, tratas de
hacerte el rezagado, cogiendo a Lucy por el brazo. En la retaguardia, ojo avizor, Ronin.
—¿De qué va todo esto? —le susurras a Lucy, sin perder de vista ni un solo movimiento de hojas a
tu alrededor.
—Ni idea —responde ella—, es todo muy raro. Temí no volver a verte. Cuando te llevaron los
soldados pensé que sería el fin. No debiste enfrentarte a ellos.
—Cariño —replicas—, sabes que ése no es mi estilo —haces una pausa—. Sabes, ¿no entiendo qué
hacen los nazis por estas latitudes, no tiene sentido, además, la guerra ya se ha terminado, la hemos
ganado. Todo esto es muy raro, ¿no crees?, y esta isla, ni te imaginas lo que he visto en ella... ¡Estamos
en peligro!
—¿Qué has visto? —pregunta Lucy intrigada.
—No lo sé, algo así como un caracol gigante escupiendo rayos y truenos, algo aterrador. Esto
parece una isla de pesadilla.
—Ni que lo digas, Ray. Nada en esta isla es normal, pero... ¿un caracol gigante, y yo me lo he
perdido? ¿Con lo que me gusta catalogar nuevas especies?
Entonces, Michael Abott, el contramaestre, que poco a poco ha ido reduciendo distancias con
vosotros, os interrumpe:
—¡Vaya, la pareja de tortolitos hablando de bichos imposibles, en vez de... darse cariño tras burlar
a la muerte, si es que, no tenéis remedio, no esperaba menos de vosotros.
—¡La culpa es de ella, que ya sabes cómo es! —replicas.
—¡Dejaros de historias y escuchadme! —dice Abott—. Aquí nada es casual, y no me fio un pelo del
capitán, sabe mucho más de lo que habla. Me juego el pescuezo a que no es quien dice ser, y también
estoy seguro que todo esto está relacionado con la señal que captamos antes de que nos abordasen.
—Tienes razón, Michael —asientes—. Si los nazis están en esta isla, es por algo. Seguro que están
haciendo algunos de sus experimentos, o buscando algún artefacto; si es que no descansan con esos
rollos ocultistas. La señal..., una isla con bichos mutantes... ¡joder! Rescatemos a los nuestros y
larguémonos de aquí a la de ya, porque...
En ese instante, un ladrido de Ronin os hace callar a todos de inmediato. Es una señal de
advertencia, y su hocico apunta en la dirección del peligro. Permanecéis quietos, en silencio, y entonces
observáis como algo que emite un horrible bramido arrasa con todo a su paso dirigiéndose a gran
velocidad hacia vuestra posición.
No tenéis tiempo a reaccionar. De repente, ante vosotros, una araña enorme del tamaño de un
tanque Sherman, con dos cuernos en fila sobre la perpendicular de los quelíceros. Otra bestia mutante,
dispuesta en este caso a embestiros, y luego quizás, devoraros en vida lentamente.
—¡Guau! —clama Lucy—. ¡Una nueva especie por clasificar! Es un, un..., un... ¡Aracnozonte!
—¡No! —replicas—. Es un ¡Lucy no me toques los cojones y corre como si te quemase el culo!
Sin mirar atrás, todos echáis a correr rumbo hacia un futuro incierto.
La bestia no cesa de perseguiros. Justo cuando está a punto de alcanzaros, amartillas tu subfusil, te
giras y disparas una ráfaga. Le das de lleno en la cabeza, puede que incluso alguna de tus balas le haya
cegado uno de sus múltiples ojos. Esto ha sido suficiente como para que se lo piense dos veces. La
bestia detiene su ataque, y recula, gruñendo.

124
Os agrupáis, pero el capitán ha desaparecido...
—¿Dónde está el capitán? —preguntas.
Nadie contesta, miras a Michael, éste a Lucy, y ella a Ronin, que en vez de mirarte a ti, para cerrar
el círculo, permanece mirándola, embobado.
Lo llamáis en voz baja, por si acaso:
—¡Solloway! ¡Solloway!
Nadie contesta.
—Puede que se haya perdido —dice Lucy—, o igual le ha pasado algo.
—Sí, en esta isla todo es posible —añades—. Será mejor que le busquemos.
Avanzáis, escudriñando en derredor, y entonces advertís el sonido de agua fluyendo. Seguís
caminado y os topáis con un rio.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Seguir el curso del rio hacia su nacimiento, quizás así encontréis a Solloway, y si no
buscar un punto elevado desde donde observar toda la isla. Pincha aquí.
Opción 2: Seguir el curso del rio hasta su desembocadura, que os llevará de nuevo a algún punto de
la costa, y ver qué os podéis encontrar. Pincha aquí.

125
EI8

Canturreas en silencio el himno de los marines, y te emocionas... «Desde los salones de


Montezuma, a las costas de Trípoli...». La adrenalina bulle por tus venas, sabes que puedes hacerlo y
deseas machacar unos cuantos Kartoffeln. Tan solo necesitas un poco de táctica, nada del otro mundo
para alguien como tú, acostumbrado a infiltrarse en las líneas enemigas, capturar posiciones
estratégicas. Es cierto que ahora ya no eres tan echado para adelante como en tu época de loco
playboy, ni tampoco tienes la misma destreza en combate como cuando estabas en activo, pero
tampoco nunca tuviste que enfrentarte a una misión tan fácil, en apariencia, ni rescatar a la chica que
te vuelve loco; además, cuentas con la ayuda de tu inestimable amigo, el bueno de Ronin, como en los
viejos tiempos.
Por desgracia el factor sorpresa no es una opción. Los nazis saben que merodeas los barracones, así
que no tardarán en recibir refuerzos. Pronto habrá más soldados, debes darte prisa; sin embargo, te
confías y, sin darte cuenta, ya no canturreas en silencio. Ronin te advierte, trabándote en la muñeca.
Reaccionas, observas, y, al poco, una pareja de soldados se aproxima a donde te ocultas. Sin duda son
carne de cañón, piensas. Al instante te pones en pie y les disparas a bocajarro una ráfaga con tu
metralleta. Imposible fallar a esa distancia. Ambos cuerpos se desploman y, con una agilidad felina,
antes de que ellos toquen el suelo, ya te has escondido de nuevo. No existe mejor camuflaje que un
espeso y tupido manto de jungla, justo además a pocos metros de tu objetivo. Por contra, este juego
podría salirte caro, pues los nazis no son tan tontos como crees.
Sí, ya has matado a unos cuantos, eso es cierto, y cada vez te quedan menos para liquidarlos a
todos. No puede haber muchos, no crecen en la isla; habrán llegado en el submarino que viste en la
bahía, el cual no tiene capacidad para más de 40 o 50 hombres, así que solo es cuestión de tiempo
acabar con todos, eso en teoría; o al menos así lo piensas.
De pronto, todas tus cábalas se quiebran y los pensamientos pasan a segundo plano. Observas la
irrupción de un nuevo personaje en escena, un nazi diferente a todos los demás, capaz de ocultarse
con su propia sombra. Es alto, fuerte, y lleva un parche en su ojo derecho. Nada más alcanzar la puerta
de entrada de los barracones salen dos soldados a su encuentro, deparándole un distinguido y
temeroso saludo. Enseguida te das cuenta, es todo un teniente de las SS, y esto es mal asunto. El juego
está a punto de cambiar, o puede que incluso más cerca del final de lo que crees, un final terrible.
Esperas acontecimientos, los cuales se suceden deprisa. No lo habías pensado ¿cómo no te diste
cuenta? ¡Ellos son quienes dominan la situación, no tú! No puedes utilizar la fuerza bruta cuando se
trata de rescatar a tus compañeros, ni siquiera tienes nada con qué negociar. Así, a la orden del
teniente, uno tras otro y maniatados por la espalda, Lucy, Abott y el capitán Solloway, son conducidos
ante su presencia. No puedes oír la conversación, pero sabes que ahora las cosas se han complicado y
temes lo peor.
—Señor Martini —grita el Teniente de las SS, con un acento ridículo— entréguese ahora mismo o
sus amigos morirán.
Sabes que va en serio, los de la SS no se andan con juegos. Dudas unos instantes, y observas como
el teniente desenfunda su luger apuntando a la cabeza de Abott. Si te entregas, estás perdido; y si no lo
haces, él morirá.
Estos instantes de duda resultan fatídicos. El teniente dispara y descerraja un tiro que atraviesa la
cabeza de Abott, desplomándose de inmediato sobre sus rodillas.
—¡Ahora probaremos con la chica! —grita el teniente.
Estas palabras, justo cuando aún no has podido asimilar la muerte de tu amigo Michael Abott, te
parten el corazón mientras se te revuelven las entrañas. Deseas echarte a llorar, pero la rabia te
reconcome, y debes decidir qué vas a hacer. Tu mente no está lúcida, aun sí piensas en las opciones.
Por un lado, sabes que los nazis no actúan al azar, tienen un protocolo para estos casos. Existe una
probabilidad muy, muy alta de que sea un farol. Ese maldito tuerto no se atreverá a matar a una chica
tan hermosa como Lucy, pues debe saber que si lo hace estaría perdido, ya no tendría una moneda de
cambio. Si lo hace ya no habría motivo para que abandonases tu escondite, y entonces te dedicarías en
cuerpo y alma a vengar su muerte. Ese maldito teniente seguro que está pensando esto mismo, por eso

126
no la matará. Asesinó al viejo porque solo era un oficial de segundas, y lo hizo para meterte miedo,
para que vieses que iba en serio, solo para eso. No se cargó al capitán Solloway porque seguro que cree
que podría serle útil. No, no matará a la chica, no lo hará.
Por otro, en cambio, las dudas te corroen; y la que tiene una bala de 9 milímetros presta a
taladrarle los sesos es, nada más y nada menos que Lucy, tu amada, y esto te pone nervioso. Sí, los
nazis de las SS siempre lo tienen todo calculado, son fríos, pero también sádicos. ¿Y si no fuese un farol
y, por no tener el valor de entregarte, estás a punto de asistir a una ejecución que te marcará de por
vida, o peor aún, te quitará las ganas de vivir para siempre? Quizás lo mejor sería que te entregases.
¿Qué haces? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: No haces nada, si te entregas, estás muerto, y lo más probable es que sea un farol Pincha
aquí.
Opción 2: Te entregas, quizás aún tengáis una oportunidad. Ahora lo importante es ganar tiempo
Pincha aquí.

127
EI9

Decides no hacer nada, confías en que el jodido kraut no se atreverá a matar a Lucy, sabes que es
un farol, y probablemente lo sea, sin embargo, Ronin no entiende de estrategias absurdas; no entiende
de políticas, ni tácticas, ni rangos, ni mucho menos de faroles que no sean aquellos en los que orinar,
así que, nada más ver a Lucy en peligro y, ante tu inoperancia, mientras tus ideas naufragan entre
hipótesis absurdas y maquiavélicas, la bestia cánida se arma del arrojo que a ti te falta, dejándose de
ladridos para emitir todo un rugido de guerra, a la par que, de un poderoso salto, vuela por los aires en
dirección Lucy.
Es tal el estruendo, la rabia guerrera de Ronin, que llama la atención de todos los soldados allí
presentes. Por desgracia para él, la puntería del teniente de las SS, que ni siquiera tiene que guiñar un
ojo para afinarla, es la más rápida y certera de todas. Incluso antes de que pudiese sentirse en serios
aprietos, el teniente le hace un tercer ojo a tu siempre fiel amigo. Pero tus lágrimas ni siquiera tienen
tiempo de alcanzar el suelo por sí mismas, y sí en bloque con tu alma y tus huesos, pues, sin quererlo,
Ronin delató tu posición. Un soldado alemán, desde la torre vigía, acaba de localizarte. De inmediato,
un disparo de su máuser. Ahora, sesos y lágrimas fluyen a tu alrededor, marcando el lugar de tu tumba.
¡Has fracasado!

FIN

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128
EI10

Decides entregarte, un bonito gesto, pero una decisión estúpida. Si ya te habían condenado a una
muerte atroz, para que fueses devorado en vida por aquellas extrañas criaturas, y esto por haber
matado a uno de los suyos durante el abordaje, ¿qué crees que harán ahora contigo, después de
haberte cargado a unos cuantos más? ¿Cómo no has pensado en ello?
En efecto, apenas te acercas unos metros al teniente, con tu sonrisa de medio lado, como
diciéndole... «Venga va, ¡Mr. Hynee Kraut!», por ahora tú ganas, pero aquí el prota soy yo, así que ya te
joderé y me llevaré a la chica, como siempre pasa», es entonces cuando éste, que ya tenía una bala
reservada para ti, decide entregársela a su destinatario, justo en ese momento, y vía cerebral. Bueno,
lo cierto es que mucho cerebro no has tenido para acabar así, y por si fuese poco, no solo una bala,
sino que a ésta le siguieron otras dos, y más de lo mismo para tu compañero Ronin, acribillado a tiros al
salir en tu defensa.
Lo más probable es que los nazis tuvieran prisa por deshacerse de ti y regresar a sus asuntos,
ocupaciones de mayor importancia, por lo tanto no tendrían el más mínimo interés en seguir con una
situación que no les producía ningún beneficio. Lo cierto es que, hasta cierto punto, tuviste suerte, es
decir, una muerte rápida e indolora. Mucho mejor que morir devorado en una playa por unos cangrejos
mutantes, ¿no? Ya veremos que les ocurrirá a tus compañeros, quizás se salven, o quizás sufran lo
indecible. Incluso es posible que a tu Lucy la violen las veces que haga falta, para mantener la moral de
la tropa bien alta, pero todo esto supongo que a ti poco te importa, al fin y al cabo estás muerto, y lo
estás por no calibrar bien tus opciones.
¿Y tú ibas a salvar el mundo? ¡Anda ya!

FIN

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129
SA2

Desciendes por la colina entre cascotes y arbustos que te sirven de cobertura, los ruidos de la
batalla suenan a tu espalda como un eco salido de alguna pesadilla. Ronin gruñe y te sigue el paso,
parece molesto por abandonar la lucha sin ser consciente del peligro que correríais si dejaras a sus
instintos actuar.
Puede que esa criatura que acabas de ver sea una mutación genética. Tu mente de biólogo te dice
que solo un loco sería capaz de crear algo parecido, un demente con avances tecnológicos de tal
magnitud que podría desnivelar la balanza en la guerra que asola el mundo. Mejor no pensar en ello,
ahora debes preocuparte por la seguridad de tu equipo.
Tras tus divagaciones te acercas lo suficiente a la torre como para ver su silueta entrecortada al
anochecer. Te encuentras agazapado en la linde de una extensión plana y sin recovecos que te separa
de tu destino. Un potente faro recorre el entorno, como un ojo radiante manipulado por los centinelas
nazis.
Aguantas un par de barridos del haz de luz y cronometras el espacio que deja en penumbra cada
paso del foco. Ronin y tú aguantáis la respiración, con el cuerpo bocabajo sobre la arena, mientras el
círculo proyectado navega ahuyentando las sombras con su presencia.
Tres, dos, uno... Comienzas a correr, con el corazón estallándote en el pecho por el esfuerzo, y
logras atravesar el campo abierto sin llamar la atención; pero en tu carrera has dejado atrás a Ronin, el
cual parece olisquear algo a medio camino. Tu fiel compañero olfatea el suelo a unos veinte metros de
tu posición, gruñe, escarba. El impertérrito reflector se acerca. Se acerca cada vez más al animal.
Rápidamente sacas el silbato que cuelga a tu cuello y soplas con fuerza.
Silencio, solo las almohadilladas patas de Ronin sobre la arena silenciadas por el cercano batir de
las olas y el frenético latir de tu corazón acompaña la escena: unos metros antes de que el área
iluminada llegue hasta tu amigo, este sale disparado a tu encuentro bajo el muro de la torre vigía. El
faro pasa sobre las huellas sin prestar ninguna atención.
Recuperas el aliento unos segundos, rodeas la pared y encuentras la puerta. Ha sido pan comido.
No hay ningún ruido que delate movimiento en el interior, solo el traqueteo de un motor de
gasolina; de todas formas abres el picaporte y te adentras con cautela, con la mano aferrada a la
ametralladora.
En el interior todo son sombras, una pequeña ventana deja entrar la luz de la luna perfilando los
contornos de los escalones ascendentes de una escalera de caracol. En el centro, el ruidoso motor del
generador ronronea electricidad hasta el potente reflector de la cubierta. Todo está tranquilo, pero en
la zona de arriba te esperan un par de cabezas cuadradas y posiblemente una radio. No es momento de
correr riesgos, así que trazas un plan infalible.
En la cubierta, cuando la luz de la lámpara se apaga tras un parpadeo, uno de los alemanes baja por
las escaleras de caracol refunfuñando en su lengua materna. Las sombras te cubren como un velo
haciéndote invisible. Esperas, escuchas las botas militares descender hasta tu altura y, con un
movimiento estudiado en tu mente para no dejar hueco al azar, rodeas el cuello de tu adversario e
inmovilizas sus brazos.
Mantienes la tráquea aplastada con tu antebrazo y sientes desvanecer las fuerzas del guardia con
cada sacudida de su cuerpo, ya falta poco. De repente, y esto no entraba en tu plan, el otro guardia
desciende por los escalones gritando algo que, debido al miedo que atenaza su voz, no logras traducir
al completo.
Durante un interminable segundo, el recién llegado y tú os miráis a los ojos; el otro guardia se
extingue lánguidamente bajo tu presa.
El alemán desenfunda su pistola y descarga tres balazos. Los impactos golpean a su compañero que
cae a plomo tras ser usado como escudo. En ese preciso instante, Ronin ladra desde el otro lado de la
sala, y eso llama la atención de tu contrincante para darte ventaja, la suficiente como para descerrajar
tu arma a la altura de su cabeza. La ráfaga de la MP40 ilumina la gran mancha de sangre que dejan los
sesos del soldado enemigo contra la pared. Has tomado la torre, y ahora te sientes imparable.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

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Opción 1: Subir a la cubierta de la torre para mandar un mensaje de auxilio a las tropas aliadas.
Pincha aquí.
Opción 2: Bordear la costa hasta los barracones, donde deben tener prisioneros a tus enemigos.
Pincha aquí.

131
SA3

El guardia que bajó de la cubierta a toda prisa, al que acabas de matar, gritaba algo inentendible
debido al tono aterrador de su voz. Algo extraño estaba sucediendo en la cubierta, tu sentido común te
advierte que deberías alejarte de allí a toda prisa. Sin embargo, te sientes capaz de acabar con medio
centenar de alemanes con tus propias manos.
Activas de nuevo el generador, de esta manera podrás echar un vistazo a lo que te rodea sin miedo
a levantar sospechas. Recargas tu arma y subes los escalones presto a deslizar el gatillo contra
cualquier cosa que te salga al camino; Ronin parece seguir más sus instintos y se queda al pie de la
escalera, con un gimoteo que no hace mella en tu decisión.
Al final una trampilla da acceso al suelo de la parte superior de la atalaya. Entreabres la escotilla lo
suficiente como para echar un vistazo: el foco apagado, una cantimplora derribada sobre un charco de
agua y una pequeña y pesada radio portátil que reposa sobre una mesa plegable; el murmullo de la
frecuencia estática sale de sus auriculares. A parte de ese ruido, el batir de lo que parece una bandera
ondeada al viento te da la suficiente tranquilidad como para salir al aire libre.
La visión de la isla a la luz de las estrellas te produce un escalofrío. Desde allí, al sur, puedes ver el
Black Swan fondeando en la bahía junto con el submarino de guerra, los barracones al norte y la
imperturbable jungla llena de misterios y pesadillas al oeste. Sin previo aviso, una sombra se desliza
sobre ti sin darte tiempo a reaccionar.
Lo que creías el ruido de una bandera agitada por las corrientes de aire no era otra cosa que las
correosas alas de un murciélago gigante, te inmoviliza contra el suelo, bocabajo, con sus poderosas
garras haciendo presa sobre tus hombros y tu costado izquierdo. Sientes el calor de su saliva deslizarse
por tu nuca, su greña se sacude impaciente ante el festín sanguinolento que olfatea dentro de tu
sistema.
—¡Ronin! ¡Ronin, ayuda! —clamas por tu salvación.
La última vez que viste a tu compañero estaba en la planta baja, advirtiéndote del peligro. No
llegará a tiempo.
Los afilados colmillos del vampiro mutante son dos medias lunas en el rabillo de tus ojos. Te
impulsas flexionando tus brazos sobre el suelo de piedra, el peso extra del monstruo ponen a prueba
tus poderosos bíceps; aunque logras incorporarte de rodillas sigue apresándote por la espalda. La
ametralladora, al haber sido derribado por sorpresa, está lejos de tu alcance. Intentas zafarte del
demonio que berrea molesto de que su víctima sea tan obstinada. Te pones de pie a duras penas.
Entonces, el murciélago te arrastra por la cubierta con su aleteo espasmódico hasta que tus piernas
chocan contra el foco y caes de nuevo al suelo. Tus fuerzas están al límite, tus pulmones parecen
bombear lava hirviendo por tus entrañas. La trampilla está cerrada y escuchas las patas de Ronin
arañar la madera, desesperado.
Ves recorrer tu vida a la velocidad de un rayo, una centella llena de imágenes felices y batallas
ganadas. La vida es un destello, piensas mientras cesa el aleteo y el gigantesco vampiro abre las fauces
para descargar una dentellada a la carótida.
—Un destello —mascullas entre dientes a la par que estiras tu brazo hasta el interruptor del foco
reflector.
La luz hace que el grito de la criatura cree un eco en tus tímpanos del que no podrás huir en la
próxima media hora. La figura peluda y de alas membranosas sale disparada hacia la noche,
ahuyentada por el resplandor de 4000 lúmenes de potencia sobre sus diminutos ojos porcinos.
Has estado cerca, la próxima vez tal vez debieras hacer caso de Ronin.
Abres la compuerta y dejas que Ronin te empuje con el hocico en muestra de cariño.
Revisas la radio: una lástima, no tiene suficiente potencia para llegar fuera de la isla o, quizás,
alguna extraña onda electromagnética capa la frecuencia poco más allá de tierra firme. Tanto esfuerzo
para nada.
De repente, una retrasmisión llega desde no muy lejos.

132
«Aquí puesto de barracones esperando instrucciones para proceder con los prisioneros —traduces
a toda prisa el mensaje radiofónico—. Tenemos problemas para mantener a la mujer callada, es un
incordio. Pido permiso para acabar con ella».
Casi desconectas el auricular al responder con un perfecto acento nativo, oriundo berlinés. Aún
recuerdas el nombre del oficial que mandó enterrar tu cuerpo en vida y abandonándolo en la playa:
—Aquí el teniente Wittmann, retrasmitiendo desde el puesto de control. Negativo. Los prisioneros
tienen información valiosa para los incuestionables planes del Führer. Las ordenes son traer a los
rehenes hasta la torre vigía más cercana, situada al sur de vuestra posición. Un par de soldados
escoltarán a los susodichos hasta la puerta de la torre, donde serán entregados al centinela que los
custodiará hasta mi llegada. Acaten la orden lo más rápido posible, una patrulla los recogerá en pocos
minutos y los pondrán a mi disposición al amanecer. Es necesario que cumplan la orden en el acto.
"Pero mi teniente, usted mismo dio la orden de que no salieran de aquí hasta que el doctor Gerber
nos diera la orden de llevarlos al búnker"
—¡Soldado, cumpla mis órdenes sin rechistar! ¿Acaso tengo que darle explicaciones a cada
subalterno que cuestione la escala de mando? Dígame su nombre.
"A la orden, mi teniente. Cabo Erwin von Lewinski. Le pido disculpas por mi atrevimiento, mandaré
a los prisioneros de inmediato a la torre. ¡Heil Hitler!".
—Heil Hitler —respondes con el dedo anular apuntando al cielo.
Si todo sale bien, tu querida Lucy será un paquete exprés enviado a toda prisa hasta tu puerta.
Ronin gruñe a tu lado, nunca le gustó que hablaras alemán y menos que pronuncies el saludo nazi con
tanta desenvoltura, al fin y al cabo él es un pastor Belga y siente un odio acérrimo a todo lo relacionado
con los cabezas cuadradas.
La espera se hace interminable. Te colocas el uniforme del primer soldado que mataste en la planta
baja y esperas la llegada de tus compañeros frente a la puerta del edificio. Apenas falta una hora para
que salga el sol, la jungla emana una falsa sensación de quietud, como una víbora estática a punto de
morder a su víctima, mortal y venenosa; pero estática, esperando encontrar el momento justo que
dicta su instinto de depredadora.
El ruido del coche se acerca iluminando el camino del norte. La luz del foco, en las alturas de la
atalaya, se mueve trazando círculos alrededor del perímetro. Todo marcha bien.
Contienes las ganas de salir al encuentro de tus compañeros, te mantienes en tu papel de soldado.
El coche para delante de ti, la pareja de guardias ordena a los prisioneros esposados a bajar del
vehículo y todo comienza a irse de las manos.
El foco, sobre su plataforma rodante, lo habías atado a Ronin para simular la ronda de vigilancia,
pero el olfato del animal ha captado el aroma de su querida Lucy; no habías previsto ese pequeño
detalle. Los dos alemanes miran extrañados el rápido zigzag del círculo de luz sobre la tierra, y
desenfundan al primer ladrido del perro.
Ni siquiera te da tiempo a disparar, pero a ellos tampoco. Los soldados, absortos por los ladridos de
Ronin, han olvidado prestar atención a los movimientos del capitán Solloway y del contramaestre; los
cuales, como si lo hubieran ensayado para una coreografía, pasan las cadenas de las esposas por
encima de las cabezas cuadradas y, de un movimiento gravitatorio, bajan los brazos haciendo fuerza
con el peso de sus cuerpos. Los rostros de sus centinelas van cambiando rápidamente de color,
pasando del amarillo pálido hasta el azul oscuro y amoratado de la muerte por estrangulación.
—¡Lucy! —gritas arrojando el casco de la Waffen-SS al suelo y la chaqueta del uniforme—. Soy yo,
Ray.
Ella se deja abrazar, mas no puede devolverte el gesto porque aún tiene las manos esposadas.
—Ya habrá momento para arrumacos, Doc —dice Abott que saca las llaves del bolsillo de su
víctima—. Ahora será mejor que nos larguemos de aquí.
El reencuentro se deshace en sonrisas y miradas cómplices entre el grupo de supervivientes. Los
rayos del amanecer perforan la niebla de los arrecifes y os pertrecháis con las armas de los enemigos
caídos. Nadie te da las gracias, aunque sabes que sobrarían esas palabras en un momento como ese; el
resto de la tripulación del Black Swan sigue cautiva en algún lugar de la isla.

133
Ronin, tras bajar de la cubierta, es el único que recibe la atención de la dama. Lucy es generosa con
sus caricias y palabras hacia el peludo miembro del grupo.
Ya lo tenéis todo preparado, decidís abandonar la radio y llevar solo lo necesario para recorrer la
mayor distancia posible en poco tiempo.
—Nos internaremos en la jungla —ordena el capitán Solloway con la colilla de un puro en los
labios—. Una vez alejados del camino, ascenderemos al norte.
—¿Por qué al norte, capitán? —pregunta Abott.
—Allí nos espera nuestro destino, recordad que nada ha cambiado. Yo estoy al mando y
obedeceréis mis órdenes si queréis salir de esta isla con vida.
—Está claro que nos oculta algo, Solloway —dices—. Usted conocía las coordenadas de esta isla
antes de que los alemanes nos abordaran.
—No diga estupideces, señor Martini. Si hay algo que le oculto es por su bien, no lo ponga en duda.
Y ahora, coja a su mascota y déjeme hacer mi trabajo.
Aunque te molesta reconocerlo, Jack Solloway es un hueso duro de roer y sabe bien lo que se hace.
Gracias a él sigue con vida tu prometida y tu mejor amigo. Sin embargo tú te dejaste guiar por tus
impulsos y acabaste tocándole las narices al teniente de la SS, ese tipo con mirada de reptil llamado
Wittmann.
El grupo se interna bajo la luz de la mañana en la sofocante y húmeda jungla. El camino se hace
duro, en silencio. Cualquier ruido podría delatar vuestra posición. Tras una hora de viaje, oís el
murmullo del agua correr. La espesura es casi infranqueable y el cauce natural del río os facilitaría el
paso por la jungla.
—Venid, he encontrado un acceso hasta el río —dice Lucy.
Ronin se adelanta siguiendo al trote a la doctora entre la maleza y Abott te reta a una carrera como
si fuera un domingo de excursión. Poco te importa qué opinará Solloway de estas chiquilladas, pero
alejar la mente de la tensión que genera la isla te da ánimos para seguir adelante sin enfrentarte a las
órdenes del viejo.
El río fluye con fuerza. La corriente arrastra trozos de madera que flotan hacia el norte con rapidez.
Buscas a tus espaldas al capitán pero no hay rastro de él por ninguna parte.
—¿Habéis visto a Solloway? —preguntas.
Abott y Lucy se encogen de hombros. Ronin parece más interesado en beber un poco de agua
fresca que en tus preguntas.
Llamáis a Solloway sin levantar mucho la voz, esperáis unos minutos, pero parece que os ha dado
esquinazo.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Seguir el curso del rio hacia su nacimiento, quizás así encontréis a Solloway, y si no
buscar un punto elevado desde donde observar toda la isla. Pincha aquí.
Opción 2: Seguir el curso del rio hasta su desembocadura, que os llevará de nuevo a algún punto de
la costa, y ver qué os podéis encontrar. Pincha aquí.

134
SA4

El camino bordea la arena blanca de la costa y te lleva hasta una edificación medio en ruinas que
semejan unos barracones, guarida de los soldados nazis. Algo en tu interior te empuja a creer que los
demás tripulantes del Black Swan están vivos; se te hace inimaginable no volver a rodear con tus brazos
a Lucy, el olor de su pelo, sus labios apretados contra los tuyos con un magnetismo incontrolado.
Agachado tras una roca moteada de verdina casi puedes sentir su húmedo aliento junto a tu cuello, su
aroma a flores... ¿podridas? El tufo te saca de tus calenturientas divagaciones: Ronin está a tu lado y
comienza a lamerte la cara al pillarte desprevenido.
—Quieto, Ronin. No tenemos tiempo para fraternalismos.
Los barracones parecen bastante activos. Frente a su puerta hay un centinela y varias patrullas de
élite de las Schutzstaffel entran y salen del perímetro, lo cual no te extraña después de haber visto las
monstruosas criaturas que habitan la isla. ¿Qué moverá al ejército nazi a estar tan interesados en este
lugar de pesadilla? —te preguntas— ¿Qué ha traído al capitán Solloway a meterse en los intereses del
Führer?
Estas preguntas y muchas más aletean sobre tu cabeza como pájaros de un mal presagio.
Escrutas las ruinas con una mano acariciando a tu perro, ni siquiera tienes pruebas de que tus
compañeros se hallen en su interior. Si tuvieras una señal, solo una maldita señas de que se encuentran
allí, serías capaz de arriesgar tu vida a costa de su libertad.
—¡Malditos hijos de puta! —grita alguien bajo el destartalado techo de los barracones— ¡Quien se
atreva a ponerme una mano encima tendrá que recoger sus dientes del suelo con una escoba!
Ronin te confirma tu sorpresa: es la inconfundible voz de la doctora Allen, tu prometida. Lucy está
viva.
Esta vez no podrás infiltrarte y terminar la obra con un par de cadáveres, necesitas un plan mejor.
¿Qué decides?

Opción 1: Tengo que crear una distracción, alejar los soldados de los barracones y mantenerlos
ocupados. Pincha aquí.
Opción 2: Lo mejor, guerra de guerrillas. No hay más de diez soldados, once o doce como mucho.
Puedes deshacerte de ellos uno a uno, y asegurar el rescate. Pincha aquí.

135
EI11

Remontáis el rio, nerviosos, y asombrados por el extraño color verde de sus aguas. No perdéis de
vista ni la más mínima posibilidad de encontraros tanto con el capitán Solloway, como con alguna otra
bestia de pesadilla. Tras un largo paseo ni siquiera sois conscientes del paso del tiempo, es como si
estuviese detenido, como si ya no importase.
De repente, ante vuestros ojos, una poderosa iridiscencia os obnubila al tiempo que os rodea. Tras
unos instantes de dulce y armoniosa confusión, se disipa, y observáis un maravilloso lago de aguas
tranquilas, pero llenas de vida. Son aguas de un verde fluorescente como nunca antes habías visto, algo
que os cautiva, no os deja pensar con claridad.
No estáis solos, a vuestro alrededor hay todo tipo de seres vivientes, unos orillados, degustando el
líquido elemento, otros zambulléndose en él, y otros emergiendo de las profundidades. Seres cuyas
formas cambian, mutan, convirtiéndose en monstruos de pesadilla. Pero no os sentís amenazados,
pues formáis parte del todo en el que os encontráis, y una melodiosa voz os susurra al oído. Son cantos
de sirena, lo sabéis, pero no os importa.
Te sientes maravillosamente bien, embriagado por esa voz que te seduce, y te apartas del grupo, te
diriges hacia ella. Es una voz femenina, una hermosa ninfa clama por ti.
Semidesnuda, cubierta por una fina y trasparente tela de agua verde, canta solo para ti mientras
reposa con voluptuosidad y, según te acercas, ya no es lo que escuchas, sino lo que ves, unos senos
turgentes y un manto que se diluye, apreciando la desnudez del Edén. Ahora, que ya estás justo a su
lado, ya no es lo que ves, sino lo que sientes, atrapado por sus caricias y sus besos, dispuesto a
entregarle toda tu virilidad, como en tus mejores tiempos.
Sí, te vas a acostar con ella, sin importarte nada más a tu alrededor. Dejas caer tu arma y
desenfundas tu herramienta de placer, sin embargo, justo cuando estás a punto, sientes como algo
golpea tu cabeza por detrás, arrancándote a las bravas de un sueño maravilloso.
Te giras, y observas como Lucy te increpa desde la otra orilla del lago, llamándote de todo, incluso
insultos que ni siquiera sabías que podrían existir. Jamás la habías visto tan enojada, y jamás podrás
explicarte cómo demonios hiciste para cruzar todo el lago, y encontrarte donde estás ahora. Giras la
mirada, hacia un cuerpo que yace húmedo y caliente bajo el tuyo, y un escalofrío recorre tus entrañas,
a la vez que las náuseas te llevan irremediablemente al vómito.
Estás semidesnudo, erecto, sobre un extraño animal que crees que podría ser un anfibio
antropomorfo. Lucy no deja de gritarte, Abott igual, y Ronin te ladra, pero ahora te sientes atrapado.
De forma instintiva sueltas un gancho de derechas, y noqueas al animal, aunque éste no se dará por
vencido, solo el tiempo necesario para que te pongas en pie, te vistas, y recojas tu subfusil del suelo.
Debes regresar junto a Lucy y Abott, pero estos se encuentran al otro lado del lago, una distancia a
nado en línea recta de unos 100 metros aproximadamente. Sopesas las opciones, pero no tienes
muchas. La única, echar a la carrera a lo largo del perímetro, por tu izquierda, ya que por la derecha
tienes el anfibio bloqueándote el paso, y tras él, algunos de sus compañeros que acuden a modo de
refuerzos. Sin embargo, el perímetro es todo un misterio, apenas sabes que te aguarda unos metros
más allá, y la visibilidad es nula por completo.
¿Qué haces? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Te la juegas. Eres un experto nadador, y cien metros en línea recta son pan comido.
Pincha aquí.
Opción 2: Echas a correr, a lo largo de la orilla. Pincha aquí.

136
EI12

Cuelgas el fusil por la correa cruzándote la espalda, y te lanzas de cabeza a las aguas mágicas de
color verde fluorescente.
El crol frontal es tu especialidad, siempre fuiste el más rápido allí dónde te luciste, y esta vez no iba
ser menos. Alcanzas una velocidad endiablada y, antes de que te des cuenta, ya has rebasado el punto
central.
Apenas te separan unos metros de la orilla. El clamor de Lucy que, entre gritos de ánimo todavía
sigue insultándote, suena cada vez más próximo. Estás a punto de conseguirlo, sin embargo, algo te ha
cazado, te sujeta con fuerza por el tobillo y tira de ti.
Sin tiempo para pensar, y sin capacidad para hacerle frente a una amenaza que surge de las
profundidades del lago, te hundes irremediablemente, desapareces de la vista de tus compañeros.
Por unos instantes reina el silencio. Segundos más tarde, todos gritan al unísono:
¡Ray! Ray!!!
Pero tú no puedes responder. Pasan los minutos; suficientes para que te den por muerto. Nadie
puede resistir tanto tiempo debajo del agua, ni siquiera un nadador espeleólogo experto como tú. Sin
embargo, cinco minutos sin respirar no bastan para acabar con tu vida.
Emerges como un resorte, y tu nombre retumba por toda la jungla, como si obrase un milagro.
Continúas nadando hacia la orilla, pero algo no va bien. Nadas demasiado rápido, y tus compañeros ya
no sonríen, no aguardan por ti con los brazos abiertos, sino que huyen.
Has bebido del agua vital, un agua contaminada por la radiación de un meteorito que se encuentra
en el subsuelo, y que tiene un maquiavélico plan para todo ser vivo de la isla; y ahora, tú formas parte
de ese plan, eres un monstruo mutante.
Te abalanzas sobre Ronin, que no deja de ladrarte, y le arrancas la cabeza de un mordisco; a
continuación, destripas a Abott, y por último, persigues a Lucy, que trata de huir desesperadamente. Le
das caza, y le arrancas el corazón.
¡Has fracasado!

FIN

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137
EI13

Corres, corres y saltas cuantos obstáculos te salen al paso. Tras de ti una horda de bestias anfibias
te persigue y, justo cuando están a punto de alcanzarte, tienes que salvar un rio que se cruza delante
de ti. Aunque ni siquiera es necesario que te detengas, ni siquiera lo piensa por un momento, pues de
alguna manera que no comprendes, observas de inmediato una liana que cuelga justo en el punto
preciso.
Sin detenerte, saltas sobre una roca, y desde ésta te lanzas por el aire atrapando la liana. El impulso
te lleva a la otra orilla. Caes al suelo, ruedas como en las películas, te levantas y sigues corriendo. Miras
atrás, y observas como tus perseguidores no se dan por vencidos.
—¡Corre Ray! —escuchas a Lucy, a Abott, a Ronin; todos te jalean.
No puedes ver a tus compañeros, han desaparecido de tu vista, pero los escuchas, sientes su
clamor. Continuas salvando obstáculos, pero las bestias son más rápidas. Otra vez las tienes encima,
pero ahora sí has marcado al fin una línea visual con tus compañeros. Abott sabe que necesitas ayuda,
y abre fuego contra las bestias. Ronin también corre en tu dirección, ahora te sientes seguro.
Nada más acercarte a Lucy, ésta te cruza la cara. Es tan fuerte el bofetón que, sin lugar a dudas, lo
habrán escuchado todos los soldados nazis de la isla, y puede que hasta creyesen que era fruto de un
cañonazo de alguna de las baterías de costa; y no solo eso, sino que además te propina una patada en
la entrepierna que te obliga a besar el suelo, retorciéndote de dolor.
Ni siquiera te atreves a rechistar, te lo tienes bien merecido.
•—¡Vámonos Ronin! —ordena Lucy, furiosa.
Ahora te encuentras solo, todos se han ido, pero tú aún no puedes seguirlos. Necesitas unos
minutos. El dolor sordo que están produciendo ahora mismo tus partes nobles no te permite dar un
solo paso. Sin embargo..., escuchas un grito de auxilio. Es Lucy, está en peligro.
Te pones en pie, y corres tras ella, solo que llegas tarde. Lucy cuelga del aire, ensartada por uno de
los cuernos del aracnozonte al que tú habías dejado tuerto, ahora con ganas de revancha. Abott vacía
su cargador, y tú permaneces impávido, petrificado. Tus partes nobles ya no te duelen, ya no las
sientes. Ni siquiera te das cuenta cuando te las arrancan de un mordisco. Una de las bestias anfibias,
que en ningún momento había dejado de perseguirte, te ha dado caza al fin, y se las lleva,
masticándolas como si fuesen un chicle. Caes sobre tus rodillas, y el aracnozonte se abalanza sobre ti,
ensartándote al igual que a tu compañera.
Nunca una brocheta había sido tan romántica.
¡Estás muerto, has fracasado!

FIN

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138
EI14

Tras unos minutos de espera, por ver si regresa el capitán Solloway, decides continuar en dirección
norte, siguiendo el curso del río hacia su desembocadura. Tu prometida Lucy, Abott y el incansable
Ronin te acompañan. Avanzáis con sigilo, orillando este enigmático ser, oscuro y serpenteante, que
atraviesa el entramado de árboles y plantas exóticas como los pasillos internos de una catedral de
esmeralda.
A continuación del último recodo observáis como el paisaje comienza a cambiar. El caudal es cada
vez más ancho y la corriente más intrépida, mezclándose sus aguas con las del pacífico. Podéis ver
incluso destellos de un infinito horizonte, pero antes de que os deslumbre su magnificencia, Ronin
adopta posición de peligro. Sus orejas echadas hacia delante, su vello erizado, y su hocico apuntando
hacia una dirección concreta, la cual semeja perderse más allá de una cortina de palmeras que os
obstaculiza la visión, no deja lugar a dudas. Ronin ha columbrado algo, y tú sabes lo que tienes que
hacer.
—¡Chicos, quietos! —ordenas.
—¿Qué sucede? —pregunta Lucy.
—Ronin ha visto algo —explicas—, allí, al otro lado de esas palmeras. ¡Agacharos!
Lucy y Abott se echan al suelo, junto a ti.
—Echaré un vistazo —dices—. Vosotros esperadme aquí. No os mováis, y no hagáis ruido. ¿Ok?
—¡Odio Cocina! —dice Lucy.
—¡Oki Doki! —replica Abott, como si se tratase de un juego.
—¡Vamos Ronin, echemos ese vistazo!
Tú y Ronin os movéis a hurtadillas, colándoos al otro lado de la cortina de palmeras. Un poco más
allá, tras los últimos vestigios de jungla, ocultos tras unos montículos de maleza, estiráis la mirada y
observáis una extraña construcción de poca altura, pero muy consistente. Su color gris cemento, junto
con un diseño hermético, de inmediato os permite saber de qué se trata. Es un búnker, probablemente
uno de los muchos que construyeron los japoneses en casi todas las islas de la micronesia. Isla que
tomaban, isla que coronaban con antiaéreos, baterías de costa, y el correspondiente búnker. Vaya
manera de perder el tiempo, piensas, al fin y al cabo no les sirvieron de mucho durante la guerra; un
tema del que sabes bastante, no en vano arriesgaste tu vida en muchas islas como ésta, cuando
serviste en los marines. Pero ahora, la posición que estás pensando en tomar no está protegida por
japos, sino por nazis, por esos jodidos krauts, y estos son mil veces más difíciles de coger por sorpresa.
Tratas de realizar una inspección ocular desde el mismo sitio en el que te hayas. Moverte sería
demasiado peligroso. Todo semeja en calma. Tan solo has visto salir una patrulla, y afuera no hay nadie
vigilando. No hay vigías a la vista, no hay nada, más que la entrada al búnker, y lo que parece un
depósito de combustible. Das por hecho que en su interior tendrán retenidos a los marineros del Black
Swan, y lo único que deseas es rescatarlos cuanto antes; abandonar de una vez por todas esta maldita
isla. Sin embargo, una voz en tu cabeza te dice que detrás de todo esto hay algo de suma importancia.
Que todo un enjambre de Kartoffeln se haya desplazado en un submarino hasta una isla de mierda
debe tener algún tipo de significado, y cada vez tienes más interés por averiguarlo. Quizás se esté
cociendo algo gordo, en cuyo caso deberías intervenir. Pero ahora no estás aquí para hacerte el héroe
más de lo debido, ya habrá tiempo más adelante.
Dejas tus pensamientos a un lado y regresas con las noticias junto a tus amigos.
—¡Chicos, el olfato de Ronin es infalible! —dices—. Al otro lado de esas palmeras hay un antiguo
búnker de los japoneses. Creo que dentro de él se encuentra el centro de operaciones de los nazis. Y si
mi instinto no me falla, en su interior deben estar presos el resto de la tripulación del Black Swan.
Tenemos que sacarlos de allí y encontrar una manera de escapar. Lucy, tú te quedaras fuera vigilando
mientras Abott y yo...
—¡Y una mierda, Ray! —te interrumpe Lucy con una mirada tan pesada que agachas la cabeza—. Yo
también iré, contra más seamos mayores posibilidades de sobrevivir tendremos.

139
No puedes discutir con ella, ahora no, y además tampoco es muy prudente dejarla sola en una isla
en la que, de un momento a otro, una simple larva de mosca podría convertirse en una anaconda tan
grande como un portaaviones.
¿Cuál es el plan? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Crear una distracción con la ayuda de las habilidades explosivas de Abott y colaros en el
búnker mientras dura el revuelo. Pincha aquí.
Opción 2: Ir detrás de la patrulla alemana que has visto salir del búnker y conseguir un par de
uniformes para disfrazaros y colaros con la excusa de traer a nueva prisionera. Pincha aquí.

140
SA5

Propones ir detrás de la patrulla de alemanes que hace un momento han dejado el búnker para
conseguir unos disfraces y así poder entrar sin problemas, es una idea arriesgada pero te parece la
mejor de las opciones.
En el sendero, a unos minutos de distancia, la pareja de soldados se hayan detenidos mientras
encienden un cigarro e intercambian algunas palabras en su idioma natal:
—El teniente volverá de su misión y dejaremos atrás esta isla, prefiero mil veces navegar bajo las
órdenes del teniente Wittmann que tener que bajar de nuevo al laboratorio de Von Gerber.
—Te entiendo, ese hombre me pone la carne de gallina. No sé qué hará con los prisioneros pero la
última vez que pasé por el pasillo, cerca del laboratorio, los gritos que de allí salían no podían ser
humanos.
—El sargento Schütz me contó que, antes de descubrir ese cráter en medio de la isla, Von Gerber le
ordenó llevar un cadáver envuelto en una bolsa hasta el laboratorio. Que antes de llegar, por mera
curiosidad de ver de quién se trataba el muerto, abrió la bolsa y... Espera, creo que he visto algo
moverse entre esos arbustos.
Uno de los soldados se adelanta con su arma en ristre y el otro, apurando la última calada de su
cigarro, le sigue a la zaga. En cuanto se internan en la espesura de la jungla ven a la mujer: parece
herida, indefensa, tumbada sobre las enredaderas que plagan el suelo como una Brunilda que cobija
entre sus brazos a un perro de pelo oscuro y brillante. Los nazis sonríen sin saber lo les espera.
Deslizas el lazo alrededor de su cuello y saltas con el otro cabo desde lo alto del árbol, deslizando el
resto de la cuerda hasta tensarse sobre la gruesa rama que aguanta el peso del tu víctima. Un crujido,
como el de una nuez, te garantiza que no volverá a sonreír a ninguna otra mujer. Abott, al mismo
tiempo, atina un golpe seco sobre la nuca de su oponente con la culata de su arma, el cual cae como un
saco al lado de Lucy. Todo ha sido rápido y sin una gota de sangre.
El búnker es una mole de hormigón que se alza desde el interior de la tierra como un iceberg
petrificado. La puerta acorazada apenas emite un par de sordos ecos metálicos al ser golpeadas por tu
bota, la cual has rellenado de tela para ajustarlas a tus pies. Abott te mira preocupado, el uniforme le
cuelga como un espantapájaros y el tenso barboquejo del casco le traza una línea en la papada que le
dibuja una segunda boca debajo del mentón. Lucy, sin embargo, borda el papel de cautiva junto a
Ronin que, sujeto a una cuerda y con un improvisado bozal, agacha las orejas advirtiendo movimiento
en el interior de la entrada. La puerta se abre y tras ella aparecen dos soldados de espaldas tan anchas
que apenas pasa el aire entre ellos:
—Sieg Heil —saluda uno de ellos.
—Heil Hitler —improvisas en tu fluido alemán—. Venimos a llevar a esta prisionera con los demás.
—Otra cobaya para el doctor Gerber —comentan entre ellos y luego se dirigen a ti con sus frías
miradas encañonándote a la altura de la cara—. Bien, ¿y a qué esperas?
—Pues a que nos dejéis pasar —contestas con una sonrisa.
—Que a qué esperas para decirnos el santo y seña, soldado. Por aquí no pasa ni una mosca sin
decirnos la contraseña.
Abott intenta aflojarse la cinta del casco sin éxito, la tensión se masca en su rostro; aunque no
entiende ni una palabra de alemán el contramaestre conoce bien el lenguaje corporal de los guardias
que os apuntan directamente al pecho.
¿Qué decides? A continuación, tienes 3 opciones:

Opción 1: Soltar a Ronin para que escape entre las piernas de los guardias y aprovechar el revuelo
para matarlos. Pincha aquí.
Opción 2: Comentar a los guardias que no conoces la contraseña pero que el Doctor Gerber os
espera y que habrá consecuencias si no entregáis a la prisionera de inmediato. Pincha aquí.
Opción 3: Contarles un chiste sobre Hitler. Pincha aquí.

141
SA6

Mientras los guardias os apuntan con los subfusiles dejas escapar la correa de Ronin, el cual corre
entre las piernas de los soldados hacia el interior del búnker. Abott comprende la treta y agarra su
ametralladora con un rápido movimiento, pero no lo suficiente.
Los centinelas, al ver el movimiento, descerrajan una ráfaga de balas que atraviesan el cuerpo del
contramaestre y el tuyo. Morís delante de la puerta bajo los gritos de Lucy, que maniatada se arrodilla
junto a tu cadáver.
Has muerto, ha sido una mala opción.

FIN

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142
SA7

—No sé de lo que me habláis —respondes con aire determinado—, pero os aseguro que si no
entregamos a esta prisionera al Doctor Gerber en cinco minutos él mismo vendrá por ella. No me
gustaría estar en vuestra piel cuando llegue el teniente Wittmann y se entere de lo sucedido —Los
centinelas parecen pensar en las consecuencias y continúas con tu retahíla sin dejarles margen—.
Además, tampoco tenemos ganas de saber qué hace Von Gerber en su laboratorio. Si queréis ocuparos
ustedes de entregar a la mujer, por nosotros encantados.
Algo en tu discurso ha hecho cambiar de idea a los dos enormes germanos. La sugerencia de bajar
al laboratorio no les ha gustado ni un pelo y no ocultan su desagrado.
—Bueno, bueno —responde uno de ellos—. Será mejor que cada uno haga su trabajo. Daros prisa y
no me hagáis bajar a buscaros. Demasiado tenemos con los turnos de doce horas para tener que hacer
de niñera. Pasad y aseguraos de que no arme mucho jaleo.
Sin perder tiempo os coláis en el interior del búnker. Descendéis por unas escaleras hasta el nivel
subterráneo y enfiláis por el pasillo central.
Continúa. Pincha aquí.

143
SA8

Piensas que no hay nada mejor que un buen chiste para calmar la tensión. Levantas las manos y
comienzas a hablar:
—¿Sabéis ese chiste sobre Hitler y Göring? —Los centinelas se miran y te prestan atención, pero no
dejan ni por un momento de apuntaros al corazón—. Veréis, esto son Hitler y Göring que están en la
torre de radiodifusión de Berlín y Hitler le comenta al comandante de la Luftwaffe: "Hoy quiero darles a
los berlineses una alegría". Göring le mira primero con asombro y luego le contesta, muy asustado:
"Mein Führer, ¿no irá usted a saltar desde la torre y dejar que ganemos la guerra solos?"
Los rostros de los guardias, antes impasibles, cambian de color encendiendo un fulgor en sus ojos.
Algo te dice que no ha sido la mejor idea, los segundos parecen transcurrir con lentitud hasta que uno
de ellos rompe el silencio.
—¿No irá a saltar de la torre? —repite en alemán. Sus carcajadas contagian a su compañero y
ambos ríen estrepitosamente sin poder aguantar las lágrimas—. Nunca lo había escuchado, es genial.
Ja, ja, ja... ¿Te sabes algún otro? No ha estado mal.
—Sí, y este no es el mejor os lo garantizo. Pero ahora tenemos que llevar a la prisionera, nos están
esperando. En cuanto estemos de vuelta os contaré uno sobre Goebbels y su operación de
alargamiento de pene.
Los cuatro entráis sin problemas entre las risas de los dos gigantes germanos, el lugar es oscuro y
húmedo, descendéis por una escalera hasta el pasillo central.
Continúa. Pincha aquí.

144
EI15

Tras unos instantes de duda, lo ves claro. Crear una distracción es el mejor plan posible.
—Abott —le dices, con la intención de explicarle tu plan—, he visto un depósito de combustible en
las cercanías del bunker. Podría estar vacío, pero lo dudo. Seguro que lo han aprovisionado.
¿Podríamos volarlo, y así, cuando los krauts salgan a ver qué ha sucedido, aprovechar para colarme
dentro?
—¡Pan comido! —responde Abott—. Me basta con una de estas granadas —señala el petate,
sustraído de los barracones—. Lucy y yo prepararemos un bonito espectáculo, tú estate atento.
—Perfecto —asientes—. Cuando todos salgan a ver qué sucede, aprovecharé para entrar en el
búnker. Por supuesto, vosotros corred a esconderos.
Os dividís en dos grupos. Lucy y Abott rodean la zona de las palmeras para llegar al depósito de
combustible sin ser vistos desde el búnker, al tiempo que tú y Ronin reptáis entre la maleza, con la
intención de aproximaros los más posible a la entrada de la madriguera; posición en la que aguardareis
hasta que comiencen los fuegos artificiales.
Parece un buen plan, es lo estás pensando justo en este momento de calma tensa, solo que, de
repente, el plan se va a la mierda. Abott grita de dolor; parece la puta sirena de alarma antes de un
bombardeo, aunque el hecho de que haya llamado la atención de todo ser vivo de esta isla, y casi
seguro las de todo el océano pacífico, no es precisamente lo que más te preocupa. Tu amigo está en
peligro, y por supuesto Lucy también.
Te pones en pie y echas a correr en la dirección en la que provienen los gritos, aunque te resulta
imposible llegar junto a ellos. Vuelas por los aires, y no porque hayas pisado una mina antipersona, que
seguro también las habrá a lo largo del perímetro, sino porque acabas de caer en una red trampa, y
ahora tú y Ronin os balanceáis colgando de la rama de una palmera.
Desde las alturas observas a Lucy en la distancia tratando de ayudar a Abott, cuya pierna derecha
está atrapada en un cepo, una de esas trampas para osos. «¡Joder!», piensas, «todo el perímetro está
sembrado de trampas». No tienes tiempo para pensar mucho más, al son de un silbato que te taladra
los oídos y con los gritos de Abott luchando por el protagonismo absoluto, comienzan a salir krauts de
su madriguera como si fuesen jodidos críos justo en la hora del recreo.
No puedes hacer nada. Os han atrapado a todos, y ahora sois sus prisioneros.
Mientras unos soldados apresan a Lucy y Abott, conduciéndolos al interior del bunker, otros cortan
la cuerda de la trampa, por lo que tú y Ronin os precipitáis sobre el suelo. El golpe es fuerte, no tanto
como los insultos que salen de tu boca, o los ladridos de Ronin. Tanto los unos como los otros duran
más bien poco. Os disparan dardos tranquilizantes, más bien somníferos, porque a partir de ese
momento todo se vuelve negro para ti.
Tiempo más tarde, quién sabe si horas o incluso días, regresa tu consciencia. Estás en una
habitación sin ventanas, pero esto no es lo peor, sino que estás dentro de una jaula. Agudizas la vista,
así como respondes a los estímulos. Lucy grita por ti, sientes su voz y te alegras. Ella y Abott están en
otra jaula, a tu vera. Sin embargo, de inmediato sucumbes a un estremecimiento que te deja sin
respiración. En frente tuya, más jaulas y más prisioneros. Los reconoces por sus ropas, no por su
aspecto. Son la tripulación del Black Swan, o al menos lo que queda de ellos. Ahora solo son bestias
mutantes que rugen, braman encolerizadas.
No tienes tiempo para hipótesis, ni para hablar con Lucy. Alguien se aproxima. Se prenden las luces
de un pasillo contiguo y, a los pocos, sucede lo mismo con el resto de lámparas de tu estancia,
desvelando lo que se ocultaba bajo de ellas. Te sorprende la amplitud del espacio, así como toda la
maquinaria extraña, las probetas, y un sinfín de objetos científicos que no tienes ni la más mínima idea
de para qué sirven.
Guardas silencio. Un hombre, de figura alta y enjuta, con gafas y pelos relamidos, se pone una bata
blanca que pende de un colgadero. Está nervioso, eufórico, yendo de un lado a otro de la habitación.
Tras él, dos soldados nazis que portan un extraño objeto que, siguiendo sus indicaciones, colocan sobre
una mesa. Antes de irse, saludan en nombre del Führer, dejando paso a un tercer personaje cuyo aurea

145
resulta tan tétrica como endiablada. Es un oficial de las SS, alto, fuerte, y con un parche en su ojo
derecho.
Temes lo peor, sin embargo no parecen haceros mucho caso. Es como si estuviesen tan
ensimismados con lo suyo que tú y tus amigos resultáis del todo irrelevantes. Miras a Lucy y te das
cuenta que está a punto de romper a gritar. Chistas, recriminándola, para que se aguante las ganas.
Entonces es Ronin el que parece que quiere protestar con sus ladridos, y le pides por favor que se calle.
Abott no necesita ninguna indicación, a pesar de los dolores que podría tener, sabe que debe
permanecer en silencio. Entonces afinas tus oídos, y prestas atención a las palabras del tipo de la bata
blanca y el oficial de las SS.
—Por un momento pensé, teniente Wittmann, que no regresaríamos con vida de nuestra
expedición al mundo subterráneo. —Comenta el científico, todo un mad doctor de manual.
—Doctor Gerber —replica Wittmann, desvelándote su nombre— no ha sido fácil, pero al final lo
hemos conseguido.
—Por fin tenemos la llave cósmica —clama el doctor—. El Führer estaría contento, lástima que no
esté aquí para verlo.
—Con esta llave —Wittmann alza la voz en pleno éxtasis—, instauraremos el Cuarto Reich, y
nuestro Führer resucitará de entre los muertos, cabalgando a lomos del apocalipsis.
—Sí —asiente el doctor—, las escrituras de Forteanus estaban en lo cierto, las criaturas del mundo
subterráneo custodiaban la llave, y como él predijo, llegó a la tierra en un meteorito.
—Al menos ahora ya sabemos porque la isla es tan hostil, mi querido doctor.
—La llave —explica Gerber— tenía la encomienda de protegerse a sí misma, y esa sustancia verde
fluorescente que todo lo impregna, salió de dentro del meteorito. Al esparcirse por la isla hizo de este
lugar un infierno de abominaciones. Por un momento pensé que no lo conseguiríamos.
—Pero lo hemos logrado, ya tenemos la llave, ahora solo falta usarla.
—Otro reto, mayor si cabe —advierte Gerber—. Si los datos son correctos, si las antiguas escrituras
no se equivocan, el portal oscuro, una de las seis caras del cubo de Togolek, se encuentra en la bodega
de carga de la nave extraterrestre que han detectado nuestros radares.
—Esa nave está a unos 500 o 600 metros de profundidad —Wittmann se muestra preocupado—,
sobre una cresta de la Fosa de las Marianas. Nunca uno de nuestros lobos grises pudo sumergirse
tanto. El U-X7 está especialmente diseñado, esperemos que aguante, además...
—Dejaos de tanta cháchara —interrumpes, una vez consumida tu paciencia—. ¡Malditos krauts!, y
sacadnos de aquí de una puta vez.
—¿Quiénes son estos ? —pregunta el doctor Gerber.
—Los encontramos merodeando en las proximidades del bunker —explica uno de sus ayudantes,
que acaba de entrar en la sala—, cayeron en las trampas de seguridad.
—¡Vaya, son los prisioneros que se nos han escapado! La bazofia yanqui del Black Swan —replica
Wittmann.
—¡Estupendo!, más cobayas para mi SECTAL —aúlla el doctor Gerber.
—¿Sectal? —replica Lucy—. ¿Qué mierda es eso?
—Suero Ectoplasmático Alienígena —explica Gerber—. Se lo extrajimos a un alien cadáver que
encontramos en una cueva. Suponemos que era uno de los tripulantes de la nave espacial que alberga
el cubo de Togolek. Tiene unos imprevisibles efectos mutágenos, similares a los que habréis podido
encontrar en esta isla; supongo que en el fondo todo vendrá del mismo sitio, y ahora lo vamos a probar
con vosotros.
El doctor carga una jeringuilla y se aproxima amenazante a la jaula de Lucy, sonriendo con
malevolencia. Ronin es el primero en protestar, ladrando de forma estrepitosa.
—¡Maldito chucho! —clama el doctor—. Tú lo has querido, empezaremos por ti.
Acercarse a Ronin jeringuilla en mano no es una de las ideas más sensatas, el doctor Gerber,
consciente de ello, da media vuelta y dirige sus pasos hacia un armario. Coge una pistola de dardos y
carga uno con el suero Sectal. Desde una distancia prudente, y ante tu mirada estupefacta, dispara a
Ronin.

146
El suero no tarda mucho tiempo en hacer efecto. De hecho, al cabo de unos pocos segundos, Ronin
comienza a convulsionar. A continuación su cuerpo se sobredimensiona y queda cubierto al completo
de pústulas que hinchan, hasta que, finalmente, explotan todas a la vez. Ronin deja de ser lo que una
vez fue, y ahora, convertido en un monstruo informe, con tentáculos saliéndole de la espina dorsal,
garras y dientes más propios de una bestia del jurásico, junto con una absoluta ansia de sangre y
destrucción, arremete contra los barrotes que le mantienen prisionero, lo cuales destroza como si
fuesen mondadientes.
El espectáculo es dantesco, pero sobre todo impredecible.
—¿Qué ha hecho doctor? —protesta el teniente Wittmann.
—Creo, creo... —balbucea—, que he confundido la dosis.
La bestia cánida, ya libre de su encierro, no parece conocer a nadie, arremetiendo contra todo lo
que se encuentra a su paso. Desquiciada, va de un lado para otro, repartiendo zarpazos imprecisos,
hasta que uno de estos abre tu jaula, más la de Abott. Te acercas a él, a Ronin, dirigiéndole cariñosas
palabras con las que aplacarlo, algo que resulta inútil. De inmediato, el teniente Wittmann desenfunda
su luger mientras que el doctor se dirige de nuevo al armario en busca de algún que otro dardo,
veneno, cloroformo, o cualquier otra sustancia con la que neutralizar al cánido desbocado. Éste,
inquieto, se lanza sobre el ayudante del doctor, que emprende la huida, solo que, al instante, sus tripas
terminan decorando las paredes del bunker, justo después de ser trituradas por las fauces de la bestia.
El resto de mutantes, los que alguna vez fueron la marinería del Black Swan, comienzan a exaltarse.
Abott, rápidamente se desplaza, arrastrando como puede su pierna maltrecha, hacia una mesa de
oficina donde se encuentra una pistola. La coge, y dispara a quien primero tiene a tiro, el doctor
Gerber, abatiéndolo. Un disparo que, sin quererlo, desvía la atención del teniente Wittmann, más
centrado en situar su punto de mira de forma certera sobre el cánido y, siendo Abott un blanco más
fácil, en tan solo unas décimas de segundo le habrá respondido con una bala mortal. Décimas de
segundo en las que tienes que actuar, tienes que decidirte. No hay más armas a las que echarles mano,
o quizás sí, al menos hay un chuchillo de las juventudes hitlerianas a tu derecha, sobre una repisa. Con
una agilidad felina te haces con él y, mientras Wittmann amartilla su pistola para disparar a Abott, no
solo observas que este parece tener problemas para defenderse, pues su arma semeja encasquillada,
sino que, también, adviertes por el rabillo del ojo como Ronin se abalanza sobre la jaula de Lucy, y no
precisamente con la intención de darme unos lametones de cariño.
Lucy grita de terror, Ronin está apunto de reducirla a picadillo; Wittmann apunta a Abott y, en
cuestión de unas miserables décimas de segundo, tanto Lucy como tu buen amigo Michael Abott,
pasarán a mejor vida. En tus manos tienes la opción de salvar a uno de los dos, pero solo a uno. Tienes
un cuchillo, y sabes cómo lanzarlo. Lo has hecho otras veces; en distancias tan cortas eres infalible.
¿Qué vas a hacer? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Confías en que, en el último instante, Ronin recupero un ápice de lo que fue, reconozca a
Lucy, y no le haga daño. Por lo tanto, lanzas el cuchillo al teniente de las SS, para matarlo y salvarle la
vida a Abott. Además, no puedes matar a tu propio perro, después de todas las veces que te ha salvado
la vida. Pincha aquí.
Opción 2: Lucy es lo primero para ti. No hay otra, todo lo demás carece de importancia. La bestia
cánida nada tiene que ver con Ronin, él ya no está con vosotros. Lanzas el cuchillo a Ronin,
apuntándole al cuello. Pincha aquí.

147
SA9

El pasillo está desierto, pero el eco de las voces proviene de varias dependencias a lo largo del
corredor. Desatas a Lucy y a tu cánido compañero, necesitaréis de su olfato para encontrar al resto de
tripulantes del Black Swan.
Activado por un rastro, Ronin husmea el suelo y os conduce por un laberinto de túneles que se
dispersa bajo tierra. La construcción, que parecía de pequeñas proporciones, es un entramado de
pasillos hormigonados que se internan hasta lo insondable.
Tras unos minutos esquivando el ir y venir de los soldados, Ronin os lleva hasta una puerta de
hierro con una escotilla de cristal. Tras la ventanilla, con poca iluminación, ves una sala de grandes
proporciones: dos líneas de tanques herméticos de dos metros de altura se abren a ambos lados hasta
perderse en la oscuridad. Parece que no hay nadie. Sin embargo, el burbujeante ruido de los
contenedores te pone la piel de gallina.
—Bien —susurras a tus compañeros—, estad preparados por si la cosa se pone fea.
Lucy y Abott asienten con un cabeceo mientras revisan la munición de su equipo. Tú tomas aliento
y abres la puerta con cuidado de no hacer ruido.
Tras unos metros en el interior, ves que las enormes columnas herméticas irradian un fulgor
azulado a través de pequeños visores remachados a la altura de la vista. Tu curiosidad te lleva a mirar a
través de ellos: están llenos de agua.
—Estos deben de ser los depósitos de agua potable del Búnker —indicas con la mirada iluminada
por uno de los visores —Una sombra pasa delante de tus ojos, algo vivo y atrapado en el interior del
depósito—. ¡Diablos! ¿Qué ha sido eso?
Abott se acerca a otro de los depósitos y revisa el contenido.
—Cielo Santo, hay algo dentro de esta bañera —Con sus nudillos golpea varias veces la chapa—
Pececito, muéstranos tus agallas.
De repente, el enorme ojo ocupa todo el cristal: un iris dorado de pupila negra, en forma de luna
menguante, se asoma a pocos centímetros del contramaestre y responde a su llamada con unos golpes
atronadores desde el interior.
Abott da un salto hacia atrás, su rostro ha palidecido de tal forma que parece haberse convertido
en una estatua de cera.
Los golpes se propagan desde el interior de los tanques de metal. Primero desde los dos más
cercanos al primero y luego reproduciendo una orquesta de embestidas a todo lo largo de la sala, las
vibraciones os rodean y, desde las ventanillas iluminadas, parpadean sombras que se revuelven en el
agua con furia desesperada.
—¡Corred! —grita Lucy.
Todos, sin mirar atrás, avanzáis a toda prisa por el camino central hasta ser engullidos por la
oscuridad del otro lado de la sala.
A vuestras espaldas, tras un par de minutos de desesperada carrera a ciegas, el crujir del metal y el
fluir del agua sobre el suelo de hormigón te advierten de que los monstruos están saliendo de sus
cubículos estancados. El nauseabundo olor a pescado inunda por completo la oscuridad.
Abott enciende una linterna e ilumina el vacío.
—No podemos volver, tenemos que seguir adelante —dice tu compañero señalando el incierto
camino hacia la negrura.
—Ronin, busca. Ronin, sácanos de aquí —imploras asustado.
El pastor belga parece comprender tus órdenes y, bajo el rayo de luz de la linterna, os conduce a
través de la pesadilla. Los ecos de los empellones se han silenciado. Extraños ruidos reptantes e
inhumanos gorgoteos se acercan con una rapidez hambrienta e inusitada.
Entre las sombras, a unos metros, ves el reflejo de la diminuta luz en los enormes ojos amarillo de
una de las criaturas. No logras ver nada más, solo un fulgor dorado que se acerca rauda hacia el grupo.
La lengua de fuego que escupe tu ametralladora ilumina un ser gargantuesco, de piel escamada;
una forma difusa de la cual germinan flores de sangre con cada impacto de las balas.

148
El rugido de la bestia al huir es respondido por sus hermanos de cautiverio mediante un cacareo
áspero parecido al de una hiena. Lucy dispara al otro lado y las sombras se sacuden con violencia a
vuestro alrededor. No podéis parar, piensas. Tenéis que seguir adelante y encontrar una salida antes de
que os rodeen.
Algo te golpea la pantorrilla con tal fuerza que te tambaleas. Ves que te has retrasado de tus
compañeros, la luz de la linterna avanza y el pánico te hace sentir acorralado. No ves nada, solo esa risa
rasposa que se multiplica a tus flancos.
Corres desesperado mientras aprietas el gatillo a tus espaldas, barriendo el camino andado. Los
rugidos y las sacudidas se alejan por unos segundos dándote tiempo para alcanzar al grupo.
Ronin ha encontrado la salida: una gruesa puerta de hierro con un volante de apertura, empotrada
en la pared de hormigón. Giras la manivela poniendo a prueba tus cansados músculos. Chirría, algo se
acciona al otro lado, un caño de luz ilumina vuestras espaldas: ojos amarillos y dientes afilados, tensos
como la alarma de un despertador antes de vibrar. Entráis a tropel al otro lado y cerráis la puerta, que
contiene los golpes y chillidos de las bestias. Estáis a salvo.
Habéis llegado a una pequeña habitación iluminada por un fluorescente que parpadea dándoos la
bienvenida. No hay otra puerta, solo por la que habéis entrado. Sin embargo hay un panel de control
anclado en la pared, con un teclado numérico:
123+
456-
7890
Los cuatro os miráis estupefactos ante el enigma. Los golpes de las criaturas aporrean la puerta, ya
habéis visto lo que han sido capaces de hacer con las planchas de hierro de los tanques donde estaban
retenidas; es cuestión de tiempo que entren en vuestro compartimento.
—¡Ey! —exclama Lucy—. ¡Mirad lo que hay en el suelo!
A tus pies hay una pequeña pieza de papel:
16-06-68-88-¿¿-98
Por desgracia uno de los números es ilegible. Es fácil suponer que se trata del código que hay que
introducir en panel.
—Ray, esto me da mala espina —comenta Abott rascándose la coronilla—. Tiene toda la pinta de
ser una trampa.
—Sí, compañero. Pero no tenemos otra opción. Supongo que probando todos los números posibles
daremos con la clave y... Bueno, pasará algo.
Lucy, que se ha agachado para ver qué olfatea Ronin en las paredes, añade:
—Aquí hay unos diminutos orificios, a Ronin no le hacen mucha gracia el olor que desprenden;
seguro que de ellos no saldrán vino tinto. Tal vez si introducimos el código incorrecto suceda algo peor
que lo que nos espera al otro lado. Ray, piénsalo con calma.
La puerta se retuerce sobre sus goznes de acero y el hormigón de su marco comienza a dibujar
grietas que se extienden con cada golpe. No hay tiempo para dudas.
¿Cuál es el número que falta para completar la clave? A continuación, tienes 4 opciones:

Opción 1: Es el 87. Pincha aquí.


Opción 2: Es el 69. Pincha aquí.
Opción 3: Es el 23. Pincha aquí.
Opción 4: Es el 93. Pincha aquí.

149
SA10

Los rugidos de las bestias mutantes apenas te dejan escuchar las palabras que grita Lucy antes de
pulsar el teclado, pero conoces demasiado bien la expresión de su rostro como para hacer caso omiso
de él. Miras de nuevo el papel antes de apretar ninguno de los números... A tu espalda la puerta se
desbroza dejando paso a la enorme zarpa palmeada de una de las criaturas mutantes.
Claro, que estúpido soy, piensas con el trozo de papel en la mano. ¡Están del revés!
Introduces los números con la adrenalina batiendo récords en tu sistema:
86-87-88-89-90-91
Alrededor del panel se dibuja un círculo de un metro y medio de diámetro, cuyo contenido sale de
la pared y rueda a un lado dejando el paso libre a un pasillo iluminado de luz ámbar.
—¡Vamos, vamos!
Tus amigos entran por el túnel mientras descargas el resto de tu cargador sobre el gigantesco reptil
anfibio que intenta batir la hoja de la puerta. Sus fauces se abren y desenrolla una lengua prensil que
intenta apresarte. Tus reflejos trazan un giro que evita el ataque por unos centímetros, aprovechas
para recargar y los casquillos vacíos silban en el aire como una catarata de metal dorado. La bestia
tiene la cabeza como un colador, colgando de la abertura. Al otro lado, los demás monstruos no
cacarean, sino más bien gruñen enfurecidos haciendo caer el marco de la puerta.
Pulsas uno de los botones del teclado con el tiempo justo para colarte por el túnel. Tus compañeros
se han adelantado por el pasillo que recorres exaltado de alegría. Ahora sí estáis a salvo.
—Levante usted también las manos, her doctor —Al otro lado del túnel te recibe un hombre de
pelo moreno con gafas y acento alemán, que apunta con una luger sobre la sien de tu prometida—. No
es momento para hacerse el héroe. Haga lo que se le dice y la mujer no sufrirá daño alguno.
Ves que Abott ha soltado las armas en el suelo y, manteniendo sujeto a un nervioso Ronin, te indica
con un movimiento de cabeza que hagas caso de la advertencia. No te gusta darte por vencido, no
obstante no puedes permitir correr el riesgo de poner en peligro la vida de Lucy. Sueltas las armas y
levantas las manos.
Te encuentras en el despacho del doctor Gerber. El túnel daba directamente a la parte trasera de la
habitación, una vía de entrada o tal vez de escape que solo él conocía.
—Ahora suéltela —puntualizas sin ocultar el odio en tu mirada.
—Naturalmente, pero antes esperemos que lleguen los refuerzos. Permítame presentarme, soy el
doctor Markus Gerber. Han llegado muy lejos para cuestionar sus méritos de supervivencia. Le creí
muerto, devorado por los cangrejos carnívoros del otro lado de la isla, pero veo que ha conseguido
salvar a sus compañeros y entrar en mi fortaleza subterránea; a saber con cuántos peligros ha medido
su valentía, doctor Martini, pero poco importan sus proezas si tenemos en cuenta que el teniente
Wittmann ha conseguido nuestro mayor propósito.
—¿Y de qué se trata esta vez: el Arca perdida, el Santo Grial, el trineo de Santa Klaus?
—Ja, ja, ja... Ustedes los americanos desconocen la verdad sobre el Universo, ustedes se creen el
centro del Cosmos, pero no saben que somos parte de un experimento fallido, de que solo nuestra raza
aria posee la capacidad de llegar a donde ningún otro mortal ha llegado.
—Si se refiere usted a unos buenos asientos para ver a los Dodgers, olvídense. No se permite la
entrada de asesinos al estadio de los Ángeles.
El doctor Gerber rodea con su mano libre el cuello de Lucy, ese cuello que tantas noches ha
recibido tu devoción, y lo presiona con fuerza hasta retorcer su rostro en una mueca de dolor.
—Veo que además de ser un hombre difícil de matar es usted un bocazas —En ese preciso instante
llaman a la puerta—. Adelante.
De la puerta aparece un hombre al cual reconoces como el responsable de acabar enterrado en la
playa, al acecho de las alimañas.
—Heil Hitler —saluda el teniente Wittmann con un par de soldados entrando detrás suya—. Doctor
Gerber, veo que ha encontrado un par de ratas para sus experimentos —A una señal suya los soldados
os agarran a ti y a Abott para esposaron las manos. Ronin, al ser liberado del contramaestre, se
revuelve con furia y lanza ladridos amenazantes a todo lo que lo rodea, el soldado que tienes enfrente,

150
sin pensarlo ni un segundo, lo golpea en la cabeza con tanta violencia que el pobre animal queda
gimoteando sobre el suelo, inmóvil.
—¡Ronin! —grita Lucy, pero el doctor nazi aprieta aún más su presa.
—¡Lucy! —exclamas perdiendo los nervios—. ¡Suéltala, bastardo!
En tu desesperado arranque de furia olvidas en la situación en que te encuentras y arrollas al
guardia que ha golpeado a Ronin y te abalanzas hacia el psicópata nazi que tiene a tu prometida cogida
por el cuello. Antes de acercarte siquiera a un par de metros del doctor, los felinos reflejos de Von
Widman se revelan en una finta perfecta que traza, con su pierna, impactando con tu dura mollera. La
patada te hace caer al suelo y recibir una andanada de golpes y culatazos del soldado al que habías
empujado. La brutal paliza te saca de juego, tu cabeza es un avispero sin salida y con todo el enjambre
sacudiéndote las ideas. Escuchas los gritos de Lucy antes de caer en el abismo de la inconsciencia.
Continúa. Pincha aquí.

151
SA11

La garra de uno de los monstruos mutantes traspasan la gruesa hoja de la puerta como un
abrelatas, Lucy grita algo inentendible para ti bajo el rugido del otro lado. Has tomado una decisión e
introduces el código en el teclado. Al pulsar la última de las cifras escuchas un ruido de cadenas y
resortes desde algún lugar detrás de las paredes, una sonrisa de triunfo se dibuja en tu rostro, pero tu
alegría dura muy poco tiempo.
De las paredes sale un humo espeso de color verdoso, un gas que nubla tu visión y te hace
desfallecer, sin poder aguantar el peso de tu cuerpo. El veneno ha derribado también a todos tus
compañeros que solo se permiten derramar unas lágrimas antes de ver caer la puerta, colgando de uno
de los laterales.
Las bestias han logrado entrar, y das gracias de que has perdido la consciencia y no sentiréis mucho
dolor cuando os coman vivos.
Lo sentimos mucho, tal vez te gustaría probar de nuevo desde el principio.

FIN

Para un nuevo intento: Pincha aquí.


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152
EI16

Lanzas el cuchillo al teniente Wittmann y se lo clavas en el pecho. A continuación, mientras se


desploma, dispara varios tiros al aire. Por fortuna no te da ninguno, pero eso es lo de menos. Las
dentelladas de Ronin aplacan los gritos de dolor de Lucy de inmediato. Una balsa de sangre caliente
rodea tus pies, y te muestras no solo incrédulo, sino también acabado. Caes sobre tus rodillas, mientras
Abott te grita que debéis salir de allí a toda prisa. Pero tú no lo haces, necesitas tiempo para reponerte
de un espectáculo tan dantesco como éste.
Las bestias mutantes, que otrora fueron la marinería del Black Swan, estarán libres de un momento
a otro. Solo es cuestión de tiempo, tiempo del cual tú ya no eres consciente. Abott intenta tirar de ti,
pero le resulta imposible. Malherido, no es capaz de cargar con un peso muerto como el que tú ahora
representas. ¡Muerto!, muertos ya estáis los dos. Tú y Abott no aprovechasteis mientras pudisteis. De
Lucy ya no queda más rastro que sangre y casquería dispersa por toda la habitación. Ahora Ronin se
abalanza sobre ti, dándote un abrazo mortal. Abott trata de huir él solo, pero las bestias mutantes ya
han conseguido liberarse.
Hasta aquí ha llegado tu aventura, y éste es tu final, devorado por tu propio perro.

FIN

¿Por qué no lo intentas de nuevo? Pincha aquí.


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153
EI17

Vacilas, pero no tienes opción. Lanzas el cuchillo sobre Ronin, justo cuanto éste acaba de
emprender el vuelo sobre Lucy. La suerte se pone de tu lado y, en vez de darle en el cuello, alcanzas su
corazón. La hoja afilada de Hitler hizo algo bueno esta vez. El cánido torna sus bramidos por estertores
mientras Lucy respira aliviada, aunque el juego todavía no ha terminado. El teniente de las SS ahora te
apunta a ti, tras acabar con la vida de Abott con un tiro en medio de su cara. Te lanzas por el suelo,
voltereta mediante, y no solo esquivas su tiro, sino que te plantas justo enfrente de él, y le propinas un
puñetazo directo al estómago. El teniente Wittmann cae al suelo, retorciéndose de dolor. Coges su
arma y le apuntas a la cabeza, sin embargo, adviertes de inmediato un peligro mayor. Las bestias
mutantes que permanecen enjauladas, están a punto de liberarse, y ese laboratorio es una ratonera.
Tan solo unos segundos de indecisión, pero suficientes como para que el teniente de las SS te
devuelva el puñetazo. Ahora el que besa el suelo eres tú, con la pistola a tus pies. Tratas de cogerla,
pero el teniente la aleja de ti con una patada, y después otra, que te deja medio aturdido.
Wittmann sabe cuáles son sus prioridades; sin dudarlo corre hacia la mesa donde está la «Llave
Cósmica», la coge, y sale a la carrera del laboratorio, cerrándolo con llave tras él. Ahora, tú y Lucy estáis
atrapados; y las bestias, una a una, acaban de reventar sus jaulas.
Cinco monstruos informes van hacia vosotros. Reculáis. Franquear el paso no será sencillo; antes
debéis deshaceros de ellos y buscar la forma de reventar la puerta. Los segundos se suceden, al mismo
ritmo que los monstruos os cercan, ganándoos metros. Estáis arrinconados. Uno de los monstruos
tropieza contra un armario, tirándolo al suelo. Se abre, y de su interior se caen un par de granadas de
palo que ruedan ligeramente en dirección opuesta a la tuya, un subfusil MP 40 y un bote de cristal con
una sustancia que, al romperse, emana un extraño gas. Es cloroformo. La bestia que acaba de tirar el
armario cae redonda presa de Morfeo. Las otras cuatro se abalanzan sobre vosotros.
¿Qué haces? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Es imposible alcanzar las granadas. Las necesitas para volar la puerta, y necesitas la
metralleta para matar las bestias, pero no puedes alcanzarlas y menos dejar a Lucy a suerte. A tu
derecha, la jaula de Abott sigue intacta. Tiras de Lucy y os encerráis dentro. Ganaréis tiempo, y quizás
se os ocurra algo. Pincha aquí.
Opción 2: El instinto de supervivencia te puede. Sacrificas a Lucy, arrojándola a las bestias, cubres
boca y nariz, y, con una voltereta, te haces con las dos granadas y el subfusil. Pincha aquí.

154
SA12

El dolor se extiende como un alambre de espino rodeando tus huesos. Lo primero que ves al
despertar en la celda es el rostro de tu camarada Abott contento de que des señales de vida. Tiene un
aspecto desaliñado, la barba de dos días le hace envejecer y las ojeras marcan su semblante pálido y
cansado.
—Abott —susurras incorporándote—, ¿dónde está Lucy?
—No te preocupes, ella está bien. La tienen encerrada en la celda contigua. Parece que el plan de
encontrar al resto de la tripulación del Black Swan ha sido todo un éxito: estamos en los calabozos del
búnker, al otro lado del laboratorio de ese maldito hijo de perra de la Schutzstaffel, el doctor Gerber.
—¿Están todos bien?
—Bueno, tengo malas noticias. Ese loco degenerado ha estado probando sus experimentos con los
prisioneros. Según he podido averiguar la isla está plagada de monstruos, mutantes que han
evolucionado debido a las radiaciones de un objeto muy peligroso. Sea lo que sea, aunque suene a
novela barata, todo tiene que ver con seres extraterrestres, Ray. Sé que es una locura, pero te juro por
mi madre que he visto con mis propios ojos el cuerpo de ese... alienígena, un bicho que no es de este
planeta, y por si fuera poco los nazis tienen en su poder el artilugio que desencadenó las alteraciones
en la isla: según el teniente Wittmann es una llave, pero no sé qué puede abrir y prefiero no saberlo.
Tengo miedo, socio. No sé qué piensan hacer con ese extraño artefacto, pero te aseguro que no traerá
nada bueno.
—Espera, ¿pero qué me estás contando? ¿Me hablas de marcianitos y de que esos cabezas
cuadradas tienen en su poder un arma capaz de crear criaturas monstruosas o algo así? ¿Te han estado
drogando, Abott?
—No sé qué decirte, solo te puedo asegurar que Gerber ha experimentado con la sangre de esa
criatura, de ese marcianito como tú lo llamas, inoculando un líquido que contiene gérmenes
alienígenas al resto de los prisioneros del Black Swan.
—Espero que aún esté dormido y que todo esto sea una pesadilla, camarada. ¿Cuánto tiempo llevo
inconsciente?
—No sé. Aquí el tiempo pasa lentamente. Un par de días, o tal vez tres, supongo. Pero aún tengo
que contarte algo más.
—Cielo Santo, Abott. Acabo de salir de la inconsciencia y tengo la cabeza como unas maracas.
Escúpelo de una vez.
—Ronin ha muerto. Lo siento, muchacho. Sé que ese animal era como parte de la familia.
—Hijos de puta. Tengo que salir de aquí.
Te levantas con el cuerpo lleno de magulladuras, aun así te sientes capaz de hacer lo que sea
necesario para salir de allí y hacérselas pagar al dúo de psicópatas de moda: Gerber y Wittmann, y con
ellos dentro volar esta maldita isla antes de que el mundo padezca de nuevo la locura fascista del
Tercer Reich.
De repente Abott comienza a sacudirse bajo febriles temblores. Se acuclilla sobre una de las
esquinas de la celda, su camisa se oscurece con el sudor que empieza a manar de cuerpo como una
esponja exprimida; su rostro pálido te dirige una mirada de absoluto terror.
—Ray, amigo, lo siento mucho —Las lágrimas se mezclan con los ríos de sudor que le caen de su
frente—. No soy capaz de hacer lo que debo hacer.
—Pero, Abott, ¿de qué me hablas?
—De suicidarmeee EEEYYYAAARRGGHH.
Su cabeza se ladea con un crujir de vértebras, el cuello se tensa más allá de su hombro como si
fuera una tortuga descoyuntada; algo totalmente imposible para un cuerpo humano. Su rechoncho
cuerpo de marioneta cae al suelo sin hilos que lo aguanten; se sacude, cada vez más y más rápido, tan
veloces son sus convulsiones que parece desdoblarse de sí mismo en dos personas pegadas a un mismo
tronco.
No sabes qué pensar, sin embargo la última mirada de tu amigo te hace tener precaución y
apartarte de él. La piel de su cuello se hincha, se estira hasta dibujar estrías que se parten en brillantes

155
hilachos de carne. Algo sale del interior, dejando la cabeza de Abott y su mirada suplicante colgada a un
lado. El cuerpo se abre como un rollito de primavera a punto de recibir la salsa agridulce, rebosa
vísceras y huesos encarnados.
Aquellos que era tu amigo se extiende hasta el techo, el doble de ancho y alto que una persona
normal; los restos de piel humana ajustados a la mutación de sus músculos de acero son lo único que
queda de lo que fue.
Tú decides: A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: No puedes hacer daño a Abott, decides llamar a los guardias y esperar que lo que queda
de tu compañero no te ataque. Pincha aquí.
Opción 2: Eso que se yergue ante ti no es humano, aprovechas que aún no se ha transformado del
todo y te enfrentas a él con tus manos desnudas esperando acabar con el sufrimiento de tu amigo.
Pincha aquí.

156
SA13

—¡Guardias! —gritas desesperado.


Golpeas los barrotes de tu celda con una cuchara mientras la horrenda figura va mutando por
momentos en algo salido de una pesadilla.
—¡Guardias, abrid la puerta!
El eco de las botas alemanas se acercan al otro lado de la puerta y dos centinelas te miran con
sorna.
—Este ya ha comenzado a transformarse —comenta en su idioma uno de los soldados—. Ve a
buscar la pistola de dardos tranquilizantes y una fregona, cuando termine con el aperitivo dejará la
celda hecha una pocilga.
—¿Pero por qué no vas tú?
—Yo tuve que limpiar la última vez. Además, no quiero perderme el espectáculo.
El otro soldado se aleja murmurando algunas palabras que se pierden bajo el rugido de la enorme
criatura. Tú miras horrorizado la cabeza oscilante de Abott, bajo la mandíbula almenada de colmillos
capaz de arrancarte un brazo de un mordisco.
—Abott, soy yo: tu camarada Ray.
La mirada inyectada en sangre del monstruo se detiene en ti por unos segundos, como si viera algo
en el fondo de tus ojos... Tú te acercas a él mostrándole las palmas de las manos, eres su amigo y no
quieres asustarlo. De la garganta del gigante montón de músculos sale un gemido de lástima cuando
posas tu mano sobre su pecho, jadeante.
La dentellada te alcanza desde la clavícula hasta parte del brazo, sientes los afilados dientes
penetrar en tu carne con la fuerza de una trampa para osos que te salpica con tu propia sangre.
—¡Abott, no! —Pero te das cuenta de que dentro de ese ser no hay nada ni nadie, solo un hambre
insaciable por la carne humana.
Lo sentimos mucho, seguro que la próxima vez te andarás con más cuidado.

FIN

Para un nuevo intento: Pincha aquí.


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157
SA14

La montaña de músculos se va transformando en una criatura indescriptible y aterradora, delante


de tus propios ojos. Sabes que no habrá oportunidad cuando termine la mutación, ese monstruo no
puede ser otra cosa que un depredador sin escrúpulos creado para matar sin ningún control de la
razón. Ya es demasiado tarde para salvar a Abott.
Miras a tu alrededor en busca de algo que te pueda servir de arma pero solo hay un par de
cucharas y un cuenco de aluminio tirados en el suelo. Agarras una de las cucharas y te lanzas contra el
monstruo mutante buscando algún punto vital donde poder atacar.
Rodeas al monstruo explorando el circuito de venas que cubren los músculos de su espalda, tu
conocimientos en biología te guían hasta el bombeo de su órgano principal: un corazón de tamaño
desproporcionado que no se ha terminado de formar, cubierto por capas de queratina aún por
endurecer. El tejido de la epidermis cubre con velocidad la zona, imposible de ver tras un par de
segundos. Aun así ya sabes donde se encuentra su punto débil. El cambio casi ha llegado a su fin.
Apoyas una mano sobre otra, asiendo el extremo de la cuchara de metal como si fuera un cuchillo,
y la descargas con todas tus fuerzas sobre el punto elegido; una y otra vez, hasta perforar el plexo. La
bestia, en el último paso para completar su desarrollo, ruge de dolor al sentir tus golpes. Gira
desplegando sus apéndices, te agachas, giras sobre tus pies y vuelves a clavar tu improvisada arma
hasta hundirla por completo en su corazón.
A tus manos llega el eco del último latido antes de morir. Has matado a la criatura.
La enorme masa de carne mutada yace en el suelo de tu celda, inerte. Lágrimas calientes recorren
tus mejillas, el pecho se te contrae al ver la sonrisa de satisfacción de la cabeza siamesa del monstruo a
un lado de su cuello. De alguna manera has podido cumplir con el último deseo de tu camarada.
Solo se te ocurre una forma de salir de aquí, así que haciendo de tripas corazón usas la cuchara
para abrirte paso entre los órganos del cadáver mutante hasta llegar a su estómago. El trabajo llena la
habitación del olor pegajoso y dulzón de la sangre fresca. Esparces los restos de sus vísceras por todos
lados; hasta dejar un espacio hueco entre las costillas, lo suficiente grande como para que quepas en su
interior. Será desagradable, lo sabes, pero es la única forma de escapar antes de que le ocurra a Lucy lo
mismo que a Abott.
El trabajo te lleva más de una hora, mueves el cuerpo para que oculte la abertura sanguinolenta y
esperas a que aparezcan los guardias. El tiempo pasa lento, te refugias en los recuerdos felices,
respirando bocanadas de aire entre huesos y cartílagos.
Por fin escuchas pasos al otro lado de los barrotes.
—¡Oh, demonios! —exclama en su idioma uno de los guardias—. Parece que nos hemos perdido la
fiesta. Klaus, ve por un par de cubos y unas bolsas. Echaremos esta carroña a los demás mutantes, hoy
tendrán carne fresca para cenar.
Los pasos de uno de los soldados se alejan sin mucha prisa. Escuchas el cerrojo de la celda abrirse y
alguien entra en el interior para revisar la masacre. El soldado rodea a la criatura. Esperas el momento
oportuno para cogerlo por sorpresa... ¡Ahora!
Empujas el peso muerto sobre tu espalda hasta quedar libre. Saltas cubierto de sangre y entrañas:
una auténtica pesadilla donde tú eres esta vez el terror. Tu puesta en escena deja al guardia en estado
de shock por unos segundos, lo suficiente como para que le encajes tu mejor puñetazo bajo la
mandíbula. Un uppercut perfecto que lo lanza a la lona, noqueado. Le quitas su Sturmgewehr y, acto
seguido, le golpeas con la culata en el cráneo hasta desparramar sus sesos por el suelo.
El otro guardia no tardará mucho en llegar, arrastras el cadáver hasta una esquina fuera de la
visión; te tiemblan los músculos de la adrenalina acumulada. Recoges las llaves del centinela, cargas la
bayoneta y te ocultas en el pasillo, detrás de una esquina en dirección opuesta a la salida.
El segundo guardia llega con un contoneo perezoso, arrastrando un par de fregonas y un cubo.
Dejas que entre en la celda, estupefacto por no ver a su compañero. Como un fantasma te deslizas
hasta su espalda, acaba de encontrar el cuerpo del otro soldado, se vuelve y te mira antes de morir
atravesado por la bayoneta que le atraviesa el corazón... Tomas aliento: nunca hubieras imaginado ser
capaz de algo semejante.

158
Tras unos segundos, donde tu cordura vuelve a restaurarse, recorres el pasillo mirando uno por uno
las demás celdas: llamando a tu prometida entre susurros.
No te lleva mucho más tiempo encontrar a Lucy, apenas la reconoces: pálida, ojos hinchados por el
llanto, el pelo desaliñado; no obstante la sonrisa se abre trecho en sus labios por el reencuentro. Lo has
logrado, tienes a tu chica entre tus brazos; aunque aún te queda mucho por hacer.
Tú decides ahora. A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Escapar del Búnker y olvidar toda esta historia. Ya tienes a Lucy, no merece arriesgar la
vida para salvar el mundo. Pincha aquí.
Opción 2: El mundo necesita de un héroe. Debes impedir que los nazis lleven a buen fin sus planes.
Venganza es tu segundo nombre. Pincha aquí.

159
EI18

Estáis a salvo, aunque por poco tiempo. Cuatro bestias os acechan golpeando con fuerza los
barrotes de la jaula. Pronto serán cinco, cuando se despierte la que ahora yace sobre un charco de
cloroformo. Lucy y tú os abrazáis. Por suerte no tienen ni la mitad de fuerza o fiereza que la
transformación de Ronin, aun así se muestran implacables. Quieren vuestras vísceras, y es cuestión de
tiempo que las consigan.
Entonces escucháis una explosión, seguida de unos tiros. Al otro lado de la puerta alguien corre por
el pasillo.
—¿Chicos, estáis ahí?
Es la voz de vuestro capitán, Jack Solloway, la cual nunca habías creído que te causaría tanta ilusión
escucharla.
—¡Estamos aquí! —gritas, a la desesperada—. ¡Date prisa, Jack!
Solloway echa la puerta abajo y, acto seguido, las bestias se abalanzan sobre él. Dos ráfagas cortas
de su metralleta hacen el resto. Lucy y tú salís de vuestro escondite.
—Lo siento chicos, pero he tenido que abandonaros. Tenía una misión —explica Solloway,
entrecortado.
—¿Una misión? —Replica Lucy.
—Sí, trabajo para el OSS, y...
—¡Joder! —interrumpes— ¡Desde el principio me olía algo raro en toda esta mierda!
—¿Recordáis la extraña señal que detectamos? —continúa Solloway—, proviene de una nave
alienígena, en su interior hay un artefacto de poder inigualable, tan avanzado tecnológicamente que
aún no podemos comprender su potencial... al que llaman el Cubo de Togolek.
—Sí, —dice Lucy—, algo hemos oído.
—Cada una de las seis caras de ese cubo —continúa Solloway— es un portal a otra dimensión. La
cara de color negro se conoce como el Portal Oscuro, y los nazis quieren abrirlo.
—¿Por qué? —replicas.
—Al otro lado —explica Solloway— está el lugar donde nacen y a donde van a morir los demonios.
Los nazis quieren controlar el portal para resucitar a Hitler e instaurar el Cuarto Reich.
—Ya entiendo —dice Lucy—, y para ello necesitan esa llave...
—La llave cósmica —dice Solloway—. Por eso os tuve que dejar. Debía encontrarla antes de que lo
hiciesen los nazis, pero fracasé. Ahora necesito de vuestra ayuda para recuperarla. El teniente
Wittmann se dirige al fondeadero y pretende zarpar en un submarino con ella. Si no lo impedimos, y
llega a la nave espacial, estamos perdidos. ¡Toda la humanidad estará en peligro!
—¡Arreando! —clamas.
Abandonáis el bunker a toda prisa. A vuestro paso cadáveres de soldados nazis, probablemente los
que acaba de abatir Solloway. Haces un cálculo rápido, y piensas que el teniente Wittmann debe ser el
único Kartoffel con vida de toda la isla, pero te equivocas. Todavía queda otro, al menos, aunque por
poco tiempo. Uno de los cadáveres se rebela, se levanta a vuestro paso, pues no estaba muerto, sino
malherido, y dispara su última ráfaga contra vosotros, justo antes de morirse ya por completo. La
espalda de Solloway detiene la lluvia de balas, cayendo muerto en el acto.
Frunces el ceño, y Lucy te pregunta, inquieta:
—¿Podremos con todo esto nosotros dos?
—Cariño —replicas—, ¿sabes lo que suele decir Raymond Martini en un momento como éste?
¡Pero qué pasa!
Ella sonríe, y te estrecha con sus brazos, antes de darte un beso apasionado.
Ahora, tú, y ella estáis solos, y tenéis una misión: salvar a la humanidad.
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160
SA15

Recorréis los pasillos subterráneos del búnker con el máximo sigilo hasta orientaros en el ir y
devenir de las patrullas. La entrada por la que accedisteis es demasiado peligrosa para probar fortuna,
pero gracias a la paciencia y a la observación dais con una de las salidas traseras: usadas para el
abastecimiento de suministros.
Ocultos entre cajas con el símbolo del águila negra salís sin llamar la atención. Una vez fuera os
internáis en la jungla, alejándoos por fin de todo. No merece la pena correr riesgos.
La primera noche os cuesta adaptaros al clima, y a los monstruos mutantes que pululan por el
territorio. Después del amanecer del primer día veis a los nazis cargar todo su equipo en la
embarcación. El Black Swan es hundido por varias detonaciones mientras la joroba del submarino se
aleja en el horizonte vespertino con todos los soldados alemanes comandados por el teniente
Wittmann. Estáis solos en la isla, un paraíso de pesadilla en el que cada hora que pasa se os pone a
prueba.
La parte animal de los instintos, tras unas semanas, es la que predomina en vuestra razón. Lucy y tú
os convertís, obligados por la supervivencia, en un triste remedo de lo que fue el ser humano en sus
orígenes; pero eso no os importará cuando el fin del mundo, en un par de meses tras la fuga del
búnker, sea tan aterrador que los seres alados y las abominaciones que plagan los continentes hayan
terminado con el 90% de la humanidad.
Vivís en el búnker del que habíais huido, buscando un refugio donde esconderos de lo que ha
venido del más allá. Os queda poco para que el ejército de demonios invocados por el cuarto Reich os
encuentre y os de caza. Mientras tanto os reunís en la playa, al amanecer, para ver como una masa
oscura y tenebrosa eclipsa cada día más el sol. Sabéis que no se trata de un planeta o un asteroide, es
algo vivo, que siempre estuvo esperando tras el Portal Oscuro. Él sabe que gracias a vuestro miedo
ahora no hay nada que lo pare... y está hambriento.

FIN

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161
SA16

—Querida, somos los únicos supervivientes del Black Swan —El rostro de Lucy parece tallado en
piedra, está en estado de shock y no sabes si entiende tus palabras—. Esos... hijos de puta han hecho
cosas horribles a nuestros compañeros. Sé que deberíamos alejarnos de aquí y buscar ayuda, pero los
malditos nazis escaparían y, muy probablemente, se salgan con la suya si no hacemos algo
inmediatamente. Lucy, necesito que estés al cien por cien si queremos vengar a nuestros amigos.
Tras unos segundos, algo se activa en su mirada y alza su barbilla dotándola de ese brillo que te
hizo estremecer el primer día que la viste.
—Le arrancaremos su corazón y lo despellejaré como un conejo antes de acabar con su vida. A
matado a mi perro.
Tragas saliva al sentir un nudo tensarse en tu estómago. Sabes que sus palabras no son en vano,
aquella mujer es capaz de dividir átomos con un chasquido de dedos.
Lucy te comenta que ha escuchado los planes del doctor Gerber y el teniente Wittmann. Su relato
te transporta a las páginas más terroríficas de tus revistas Pulp favoritas pero esta vez no son letra
impresa sino una realidad que te sumerge en la cara oculta de un universo tenebroso. Según Lucy el
nuevo Reich ha conseguido un poderos artefacto llamado "Llave Cósmica" el cual abre un portal a otros
mundos dimensionales donde seres primigenios y devastadores esperan para ser dirigidos. Un ejército
de demonios cósmicos, contrahechos de maldad, abominables y eternos.
Lucy te explica que esa llave es parte de algo mayor, que la señal de radar que seguía el Balck Swan,
liderado por el desaparecido capitán Solloway, era la emisión de una sonda alienígena más antigua que
el ser humano, una llamada de auxilio de una nave extraterrestre que transporta la entrada
multidimensional que abrirá la Llave Cósmica.
Necesitas unos segundos para asimilar toda la información. La terrorífica historia pondrá en jaque
mate a toda la humanidad si los nazis consiguen llegar a esa nave naufragada. Según los datos de la
señal recibida por vuestro buque de investigación, la nave alienígena está sumergida; por esa razón el
submarino alemán es el puente de paso que usará Gerber para llegar a ella.
—Tenemos que destruir el submarino, Lucy. Así no tendrán forma de llegar al portal y usar esa
maldita llave extraterrestre.
—Las cosas no son tan sencillas, ¡quién impediría que en unos meses fueran en un nuevo
submarino a por el ejército de demonios?
—Tienes razón, pero... ¿estás segura que esta historia es real, que hay una nave extraterrestre en
las profundidades del océano?
—¿Ray, de dónde crees que el doctor Gerber ha sacado ese ADN capaz de transformar a un hombre
en un monstruo sacado de las novelas de tu escritor favorito, ese tal Lovestrain.
—Lovecraft, cariño. Y si esos cabezas cuadradas consiguen abrir el portal me temo que Lovecraft no
solo era un escritor de revistas Weirds, sino además un visionario.
—Tenemos que conseguir la "Llave cósmica" y destruir el portal: es la única manera de
salvaguardar la seguridad de nuestro mundo.
—Sí —afirmas sintiendo el peso de la responsabilidad caer sobre tus hombros—, y de paso salvar
nuestro pellejo.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Buscar a Gerber en su laboratorio. Pincha aquí.


Opción 2. Infiltrarte en el submarino alemán. Pincha aquí.

162
EI19

Sacrificar a Lucy es una opción muy sucia. Solo un degenerado podría hacer algo así. Hay que ser
muy mala persona, un verdadero cabrón hijo de puta; pero tú lo eres. No has dudo ni un instante en
matar a tu fiel amigo Ronin, y tampoco has dudado en arrojar a Lucy a una muerte atroz. Pero has
hecho lo correcto, si lo que quieres es salvar tu vida. Las bestias se entretienen con tu amada,
desmadejando sus intestinos y tú, mientras tanto, te haces con las armas. Arrojas una de las granadas
contra la puerta y te ocultas ante el impacto inminente. La puerta salta por los aires, el paso está al fin
franqueado. Corres por él sin mirar atrás, disparando por debajo de la axila, por si alguna de esas
bestias osa seguirte. Sin embargo, justo cuando te preparas para abandonar el bunker, observas una
silueta recortada que se aproxima a la puerta y que, nada más verte, abre fuego contra ti. Te alcanza de
lleno, y mientras rezas todo lo que sabes, pidiéndole clemencia a Dios nuestro señor, le pones rostro a
la figura. Es el capitán Solloway, que al fin regresaba de entre los desaparecidos, y que acaba de
confundirte con un soldado nazi. No hay tiempo para más explicaciones, por el flanco izquierdo
aparecen dos soldados, esta vez sí, que rematan la faena. Ante la estupefacción de Solloway, y justo
antes de tu último aliento, tanto tú como él, recibís varias raciones extra de plomo.
¡Has muerto! ¡Y ojalá te pudras en el infierno por mala persona!

FIN

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163
SA17

Decidís ir al laboratorio del doctor Gerber y cortar la espina dorsal de la malévola organización aria.
Los túneles subterráneos os abren camino a los aullidos y gritos que emergen de la planta inferior de
los sótanos. Un descenso a los infiernos.
Tras la doble puerta por donde los soldados traen a los cautivos para los experimentos del
científico, hay dos filas de camillas con bultos cubiertos por sábanas ensangrentadas, al fondo tres filas
de jaulas contienen diversas formas monstruosas que acechan en la penumbra: las reconoces como
variaciones mutadas de animales autóctonos de la isla con sus genes alterados por encimas
extraterrestres. Los cabos sueltos comienzan a anudarse.
Parece que en el laboratorio no está el doctor, os dirigís a su despacho con las ametralladoras
amartilladas, en silencio, cubiertos por el desenfrenado aullido de los monstruosos mutantes.
Te detienes frente a la puerta, escuchas la voz de Gerber hablando por el interfono y haces una
señal a Lucy para que te deje actuar... Sin embargo, sin tener en cuenta tu iniciativa, la esbelta pierna
de tu prometida descarga una patada sobre la puerta de madera haciéndola bailar sobre sus bisagras.
—¡Maldito bastardo! —grita Lucy poseída por la furia del momento.
Ella no te ha contado nada sobre los dos días que pasaste inconsciente, ni cómo ha podido escuchar
la historia de Gerber a no ser que él mismo la haya pronunciado en su presencia. Una incertidumbre de
lo ocurrido queda sepultada bajo la ráfaga de balas que descerraja la cabeza del loco doctor.
Sabes que nada volverá a ser como antes. Que un pozo oscuro se ha abierto en el interior de Lucy
Allen, un pozo donde habita el dolor y la venganza.
La descarga de la ametralladora deja una masa sanguinolenta sobre los hombros de lo que era el
científico nazi. Sus sesos y trozos de su cráneo pintan un abstracto cuadro sobre la pared, resbaladizo y
en movimiento descendente.
Conoces lo suficiente de la intrincada forma de actuar de la mujer a la que amas. Lo mejor es
guardar silencio, esperar a que la herida cicatrice; que el tiempo construya lo que aquellos dos días en
blanco hayan deshilachado en su cordura.
De repente, el intercomunicador transmite un pitido agudo que te saca del magnetismo silencio.
Traduces inconscientemente las palabras en alemán que radian los altavoces, el mensaje te sorprende
tanto que al principio no reconoces el nombre que han dicho.
—¿Solloway? —lo repites para que Lucy sea participe de tu sorpresa—. Tienen a Solloway en la
salida suroeste. Ese perro viejo es peor que un dolor de muelas. Tenemos que ayudarlo, incluso
sabiendo que el muy cabrón nos metió en todo esto sin contarnos el riesgo que corríamos.
En una de las paredes del despacho ves un plano del búnker, recorres con los dedos el trayecto más
corto hasta tu destino evitando las zonas de control mientras Lucy abandona el despacho. Tienes
memorizado el camino. No puedes evitar echar un último vistazo al cuerpo descabezado del doctor
Markus Gerber, sobre su silla; el metálico olor de la sangre se te adhiere al paladar provocándote
náuseas.
Al salir del despacho ves a Lucy que está manipulando la maquinaria científica del laboratorio.
Varios mecheros Bunsen de metano están amontonados frente a las jaulas donde figuras antinaturales
se contorsionan excitadas por su presencia.
—Lucy, tenemos que ir a por Solloway, tal vez nos pueda contar algo sobre como parar esta locura.
—Sí —responde mientras gira el programador del pequeño horno en el otro extremo del
laboratorio—, será mejor que nos marchemos de aquí antes de que comiencen los fuegos artificiales.
Los dos abandonáis la sala despedidos por la algarabía de los mutantes. El camino que has
memorizado os lleva directamente hacia una de las entradas del búnker, un gran almacén donde
entran y salen los vehículos.
Bajo la luz de una de las lámparas eléctricas veis el magullado cuerpo del Capitán Jack Solloway
atado a una silla. Un enorme soldado, bajo las órdenes del teniente Wittmann que disfruta del
espectáculo a escasos metros, lo está sacudiendo como si fuera un saco de boxeo que escupe diente
con cada puñetazo.

164
Aprovechando la cobertura que os ofrecen las cajas amontonadas en la zona de carga, evitáis los
soldados armados que trabajan transportando mercancía al interior de los furgones. Os acercáis lo
suficiente para escuchar las palabras del teniente nazi con acento arrastrado.
—Será mejor que nos diga todo lo que sepa de la nave alienígena, capitán Solloway.
Jack Solloway levanta la cabeza esbozando una sonrisa patibularia dirigida al teniente de la SS.
—Las pesadillas que le aguardan en esa nave dejan a su Führer a la altura de un colegial, teniente.
Es para mí un placer saber que usted estará presente cuando abran el portal, así sabré que tendrá
asegurado su infierno particular antes de perder por completo la cordura.
El gesto de Wittmann activa un resorte invisible en el colosal brazo del sicario que le encaja otro
golpe en la mandíbula al prisionero, agitándola como un cencerro.
—Colabore capitán, no tenemos tiempo para cuentos de vieja. ¿Qué hay detrás del Portal Oscuro?
—El-Todo-En-Uno —susurra Solloway— Yog-Sothoth es la entrada.
Después de sus últimas palabras, el capitán del Black Swan se levanta arrastrando la silla entre sus
manos atadas a la espalda. La inusitada embestida coge por sorpresa al enorme gorila que lo había
golpeado quedándose sin aliento debido al cabezazo en el estómago que lo proyecta hacia el suelo.
Sin inmutarse, Wittmann saca de un rápido movimiento su Luger y dispara dos veces sobre su
prisionero.
Solloway, ese maldito perro con malas pulgas, cae muerto, pero antes de expulsar su último aliento
logras escuchar unas palabras que para ti suenan incomprensibles:
—El viajero del espacio aún sigue vivo...
La explosión del fondo de los túneles hace saltar las alarmas contraincendios. El laboratorio ha
volado en mil pedazos.
Es hora de tomar decisiones. A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Sabéis que la carga de esos furgones no puede ir a otro sitio más que al puerto, donde os
espera el submarino. Colaros entre el cargamento es una gran idea. Pincha aquí.
Opción 2: Aprovechar el desbarajuste ocasionado por la alarma y matar a Wittmann: cortarle la
cabeza a la serpiente es la mejor opción para acabar con ella. Pincha aquí.

165
SA18

Ahora o nunca. El revuelo de los soldados en el almacén de la puerta suroeste se asemeja a un


avispero sacudido por un visitante inesperado. Desde las sombras de vuestro escondite asomas el
cañón de tu arma, trazando una línea imaginaria entre el punto de mira y el parche del teniente
Wittmann. Aspiras, equilibras tu peso, mantienes el pulso y, como si acariciaras el pétalo de una flor,
deslizas el dedo índice por el gatillo.
La detonación hace que una lluvia de rubíes se desboque desde la cara oculta de Wittmann. La
imagen de su cuerpo cayendo sobre el difunto capitán Solloway se ralentiza a cámara lenta delante de
tus ojos: la mano de Lucy sobre tu hombro, el rugido de los guardias alemanes, el eco intermitente de
la alarma. Después todo recupera la realidad del tiempo, incluso más rápido de lo normal.
Las astillas vuelan a tu alrededor arrancadas a mordiscos por las balas nazis.
Lucy y tú, espalda contra espalda tras la cobertura de una de las enormes cajas de madera, vibráis
con el retroceso de las ametralladoras percutidas, en una danza mortal. Los enemigos caen acribillados
dibujando regueros de sangre aria con cada impacto. Por unos segundos ves sonreír a Lucy, tú le
devuelves la sonrisa en una epifanía: nadie os podrá separar pase lo que pase.
El primer balazo te da en el hombro. Su dolor te hace detenerte, visualizar las posibilidades que
tenéis de escapar con vida cuando te das cuenta de que más soldados vienen a relevar a los caídos.
Habéis cortado la cabeza de la serpiente, pero su presa os asfixiará con su rigor mortis.
Lucy y tú morís a manos de los nazis, uno junto al otro. Os habéis llevado por delante a la gran
mayoría de los enemigos, evitasteis que el Mundo caiga bajo el yugo nazi. El Portal Oscuro sigue sin
abrir, por ahora.
El planeta no os recordará como héroes, pero eres uno de los más valientes que ha sucumbido en
el olvido. Enhorabuena y vuelve a intentarlo, este libro necesita lectores con agallas, como tú.

FIN

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166
EI20

Entre jadeos corréis en dirección sur, hacía el fondeadero.


Al poco de iniciar la carrera atravesáis por una cota, y allí, se os presenta la mejor de las opciones
posibles. Se trata de una cota fortificada, camuflada de forma natural por los designios de la
naturaleza, abrupta y salvaje.
Desde lo alto —junto a un cañón antiaéreo; una imponente batería de costa; y un polvorín con un
buen surtido de piezas de artillería—, observáis la tenue silueta del submarino, amarrado en la bahía,
más allá de un profundo barranco.
—Ray —dice Lucy— ¿y si no llegamos a tiempo? Hay mucha distancia hasta los muelles.
—Tienes razón cariño —replicas—, además… ni tan siquiera tengo claro cómo podríamos detener a
ese maldito kartoffeln; a no ser…
Durante unos segundos te muestras pensativo, sin dejar de mirar la batería de costa. Te acercas al
cañón, y compruebas que está en perfecto estado. Sin embargo, su mecanismo es demasiado complejo
para ti solo, y el ángulo de tiro imposible. Das varias vueltas dentro del polvorín en busca de soluciones.
Hay un montón de armas japonesas abandonadas a toda prisa, entre ellas, un mortero de infantería.
—¡Bingo! —gritas eufórico.
Nadie mejor que tú conoce el poder destructivo del fuego de mortero, más aún, el pánico que
provoca encontrarse justo en medio de una lluvia de proyectiles. Recuerdas cómo las pasaste
jodidamente putas durante la invasión de Guadalcanal y, mientras aprovisionas la munición necesaria
junto el arma, que convenientemente has colocado apuntado a la bahía, no dejas de rememorar tus
pesadillas, y de lo cerca que estuviste más de una vez en terminar hecho picadillo, o incluso volverte
loco de remate. Pero ahora, quien maneja el mortero eres tú, y no tus enemigos.
—Intentaremos destruir el submarino desde aquí —explicas.
—Ray, no podrás acertarle. ¡Está muy lejos! Apenas se distingue siquiera.
—No te preocupes, el truco está en ajustar el tiro según vayamos probando. Ensayo - Error,
muñeca, ya sabes. Verás cómo lo destruimos antes de que se sumerja, te lo prometo.
Cargas el mortero con proyectiles explosivos, calculas la parábola, y te preparas para efectuar el
primer disparo, superando la línea de cocoteros.
Lucy te observa, sin embargo, de pronto, algo os ataca desde el cielo. Con un ojo puesto sobre la
bahía, con el otro tratas de calibrar la nueva amenaza que se cierne sobre vuestras cabezas. El enorme
batir de sus alas, con treinta o cuarenta metros de envergadura —según calculas de un fugaz vistazo—,
levanta polvo y restos de vegetación a vuestro alrededor. Su vuelo es errático, pero consistente, y sus
alas, de colores tan variados como llamativos, no cejan en su empeño, martirizándoos como si fueseis
un inocente y desvalido insecto en las manos de un crio. Solo que ahora los papeles se han cambiado, y
el enorme insecto volador, que a todas luces semeja una mariposa mutante, es solo cuestión de tiempo
que acabe con vuestras vidas sin remedio, libándoos la sangre, eso como poco.
—Date prisa Lucy —ordenas—. ¿No quieres catalogar nuevas especies? Pues antes tendrás que
matar ese bicho. ¡Hazte con el cañón, y cárgalo!
Señalas el cañón antiaéreo, pero Lucy no tiene ni la más mínima idea de cómo se carga un aparato
de estos, así que, a toda prisa, dejas atrás el mortero, y entras de nuevo en el polvorín. Lucy grita
aterrada, pero también sorprendida, acuciada por la curiosidad.
—¡Ray! —Observa ella—, creo que es una Mariposa Ulises, solo que de un tamaño descomunal.
Date prisa, porque parece que se está cansando de jugar, y creo que quiere comernos.
—¡Ya voy, cariño! —gritas desesperadamente, al tiempo que, de pronto, encuentras una caja con la
munición apropiada para el antiaéreo. Corres, pero algunos proyectiles se te caen por el suelo, rodando
en dirección opuesta a tus propósitos.
Tragas saliva. El sol implacable; el calor que te asfixia; la humedad que te hace más lento y pesado;
el bochorno, todo, absolutamente todo lo que te rodea te hace pensar en que algo como lo que estás
viviendo solo podría ser posible en revistas como Argosy o Amazing Stories, revistas pulp que tanto te
gustan, pero por mucho que quieras cerrar los ojos y frotártelos para despertar de la pesadilla, ese
precioso insecto no va a regresar por donde ha venido, solo porque tú así lo desees. El tiempo corre en

167
tu contra, pero no podrás hacer un buen disparo de mortero si antes no acabas con la Mariposa Ulises.
Apuntas el cañón antiaéreo, y… ¡fuego!
¡Has acertado a la primera! Sin embargo, los resultados no son los que tú hubieses querido. El
proyectil impacta en el ala derecha de la bestia mutante, perforándola y continuando su trayectoria
hacia el cielo azul e infinito. Segundos más tarde, cuando ya has dado por perdido el disparo, e intentas
preparar el siguiente, observas cómo algo explota entre las nubes, algo que volaba en segundo plano.
—¿Le has dado? —pregunta Lucy.
Te quedas en silencio.
Debes regresar al mortero, pero no puedes hacerlo. El enorme lepidóptero zozobra, y su vuelo
errático se precipita sobre vosotros. De un salto dejas atrás el antiaéreo, agarras con fuerza a Lucy, y
tiras de ella, ganando los metros suficientes como para que la bestia no os aplaste en su caída. El
peligro no cesa, no está muerta y, aunque mal herida, persiste en su intención. Su probóscide,
encabritada y deseosa de administrar venganza, anhela atraparte, estrujar tus huesos y libarte hasta el
último aliento de vida. Lo intenta; y su lengua cae sobre ti como el restallido de un látigo. Cintas a un
lado y a otro, evitando sus acometidas, hasta que logras ponerte a salvo. Entonces, con la intención de
emprender de nuevo el vuelo, comienza a batir sus alas de forma enérgica; movimientos bruscos y
poderosos que aumentan la temperatura a un ritmo endiablado. De pronto, mientras Lucy y tú huis por
un sendero, el polvorín explota, echando al traste todos vuestros planes.
Os lamentáis por la ocasión perdida, también os felicitáis por hallaros a salvo, hasta que, entre una
cosa y la otra, el rateo de un motor os pone sobre aviso. Un rugir furibundo que se precipita, cae en
barrena dirigiéndose hacia donde estáis, lo que os hace dirigir la mirada, una vez más, sobre vuestras
cabezas. Observáis una avioneta en problemas que, en apenas unos segundos, impactará contra la isla.
Tras ella coletea una estela de humo, denso y negro que, a cuchilladas, atraviesa los bellos cúmulos del
cielo tropical, blancos e impolutos, horadados por un ataúd con alas. Por fortuna el piloto semeja
tomar el control justo cuando todo parecía perdido, enderezando la aeronave, y planeando antes de
estrellarse.
De inmediato, tras un reguero de polvo y estropicio, el piloto desbroza un cortafuegos en medio de
la jungla. Perdéis de vista el aparato pero el hecho de que no haya explotado os alberga un halo de
esperanza; puede que incluso haya supervivientes. Lucy y tú os miráis a los ojos, y ella te pregunta.
—¿Qué hacemos Ray?
Tienes dos opciones. O bien prestáis auxilio a la avioneta que acabas de derribar, confiando en que
Wittmann tarde el tiempo necesario para poner en marcha el submarino; o bien, abandonáis a su
suerte a los posibles supervivientes, si es que los hay, condenándolos a una muerte horrible, y echáis a
correr hacia la bahía.
Aunque sea improvisando algún plan estúpido, tu prioridad es detener a Wittmann, solo así podrás
salvar a la humanidad; y, ¿qué importancia tiene una avioneta ante esto? Sin embargo, eres un héroe,
fuiste un marine, y tú eres capaz de esto, y mucho más. Los héroes pueden con todo.
Bien, ¿cuál es tu decisión? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Socorrer a la avioneta que has derribado. Pincha aquí.


Opción 2: Dirigiros al muelle, y desbaratar los planes de Wittmann, antes de que sea demasiado
tarde. Pincha aquí.

168
SA19

Buscáis una salida en el entramado de túneles subterráneos. Os lleva bastante tiempo evitar a los
guardias y dar con lo que parece la forma más idónea de salir de aquí: un pequeño conducto de aire
que asciende hasta la superficie, sin vigilancia.
Trepáis por el tubo metálico hasta el nivel del suelo. El aire del exterior os llena los pulmones y
aclara tus ideas. Te orientas con las estrellas nocturnas e inicias el camino con Lucy siguiéndote los
pasos de cerca, os queda un largo camino hasta la bahía donde viste por última vez el submarino
alemán.
En la oscuridad de la noche, tras un largo trecho a través del paisaje selvático, veis una luz en mitad
del camino usado por los vehículos. Adviertes a Lucy de que no haga ruido mientras tú acechas de
cerca para ver de qué se trata.
Un Volkswagen Kubel mimetizado está parado en el arcén con los faros encendidos. Ves a dos
soldados a su lado cambiando una rueda pinchada, se dan prisa en sus movimientos, tú harías lo mismo
si te cogiera la noche en esa isla maldita.
Decidís esperar a que cambien el neumático y arrebatarles el vehículo, aún os quedan varios
kilómetros hasta la bahía y vuestras fuerzas no están en su máximo apogeo. Mientras vigiláis algo
ocurre que hace cambiar vuestros planes. Como si las sombras que rodean a los soldados tomaran
forma, una silueta oscura y serpenteante se yergue a las espaldas de la pareja sin hacer el más mínimo
ruido. Es una masa alargada cubierta de extremidades puntiagudas y articuladas, sus flancos
redondeados trazan dos filas dentadas de esas protuberancias a todo lo largo de su cuerpo; el brillo de
unos ojos facetados coronan la monstruosa forma con un fulgor rojizo que te oprime el corazón unos
segundos antes de ver como deja caer su enorme cuerpo sobre uno de los soldados, cubriéndolo por
completo.
Los gritos de terror y las balas no hacen mella en el ritmo con el que la criatura mutante engulle al
primero de los soldados. El segundo, tras vaciar el cargador de su revólver, pone pies en polvorosa en
dirección al búnker.
Lucy y tú os estremecéis al presenciar la abominable desaparición del cadáver, ni un solo rastro ha
dejado.
Tras unos minutos el mutante sigue su camino internándose en las sombras. Ambos corréis al
vehículo y terminando el trabajo de los soldados ponéis la rueda a punto en un suspiro.
Recorréis el camino hacia la bahía con la esperanza de no encontrar ninguno de esos monstruos por
el camino, se puede decir que eres un tipo afortunado. A pesar de todas tus aventuras sigues vivo y con
la mujer que amas a tu lado. No obstante aún tienes que salvar a la humanidad.
Llegando a vuestro destino la radio del Jeep alemán trasmite una noticia que os sorprende y os
entristece de igual manera: parece que uno de los prisioneros, el capitán del Black Swan, ha logrado
infiltrarse en el búnker y ha asesinado a Markus Gerber. Sin embargo ha sido atrapado intentando
escapar de las instalaciones y ha sido abatido por el mismísimo teniente Wittmann. No esperabais
tener noticias de Solloway y menos que fuera un auténtico héroe. También habla de la fuga de dos
prisioneros, que sois ustedes...
La bahía se dibuja bajo la luz de una luna menguante. Dejáis el coche lo suficiente lejos como para
no alertar a los guardias del puerto. A pesar de las altas horas de la madrugada los soldados están
ajetreados cargando y preparando el submarino para salir, posiblemente, lo más rápido posible. La
única manera que se os ocurre para entrar en la embarcación sumergible es lanzaros al agua y nadar
cobijados por las sombras de la noche. El submarino es un U-X7, un modelo que según tu información
solo ha salido en las revistas Pulp como una máquina construida en secreto por los nazis, un transporte
capaz de llegar a lo más profundo de los abismos insondables marinos. Poco más sabes de este
avanzadísimo Nautilus, solo que tal son sus dimensiones que sobre su joroba de ballena tiene diversas
escotillas y válvulas de depresión. Con suerte encontraréis una entrada por la que colaros sin ser vistos.
Dejáis todo el equipo que os pueda molestar en el periplo y os lanzáis al agua. Echabas de menos
ver las curvas de Lucy bañadas por la luz de las estrellas, y esta idea te sirve para afrontar el frío del
agua.

169
Continúa: Pincha aquí.

170
SA20

La oportuna explosión deja a la turba de nazis sorprendidos, sin saber qué hacer. De nuevo no hay
tiempo que perder. Supones que la mejor forma de llegar al submarino es colarte en uno de los
vehículos como parte de la carga. Lucy y tú os movéis con cautela arropados por el ruido de la alarma
contraincendios, hasta llegar a la camioneta más cercana a la salida, dentro hay sacos y depósitos de
agua potable de grandes dimensiones.
—Tendremos que meternos en uno de estos contenedores —susurras a tu compañera.
—Pero están llenos de agua, además las tapaderas son bastante estrechas como para...
El ruido de las botas se acerca tras el toldo que cubre el furgón. Salir en busca de otro escondite es
muy arriesgado. La única solución es sumergirse en los depósitos cilíndricos dejando las armas y el
equipo dentro de otro. Os desvestís a toda prisa y os metéis a duras penas en el interior de los
recipientes impermeables. El agua se desborda con el volumen del cuerpo de Lucy que entra
semidesnuda.
Tú, tras ocultar la ropa y las armas, te metes en el agua hasta la cintura. De repente escuchas las
voces de un soldado ante la entrada de carga del vehículo. Tus anchas espaldas se quedan trabadas a la
altura de los hombros. La improvisada puerta de lona se abre dejando entrar la luz de los focos que
iluminan el búnker, recortando dos siluetas.
Las prisas hacen que fuerces las articulaciones de tu hombro derecho hasta descolocarlo como un
contorsionista. El ruido del agua saliente no ha llamado la atención de los soldados que cargan
apresuradamente más contenedores.
La furgoneta, tras unos interminables minutos de trajín en la parte de atrás, se pone en marcha.
Escuchas como el sistema de suspensión absorbe los baches de un camino de tierra durante el largo
periplo, hasta llegar al puerto. Tu cuerpo está engarrotado y tienes calambres debido a la baja
temperatura del líquido, a pesar de haberlo templado varias veces durante el trayecto con tus propias
reservas urinarias. No has hablado con Lucy durante la marcha por miedo a delatar vuestro escondite.
Sin embargo ella tampoco ha hecho ningún ruido, y eso te preocupa.
Los barriles de agua son conducidos sin delicadeza, a veces rodando por el suelo o transportados
sobre carretillas. Tu sentido del humor se diluye en el último centrifugado antes de llegar a tu destino.
La cabeza no deja de darte vueltas a pesar del silencio.
Cuando estás completamente seguro de no escuchar ningún alemán cerca, abres con cautela la
tapadera. Un compartimento lleno de sombras se materializa a tú alrededor: cajas, barriles, sacos y
varias estanterías repletas de tarros etiquetados. La luz de la luna se abre paso por una de las válvulas
de sobrepresión, la cual se cerrará en cuanto el submarino se sumerja.
Sales de tu prisión, estirando los músculos, reanimándolos. La piel está tan arrugada que no tienes
tacto ninguno. Buscas entre los demás contenedores de agua a tu prometida, susurrando su nombre y
golpeando con los nudillos las paredes de fibra. Nadie responde.
De uno de los contenedores, tras revisarlos uno por uno, ves restos de agua que conducen al fondo
de la habitación. En la penumbra sigues las huellas, algo se mueve al fondo.
—¿Lucy, eres tú?
La silueta se gira al escuchar tu voz y echa a correr hacia ti, torpemente, como un ser malformado
cuyas piernas asimétricas lo sacuden como el badajo de una campana.
—Ray, lo hemos conseguido —tus sentidos se relajan al sentir los brazos de Lucy rodeándote el
cuello—. Ahora joderemos a esos malditos hijos de la gran puta.
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171
EI21

Has decidido rectificar tu error, ser un buen samaritano e intentar salvarles la vida, si ello es
posible, a los pasajeros de la avioneta que acabas de derribar. Puede que luego no tengas tiempo para
ocuparte de Wittmann y sus planes megalómanos, pero ahora, lo primero es lo primero.
Por suerte, la pericia del piloto evitó que se estrellase la aeronave, además de abrir un camino en
medio de la jungla, por el que ahora corréis Lucy y tú.
En pocos minutos os encontráis ante la zona de impacto. La avioneta está destrozada, partida en
dos. Echáis un vistazo dentro; halláis al piloto y un cámara muertos y, en los brazos de éste, una rubia
de infarto con el escote ensangrentado.
Apoyas tu oreja y sientes el latido de su corazón. Lucy, mientras, enrabietada por tu exceso de celo,
comprueba que ya es imposible hacer nada por la vida de los otros dos tripulantes.
Extraes a la chica, la tumbas sobre el suelo, e inmediatamente le practicas la reanimación cardio
pulmonar.
Justo cuando vuelve en sí, cuando su corazón comienza a latir, es cuando la reconoces. Es Patsy
Walker, Miss América del 44, la chica de tus sueños, la reina de las pinups y cuyo poster central,
posando junto un bombardero B-17, todavía conservas en secreto, en tu camarote, para consolarte
cuando Lucy no quiere saber de ti.
Te deshaces en elogios y, a regañadientes, decides regresar a tus obligaciones de héroe. Ahora,
mientras Lucy se ocupa de la muchacha, tú debes hacer lo propio con Wittmann, por lo que te lanzas
de nuevo a la carrera. Un esfuerzo baldío, pues cuando alcanzas la bahía compruebas que el submarino
ya ha zarpado. En el muelle la única embarcación que puedes utilizar es el Black Swan, aún atracado,
pero de nada te sirve si tu propósito es perseguir un sumergible. Desistes de inmediato.
Regresas en busca de Lucy y Miss América, quien te cuenta que iba camino de una sesión
fotográfica en la isla de Java, hasta que algo les hizo caer en picado. Tragas saliva mientras te haces el
tonto, algo en lo que eres todo un profesional.
Ahora la única opción posible es embarcar en el Black Swan, y poner rumbo a puerto seguro. Una
vez en alta mar das aviso por radio, tratas de ponerte en contacto con el alto mando de la marina
estadounidense, pero nadie te cree. Todos piensas que el sol del trópico te ha achicharrado el sentido
común. Te recuerdan que la guerra ya se ha terminado, y que los japoneses han firmado la capitulación
hace más de un mes. Tú insistes, dices que eso ya lo sabes, que esto es distinto, y que la humanidad
está en peligro. Pero tus esfuerzos son inútiles, ahora lo único que está en peligro es tu futuro
matrimonio, y lo sabes.
El viaje de vuelta a casa es largo, y la tentación de tontear con Mis América, inevitable. Comienza a
llover, es temporada de lluvias en el trópico.
En lontananza divisas un tifón. Puede que tu regreso no sea todo lo placentero que a ti te hubiese
gustado. De todas formas, deberías aprovechar todo lo que puedas. Por tu culpa, el futuro de la
humanidad va camino del apocalipsis.
¡Has fracasado en tu misión!
¡Suerte con Miss América!
A no ser… ¡Que prefieras volver al principio!

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172
EI22

La responsabilidad pesa sobre vuestros hombros, más todavía que la carga de culpabilidad por
abandonar a su suerte a los tripulantes de la avioneta que tú, y solo tú, acabas de condenar a una
muerte tan atroz como inimaginable. Ya no hay vuelta atrás, tus motivaciones son de fuerza mayor, y
tus piernas tratan de comerle terreno al destino, mientras rezas todo lo que sabes para que el
submarino siga allí cada vez que, a causa de los cocoteros, algún desnivel del terreno, o algún desvío
inesperado, lo pierdes de vista a medida que te deslizas por el barranco.
Lucy avanza tras de ti, no porque le cueste seguirte, sino porque tú no le dejas que te adelante. Lo
contrario estaría feo, tú eres un hombre, y además un ex marine.
Un halo de felicidad os envuelve una vez alcanzáis vuestro objetivo. Ahora, ocultos tras una pila de
bidones y embalajes, contempláis como, al final de una larga pasarela de madera, se encuentra el
dichoso submarino, aún amarrado ¡Gracias a Dios, aún no es demasiado tarde!, suspiras.
—¡Ostras Lucy! —clamas—. ¿Sabes una cosa? ¡Es increíble!
—¿Lo qué? —replica ella.
—Este puto lobo gris, no es un lobo cualquiera, es un U-X7 —explicas, mientras observas dicha
marca en el fuselaje—. Jamás pensé que existiesen. Leí mucho sobre ellos en mis revistas pulp, ésas
que tanto odias...
—¡Ya! —te interrumpe, frunciendo el ceño—, ¿las que están llenas de mujerzuelas ligeritas de
ropa, no?
—¡Cómo eres, Lucy!, nada de eso, son..., son, exigencias del guion, cariño —haces una pausa—. De
verdad, recuerdo..., sí, ya sé, era en Submarine Stories, y el número... ¡mayo, mayo de 1930! ¡Joder,
qué bueno! En esa revista había un relato sobre un U-Boat, el U-X7; era un submarino diseñado
especialmente para batir records de profundidad, y además, estaba equipado con unos súper torpedos
atómicos, y además...
—Sí, ya sé, y además un montón de chicas en bikini correteando de proa a popa, y viceversa. Ya me
conozco la historia Ray, chicas, monstruos y testosterona. Te lo digo en serio, deberías leer menos
relatos pulp, tienes la cabeza que parece una pajarería ¡madura, hombre!
—Tú no lo entiendes cariño... ahora lo recuerdo todo. Eran torpedos de protones gamma, y... ¡cielo
santo!, ahora va resultar que todo lo que sale en las revistas pulp es..., es... ¡es cierto, Lucy!
—¿Qué? —la mirada que te depara es, matadora— ¿tú te estás escuchando?
—Lucy, preciosa, no me mires así, y mira a tú alrededor. Observa todo lo que nos ha ocurrido hasta
ahora. ¿Acaso lo dudas?
—Quizás tengas razón —Lucy se muestra complaciente—, ya no sé ni qué pensar. Lo único que sí
sé, es que si queremos joder a ese puto kartoffeln habrá que colarse en ese pez de hojalata, y por mis
ovarios, que lo vamos a hacer ¿estás conmigo?
Por un momento te quedas sorprendido. Como la dejes, se te sube a las barbas, y será ella la que
tome las decisiones. Tanta iniciativa a veces te asusta, pero también te la pone dura a rabiar.
—Tranquila, preciosa —dices—, la táctica es cosa mía.
De pronto, ajenos a vuestra conversación de pareja, un centinela que de primeras os pasó
desapercibido, dirige sus pasos hacia donde estáis. No os ha visto, pero si os movéis, u os empeñáis a
seguir con la cháchara, entonces sí que estáis perdidos. También, os dais cuenta como un marinero sale
del submarino, y comienza a cargar las cajas dentro. No hay tiempo que perder, pero si te precipitas no
solo corres el riesgo de que os descubran, sino que además, y eso es lo peor, que te maten y luego
secuestren a Lucy, para a buen seguro hacer cosas con ella que solo de pensarlas se te retuercen los
sesos.
Observas detenidamente al centinela. Se muestra aburrido, hastiado, sin demasiadas ganas ni
convicción en lo que está haciendo, es decir, caminar de un lado a otro. Su rutina consiste en recorrer
la pasarela del muelle y, una vez se acerca a donde estáis, da la vuelta y se aleja, para regresar al poco
rato.
Debes neutralizarlo antes de que su compañero termine de cargar las cajas, así que, sigilosamente,
te ocultas tras uno de los bidones, el más próximo a dónde él se gira para cambiar de dirección.

173
Aguardas el momento adecuado, tratando de sincronizar lo que piensas hacer con el ir y venir del
marinero.
Tras varias oportunidades, que no son todo lo oportunas que hubieses deseado, y mientras te
lamentas de no tener contigo al bueno de Ronin, especialista en estas tareas, llega la buena. El
marinero acaba de entrar en el submarino, y justo en este momento, el centinela se dispone a girar
junto a ti. Una vez te da la espalda, te abalanzas sobre él y, mientras con una mano le tapas la boca,
con la otra le partes el cuello. El "crack" suena fuerte, pero nadie lo ha escuchado, excepto Lucy, a
quien se le escapa una sonora exclamación de repugnancia.
Antes de que regrese el marinero a por otra caja tiras del cuerpo del soldado, agarrándolo por los
sobacos, y ocultándolo tras los bidones. Una vez a salvo de miradas indiscretas, lo registras. Encuentras
un paquete de cigarrillos, un cuchillo, y un par de cargadores para el subfusil que porta. Se lo requisas
todo, y lo abandonas tras de ti.
Ahora vas a por el marinero.
Avanzas posiciones entre las cajas y los bidones. Una vez te encuentras en la posición adecuada
arrojas la cajetilla de tabaco al suelo, en un punto que no pase desapercibido para tu víctima, y que le
obligue a acercarse lo suficiente como para que puedas abordarlo sin que dé el aviso de alarma.
Todo te sale a pedir de boca, e incluso esta vez ni siquiera has hecho el más mínimo ruido. Le has
cortado el cuello con el cuchillo, lo hace que Lucy se tenga que tapar los ojos al pasar sobre el charco
de sangre que fluye sobre la pasarela del muelle. Puede que no haya sido una buena idea, pero en una
isla donde todo es posible, quien va a sospechar de ti. Un oficial de las SS no es tonto, y sabe que los
bichos mutantes no degüellan marineros incautos, así que mejor ocultar el cuerpo. Lo arrastras junto al
del centinela. El submarino zarpará de un momento a otro, así que no crees que pierdan tiempo en
buscarlos; si es que sus vidas le importan a alquilen.
Lucy y tú os metéis en la boca del lobo, de un lobo gris, aunque en este caso entráis directos por la
panza. En el interior todo semeja en calma, hasta que, de pronto, comienza a sonar una sirena.
Escuchas una orden por el altavoz:
¡Sí, se hace a la mar! Respiras con alivio.
Rápidamente, buscas un sitio donde ocultaros. Ya no hay vuelta atrás. Rumbo a la Fosa de las
Marianas, y con el objetivo inequívoco de abrir el Portal Oscuro, ahora todo depende de vosotros, si es
que todavía queréis salvar el mundo, pero la realidad es que no sois más que dos polizontes, y hacer
valer la vuestra antes de que sea demasiado tarde, no os será sencillo.
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EI23

Desde vuestro improvisado escondite percibís todas las maniobras que realiza la nave, desde que
zarpa hasta que se sumerge, a la orden de... ¡INMERSIÓN!
Ahora te encuentras en lo que parece un diminuto compartimiento del sumergible, puede que
específico para el almacenaje de provisiones, donde a duras penas cabéis Lucy y tú, espachurrados
entre las cajas que se os vienen encima y que tratas de contener sobre tu espalda.
Cuando todo parece tranquilo abres un par de dedos la puerta tras la que te ocultas, echas un
vistazo y compruebas en efecto que todo está en orden.
—¡Vía libre! —le indicas a Lucy.
A hurtadillas, y rezando por no ser vistos, continuáis a lo largo del pasillo central en dirección a la
proa. De inmediato alcanzáis el puesto de mando. Allí, repantingado en un sillón auxiliar, os topáis de
bruces con el teniente Wittmann, quien parece estar más interesado en un vial de color naranja que en
vosotros mismos. Os mira y sonríe, mientras tratáis de esconderos, lo cual no deja de ser cómico. Allí
dentro no hay escondite que valga, y mucho menos una vez que habéis sido descubiertos.
—¡Vaya, tenemos dos ratas a bordo! —susurra el teniente Wittmann, mientras se inyecta una dosis
de esa extraña sustancia naranja que refulge en la penumbra—. Me alegro de que estéis aquí, os lo
digo en serio. Ahora seréis testigos del resurgimiento de una nueva era: ¡El Cuarto Reich!
Una sonora carcajada recorre todo el casco del submarino, justo cuando además el oficial se
inyecta una segunda dosis, por si acaso. Entonces, horrorizados, contempláis su transformación.
Recuerdas a Ronin, y eso te estremece. Echas mano de tu arma, pero no puedes hacer nada. Dos
marineros en los que no habías reparado, y que se sitúan justo detrás vuestra, abortan tu impulso.
En primera fila, no os queda más remedio que disfrutar del espectáculo. El cuerpo de Wittmann se
sobredimensiona, lo que hace reventar los botones de su casaca; seguidamente, su piel adopta un
fortísimo color anaranjado al tiempo que sus piernas dejan de existir, dando lugar a lo que parecen seis
poderosos tentáculos con funciones tanto motrices como prensiles. Tras un respiro, un grito de agonía;
a lo que sigue una cubierta de espinas que comienzan a salpicar todo su cuerpo. Sin embargo, lo que
más te cautiva a la par que te horroriza, es su cerebro, que comienza aumentar de tamaño,
rebordeándole el cráneo, abierto de par en par. Y no es que lo veas, y por ello tanto tú como Lucy
tengáis ese sentimiento de repudia, sino que lo sientes; lo sientes dentro de tu cabeza como un dolor
que os aguijonea a ambos, impidiéndoos tomar gobierno de vuestros actos. De hecho, a una indicación
del oficial, sentís como vuestros captores dejan de reteneros, pues ya no son necesarios. El control
mental que Wittmann ejerce sobre vosotros hace el resto.
Sí, estáis perdidos, pero Wittmann no tiene intención de mataros, al menos por ahora. Su
megalomanía necesita de público, y tú ahora debes representar tu papel. Sin embargo, algo sucede. Un
marinero corre por los pasillos lanzando gritas y proclamas. Está aterrado, y está dando la voz de
alarma. Se acerca al oficial, y esto es lo que le dice:
—Her Wittmann, el operador acaba de detectar una señal, está confirmada. Tenemos un acorazado
yanqui en ruta. Vienen directo a por nosotros.
—¿Un acorazado? —replica el teniente.
—Sí, señor. Es un Clase Iowa. Según nuestra base de datos es el USS Vergent. Nos interceptarán de
un momento a otro.
Nada más escuchar estas palabras, estas mágicas palabras... ¡USS Vergent!, un halo de esperanza
recorre todo tu cuerpo, aún atenazado por los designios de Wittmann. Sabes que dos y dos son cuatro,
y no tardas en realizar los cálculos. Solloway era un perro del OSS, y no podía estar solo en algo tan
gordo. Ese acorazado de la Clase Iowa no está allí por casualidad, sino para reventar la jodida isla y
mandarnos a todos al infierno con sus cañones de dieciséis pulgadas si la cosa se ponía fea. No existe
bestia más mortífera en la historia bélica de los mares que un acorazado de la Clase Iowa, y ahora lo
tenéis justo encima de vosotros, dispuesto a saludaros con un buen surtido de cargas de profundidad.
Además, conoces muy bien al cabronazo de su capitán, el capitán Sullivan, capaz de lo que sea con tal
de salirse con la suya. En Guadalcanal muchos de tus compañeros murieron por fuego amigo, pero

175
ahora no es momento de resentimientos, sino de alegrarse, y terminar con la pesadilla, aunque para
ello debas morir. Nosotros, y toda la humanidad, te estaremos eternamente agradecidos.
Sin embargo, el teniente Wittmann no semeja preocupado en lo más mínimo.
—¡Armen los TPG! —ordena.
—¡Oh, no! —susurras. Recuerdas tus relatos pulp; sí, los TPG, los Torpedos de Protones Gamma.
Minutos más tarde, cuando comienzan a explotar cargas de profundidad a vuestro alrededor, en
vez de ordenar inmersión, el teniente ordena justo lo contrario. Emergéis a una velocidad inédita y,
antes de que el acorazado utilice sus cañones de superficie, las toberas del U-X7 lo tienen a tiro.
—¡Fuego el uno! —ordena el teniente.
Segundos más tarde, una terrible explosión que sacude todo el océano pone al acorazado en órbita,
o poco menos.
—¡Blanco confirmado! —se apresura a observar un marinero, jactándose de la hazaña.
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EI24

Atenazado por el desconsuelo, además de por Wittmann, el sumergible prosigue su curso, hasta
que os halláis sobre la Fosa de las Marianas, iniciando el descenso.
—Her Wittmann —advierte un marinero—, 150 metros de profundidad..., 200 metros..., 250
metros, señor.
Todo a vuestro alrededor comienza a retorcerse. Los hierros se resquebrajan, los tornillos saltan
por los aires, y la presión semeja que partirá en dos de un momento a otro la nave, pero Wittmann se
muestra impasible. Él sabe que éste no es un U-Boat cualquiera, es un U-X7, y tú también lo sabes.
—Her Wittmann, 600 metros, estamos en posición.
Entonces Wittmann ordena que os encierren. En este momento sientes como tu cerebro queda
liberado. Ya puedes mover las manos, las piernas, ya eres tú otra vez. Mientras te conducen a alguna
celda improvisada, Wittmann recoge un extraño objeto que enseguida reconoces: "La Llave Cósmica", y
con la misma se dispone a abandonar el sumergible. No necesita oxígeno, su mutación le permite
respirar debajo del agua. Su objetivo, la nave espacial proveniente de alguna galaxia desconocida que
yace, ajena al paso del tiempo, sobre una cornisa en el interior de la fosa, a pocos metros de distancia
de donde os halláis.
No hay tiempo que perder. Te resistes e intentas buscar la forma de liberarte. Le haces un gesto a
Lucy que ella capta de inmediato.
—¡Ray de los cojones! ¿Acaso tú crees que éstas son las maravillosas vacaciones que me habías
prometido? —Lucy te increpa como si le fuese la vida en ello, tal cual como ya está acostumbrada, de
hecho ni siquiera tiene que esforzarse mucho en interpretar su papel.
A su reprimenda tú no haces otra cosa que disculparte y asentir, mientras, ella continua
insultándote, lo que no deja de llamar la atención de los dos soldados que os escoltan hacia vuestro
confinamiento. Con cada uno de sus gritos de loca histérica, la atención sobre ti se relaja; justo lo que
tú estabas buscando.
—¡Es que yo te mato, te maaaaaato! —grita Lucy, haciendo el ademán de partirte los morros.
Lo captas, ésa es la señal. Te abalanzas sobre uno de los soldados distraído, y le hundes los huesos
propios de la nariz dentro del cráneo, de un puñetazo ascendente y certero. Lucy, de una patada en los
testículos, deja fuera de juego al otro soldado. Ya tenéis vía libre.
—¿Cómo saldremos de aquí? —pregunta Lucy
—Si los relatos pulp que he leído —explicas—, no fallan, en popa tiene que haber un batiscafo.
Sin mediar palabra, os rearmáis con las metralletas que portan vuestros captores abatidos, y corréis
hacia popa. Allí encontráis el batiscafo. Os subís a él, y abandonáis el submarino. Tras un breve paseo
por las profundidades abisales, observáis una extraña y enorme nave espacial oblonga sobre una
cornisa que semeja va a precipitarse al vacío de un momento a otro. En uno de los laterales hay una
compuerta abierta. No lo dudáis, y entráis por ella.
Como si sacaseis la cabeza fuera del agua en una piscina, ahora emergéis, observando como resbala
el agua en torno a la cristalera del batiscafo
—¿Y cómo vamos a respirar ahí fuera? —pregunta Lucy—. Te has olvidado de cargar las bombonas
de oxígeno.
Lo cierto es que, con las prisas, te has olvidado de lo más esencial. Quizás el aire, si es que hay aire
ahí dentro, no sea muy respirable.
¿Qué haces? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Te la juegas, y abres la compuerta. Quizás haya oxígeno respirable, o quizás no, pero el
destino de la humanidad está en juego, y no hay tiempo que perder. Pincha aquí.
Opción 2: Prefieres ser más prudente, y dar la vuelta. Regresas al sumergible y te aprovisiones con
equipos de respiración asistida, si es que los encuentras, que tampoco es que los hayas visto de
primeras. Pincha aquí.

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EI25

No hay tiempo que perder. Abres la compuerta del batiscafo y decides tomar una bocanada de aire
profunda, para comprobar si es respirable. Lucy por si acaso aguanta la respiración, hasta tener los
resultados de tu patético test. Porque sí, no se puede decir que no seas valiente, pero tan estúpido que
ello te cuesta la vida. Esa bocanada resulta mortal de necesidad. El aire del interior de la nave
reproduce una atmosfera alienígena, con compuestos químicos desconocidos que te abrasan los
pulmones, reduciendo a fosfatina sus tejidos. Escupes tanta sangre que das asco, y Lucy, que un
principio aguantaba estoicamente la respiración, de forma instintiva, ante la necesidad de coger aire y
así gritar horrorizada, sigue tu misma suerte.
Hasta aquí has llegado, lo cual no es poco. ¡A ver cuántos pueden decir lo mismo! Más suerte la
próxima vez.

FIN

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EI26

Amigo, estás perdiendo un tiempo precioso, pero como dice el refrán, vísteme despacio que tengo
prisa. Ya veremos si tu estúpida imprudencia no nos cuesta demasiado cara, de hecho Lucy está a
punto de estallar en cólera y montarte otro numerito como el de antes, solo que esta vez como te de
una bofetada, fijo que te rompe la cara de tal forma que ni un experto en puzles podría recomponerla.
Regresáis al submarino, rezando para que ya no haya más kartoffeln dispuestos a torpedearos, o
recibiros metralleta en mano, pero de haber alguno, lo más probable es que estén tocándose con la
emoción de su inminente Cuarto Reich, así que, pasan de vosotros. Una vez dentro, revisas unos
armarios en los que antes no te habías fijado, y sí, allí tienes un bonito par de equipos de respiración
asistida. Te haces con ellos, y vuelta a empezar.
De nuevo te encuentras dentro de la nave espacial, y esta vez sí, abres la escotilla del batiscafo sin
miedo. El interior de la nave es enorme, pero no es nada difícil seguir el rastro del teniente Wittmann;
un rastro húmedo y anaranjado sobre el firme de la nave que parece perderse al otro extremo de un
largo pasillo. Continúas por él, y al fondo, una compuerta. La abrís, y ahora, ante un nuevo espectáculo,
os quedáis patidifusos.
Sin duda, estáis en la bodega de carga de la nave espacial. En el centro, el teniente Wittmann,
admirando un pequeño cubo, no más de veinte centímetros de lado, que se sustenta en el aire,
flotando, girando muy despacio. Cada cara es de un color diferente, pero al teniente Wittmann la única
que parece interesarle es la de color negro, sin duda El Portal Oscuro.
Entonces escuchas como Wittmann comienza a pronunciar unas extrañas palabras en una jerga que
no comprendes, como si quisiese invocar algo del más allá, y desde luego que tú se lo vas a impedir,
¿verdad?
Pues, para ser sinceros, es Lucy la que dispara en primer lugar. Inmediatamente tú haces lo mismo.
Ambos vaciáis un cargador entero sobre el cuerpo sobredimensionado de Wittmann, lo cual semeja no
tener efecto. Las balas salen rebotadas en todas direcciones, alguna incluso está a punto de hacer
añicos tu escafandra; de hecho, una de estas balas perdidas causa un efecto inesperado.
De manera oculta a la típica inspección ocular que, una vez más se te ha pasado por alto, yace una
cámara de hibernación, y en su interior, algo que despierta tras el impacto de una se esas balas. Cesáis
la lluvia infructuosa de plomo sobre el kartoffeln, y ahora apuntáis al nuevo amigo que entra en escena
alzándose sobre su imponente vertical, cuyo rostro semeja horrorizado; pero cómo saberlo, o cómo
saber si tal apreciación no es algo que tú te imagines porque sí, cuando ni siquiera eres capaz de
comprender sus gestos faciales, suponiendo que los tuviese. Un ser venido de otro mundo, con cabeza
de pera invertida y extremidades más largas que un día sin pan. Pero claro, ahí no se acaban las
sorpresas, mientras el alienígena parece querer hacerse con los mandos de una consola anexa, para
vaya a saber usted que propósitos, un par de tentáculos comienzan a desovillarse desde el interior del
cubo, saliendo por la cara oscura entre rugidos y bramidos, seguidas de sombras espectrales que no
auguran nada bueno. Y es que ni siquiera puedes comprender cómo de un cubo tan pequeño pueden
salir semejantes tentáculos, donde cada una de sus ventosas son más grandes que la campana de
hierro de tu pueblo, el que te vio nacer, y que tañeron con ganas para que se enterase toda la comarca.
Lucy y tú sencillamente alucináis. La verdad es que habéis ido de cagada en cagada, y permitir que
Wittmann llegase hasta aquí ha sido un error. Vale, es cierto, no habéis tenido mucha suerte; ¡pues a
ver si la tenéis ahora! Ya sabes, lo importante no es si has jugado bien o mal, sino ganar. Esto es lo
único que importa.
Recargas tu metralleta, y también la de Lucy, que te está haciendo ojitos para que la ayudes.
Reemplazar el cargador se le resiste. Ahora os miráis, y Lucy te dice:
—Ray, ¿y ahora qué?
Sopesas las opciones. Este es vuestro último cargador. O bien os acercáis más a Wittmann,
encarándolo, y tratando de dispararle en algún órgano vital, si es que tiene alguno, o bien disparáis al
cubo, a ver si podéis volatilizarlo...; o bien os cargáis al alien, por si las moscas.
¿Qué haces? A continuación, tienes 3 opciones:

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Opción 1: Encaras a Wittmann, y tratas de buscar su punto débil. Pincha aquí.
Opción 2: Tú y Lucy disparáis al cubo, tratando de destruirlo. Pincha aquí.
Opción 3: Disparáis al alien, antes de que se convierta en otra amenaza. Pincha aquí.

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EI27

¡Bravo! ¿Encarar a Wittmann y buscar su punto débil? Amigo, en primer lugar, el Portal Oscuro ya
está abierto, por lo tanto Wittmann ya no debería ser tu prioridad. Aun así, a ti ya poco te importa lo
que salga por él, o cuál sea el destino de la humanidad, porque enfrentarte a Wittmann es una
estupidez supina. Acabas de comprobar que es invulnerable a las balas, y acercándote más lo único que
consigues es ponerle de mal humor. Además, recuerda su capacidad de control mental. Sencillamente,
no tiene más que pensarlo, desearlo, y de inmediato tú y Lucy quedáis incapacitados para maniobrar,
justo lo que ahora está haciendo. Y no solo eso, sino que además acelera el ritmo cardiaco de vuestros
corazones, como si estuvieseis enamorados, hasta que, en cuestión de segundos, tanto el tuyo como el
de ella explotan, acarreándoos la muerte.
¡Game Over, Ray! Vuelve a intentarlo. Te has quedado a un paso del éxito, lástima.

FIN

Seguro que la próxima vez lo harás mejor: Pincha aquí.


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181
EI28

En un principio la opción de disparar al cubo, a ver si así puedes destruirlo, es algo que semeja tan
evidente como estúpido. Pero oye, igual funciona, a veces solo es cuestión de probar, y esto es lo que
hacéis Lucy y tú, disparando enfebrecidos, lo cual provoca la risa de Wittmann. De hecho a punto estáis
de matarlo de risa. Sus carcajadas resuenan por toda la bodega, y vuestras balas no hacen otra cosa
más que desaparecer nada más se aproximan al cubo.
Sin embargo, cuando parece que todo está perdido, en realidad, y sin que vosotros seáis
conscientes de ello, habéis protagonizado la mejor de las maniobras de distracción posible. Ese tiempo
durante el cual estuvisteis haciendo el ridículo es justo el que necesitaba el alien que, en segundo
plano, programó la cuenta atrás de autodestrucción de la nave.
De repente suena un ruido inequívoco. No entiendes la lengua, pero sabes que es una cuenta atrás.
Miras al alien, y esta vez sí, observas un gesto que parece como que te está guiñando un ojo. Lo
comprendes, tiras de Lucy y corres en dirección al batiscafo. El alien te sigue a la zaga, y, por el rabillo
del ojo, compruebas la desesperación del kartoffeln, intentando a la desesperada desactivar la
secuencia.
Los tres, Lucy, el alien, y tú, corréis raudos, adelantándoos los unos a los otros, como si fuese una
competición, sin embargo, pronto quedas el primero por la cola. El alien es rapidísimo, lo cual no es de
extrañar. Llevará sabe Dios cuántos años hibernando, pero con la zancada que se gasta, no hay galgo
que le haga sombra. Lucy, atlética como es, te deja en ridículo, y tú, sofocado, haces lo que puedes.
Vale que el equipo de respiración pesa la suyo, pero Ray..., si sales de esta, apúntate a un gimnasio.
La cuenta atrás se precipita.
Llegáis a una bifurcación. Si seguís de frente, llegáis al batiscafo; si coges un desvío a la derecha,
seguís los pasos del alien.
¿Qué decides? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Continúas de frente, directo al batiscafo. Pincha aquí.


Opción 2: Sigo al alien, a donde quiera que vaya. Si hasta parece que me hace indicaciones ¿seré su
aperitivo? Pincha aquí.

182
EI29

¿Qué pasa, acaso tienes miedo que el velocípedo te levante la chica? Has decidido pasar de él, y
arreglártelas por ti mismo, una vez más. Bien, no está nada mal. Tengo dos noticias para ti, una buena y
otra mala. ¿Cuál quieres primero?
Sí, ya se, primero la mala: Ésta es que has muerto. Joder, la explosión de la nave no era una
explosión normal, eso creó algo así como un agujero negro, y ahora tú, Lucy, Wittmann, y un monstruo
tentacular cabreado que está saliendo del cubo, os encontráis vagando por el espacio en una
dimensión paralela, o para lelos, ¡quién sabe! Lo cierto es que tu vida está a punto de expirar, o bien
porque te quedas sin oxígeno, o bien porque ese monstruo al que llaman Cthulhu, te las va hacer pagar
muy caras; o bien porque Wittmann te ajustará las cuentas por haberle jodido su fantasía de El Cuarto
Reich.
¿Y la buena? Pues resulta obvio, que has salvado a la humanidad ¡Genial! Todos nosotros te lo
agradecemos; lo cual quizás no te reconforte mucho ahora, que ya estás muerto.

FIN

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183
EI30

¿De verdad vas a prescindir del batiscafo, única vía de escape, dejando en manos de un extraño
alien lo que te pueda suceder? ¿Y si te devora, como en los relatos pulp que tanto te gustan?
El alien corre que se las pela, y, por un momento, crees que te ha dado esquinazo, hasta que, ante
vosotros, se abre una compuerta. Al otro lado, una nave auxiliar que tiene toda la pinta de ser un
módulo de escape. El alien os hace sitio, y os invita a entrar. Propulsados por una misteriosa fuerza, en
unos segundos estáis fuera y a salvo, sobrevolando las aguas del pacífico.
—¿Qué ha sucedido? —Pregunta Lucy.
—Muñeca —responde el alien, tras escanear tu cerebro y adoptar tus expresiones—, ya no tenéis
de que preocuparos. La nave espacial ha implosionado, creando un agujero negro. La amenaza del
Cubo de Togolek, y todo lo demás, reposa ahora en otra dimensión, en el más allá, donde ya no podrá
hacerle daño a nadie.

¡ENHORABUENA, has finalizado con éxito la misión!

—¡Ah, y felicidades, doctor Ray —dice el alien.


—¿Por qué? —replicas.
—Su señora, la doctora Lucy está embarazada.

Con semejante noticia llegamos al final de tu aventura. Sí, Doctor Raymond Martini, has logrado el
éxito absoluto, y además vas a ser papá. Ojala estuviese aquí Ronin para celebrarlo contigo, pero él no
está. En su lugar, un nuevo amigo con muchos secretos, que tiene por sangre un líquido anaranjado de
un valor incalculable.
Es de suponer que tus aventuras, lejos de terminarse aquí, no hayan hecho más que comenzar.
¡Buena suerte!

¿Y ahora qué? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Regresar al principio y probar suerte con otras alternativas: Pincha aquí.
Opción 2: Leer, al fin, tu revista preferida de relatos pulp: Pincha aquí.

184
EI31

¿Qué te ha hecho a ti ese pobre alien, al que acabas de despertar, para que la emprendas a tiros
con él?
Tú y Lucy disparáis vuestras ametralladoras con ira sobre su cuerpo, que resulta mucho más
vulnerable que los de un ser humano. Sencillamente lo destrozáis con las primeras ráfagas.
Le disparaste con rabia. Esos malditos extraterrestres trajeron a tu planeta el dichoso Cubo de
Togolek, que tanto ansían los nazis, y seguro que lo hicieron porque sabían que en nuestro planeta se
ocultaba la Llave Cósmica, imprescindible para abrir el Portal Oscuro. Por ello, y mucho más, los
consideras los responsables, y, a la vista de que sus cuerpos semejan débiles, decides en efecto
ensañarte, y ya no solo le disparas a su cuerpo tendido en el suelo, sino también a todas las máquinas
que estaba manipulando.
Bien, ¿y ahora qué?
Te has quedado sin balas, pero Lucy las conserva casi todas. Ella apenas ha disparado una o dos
ráfagas cortas. Te haces con su arma y disparas a todo, a Wittmann, al Cubo de Togolek, y a esa extraña
bestia que sale a los pocos por el Portal Oscuro, en respuesta a los gritos de llamada del kartoffeln...
¡Chulthu, ven mí!
¿Chulthu? Ese nombre te estremece, pero todo lo que tú haces resulta en vano.
El Portal Oscuro está abierto, y no tienes ni la más mínima idea de cómo cerrarlo. La llegada de
Cthulhu es inevitable, y todo sucumbirá tras él, incluso el tan proclamado Cuarto Reich, solo que
Wittmann aún no lo sabe, pues cree que podrá controlar al Dios Primigenio, cuyo acto de presencia
resulta al fin tan magno, que ni siquiera existe posibilidad física de compartir espacio con él.
Al poco, tanto tú, como Lucy, e incluso Wittmann, termináis en las entrañas de Chutlhu, quien ya
emerge por la raja de la Fosa de las Marinas, destruyéndola a su paso.
¡Has fracasado, y el fin de la humanidad la consecuencia que todos pagaremos!

¿Quieres volver a intentarlo? Pincha aquí.


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185
SA21

El amanecer llega como un rayo de luz que se cuela por la tobera de presión. Permaneces abrazado
a Lucy sintiendo el calor de su cuerpo latiendo contra el tuyo; ella está casi dormida, parece un ángel.
Ahora vestís un par de monos de trabajo con la oscura araña nazi bordada en uno de los brazos. Entre
las cajas habéis rescatado de la colección de trofeos de algún mando uno de los famosos subfusiles
Sten, con sus característicos orificios en el cañón corto y el cargador lateral. Lucy, sin embargo, tiene en
su regazo la mortal PP Sh-41, acaricia su cargador en forma de tambor alojado trasversalmente en su
base como si fuera un gato que ronronea satisfecho. Setenta y un disparos de corto alcance capaces de
cortar por la mitad a una decena de hombres puestos en fila.
Un ruido metálico de la tobera os avisa de la sumersión. Iluminas el almacén con una linterna de
batería requisada de las cajas y prestas oídos a las órdenes que se dan a viva voz en los pasillos
adyacentes. Os ponéis en pie y comenzáis a ordenar los demás objetos que habéis encontrado entre
paquetes y cajas de madera.
Dos Stielhandgranate M24 de mango largo, un chisquero militar, un pequeño bidón de cinco litros
con gasoil mezclado con jabón, varias cajas de tuercas y clavos y una improvisada mecha construida
con cordones de zapato bañados en aceite; todo lo anudáis con alambre formando una bomba de
napalm y metralla. Un aliado que puede volverse contra ustedes si explota con el submarino
sumergido.
Tras unas horas de espera, metéis el artefacto en una mochila de campaña y os aventuráis a salir de
vuestro escondrijo. Ahora apenas se oyen los pasos de los soldados por el largo corredor.
Una escalera os lleva a la sala de máquinas.
Los motores en cascada mueven el eje de la hélice bajo un estruendo de titanes engrasados. El olor
a maquinaria recalentada y sudor forma pequeñas partículas de humedad al permanecer sumergido el
poderoso brazo que hace latir el corazón del submarino. Varios operadores prestan atención a las
órdenes que salen de un pequeño altavoz junto al panel de válvulas y manómetros. Ninguno espera
encontrarse con el enemigo, y a todos les está prohibido llevar armas de fuego en la nave.
En el lateral de la sala de máquinas hay otra escalera que lleva a la planta superior, todos están
atareados pero cualquier intento de cruzar sin ser visto es imposible.
—Necesitamos concentrar su atención en un punto —susurras a Lucy con suficiente fuerza como
para que te escuche bajo el fragor mecánico—, tal vez pueda romper uno de los conductos que van a la
caldera de presión para crear una cortina de vapor que nos haga invisibles.
Ese brillo en la mirada de tu compañera no traerá nada bueno, pero no tienes opción. Lucy tiene
una de sus ideas:
—Se me ha ocurrido algo, tú espera a que yo haga mi parte del trabajo, ¿de acuerdo? Cuando el
vapor los ciegue nos encontraremos en la escalera.
Ni siquiera espera a que respondas cuando sale disparada de las sombras y llega a la pared opuesta
de donde tú te encuentras, por el camino la ves desabrocharse la ametralladora rusa con una mano
mientras, con la otra, descorre la cremallera delantera de su traje hasta la altura de su pelvis. Su piel
ilumina el entorno como el lomo plateado de una sirena, y los marineros no pueden hacer otra cosa
que atender a su llamada. Como cañones antiaéreos, sus miradas apuntan al cuerpo desnudo de... tu
prometida. Un calor enfebrecido asciende a tu cabeza, obnubilando tu mente por un instante, pero
sabes que todo es una treta. Hay que actuar o el plan de Lucy terminará en alimento para peces.
Llegas a hurtadillas hasta las tuberías principales, ramales de presión que van desde la caldera
hasta los motores de doble etapa. Golpeas una vez, dos veces, golpeas hasta que el tubo se desencaja
de su alojamiento, liberando una nube de vapor que silba proyectando niebla a todos los rincones. Lo
último que ves son los pechos desnudos de la doctora y su rostro guiñándote un ojo.
A tientas, atraviesas la sala de máquinas hasta llegar a las escaleras. Lucy solo tarda unos segundos
más que tú en llegar.
—Los hombres sois tan previsibles —dice mientras sube hasta la planta superior.
Arriba encontráis varios pasillos llenos de soldados, que rodean al reactor nuclear y los camarotes.
Llegáis a la sala de torpedos, donde dos hileras de misiles te hacen temblar las piernas. No hace falta

186
entender las iniciales de la Kriegsmarine para reconocer los torpedos de protones gamma, TPG, con los
que soñaba el Führer. A pesar de haber entrado sin ser descubiertos, cuatro artilleros están alerta
mientras miran las coordenadas fosforescentes que iluminan la pantalla.
¿Qué piensas hacer? A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Preparar la bomba entre los torpedos de protones y buscar una salida antes de que todo
explote en mil pedazos, incluidos Lucy y tú. Pincha aquí.
Opción 2: Buscar a Wittmann y pensar en otro plan para salvar a la humanidad. Pincha aquí.

187
SA22

Esta vez no piensas permitir a Lucy poner en práctica una de sus pragmáticas ideas. Sacas de la
mochila la bomba de napalm, con cuidado de no hacer movimientos bruscos, y la depositas en el suelo
a distancia donde la metralla de las granadas alcance a los detonadores de los torpedos. Cosa fácil, ya
que ramilletes de bombas se alinean al lado de las escotillas de salida.
—¿Por dónde saldremos, Ray? —pregunta Lucy acercándote el chisquero.
—En cuanto prenda la mecha, nos deslizamos por una de las lanzaderas y...
—Y nos estallan los tímpanos... No podemos salir sin trajes de buceo, tenemos que hacer
descompresión o estallaremos como palomitas de maíz.
—Déjame explicarte el plan y luego puedes describir cómo moriremos intentándolo. La idea es usar
uno de esos tanques herméticos. —Al lado de una de las lanzaderas hay una caja metálica, usada para
lanzar materiales a la superficie, provisto de gruesas boyas que lo harán subir a toda prisa.
—Uh... tal vez me he dejado llevar.
Las chispas prenden la mecha que humea debido al aceite que la embadurna. Según tus cálculos
tardará unos quince segundos en detonar, tal vez menos.
El olor del aceite quemado se expande por el habitáculo sin ventilación como una mancha de tinta
en el agua. Ves como uno de los guardias husmea, se endereza y busca la fuente del olor con una
mirada de pánico.
...diez segundos.
El soldado, alarmado, se levanta del asiento y alerta a sus compañeros sin poder vocalizar, solo
grita y gesticula con sus manos como un juego de mímica absurdo.
Lucy y tú saltáis hasta la lanzadera. Colocáis una de las cajas de salvación en los rieles con
movimientos eléctricos, casi fugaces. Tenéis la muerte pisándoos los talones, sientes su aliento a cada
paso. El tiempo parece ralentizarse.
… cinco segundos
Lucy entra en el compartimento, un ataúd que os llevará a la salvación. Un cohete que saldrá
disparado cuando... En ese instante te das cuenta de tu error. Miras la mecha de la bomba. Ya no hay
tiempo. Cierras la tapadera de la caja hermética y, con lágrimas en los ojos, activas la palanca de
expulsión. El resorte se activa como un cañón el cuatro de julio. Uno de los dos tenía que activar la
lanzadera o sería imposible colocar la tapadera antes de ser propulsados al abismo oceánico.
...tres, dos, uno.
La explosión lanza lava líquida y meteoritos en llamas sobre el arsenal del submarino. Te gustaría
volver en el tiempo para poder despedirte de Lucy, para besarla antes de partir. Tal vez puedas hacerlo
la próxima vez. La explosión crea una selva en llamas en el profundo abismo. Eres un héroe, de eso no
cabe duda. Pero un héroe muerto, al fin y al cabo. Enhorabuena. Prueba a intentarlo otra vez, has
estado muy cerca salir con vida y conseguir tu propósito.

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188
SA23

Has elegido sabiamente: no es el momento de dejar escapar el placer de mirar a los ojos al asesino
de tus amigos, antes de mandarlo al otro barrio.
Seguís acechando los pasillos iluminados tan solo por la tenue luz rojiza de las bombillas. Habéis
evitado milagrosamente a los soldados que recorren la nave, algunas veces les habéis dado esquinazo
por otra puerta o simplemente habéis pasado desapercibidos al llevar el uniforme alemán. El hecho es
que, tras una hora deambulando por ese enorme laberinto subacuático, encontráis a la proa la cabina
de mando. El teniente Wittmann mantiene una conversación con sus subalternos, la tensión se masca
en el ambiente. La voz del hombre tuerto incluso tiembla de emoción al decir en su imperativo idioma:
—Lo hemos encontrado, pongan rumbo a la nave alienígena.
El brusco giro del submarino te provoca un vértigo repentino en la boca del estómago. La vibración
de las hélices a toda máquina no ensordece lo suficiente el grito que viene de tu espalda. Es la voz de
Lucy, te giras.
Frente a la boca del pasillo donde estabais ocultos, mirando la cabina, hay cuatro soldados. Dos de
ellos agarran con fuerza a tu prometida, ella se revuelve con furia pero la presa de hierro de los nazis
aguanta sus embestidas. A través de las paredes remachadas sientes la corriente del agua pasar a toda
velocidad, Wittmann grita encolerizado, Lucy asiente con su mirada. Hazlo, te dicen sus ojos.
Tus brazos se accionan por un resorte invisible. Agarras tu arma y descerrajas cuatro ráfagas
alrededor de la silueta de ella, tus labios susurran una plegaria. Sangre.
La escabechina a la luz de las bombillas parece una piñata abierta de caramelos de fresa. Trozos de
entrañas y cerebro salpican las paredes, las garras ya no hacen presa sobre los brazos de Lucy, está
libre. Has matado a los cuatro soldados con una precisión perfecta, aunque los proyectiles también han
abierto vías de agua que entran con violencia en el interior del pasillo.
Wittmann ha aprovechado el lapsus para cerrar la escotilla de acceso a la cabina de mando. Cada
sección de la nave se puede independizar herméticamente de las demás por una puerta de varios
centímetros de espesor con seguros a ambos lados. Del otro lado de la puerta, a través de una pequeña
ventana blindada a la altura de los ojos, ves al teniente y tres de sus hombres manejar los controles.
Decenas de alarmas luminosas se han encendido en los paneles. El agua no para de entrar y el
submarino parece dar coletazos hacia lo más profundo de la nada.
—Raymond, tenemos que pensar en algo o moriremos en un ataúd de metal bajo el océano.
El corazón se te ha instalado entre los tímpanos, ocupando el tejido neuronal de tu cerebro. No
puedes pensar en nada más.
El agua helada cubre tu calzado y asciende con rapidez.
El bofetón ni siquiera lo intuyes, la mano abierta de Lucy te golpea con todas sus fuerzas en el
rostro.
—¡Ray, por el amor de Dios! ¡Reacciona!
El dolor te abre un paréntesis de tranquilidad; te teletransporta fuera de tu cuerpo, de tus
preocupaciones, de los problemas. Una burbuja ascendente en el vacío.
—Tenemos que buscar la zona más alta del submarino e independizarla con las compuertas de
estanqueidad. Corre Lucy, caemos en picado y la zona más elevada es la popa. Sígueme.
El estridente ruido de la alarma causa el nerviosismo en la tripulación. Cruzáis pasillos por donde
fluye un río, enajenando todo a su paso.
Varias veces os tenéis que abrir paso entre la plebe nazi a punta de ametralladora. Nadie recibe ya
órdenes y el ejército se fractura como un jarrón hecho añicos contra el suelo.
—¡Apartaos o desparramo vuestros sesos sobre las paredes!
Tal vez no sepan hablar tu idioma pero entienden perfectamente el tono de tu amenaza. La entrada
al último tramo no está tan inundada, tenías razón. Los soldados se apartan de vuestro paso y os
pierden de vista mientras cerráis la compuerta con un giro de la manivela central. Los pestillos laterales
hacen presión en la junta dejando la sala totalmente hermética.
—¿Ray, y qué pasará cuando se acabe el oxígeno?

189
Es una pregunta que no te preocupa en esos instantes. El trayecto del sumergible ha parado en
seco, ha colisionado contra algo en la proa y los gritos de los soldados se ahogan en el silencio sordo de
la muerte.
Continúa: Pincha aquí.

190
SA24

Un callejón sin salida. Allí te encuentras torturando tu sableada mente. No hay escapatoria, la
muerte os ha encontrado y arrinconado en el ring a base de golpes demoledores. Cuatro paredes, una
puerta y el silencio tras la catástrofe.
De repente, tras la colisión, notáis bajo los pies el movimiento. El murmullo de las cercanas hélices
impulsan con su último aliento el submarino. Sea lo que sea que esté pasando esperas que os saque de
esta situación.
Vivís la agitación agarrados de la mano, con los dientes apretados. Cualquier gasto innecesario de
oxígeno os consumirá tiempo de vida. El nivel de la nave parece establecerse, incluso algo te dice que
está ascendiendo. Momentos después todo recupera la inactividad. Silencio, miedo, desesperación.
—Hay que salir, Ray. No podemos quedarnos con los brazos cruzados esperando que todo acabe.
Sabes que tiene razón. Este no puede ser el final. Te tomas unos segundos para recapacitar y
apoyas las manos sobre la manivela de apertura de la puerta.
—Está bien, cariño. Será mejor que tomes aire.
El agua ocupa la sala en un pestañeo tras abrirla. Nadáis a tientas siguiendo el instinto. De vez en
cuando notas el tacto de Lucy rozar tu tobillo y eso te da fuerzas para seguir. Tus pulmones están a
punto de estallar cuando notas una corriente de agua que te succiona como un váter al que han tirado
de la cadena.
SSSSSLOOOFFP....
Un banco de burbujas te acaricia la barriga y sigues su recorrido con la esperanza de atraparlas y
alimentarte de las pasajeras moléculas de aire vital. Agitas los brazos y las piernas, un calor eléctrico te
estrangula a la altura de la garganta. Tus ojos parecen querer salir de las cuencas para abandonar tu
cabeza antes de quedar sin aliento. Agitas más tus extremidades hasta desfallecer. La oscuridad
exterior te traspasa y se adueña de ti. Pierdes la consciencia a la vez que sientes una enorme burbuja
formarse a tu alrededor... Todo se esfuma.

—Ray. Ray, despierta —toses expulsando agua. Estas vivo... o la muerte tiene el mismo sabor
salado del mar—. Eso es, suéltalo todo. Lo hemos conseguido, Raymond.
Lucy está contenta de verte respirar de nuevo, aunque susurra sus palabras como si tuviera miedo
de ser descubierta.
—¿Cómo hemos salido?
—Shhh... ¿No recuerdas nada?
—Solo recuerdo que...
Como retazos resbaladizos de un sueño las imágenes se escapan de entre tus dedos
Una luz, una forma imposible de vida se acerca en tus recuerdos, una voz en tu mente sin
necesidad de palabras. Algo que no es de este mundo.
—Ray, el alien con el que hacía las pruebas el doctor Gerber no estaba muerto, viajaba en el
submarino. Él nos ha salvado. Somos la última esperanza de evitar algo terrible, y no me refiero a que
los nazis controlen el mundo. Si Wittmann logra abrir el portal oscuro desencadenará un desnivel
cósmico. El me lo ha contado todo. Un reseteo al Universo... algo tan horrible que no solo dejaríamos
de existir, sino que nunca habríamos existido.
Lucy se ha vuelto loca, seguramente ha tragado demasiada agua o la presión le ha quebrado la poca
cordura que le quedaba.
—Bueno, cálmate —dices intentando tranquilizarla—. ¿Dónde estamos ahora? Lo primero es...
—Shhhh... No levantes tanto la voz.
Lucy te señala la extraña luz multicolor al fondo del estrecho túnel donde os encontráis. Ahora que
observas a tu alrededor, te percatas de donde te encuentras. Estáis en un conducto gigantesco de aire
construido en cristal opaco y robusto; un material desconocido para ti. Te reincorporas y te acercas a la
luz que emana del suelo, a través de una rejilla de ventilación.
—Cielo santo —mascullas quedándote sin aliento—, el Portal Oscuro.

191
De alguna manera, sin pensar en la increíble historia del extraterrestre, os halláis en la nave
alienígena, en uno de los conductos que recorren el ovni abandonado. Allí se dirigía Wittmann en busca
del portal. Y ahora lo tienes delante de ti, bajo tus pies. Al otro lado del conducto hay una sala revestida
de un metal plateado donde se reflectan las fluorescencias de un cubo multicolor, el cual gira
suspendido a poca altura del suelo. Esa forma cuadrangular es el Portal Oscuro, no hace falta que
alguien te lo confirme, y frente a él está Wittmann o lo que queda de él tras inyectarse uno de los
experimentos del difunto doctor Gerber. Seguramente, piensas, es la única forma que ha encontrado
tu letal enemigo para poder salir del submarino: transformarse en un mutante de forma monstruosa y
con capacidades más allá de lo humano.
Ya estás cerca del desenlace. Buscas en la penumbra alguna de tus armas pero se han perdido por
el camino. Solo tienes la mochila cargada a tu espalda: la bomba de napalm que fabricaste en el
submarino, la mecha está empapada y no tienes nada para improvisar un detonador.
Ya se te ocurrirá algo. Localizas en tus bolsillos tu navaja multiusos y haces palanca con ella sobre la
rejilla, mientras Lucy te ayuda a que no caiga sobre la cabeza de Wittmann.
Con movimientos silenciosos y precisos abres el conducto dejando vía libre a la sala inferior. El
monstruoso mutante, con el rostro del teniente nazi incrustado en una joroba blanquecina y bulbosa,
se desplaza usando sus múltiples tentáculos como si de una araña se tratara. Ocho extremidades como
gusanos ciegos avanzan hacia el Portal, el cuerpo inflado y purulento se divide en el frontal dejando un
enorme agujero del que asoman cientos de colmillos deformados. Es indescriptible pues su forma
cambia con cada movimiento, solo el rostro y el único ojo de Wittmann quedan como recuerdo de su
faceta humana. Espera, algo parece colgar entre sus pliegues de piel amorfa: la hebilla de su cinturón
sepultada entre su carne. Con suerte tal vez tenga también su Luger escondida en un punto al que no
pueden llegar tus ojos, pero no lo puedes asegurar.
Desde tu posición ves que uno de los serpenteantes brazos sujeta un diminuto cubo de cristal
oscuro, la llave cósmica.
—Tiene la llave —confirma Lucy nerviosa—. No podemos permitir que la inserte en el Portal.
Este es el último paso de tu aventura; tú decides. A continuación, tienes 2 opciones:

Opción 1: Dejarte caer bramando un grito de guerra y coger por sorpresa al monstruoso mutante
para conseguir hacerte con su pistola. Pincha aquí.
Opción 2: Saltar a su lado blandiendo la navaja multiusos para cortarle el apéndice que sostiene la
llave. Pincha aquí.

192
SA25

Besas a Lucy sin saber si volverás a verla con vida. Le entregas la mochila y te cuelas por la abertura
del conducto cuando la criatura mutante pasa bajo ella.
—¡BANZAYYY! —gritas con fuerza.
Golpeas con el peso de tu cuerpo la fofa montaña de carne y hundes tus manos en su lomo. El
monstruo se agita con ferocidad como un caballo desbocado. Te sacude, se encabrita, un grito
inhumano sale de sus fauces lanzando espumarajos rabiosos al sentir tu presencia sobre él. Te aferras
como puedes sobre el lomo del horror. Un rodeo cuya montura no solo desea desmontar a su jinete,
además ansía devorarlo.
Entre los latigazos de embestidas deslizas uno de tus brazos bajo el abdomen sin poder abarcar el
volumen de tu presa, con la punta de tus dedos palpas la correa del cinturón. Ya la tienes.
Sin saber cómo, uno de los tentáculos te golpea en las costillas dejándote sin resuello. Caes
aturdido, pero tu mano agarra fuertemente la cartuchera. Aún no has tocado el suelo, te balanceas
sobre uno de los costados de la bestia sujeto como un gorila. Alcanzas con la otra mano la hebilla y con
un movimiento de tu pulgar abres la cincha que se desliza con tu peso.
Has caído al suelo. La ominosa monstruosidad se yergue sobre cuatro de sus patas frente a ti,
elevando otros tantos apéndices: una hidra descomunal de cabezas ciegas.
El cinturón mantiene enfundada la flamante Luger del teniente. Desenfundas.
—¡Lucy, ahora! —gritas con el último aliento de tus pulmones.
Desde la abertura en el conducto, en el techo, Lucy descarga la mochila encima de Wittmann. Ves
como su único ojo mira el movimiento de la bolsa y, sin pensarlo, activado por los reflejos
depredadores, atrapa al vuelo la bomba entre los anillos blanquecinos de uno de sus brazos.
Tumbado de espaldas al suelo, apuntas y disparas. Las llamas cubren al mutante con un traje de
lava. Su grito te impacta en la caja torácica cimbreando tu ser. Lo has conseguido, Ray. Eres el puto
amo.
Ruedas a tiempo para quitarte del camino del napalm incandescente. El olor a pulpo a la parrilla
inunda la sala metálica mientras el dolor crepita en tu enemigo derribado.
Tras unos minutos de combustión solo quedan cenizas.
Has salvado a la humanidad, y tal vez al Universo.
Entre los restos de Wittmann ves brillar la llave cósmica, un cubo opalescente de color negro. Al
otro lado están las puertas multidimensionales que giran como un tiovivo de feria cambiando de color.
De haber tardado unos segundos más, Wittmann hubiera introducido la llave en el portal adecuado
para dejar pasar a las criaturas del otro lado del averno. Te estremeces solo de pensarlo.
—Ya ha terminado todo, estamos a salvo.
Las palabras de Lucy te arrancan una sonrisa que solo dura el tiempo de convertirla en un beso
sobre sus labios.
—Menuda aventura —exclamas—. Tal vez no sea el momento, pero... ¿Quieres casarte conmigo?
—Raymond Martini —responde ella—, eres un oportunista. No puedo negarte nada después de
salvar al Mundo.

FIN

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193
SA26

Agarras a Lucy entre tus brazos y la besas como si no hubiera un mañana. Agarras la empuñadura
de tu navaja y te lanzas por el hueco de la ventilación.
Caes flexionando las rodillas y ruedas sobre tu hombro para quedar de pie, a un lado del mutante
arácnido. El monstruo, al percibir tu movimiento, traquetea con sus patas sobre el suelo metálico de la
nave para hacerte frente, pero tú te deslizas con rapidez hacia el tentáculo que sostiene la Llave
Cósmica.
Trazáis una danza mortal antes del embate, tú mantienes su flanco y él pivota como una peonza
para darte caza. Descargas con todas tus fuerzas el filo de tu arma, intentando cercenar de un tajo la
membranosa carne del mutante. Atraviesas el tentáculo, pero la hoja no es lo suficiente grande como
para cortarlo. Mientras te ensañas a cuchilladas sobre tu objetivo, dos patas articuladas se enroscan
por tu cintura. El único ojo de Wittmann te mira con sorna antes de izarte como un muñeco de trapo.
Sientes los anillos de carne tumefacta aprisionarte con más y más fuerza hasta que algo se rompe en tu
espalda. Un crujido de huesos rotos.
Golpeas con la pequeña cuchilla sobre los poderosos apéndices que te sujetan, una sangre verdosa
y maloliente se desborda a cada tajo, pero no es suficiente. Sin embargo la criatura parece haber
perdido el interés por ti. Te lanza por los aires hasta un rincón de la sala y prosigue sus planes.
Al caer te golpeas la cabeza. Te lleva unos segundos recuperar la visión tras la caída, los cuales han
sido suficientes para que el monstruo llegue sin impedimento hasta los portales multidimensionales.
—¡No! —gritas desesperado.
Intentas ponerte de pie, pero tus piernas no responden. Algo anda mal en tu cuerpo, has dejado de
sentir el tacto de cintura para abajo. Wittmann te ha dejado paralítico, desmadejado. Ahora serás un
mero espectador de la abominable desesperanza que se avecina.
El enorme mutante octópodo introduce la llave en el Portal Oscuro. Una llaga se abre como un
agujero negro borrando la realidad de tu entorno. Escuchas los susurros del otro lado, ves el brillo
asesino de los millares de ojos que acechan en la sombra, sientes el miedo recorrer cada fibra de tu
sistema nervioso. El Portal está abierto, y ahora nada puede impedirles que entren en nuestro mundo.
Lo último que escuchas antes de morir es el desgarrador grito de Lucy pidiendo auxilio.
Has llegado lejos en esta multiaventura. Pero has fracasado en el último momento.

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194
ANEXO - VARIOS:

PERSONAJES DE PORTAL OSCURO:

Avanzar páginas: Ver fotos y biografías de personajes

195
196
Todos los personajes que forman parte de «Portal Oscuro» responden a los estereotipos clásicos e
inequívocos de la literatura pulp, así que te serán fácilmente reconocibles. Si te apetece conocerlos un
poco más en profundidad, y así comprenderlos un poco mejor, a continuación te presentamos las
fichas biográficas de los más importantes y que, de una forma u otra, siempre están presentes en todas
las líneas argumentales.

TRIPULACIÓN USNS BLACK SWAN

Doctor Raymond Martini: (Edad: 33 años; pelo: castaño; ojos: azules). Todo un aventurero. No
existe deporte de riesgo que no haya practicado, y no existe una sola mujer que se le haya resistido,
excepto una: la doctora Allen; por el momento su prometida. El trabajo es lo de menos, y detesta estar
encerrado en un laboratorio, o tomar notas mientras se está divirtiendo explorando una cueva, o el
fondo del mar. Tampoco lo necesita, tiene buena memoria y mucho talento. Además, de tomar notas
ya se encarga su novia, mientras él trata de arrancarle un beso, tarea casi siempre imposible. Durante
la IIGM sirvió en el cuerpo de marines, y él, junto con su mejor amigo, estando de permiso, se
presentaron voluntarios para el desembarco de Normandía; una misión en la que todo era alto secreto,
y por lo tanto aventura asegurada. Su amigo murió acribillado entre sus brazos, desde entonces tiene
un odio enfermizo a los nazis. Entre sus aficiones, leer relatos pulp. Siempre lleva consigo alguna revista
con la que entretenerse los ratos muertos. Le gustan las peleas a puñetazos, y con las armas de fuego
tiene buena puntería.

Capitán Jack Solloway: (Edad: 52 años; pelo: escaso, canoso; ojos: azules). Es muy serio, no le
gustan las bromas, fuma puros y está dispuesto a lo que sea para lograr su objetivo. Trabaja para los
servicios secretos, el servicio de inteligencia estadounidense OSS (Office of Strategic Services), que
tiene constancia de que algo sucede en una fosa de la micronesia «Las Marianas», por lo que se le
envía a investigar; toda una operación encubierta. Nadie le conoce, de hecho es el nuevo capitán del
USNS Black Swan, y genera algunas suspicacias entre la tripulación. Todo el mundo a bordo sabe que
oculta algo, pero dado su hermetismo nadie se atreve a preguntarle. Solo el contramaestre, que es un
perro viejo, intuye la verdadera naturaleza de este personaje.

Michael Abott: (Edad: 50 años; pelo: oscuro; ojos: marrones). Contramaestre. Su carrera está a
punto de finalizar; y ésta es su última misión, tras la cual dejará la marina. Cojea del pie derecho, de
cuando un torpedo estalló cerca de él, en el bombardeo de Pearl Harbour. Desde entonces le tiene
manía a los japoneses. Es un tipo bromista, simpático, y siempre está mediando en las broncas de
pareja entre el doctor Martini y la doctora Allen. Ellos lo ven como a un padre. Sabe todo lo que hay
que saber de barcos, explosivos, y todo lo relacionado con la guerra en el mar. Se conoce al dedillo
todos los rincones del pacífico sur, en especial los antros de perdición. A veces tiene problemas con el
alcohol.

Doctora Lucy Allen: (Edad: 30 años; pelo: castaño; ojos: verdes). Brillante científica, doctorada en
biología marina. Guapa, atlética, indomable, terca y decidida. Huele el peligro como el mejor de los
sabuesos, y siempre corre en su dirección. Jamás se perdería una buena aventura por nada del mundo.
Su mayor hobby es catalogar nuevas especies desconocidas para la ciencia. Está enamorada de su
compañero, el doctor Martini, pero no tiene tiempo ni ganas de romanticismos, ni tonterías al uso.
Para ella el contacto físico es secundario, lo primero es la aventura y el trabajo.

Ronin: Perro pastor belga negro. Sirvió en la unidad de marines del Doctor Raymond Martini
durante la IIGM, y su especialidad era la de encontrar compañeros desaparecidos, así como asaltar
trincheras y cazar nidos de ametralladoras; además, también era todo un especialista en el rastreo de
explosivos. Tras ser herido en combate se le concedió la Medalla Dickins, y se le retiró del servicio.
Raymond Martini se hizo cargo de él y ahora ambos son compañeros inseparables. Sin embargo, Ronin
siempre le hace más caso a la doctora Allen que al propio Raymond, lo cual le enfurece bastante.

197
ADALIDES DEL CUARTO REICH

Teniente Wittmann de las SS. (Edad: 35 años; pelo: rapado, moreno; ojo: gris). Es una bestia, una
máquina de matar, despiadado y sin remordimientos. Hábil con las armas de fuego, el combate cuerpo
a cuerpo y, sobre todo, con los cuchillos. La tropa le respeta, pero sobre todo le teme. Él mismo se
arrancó un ojo, tras fallarle al Führer, en señal de arrepentimiento. Sus órdenes son proteger al doctor
Gerber y, especialmente, que se abra el «Portal Oscuro». Cueste lo que cueste.

Doctor Markus Gerber: (Edad: 40 años; pelo: moreno; ojos: marrones). «Mad Doctor»; científico
chiflado capaz de experimentar con cualquier cosa, por muy atroz o retorcida que parezca. Aficionado a
la arqueología y los artefactos, y como miembro destacado de la Ahnenerbe, defiende la existencia de
un portal que conecta este mundo con otras dimensiones. Antiguos escritos hablan de una llave
cósmica, de un cubo mágico, y una nave espacial perdida. Todas sus investigaciones concluyen en una
isla de la micronesia, y está muy cerca de resolver el puzzle.

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198
ESCENARIOS

Mapa de Situación: Isla Cangrejo

Avanzar páginas: Mapa de la isla y descripciones varias

199
200
La multiaventura «Portal Oscuro» se desarrolla en diferentes escenarios, algunos propios de cada
autor y otros comunes, aunque no siempre aparezcan de forma explícita. Entre los más destacados,
tenemos:

Isla Cangrejo | Crab Island (Océano Pacífico): Próxima al archipiélago de las Marianas, fue
descubierta en el año 1555 por Miguel López de Legazpi, explorador y gobernador de la Capitanía
General de las Filipinas, quien la reclamó para el Rey de España; sin embargo, jamás pudo ser
cartografiada. Pocos años después de su descubrimiento, de forma incomprensible, simplemente
desapareció de la faz de la tierra. A día de hoy tan solo permanece en el recuerdo de viejos marineros,
que acompañan sus leyendas con una buena botella de ron. Ésta es la isla donde nada es lo que parece,
y en la cual los nazis liderados por el teniente Wittmann, tienen un especial interés.

Playa: Lugar donde se inicia la aventura, con el protagonista, es decir «tú», enterrado hasta el
cuello. Este es el punto de partida para las diferentes versiones de la historia. A simple vista semeja un
lugar paradisíaco, sin embargo el peligro acecha implacable donde menos te lo esperas. Además de los
cangrejos sedientos de sangre que dan nombre a la isla, destacan las barracudas mutantes, capaces de
moverse entre la arena y las rocas, con sigilo, cazando y devorando todo lo que encuentran a su paso.

Jungla: Una selva tropical, húmeda, calurosa y lo que es peor, plagada de monstruos que desafían
las leyes de la naturaleza con un único propósito, acabar con la vida de quien ose explorarla, y así
salvaguardar los secretos que se ocultan bajo tierra. Es muy, muy peligroso adentrarse más allá de un
par de metros. Tenlo en cuenta.

Bahía: Lugar próximo a la playa, donde se encuentra fondeado un submarino alemán. No muy lejos
de allí tenemos los barracones —un lugar idóneo para almacenaje y calabozo—, así como una torre de
vigilancia y, en una prominencia, una batería de costa abandonada.

Reino Subterráneo: La radiación producida por la caída de un extraño meteorito durante el siglo
XIX ha provocado drásticas mutaciones en la flora y fauna de la isla. Este meteorito se encuentra en el
corazón del reino subterráneo, siendo adorado como un dios por tribus locales. En su interior se halla la
«Llave Cósmica»; y todas las mutaciones que ha provocado dicha radiación tienen por objeto hacer de
la isla un lugar inhóspito, para que nadie sea capaz de hacerse con semejante artefacto. En el subsuelo,
tanto hormigas como lagartos, han evolucionado a formas de vida más o menos antropomorfas,
primitivas, que luchan por la supremacía del reino.

Búnker: Antiguo bunker japonés abandonado, al noroeste de la isla. Ahora, centro de operaciones
de los alemanes y puesto de mando. En los sótanos se ubica el laboratorio del doctor Markus Gerber,
donde realiza sus estudios y experimentos con un suero mutágeno revolucionario al que llama SECTAL
(Suero Ectoplasmático Alienígena).

Submarino: Submarino U-X7: Prototipo de submarino alemán U-Boat construido por la


Kriegsmarine al final de la Segunda Guerra Mundial, tomando como modelo la Clase VIIC. Este
prototipo contaba con mayor autonomía, velocidad y armamento. Dotado con una tripulación de entre
30 y 50 hombres, podía alcanzar cotas de profundidad muy superiores a cualquier otro modelo
construido hasta la fecha. Una de sus principales virtudes era el diseño de nuevas toberas para dar
cabida al torpedo TPG, así como una plataforma para el lanzamiento de misiles. Nunca entró en
servicio.

Nave Espacial Alienígena: Nave de origen extraterrestre que, por extrañas circunstancias, se
hundió sobre la cornisa de un profundo acantilado que bordea la Fosa de las Marianas, a 600 metros de
profundidad. La caída, hasta el fondo de la fosa, es de más de 11.000 metros. En la bodega de carga se
encuentra El Cubo de Togolek. Se desconoce el estado de la tripulación, previsiblemente, muertos.

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NOTAS Y DOCUMENTOS

A lo largo de las diferentes aventuras encontrarás múltiples referencias a objetos u artefactos. Para
que no te confundas, aquí tienes una lista con los más destacados.

Torpedo de Protones Gamma. El TPG es un torpedo experimental de la Kriegsmarine. Un proyecto


secreto impulsado por el almirante Karl Dönitz tras haberse descubierto un nuevo elemento químico de
gran potencia, el Tritonio 205. Uno solo de estos torpedos tiene cien veces la potencia de las bombas
que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki juntas. El objetivo del proyecto era diseñar misiles balísticos
para ser lanzados desde un submarino. El TPG nunca ha sido probado en combate. El submarino U-X7
dispone de estas unidades.

Cubo de Togolek: Cubo multidimensional también conocido como «El juguete de Dios». Las seis
caras que componen este cubo mágico son de un color diferente (blanco, rojo, azul, verde, amarillo y
negro) y, cada una de estas caras, hace las veces de puerta hacia otra dimensión espacio temporal.
Cada puerta, o portal, necesita de una llave específica para abrirse; llaves que se encuentran ocultas en
distintos puntos del universo y custodiadas por civilizaciones perdidas.

Portal Oscuro: De los seis lados del cubo, el de color negro es el más temido y codiciado de todos.
Aquí se encuentra el Portal Oscuro, y al otro lado la dimensión de los demonios, el lugar donde nacen, y
a donde van a morir, para volver a nacer de nuevo. Quien controle la puerta, tendrá el control de los
demonios, y podrá someter al universo a una era de caos y destrucción absoluta.

Llave Cósmica: Es una de las seis llaves creadas por el maestro Drumsat para abrir el cubo de
Togolek. Esta llave es la única con la que se puede abrir el Portal Oscuro.

SECTAL: Suero Ectoplasmático Alienígena: Fluido de color naranja que el doctor Markus Gerber
extrajo de un fósil alienígena en perfecto estado de conservación. El cuerpo del alienígena se hallaba en
el interior de una cueva, cerca de la bahía de la isla. Investigaciones posteriores determinaron que
dicho cuerpo pertenecía a la tripulación de una nave alienígena oculta en la Fosa de Las Marianas y
que, por algún motivo, no concluyó su misión. Según los experimentos del doctor, este suero tiene
terribles e imprevisibles efectos mutágenos al ser inyectado en el torrente sanguíneo de un ser vivo.

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Cranston y Lussac
Jorge R. Del Río. Ganador concurso de relatos AP2015

Se acercaba el atardecer. La tibia esfera anaranjada del sol llegaba al final de su recorrido a través
del índigo del firmamento, perpetuamente pincelado de cúmulos violáceos. La caída del sol marcaba
algo más que el fin de la jornada; era una línea divisoria entre el tiempo de los esclavos y el de los
amos. Del ganado y los depredadores. De los hombres y los vampiros.
—Ya falta pocou —desde el interior del bosquecillo que coronaba la colina, Cranston siguió el
recorrido del mortecino astro con sus ojos color café. Lo vio hundirse entre las copas de los árboles.
Encendió un cigarrillo con gesto mecánico.
—No deberías hacer eso —le espetó Lussac, desde las sombras que se hacían cada vez más largas—
. Podría olerte.
Cranston rechazó su advertencia con una mueca. Había nacido en el dominio de Britania y hablaba
el hispaniol con el cerrado acento de su tierra, arrastrando las erres y pronunciando muchas veces la o
como ou, una costumbre que doce años viviendo en Hispania no habían logrado arrebatarle.
—¿Desde allí abajou? —hizo un gesto con la cabeza en dirección al camino, que discurría a más de
treinta metros por debajo, rodeado por el bosque. Una sencilla cabaña de madera con chimenea de
piedra se alzaba en la lindera, frente a la base de la colina.
—La chica dijo que era poderoso —volvió a sonar la voz de su compañero, una sombra entre
sombras, envuelto en el gabán de cuero que alargaba todavía más su silueta. Lussac tampoco era
nativo de Hispania; había nacido en el dominio de Galia treinta y dos años atrás, tres años antes que
Cranston. Pero a diferencia de él, pocos habrían podido detectar algún acento en su impecable
pronunciación.
—Poderosou, sí… —con el cigarrillo colgando de la boca, Cranston chequeó sus armas: un par de
revólveres de seis tiros, calibre cuarenta y cuatro, de acabado negro mate y cachas de marfil. Un
auténtico tesoro, que había arrancado de las manos muertas del familiar de un vampiro. Los sicarios de
los chupones siempre eran los mejor equipados.
—Para una chica asustada, cualquier chupón es poderosou —el asesino a sueldo revisó los
tambores, deslizó las balas una por una en su interior y los hizo girar, antes de volver a ajustarlos con
un chasquido.
—Justamente —el segundo asesino emergió de la espesura sin hacer el menor ruido, casi espectral
con su metro noventa, su extrema delgadez y el gabán envolviéndolo como un sudario negro—. Pero a
mí no me pareció asustada en lo más mínimo, Cranston. Sólo ansiosa.
Cranston y Lussac se ganaban la vida en los Dominios como mercenarios, cazadores de
recompensas y asesinos a sueldo. Era lo que mejor se les daba. Individualmente eran combatientes de
temer por derecho propio; juntos constituían una máquina de matar perfectamente engrasada. Como
si fuesen las dos mitades de un guerrero perfecto, de cuatro brazos y dos cabezas.
Cranston era el tirador supremo: ambidiestro, con reflejos de serpiente y ojos de águila, se jactaba
de poder castrar a un colibrí al vuelo de un balazo. Lo único que a veces le jugaba en contra era su
carácter impulsivo y su excesiva confianza en sí mismo.
Lussac era el reverso total de su socio: no le gustaban las armas de fuego y tampoco las necesitaba.
La espada de hoja curva que llevaba sobre la cadera izquierda, disimulada bajo los pliegues del gabán,
siempre le había bastado y sobrado. Controlado y de mente calculadora, normalmente era él quien
planeaba las operaciones que el dúo se encargaba de ejecutar.
Cranston y Lussac trabajaban ya fuera dentro de la ley, dando caza a fugitivos y cobrando luego la
recompensa de manos del magistrado de turno; o fuera de ella, como en este caso en particular. De
hecho, lo que planeaban hacer esa noche constituía un crimen capital en los Dominios.
Iban a asesinar a un vampiro.
No era algo que no hubieran hecho antes. En sus seis años de sociedad, habían quemado por
contrato a cuatro chupones y a ocho de sus familiares. Tenían que hacerlo de forma discreta, claro, sin
dejar pistas ni testigos. Como era totalmente comprensible, a los vampiros no les caía en gracia que sus

204
esclavos, su comida, se alzaran contra ellos. Que un par de humanos tuviesen la osadía de truncar una
vida eterna, directamente los enfurecía. Mucho. Y en un mundo gobernado por los vampiros, tenerlos
como enemigos declarados era algo muy malo para el negocio y los planes a futuro. Sobre todo si entre
estos se encontraba el seguir respirando.
Se suponía que el golpe sería algo sencillo. Nada de molestos familiares velando por la seguridad de
su amo, nada de entrar furtivamente a una mansión, castillo o fortaleza. Incluso nada de ataúdes. Un
solo chupón, que se dejaría caer por allí para alimentarse del pobre muchacho que habitaba la cabaña,
a quien al parecer había tomado por presa asidua y exclusiva.
Las únicas contras: la faena debía realizarse por la noche, y el vampiro en cuestión era uno de los
poderosos. No un Amo, por supuesto, ninguno de los dos habría aceptado un contrato contra un Amo a
menos que tuviese deseos de suicidarse o de condenarse eternamente, dependiendo de los caprichos
del susodicho. Pero era uno de los que se contaban entre los respetables, con por lo menos un siglo
sobre los hombros y un par de poderes pintorescos a juego.
En definitiva, no iba a ser coser y cantar pero era algo que con un poco de planeamiento podía
hacerse. Y la paga ofrecida era más que generosa.
De tal manera que esa tarde, Cranston y Lussac cabalgaron por los alrededores de la aldea de
Valdivia, en el señorío hispaniol de Arauco, y subieron hasta el bosque de abedules que poblaba la
cúspide de una colina. Allí escondieron los caballos y permanecieron a la espera, de la caída del sol y de
la llegada de su presa.
Y allí se encontraban cuando vieron aparecer al vampiro frente a la puerta de su víctima.
Parecía un hombre muy alto, más alto que Lussac y también mucho más cargado de hombros. Eran
pocos los detalles que podían apreciar desde allí arriba y entre penumbras, sólo que iba envuelto en
una capa de viaje muy amplia y gastada. Su cabello era largo, y debía ser rubio o castaño claro.
— Ahí está —dijo en voz baja Cranston—. ¡Hijo de puta! ¿Por dónde llegou?
Lussac ladeó la cabeza sobre un hombro por respuesta. Ninguno de los dos lo había visto llegar,
sólo lo vieron aparecerse delante de la puerta de la cabaña. La misma a la que en esos momentos
llamaba educadamente con los nudillos, como quien cae de visita en casa de un amigo. La puerta se
abrió hacia dentro, sin dejarlos ver al ocupante, y el vampiro entró. Lussac hizo un gesto con la cabeza a
su impaciente socio.
—Vamos.
Bajaron por la falda de la colina en un trote sigiloso. La pendiente no era abrupta, por lo que aún en
la oscuridad pudieron recorrerla a buen ritmo y haciendo menos ruido que un par de gatos de
montaña. Esa era la parte fácil, lo difícil estaba por llegar.
A ninguno de los dos le había gustado la manera en la que se había aparecido el vampiro, sin que
pudieran verlo acercarse. No les había gustado nada. Porque eso significaba que, o bien tenía el poder
de ocultar su presencia o era capaz de moverse a tanta velocidad que sólo lo veían al quedarse quieto.
Sea como fuere, eso complicaría las cosas.
Descendieron hasta la base de la colina, y una vez allí se separaron para rodear la cabaña por
ángulos opuestos. Cranston ya tenía sendos revólveres en las manos y Lussac mantenía la diestra oculta
bajo el gabán. Intercambiaron una señal que fue poco más que un cruce de miradas y un mutuo
asentimiento, después entraron en acción.
Lussac se paró cerca de una de las ventanas, cerrada por postigos de madera al igual que las otras
dos, y extrajo de su gabán la esfera de vidrio en cuyo interior flotaban por separado las dos sustancias.
La arrojó contra la ventana, haciendo añicos el vidrio y mezclando las sustancias que ardieron al
instante. Una llamarada alta y azulada cubrió la celosía, que fue tornándose anaranjada conforme el
fuego prendía en la madera.
Ubicado junto a la puerta con las armas amartilladas, Cranston sonrió.
— ¡Showtime! —exclamó en su lengua natal. Empezaba el show, de eso no había duda.
Un grito de furia brotó del interior de la cabaña, un rugido que bastó para helarles la sangre en las
venas. De repente se sintieron como si acabaran de invadir la guarida del león e interrumpido su cena.
¿Quién sería tan valiente, tan estúpido o tan demente como para atreverse a una cosa así? Cranston y
Lussac, damas y caballeros: entre los dos reúnen todas esas condiciones, y algunas más.

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La puerta de la cabaña explotó hacia fuera, volando en una nube de astillas de madera, impulsada
por una fuerza sobrenatural y arrolladora. El coloso de cabello largo se hizo visible un instante después,
una vez más apareciéndose de la nada. Tenía el torso desnudo y pálido, rebosante de músculos. Y era
rubio, no castaño.
Si a Cranston le impresionó su aparición, se guardó de demostrarlo. Un profesional de pies a
cabeza, reculó unos pasos y abrió fuego con sus revólveres. Las balas no podían matar a un chupón,
pero los lastimaban y aturdían igual que una buena tunda. Era una táctica que ya habían usado contra
otros chupones y hasta el momento siempre había dado resultado: primero lo hacían salir con fuego,
después Cranston lo recibía con una lluvia de plomo y Lussac terminaba el trabajo cortándole la cabeza.
Sencillo, ¿verdad? Pues esa noche, no. Para nada.
Lussac comprendió que tal vez habían aceptado un hueso más grande del que podían morder
cuando lo vio recibir media docena de balas calibre cuarenta y cuatro sin mosquearse. El pecho
musculoso y el abdomen plano se le llenaron de agujeros negruzcos del tamaño de monedas que
apenas sangraban, pero el vampiro ni siquiera se estremeció.
—¡Bloody hell! —maldijo el britano. Un parpadeo y el vampiro se encontraba sobre él, cerrando
una manaza en torno a su cuello. Intentó volver a maldecir, pero las palabras se le murieron a mitad de
camino.
Lussac sorteó los pocos metros que los distanciaban de tres rápidas zancadas. Había vuelto a
ocultar su mano derecha entre los pliegues del gabán y, cuando la sacó, lo hizo junto con la espada. En
un solo y fluido movimiento pasó por detrás de las amplias espaldas del vampiro, desenvainó y cortó.
La hoja de la katana hendió el tejido muerto en una ejecución perfecta de Battou-jutsu, pero falló en
llegar hasta el hueso. Lo que significaba que la columna del vampiro seguía intacta y sosteniéndolo sin
problemas sobre sus hercúleas piernas. Mala cosa.
Sin dejar de aferrar a su compañero por el cuello, el monstruo se volvió hacia él. Lussac sintió que
se le subía la bilis a la garganta al contemplar ese rostro de pesadilla a la luz de la luna. Las nobles
facciones nórdicas se habían contraído sobre sí mismas hasta componer el semblante de un demonio:
las mejillas hundidas hasta casi desaparecer alrededor de la boca, desmesuradamente abierta y erizada
de colmillos. La frente sobresalía, bulbosa, por encima de un par de ojos de gato, amarillos y de pupilas
diminutas. Siglos de poder lo contemplaron a través de esos ojos, y Lussac estuvo a punto de perder el
control de su vejiga. O de su esfínter.
—Idiotas… —gruñó el monstruo. Él hubiera esperado algo más parecido a: mortales insolentes,
cómo osáis… y todo eso, pero parecía que este vampiro en cuestión no era del tipo refinado. O lo
habían agarrado demasiado cabreado.
Lussac tuvo un instante para pensar en eso, antes que el cabreadísimo vampiro le asestara un
monumental revés con su mano libre. El impacto se sintió como la embestida de un buey, le hundió el
pecho hasta la espalda y lo arrojó volando por los aires, y a través del umbral de la cabaña.
Cranston colgaba en el aire, sostenido por la mano izquierda del vampiro. No podía verlos, pero
calculaba que sus pies debían de estar pataleando como los de tantos condenados a la horca que había
visto en su Britania natal. De niño le habían parecido la mar de graciosos, hasta que su padre le explicó
que aquello no era ningún juego y que los ahorcados ya no volvían a bajarse de allí. No por su propio
pie, al menos.
Cranston regresó al presente, y a la inmediata situación de estar siendo estrangulado. Entre las
motas negras que empezaban a formarse frente a sus ojos distinguió la también negra forma de su
compañero, acudiendo valerosamente al rescate para luego salir despedido en dirección contraria.
Calculó que su cuello tardaría menos en romperse de lo que le tomaría a Lussac recobrarse de
semejante guantazo, por lo que tendría que salir del brete por sí solo.
Perfecto.
Por alguna razón había dejado caer los revólveres, sin duda por la misma que sus manos se
mantenían inútilmente aferradas al antebrazo grueso como un leño. Un reflejo inconsciente e incapaz
de asimilar que ni los esfuerzos de diez hombres habrían podido liberarlo de ese agarre. Obligó a su
diestra a soltarse y la extendió lo más posible hacia abajo, en pos de su tobillo derecho y de la funda allí
escondida. Cranston no era tan alto como Lussac pero tenía las extremidades largas, así que no tuvo

206
más que flexionar su pierna derecha y estirar en sentido contrario el brazo hasta que mano y tobillo se
encontraron a mitad de camino. Cerró los dedos alrededor del diminuto revólver y lo sacó de la funda
de un tirón.
Cuando el vampiro volvió a dedicarle toda su atención, se encontró con la negra boca del arma
apuntándole al medio del rostro. Cranston apretó el gatillo; el contrabandista que le había vendido lo
que él llamaba su cañón de bolsillo le había informado con total claridad: a más de veinte metros no le
darás a nada, pero a corta distancia puede descerebrar a un toro. Cranston no tenía la menor intención
de descerebrar a un pobre bovino, pero sí le interesaba poder volarle los sesos al chupón que lo estaba
acogotando.
Aquellos que estaban en el negocio sabían que la estaca en el corazón era un recurso de
principiantes, poco práctica y que sólo servía para paralizar a los chupones, no para devolverlos a la
muerte. La decapitación era el único método seguro. Ese y el fuego, pero casi siempre tenían tiempo de
apagarse, con lo que se conseguía poco más que lastimarlos, desfigurarlos y encabronarlos. Lo que no
era bueno.
Había quienes sostenían que la luz del sol, que en la actualidad los debilitaba y ponía a dormir a los
más enclenques, en una época también era capaz de destruirlos. Si eso era cierto, había ocurrido siglos
atrás, en aquellos tiempos de cuento de hadas en los que el cielo era de un azul límpido, el sol un
radiante disco dorado y los vampiros no gobernaban el mundo.
También otros, los menos, decían que el poder de la fe podía usarse para devolver al cuerpo de un
no-muerto a la tumba y poner a descansar su alma. Tal vez fuera por eso que las religiones organizadas
estaban prohibidas en los Dominios y eran consideradas heréticas, sin excepción.
A Cranston no le importaba de qué color había sido el cielo hacía mil años, ni tampoco era
creyente, por lo que se decantó por la más prosaica decapitación, cuya efectividad sabía comprobada.
Claro que, sin contar con Lussac y su espada samurai, tendría que intentarlo de la manera difícil.
Disparando.
No era médico, pero sabía lo suficiente acerca de anatomía como para aventurar que, si al cortarle
la cabeza se podía matar definitivamente a un vampiro, destruyendo su cerebro podría conseguirse lo
mismo. Como con los zombis, que al fin y al cabo también eran muertos vivientes, sólo que más lentos
y muchísimo más estúpidos.
La cabeza del vampiro rebotó hacia atrás con el disparo. Antes de que volviera a su posición
original, Cranston apretó nuevamente el gatillo a bocajarro. El cañón de bolsillo vomitó su segunda bala
y vació su cargador. Hubo un estallido de sangre junto con un gruñido ronco y chorreante, y él cayó de
espaldas al suelo, libre del agarre del monstruo.
El vampiro ni siquiera había retrocedido. Estaba lastimado, eso sí. Mucho. Y encabronado todavía
más. Los disparos de Cranston le habían volado la mitad izquierda del rostro y hecho saltar la unión del
maxilar, con lo que la mandíbula le colgaba desencajada por ese lado, convertido en una pulpa informe
y sanguinolenta de la que sólo el brillo ambarino del ojo resultaba reconocible. De esa quijada colgante
brotaban los gruñidos, junto con ahogadas gárgaras de sangre. Al chupón le iba a llevar bastante
tiempo —y sangre— el recuperarse de esas heridas. Y parecía dispuesto a empezar con él.
—¡Holy shit! —masculló desde el suelo Cranston, reptando hacia sus revólveres. Llamó a los gritos a
su compañero:
—¡Lussaaaaaaac!

Cuando Lussac aterrizó dentro de la cabaña, lo hizo estrellándose sobre una silla, que se quebró
bajo su peso, y acabando con medio cuerpo por debajo de algo parecido a una mesa. No hubo dolor,
estaba demasiado aturdido como para sentir nada. Sólo una bruma densa que le envolvía la cabeza y
embotaba todos sus sentidos. Cuando empezó a asomar la cabeza fuera de la bruma se encontró con
un jovencito ensangrentado y desnudo, que se le venía encima blandiendo un cuchillo de caza y
gritándole cosas que no llegó a comprender.
Lussac rodó por debajo del mueble, que en efecto se trataba de una mesa, y se incorporó sobre una
rodilla. Tragó aire y entonces sí, llegó el dolor, en la forma de una punzada que le traspasó el pecho.
Costillas rotas, y unas cuantas. No tuvo tiempo de ponerse a calcular la severidad de sus lesiones: el

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chico desnudo corría en su dirección, lanzando cuchilladas al aire como un energúmeno. La sangre le
empapaba el pecho, proveniente de un profundo mordisco en el cuello.
—¡Déjenlo en paz! —pudo descifrar entre los gritos e imprecaciones de su enfurecido atacante.
Lussac, a pesar de durarle el aturdimiento, desvió la primera puñalada con facilidad. Era un maestro
de la espada, pero las artes marciales tampoco se le daban mal. Y aquél joven se hallaba lejos de ser un
combatiente experimentado, apenas habría calificado para matón de segunda. Esquivó la segunda con
un desplazamiento latera, el joven continuó gritando insultos mientras acuchillaba inútilmente al aire.
— ¡Hijos de puta, no lo lastimarán! ¡No les dejaré!
Lussac pensó en la mujer misteriosa que los había contratado tres noches atrás, en una posada de
las afueras de Valdivia. Vestía como una humilde aldeana local, pero tenía facciones aristocráticas y sus
manos eran un par de diminutas palomas blancas que no conocían al trabajo ni de nombre. Y el pago
que les había ofrecido, bueno… era tanto oro que resultaba obsceno mencionarlo. Justamente el
cuantioso pago era lo que más sospechas había despertado en él, y al mismo tiempo el factor
determinante para que aceptaran un contrato sobre un vampiro poderoso en mitad de la noche. Pero
en particular, Lussac recordó las instrucciones de la mujer acerca de la supuesta víctima del vampiro:
había dicho que se trataba de un joven cazador, al que visitaba periódicamente para alimentarse. Y que
no debía sufrir ningún daño.
Desvió un tercer ataque con el canto de la mano y atrapó la muñeca armada del muchacho.
Utilizando su propio ímpetu contra él, lo hizo caer de espaldas. La misma llave lo había obligado a soltar
el cuchillo, pero desde el suelo seguía chillando y maldiciendo. Lussac miró dentro de esos ojos
inyectados en sangre. No era un siervo, no estaba dominado por la voluntad del vampiro, el cual
esperaba que no fuese tan antiguo como para contar con esos poderes. Tampoco era un familiar; de
haberlo sido, no habría podido vencerlo tan fácilmente. Cierto era que no todos los familiares eran
buenos combatientes, pero al menos el consumo de la sangre de sus amos los volvía más fuertes, duros
y rápidos. Con este joven no era el caso. Entonces, ¿por qué luchaba como un poseso para defender al
muerto viviente que se alimentaba de su sangre?
El resplandor anaranjado que se elevó sobre la pared y la densa presencia del humo le hicieron
notar que su bomba incendiaria había funcionado demasiado bien, mucho más que para la simple
distracción que había planeado. Tan bien que toda una pared y parte del techo de la cabaña ardían,
cubiertas de lenguas de fuego de más de tres metros de alto.
Al mismo tiempo que Lussac se percataba de las llamas, oyó la voz de su socio llamándole a gritos
desde el exterior. Y recordó haberlo visto colgando del brazo del vampiro. Por el cuello.
—¡Lussaaaaaaac! —volvió a escucharlo. Sonaron algunos disparos.
A la mierda con todo. No tenía tiempo para sutilezas, así que le acomodó una patada en la boca al
joven, con la que le hizo saltar algún que otro diente y lo aturdió lo suficiente como para arrastrarlo
fuera de la cabaña en llamas. Tuvo que asirlo por el cabello, ya que no tenía ropas por donde sujetarle.
De todos modos no se quejó, estaba demasiado anestesiado por la patada como para sentir algo.
En cuanto pisó la hierba del exterior, dejó caer su carga y buscó con la mirada al vampiro. Y a
Cranston. Ya no se escuchaban gritos ni disparos, y no tardó en comprender el por qué.

Lo primero que vio fue la cabeza. Había quedado apoyada el suelo y a primera vista parecía que su
dueño estuviese asomando por un agujero. Una segunda mirada reveló la hierba rociada de sangre a su
alrededor, y la expresión de terror que atenazaba sus rasgos, la misma que había puesto Cranston
cuando su cabeza le fue arrancada de cuajo.
El cuerpo no estaba lejos, tendido sobre la misma hierba y a unos pasos de distancia. Con uno de
los revólveres todavía humeante en su mano y la colosal figura del vampiro inclinada sobre él, la cara
hundida en la garganta destrozada como un perro frente a una bandeja de comida. El nefasto ruido de
succión que provenía de allí alcanzó para revolverle las tripas. Lussac se acercó no obstante, sobre
piernas que habían tomado la consistencia de la gelatina. No era la primera vez que veía un cadáver
destrozado, los había visto mucho peores, pero esta vez se trataba de Cranston. Parte de él se negaba a
creerlo.

208
No podía estar muerto. Era él, su compañero del acento chistoso y la risa fácil. No podía morirse; él
era el cerebro de la sociedad, pero Cranston era el corazón. Lo necesitaba.
Casi sin darse cuenta, se encontró arrodillado frente a la cabeza, mirando en esos ojos nublados por
la muerte. Contempló el rostro como a una obra de arte en exhibición, esperando ver un guiño, una
sonrisa, algún gesto que le permitiese reconocer a su amigo en esas facciones rígidas y ensangrentadas.
Su amigo. Era la primera vez en seis años que se refería a él de ese modo. Tragó con fuerza y logró
contener el vómito. No así las lágrimas, que nublaron sus ojos y resbalaron por los ángulos de sus
mejillas.
Lussac no podía recordar la última vez que había llorado.
Con la mirada empañada por las lágrimas lo vio incorporarse. Saciado con la sangre de Cranston, se
irguió en toda su estatura antes de volverse en su dirección. El corte en su espalda había desaparecido,
pero echaba en falta bastante carne del lado izquierdo de la cara, donde brillaban expuestos los tejidos
y, en el caso de la quijada, hasta el blanco del hueso.
El vampiro lo vio y avanzó en su dirección. El instinto de Lussac lo llevó a tantear en busca de su
espada, para recordar que ésta había quedado en el interior de la pira que se había vuelto la cabaña.
No le importó demasiado, tampoco habría tenido la menor chance en un combate de igual a igual
contra un vampiro de semejante poder, que si no era un Amo bien poco le faltaba. A decir verdad, ni
siquiera le quedaban ganas de combatir.
Arrodillado junto a la cabeza de su compañero, Lussac enderezó la espalda y miró fijamente al
vampiro desde la posición ceremonial del seiza. No era un mal final, sólo deseaba que fuese rápido. Y
en lo posible, más limpio que el de Cranston. Pero el vampiro pasó por su lado sin dedicarle una
segunda mirada y fue a inclinarse junto al joven desnudo.
—¡Álvaro, Álvaro! —repitió, con el aire escapándosele por su mejilla descarnada en un siseo que
recordaba al de una pelota desinflándose—. ¿Estás herido? ¡Háblame, Álvaro!
Era tan sincera la preocupación que aquél monstruo expresaba, tan humana, que a Lussac casi se le
olvidó que era un no—muerto chupasangre de vaya a saber uno cuántos cientos de años. Casi, pero no
lo suficiente como para evitarle levantar una tabla partida que había volado con la puerta, acercarse al
chupón por detrás y enterrársela con todas sus fuerzas por debajo del omóplato izquierdo.
El vampiro se arqueó de repente, abriendo su boca en un alarido desgarrador como sólo podía
lanzar una criatura eterna al enfrentar la alternativa de su muerte. Por encima de los descomunales
hombros, Lussac vio el desconcierto en la faz del joven, que en seguida dio paso a la más profunda
congoja al ver la punta ensangrentada que emergía a través del pecho del vampiro, después de
traspasar su corazón.
—¿Darío? —preguntó, sin obtener respuesta.
Lussac retorció la improvisada estaca en el interior del vampiro hasta quebrarla. El grito del
vampiro se prolongó por varios segundos, después su corpachón cayó de espaldas, retorciéndose como
picado por una serpiente. El muchacho, Álvaro, se inclinó encima de él llamándolo incesantemente. A
Lussac varias piezas le cayeron en sus lugares, pero ya no le importaba. Les dio la espalda a los dos,
vampiro y humano, y empezó a buscar algo con qué decapitar al primero.
Entonces ella se hizo visible.
Fue como si un dosel de oscuridad se levantase de repente, bajo el que salió caminando la mujer
misteriosa, la misma que había contratado sus servicios tres noches atrás. Ya no vestía sencillas ropas
de aldeana, sino que iba envuelta de pies a cabeza en una capa negra que parecía ondear con vida
propia en torno a su pequeño cuerpo.
—¡Bravo! —celebró suavemente al acercarse, sonriendo como un gato —¡Qué espectáculo!
¡Soberbio!
Él la miró, confundido. Ella detuvo sus pasos, parándose entre Lussac y el cuerpo empalado del
vampiro, junto al que permanecía inclinado el joven Álvaro.
—Esta noche he tenido sangre, he tenido violencia, he tenido drama… ¡digno de una tragedia
griega! Es cierto lo que dicen: no hay nada como el teatro en vivo.
Aun con el corazón atravesado, al vampiro le quedaban fuerzas para hablar. Cosa que hizo, en un
hilo de voz y provocando reacciones diversas. Álvaro dio un respingo y cayó sentado hacia atrás; Lussac

209
se volvió, sorprendido: un vampiro capaz de esa proeza no podía tener menos de quinientos años. Le
asaltó un escalofrío al pensar en la bestia a la que él y Cranston se habían enfrentado.
La mujer misteriosa se limitó a ensanchar su sonrisa. A Lussac la visión de sus colmillos brillando a
la luz de las llamas se le antojó algo redundante. Creía conocer la verdad detrás de todo ese asunto.
—Coup d´eta —murmuró para sus adentros, recurriendo a su lengua materna por primera vez en
mucho tiempo.
—Camila —dijo el vampiro caído, en una voz que sonaba como una especie de silbido ronco a causa
de sus heridas —¿Así que tú estabas detrás de todo esto?
—No me has dejado opción, Darío —le respondió ella, acercándose para verlo a la cara y a la vez
ser vista. Ya no sonreía.
—No sé a qué te refieres.
En el lapso de un parpadeo, ella se apareció por detrás de Álvaro, dándole un susto de muerte. Los
ojos, amarillentos y gatunos como los de Darío, le brillaban iracundos.
—¡A esto me refiero! Yo he sido tu aprendiz, tu amante, tu elegida, y ahora se te aparece este… —
los aristocráticos rasgos se retorcieron de furia, permitiendo entrever al monstruo—. ¡Este capricho! Y
se entromete en nuestro mundo.
—Álvaro no es un capricho, Camila, sencillamente lo amo —la bestia había desaparecido de la faz
de Darío, dejando sólo un rostro desfigurado por heridas espantosas pero humano, que le sonrió sin
alegría—. Aunque si amar es un capricho, entonces lo que alguna vez sentí por ti también lo fue.
—¡No me vengas con los desvaríos de un poeta! —siseó ella, igual que una serpiente—. ¡Hablo de
mis derechos, Darío! Mis derechos como tu elegida, como tu heredera de sangre…
—¿Qué hay de tus derechos, Camila? —preguntó él, con una inocencia que no era fingida.
—Estoy defendiéndolos, Darío. Mi derecho a sucederte como señora de estas tierras, antes de que
otorgues el don a este marica y lo nombres tu nuevo heredero de sangre.
Darío rompió a reír al escuchar esas palabras. Fue una risa ronca, débil, que sonó como proveniente
de un lugar lejano.
—Camila, chiquilla estúpida… tus preciosos derechos de sangre jamás corrieron peligro… —susurró
al fin, en un tono de voz tan bajo que Álvaro y Lussac apenas consiguieron oír—, nunca se me habría
ocurrido otorgarle el don a Álvaro.
El gesto que apareció en la cara de Camila pertenecía a una sensación a la que no parecía estar
acostumbrada: la sorpresa.
—¿Qué? ¿Por qué? —quiso saber, las cejas arqueadas y a mitad de camino entre la aristócrata y la
bestia sedienta de sangre.
—¿Acaso no me escuchaste? Porque lo amo. —Darío sonrió y dejó caer suavemente sus párpados.
Con todo y medio rostro destrozado evocaba un innegable sentimiento de paz.
Que era todo lo contrario que podía decirse del de Camila, cuyos rasgos se tornaron súbitamente
bestiales y, lanzando un rugido en concordancia con ellos, cayó sobre Darío con un salto y le hincó los
colmillos en la garganta. Estos desgarraron piel, músculo y nervio antes de dar con la ansiada arteria
carótida, que dejó escapar su contenido en un surtidor rubí.
Había muchas historias acerca de los vampiros en los Dominios. Trovadores y artistas itinerantes
solían cantar romances, tragedias y epopeyas que tenían como protagonistas a las inmortales criaturas
de la noche que gobernaban el mundo. Incluso existían varias compañías teatrales que representaban
dichas historias en sus funciones. Eran fábulas oscuras, grandiosas y románticas, que capturaban la
imaginación del populacho e idealizaban la figura de sus amos y señores.
Lussac había visto su cuota suficiente de chupones como para saber que tenían de romántico lo que
un lobo zampándose a una oveja. Eran bestias, depredadores, y la escena que tenía lugar frente a sus
ojos no hacía más que reforzar esa creencia, añadiendo un nuevo matiz de horror. También eran
caníbales.
Agazapada a cuatro patas sobre el cuerpo de su víctima, Camila sorbió hasta la última gota de
sangre de la arteria abierta. El disfraz de la dama se había hecho pedazos, rasgado desde el interior por
el monstruo que Lussac y Álvaro contemplaban. Ninguno de los dos hizo nada más que mirar, el

210
espectáculo resultaba demasiado aterrador a la vez que fascinante. Sólo el muchacho consiguió
articular un apagado:
—No… Darío… no…
Cuando Camila terminó de alimentarse, al cuerpo de Darío le sucedió lo que a todos los chupones
antiguos: la muerte le pasó factura y cobró intereses por cada año que la había burlado. Siglos de
decaimiento cayeron sobre él en cuestión de segundos, reduciéndolo a una momia esquelética, seca y
quebradiza.
Álvaro ocultó el rostro entre las manos y empezó a sollozar. Camila alzó súbitamente la cabeza, se
puso en pie y avanzó hacia él con andar pausado y grácil. Había recobrado el disfraz de dama, aunque
la gran mancha color rojo oscuro que le rodeaba la boca así como el brillo feroz detrás de sus ojos
mantenían viva a la bestia.
—Y tú… —su habla recordaba al siseo furioso de un áspid—. …no creas que me he olvidado de ti,
miserable sodomita.
El muchacho la miró con ojos acuosos, demasiado afligido como para expresar cualquier otra
emoción.
—No vas a morir, no de inmediato al menos… —prosiguió ella mientras se acercaba—. …pero vas a
desearlo. ¡Vas a suplicar por tu muerte!
Se detuvo al sentir la presión del cañón de grueso calibre contra su nuca.
—¿Cuál de los dos mercenarios eres tú, mortal? —preguntó con calma, los ojos mirando de reojo
sin poder verlo—. ¿El simpático de las pistolas, o el lacónico de la espada?
—Supongo que el lacónico, pero esta vez con pistola —le respondió Lussac mientras mantenía uno
de los revólveres de Cranston amartillado y apuntado a su cabeza—. Y soy muy mal tirador, aunque no
creo que a esta distancia cuente.
Camila sonrió.
—Ya veo. Asumo entonces que el cuerpo sin cabeza pertenece a tu simpático socio. Con el tiempo,
todos los mortales se me hacen parecidos.
—Eres buena, ¿cuánto tiempo llevas practicando ese acto?
—¿A qué acto te refieres?
—Ya sabes a qué acto me refiero. Todo eso de: soy una criatura de la noche eterna, que está más
allá de los mortales y sus efímeros deseos… bla, bla, bla —una inusual dejo de burla cargaba la voz de
Lussac, como si fuese su camarada muerto quien hablaba a través de ella.
—¿Cómo te atreves? —Camila gruñó, inquieta, pero el revólver no se movió de su sitio y ella
tampoco.
—Lo estás haciendo de nuevo. No me vengas con esa actuación de inconmovible criatura de la
noche después de lo que te vi hacer. Ya no la compro.
—¿Y qué crees que me viste hacer… mortal?
Lussac soltó una risita amarga.
—Ja, me gusta el tonillo con el que pronuncias mortal, apuesto a que ese también lo has
practicado. Te diré lo que acabas de hacer: lo mismo que cualquier otra mujer despechada, querida:
una escena de celos seguida de su correspondiente berrinche. Parece que ni el vampirismo les quita
esas mañas, sólo las vuelve más destructivas.
Camila también rio, pero era una risa gélida que se hacía sentir en el pecho como decenas de
agujas de hielo. Lussac no le hizo caso; demasiadas cosas le pasaban por dentro como para dar cabida
al miedo.
—¿Estás preocupado por tu paga, mercenario? —le preguntó, cambiando el apelativo de mortal
por otro no menos despectivo—. De ser así, has de saber que las dos alforjas con oro ya han sido
entregadas por mis siervos. Esperan por ti en la colina, junto a tus caballos.
—Eso está muy bien, pero hay algo más. —Lussac inhaló profundamente y apretó el cañón contra
la nuca de la vampira—. El chico viene conmigo.
No supo por qué lo había dicho, pero fue algo que debió sorprender a ambos, aunque a ella no
podía verle el rostro para constatar su reacción. Incluso él mismo estaba sorprendido.

211
—¿De qué estás hablando? —aunque bien disimulada, escuchó la sorpresa en la voz de Camila—.
He sido indulgente contigo porque, hasta ahora, me has resultado gracioso. Estás dejando de serlo. No
estás en condiciones de exigirme nada, mortal. No presiones mi indulgencia, ni tu suerte.
— Como dije, soy muy mal tirador. Pero te estoy apuntando a la nuca con un cañón calibre
cuarenta y cuatro, o algo así, tampoco soy aficionado a las pistolas. —Lussac bajó la voz, completando
su frase en un susurro—. Sé que a ésta distancia te haría un boquete del tamaño de un plato. Y tu
cuello es muy, muy delgado, encanto. ¿Captas?
Vio el cuerpo menudo tensarse bajo la capa que lo envolvía. Captaba.
—¿Y qué si fallas en decapitarme al primer disparo, mortal? —susurró ella al cabo de unos
segundos de silencio. Bajo su voz controlada, pulsaba la ira como un ente vivo.
—Porque te aseguro que no tendrás oportunidad de un segundo.
Él ladeó la cabeza.
—Puede ser… o también puede que te lastime lo suficiente como para darme tiempo a arrojarte allí
dentro —señaló con la cabeza la cabaña incendiada, en donde las llamas se alzaban a varios metros del
suelo—. Sé que el fuego tarda en matarlos así que es probable que consigas salir a tiempo, pero dolerá
como la puta madre. Y pasarás un buen tiempo desfigurada, además. Tal vez hasta un par de años.
Camila volvió a guardar silencio. Lussac prosiguió.
—Como verás, las posibilidades de lo que podría pasar son muchas, y muy variadas. Pero no
tenemos por qué quedarnos a comprobarlas. Tienes lo que querías, tu pequeño golpe de estado ha
sido un todo un éxito. Si nos vamos, no volverás a vernos.
Otro silencio. En la linde del bosque, junto al camino, sólo se oía el crepitar de la cabaña en llamas
junto con la respiración acompasada de Lussac y el jadeo nervioso de
Álvaro. Camila no respiraba.
—Más vale que no vuelva a verte, mercenario —dijo al fin—. Ni al marica que proteges, por razones
que ni tú conoces.
En eso se equivocaba. Lussac conocía muy bien sus razones, sólo que no tenía intención de
explicarlas. Pero tampoco las tenía de seguir poniendo a prueba la paciencia de Camila, así que cubrió a
Álvaro con su gabán y se alejó de allí, recogiendo de camino la cabeza de Cranston y su otro revólver.
—Largo de mi vista y de mi feudo —oyeron el susurro helado de la vampira reverberando dentro
de sus pechos—. Esta noche han asesinado al señor de Arauco, a partir de mañana todos mis nuevos
vasallos los estarán cazando.
Lussac no le dio la espalda hasta llegar al pie de la colina, donde se vio obligado a hacerlo para
subir. Una vez en la cima, con los caballos ensillados y las alforjas llenas de oro de acuerdo a lo
prometido, el cuerpo de Lussac se relajó y entonces sí, empezó a temblar de miedo.
Álvaro lo siguió como un perro solitario y maltratado que hubiera encontrado en las calles. Él le
cedió una de sus mudas de ropa, que le iba bastante grande pero era mejor que andar desnudo y se
marcharon al galope.

Cabalgaron toda la noche en silencio. Promediando el amanecer llegaron hasta un valle estrecho
flanqueado por colinas boscosas, por donde transitaba el pedregoso cauce de un arroyo. Allí se
detuvieron para descansar y abrevar a los caballos, y Lussac aprovechó para enterrar la cabeza de
Cranston junto con uno de sus revólveres. Conservó el otro.
Cubrió la improvisada sepultura con tierra y algunas piedras, sin molestarse en marcar el lugar. No
tenía planes de volver a pasar por allí y estaba seguro de que a Cranston no le habría importado en lo
más mínimo. Se puso en pie tras completar el trabajo y entonces vio a Álvaro, parado a pocos pasos de
distancia y mirándolo con extrañeza desde el interior de su atuendo excesivamente grande.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me salvó de ella? —era la primera vez que le hablaba desde que se
habían marchado. De hecho era la primera vez en la vida que le hablaba, si no entraban en
consideración los gritos e insultos de cuando había intentado acuchillarle.
—Iré al este, hay una ruta comercial allí. —Lussac tosió y se aferró un costado; le había molestado
toda la cabalgata, pero le dolía más estando de pie—. Buscaré un doctor, o al menos un curandero,
para que atienda mis costillas. Puedes cabalgar conmigo, si así lo deseas.

212
—No lo comprendo… —murmuró el muchacho, con una expresión a juego con sus palabras—.
Darío mató a su amigo, usted ayudó a matar a Darío… ¿por qué habríamos de cabalgar juntos?
Lussac lo miró a los ojos, permitiéndose un atisbo de sonrisa. El resplandor de un rojo pálido que
empezaba a derramarse sobre el valle le pareció extrañamente esperanzador aquella mañana.
¿Tendría el muchacho algo que ver con eso?
—¿Realmente necesitas una razón? —le respondió con una pregunta. Extrajo el revólver de su
gabán y se lo ofreció por las cachas.
Los ojos de Álvaro estuvieron a punto de saltar de sus órbitas. Un arma de esa calidad era algo
demasiado valioso como para andar regalándolo sin más.
—Mi… amigo ya no la necesita. Adonde él fue, con una le alcanza y le sobra. Y yo no mentí al decir
que soy muy mal tirador. En realidad me quedé corto: soy pésimo. ¿Por qué no la conservas tú?
Álvaro la aceptó y, sosteniéndola entre los dedos como a un animal muerto, se la cruzó con mucho
cuidado bajo el cinto. Mientras iban a buscar los caballos, insistió en su pregunta.
—¿Por qué lo hizo, por qué me salvó?
Lussac tampoco le respondió entonces, como tampoco se lo había explicado a Camila. Tenía sus
razones.
Al igual que él en esa misma noche, Álvaro también acababa de perder al hombre que amaba.

Donde el mundo está en calma


«Where the World is Quiet» (Henry Kuttner & C H Liddell, Fantastic Universe, Mayo 1954).
Traducido por Irene García Cabello.

«La vida de un antropólogo se halla sin duda llena de momentos marcados por la monotonía
rutinaria que implica el catalogar cuidadosamente reliquias polvorientas de pueblos y razas antiguas.
Pero la solitaria odisea peruana de White fue más que inusual. Una historia escrita bajo seudónimo por
uno de los grandes del género».

[Apuntes del editor: Henry Kuttner (7 de abril de 1915 – 4 de febrero de 1958) fue un escritor
americano de novelas y relatos pulp. Publicó su primera obra The Graveyard Rats (Las ratas del
cementerio) en la revista especializada Weird Tales, año 1936. Kuttner es uno de esos escritores que
supieron hacer pareja, buscándose una esposa del gremio. Al igual que el dúo formado por Edmon
Hamilton y Leigh Brackett, tenemos a un Kuttner que se casó con Catherine Lucille Moore, escritora
pulp de prestigio. Kuttner también es reconocido como uno de los miembros de El Círculo de Lovecraft,
donde participio con algunos relatos, conformando lo que se conoce como Mitos de Cthulhu. El relato
que os proponemos en esta edición —«Donde el mundo está en calma»— lo escribió de forma
conjunta con su esposa, aunque ésta lo firmó con el seudónimo C. H. Liddell. Nota de Edición: En
cursiva, las palabras que en la versión original están escritas en español]

***

Fra Rafael se había topado con muchas cosas extrañas, imposibles, pero nada como el misterio de
las siete jóvenes vírgenes del Huascarán.

***

Fra Rafael se acercó la manta de lana de llama a los hombros estrechos, estremeciéndose a causa
del viento frío que aullaba desde el Huascarán. En su expresión se advertía un dolor agudo. Me levanté,
me acerqué a la puerta de la cabaña y me asomé a través de la niebla a las sombrías tierras encantadas
que se alzaban contra el cielo: las cordilleras, que dibujan una muralla alrededor de la frontera oriental
del Perú.

213
—No hay nada —le dije—. Es sólo la niebla, Fra Rafael.
Él se persignó.
—Es la niebla la que... me aterroriza —me contestó—. Ya se lo he dicho, señor White, he visto cosas
extrañas estos últimos meses... Cosas imposibles. Usted es científico. Aunque no compartamos religión,
también sabe que hay fuerzas que no son de este mundo.
No le respondí, así que continuó:
—Hace tres meses que empezó, después del terremoto. Una muchacha indígena desapareció. Se la
vio marchar a las montañas, subiendo al Huascarán a través del Paso, y no volvió. Mandé hombres a
buscarla. Llegaron hasta el Paso y se toparon con una niebla cada vez más espesa, hasta el punto en
que les cegó y no pudieron ver nada. El miedo se apoderó de ellos y bajaron rápidamente la montaña.
Una semana después se desvaneció otra muchacha. Encontramos sus huellas.
—¿El mismo cañón?
—Sí..., y el mismo resultado. Y ya hemos perdido a siete jóvenes, una tras otra, todas de la misma
manera. Y yo, señor White —el rostro pálido y cansado de Fra Rafael se llenó de tristeza al bajar la vista
hacia los muñones de sus piernas—, yo no pude seguirlas, como ya ve. Hace cuatro años una avalancha
me mutiló. Mi pastor me dijo que volviera a Lima, pero le convencí de que me dejara quedarme, pues
estos indios se han convertido en mi gente, señor. Me conocen y confían en mí, y eso no cambió
cuando perdí las piernas.
Asentí.
—Ya veo cuál es el problema.
—Exacto. No puedo ir hasta el Huascarán y descubrir qué es lo que les ha ocurrido a las chicas. Los
indígenas... Bueno, escogí a cuatro de los más fuertes y valientes y les pedí que me llevaran al Paso.
Pensé que podría más que sus supersticiones. Pero no lo conseguí.
—¿Hasta dónde llegaron? —le pregunté.
—No más de unas millas. La niebla se espesó hasta que no pudimos ver nada, y el camino era
peligroso. No podía obligarles a continuar —cansado, Fra Rafael cerró los ojos—. Hablaban de antiguos
dioses incas y de demonios... Manco Capac y Oello Huaco, los Hijos del Sol. Están muy asustados, señor
White. Se agrupan como ovejas, y creen que un antiguo dios ha vuelto y se los está llevando uno por
uno. Y uno por uno se los llevan.
—Sólo a las muchachas —murmuré, pensativo—. Y al parecer nadie las obliga. ¿Qué es lo que hay
en el Huascarán?
—Nada, sólo llamas salvajes y cóndores. Y nieve, y frío, y desolación. Estamos en los Andes, amigo
mío.
—Muy bien —le dije—. Parece interesante. Como antropólogo he de investigarlo: se lo debo a la
Fundación. Además, siento curiosidad. A simple vista no hay nada extraño en todo el asunto. Siete
jóvenes han desaparecido en las nieblas inusualmente espesas que hemos tenido desde el terremoto.
Nada más.
Le sonreí.
—Sin embargo, creo que echaré un vistazo para ver qué es lo que hace tan atractivo al Huascarán.
—Rezaré por usted —me contestó—. Quizás... Bueno, señor, aunque haya perdido las piernas no
soy un hombre débil. Puedo soportar muchas inclemencias. Puedo montar en burro.
—No dudo de su disposición, Fra Rafael —le dije—. Pero debemos ser prácticos. Es peligroso y hace
frío allá arriba. Su presencia sólo me retrasaría. Solo, puedo ir más rápido; recuerde que no sé hasta
dónde tendré que llegar.
El sacerdote suspiró.
—Supongo que tiene razón. ¿Cuándo...?
—Ahora mismo. Mi burro está preparado.
—¿Y sus porteadores?
—No están dispuestos a venir —comenté con ironía—. Han estado hablando con sus lugareños. No
importa. Iré solo —le ofrecí la mano, y Fra Rafael la estrechó con fuerza.
—Vaya con Dios —me dijo.

214
Salí al brillante sol peruano. Los indios esperaban, apartados unos de otros, fingiendo que no me
veían. Mis porteadores no aparecían por ninguna parte. Sonreí, grité un adiós sarcástico, y guié al burro
hacia el Paso.
La niebla se desvaneció al salir el sol, pero permaneció en los cañones de la motaña, al oeste. Un
cóndor volaba en círculos sobre mí. En el aire escaso y seco, el ruido de una roca lejana al caer era
perfectamente audible.
El blanco Huascarán se alzaba en la lejanía. Una sombra cayó sobre mí al entrar en el Paso. El burro
siguió adelante, paciente y obediente. Sentí algo de frío: la niebla comenzó a espesarse.
Sí, los indios me habían hablado. Conocía su lengua y su antigua religión; descendientes bastardos
de los Incas, aún conservaban su arraigada creencia en los dioses antiguos de su antigua raza, que
habían caído con Huayna Cápac, el Gran Inca, un año antes de que Pizarro entrara en el Perú y lo
arrasara. Conocía la quichua, la vieja lengua de su raza madre, y por ello había oído más de lo que
habría escuchado de haber sido otro el caso.
Aún así, no era mucho lo que había averiguado. Los indios me dijeron que algo había llegado a las
montañas cercanas al Huascarán. Estaban dispuestos a hablar de ello, pero no sabían mucho. Se
encogían de hombros con un fatalismo apático. Aquello llamaba a las muchachas vírgenes, sin duda
como sacrificio. ¿Quién sabe? Desde luego, la extraña niebla, cada vez más espesa, no era de este
mundo. Nunca antes en la historia de la humanidad había existido niebla semejante. Había sido, por
supuesto, el terremoto lo que había traído a ese... Visitante. Y era un disparate ir a buscarlo.
Bien, yo era antropólogo y sabía distinguir el valor de detalles tan insignificantes como este.
Además, mi trabajo en la Fundación había terminado. Había enviado mis especímenes a Callao
mediante una caravana, y mis notas estaban a salvo con Fra Rafael. Más aún, era joven, y el atractivo
de los lugares lejanos y de sus misterios aún me atraía. Esperaba encontrar algo extraño, incluso
peligroso, en el Huascarán.
Era joven y, por tanto, algo estúpido.
La primera noche acampé en una pequeña cueva, refugiándome del viento y acomodándome lo
mejor posible en mi saco de dormir de lana. No había insectos a esta altura. Era imposible encender un
fuego, pues tampoco había madera. Me preocupó ligeramente que el burro pudiera congelarse aquella
noche.
Pero sobrevivió, y volví a cargarlo a la mañana siguiente con una alegría un tanto absurda. La niebla
era espesa, sí, pero no impenetrable.
Había huellas en la nieve allá donde el viento no las había cubierto. Una muchacha había dejado el
pueblo el día antes de mi llegada, lo que facilitó enormemente mi labor. Así que subí en medio del
silencio, vasto y desolado, la niebla cerrándose despacio a mi alrededor, espesándose más y más, el
camino cada vez más estrecho hasta casi desaparecer.
Y de repente avanzaba a ciegas. Tuve que tantear el camino, paso a paso, guiando así al burro. De
vez en cuando aparecían huellas a través de la niebla que mostraban que la joven había caminado
deprisa, que había llegado incluso a correr, por lo que asumí que, cuando ella pasó por aquel camino, la
niebla no había sido tan espesa. Como supe después, me equivocaba.
Estábamos en un sendero estrecho sobre un desfiladero cuando perdí al burro. Escuché un ruido de
pezuñas chocando contra la roca tras de mí. La cuerda se me escapó de la mano, y el animal gritó casi
como un hombre al caer. Me apreté contra la piedra, inmóvil, pendiente del sonido de la caída.
Finalmente, el ruido lejano se perdió en medio del débil susurro de la nieve y la grava que también
desapareció, dejando sólo silencio. La niebla era tan espesa que no pude ver nada.
Regresé a ciegas al punto en que el camino se había desmoronado y la roca corroída había cedido
bajo el peso del burro. Podría haber vuelto por donde había venido, pero no lo hice. Estaba seguro de
que mi destino no podía quedar lejos. Una joven nativa con tan poca ropa no podía haber llegado hasta
el Huascarán. No, lo más probable era que alcanzara mi meta aquel mismo día.
Así que seguí caminando, tanteando cada paso por entre la niebla densa y silenciosa. Durante
horas, sólo pude ver unas pulgadas más allá de mis narices. Pero el rastro se aclaró de repente, hasta
que me vi avanzando por entre una niebla sin sombras, venida de otro mundo, y caminando sobre la
nieve dura mientras seguía las huellas marcadas de las sandalias de una joven.

215
Las pisadas se desvanecieron sin más, y me detuve, indeciso, mirando a mi alrededor. No podía ver
nada, pero un brillo más intenso en el manto neblinoso que lo cubría todo marcaba la posición del sol.
Me arrodillé y aparté la nieve con las manos, intentando descubrir lo que el viento había ocultado,
pero no encontré más huellas. Finalmente, opté por orientarme como mejor pude y eché a andar en la
dirección general en que había avanzado la joven.
Mi brújula me descubrió que caminaba hacia el norte.
La niebla era ahora un ser vivo, consciente y callado, que envolvía el secreto que quedaba más allá
de su muro gris.
De repente me di cuenta de que se había operado un cambio. Un hormigueo eléctrico me recorrió.
El muro de niebla se iluminó de pronto. Algo borrosas, como a través de un cristal translúcido, pude
distinguir formas vagas ante mí.
Me dirigí hacia esas figuras... y, de repente, ¡la niebla había desaparecido!
Ante mí se alzaba un valle. Un musgo de un azul blanquecino lo cubría casi por completo, salpicado
de peñas rojizas que rompían la monotonía. Aquí y allá asomaban árboles, o al menos algo que yo creí
árboles a pesar de su forma extraña; eran parecidos a los bayanes, con docenas de troncos delgados
como el bambú. De hojas azules, se alzaban como inmensas pajareras sobre el musgo blanquecino. La
niebla se espesaba tras el valle y sobre él. Era como hallarse en una enorme cueva iluminada por el sol.
Al volver la cabeza me encontré con un muro gris a mi espalda. Bajo mis pies la nieve se deshacía y
fluía en hilillos diminutos por el musgo. El aire era cálido y estimulante, como el vino.
Un cambio extraño y abrupto. ¡Imposiblemente extraño! Avancé hacia uno de los árboles y me
detuve sobre una de las piedras rojizas para examinarla; la sorpresa me atenazó la garganta. Era un
objeto, una ruina decadente, restos de una estructura antigua cuya apariencia original no podía
imaginar. La piedra parecía dura como el hierro. Tenía marcas como de una inscripción grabada, pero
tan desgastadas que resultaban ilegibles. Y nunca descubrí la historia de aquellas ruinas enigmáticas...
Tan sólo que su origen no estaba en la Tierra.
No había rastro de la joven indígena; tampoco habían quedado huellas en el fuerte musgo. Me
detuve allí, contemplando todo cuanto había a mi alrededor, preguntándome qué hacer. Me hallaba
tenso por la emoción. Pero no había mucho que ver: sólo aquel valle, que cubría quizás media milla
hasta desaparecer, devorado por la niebla.
Más allá... No sabía qué habría más allá.
Avancé por el valle, observando todo lo que me rodeaba con curiosidad bajo aquella luz sin
sombras que se filtraba por el techo cambiante que era la niebla. Como un estúpido, esperaba
encontrarme objetos incas. Las deshechas piedras rojizas deberían de haberme servido de advertencia.
Eran, creo, más duras que el metal, pero habían estado allí el tiempo suficiente como para que los
elementos las corroyeran, convirtiéndolas en restos sin forma alguna. Si su origen hubiera sido
terrestre habrían precedido a la humanidad, incluso al hombre de Neandertal.
Es curioso cómo nuestras mentes están condicionadas para pensar de manera antropomórfica.
Caminaba, aunque no lo sabía, por un lugar cuyo origen se hallaba más allá del universo conocido. Los
árboles azules eran una pista; las ruinas color carmesí me lo confirmaban. Las condiciones
atmosféricas, la niebla, el calor incluso a esa altura en las cordilleras, no eran naturales. Y sin embargo,
aún pensaba que la explicación se encontraba en alguna curvatura geológica, en cierta actividad
volcánica, en bolsas subterráneas de gas natural...
No alcanzaba a ver más allá de media milla. Al avanzar, el horizonte neblinoso retrocedía. El valle
era más extenso de lo que había imaginado. Era como los Campos Elíseos, donde las sombras de los
muertos vagaban por el Jardín de Proserpina. Pequeños hilos de agua recorrían el musgo aquí y allá,
fríos como la muerte desde las llanuras nevadas que se escondían en la niebla. “Un mundo de arroyos
perezosos...”
El aspecto de las ruinas cambiaba según avanzaba. Los bloques rojos aún seguían allí, pero también
había ahora restos de otras estructuras, levantadas, pensé, por una cultura diferente.
Los árboles azules eran más y más numerosos. Vides frondosas los cubrían ahora, teñidas de
azafrán, convirtiendo cada extraño árbol en una habitación pequeña, cubierta por el entramado de la
vid. Al pasar junto a uno escuché un chasquido débil, absurdamente parecido al sonido de una máquina

216
de escribir, pero amortiguado. Vi algo moverse y me volví, llevando la mano al revólver que tenía en el
cinturón.
La Cosa salió de una de los árboles-cabaña y se detuvo, observándome. Sentí que me miraba...
aunque no tenía ojos.
Era una esfera de lo que se me antojó plástico translúcido, y emitía luces de colores cambiantes.
Sin duda había algo de consciencia, de inteligencia, en su actitud vacilante y observadora,
horriblemente humana. Tenía cuatro pies de diámetro, y carecía de rasgos salvo por tres tentáculos
elásticos color marfil que lo sostenían y una serie de cilios, similares a látigos, alrededor de su
diámetro... de su cintura, pensé.
Me miró de manera enigmática, sin ojos. Los colores cambiantes se arrastraron sobre el orbe de
plástico; rodó entonces hacia adelante sobre los tres tentáculos de su base con un movimiento extraño,
deslizándose rápidamente. Di un paso atrás, sacando la pistola para apuntarle.
—Quieto —le dije con voz estridente—. ¡Quieto!
Y se detuvo, casi como si entendiera mis palabras o mi gesto amenazante. Los cilios se agitaron en
torno a su cuerpo esférico. Franjas de colores centelleantes brillaron. No podía librarme de la curiosa
certeza de que trataba de comunicarse conmigo.
De repente se acercó de nuevo, esta vez con decisión. Tenso, retrocedí, aún apuntándole con el
revólver. Mi dedo se cerraba sobre el gatillo cuando la Cosa se detuvo.
Retrocedí, tenso y nervioso, pero la criatura no me siguió. Cuando me hube separado unas
cincuenta yardas, se dio la vuelta y volvió a su especie de cabaña en el bayán. Después de eso observé
los árboles con cierto temor al pasar junto a ellos, pero no hubo más encuentros de la misma
naturaleza.
A los científicos les cuesta desprenderse de lo que ellos llaman lógica. Mientras caminaba traté de
racionalizar a la criatura, de explicar su existencia según la ciencia de entonces. Estaba claro que estaba
viva. Y, sin embargo, no tenía naturaleza protoplasmática. ¿Quizás era una planta, afectada por una
mutación? Quizás. Pero aquella teoría no me satisfacía, pues la Cosa había demostrado inteligencia,
aunque yo no supiera de qué tipo.
Pero estaban las siete muchachas indias, me recordé. Tenía que encontrarlas, y rápido.
Y, al fin, me topé con ellas. Al menos con seis de ellas. Estaban sentadas en una hilera sobre el
musgo azulado, frente a uno de los bloques rojos de piedra, de espaldas a mí. Tras subir una pequeña
elevación pude verlas, inmóviles y rígidas como estatuas de bronce.
Bajé hacia ellas, tenso por el entusiasmo, por la expectación. Era extraño que las seis muchachas
indígenas, sentadas en hilera, despertaran en mí tales sentimientos. Se hallaban tan inmóviles que, al
acercarme, no pude menos que preguntarme si estaban muertas.
Pero no. Tampoco estaban, en el sentido más literal de la palabra, vivas.
Aferré el hombro de una de ellas; estaba sorprendentemente frío, y no pareció sentirlo. La giré
hasta tenerla frente a frente, y sus ojos negros y vacuos se clavaron en la lejanía. Tenía los labios
apretados con fuerza, algo cianóticos. Sus pupilas se habían dilatado de manera extraordinaria, como si
estuviera drogada.
A la manera de los indios, tenía las piernas cruzadas como las otras; cuando la giré cayó sobre el
musgo, sin hacer ademán de evitarlo. Por un momento se quedó allí; después, con movimientos lentos,
casi de marioneta, volvió a su postura anterior y clavó de nuevo los ojos en la nada.
Miré a las demás. Parecían hallarse en un estado idéntico de inconsciencia adormilada. Era como si
les hubieran arrebatado la mente, como si estuvieran en alguna otra parte. Se trataba de un
diagnóstico imaginario, por supuesto, pero lo que les ocurría a aquellas jóvenes no era algo que un
médico pudiera entender. Resultaba obvio que se trataba de algo psíquico.
Me volví hacia la primera de las muchachas y le abofeteé las mejillas.
—¡Despierta! —le ordené— ¡Tienes que obedecerme! ¡Despier...!
Pero no dio señales de notarlo o de verme siquiera. Encendí una cerilla, y sus ojos siguieron la
llama. El tamaño de sus pupilas, sin embargo, no cambió.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. De repente sentí que algo se movía detrás de mí. Me giré...
Sobre el musgo azul, la séptima muchacha se acercaba a nosotros.

217
—¡Miranda! —la llamé— ¿Puedes oírme? —Fra Rafael me había dicho su nombre. Me fijé en que
tenía los pies descalzos, marcados por quemaduras blancas. No parecía sentir dolor alguno al caminar.
Me di cuenta entonces de que no se trataba tan sólo de una chica indígena. Algo en lo más hondo
de mi alma se encogió con repulsión instintiva. Se me puso la piel de gallina, y un cierto terror me
invadió. Me eché a temblar tanto que me costó sacar el revólver de su funda.
Y ante mí sólo tenía a la joven nativa, acercándose despacio, sin expresión alguna, los ojos negros
clavados en la nada. Pero no era como el resto de indias, no como las otras seis chicas sentadas tras de
mí. Sólo podía compararla con una lámpara en la que ardía una llama intensa. Las otras eran lámparas
muertas, apagadas.
Su llama no provenía de esta tierra, de este universo, o de este continuo del espacio-tiempo. Había
vida en la joven que había sido Miranda Valle... pero no era vida humana.
Una parte distante y escéptica de mi mente protestó que todo aquello era una locura, que me
estaba engañando, que alucinaba. Y, sí, lo sabía. Pero no parecía importante. La joven que caminaba en
silencio por el blando musgo azul tenía a su alrededor, como un velo invisible e intangible, algo de esa
extrañeza que el hombre ha llamado, durante eones, divinidad. Ningún ser humano, pensé, podría
tocarla.

***

Sin embargo, lo que yo sentía era miedo y odio, emociones que no se asocian con la divinidad. La
miré, sabiendo que ahora me vería, se daría cuenta de que estaba allí. Y entonces, bueno, mi mente se
negaba a pensar en qué ocurriría más tarde...
La joven avanzó y se sentó en silencio con las demás, al final de la hilera. Su cuerpo se quedó rígido.
Aquel velo de terror pareció dejarla, como una capa que cayera. De repente no era más que otra joven
india, vacía y seca como las demás, incapaz de pensar o de moverse.
La joven que se hallaba junto a ella se levantó de pronto en un único movimiento, lento y fluido. Y
el terror me invadió de nuevo. ¡El Poder Extraño no se había marchado! ¡Tan sólo había cambiado de
cuerpo!
Y este segundo cuerpo me resultaba tan terrible como el primero. De un modo sutilmente
monstruoso el horror se aferraba a mi cerebro, sin ser en ningún momento algo evidente, sin que
hubiera nada que saltara a la vista. El paisaje extraño, encerrado en la niebla, no resultaba anormal si
teníamos en cuenta su situación, a esa altura en los Andes. El musgo azul, los árboles singulares: todo
aquello era raro, pero posible. Incluso las siete muchachas indígenas formaban parte de la escena. Era
la sensación de una presencia extraña la que causaba mi terror, el miedo a lo desconocido...
Mientras la nueva joven “poseída” se levantaba, me di la vuelta y eché a correr, invadido por la
náusea, sintiéndome atrapado en una pesadilla. Hubo un momento en que tropecé y me caí. Al
levantarme a toda prisa miré hacia atrás.
La joven me observaba, su rostro diminuto y lejano. Y entonces, de repente, nos habíamos
acercado. ¡Apenas nos separaban unos pocos pies! No me había movido ni la vi moverse, pero
volvíamos a estar como antes... Las siete jóvenes y yo...
¿Podía ser hipnosis? Algo así. Me había llevado de nuevo con ella, y mi mente había quedado en
blanco, incapaz de resistirse. No podía moverme. Sólo era capaz de quedarme allí, inmóvil, mientras
aquel ser Extraño oculto en un cuerpo humano se me acercaba y aferraba mi alma con dedos helados.
Sentí cómo me abrían la mente, cómo la exponían como un mapa ante la mirada inhumana que la
analizaba. Era blasfemo y vergonzoso, y no podía moverme o resistirme.
Aquello que aferraba mi mente se relajó y me arrojó a un lado. No podía pensar con claridad.
Aquella intervención remota en mi cerebro me había dejado ciego, mareado, frenético. Recuerdo
haber echado a correr...
Pero recuerdo muy poco de lo que ocurrió después. Hay en mi memoria imágenes confusas de
musgo azul y árboles torcidos, de una niebla que se retorcía y me rodeaba, intentando inútilmente
retenerme. Y tenía siempre aquella sensación de horror oscuro, innombrable, un horror que no podía
ver, que se escondía de mí, aunque yo no podía esconderme de su mirada sin ojos.

218
Recuerdo haber alcanzado el muro de niebla, verlo alzarse ante mí y arrojarme en él, correr a
través de una masa fría y gris, la nieve crujiendo bajo el peso de mis botas. Recuerdo salir de nuevo a
aquel valle neblinoso de Abaddon...
Cuando volví en mí, estaba con Lhar.
Un frescor como de agua clara recorría mi mente, limpiándola, llevándose el horror, calmándome y
consolándome. Me hallaba tendido de espaldas, mis ojos clavados en un dibujo intrincado de color azul
y azafrán; una luz grisácea, plateada, se abría paso entre una filigrana de encaje. Aún me sentía débil,
pero aquel terror ciego ya no me atenazaba.
Me encontraba en una cabaña formada por los troncos de uno de los árboles de bayán. Despacio,
aún débil, me incorporé, apoyado sobre un codo. La sala estaba vacía a excepción de una curiosa flor
que crecía del suelo de tierra junto a mí. La observé, aturdido.
Y así conocí a Lhar... Estaba hecha del blanco más puro, el blanco del alabastro, pero con una
calidez y una textura que las piedras no poseen. Su forma... Bueno, parecía ser una flor enorme, un
capullo similar al de un tulipán que no se había abierto, pero de unos cinco pies de altura. Los pétalos
se hallaban muy juntos, ocultando cualquier cuerpo que pudiera esconderse tras ellos, y en su base
había un complicado pedestal que parecía, de forma extraña, una falda arrugada y diminuta. Ni
siquiera ahora puedo describir a Lhar con coherencia. Una flor, sí... pero mucho más que eso. Incluso
en aquel primer instante supe que Lhar era más que de lo que parecía...
No la temí. Sabía que me había salvado, y confiaba plenamente en ella. Seguí tendido mientras ella
me hablaba de forma telepática, dando forma a sus palabras y a sus pensamientos en mi cerebro.
—Ahora estás bien, aunque débil aún. Pero no tiene sentido que intentes escapar del valle. Nadie
escapa. El Otro tiene poderes que no conozco, y son esos poderes los que te mantendrán aquí.
Le pregunté quién era, y un nombre se formó en mi mente.
—Lhar. No soy de tu mundo.
Un escalofrío la sacudió. Su preocupación se abrió paso hasta mí, y me levanté, tambaleándome,
débil. Lhar se echó atrás con pasos que la hacían inclinarse, balancearse de forma curiosa, como
reverencias.
Detrás de mí escuché un chasquido. Me giré y me encontré con la esfera multicolor, que se abría
paso por entre los troncos del bayán. De forma instintiva, llevé la mano al revólver. Pero un
pensamiento de Lhar me detuvo.
—No te hará daño. Es mi sirviente —Se detuvo un momento, como buscando la palabra
adecuada—. Una máquina. Un robot. No te hará daño.
—¿Es inteligente? —pregunté.
—Sí. Pero no está vivo. Nuestra gente lo creó. Tenemos muchas máquinas así.
El robot avanzó, oscilante, hacia mí, el borde de los cilios agitándose y retorciéndose.
—Así es como habla, sin palabras o ideas... —me dijo Lhar. Se detuvo y observó a la esfera, y sentí
cierto abatimiento en la forma en que lo hacía.
El robot se volvió hacia mí. Los cilios envolvieron mi brazo, tirando de mí hacia Lhar.
—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté.
—Sabe que estoy muriendo —me dijo ella.
Aquello me impactó.
—¿Muriendo? ¡No!
—Así es. Aquí, en este mundo extraño, no tengo acceso a mi comida. Así que moriré. Para
sobrevivir necesito sangre de mamíferos, pero aquí no están más que las siete que ha traído el Otro. Y
no me sirven, pues las ha corrompido.
No le pregunté a Lhar qué tipo de mamíferos tenía en su mundo.
—Es eso lo que el robot quería cuando trató de detenerme antes, ¿no?
—Quería que me ayudaras, sí. Pero estás débil por todo a lo que te has enfrentado. No puedo
pedirte...
—¿Cuánta sangre necesitas? —le pregunté. Cuando me respondió, le dije:— Bien. Me has salvado
la vida: tengo que devolverte el favor. Puedo vivir sin esa sangre sin ningún problema. Adelante.

219
Se inclinó hacia mí, una llama blanca que se agitó en la penumbra de la habitación arbórea. Un
zarcillo se abrió paso por entre sus pétalos y se enredó en torno a mi brazo; estaba frío, pero era
amable como una mano de mujer. No sentí dolor.
—Ahora debes descansar —me dijo—. He de salir, pero no tardaré mucho.
El robot emitió un chasquido y se marchó, deslizándose sobre sus tentáculos. Lo observé mientras
murmuraba:
—Lhar, esto no puede ser cierto. ¿Por qué... por qué creo en cosas imposibles?
—Te he dado paz —me dijo—. Estabas peligrosamente cerca de la locura. Te he drogado un poco,
he drogado tu cuerpo, para que tus emociones no sean tan fuertes durante un tiempo. Era necesario
para que conservaras la cordura.
Y era cierto que me sentía... ¿drogado? ¿Era aquella la palabra? Pensaba con claridad, pero me
sentía como si me hubieran sumergido en aguas transparentes, aunque oscuras. Era, de alguna forma,
como estar dentro de un sueño. Recordé los versos de Swinburne:

Aquí, donde el mundo está en calma,


Aquí, donde toda tribulación es un
Tumulto de vientos muertos y olas agotadas,
En un dudoso sueño de sueños.

—¿Qué es este lugar? —pregunté.


Lhar se inclinó sobre mí.
—No sé si puedo explicarlo. No lo sé con seguridad. El robot lo sabe. Es una máquina racional.
Espera... —Se volvió hacia la esfera. Sus cilios se agitaban, creando gestos rápidos y complicados. Lhar
volvió a mirarme.
—¿Qué es lo que sabes de la naturaleza del Tiempo? ¿Sabes que es curva, que se mueve en
espiral...?
Siguió explicándolo, pero gran parte de su explicación se me escapaba. Aun así, comprendí lo
suficiente como para darme cuenta de que aquel valle no tenía su origen en la Tierra. O, al menos, no
en la Tierra que yo conocía.
—Sé que existen fenómenos geológicos. Los diferentes estratos se mueven, se mezclan...
Recordé lo que Fra Rafael me había contado acerca de un terremoto, ocurrido tres meses antes.
Lhar asintió.
—Pero este fue un desliz temporal. El continuo espacio tiempo también sufre grandes presiones.
Sufrió un colapso, y los estratos, los sectores temporales, se sacudieron, se mezclaron con otros. Este
valle pertenece a otra era, al igual que yo y que la máquina... Al igual que el Otro.
Me contó lo que había ocurrido. No había habido aviso alguno. Se encontraba en su propio Mundo,
en su propio Tiempo, y un instante después estaba aquí con su robot. Y con el Otro...
—No sé cuál es su origen. En cuanto a mí, puede que viviera en vuestro futuro, o en vuestro
pasado. Este valle, con sus ruinas de piedra, es probablemente parte de vuestro futuro. Nunca antes
había oído hablar de un lugar como este. Puede que el Otro también venga del futuro; aún no conozco
su forma...

***

Me contó más, mucho más. El Otro, como lo llamaba (dándole así una forma imaginada que
implicaba una extrañeza absoluta), tenía un método curiosamente camaleónico de alimentarse. Vivía
de la fuerza vital de otros, por lo que pude entender, y consumía a los mamíferos como un vampiro. Y
asumía la forma de sus víctimas al alimentarse. No era posesión, no en el sentido estricto de la palabra.
Era una especie de unión...
La humanidad tiende a dar a todas las cosas sus propios atributos y olvida que, más allá de las
limitaciones del tiempo y el espacio y el tamaño, no se aplican las leyes naturales que nos son
familiares.

220
Así que incluso ahora no conozco todo lo que había detrás del terror de aquel valle peruano. Llegué
a entender lo siguiente: que el Otro, como Lhar y su robot, se hallaba a la deriva debido a un desliz
temporal, y que de este modo había llegado hasta aquí. No había forma de que volviera a su sector
temporal original, y había creado aquel muro de niebla para protegerse de la radiación directa del sol,
que amenazaba su existencia.
Allí sentado, ante las filigranas que dibujaba el crepúsculo plateado y junto a Lhar, tuve la visión de
universos espaciotemporales que se desplazaban, de una espiral inmensa de vidas y civilizaciones, de
razas y culturas, que cubrían un cosmos infinito. Y, con todo aquello, ¿qué era lo que había ocurrido?
Muy poco en comparación con aquel infinito inconcebible. Una ruptura en el tiempo, un desliz
dimensional, y un sector de tierra y tres seres que se hallaban en él habían sido arrancados de su
tiempo de origen y transportados a nuestro estrato temporal.
Un robot, una flor que estaba viva y era inteligente, además de femenina, y el Otro...
—Las jóvenes indígenas... —empecé— ¿Qué será de ellas?
—Ya no están vivas —me dijo Lhar—. Aún se mueven y respiran, pero están muertas, sustentadas
sólo por la fuerza vital del Otro. No creo que a mí me haga daño. Al parecer, prefiere otro tipo de
comida.
—¿Por eso permaneces aquí? —le pregunté.
El cáliz brillante y aterciopelado se balanceó.
—Moriré pronto. Durante un tiempo pensé que podría sobrevivir en este mundo extraño, en este
tiempo extraño. Tu sangre me ha ayudado —el tentáculo frío soltó mi brazo—. Pero yo vivía en un
tiempo más joven, donde el espacio estaba lleno de... de ciertos principios vibratorios que me
aportaban energía.
»Ahora se han reducido casi hasta desaparecer, hasta convertirse en lo que vosotros llamáis rayos
cósmicos. Y son demasiado débiles como para mantenerme viva. No, he de morir. Y entonces mi pobre
robot se verá solo —sentí que había una cierta diversión delicada en aquella idea—. Parece absurdo
que le tenga cariño a una máquina. Pero en nuestro mundo hay compenetración, una simbiosis mental,
entre los robots y los seres vivos.
Se hizo el silencio. Al cabo de un tiempo, le dije:
—Lo mejor es que salga de aquí. Pediré ayuda... acabaremos con la amenaza que es el Otro... —
Qué tipo de ayuda, aún no lo sabía. ¿Acaso era el Otro vulnerable?
Lhar entendió mi preocupación.
—Es vulnerable en su forma verdadera, pero no sé qué forma es esa. Y en cuanto a escapar del
valle... no puedes. La niebla te traerá de nuevo.
—Tengo mi brújula —dije; al mirarla, me di cuenta de que la aguja giraba sin control.
—El Otro es muy poderoso —me dijo Lhar—. No importa cuándo te adentres en la niebla; siempre
volverás aquí.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Me lo dice mi robot. Una máquina razona de forma lógica, mejor que un cerebro coloide.
Cerré los ojos y traté de pensar. No debía serme difícil desandar mi camino, encontrar un otro que
me sacara del valle. Y, sin embargo, dudé, sintiendo una extraña impotencia.
—¿Tu robot no puede guiarme? —persistí.
—No se marchará de mi lado. Quizás... —Lhar se volvió hacia la esfera, y los cilios se agitaron,
nerviosos—. No —dijo, centrándose en mí de nuevo—. En su mente hay una sola regla: no dejarme
nunca. No puede desobedecer esa orden.

***

No podía pedirle a Lhar que viniera conmigo. De alguna forma sabía que el frío gélido de las
montañas a nuestro alrededor la destruiría con rapidez.
—Debe de haber alguna manera de salir de aquí —le dije—. Voy a intentarlo de todas formas.
—Te esperaré —me respondió, y no se movió mientras yo me abría paso por entre dos troncos del
árbol bayán.

221
Era de día, y una luz pálida iluminaba el cielo gris plateado. Marché hacia el muro de niebla más
cercano.
Lhar tenía razón. Cada vez que entraba en aquella barrera neblinosa dejaba de ver. Me arrastraba
hacia adelante paso a paso, mirando hacia atrás, a mis huellas en la nieve, intentando caminar en línea
recta. Y volvía a encontrarme en el valle...
Debo de haberlo intentado una docena de veces antes de rendirme. No había puntos de referencia
en la niebla gris que lo cubría todo, y sólo por casualidad podría alguien acabar en este valle... a menos
que se le trajera hipnotizado, como a las jóvenes indígenas.
Me di cuenta de que estaba atrapado. Finalmente, volví con Lhar. No se había movido desde que
me había marchado; tampoco lo había hecho el robot, al parecer.
—Lhar —le dije—, Lhar, ¿no puedes ayudarme?
La llama blanca que era la flor se hallaba inmóvil, pero los cilios del robot se movían, gesticulando
con rapidez. Al fin, Lhar se movió.
—Quizás —me llegó su pensamiento—. A menos que tanto la inducción como la deducción le
fallen, mi robot ha descubierto algo que puedes aprovechar. El Otro puede controlar tu mente a través
de las emociones. Pero yo también tengo cierto poder sobre tu mente. Si te doy fuerzas, si te protejo
con un muro psíquico que te defienda de invasiones, puede que tengas una oportunidad de
enfrentarte al Otro. Pero no puedes destruirle a menos que se halle en su forma original. Las
muchachas deben morir primero...
—¿Morir? —Sentí horror ante la idea de matar a esas pobres y simples jóvenes indígenas.
—Ahora mismo no están exactamente vivas. Son parte del Otro. No pueden volver a su vida
anterior.
—¿Y cómo va a ayudarme el destruirlas? —pregunté.
De nuevo, Lhar consultó a su robot.
—El Otro se verá forzado a salir de sus cuerpos. No tendrá dónde esconderse y deberá utilizar su
forma original. Entonces podrás matarlo.
Lhar avanzó balanceándose.
—Ven —me pidió—. He decidido que el Otro debe morir. Es maligno: es despiadado y egoísta, que
viene a ser lo mismo. Hasta ahora no me había dado cuenta de cuál era la manera de acabar con este
ser malvado. Pero tus pensamientos han aclarado los míos, y mi robot me dice que, a menos que te
ayude, el Otro seguirá arrasando tu mundo. Si eso ocurre, la línea temporal se romperá... No lo
entiendo del todo, pero mi robot no se equivoca. El Otro ha de morir...
Se hallaba ya fuera del bayán, y la esfera se deslizaba tras ella. Les seguí. Nos desplazamos
rápidamente por el musgo azul, guiados por el robot.
Poco tiempo después nos topamos con el lugar donde las seis jóvenes indígenas aún estaban en
cuclillas. Al parecer no se habían movido desde que las dejé.
—El Otro no está aquí —me dijo Lhar.
El robot me sujetó mientras Lhar avanzaba hacia las muchachas; la especie de falda de volantes que
adornaba su base se agitaba al avanzar. Se detuvo junto a ellas, y los pétalos temblaron y comenzaron
a abrirse.
De la punta de aquella flor surgió una fuente de polvo blanco. Esporas o polen, al parecer. Una
nube blanca invadió el aire.
El robot me arrastró hacia atrás, más atrás aún. Sentí que me hallaba en peligro...
Pero el polen parecía moverse hacia las muchachas, acercarse a ellas en una niebla de motas
danzarinas. Se posó en sus cuerpos bronceados, en sus miembros y en sus caras. Les cubrió como un
velo hasta que no parecieron más que seis estatuas, blancas como el más frío mármol, sobre el musgo
azul.
Los pétalos de Lhar se alzaron y volvieron a cerrarse. Se balanceó hacia mí, enviando un mensaje
con su mente.
—El Otro ya no tiene refugio —me dijo—. He acabado con... con las muchachas.
—¿Están muertas? —Tenía los labios secos.
—Lo poco que les quedaba de vida ha desaparecido. El Otro ya no podrá usarlas más.

222
Lhar se acercó más a mí. Un tentáculo frío escapó de ella y tocó mi frente con suavidad. Otro llegó
hasta mi pecho, sobre el corazón.
—Te doy mi fuerza —anunció—. Será un escudo, un muro para ti. El resto del camino has de
recorrerlo solo...
En mi interior fluía ahora una marea de poder. Me hundí en las frías profundidades, tranquilo,
calmado. Algo entraba en mi cuerpo, en mi mente y en mi alma, ahogando mis miedos, fortaleciendo
mi decisión.
¡La fuerza de Lhar era mía ahora!
Los tentáculos bajaron una vez terminada su tarea. Los cilios del robot hicieron un gesto, y Lhar me
dijo:
—Ahí queda tu camino. En aquel templo... ¿lo ves?
Lo veía. A lo lejos, oculta a medias por la niebla, se podía ver una estructura escarlata que, a
diferencia del resto, no estaba en ruinas.
—Allí encontrarás al Otro. Acaba con la última muchacha; después, destruye al Otro.
No dudaba ahora de que podría hacerlo. Un nuevo poder me levantaba, me hacía correr por el
musgo. Miré atrás una sola vez y vi a Lhar y a su robot inmóviles, observándome.
El templo crecía según me acercaba. Hecho de la misma piedra rojiza que el resto de ruinas que
había visto, la erosión había atacado sus ángulos más rígidos hasta no dejar más que un monolito
redondeado, esculpido con suavidad, de unos veinte pies, similar a la bala de un rifle.
Una puerta se abría en el muro carmesí. Me detuve por un momento en el umbral. Dentro, en la
penumbra, se agitaba una sombra. Avancé y di con una sala alta y estrecha, el techo oculto en la
oscuridad. En las paredes había relieves que no pude distinguir con claridad, pero que me hicieron
sentir como si hubiera seres inhumanos vigilando.
Estaba oscuro, pero pude ver a la joven indígena que había sido Miranda Valle. Tenía los ojos
clavados en mí; incluso a través de la armadura protectora formada por la fuerza de Lhar pude sentir su
terrible poder.
La vida que había en la joven no era humana.
—¡Destrúyela! —advirtió mi mente— ¡Destrúyela! ¡Rápido!
Pero mientras dudaba un velo de oscuridad pareció caer sobre mí. Un frío terrible, un frío que
parecía venir del mismo espacio, acuchilló mi cerebro. Mis sentidos vacilaron ante el ataque.
Desesperado, ciego y mareado y lleno de náuseas, busqué la reserva de energía que Lhar me había
proporcionado. Y, entonces, me desmayé.
Cuando me desperté vi que había humo saliendo del cañón del revólver que tenía en la mano. A
mis pies se hallaba la joven indígena, muerta. Mi bala le había acertado en el cerebro, obligando a su
terrible morador a salir.
Mi mirada buscó el muro más alejado. Había allí una arcada abierta en la piedra. Crucé la sala y
caminé por debajo; al instante me hallé en medio de una oscuridad profunda, infernal. Pero no estaba
solo...
El poder del Otro me golpeó como algo tangible. No tengo palabras para describir una experiencia
tan absolutamente disociada del resto de la memoria humana. Sólo recuerdo esto: mi mente y mi alma
se hundieron en un abismo negro donde no tenía voluntad o consciencia. Era otra dimensión mental
donde mis sentidos se vieron alterados.
No había nada allí salvo por la intensa negrura, que iba más allá del tiempo y del espacio. No podía
ver al Otro ni imaginarlo. Era inteligencia pura, desnuda de carne. Estaba vivo y tenía poder, un poder
divino.
Y allí, en esa terrible oscuridad, me encontraba solo, sin ayuda alguna, y sentía cómo una entidad
de algún lugar remoto y horrible donde todos los valores se hallaban alterados se acercaba.
Sentí la cercanía de Lhar.
—¡Rápido! —me llegó su pensamiento— ¡Antes de que se despierte!
Algo cálido fluyó hacia mí, y la negrura retrocedió.
Contra el muro más lejano se apoyaba algo, algo desconcertantemente humano... Algo con una
cabeza enorme y un cuerpo pálido y diminuto enrollado debajo. Se retorcía, avanzando hacia mí...

223
—¡Destrúyelo! —comunicó Lhar.
En mi mano, el revólver bramó y se sacudió contra mi palma. El eco rugió entre los muros. Disparé
una y otra vez hasta que el cargador se vació...
—Está muerto —me llegó el pensamiento de Lhar.
Me tambaleé, dejé caer el arma.
—Era el vástago de una antigua super-raza... Un niño aún no nacido.
¿Puede alguien imaginarse tal raza? ¿Una en la que incluso los no-natos tenían un poder que iba
más allá del entendimiento humano? Mi mente se preguntó cómo debía de ser un ente adulto.
Temblé; de repente tenía frío. Un viento helado se colaba por el templo. Los pensamientos de Lhar
llegaban claros a mi cabeza.
—Ahora el valle ha dejado de ser una barrera para los elementos. El Otro había creado la niebla y el
calor para protegerse. Ahora está muerto, y tu mundo reclama lo que es suyo.
Desde la puerta del templo pude ver cómo desaparecía la niebla, empujada por un viento rápido.
La nieve caía con lentitud, grandes copos blancos que cubrieron el musgo azul y los restos rojizos que
moteaban el valle.
—Moriré rápido y con facilidad ahora en lugar de hacerlo despacio, en lugar de morir de hambre —
me dijo Lhar.
Un instante más tarde una idea cruzó por mi mente, débil e intangible como un copo de nieve, y
supe que Lhar me decía adiós.
Dejé el valle. Eché la vista atrás una sola vez, pero tras de mí sólo había un velo de nieve.
Y de la más grande aventura que los dioses cósmicos pudieron concebir jamás sólo me quedaba
esto: saber que durante un tiempo el velo eterno del tiempo se había rasgado, y que la puerta a lo
desconocido había quedado entreabierta.
Pero ahora esa puerta está cerrada de nuevo. Bajo el Huascarán un robot vigila una tumba, eso es
todo.
La nieve caía con más fuerza. Temblando, me abrí paso por los montones cada vez más profundos.
La aguja de mi brújula señalaba al norte. El hechizo que envolvía el valle había desaparecido.
Media hora más tarde encontré el sendero, y ante mí se abrió el camino a la seguridad. Fra Rafael
estaría esperando para escuchar mi historia.
Aunque probablemente no la creería.

El bosque
Mario Peloche. Selección AP2015

A Howard por los guerreros de bruma roja.


A Lovecraft por lo que se oculta en la oscuridad

Frío. La ventisca azotaba la estepa como lo había venido haciendo desde que el mundo era joven,
con furia, como vengándose de alguna remota afrenta, arremolinándose en torno al pequeño foco de
calor que conformaban una fogata y el grupo de fornidos guerreros que la rodeaba.
A pesar del hiriente frío, tan espeso como la brea y tan continuo como el devenir inexorable de la
vida, los hombres parecían alborotados. Ataviados con gruesas pellizas de piel, sus bramidos y
juramentos desafiaban al aullido entrecortado del viento que gemía con el descascarillado estertor de
una bruja, un monocorde lamento de desaprobación y soledad.
—Por la barba de un carnero, Naddoh, te digo que tu historia es tan falsa como un trasgo de tres
cabezas.
El susodicho Naddoh, apodado el Rojo por el color de su pelo, se atusó el poblado bigote y se
inclinó hacia delante, arrimándose más al fuego.
—Othar, te aseguro por el rostro de mis ancestros que la historia es cierta. El ogro del pantano
atacó el poblado y se llevó a todos los hombres a su cubil para devorarlos mientras…

224
—…treinta hermosas doncellas le esperaban en su lecho, ¿no? —terció otro.
Todos los hombres rieron, y la cara de Naddoh se tornó tan encarnada como su poblada cabellera.
—Gorum, hijo de Avald el borracho, nieto de Tirk el cornudo, te juro que voy a romper esa fea cara
de troll que tienes.
Le arrojó su jarra de hidromiel y se lanzó sobre él a través de la hoguera, despidiendo a su paso una
miríada de chispas que danzaron como genios burlones ante el rostro de los demás hombres, que se
habían levantado apresuradamente mientras echaban mano de sus espadas bastardas o de sus hachas
de doble hoja.
—¡Ya basta!
El guerrero que había rugido la orden agarró a Naddoh por el cinturón que cruzaba su cota de malla
y sin aparente esfuerzo le arrojó al lado de Gorum. Se inclinó sobre ellos con una mirada furibunda, la
misma que durante toda su vida había producido una inefable aprensión en corazones de hombres más
valientes que estos.
—Si cuando volvamos al campamento continuáis con ganas de rajaros las tripas, así sea. Yo mismo
afilaré vuestras espadas y rezaré a los dioses por vuestras almas. Pero mientras permanezcamos en
esta penumbrosa llanura donde el lobo gris aúlla de una parte a otra, no tendremos ningún
enfrentamiento, ¿entendido?
Los dos hombres, saqueadores de la estirpe legendaria de los guerreros hiperbóreos, aquellos que
la leyenda contaba que nacían en el seno de una batalla y mamaban la sangre vertida en mil guerras,
inclinaron la cabeza como jóvenes imberbes. Porque Othar, el que así les había hablado, seguía siendo
el jefe por obra de la mano firme que empuñaba su espada y del corazón indómito que guiaba sus
actos. Y aunque su largo cabello estaba veteado de plata como la montañas de la tierra helada que
habían dejado atrás, y andaba algo encorvado por el peso desmedido de las culpas y las estaciones, aún
seguía siendo más alto que cualquier otro de los mercenarios que le acompañaban, y en sus ojos
todavía brillaba la promesa incitadora de la batalla y el fuego inextinguible de la guerra. Todos sabían
que sólo la muerte con su servil empeño lograría desterrar su alma de ese trono de luz.
Othar el Sombrío se volvió, dando el asunto por zanjado. Llenó su jarra de vino aguado y se dirigió
hacia la linde del campamento, donde un joven centinela montaba guardia.
—Leif, puedes unirte a los otros. Riurik te relevará.
El joven no parecía haber prestado atención al alboroto que la trifulca había provocado a sus
espaldas, ni tan siquiera parecía haber escuchado al jefe acercarse, así que se giró rápidamente
mientras desviaba su mirada ensimismada del oscuro cerco de árboles que se adivinaba a lo lejos.
—Yo… Othar, no te he oído acercarte. Mira, no me encuentro cansado, así que si te parece seguiré
aquí otro rato para que el viejo Riurik pueda calentar sus maltrechos huesos al fuego.
Othar emitió un gruñido a modo de aprobación, porque había captado la velada petición de
soledad que acompañaba las palabras del joven, pero a pesar de todo se sentó a su lado sin dirigir la
mirada hacia el sitio que había ocupado la atención del chico.
Se subió el cuello de la pelliza de piel de oso que le cubría para intentar evitar los mordiscos que el
viento le propinaba, mientras retazos de imágenes fueron hilvanándose en el manto que la oscuridad
de la noche le proporcionaba. Recuerdos de la última incursión a un poblado pesquero, una más de que
se suponía una incursión fácil y que se convirtió en una carnicería cuando varios de sus hombres,
desaconsejando sus órdenes, se habían retrasado para tomar a la fuerza a unas jóvenes del lugar.
Cuando las tropas del rey llegaron, la huida se convirtió en una cacería hasta que penetraron en esta
llanura helada y los perseguidores perdieron su rastro. Y aquí estaban, los restos de su banda de
saqueadores, en mitad de ninguna parte, con la parca cerniendo sobre ellos su huesuda mano.
Así permaneció un rato, sumido en sus pensamientos, hasta que sintió sobre sí la mirada
inquisitiva del muchacho. Quizás al observarle de soslayo viera en su figura recortada a la débil luz de la
hoguera a Ymir, el legendario gigante de hielo que moraba más allá de las montañas de los dioses,
aunque era más probable que sólo se cerciorara de lo lejanos que habían quedado los mejores días de
su anciano jefe de barba y cabellera escarchada.
—¿Piensas que deberíamos haber pasado la noche al abrigo de ese bosque? —espetó de pronto
Othar mientras lo señalaba con la mano.

225
El interpelado volvió a revolverse sorprendido, rota la que fuera su ensoñación, y sólo atinó a
balbucear como un crío, pero el anciano levantó de nuevo su mano callosa para imponerle silencio.
—Está bien, no hace falta que hables. Leo la respuesta en tus ojos como en un lago de montaña.
Comprendo tu anhelo, y tu turbación también. ¿Qué hacemos acampados a plena vista en medio de
esta llanura? ¿Por qué recibimos en pleno rostro el aliento helado de los espíritus de la nieve, que
penetra por resquicios invisibles hasta el centro mismo del corazón?
El otro se quedó más azorado todavía, porque nunca se había visto que Othar compartiera la razón
de sus decisiones con nadie, y menos con alguien como él, un soldado apenas llegado a la hombría y
recogido por conmiseración por el grupo cuando vagabundeaba por las colinas.
Calló Othar un momento, y hasta Loki, el Dios del viento, pareció apaciguarse un tanto, como si
también él en contadas ocasiones prestara oídos a las conversaciones delos mortales.
—Bien, me quedaré contigo montando guardia, porque sé con certeza que esta noche no podré
conciliar el sueño, y no sólo por la mano de hielo que araña mis huesos, y te contaré una historia. Una
historia que responderá tus dudas y te hará comprender que no sólo el corazón ha de guiar el destino
de los hombres, sino la cabeza, y que antes arriesgaría a esta caterva a luchar contra los acerados
colmillos de los lobos de las nieves que contra el mal en estado puro, el mal que no se puede vencer
porque tampoco se puede combatir.
Esta historia me fue contada hace muchos años, cuando sólo era un crío apenas más joven que tú, y
la narradora fue el ángel de la muerte, la mujer más anciana de mi clan, la que se encargaba de
amortajar a los muertos…y de hablar con ellos, Odín lo sabe. Y yo lo supe entonces, porque en aquella
choza de pieles donde ella pergeñaba sus ritos, nublada por el vapor de marmitas humeantes de
ingredientes ignotos y decorada con arcanos tan antiguos como la misma tierra, la anciana habló con
una voz que no era la suya, ni de ninguna persona nacida de mujer, y su rostro pareció transfigurarse
en algo más maleable que pugnaba por salir de ella. Y tal y como me fue contada a mí te la cuento yo a
ti ahora. Ha llegado el momento de expiar mi conciencia, y llegará el tuyo en que habrás de obrar
correctamente, aún impelido por el miedo, que tanto da el motivo si la acción al final es justa.
Es una historia sobre un bosque, un bosque como ese que ves ahí, y comienza en un poblado como
el tuyo o como el mío…

…donde un joven de tu edad vivía sus días con la misma intensidad e indiferencia con que los
jóvenes como él lo habían venido realizando en esas tierras durante incontables generaciones:
practicaban la lucha con la lanza y la espada, cazaban para procurar comida a la comunidad, se
emborrachaban a escondidas de los mayores…y se enamoraban, claro está. Y como los amores que
encauzan el destino de una persona para siempre, el amor que conoció este joven cambió radicalmente
su vida, para bien o para mal, tú decides. Porque esta joven, su joven amada, de piel de alabastro y ojos
de esmeralda, era la hija del jefe del poblado, y además estaba prometida casi desde el momento de su
alumbramiento con el jefe de un poblado vecino con el que desde siempre habían mantenido reyertas.
De este modo, procuraban paliar sus rencillas y enterrar el hacha de guerra entre ambos pueblos. Y
como ya sabes, la hija de un jefe ya prometida es una intocable.
Pero el ardor de un joven nubla su juicio, y así, instado sólo por su corazón no dudo en saltarse
todos los tabúes, y pronto pasó de las miradas veladas y los sentimientos apenas murmurados al
cruzarse con ella por los caminos del poblado a la necesidad perentoria de sentir el roce de su piel
cuando se robaban abrazos a hurtadillas.
Pero el destino, como la propia vida, es inflexible, y más pronto que tarde suele emitir un juicio que
extrañamente tiende a reprobar la felicidad.
Una de las noches en que él aguardaba amparado en la oscuridad a que ella escapara de su choza y
al abrigo de la noche encontrara cobijo en sus brazos, unos centinelas los avistaron, y él fue hecho
prisionero. Imagina el revuelo que se pudo organizar en una pequeña comunidad donde la rutina era la
forma de vida imperante .El padre de ella, encolerizado, quiso traspasar allí mismo con su espada al
sacrílego que había osado mancillar a su joven hija. Sin embargo, ella se arrojó a los brazos de su padre
pidiendo clemencia. Eso, unido a los ruegos de los padres del joven pidiéndole por lo más sagrado que

226
no le matara, conmovió su corazón y frenó el ímpetu de su espada. Sin embargo, el castigo del joven no
debía ser mucho mejor que la misma muerte.
El anciano jefe sabía que su decisión repercutiría en su reputación como jefe del poblado ante los
ojos de los suyos y como padre ante los ojos de su hija, y que nunca lograría aunar el favor de ambos. Se
mesó la barba y susurró unas palabras con el chamán que brincaba a su lado, el cual al momento se
inclinó y arrojó sobre el suelo las runas hechas de huesos de animales que siempre llevaba consigo
mientras musitaba palabras ininteligibles. Las orientó con los dedos y volvió a murmurar hasta que sus
ojos parecieron encontrar lo que fuera que buscaran. Se acercó al jefe y le susurró su hallazgo.
—Bien-tronó este dirigiéndose al pueblo-las runas han hablado, el destino está sellado.
Un silencio expectante se adueñó de todo.
—Este joven, dejándose llevar tan sólo por sus deseos, no sólo ha puesto en peligro el futuro de este
pueblo, sino que además ha mancillado el honor de mi hija y con ello el mío propio y el de mi estirpe. Su
muerte sería la decisión más sencilla, pero los dioses no la desean.
Un murmullo empezó a formarse, medrando entre los que no mostraban su conformidad con lo
designado por los espíritus (aunque ni en sueños se hubieran atrevido a expresarlo en voz alta) y los que
sospechaban con alivio, como los miembros de su familia, que la conciencia del anciano no le permitía
mancharse con la sangre de un miembro de su comunidad.
—Los dioses han hablado. Cuando la luna roja ascienda sobre el cielo, el muchacho marchará del
pueblo y buscará la hierba centaurea. Sólo si logra encontrarla y traerla de vuelta al pueblo, los dioses
se sentirán desagraviados. Sino, el destierro eterno le espera.
El murmullo osciló como una ola, medrando y enmudeciendo.
«La hierba centaurea, la que sólo brota con la luna roja de la cosecha».
«La hierba centaurea, la que todos mencionan y nadie ha visto».
«La hierba centaurea, la que sólo crece en…»
—¡El bosque! ¡El bosque! ¡Noooo…!
La joven empezó a proferir estos gritos hasta el desmayo.
El chico queda inerme, rendido a su suerte, y deja caer la cabeza mientras los que le sujetan le
llevan a una choza que será su celda y su morada hasta el momento en que la luna marque el amanecer
de su último día.
El día llega. Para él, ni pronto ni tarde, tanto da. Los días que ha pasado encerrado han sido un
torbellino de pesadillas y vigilias entremezcladas, y hasta el salir a cumplir su destino le parece un
agradable cambio.
Nadie sale a despedirle. Hasta sus padres ya le guardan luto.
Cuando ensilla su caballo y sale del poblado no dirige la vista hacia atrás. No quiere que sus ojos
dejen translucir sus emociones, no sea que su amada pueda observarle desde donde sea que esté
encerrada y acrecentar así su sufrimiento. Aprieta los dientes, sujeta las riendas con fuerza y espolea su
cabalgadura.
No quiere pensar, pero el crisol de sentimientos que hierve en su interior fluctúa como el paisaje que
se desliza por doquier. Al principio recorre los huertos donde juntos pasearon, la alameda donde se
dieron su primer beso, y en su pensamiento sólo cabe ella. Los campos de cereal dorado punteados aquí
y allá de charcas de aguas de manantial esbozan su melena trigueña y sus ojos verde agua, y la congoja
por el temor a no verla más le aprieta el pecho como un puño de hierro. Sin embargo, conforme el
camino comienza a empinarse y llevarle por los angostos senderos que discurren al pie de las montañas,
las tinieblas del ocaso comienzan a medrar en su corazón.
Su pensamiento se aparta de ella, y comienza a cavilar, quizá por primera vez desde que le fuera
encomendada la tarea, en la enormidad de la misma. Y, por encima de todo, en el lugar al que se
dirigía.
Recuerda lo que su padre le contaba siendo niño a la luz de las brasas, cuando el crudo invierno
dada sus grandes zancadas afuera y el viento de las montañas gemía alrededor de la choza como
esperando ser invitado. Allí, mientras los ojos de su padre brillaban quizá no sólo debido al reflejo del
fuego, le narró muchas historias, historias acerca de cazadores que habían entrado en el mismo bosque
donde él mismo tendría que entrar, para regresar a las pocas horas asustados como niños de pecho y

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con las manos vacías, balbuceando cuentos acerca de sombras y gritos sobrenaturales. Historias como
la del ejército proveniente de oriente que, muchas generaciones atrás, se fue adentrando poco a poco
en el bosque para atajar hacia su destino, hilera tras hilera de incontables guerreros con armaduras y
escudos de bronce y yelmos empenachados que jamás salieron por el otro lado. Historias de un terror
atávico e inefable por parte de todos los mayores que antes que él ya le advirtieron.
Y la historia. Claro está. La historia del druida, uno al que un matrimonio fue a buscar hasta su
arboleda sagrada en el lejano septentrión porque su hijo pequeño había desaparecido en el interior del
bosque jugando con otros niños. Le imploraron que lo encontrara, y los ruegos provocaron que este
druida, un hombre santo de los bosques con fama de devolver la vida a los muertos, de moldear la
naturaleza del tiempo y de mandar sobre los cuatro elementos, aceptara y se dirigiera a este bosque.
Y como los cazadores del poblado, y como el ejército antes que él, sucedió que este druida jamás
volvió a ser visto. Hablaron mucho de esa noche, donde las copas de los árboles se iluminaron con luces
de los colores propios de las simas y las tumbas, y que la tierra misma rugía como un animal herido. Y
después de eso nada. No se supo nada más de él. Y desde entonces nadie había osado profanar esa
arboleda maldita.
Hasta ahora.
Y mientras la luna, la luna roja de las cosechas y de la muerte emerge por encima del oscuro
bosque, oscura es la tormenta que se barrunta en su interior. El miedo le paraliza. Su caballo corcovea
inquieto, y cuando aún le queda un trecho para llegar a su linde empieza a relinchar presa del terror
mientras sus ijares se llenan de espuma y sus ojos comienzan a dar vueltas en sus cuencas.
El joven no quiere obligarle a más, esta carga es sólo suya. Desmonta, recoge el fardo donde lleva
algo de comida y una manta y le deja suelto, dándole una palmada y esperando que encuentre el
camino de vuelta.
Ahí está él, de pié, apenas a unos cientos de metros del bosque, que se recorta contra la luna como
una imagen irreal. Observa como el camino, apenas un tenue sendero libre de maleza, no se encuentra
hollado por pisadas, y que su trazado se dirige hacia una abertura entre los árboles tan oscura como sus
miedos y que apenas logra vislumbrar.
El miedo le paraliza. Mientras observa el conjunto le parece que el bosque cambia, se hace más
grande todavía, un monstruo mefítico que se empieza a cernir sobre él. Ahora la luna es un ojo blanco
sobre el rostro cetrino de los árboles, y la abertura es una boca carnosa preñada de dientes de la que
emerge una lengua larga y viscosa que emerge y se desenrolla hasta el lugar que ocupan sus pies.
Sólo quiere correr, huir, aunque tenga que pasar toda su vida exiliado, un vagabundo entre los
poblados, un paria desterrado sin patria y sin familia. Le parece bien, toda esa pérdida resulta
aceptable con tal de no entrar ahí, dioses, sube la oferta a un brazo y una pierna, donde tiene que sellar
el acuerdo. Pero cuando se va a dar la vuelta comprende que aceptaría pasar todas las penalidades del
infierno antes que entrar en ese bosque, pero no podría soportar el no verla más.
Ahora el rostro de ella se superpone al del bosque. Es todo su pensamiento y su conciencia, su rostro
es la luz que le guía. Y por ella vuelve a girarse, y da primero un paso hacia delante, luego otro,
pequeños pasos constreñidos de autómata. Los nudillos están blancos, las uñas clavadas en sus palmas
hasta que medias lunas de sangre roja brotan ante la luz de la luna roja.
Y el ojo rojo parpadea.
Y la luna sonríe.
Y, como en un sueño, el bosque se yergue ante él.
La abertura no es más que el espacio que dejan entre sí los troncos torcidos de dos cedros vecinos.
Ahora no duda en atravesarla, porque sabe que no hay más que pueda hacer. Avanza despacio, casi a
tientas, porque en realidad no conoce cuál es la localización exacta de la planta, sólo recuerda de algo
de los cuentos de los mayores, algo acerca de una prado en el centro del mismo. Además, el tenue
resplandor de la luna («roja, la luna roja de la muerte») distorsiona los objetos confiriéndolos un matiz
irreal.
Poco a poco sus ojos se van acostumbrando a la penumbra, y aunque lo que le rodea aún parece
estar cubierto de ceniza al primer vistazo, enseguida adquieren la familiaridad de la naturaleza a la que
él está acostumbrado desde pequeño. Roza los troncos grises con estrías a lo largo de los cedros negros,

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y aquí y allá aparecen arbustos de tojos y cenizos. Delante de él un rodal de secuoyas siempre verdes se
alzan enhiestas por sobre el resto de árboles, engalanadas por enredaderas y cabellos de Venus.
Sin embargo, no logra sentir alivio con el reconocimiento, porque siente en su vello erizado que hay
algo en este paisaje que falla. Este es otro mundo, lo nota, un mundo pintado sobre el tapiz de éste
cuyo lienzo, sin embargo, está rasgado. Lo siente en su tótem, en su esencia atávica, en algo tan poco
definible como un dios. Él sabe desde crio que la naturaleza es bondadosa, lo ha comprobado andando
por los prados o remontando los torrentes. Él lo ha sabido incluso en medio de la peor de las tormentas
o sufriéndolas consecuencias de una sequía. Eran designios de los dioses, unas veces dan y otras quitan.
Pero aquí no hay nada que dar, todo fue quitado hace mucho, y lo que fluye es insano.
Lo ve en los árboles retorcidos, en las ramas péndulas, en las espinas como garras, en el follaje
cerúleo.
Lo siente en el aire estancado, caliente, sin brisas ni olores.
Lo nota en la carencia imposible de sonidos, ningún ser vivo parece…
—¡Crac!
Una ramita se ha roto cerca, muy cerca. Mira hacia un lado y no ve nada.
Oye unos susurros amortiguados en algún lugar a su izquierda, y mientras gira la cabeza se
agazapa tras un tronco. Ve sombras furtivas deslizándose en su dirección tras el follaje.
¡Le han visto! Lo que sea le ha visto, y ahora viene a por él.
Se levanta y comienza a correr, inclinándose bajo las grandes ramas, mientras por el rabillo del ojo
vislumbra cómo sus perseguidores no se alejan de él. Se siente atolondrado, sobrepasado por la
situación, pero intenta no pensar mientras corre, sabe que siendo él la presa debe liberar su mente de
los traicioneros ardides de las dudas.
Avanza a toda velocidad en zigzag, medio agachado, saltando sobre túmulos de hojarasca y troncos
caídos implorando que su vista no le traicione en la oscuridad. Pasa junto a un enorme árbol hendido
hace eones por un rayo, un shhhhhhhh quedo rasga el aire y un dardo aparece clavado en el tronco
donde hace un instante estuvo su cabeza.
No puede evitar esbozar una sonrisa mientras corre.
Le están disparando flechas.
No puede imaginar una situación peor, metido en un bosque maldito después de ser expulsado de
su pueblo, lejos de su amada y siendo acosado como un corzo en una batida. Sin embargo sonríe.
Es extraño comprobar en qué nimiedades encuentran los hombres alivio.
Sonríe porque le complace pensar que sus perseguidores no son criaturas surgidas del averno, sino
hombres de sangre y hueso, hombres contra los que se puede luchar. Y matar.
Otra flecha silba junto a su muslo, y él corre más deprisa, porque sabe que está perdiendo terreno.
De repente surge frente a él una sombra que parece blandir algún tipo de hacha, pero el chico no frena
su paso, sabe que eso le condenaría, sino que se dirige directamente hacia su oponente mientras
desenvaina su espada. Cuando se encuentra cerca de él, hurta su cuerpo hacia un lado mientras el otro
deja caer el hacha que pasa silbando inofensiva por su costado, y aprovechando su inercia asesta un
golpe sesgado a su rival que cae con un gemido ahogado.
Al pasar le mira un momento, reparando en el cuerpo achaparrado y musculoso del otro, cubierto
de grandes tatuajes azules, y en su frente ancha y prominente.
El chico reconoce su raza. Es un picto, un habitante de los bosques, aunque no sabe qué demonios
pueden hacer aquí, tan lejos de sus tierras del norte.
El alivio que había sentido hace un momento se esfuma, porque sabe que los pictos son cazadores
de cabezas. Y caníbales, además.
Un dolor lacerante en su mejilla le arranca un quejido y embota sus pensamientos. Casi al mismo
tiempo siente la sangre correr por su cara, y la visión por uno de sus ojos empieza a enturbiase. Una
fleche le ha debido rasgar la mejilla. Tiene un instante de duda, su paso titubea, y cuando está
intentando recobrarse siente un golpe en el costado. El dolor es brutal, explota en su cabeza, y hasta su
cuerpo olvida por un instante que sabe respirar. Cae de rodillas, y en un momento se ve rodeado por
una decena de figuras que hablan entre ellas en un lenguaje gutural.

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Una de ellas empuña un pesado garrote, lo levanta sobre él, y el golpe que recibe lo lanza al reino
de los muertos.
Pasa una eternidad en sus puertas, pero al parecer los dioses tampoco le quieren allí, así que no
está muerto después de todo.
Lo comprueba por el dolor. Un dolor rojo, eso es por lo que han sustituido su cabeza. Además,
apenas ve por un ojo, y el otro se encuentra completamente a oscuras, tapado por lo que espera sólo
sea una costra de sangre seca.
Piensa por un momento que por no tener que soportarlo no hubiera estado mal eso de pernoctar en
el Hades, pero el recuerdo de ella le enerva, le impele a luchar. Por eso ladea un ápice la cabeza para
observar alrededor en la medida que se lo permiten sus sentidos embotados, ya que sabe que si quiere
tener una oportunidad de sobrevivir debe conocer las intenciones de sus captores. Ese ligero
movimiento vuelve a desencadenar una erupción en su cabeza. Aun así le parece observar una hilera
tras otra de pies, pies negros como el hollín, tanto por la suciedad del camino como del propio color de
la piel.
El polvo que levantan al andar le quema la garganta, porque ahora comprende que parte del dolor
de su cabeza proviene de ser transportado colgando de un madero con la cabeza caída, y la sangre se
agolpa en sus sienes y en el golpe que ha estado a punto de quebrársela. Han limpiado el tronco de un
árbol joven y le han atado ahí de pies y manos, dejándolo inerme como una res. No siente las muñecas
ni los tobillos allí donde le muerden las ataduras, y duda que llegado el momento pueda hacer uso con
rapidez de sus extremidades.
Sus captores caminan con rapidez mientras hablan entre ellos con un lenguaje extraño que no
comprende, preñado de chasquidos y sonidos simiescos, pero le parece intuir que siguen una dirección
prefijada, quizás hasta un campamento provisional.
Como verificando sus suposiciones, el constante bamboleo por fin se detiene en un pequeño claro
que se abre en el bosque. Allí, otra decena de guerreros se reparten por el mismo. Unos se encuentran
desollando un cervato con sus primitivos pero afilados cuchillos de obsidiana, y más allá otros apilan
leña para encender una hoguera . El chico sólo puede rezar para que el fuego sea para asar al animal.
Le depositan con violencia en el suelo, y al caer el golpe vuelve a abrirle la herida de la cabeza. El
dolor hace que esté a punto de vomitar. Le dejan sentado, desatándole los tobillos y dejándole tan sólo
las manos atadas. Saben que en su estado, eso y un centinela bastarán para tenerlo vigilado.
Cuando la hoguera prende, la luz del fuego le permite contemplar mejor el claro. En la linde del
mismo, allí donde la oscuridad se ha retirado, contempla lo que al principio toma como un extraño
acumulo de piedras amontonadas con descuido. Pero al observarlo con más atención cree distinguir
unos extraños grabados, petroglifos de otra época que parecen titilar al ritmo de las ascuas. Es un
templete casi derruido, y no puede imaginar lo antiguo que debe de ser ni que raza pudo construirlo.
Uno de los pictos, encorvado y cubierto de plumas y huesos, también parece haber reparado en la
construcción, y se acerca a ella. Se agacha y desliza fascinado sus dedos por las marcas. Debe ser el
chamán de la tribu, aunque su aspecto lo asemeja más a uno de esos buhoneros que de vez en cuando
pasaban por su aldea vendiendo redomas con elixires de la eterna juventud. De repente se levanta
emitiendo un gemido que en otra situación resultaría jocoso, y empieza a gritar y gruñir en su idioma.
Trastabilla, cae hacia atrás como aterrorizado y se gira hacia uno de los suyos, uno que parece tener un
alto rango por su tamaño y el del torque de oro que adorna su escaso pescuezo. Este a su vez le espeta
algo, y el chamán se arroja sobre él, señalándole primero las piedras y luego el interior del bosque. El
picto más grande se ríe, y con un gesto de la mano que abarca todo el claro parece dar por zanjada la
cuestión. Cuando el viejo vuelve a insistirle, el del torque se gira y le propina un manotazo que arroja al
otro al suelo hecho un guiñapo. La acción provoca las risas del resto, como una manada de hienas ante
la vista de la sangre.
Maldito el pueblo que no respeta a sus hombres santos.
Cuando al poco comienzan a asar al ciervo como si nada hubiera pasado el joven siente rugir su
estómago, y repara en lo agotado que está su cuerpo. Han dejado sólo un centinela que rezonga
contrariado mientras el resto da buena cuenta del festín, y aunque sabe que es una buena oportunidad
para intentar escapar, su cuerpo decide antes que él y no puedo evitar quedarse adormilado.

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Sueña, y en el sueño ve un paisaje lodoso, una charca primigenia de la que salen arrastrándose
bichos escamosos. El paisaje cambia, deprisa, como si los eones se hicieran instantes, y la charca se seca
dando paso a una turbera, y esta se cubre rápido de pasto y matorral, y más tarde de árboles. Al
principio son pequeños brotes de cepas estrechas pero al poco alcanzan un porte de adultos. Son
árboles jóvenes, lozanos, y de alguna manera comprende que se trata de este mismo bosque hace eras,
pero a la vez no lo es, no es como este, es…bondadoso, no sabría definirlo de otro modo.
Después llegan ellos, una raza ya olvidada de pieles escamosas y miembros alargados, huyendo del
cataclismo que había destruido su hogar allende el océano. Esa raza encuentra el recelo y la hostilidad
de los pueblos que encuentra a su paso, así que acaba refugiándose en el espeso bosque, pálido remedo
de sus selvas nativas. En él erigen un imponente templo, y mediante hechizos y alquimias sus hechiceros
honran en él a antiguas deidades oscuras que habitan el interior de la tierra pero que ya eran ancianas
cuando esta no era más que una bola de fuego en el espacio. Sus plegarias buscan hacer converger en
el templo las fuerzas telúricas que como olas recorren la tierra para apropiarse de ellas y recobrar así el
esplendor perdido, pero una noche el torrente oscuro se desborda y escapa a su control, e imágenes de
destrucción empañan su sueño.
Pasa el tiempo pero el bosque permanece, incólume, y mientras las estaciones convierten el templo
en ruina ahora todo avanza más rápido: los cazadores incautos, el ejército sin miedo, los niños
perdidos…todos presa de la corriente oscura que los hombre serpiente encauzaron en infausta hora y
que hace del bosque un ser vivo cruel e insaciable, un vórtice que excreta las fuerzas nocivas de la tierra.
Una última imagen, más clara, de un hombre con capucha azul apoyado en un cayado que penetra
sin miedo en el bosque. Es un hombre acostumbrado a regir la naturaleza, pero lo que encuentra aquí
escapa a su control. Durante un día y una noche el hombre santo y el bosque corrompido luchan, hasta
que el druida cae al suelo con la cabeza inclinada, agotado, el cayado seco, sus manos marchitas. En el
sueño la imagen del caído se amplifica, el durmiente no quiere verlo y se debate, no quiere ver la cara
del otro, no quiere ver lo que el bosque le ha hecho, pero es inútil y el otro levanta la cabeza, y le
mira…y lo que le mira es el mal, el mal hecho carne…
Despierta chillando, pero no es su chillido el único. Una multitud se une al suyo, y con estupor
repara en el olor remanente de la carne asada, y piensa en el ciervo, pero no esa la carne que se quema.
Allá donde el claro acaba y los árboles les miran, una figura con una andrajosa capucha se yergue,
desafiante. A sus pies, una figura encorvada arde envuelta en llamas azules como la capucha del otro, y
sus gritos son el terrible contrapunto al silencio macabro del otro. El caos ha estallado a su alrededor
mientras los pictos corren de aquí para allá aterrados. Algunos se reagrupan a las órdenes del que lleva
el torque de jefe y se lanzan corriendo sobre el encapuchado blandiendo sus hachas y cuchillos. Este
levanta una mano y parece musitar una palabras, y al momento el grupo que se acercaba a él a toda
velocidad empieza a moverse más despacio, más despacio cada vez, como si nadaran en aguas
profundas, hasta que el tiempo se detiene para ellos.
Lo que hace mucho que dejó de ser un druida avanza por el claro envuelto en bruma, y ante los
chasquidos que hace con sus manos algunos de los pictos que huyen caen fulminados, unos blancos
como si les hubieran arrebatado toda la sangre, otros en extrañas posiciones con los huesos retorcidos.
El centinela que vigila a nuestro hombre apenas da un paso hacia delante cuando cae también,
retorcido, con los ojos vidriosos vueltos hacia el chico en una muda petición de auxilio. La figura avanza
hacia él, durante una fracción de segundo le mira, y al momento se desvía hacia el pequeño grupo que
resta de pictos que huyen por la espesura.
El joven se levanta, un grito ahogado pugnando por ser proferido, que le abrasa la garganta pero
que debe ser silenciado, porque sabe con certeza que si chilla ahora no podrá parar de hacerlo jamás, y
que ese grito le arrebatará toda la cordura.
Se da la vuelta y corre a trompicones hacia el final del claro, con las manos todavía atadas a su
espalda. Corre todo lo que puede, sin resuello, sin ver lo que tiene delante, hasta que tropieza y cae por
una pendiente. Rueda unos metros hasta que topa de bruces contra el fondo. Siente el sabor amargo de
su propia sangre cuando el profundo corte de su mejilla vuelve a abrirse .Se levanta tan rápido como
puede, sólo quiere correr, correr y escapar de esa cosa sin vida que le ha mirado. Cuando lo hace,

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observa en el suelo, a muy poca distancia de él, una mata de una flor dorada. Gira la vista y ve aquí
una, más allá otra, todo un prado de la hierba centaurea.
Ahora si grita, y a la vez se ríe. Ríe y grita mientras corre, porque ahora no hay flor que valga una
amada. No ahora que esos ojos le han mirado, insondables como los abismos, oscuros como el germen
de la noche que los vieron nacer.
Y corre, y sigue corriendo hasta perderse de vista, hasta salir de nuestras vidas, porque ya tiene lo
que el bosque da a los que le miran a los ojos, y ese bagaje no se pierde nunca.

Leif miró a Othar, extrañado. Toda la historia la había contado en un insólito tono monocorde,
carente de emociones, como evocándola de un recuerdo muy lejano. Pero las últimas frases habían
sido ahogadas, y al mirar a su anciano jefe comprende por qué: Othar, el asesino salvaje, el guerrero
frío, el hacedor de viudas, estaba llorando. Y al fijarse un poco más pudo observar como sus lágrimas
se deslizaban de sus ojos y formaban cascadas en la profunda cicatriz que surcaba su mejilla.

Mundo en tinieblas
Vidal Fernández Solano. Artista invitado

Tinker corría por los túneles como si le persiguiera el mismísimo diablo. Apenas si había tenido
tiempo de vestirse después de que aquel Vigilante Nocturno le despertase. Algo iba mal en la Gran Sala
Central. La vida de toda la comunidad dependía de que todo allí funcionara a la perfección, y él era el
encargado de que así ocurriera día y noche.
Mientras se detenía un segundo para ajustarse los cordones del calzado, su mente no dejaba de
lanzar hipótesis, frenética. El Vigilante no le había dado unas explicaciones más detalladas, solo que se
había producido un fallo en la Máquina Madre. Pensándolo bien, debía haber sido una avería muy
seria, pues no habían saltado las alarmas, como habría sido lógico. Sentía el sordo retumbar que la
Gran Máquina producía en el suelo y las paredes, esa vibración grave que los acompañaba cada minuto
de sus vidas. Era como el latido de un corazón gigante, un corazón que mantenía viva la comunidad, a
todos ellos.
Aceleró el paso, ya sólo distaba tres corredores del núcleo, cuando chocó contra Spear, la capitana
de los Rastreadores. Ambos cayeron al suelo y permanecieron un instante sentados, confusos,
mirándose sin comprender.
—¿A ti también te han convocado? —inquirió ella.
—Convocado no es la palabra correcta. Me reclamaron para que comparezca de inmediato. Algo
ocurre con la Madre. Y debe ser grave para llamarnos a todos en medio de la noche. Si te has dado
cuenta, las sirenas permanecen en silencio.
—Eso me desorienta aún más. ¿Qué tienen que ver los Rastreadores con una avería técnica?
Nosotros no nos ocupamos de esas cuestiones.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo Tinker mientras se incorporaba—, la respuesta nos
espera un poco más adelante. Vamos.
Un minuto después llegaron a la Gran Sala Central, que todo el mundo llamaba «el núcleo». Tinker
ya estaba acostumbrado al ambiente que reinaba allí, pero Spear no pudo por menos de quedar
fascinada ante la imponente mole que era la Madre. Se trataba de un sinfín de tuberías y mecanismos
traqueteantes, con una altura que superaba a la de diez hombres y más de doscientos pasos de
anchura. Pequeños chorros de vapor emanaban de vez en cuando de distintos puntos donde se unían
las tuberías. El vapor sobrante salía al exterior por un respiradero que habían horadado en el techo, en
una posición que se aproximaba al centro de la sala, y esto contribuía a hacer que el ambiente no
resultase tan sofocante allí. También se podía apreciar el olor a humo que imperaba en el ambiente.
Los muros de piedra y el techo se veían renegridos a causa del mismo. Según le habían explicado de
niña, esa máquina era la que les había permitido sobrevivir en las cloacas después de la Última
Catástrofe. Se encargaba de proporcionar aire limpio y cálido, además de energía eléctrica que hacía

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funcionar todo: las luces, los aparatos, las cocinas… En la parte trasera de la Madre existía una
habitación que Spear jamás había visitado, desde donde alimentaban las calderas que proporcionaban
la suficiente presión para que todo el proceso siguiera su curso con normalidad. La procedencia del
carbón que alimentaba las calderas sí se contaba dentro de los conocimientos de Spear. De sus
conocimientos y de su cometido. Parte de sus peligrosas misiones en el exterior tenían por objetivo la
localización y escolta de tan preciado material hasta la colonia.
Spear no sabía mucho acerca del funcionamiento de la Máquina, para eso estaban los Técnicos,
como Tinker, que se encargaban de que todo permaneciera en correcto funcionamiento cada segundo
de cada hora y de cada día.
Nada más entrar en la sala, la primera imagen que sus retinas percibieron fue el caos. Un número
anormalmente elevado de personas corría de un lado a otro, desesperadas, intentando estabilizar el
millón de lucecitas intermitentes que inundaban los tableros de control. En el centro, impartiendo
órdenes a diestro y siniestro, de pie delante de la mesa de control principal, se encontraba el
Comandante Senhow. A su lado, retorciéndose las manos con angustia, el jefe médico de la comunidad,
el doctor Sever. Ambos volvieron la vista cuando Tinker y Spear aparecieron a toda carrera en la gran
sala. Al llegar a unos dos pasos del líder, se cuadraron marcialmente y saludaron.
—Se presentan los oficiales Tinker y…
—Dejen el protocolo a un lado si no les importa. La situación es crítica, señores. La Madre ha
dejado de funcionar. No sabemos qué ocurre, pero las alarmas no han saltado y los circuitos de
purificación y distribución de aire se han detenido. Hemos puesto en marcha el generador auxiliar, pero
como todos saben, eso nos da apenas un día de margen. Si en veinticuatro horas no se restablece el
flujo de aire limpio y caliente, nos quedan dos opciones: morir aquí como ratas o salir al exterior y caer
bajo las garras de los Seres de las Sombras, y no creo que ninguno de nosotros ignore lo que eso
implica: una muerte cruel y dolorosa para después ser devorados por ellos.
El Comandante estaba en lo cierto. Todos bajaron la cabeza en silencio. Todos menos Tinker, que
agarró por un brazo a un técnico de los que correteaban por allí y le espetó un lacónico «Ven conmigo y
sujétame una luz. Trae una caja de herramientas. Rápido». Acto seguido se dirigió sin vacilar hacia un
lateral de la Madre, abrió una portezuela y ambos se internaron en los entresijos de la descomunal
maquinaria.

***

A medida que se deslizaba por el estrecho pasillo que servía de acceso a lo más profundo del
mecanismo de la Madre, mientras se escurría entre cables y tuberías que dejaban escapar ardientes
chorros de vapor, Tinker iba pensando en las posibles explicaciones a lo que había visto en la Sala
Central. Todo apuntaba en una dirección, pero por dentro esperaba estar equivocado. Si sus sospechas
eran ciertas, las implicaciones para todos ellos serían terribles. La existencia de la comunidad estaba
abocada a un impensable final.
Decidió que lo más sensato era no alarmarse antes de tiempo, y empezó a pensar sobre lo que le
habían explicado sus mayores. El día en que se vieron obligados a refugiarse bajo el suelo para no
perecer, como los demás. Como casi todos los demás. La Última Catástrofe.
Según le habían contado, un día el sol se oscureció. La inmensa mayoría de la población no había
tenido posibilidad de ser acogida en los refugios y sólo pudieron esperar y contemplar la muerte que se
les venía encima. El meteorito impactó contra la Tierra, no sin antes fraccionarse en varios pedazos de
kilómetros de diámetro. Todo quedó oscurecido por una densa niebla. Una niebla de polvo de carbono
que fue su fin… y su principio. Los pocos que habían sobrevivido en la ciudad se habían refugiado bajo
tierra, y habían aprovechado los sistemas de refrigeración y depuración ya existentes para poder crear
poco a poco todo lo que él conocía.
En el exterior, el polvo se había ido depositando a medida que el agua de lluvia lo había atrapado,
formando una gruesa capa negra y viscosa, que volvía a ascender impulsada por el viento cuando el sol
la secaba, saturando la atmósfera hasta hacerla irrespirable. Sin embargo, uno de los fragmentos del

233
meteorito había caído cerca de la ciudad, suponiendo una bendición, pues la Madre se alimentaba
precisamente del carbón que extraían de la inmensa mole.
Solo existía un impedimento: algunos de los supervivientes de la Catástrofe permanecían en el
exterior, aislados, y se habían convertido en infames depredadores que cazaban y devoraban todo lo
que se ponía a su alcance, incluyéndolos a ellos mismos. Eran los Seres de las Sombras, aunque todos
se referían a ellos como los Sombras.
Cuando necesitaban reaprovisionarse del preciado combustible, los convoyes tenían que ir
acompañados de una partida de Rastreadores para protegerles de los ataques de los Sombras. La
munición se había acabado años atrás, y ahora sus únicas defensas consistían en arcos, espadas y
cuchillos, a veces insuficientes para contener a las hordas de Sombras, que se apostaban y esperaban
sus incursiones al exterior. Por eso la Madre resultaba indispensable para sus vidas. Sin ella, la vida bajo
tierra no sería viable y abandonar la protección de los túneles… un escalofrío sacudió violentamente su
espalda. Mejor no pensar.
Mientras avanzaba a través de las entrañas de la Madre no había visto nada fuera de lo normal y
eso le inquietaba, las posibilidades se iban reduciendo. Cuando llegó al corazón del gigantesco
entramado, lo que sus ojos vieron le dejó helado.
—¡Oh, Dios! —exclamó, llevándose una ennegrecida mano al rostro—. ¡No puede ser!

***

—Lamento ser el portador de tan tristes noticias, venerados ancianos —estaban sentados en la Sala
de Reuniones, frente al Consejo de Sabios que regía la comunidad. Los cuatro se hallaban contritos por
lo que habían venido a comunicar. Tinker fue quien tomó la palabra, a pesar de ostentar menor rango
que el Comandante. Todos los presentes guardaban tal silencio que el sonido de sus respiraciones era
perfectamente audible—. La avería de la Madre es mucho más seria de lo que se creía. Una de las
piezas de la transmisión principal ha reventado por la presión y se ha deshecho en múltiples
fragmentos. Me temo que no es posible repararla.
Los ancianos cruzaron sus miradas unos instantes. Entonces el Presidente se puso en pie y habló en
nombre del Consejo.
—En innumerables ocasiones antes de hoy la Madre se ha averiado, pero se ha hecho lo obvio en
estos casos: repararla. A tal fin existe un almacén de repuestos que surten los Rastreadores en sus
partidas de recolección, cuando van a la Roca Negra ¿me equivoco?
—No os equivocáis, venerable —Senhow fue el que terció en esta ocasión—. De hecho, no
estaríamos ante sus excelencias sin haber intentado previamente llevar a cabo la reparación, como es
de suponer.
—¿Y bien?
—Dicha reparación no es posible. La pieza en cuestión no se halla en el almacén.
—¿Hemos de creer, entonces, que no disponemos de piezas de recambio para cualquier
eventualidad? —el tono del anciano fue acercándose a la indignación frente a lo que escuchaba— ¿Es
usted consciente, Comandante, de que la vida de la comunidad depende por entero de esa máquina?
No me refiero a mi vida ni a la suya, sino a la de todos: mujeres, niños… ¿Cómo es posible que no
dispongamos de esa pieza en concreto? Es SU responsabilidad —y le apuntó con un dedo en un gesto
acusador— mantener la Madre en funcionamiento, y eso incluye las piezas y el combustible que la
alimenta, Comandante. Espero que la explicación que nos ofrezca resulte satisfactoria.
—Lo es, venerado. Antes de la Última Catástrofe, cuando aún existían las fundiciones, sólo se
fabricaron dos piezas como esta de la que hablamos, la que regula el distribuidor principal del aire.
Cuando vinimos a vivir al subsuelo, conseguimos una de ellas y eso nos permitió construir la Madre. No
podemos fabricar otra pieza, no disponemos de medios materiales para hacerlo. Las instalaciones
requeridas son de gran dimensión, como sabéis, y ya no se encuentran en funcionamiento.
—Si existe una segunda pieza, la avería se puede reparar, pues.
—En efecto, dicha pieza existe. Pero se halla en otra máquina similar a la Madre. La de ellos. Se
encuentra en la Catedral.

234
Tras meditar unos segundos, los ancianos susurraron unas frases entre ellos. Tras unos gestos de
asentimiento, el Presidente volvió a tomar la palabra.
—Bien, Comandante, supongo que no tenemos muchas opciones. Y también doy por hecho que,
dado que hemos sido convocados de urgencia a tan intempestivas horas, será porque vienen con un
plan previsto.
—Así es, venerable. No nos queda más remedio que enviar un grupo de voluntarios para robar la
pieza. Será un grupo poco numeroso, no podemos igualar el armamento ni la fiereza de nuestros
enemigos. Habrá que hacerlo sin que se percaten de ello y a plena luz del día, que es cuando son más
vulnerables. He traído ante el consejo a estos tres valientes. El sol está a punto de salir, así que partirán
de inmediato junto con tres de nuestros mejores Rastreadores, quienes también se han ofrecido de
forma voluntaria a pesar de ser conscientes de que salen al paso de una muerte casi cierta. Antes del
ocaso deberán estar de vuelta. Si no es así… —con un movimiento de la cabeza desechó la idea que
tenía en mente— mejor no considerar la posibilidad.
Todos guardaron silencio nuevamente. El Comandante se devanaba los sesos intentando hallar una
mejor solución, pero ya le dolía la cabeza de darle vueltas al asunto y no dejaba de pensar en las
terribles consecuencias de lo que acababa de decir. Salir a recoger un cargamento de carbón suponía
arriesgar la vida, pero era necesario. Con cierta frecuencia, los Seres de las Sombras les habían atacado
y, a pesar de que los Rastreadores escoltaban los convoyes, el número de bajas le parecía demasiado
elevado. Pero eso era una cosa y entrar en la Catedral, que era la guarida de los Sombras, y robar la
pieza de su máquina, era otra bien diferente. Se trataba, en pocas palabras, de meterse dentro de la
boca del lobo. De un lobo muy hambriento y sanguinario.

***

Una helada llovizna los acogió cuando salieron a través de un enorme desagüe protegido con unos
gruesos y oxidados barrotes. El cielo plomizo no presagiaba nada bueno, pensaba Spear mientras se
cercioraba de que no había peligro cerca de la salida. Habían elegido un lugar que distaba unos escasos
cientos de metros del límite de la ciudad. «De lo que queda de la ciudad» se corrigió. Lo que sus verdes
ojos contemplaban eran unas ruinas que poco a poco se iban desmoronando, un triste rastro de una
civilización barrida de la faz de la Tierra. No se apreciaba movimiento alguno, excepto algún retazo de
basura que el viento arrastraba sin mucho afán.
A una señal de su mano, los tres Rastreadores saltaron fuera del tubo y se apostaron, tensado sus
arcos. Tinker y Doc se agazaparon detrás de ella, chapoteando en la masa de lodo negro, semilíquida.
—Debemos entrar por allí —Spear señaló con un dedo una amplia avenida sembrada de restos de
vehículos por doquier, invadida por hierbas de gran altura. Tinker sintió un escalofrío pero no supo
distinguir si era por el viento gélido o por lo que les esperaba más adelante—. En menos de media
hora, si no hay contratiempos, llegaremos a nuestro objetivo.
«Si no hay contratiempos». El eco de las palabras resonó en la cabeza de Tinker, mientras los otros
comenzaban la aproximación. En su interior, algo le decía que los iba a haber. Aferró la espada que le
habían dado para sentirse más seguro. Mientras echaba a andar, alzó la vista hacia los edificios
horadados por oscuros agujeros donde antaño hubo ventanas acristaladas. Le pareció distinguir un
reflejo metálico en una de ellas.

***

Dentro de la ventana del edificio, un crepitar áspero salió de un antiguo y sucio walkie-talkie.
—Capitán, acaba de salir una partida. En el sector sur-sureste. Ocurre algo anormal. No es un
convoy habitual. Son solo seis. Se dirigen hacia la ciudad. Cambio.
—¿Hacia la ciudad? ¿Estás seguro? Cambio.
—Seguro, capitán. Los tengo delante de mis propios ojos. Y a tiro. Preciso órdenes. Cambio.

235
El capitán Dileh se volvió un instante y con solo una mirada interrogó a los otros oficiales que le
acompañaban en la Sala de Mandos. Sus rostros reflejaban un mudo asombro por lo que acaban de
escuchar.
—Nuestros «amigos» no habían osado internarse en nuestro territorio desde hace décadas —
intervino uno de ellos—. Esto indica que algo especialmente grave sucede.
—Nunca antes se ha establecido comunicación alguna entre ellos y nosotros —replicó el capitán—.
Desde el día de la extinción masiva, hemos conseguido mantenerlos a raya. De hecho, la directriz es
clara y precisa en ese punto: la aniquilación debe ser inmediata. Sin embargo…
—¿No pretenderás infringir la norma y permitir su paso? Eso te costaría tu puesto y quizás… la vida
—observó el oficial de mayor edad.
El capitán no pareció molestarse por la observación.
—Claro que no. Lo que iba a decir es que si los eliminamos ahora no podremos averiguar qué es lo
que les ha impulsado a tan temeraria iniciativa. Y ahí puede estar la clave para su extinción total. Hasta
ahora han resistido atrincherados bajo el suelo, pero puede que el momento que tanto hemos ansiado
nos sea entregado en bandeja —pulsó la tecla de intercomunicador—. Déjenlos pasar, soldado. Corto y
cambio. Veamos qué se les ofrece a nuestros… vecinos.

***

A medida que avanzaban por las desiertas calles se les hacía más difícil sortear el cada vez más
elevado número de bloques de chatarra que dificultaba su progresión. Restos de vehículos
abandonados se amontonaban por todas partes, como fósiles que delataban la huella de un dinosaurio
extinguido hace tiempo. La naturaleza se había enseñoreado poco a poco del territorio que le había
sido arrebatado, las plantas crecían a sus anchas sobre el rico sustrato que constituían la capa de polvo
y la basura esparcida por todas partes. Spear se detuvo en seco y levantó una mano. Todos quedaron
inmóviles como estatuas, sin atreverse a respirar.
—Me parece haber escuchado algo —dijo ella, y permaneció unos instantes con su fino oído alerta.
Cuando se hubo cerciorado de que todo era normal, les indicó que debían seguir adelante—. Estad
atentos, quizás solo ha sido un gato o un perro, pero es mejor no descuidarse. Ya estamos cerca. Es por
ahí —y señaló una oscura y estrecha callejuela.
—¿No podemos tomar otro camino? —Tinker se estremeció ante la posibilidad de atravesar aquel
angosto callejón encerrado entre altos edificios—. Eso está lleno de basura y hoy el día está tan
nublado que casi no se ve.
—Nuestro tiempo es muy limitado —terció Sever—. Hemos de restablecer el funcionamiento de la
Madre lo antes posible y cada minuto que permanecemos en el exterior corremos un grave peligro, así
que lo mejor es seguir adelante. La duda puede suponer un error fatal.
Los Rastreadores ya se habían internado para inspeccionar el terreno y les hicieron una señal,
apremiándoles a seguir tras de ellos. Con escaso convencimiento, se adentraron en aquel hostil paso.
Tinker se movía con sumo cuidado por entre la basura. Restos de cajas metálicas y de plástico,
además de todo tipo de desechos que prefería no identificar, se empeñaban en obstaculizar su avance.
Le parecía oír cómo las ratas correteaban por debajo de toda aquella mugre. Unos hierros oxidados
chirriaron cuando intentó apartarlos. Spear se giró, contrariada.
–¡Shhhhhhhh! ¡No hagáis ruido o seremos un blanco fác…
Una saeta se estrelló contra la pared, cerca de su cabeza.
—¡Agachaos! ¡Poneos a cubierto! ¡Nos han localizado!
Sin saber muy bien de dónde habían salido, un grupo de cuatro Sombras se les echó encima,
vociferando y gruñendo como animales salvajes. Llevaban el rostro cubierto por máscaras antigás, de
tal forma que no podía verse su deformidad. Tinker jamás había contemplado el rostro de ninguno de
ellos, pero le habían contado auténticas atrocidades acerca de las monstruosas malformaciones que
padecían aquellos seres ataviados con harapos, que una vez habían sido humanos. Empuñó la espada,
decidido a no tener que quitarles la máscara. Al menos mientras estaban vivos.

236
Cuando el primero de los Sombras llegó a la altura de Tinker, Spear desenvainó su espada, dio un
salto inverosímil y se colocó entre ambos. Con una rapidez y una habilidad que dejaron pasmado al
Técnico, antes de darle siquiera tiempo de abrir la boca por la sorpresa, atravesó el vientre del enemigo
y giró la muñeca, agrandando el corte por la torsión. Un río de sangre brotó del orificio, seguido por los
intestinos del Sombra, que cayó muerto prácticamente al instante.
—¡Corred, insensatos! ¡Corred si queréis permanecer vivos!
Tinker y el doctor se lanzaron a una huida frenética entre desperdicios y escombros, apartando sin
orden todo aquello que se encontraba en su camino. El avance no era muy rápido, pero ambos se
afanaban en ganar unos metros de forma desesperada.
En ese momento, uno de los Rastreadores lanzó un grito que les puso el vello de punta. El siguiente
de los Sombras le había clavado un trozo de cristal puntiagudo en la base del cuello, sobre un hombro,
y se había abalanzado sobre él, levantándose la máscara lo suficiente para poder morder su carne.
—¡Muere, hijo de puta! —el otro Rastreador disparó una flecha que atravesó la garganta del
enemigo, el cual permaneció un instante con el trozo de carne sangrante que colgaba de su boca antes
de desplomarse sin vida. En la conmoción, los otros Sombras se escabulleron por el oscuro portal del
edificio contiguo.
Doc desanduvo varios metros y se agachó junto al Rastreador herido, de cuyo cuello brotaba un
pequeño géiser de sangre.
—Me temo que no podemos hacer nada por él. Ya ha traspasado la línea.
—No hay tiempo, que perder, entonces —dijo Spear, resuelta—. Es cuestión de minutos que
vengan más. Y no serán solo dos. Sigamos adelante. ¡Vamos! —gritó a Tinker, que se había quedado
paralizado viendo a su compañero desangrarse por momentos. El grito le sacó de la inmovilidad y le
obligó a seguir a sus compañeros, horrorizado por lo que acababa de presenciar.
Cuando abandonaron la calleja por el otro extremo, Spear se volvió y le encaró.
—Espero que esto te sirva de lección —espetó a Tinker, reprobándole su falta de cuidado—. En
adelante no quiero que nadie toque nada. Rodead los obstáculos o pasad por debajo. Lo que queráis,
pero si alguien vuelve a cometer una indiscreción yo misma me encargaré de que lo lamente.

***

Apenas unos minutos después llegaron a su destino. Frente a una enorme plaza que ahora
semejaba un maizal, se alzaba, imponente y majestuosa, la Catedral. El enorme pórtico con sus
imágenes talladas y las enormes puertas de madera impresionaron sobremanera a Tinker. Las altas
torres culminadas por pináculos parecían alcanzar el cielo. El rosetón de vivos colores lo cautivó con su
belleza. Jamás habían visto nada igual. En las escasas veces que había salido al exterior siempre había
sido para buscar entre la chatarra piezas que resultasen útiles y aprovechables para el almacén de
repuestos. Jamás se había adentrado en la ciudad. Ni en sus sueños podría haber imaginado la
existencia de algo tan bello como el edificio que tenía delante.
La Catedral contrastaba con las construcciones circundantes no sólo por su magnificencia, sino por
un detalle que no se le escapó a Tinker: su perfecto estado de conservación. Erigida en el centro de un
mar de ruinas, se alzaba poderosa con sus cristales y puertas intactos. El deterioro no se había
adueñado de su fachada aún. Todo el conjunto parecía irradiar un halo de magnetismo que subyugó al
mecánico hasta dejarle sin respiración.
—Ya puedes pestañear —subrayó Spear—. Aquí es donde acaba nuestro viaje.
Él la miró unos instantes, sin comprender. Entonces formuló la pregunta que revoloteaba por su
mente.
—¿Cómo es posible que se encuentre en tan excelente estado de conservación? ¡Todo se ha venido
abajo con el tiempo! Y ahí está, ajena a la destrucción circundante.
—Yo diría que la respuesta es obvia —intervino Sever—. Se conserva así porque la cuidan. Ellos,
quiero decir.
—¿Los Sombras? —Tinker no podía creer lo que acababa de oír—. ¿Por qué?
—Muchos de ellos viven ahí. No lo olvides.

237
—Aun así, me cuesta creer que unos seres tan infames como los que hemos visto sean capaces de
llevar a cabo una labor tan… primorosa y delicada. No lo comprendo.
—Hay muchos aspectos de ellos que desconocemos —contestó Sever—. A veces las cosas no son
como parecen.
—¡Dejaos de cháchara y sigamos! —Spear refunfuñó, como si la conversación la hubiese molestado
de algún modo.
—Pero Spear, solo estábamos…
—¡No me interesan vuestras disertaciones filosóficas! Hemos de entrar ahí y llevarnos la pieza.
Cuando estemos de regreso, podéis teorizar tanto como os plazca. Mi deber es llevaros de vuelta con la
pieza. O solo la pieza, si es preciso.
Tinker y Sever cruzaron una mirada y, tras encoger los hombros, siguieron a Spear y a los otros
Rastreadores.
Unos incrédulos ojos seguían su pequeña comitiva desde una de las ventanas de la Catedral.
—No me lo puedo creer —murmuró Dileh a sus compañeros, acompañando la aseveración con un
movimiento de cabeza—. Vienen directos hacia nosotros. Bien. Señores, a sus puestos. Les estaremos
esperando. Con gusto.

***

La débil luz que se filtraba a través de los coloridos ventanales, perfilaba las partículas de polvo que
flotaban en el ambiente. Dentro de la Catedral reinaba un silencio inquietante. Sólo el lejano rumor del
funcionamiento de una gran maquinaria llegó hasta sus oídos. Los cinco se detuvieron un instante
después de traspasar el umbral de la pequeña puerta lateral. Spear y los Rastreadores no podían
ocultar su nerviosismo, pues no habían encontrado ninguna vigilancia en los accesos, que era lo que
habrían esperado.
—Es posible que no reciban visitas a menudo —especuló Sever—. Por ese motivo son tan
confiados. También puede que su naturaleza salvaje impida su organización.
—No digas tonterías, Doc —Spear se revolvió como una leona—. Son humanos como nosotros. Una
cosa es que hayan recurrido a cualquier método con tal de asegurar su supervivencia y otra muy
distinta que no tengan vigilado su cuartel general. Aquí pasa algo extraño. Mi instinto se ha vuelto loco
y grita como una sirena.
—Lo que está claro es que desorganizados no son —apostilló Tinker—. Ya habéis visto qué bien
cuidada tienen la fachada del edificio. Nos queda por ver el interior.
—No son tonterías —replicó el doctor—. Esos seres son más activos por la noche que por el día, y
tú lo sabes. Quizás simplemente estén durmiendo, pues acaba de amanecer.
—O aún no han vuelto de su cacería. En todo caso, procedamos con extremo cuidado. Una
emboscada ahí dentro sería letal para nosotros. Y para todos los nuestros. Y esta vez no quiero ningún
descuido —y miró de reojo a Tinker.
Una vez dentro, la tensión de Spear aumentó hasta el máximo. No podía creer que nada
entorpeciera su camino. La nave se encontraba llena de los objetos más dispares, que yacían
desperdigados sin orden ni concierto, pero no se veía ningún rastro de vida. Decidieron avanzar bajo la
protección de la penumbra de la galería lateral, para pasar desapercibidos a cualquier mirada
insospechada.
La Máquina se hallaba al fondo de la Catedral, y ocupaba toda la parte trasera del crucero. Inmensa
como la suya propia, llena de luces, tuberías y esferas luminosas con agujas que se movían
constantemente. Lo que más impactó a Tinker fue el escaso ruido que emitía, comparado con su propia
Máquina. No podía explicarse cómo era posible hacer funcionar semejante ingenio de una forma tan
silenciosa.
No bien hubieron llegado a su lado, Tinker susurró:
—Hemos de encontrar una entrada al interior. Todo mecanismo necesita un mantenimiento y debe
ser reparado cuando se avería. Si no se encuentra en el frente, buscaremos en los laterales.

238
La hallaron en poco tiempo. Una portezuela de poca altura situada en el flanco derecho de la
enorme maquinaria. Tinker encendió una vieja linterna que aún funcionaba y se la tendió a Spear.
—Será mejor que entremos todos. Llamaremos menos la atención. Seguid mis pasos. Y no toquéis
nada.
Curiosamente, el interior del engendro mecánico se asemejaba mucho al de su propia Máquina.
Tinker pensó que probablemente en el momento de su construcción las mentes que concibieron
ambos ingenios se hallaban más cercanas de lo que ahora se hallaban ambas comunidades. En el
fondo, dedujo, probablemente no eran tan diferentes.
Apenas diez minutos después se hallaban frente a su objetivo.
—No es difícil desconectar la pieza, aunque pesa un poco —explicó Tinker a sus compañeros—. Sin
embargo, todo dejará de funcionar al instante, así que preparaos para salir corriendo antes de que se
generalice la alarma y esto se infeste de Sombras. Tenemos escasos minutos para desaparecer entre las
calles. Yo portaré la pieza. He traído unos correajes para fijarla a mi cuerpo. Pero eso será en el
exterior. No podemos permanecer aquí cuando la Máquina se pare. ¿Listos?
Todos asintieron. Los músculos se tensaron. Tinker comenzó a aflojar pernos sin soltarlos para que
el mecanismo prosiguiera su funcionamiento el máximo tiempo posible. El sudor empapaba su frente a
causa del esfuerzo y de la tensión.
—¡Ahora! —gritó, y con un golpe seco la pieza se desprendió de su lugar. Cuando se giró para salir
corriendo, los otros ya habían llegado a la portezuela de salida y le esperaban.
—¡Rápido! —Spear le apremió—. ¡Hacia la salida lateral!
Tan rápido como sus piernas les permitieron, llegaron hasta la puerta. Tinker, demostrando su gran
habilidad se había ajustado la pieza a la espalda mediante unas correas semejantes a las riendas y la
brida de un caballo. A punto estaban de abrir la puerta cuando una autoritaria voz se elevó a sus
espaldas.
—¡Un momento, amigos! No pensaréis marchar sin despediros antes ¿verdad? Eso sería una
auténtica descortesía por vuestra parte.
Al volverse, vieron al capitán Dileh allí plantado, con aire de superioridad. Junto a él, una veintena
de soldados con los rostros cubiertos. El del capitán no lo estaba, y Tinker no pudo evitar una náusea al
contemplarlo, extraño y retorcido.
Durante unos momentos, la escena permaneció suspendida. Nadie se movió. Los soldados Sombras
iban armados con espadas y cuchillos, como ellos. De repente, Spear desenvainó su espada.
—¡Corre, Tinker! ¡Nosotros los contendremos! ¡Vuela, muchas vidas dependen de ello!
Los Sombras se abalanzaron sobre ellos. Spear, los Rastreadores y Sever contuvieron el primer
envite. Mientras tanto, Tinker llegó a la puerta y salió al exterior, en tanto que el capitán Dileh gritaba:
—¡No los matéis! ¡Los quiero vivos! ¡Que no escape ninguno de esos malditos mutantes!
Ya en el exterior, Tinker corrió tan veloz como en su vida lo había hecho. Detrás de él se elevaban
amenazadores los pasos de sus perseguidores.
En su cabeza resonaba el eco de las palabras del capitán Sombra.

El prisionero de la celda 83
Ezequiel Cabanelas. Selección AP2015

Jason Lamm deja atrás unas rejas altas y negras, se interna en el silencioso patio de Rockbridge.
Siente los nervios de su primer encargo como periodista, recién ingresado en el Folson Evening Star. No
es la primera vez que está en una prisión de máxima seguridad, si bien ese detalle de su biografía se la
ha negado al mundo, y sobre todo a su jefe, el señor Todd, editor jefe del Star.
Más que sorprenderlo, el encargo de Todd fue la oportunidad que cualquier joven esperaría. Si bien
lo lacónico de la comunicación le resultó extraña. Debes ir a Rockbridge prison, había dicho Jeff Todd, y

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cubrir la liberación de un detenido. Allí te darán todos los datos del caso. Eso fue lo único que el jefe
dijo.
El atardecer produce sombríos claroscuros y amenazadores conos de sombra. El patio está desierto
y desde las ventanas de gruesos barrotes llegan hasta él los inequívocos sonidos de los prisioneros.
Se detiene en una puerta de acero pintada de verde, frente a la cual un guardia lo está esperando.
Sin una palabra lo hacen pasar y lo conducen por una serie de pasillos hasta una oficina, amplia y
abundantemente iluminada. Lo recibe un hombre de cuarenta y tantos años, alto y robusto. Y aunque
el semblante de aquel hombre es afable y su sonrisa es agradable, Jason adivina que el verdadero
estado de ánimo del hombre es de desesperación. El sujeto le hace una indicación para que se acerque,
esperándolo de pie. Jason nota una enorme Biblia en el escritorio, bajo la lámpara. Está cerrada, es de
tapas negras y los cantos de las hojas doradas. No sabe por qué pero la visión de aquel artefacto le
provoca una impresión desagradable.
El guardia desaparece, cerrando la puerta.
—Buenas tardes —dice el hombre, extendiendo la mano—. ¿Jason Lamm, supongo?
Él asiente, estrechando su mano grande y nudosa.
—Bienvenido a Rockbridge Prison. Mi nombre es Gregory Lyons, y, como ya te has imaginado, soy
el alcaide.
—Mucho gusto, señor.
—¿Es su primera vez en una prisión?
—Sí —responde Jason, forzándose a mirar al carcelero a los ojos.
Lyons le indica que tome asiento, y luego hace lo mismo. Detrás de la silla del alcaide una amplia
ventana deja ver el patio, ya casi anochecido.
—Entiendo que es su primera asignación en el Folson Star.
—Sí, así es —dice Jason, algo extrañado—. ¿Cómo sabe?
Lyons lo mira largamente y sonríe.
—Conozco a la mayoría de los periodistas allí, y sobre todo a Jeffrey Todd, un viejo amigo.
Se produce un silencio, interrumpido por el alcaide.
—Exactamente ¿qué es lo que te explicaron sobre Leo Kowalsky?
—¿Sobre quién? —responde Jason y el alcaide sonríe levemente.
—Así se llama el preso que va a ser liberado. El célebre prisionero de la celda 83.
Jason desvía la vista, contrariado. Comprende que ha quedado como un imbécil.
—Disculpe, señor Lyons —se disculpa el joven—. No me proporcionaron información...
—No hay nada que disculpar. Me parece perfecto —Lyons sonríe a medias. El alcaide y el joven
permanecen unos instantes mirándose en un incómodo silencio.
—¿Crees en dios, Jason?
—¿Perdón? —el joven lo mira, frunciendo el ceño. No se esperaba una pregunta de ese tenor, no
en ese lugar.
—Si crees en dios —los ojos de Lyons lo miran inquisitivamente.
—Supongo que sí... Quiero decir, fui criado en una familia devota, que todos los domingos iba a la
iglesia.
—Pronto descubrirás que la fe es importante aquí, en Rockbridge. Tal vez más importante que allá
fuera. Por eso te pregunto de nuevo, y es una pregunta de suma importancia ¿Crees en dios, Jason?
El joven no entiende la insistencia. Tose una vez, se aclara la garganta, removiéndose incómodo en
su asiento.
—Honestamente, no sabría cómo responderle, señor —termina por decir, con dificultad y voz
ronca.
Lyons lo mira unos instantes, algo despreciativamente, dando a entender que aquella no fuera la
contestación que esperaba.
—Una prisión de máxima seguridad es un mundo aparte, con sus propias reglas, sus leyes y sus
dioses; los cuales venimos a ser nosotros. Nosotros somos los ángeles del señor y ellos, los prisioneros,
son demonios. Nosotros impartimos la justicia de dios, la que el señor predicó, a esos pecadores. Y no
lo hacemos esperando que vuelvan a la senda del bien, no. Para la mayoría de ellos ya es demasiado

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tarde. No señor; nuestra función es separarlos del resto de la sociedad, impedir que su semilla del mal
se esparza entre los hombres de alma pura. Y lo hacemos no por piedad sino combatiendo al demonio.
Porque el demonio existe, joven Lamm. Es tan real como nuestro salvador.
Lyons habla como un predicador, lo cual no agrada en nada a Jason. Él ha conocido a unos cuantos
de ellos, con sus palabras grandilocuentes y sus falsas promesas. En realidad, no cree en dios. Todo el
concepto le resulta absurdo. El alcaide lo contempla fijamente. Parece estar haciendo una pausa
calculada.
—Hay una razón por la cual no sabes nada de Leonard Kowalsky, joven Lamm —dice Lyons y el
joven lo mira fijo—. Yo se lo solicité a mi viejo amigo Jeff Todd. Le pedí que me enviara un joven recién
ingresado, que no conozca nada sobre el caso y, además, que me lo enviara, como si dijéramos, en
ascuas sobre todo el asunto. De todas formas, tú serás el único periodista. Hice lo imposible para evitar
la presencia de periodistas, pero el Gobernador me obligo a que hubiera uno al menos. Y entonces
pensé en mi amigo Todd. Fuera de eso, estaremos Turner, el jefe médico y quien atendió
personalmente al prisionero. Estará Jones, el secretario del Gobernador, tú y yo, a más de los guardias.
Nadie más.
—No entiendo cuál es la razón de tanto secretismo —dice Jason.
—Una muy buena —contesta el alcaide, poniéndose de pie. Se dirige hacia un archivero, de tres
pisos y color plateado. Descorre la gaveta superior y busca entre los archivos—. Leo Kowalsky, asesino
múltiple. Cometió tres homicidios, una familia, en nochebuena. Iba disfrazado de Santa Claus,
escondiendo un hacha en la bolsa; ingreso en la casa de la familia Manners, asesinando a Bill, a Lucinda
y a la pequeña Mary Ann. Luego de lo cual, cenó en la mesa familiar, donde sentó los cadáveres
mutilados. Y así lo halló la policía, convocada por los vecinos que habían escuchado los gritos. Kowalsky
no se resistió, estaba a todas luces enajenado. Suerte para él que en el estado no hubiera pena capital,
sino hubiera merecido la silla eléctrica; o mejor el cadalso, ya que la silla llegó después. En todo caso,
fue encontrado culpable de triple homicidio, calificado por alevosía. Se lo condenó a ciento cincuenta
años, es decir a tres cadenas perpetuas de ese entonces, sin posibilidad de apelación ni libertad
condicional.
Jason observa al alcaide, revolviendo en el archivero, y lo escucha con perplejidad creciente. No
quiere interrumpirlo. Lyons encuentra la carpeta y la extrae. Las tapas amarillas lucen ajadas. Vuelve al
escritorio y se sienta.
—Hay una cosa que no comprendo —pregunta Jason.
—¿Y qué es? —responde el alcaide, sin levantar la vista.
—Usted dijo que Kowalsky fue sentenciado a ciento cincuenta años, sin libertad condicional. Pero
entonces sí le otorgaron la libertad condicional.
Lyons levanta la vista y lo mira sonriendo.
—Me alegra comprobar que usted escucha, joven Lamm. La respuesta es que la sentencia se ha
cumplido sin desviaciones.
Jason sonríe y, ante la expresión pétrea del alcaide, frunce el ceño.
—Pero eso es imposible... Digo, de ser cierto, usted me quiere decir que Kowalsky ha estado
preso...
—Ciento cuarenta y nueve años, once meses y trescientos sesenta y cuatro días. Pero también hay
que tener en cuenta que tenía veintitrés años cuando cometió los homicidios, de manera que estamos
hablando del hombre más longevo del mundo. Leonard Kowalsky tiene ciento setenta y tres años de
edad. Y a las doce horas de esta noche, su sentencia estará cumplida y nos veremos obligado a liberarlo
—dice Lyons, todo de corrido y sin mosquearse; como si no fuera la primera vez que lo dijera, que
estableciera a boca de jarro aquel hecho tan asombroso como insensato.
Ambos se miran fija y detenidamente. El joven sacude la cabeza, sonriendo con incredulidad.
—Es imposible —sentencia.
El alcaide extrae una hoja del expediente y se la alcanza al joven. Es la primera hoja de la ficha del
prisionero, ajada y amarillenta. Escrita a máquina, en una tinta ya casi invisible, hay una foto en blanco
y negro, muy vieja, donde un joven de rostro siniestra mira a la cámara muy serio, casi

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inexpresivamente. Jason revisa la fecha y enarca las cejas, mirándolo a Lyons; quien vuelve a asentir,
respirando hondo.
—El caso Kowalsky es el secreto mejor guardado del servicio penitenciario, y, por caso, del
gobierno de los Estados Unidos. Muy poca gente ha tenido ese papel en su mano, así que puede
sentirse un privilegiado, joven Lamm.
—Aun así, es imposible —exclama Jason, quien devuelve la ficha, luego de revisarla al derecho y al
revés.
—Eso dependerá del punto de vista con respecto a quién es el prisionero, de su real identidad.
—¿Y quién cree usted que es?
—No es un hombre común, eso puedo decirle —contesta el alcaide, tras respirar hondo—. Ningún
hombre podría vivir tantos años, creo que ese hecho es de toda lógica.
—¿Y entonces quién es? —pregunta Jason.
Gregory Lyons suspira, desviando la vista y fijándola en la Biblia de tapas negras, por primera vez.
Parece buscar ayuda en sus bordes dorados y en el recuerdo de sus páginas, tantas veces transitadas.
Y es entonces, e inesperadamente, que el hombre calza sus ojos marrones sobre la humanidad
estremecida del joven.
—Creo... No, estoy seguro, de que es el diablo.
Jason abre los ojos, desconcertado.
—¿Perdón? Acaba de decir...
—Dije que Leonard Kowalsky es el diablo —Lyons lo mira muy fijo, con el rostro lívido, hablando
rápido y sin pausa —Se ha hecho carne y ha soportado este presidio solo para demostrarnos que
existe, que él es tan real como nuestro señor. Eso es lo que creo, Lamm. Y se lo digo no porque espere
convencerlo, sino para que entienda la gravedad de lo que estamos por hacer. Si él es el diablo, a las
doce de la noche lo liberaremos al mundo.
Pero el joven periodista no está listo aún para dejarse arredrar en delirios demonológicos.
—Si Kowalsky es el diablo, ¿por qué no escapó? ¿Para qué estar preso todos estos años, si en
cualquier momento podía simplemente salir por la puerta, sin que nadie pudiera evitarlo?
—Porque quiere que sepamos que es él ¿Qué mejor prueba de su existencia que este letargo
imposible? Nadie podrá negar su existencia, una vez que lo dejemos ir y que la noticia se sepa.
Jason lo mira atónito. El alcaide presiona un interruptor en el escritorio, y pocos instantes después
se abre la puerta y reaparece el guardia, el mismo que lo condujo a la oficina.
—Pero va a tener la oportunidad de conversar con él, Jason. Tendrá una hora para hablar con
Kowalsky, para que saque sus propias conclusiones. También hablará con el doctor Turner, y estará
presente al momento de liberarlo —Lyons mira al guardia, por encima del hombre del joven periodista
—Todo tuyo, Mikel —lo mira entonces a Jason—. Nos veremos después, joven Lamm.
El joven se acerca y le da la mano, saludo correspondido por el alcaide.
—Ahora que ya conoce la historia —dice Lyons— le pido tan solo reserva a la hora de escribir su
historia.
—La tendré —asegura Jason.
—Eso espero —responde el hombre y el periodista sale de la oficina.

Una hora transcurre desde la conversación con el alcaide. Jason ha esperado su turno para hablar
con Kowalsky. Ahora está en el patio de la prisión, fumando un cigarrillo. Lo acompaña Mike, el mismo
guardia que lo recibió y que durante la hora que pasó le enseño los alrededores de Rockbridge.
El patio está iluminado abundantemente y en el alto muro perimetral se alzan atalayas de
vigilancia. El joven fuma intranquilo. Ya le ha ofrecido un cigarrillo al guardia, que lo rechazó con un
movimiento de cabeza. Mira el cielo, nublado completamente. Un viento leve y húmedo le agita el
pelo.
—Parece que va a llover —dice Jason. Mike escruta el cielo con ojo avizor.
—Van a llover gatos y perros —dice el guardia.

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—¿Usted qué piensa de todo esto? —pregunta Jason, exhalando una bocanada profunda. El
guardia lo mira con cara de pocos amigos.
—¿Sobre qué?
—Acerca de Kowalsky —dice Jason, y no puede evitar sonreír. El guardia lo mira con severidad, y el
joven agrega —El alcaide piensa que es el diablo.
Mike desvía la vista y se reacomoda. No expresa atisbos de sorpresa, por lo cual el joven asume que
ya conoce la Teoría Lyons.
—¿Usted qué piensa? —pregunta Jason—. ¿Es o no el diablo?
El guardia continúa con la vista perdida en algún punto distante. Parece estar meditando, tras lo
cual vuelve la vista al joven.
—No me pagan por pensar —dice con voz algo ronca—. Tan solo por ocuparme de los prisioneros,
y eso es lo que hago.
—No lo dudo. Y dígame, Mike, ¿cuánto hace que le pagan por ocuparse de los prisioneros?
—Veinticinco años.
—¿Y Kowalsky ya era prisionero de esta institución? —pregunta Jason, y el hombre demora un
parco y solitario asentimiento. El intercomunicador emite una señal y el guardia habla unas palabras
con alguien, tras lo cual lo mira al joven.
—El doctor Turner lo recibirá ahora, si gusta acompañarme.
—Vamos —responde Jason, poniéndose de pie y arrojando la colilla al suelo.
Nuevo periplo por las entrañas calcinantes de Rockbridge. La prisión está envuelta de una calma
anticipatoria de tormenta. Son las ocho y media, los presos están cenando en el comedor. La oficina de
Turner, pequeña y desordenada, está cerca del comedor, por lo cual se escuchan las risas y los gritos de
los prisioneros.
—No hay mucho que pueda decirle acerca de Kowalsky —dice el médico.
Turner tiene poco más de cuarenta años, rostro grande y enrojecido. Es flaco y alto, flemático, y sus
manos de dedos enflaquecidos tamborilean con una lapicera, haciendo invisibles malabares. Se lo nota
nervioso al tener que hablar del prisionero.
—Puede decirme si cree que tiene ciento setenta y tres años de edad —dice Jason, y Turner desvía
la vista, multiplicando sus malabares.
—Mire, Lamm, no sé qué decirle. Dicho así, es algo que desafía toda lógica fisiológica y científica.
—¿No podría tratarse de un caso de longevidad extraordinaria?
—Sería una explicación plausible, ¿no? Demasiado inverosímil pero aceptable a la vez. Lo pensé, no
se crea que no; quise creerlo, e incluso llevé a cabo ciertos estudios para intentar determinarlo. Era
joven en ese entonces, y no estaba dispuesto a admitir explicaciones que rozaban el ridículo, o la
superstición; que son la misma cosa.
—¿Y qué pasó? ¿Lo ganó la superstición?
—Los estudios no fueron concluyentes —responde Turner, sin darse por aludido—. No hay razones
para semejante longevidad, desde el punto de vista clínico. Quiero que quede muy claro que Leonard
Kowalsky debió morir hace muchos años, y de causas naturales. No hay razones fisiológicas para que
no lo haya hecho. Su permanencia en el mundo de los vivos es un misterio que desafía los principios de
la ciencia médica, ¿comprende?
—Comprendo —dice Jason, algo turbado.
—Debe tener hambre. Si lo desea, puede ir al comedor. Ya deben haber terminado de cenar los
prisioneros.
—¿No me acompaña?
—Me encantaría, pero debo ir a hacerle la visita a nuestro prisionero estrella. La última inspección,
por cierto.
—Ya que lo menciona, ¿cómo se encuentra Kowalsky?
—Su organismo es una maquinaria que sencillamente está dejando de funcionar. Me asombra,
bueno, ya se lo mencioné, cómo es que puede seguir viviendo. Apenas puede moverse... pero bueno,
es mi trabajo.
Jason se levanta y saluda al doctor, agradeciéndole su atención.

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—Supongo que ahora hablará con él —dice Turner, y Jason asiente.
—Creo que sí —responde éste.
—Le doy un consejo: no le diga nada personal, y no le haga caso a las cosas que dice. No sé si
Kowalsky es el diablo, pero sí sé que no es humano, estrictamente hablando. Hay algo en él que es...
ajeno.
Jason sale de la oficina, entonces Mike le dice que los prisioneros ya están en sus celdas, y que si
quiere puede cenar. El joven asiente y se deja llevar al comedor.
Este es un enorme recinto, pintado en dos franjas —igual que el resto del interior de Rockbridge—,
la inferior verde oscura, y la superior blanca. Largas mesas color acero surcan el lugar, con sillas
metálicas a ambos lados. Apiñados en una punta está el alcaide Lyons, y junto a él un hombre de
treinta y tantos, vestido de riguroso traje negro y camisa blanca. Jason se dirige hacia allí, seguido por
Mike. El alcaide se incorpora.
—Joven Lamm, quiero presentarle al señor Jones, secretario del Gobernador.
El joven de traje negro saluda a Jason no sin cierta indiferencia.
—Así que éste es el periodista —dice Jones y Lyons asiente, quien luego hace un gesto al joven para
que tome asiento.
La cena trascurre en un silencio molesto. Jason no puede probar bocado. Hay tanto que quiere
saber y preguntar, pero Jones lo intimida. El silencio lo interrumpe el burócrata de traje negro.
—Tremenda historia le habrán contado —dice Jones a Lamm, ajustando el cuello de la corbata.
—Sí, lo que no sé...
—Usted no tiene que saber nada más que lo que le fue dicho —lo interrumpe el secretario,
clavándole sus ojos marrones—. Amigo, le han dado un encargo odioso, lo sé; pero aun así es una
buena oportunidad, siempre que sepa jugar bien sus cartas.
—¿Qué encargo odioso? —pregunta Jason.
El burócrata lo mira a Lyons.
—¿No le has dicho nada? —pregunta Jones hoscamente. El alcaide desvía la vista.
—Esperaba que lo hiciera usted —dice Lyons en un hilo de voz.
—Eso no fue lo que acordamos, amigo. Debería habérselo dicho usted.
—Yo estoy aquí —dice Jason, envalentonándose—. ¿Por qué no me lo dicen ahora?
Jones le fija una mirada asesina.
—Bueno, ya que estamos en esas... —Jones vuelve a acomodarse el nudo de la corbata —Es muy
sencillo, en realidad. Usted está enterado de las circunstancias curiosas del caso Kowalsky. Si tiene algo
de sentido común, podrá imaginarse el revuelo que causaría si la historia saliera a la luz tal cual; es
decir, sin la necesaria... ¿cómo decirlo? ¿Adecuación?
Jones hace una pausa calculada, como dejando que el periodista asimile el sentido último de sus
palabras.
—Lo que quiere es que mienta —dice Jason, mirándolo con gravedad.
—Bueno, no tanto como eso... —intercede Lyons.
—Sí —corrige Jones—, eso es exactamente lo que quiero. Lo que el Gobernador quiere, debo
agregar. Una mentira pequeña, pero crucial para evitar el caos. Debe omitirse primeramente la edad
del prisionero. En realidad, el artículo debe ser, omitiendo los datos particularmente asombrosos.
—Ahora entiendo por qué me quiso a mí —le dice Jason a Lyons, quien le sostiene el peso de la
mirada a duras penas. El joven no quiere dejar pasar la oportunidad de su desquite—. Querían a
alguien joven e inexperto, a quien poder manipular y obligarlo a hacer lo que quieran.
El alcaide baja la vista. Jones termina su filete, se limpia la boca y sonríe.
—¿Acaso eso es tan malo? —dice el burócrata y deshace la sonrisa—. Y tenga en claro que será
mejor que nos siga el juego, Lamm; como un buen cordero del rebaño. Si usted llega a publicar algo
que no nos gusta, nosotros tendremos que hacer cosas que a usted no le gustarán. Y antes de que
pregunte, sí, es una amenaza.
Lyons levanta la cabeza, mirándolo con una intensidad insoportable. En su rostro Jason cree notar
algo, el rastro de una decisión o la confirmación de su primeriza impresión. Algo, en definitiva, no está

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bien con Gregory Lyons. La misma impresión tiene con respecto a Jones, y ni hablar del doctor Turner;
e incluso con respecto a Mike.
Algo extremadamente malo está sucediendo en Rockbridge.
Entonces Mike le sujeta el hombro a Jason.
—Ha llegado el momento que esperaba —dice el alcaide—. Tiene la oportunidad de hablar con
Kowalsky.
Jason se levanta y se aleja, caminando con una mezcla de rabia y determinación. Acaba de ser
humillado, y él no es una persona a la cual las humillaciones le caigan con indiferencia.

Leonard Kowalsky yace en el camastro de su celda, la número ochenta y tres, aislada en el recodo
último de un pasillo desierto. Su rostro, su cuello y las manos, todo aquella piel no cubierta por su
atuendo de prisionero, lucen arrugados como papiros egipcios. Sus ojos grises lo miran a uno con una
fijación portentosa. Sus pelos cenicientos le ralean la frente lívida. Su frente cetrina le confiere un
aspecto enfermizo, de agonía final. Está apenas sentado contra el respaldo, lo suficiente para verlo a
Jason entrando en la celda oscura, sentándose en una silla que Mike ha dispuesto en el centro de la
celda.
El viejo le sonríe y sus dientes se muestras amarillos y carcomidos.
—Buenas noches, señor Kowalsky —dice el joven—. Me llamo Jason Lamm, soy periodista del
Folson Evening Star, y quisiera hablar un poco con usted.
—¿Es su primera vez en una prisión de máxima seguridad? —le pregunta el viejo. Su voz es leve
como el arrullo de una cascada de agua, y no parece provenir de su boca.
—Sí, así es —responde Jason, desviando la vista para buscar su grabadora.
—¿Y de qué quiere que hablemos?
—Podríamos comenzar por el principio ¿Cuándo nació?
El viejo vuelve a enseñarle sus dientes carcomidos e inútiles, y no dice nada. Jason sonríe.
—¿No se acuerda cuándo nació?
—Au contraire, mon ami —dice Kowalsky—, Je me rapelle tout.
—Así que habla otros idiomas ¿Qué tal latín?
—Conocí a una vieja gitana, alguna vez —dice el anciano —, que me dijo que por unos pocos rublos
podría conocer el pasado de cada persona, con solo verla a los ojos.
—¿Le pagó? —dice Jason y el viejo sonríe.
—¿Le parece si mejor le doy una prueba? Lo estoy mirando a los ojos, ahora.
No sabría cómo explicarlo, pero Jason siente el peso de esa mirada, físicamente. Recuerda lo que
mencionara Turner, con respecto a que había algo insidioso con respecto al viejo.
—¿Y qué me puede decir sobre mi vida? —pregunta Lamm, esforzándose por aparentar
normalidad.
Kowalsky le enseña de nuevo sus dientes horribles, ladeando la cabeza con indudable malignidad.
—Puedo decirle que esta no es la primera vez que está en una prisión de máxima seguridad... A
propósito, ¿cómo está su hermano mayor? Lawrence se llamaba, aunque todos lo conocen como Lou
two times, ¿no es cierto?
Jason baja la vista, atónito. Había pensado en su hermano cuando llegó a Rockbridge, si bien hacía
años que no pensaba en él. Y eso porque el recuerdo de su hermano era demasiado doloroso. No podía
entender cómo aquel viejo sabe de él. Nadie sabe sobre su hermano, ni mucho menos el apodo que
tenía en los bajos fondos.
—¿Cómo conoce a mi hermano? —se encuentra preguntando, sin desearlo. Kowalsky lo mira serio.
—Todos conocemos al viejo Lou two times. Fue una lástima lo que le pasó, ¿no es verdad? Dijeron
que se ahorcó, pero los dos sabemos que no es cierto. Lo asesinaron.
A Jason se le escapa una lágrima. Apaga el grabador. Siente la mirada del viejo fija en él como la
lanza de Longinos en el costado de Jesús.
—Dicen que usted es el diablo —lo mira al viejo, quien sufre una súbita transformación.

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Parece hacerse más joven, o tal vez cambiar de aspecto. Parece mutarse en dos o tres personas
distintas. Jason no puede mirar, vislumbra dentro de él un terror demasiado horrible, algo que no está
dispuesto para ser visto por el hombre.
—Hey, hermanito —dice el viejo, con una voz que a Jason le parece demasiado familiar.
Horrorizado, levanta la vista y el viejo ahora es su hermano, que le sonríe con los mismos dientes
carcomidos del viejo. En el cuello aparece la marca de la horca improvisada, y la piel está blanca como
el papel, si bien sus ojos llamean como el fuego del infierno. La sonrisa desaparece—. ¿Por qué me
dejaste morir solo, hermanito? Mamá te pidió que te encargaras de mí, pero preferiste borrar a tu
hermano, deshacerte de mí y hacer tu gran carrera de periodista, sin que nadie supiera de tu hermano
delincuente. Shame on you, little brother.
Jason se levanta y se acerca a la puerta de la celda. Golpea los barrotes, mientras el viejo se ríe con
la risa de su hermano muerto. Escucha a Mike acercándose, entonces la risa desaparece, y siente el
contacto de un cuerpo muy frío contra el suyo. Gira la cabeza y ve el rostro lívido de su hermano.
Manchas verdes color liquen le surcan la piel, su aliento es pútrido, y hay gusanos comiéndole la carne.
—Shame on you, little brother —dice la cosa que aparenta ser su hermano, con una voz de
ultratumba. Jason cierra los ojos, al tiempo que el cuerpo de su hermano se cierne sobre el suyo,
inundándolo del frío de la muerte y se ríe con la risa de Lou two times.
Siente que le sujetan el brazo, y abre los ojos en el instante en que la risa desaparece. Mike aparece
frente a él, mirándolo con preocupación. Jason gira y mira dentro de la celda. Kowalsky está echado en
la cama, en la misma posición de antes. Le sonríe enseñándole sus dientes pútridos. Jason sale de la
celda desbocadamente.

Jason corre por los pasillos, que ya se conoce de memoria. En una ventana elevada y enrejada se
cuela un súbito haz de luz. Llega hasta la puerta y la abre, ingresando sin esperar más. Dentro de la
oficina esta Lyons, revisando unos papeles en el archivero, mientras que Jones está sentado en la silla
del alcaide. Lo mira éste último.
—Bueno, Lamm —dice Jones. Lyons deja sus papeles y mira también al joven—. Ahora que ya habló
con Kowalsky, díganos qué le pareció.
En ese instante un nuevo resplandor se cuela por la ventana, ubicada detrás de la silla del alcaide.
Un trueno le sigue. Jason traga saliva, está pálido. Cierra la puerta sin dejar de mirar alternativamente a
los dos hombres.
—Haré lo que me pidan —dice, asintiendo ampulosamente, abriendo los ojos—. Escribiré lo que
ustedes digan.
Jones sonríe.
—Eso está muy bien, Lamm. Una sabia decisión.
—Me pregunto qué le habrá hecho cambiar de parecer —dice Lyons, volviendo a sus papeles.
—Todos sabemos qué fue —completa Jones, sin girar la cabeza.
Jason mira al joven burócrata, que no cesa en su ajuste de cuello de corbata. Se pregunta si habrá
hablado con Kowalsky alguna vez, y, en tal caso, qué le habrá dicho.
Comienza a caer la lluvia en un diluvio audible, que golpea contra la ventana, llevada por el viento,
que es fuerte también.
—Necesito fumar un cigarrillo —dice Jason. Lyons, quien indudablemente está extraño, según nota
el joven, lo mira.
—Aquí no se puede. Tendrá que ir afuera.
—Ah, Lyons —dice Jones, haciendo un gesto displicente con la mano—. Olvídese de sus malditas
reglas por una noche —lo mira a Jason—. Have a smoke, friend.
A Jason le tiembla la mano cuando saca el paquete y extrae un cigarrillo. La lluvia estremece la
firmeza incólume de Rockbridge. Jones se levanta y se acerca a la ventana. Las luces del muro
perimetral permiten apreciar el caudal de lluvia.

246
—Una lluvia de los mil demonios —dice Jones, mirando bucólicamente por la ventana—. Justo esta
noche.
Jason enciende el cigarrillo y da una profunda bocanada. Tanto, que termina por toser. Luego lo
mira a Jones.
—Precisamente, ésta lluvia, ésta noche. Como un mal augurio.
El secretario del Gobernador lo mira.
—¿Qué quiere decir con eso, lammie?
Jason mira al alcaide.
—Recuerdo que usted dijo que Kowalsky es el secreto mejor guardado del gobierno.
Lyons deja sus papeles y lo observa. Jason sonríe.
—Si es un secreto es porque muy pocas personas saben de él, ¿no es así?
—¿Adónde quiere llegar con esto? —pregunta Lyons.
—¿Quién se daría cuenta de que Kowalsky no fue liberado? —dice Jason. Los dos funcionarios
intercambian sendas miradas—. Quiero decir, en el caso de que Kowalsky desapareciera
misteriosamente, ¿quién lo sabría?, ¿quién podría alertar o poner en conocimiento de alguien esa
desaparición?
—Cuando dice desapareciera misteriosamente —formula Jones con gravedad, acercándose a la
mesa—, ¿está acaso hablando de lo que yo creo que está hablando?
—No lo sé —contesta Jason, sonriendo—, tendría que saber qué es lo que está pensando.
—No se haga el estúpido, que no le queda —Jones le clava sus ojos incendiarios.
Lamm fuma intranquilo, soltando el humo apresurado. Termina por encogerse de hombros.
—Si Kowalsky es quien todos aquí creemos que es, ¿cómo podemos liberarlo? Sería como liberar
una enfermedad mortal.
Jones se acerca hacia el joven periodista. Lyons, lo observa Jason, palidece espectralmente.
—Escúcheme, corderito —dice Jones, aflojándose ahora el nudo de la corbata—. No es nuestra
función tomar esa clase de decisiones. Lo que usted está sugiriendo es un delito, ¿entiende? En este
país no “desaparecemos” a la gente. Eso ocurre en países tercermundistas. No, mi estimado amigo, no.
Leo Kowalsky será puesto en libertad a las doce, dentro de —el hombre consulta su reloj—... una hora.
Lo llevaremos a través del patio y lo dejaremos del otro lado del portón. Lo dejaremos ahí librado a su
suerte. Luego de eso, será el problema de otro.
Jason mira al burócrata, que le sostiene la mirada con altivez, luego la dirige al alcaide, cuya palidez
clama a los vientos que algo no anda del todo bien. Jason quiere hablar con Lyons, saber qué es lo que
le sucede; pero en el fondo ya lo sabe. Le sucede lo mismo que a él. Y es que él nunca creyó ni en dios
ni en el diablo, y, sin embargo, hacía instantes había estado cara a cara con algo que se le parecía
bastante. Era desconcertante, e infundía un temor inenarrable.

Son las once treinta de la noche. Tres horas lloviendo sin cesar, con el cielo surcado de haces de luz
provenientes de incesantes rayos. A la celda ochenta y tres se acercan el doctor Turner, el secretario
Jones, el alcaide Lyons y el periodista Lamm. Mike y un ayudante ya han colocado a Kowalsky en una
silla de ruedas. El anciano imposible los mira muy serio a todos, con los ojos muy abiertos y más
siniestros que nunca.
—Leonard Abronsius Kowalsky —exclama Lyons, dando un paso delante del grupo, internándose
medio cuerpo en la celda. Lee un acta, que sostiene con una mano temblorosa—, por autoridad del
Gobernador del Gran Estado de N..., teniendo en cuenta el cumplimiento íntegro de la sentencia,
dictada con fecha tres de enero del año....., se procede por este acto a declarar extinguida la acción
punitiva de estado con respecto a su persona, y acto seguido se lo coloca a usted en libertad.
La voz del alcaide se hizo inaudible por tramos. El anciano murmuró algunas palabras
incomprensibles durante la lectura. Ahora les enseña sus dientes carcomidos al grupo. Todos, incluso
Jones, mantienen un empecinado silencio. Lyons echa una mirada hacia Mike y asiente con la cabeza.

247
El jefe de guardias despide a su ayudante, enviándolo a la puerta principal, y luego sujeta las
manijas de la silla y comienza a empujarla a través del pasillo. Todos lo siguen en un silencio solo
perturbado por el rumor persistente de la lluvia y de los ocasionales truenos.
—Hey, Lyons —irrumpe Kowalsky, girando la cabeza, mirando al alcaide con el rabillo del ojo—.
Noté que te temblaba la mano, cuando leías tu papelito ¿Me tienes miedo, eh? No te tembló la mano
cuando abusaste de aquellos niños, ¿recuerdas? Ah no, en esos momentos eras todo rigor y virilidad.
Les enseñaste a aquellos niños el tamaño de tu hombría ¿No es así?
El diablo profiere a continuación una risotada que alcanza para opacar el rumor de la lluvia. Jason
observa a Lyons, que mira al suelo, lívido.
—Maldito pederasta —dice el diablo—. Pero tú no eres mejor, burócrata de pacotilla —ahora se
dirige a Jones—. ¿Quieres que cuente lo que tuviste que hacer para llegar a tener este puesto
importante? ¿A cuántas personas hundiste en el camino? Podría hablar de la viuda Metzelder y de sus
millones en herencia, y de como tú te los quedaste con una maniobra muy hábil. Fue un robo para la
corona, según te gusta decir; ya que el dinero fue a parar a otras manos, pero a ti te sirvió para
ascender. Pobre viuda Metzelder. La dejaste en la ruina, la viuda terminó quitándose la vida tiempo
después —nueva risotada estruendosa—. Ella te está esperando, maldito burócrata. Te está esperando
en el infierno —otra risotada, luego una breve pausa y agrega con odio—: ¿Y son ustedes quienes me
juzgan a mí? Es para reírse, en verdad.
Nadie dice nada. El diablo acusa a Turner de casos de mala praxis, uno de ellos derivado en muerte.
Todos siguen al guardia, que arrastra al demonio fuera de la prisión. Casi parece una procesión
religiosa. En todo momento Jason piensa en las acusaciones vertidas por Kowalsky. Le cuesta sobre
todo creer en la referida al alcaide. Pero también es cierto que aquella cosa sabe demasiado sobre
todos, que conoce los pecados como la palma de la mano.
Llegan a la puerta principal y les alcanzan paraguas. La lluvia se deja ver por el hueco de la puerta.
Salen al patio y a los pocos pasos se empapan. Jason no puede evitar una sonrisa, recordando una vieja
película italiana, La armada Brancaleone. Y se le hace que ellos, llevando al anciano bajo la lluvia y
azotados por rayos y truenos, son una especie de armada delirante.
—Lo seríamos —grita Kowalsky de manera increíble, como si leyera el pensamiento—, si estuviera
tu hermano muerto, maldito cobarde.
El viento parece querer arrancar los paraguas de las manos, y la lluvia no da tregua. Hace frío, y el
diablo que no deja de hablar. El trayecto por ese patio parece prolongarse eternamente, y la lluvia y la
confesión de pecado por parte del demonio, y el silencio de todos... Es demasiado horrible.
Por fin, llegan hasta la puerta enorme y negra. Kowalsky hace silencio de repente, como si la
presencia de la puerta, y la libertad latente al otro lado lo sobrecogieran. Se acciona el mecanismo y el
portón comienza a descorrerse hacia un costado de la pared. La noche cerrada al otro lado del portón
comienza a intuirse. Jason no puede evitar observar al demonio. No hace gesto alguno, ni siquiera una
expresión. El portón se detiene, Mike empuja la silla del otro lado, a la libertad y la deja a pocos pasos.
Los otros se quedan del lado de adentro, como si ellos fueran los prisioneros. Nadie habla ni hace nada;
aguardan. El viejo les da la espalda. De repente echa una nueva risotada y se levanta de la silla. No lo
hace con dificultad. Se gira lentamente, sin dejar de reírse, y entonces los cinco miembros del séquito
se quedan boquiabiertos: quien está allí no es un anciano, sino un hombre joven. Es Kowalsky a sus
veintitrés años.
Y entonces que, sin que nadie pudiera darse cuenta, Gregory Lyons avanza tres pasos. Lleva el
brazo derecho extendido. Kowalsky sonríe aún, cuando se oyen tres disparos y el prisionero cae al piso;
de nuevo convertido en un anciano decrépito. Lyons se lleva el revólver a la sien. Llora, lo observa a
Jones; se demora un instante, respira hondo y dispara. Ese era el plan urdido entre Jones y un león
pecador, que ofrecería su vida para librar al mundo del rey del pecado. Nunca pensaron liberarlo en
realidad.
Jason Lamm cumplió su parte, adulterando las porciones macabras de los hechos. Pero aun así no
puede evitar que el hecho se transforme en la noticia nacional. Se logra ocultar las implicancias más
escabrosas de la historia, pero aun así un hecho posterior arrojó más dudas que certezas: tres días
después, el cadáver de Leo Kowalsky desapareció misteriosamente de la morgue judicial.

248
Poco tiempo después se oyeron los primeros rumores acerca del Apocalipsis...

La amenaza de Shiva
José Luis Castaño Restrepo. Artista Invitado

Si el fulgor de mil soles


Fueran a reventar a la vez en el cielo
Sería como el esplendor de los poderosos
Estoy convertido en la Muerte
Destructor de los Mundos.
Bhagavad-Gita sobre Shiva

INDOCHINA 1941

I
HANOI
El bar estaba atestado y hedía a transpiración entremezclada con perfume, una pestilencia
suavizada por los inmensos ventiladores que rumiaban por encima de las mesas que colmaban el lugar.
El antro era una curiosa combinación de estilo europeo con sutiles toques orientales, en la forma de
delicados jarrones chinos y efigies de criaturas desconocidas barnizadas en rojos, verdes y naranjas.
Entre aquella multitud de terratenientes y delicadas jovenzuelas orientales, el hombre enjuto que
acaba de entrar no llamaba la atención. Se trataba de un sujeto de rasgos vulgares y piel pálida que
recorría a los presentes con unos ojillos ansiosos y brillantes. El recién llegado tomó asiento cerca de
una columna labrada con dragones dorados, se quitó el sombrero y se pasó un pañuelo por el poco
cabello que aún le coronaba la testa sudorosa. A pesar del jolgorio, las risas y la imitación que realizaba
una delgada intérprete laosiana de Edith Piaf, se apreciaba una tensa angustia en su expresión, como si
estuviera en medio de un nido de hienas en vez del famoso cabaret Pigeon en el centro de Hanói, uno
de los lugares más exclusivos de toda Indochina. Aquí y allá se pavoneaban los funcionarios coloniales
mientras los poderosos amos de las plantaciones buscaban aumentar sus ganancias untando la mano
de aquellos individuos inescrupulosos.
El hombre enjuto se removió en la silla cuando una chica le ofreció la carta del local. El sujeto la
estudió con recelo antes de pedir una copa de coñac. La mujer le obsequió una amplia sonrisa y se alejó
en dirección a la barra. Ansioso, estudió de nuevo a los presentes y se detuvo en tres sujetos sombríos
que le observaban desde el extremo opuesto del salón. Con el corazón en la mano, creyó reconocer a
uno de ellos, un tipo rubio de aspecto peligroso que había visto unas horas antes en el mercado.
Parecía cuchichear con sus acompañantes, dos sujetos orientales con mal aspecto también.
Alarmado, se limpió de nuevo el sudor que resbalaba por el entrecejo como un río desbordado. Sus
manos no dejaban de temblarle bajo la mesa. Palpó de nuevo el sobre que reposaba en el interior de la
chaqueta y pensó en la guerra que asolaba Europa. Aún no podía entender cómo aquella gente
celebraba y bebía mientras su adorada Francia estaba siendo dividida entre los nazis y los gusanos
colaboradores de Vichy. Aquellas reflexiones pasaron a un segundo plano cuando advirtió la presencia
de una mujer que atrajo la mirada de todos los presentes. El mismo se vio encandilado por el
magnetismo de aquella maravillosa criatura. Se vio aún más sorprendido cuando esta heredera de
Afrodita tomaba asiento en su propia mesa y le desnudaba el alma con unos resplandecientes ojos de
jade.
—Mademoiselle —balbuceó sin poder apartar la vista de aquel semblante insuperable—, creo que
se ha equivocado de mesa.
La chica sonrió, ofreciéndole un gesto de picardía y llevándose la mano enguantada a los labios
rojos.

249
—Monsieur, Flaubert —replicó ella con un ligero acento británico, guiñándole el ojo—, tenemos un
amigo en común que está muy interesado en conocerle.
El aludido tragó en seco a leer el nombre escrito en la tarjeta que aquellos delicados dedos dejaron
sobre la mesa.
—Otto…—susurró, moviendo sus ojillos azules con ansiedad alrededor de la mesa, y notando que
los tres individuos que había visto antes no estaban por ningún lado. Otto era el nombre del contacto
que le había citado en aquel lugar.
—Creo que deberíamos dar un paseo, Monsieur —manifestó la mujer tomándole del brazo, y
pellizcándole la mejilla con coquetería—. Nuestro amigo mutuo aprecia demasiado su privacidad.
El aludido parpadeó desconcertado y apenas arrastraba los pies mientras la voluptuosa fémina se
abría paso entre la multitud que les estudiaba con interés. Cruzaron las puertas labradas del local y se
enfrentaron al bochorno de la noche veraniega. Flaubert tomó una bocanada de aire fresco y observó
la muchedumbre que deambulaba por las estrechas callejuelas después de atardecer. Este fue su
último pensamiento antes de que una hoja helada se sumergiera a través de su surco lumbar,
perforándole el hígado y los riñones. El viejo funcionario colonial se deshizo como un títere sobre el
húmedo empedrado, sin sentir cómo unos dedos tiraban con furia de su chaqueta para extraer el sobre
que contenía en su interior. Un segundo hombre, de aspecto oriental, se abalanzó sobre la
acompañante de Flaubert, pero no contó con la destreza letal de aquella hermosa amazona. Ésta se
libró de la zarpa del agresor con una inesperada llave antes de clavarle el afilado tacón de uno de los
zapatos en el rostro. El bruto cayó de espaldas con el ojo destrozado.
En aquel momento, los transeúntes salían del estupor y daban la voz de alarma, creando un caos
monumental en medio de las estrechas vías al tiempo que los silbatos de los gendarmes inundaban la
noche cargada de tensión y de súbito pánico. Los ojos de la chica relampaguearon al captar al sujeto
que corría en dirección contraria, abriéndose paso entre los aterrados viandantes. Sin perder tiempo,
se libró del tacón restante y sus pies desnudos se sumergieron en el húmedo empedrado al seguir los
pasos del asesino. La gente se apartó conmocionada, abriendo un pasillo alrededor del cadáver de
Monsieur Flaubert.
Dejó atrás la plaza atestada y su bullicio y se encontró en una callejuela lateral mal iluminada. A los
lejos captaba el eco de unos pasos apresurados. Sacó una automática del bolso que cargaba consigo y
se encaminó hasta la esquina con decisión. Se disponía a girar hacia una calle colindante, cuando los
faros de un coche la deslumbraron y le obligaron a hacerse a un lado. Las llantas del vehículo gimieron
y por poco es arrastrada por el espejo retrovisor. Parpadeó tratando de recobrar la visión, cuando otro
coche se detuvo con un fuerte frenazo. De manera instintiva apuntó el arma hacia el conductor, pero
éste le ofreció una sonrisa lobuna mientras le instaba a subir al auto. Subió con rapidez al Citroën y por
poco se deshace los dientes contra el tablero cuando su acompañante aceleró con violencia.
—Mataron a Flaubert —dijo al cabo de unos segundos, estudiando los rasgos aquilinos del
conductor—. Sabían que se reuniría con nosotros y lo eliminaron antes de que pudiera darnos la
información.
El conductor no dijo nada, tenía la vista puesta en el accidentado camino por el cual habían
escapado los asesinos. La iluminación era aún peor que la vía cubierta de baches, pero aquel sujeto se
movía como un gato en la oscuridad.
Después de unos minutos de jugarse la vida en aquel estrecho sendero, sus esfuerzos se vieron
recompensados al divisar las luces traseras del Mercedes Benz que se abría camino en la oscuridad. Le
siguieron a una distancia prudente por cerca de una hora, antes de entrar en un territorio colmado de
arrozales y haciendas dedicadas al cultivo de té. Al cabo de un buen rato el vehículo se desvió por un
sendero comarcal y los perseguidores aminoraron la marcha para no ser descubiertos. El coche se
adentró luego en lo que parecía ser una bodega para guardar grano y té. Los perseguidores apagaron
las luces y avanzaron en silencio hasta situarse cerca de la entrada.
—No creo que sea seguro adentrarse en las fauces del lobo —manifestó la mujer después de un
largo silencio—. Podemos avisarles a las autoridades para que realicen una redada.
Los labios de su acompañante esbozaron un gesto que desveló unos dientes impolutos.

250
—Charlotte —dijo el hombre con gravedad—, los insectos de Vichy son los que mandan en este
lugar. —Sus ojos grises ardían con intensidad—. Sin duda ellos fueron los que vendieron al pobre
Flaubert a los alemanes.
Charlotte se pasó la mano por el rostro y suspiró, perdiendo la mirada en la lobreguez que rodeaba
la bodega.
—¿Crees que vale la pena el riesgo? —inquirió, encarando a su acompañante—.Podríamos morir
allí adentro.
Paul Jenkins se alzó de hombros, como en cada ocasión en la cual se enfrentaba a la muerte. Había
visto acción en la gran guerra y también había enfrentado a traficantes de hachís en China y Turquía. Su
vida no era más que una sucesión de hechos violentos entremezclados con largos periodos de lasitud
en los puestos diplomáticos más distante que podía ofrecer la Foreign Office para un hombre con sus
habilidades. Finalmente, había sido destinado a la estación de Calcuta como asesor de inteligencia, y
hacía un par de días le habían ordenado viajar a Hanói con urgencia para apoyar una operación de
intercambio de información.
Y ahora se encontraba allí, en medio de una plantación de arroz, dispuesto a enfrentarse a un
enemigo misterioso en compañía de una hermosa joven que apenas conocía. Sin duda todo parecía ser
una locura, pero Jenkins estaba acostumbrado a cosas peores en su accidentada existencia. El británico
se aupó del vehículo y extrajo de la cajuela una Thompson con tres cargadores y echó un par de
granadas reglamentarias en el interior de la chaqueta. Charlotte le contemplaba con aire distraído,
como si aquel asunto le fuera totalmente ajeno.
Jenkins sonrió y le entregó un subfusil Sten que la chica examinó levantando una ceja.
—¿Te preparas para una guerra? —le preguntó en tono burlón, mordiéndose el labio con ansiedad.
Jenkins señaló la bodega con el mentón mientras montaba el cargador de la Thompson y extraía un
par de máscaras de gas.
—Quiero estar preparado para cualquier cosa que nos espere allí adentro.
Charlotte Buveau frunció el ceño y se echó el arma al hombro, estudiando los alrededores
cubiertos de bruma. En aquel momento sintió un escalofrío y la idea de Jenkins no le pareció tan mala
después de todo.
El inglés la estudió y dibujó un gesto burlón que ella no pasó por alto.
—¿Qué te parece tan gracioso? —le increpó, fulminándole con unos ojos helados.
Jenkins la miró de arriba abajo, fascinado por aquella imagen irreal. La chica vestía un costoso traje
carmesí con un pronunciado escote y sus pies descalzos se hundían en la tierra húmeda.
—Tengo un par de botas en la cajuela —dijo—, tal vez te queden un poco grandes, pero es mejor
que andar descalzo en esta tierra plagada de sanguijuelas y serpientes.
La chica tragó en seco y una sombra de pánico cruzó su semblante marfileño. Sin decir palabra
corrió a buscar las botas.

Habían rodeado la verja de bambú y veían con claridad la bodega y las dependencias auxiliares. Una
luz lóbrega se insinuaba en el interior de una de las edificaciones, enfrente de donde se hallaba
aparcado el Mercedes Benz. Con un gesto, Jenkins le indicó a su compañera que enfilarían hasta aquel
lugar. Charlotte asintió, aunque su corazón latía desbocado. Avanzaron cobijados por la oscuridad que
ofrecía la espesura hasta que se toparon con una breve explanada iluminada por el espejismo
nocturno. Jenkins se arrastró por aquella superficie fangosa, deteniéndose en los momentos en que
percibía algún sonido. Por fin alcanzó la pared y esperó con paciencia a que la mujer se acercase de la
misma manera. Levantó la cabeza y captó movimientos en el interior del edificio. Sombras fugaces a
través del cristal engrasado.
—Es el tipo rubio que acuchilló a Flaubert —musitó Charlotte, agachada a su lado. El inglés la miró
de reojo, sorprendido por su silencioso arribo. Sin duda esta chica tenía lo suyo.
—¿Qué haremos entonces? —prosiguió, pasándose la lengua por los labios húmedos sin ocultar el
desasosiego que le invadía.
Jenkins alzó las cejas y sonrió con desdén.

251
—Vamos a anunciarnos, querida mía —respondió, señalando el acceso lateral—. Yo entraré por el
frente y tú me cubrirás el trasero, como buenos cowboys.
— ¿Y si hay más de ellos allá adentro? —preguntó Charlotte con ojos ardientes.
—Creo que tenemos bastante munición para lidiar con cualquiera que se nos ponga enfrente —
replicó el británico con desenfado y una seguridad que irritó a su acompañante—.Nuestra mejor arma
es la sorpresa.
La chica parpadeó, pero luego desapareció entre la sombras como una aparición, musitando algo
que a su compañero le divirtió bastante.
Sin perder tiempo, Jenkins se agachó y se arrastró hasta el umbral. Sacó un espejo de bolsillo y lo
guió con cautela hacia el interior del recinto. Se trataba de una habitación amplia, iluminada por un
brasero que parpadeaba y lanzaba sombras inquietantes sobre los cuatro sujetos arremolinados
alrededor de la única silla que había en el lugar. Y sentado sobre aquella silla se encontraba un
individuo atado de pies y manos, bastante magullado. Dos de los tipos eran asiáticos, por su
constitución seguramente japoneses. La otra pareja era sin duda europea.
Jenkins respiró hondo y lanzó una granada de humo al interior del salón. Los conspiradores
reaccionaron con presteza y desenfundaron sus armas con agilidad marcial. El eco de voces alemanas
se mezcló con las maldiciones japonesas. Una ráfaga de ametralladora voló por encima de la cabeza del
británico, mientras éste se arrojaba al interior de la estancia con una máscara de gas.
Un bulto con traje oscuro se materializó por unos segundos enfrente del incursor, pero fue
suficiente para que la Thompson lo hiciera picadillo. La algarabía empeoró con el tableo del subfusil
americano. Jenkins se echó al piso de manera instintiva y escuchó dos detonaciones más antes de
barrer con una ráfaga el fondo de la estancia. Un gemido leve y el inconfundible sonido de un cuerpo
estrellándose contra el firme. Después de unos momentos de tensión, el humo empezó a disiparse y el
británico pudo ver con claridad lo sucedido. Había tres cuerpos sin vida desperdigados alrededor de la
habitación y el sujeto atado a la silla le contemplaba con unos ojos inyectados de terror. Jenkins se
irguió estremecido, buscando al cuarto contrincante que aún continuaba en la lucha.
En ese momento Charlotte hizo su aparición, empujando a uno de los europeos con el cañón del
subfusil. El tipo se agarraba el hombro del cual asomaba un hilillo de sangre que le descendía por el
brazo. Miraba a sus captores con una mezcla de confusión y cólera.
—¿Y éste quién es? —inquirió la mujer, señalando al hombre atado a la silla, retirando la máscara
de gas de su cara.
Jenkins se alzó de hombros y extrajo un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta. El hedor acre del humo
se empezaba a mezclar con la penetrante fetidez de la sangre derramada.
El tipo atado tenía rasgos indios y sobre su pecho se apreciaba un extraño tatuaje que llamó la
atención de la chica.
—He visto esto antes —afirmó ella, entornando los ojos con recelo.
Jenkins le dio una profunda calada al pitillo mientras ataba al alemán a una viga. Se volvió y miró el
horroroso monstruo tallado en la piel de aquel sujeto maltratado. Parecía ser alguna especie de fetiche
mitológico como los que pululaban en los templos orientales. Un figura antropomorfa con varios brazos
y rostro bestial.
Charlotte liberó al prisionero y éste se echó a sus pies, sollozante y agradecido.
—¡Oh, Brahma os ha enviado para evitar la catástrofe! —exclamó con un cargado acento de
Cachemira. Charlotte se removía incómoda, manteniendo a raya al sujeto arrodillado a sus pies.
Jenkins se acercó y le ayudó a incorporarse con esfuerzo. El hombre se dejó caer en la silla en
medio de una mueca de dolor. El inglés sacó un frasco del bolsillo y se lo entregó al curioso
hombrecillo.
—Vamos, bebe —le instó—, te hará sentir mejor.
En ese momento los ojos de Charlotte refulgieron al reconocer la marca de los sacerdotes de
Kajwan en el pecho de aquel sujeto.
El indio bebió el whisky y escupió con una mueca de asco, agitando la cabeza.
—Te lo dije, amigo —sonrió Jenkins—, ahora te ves mucho mejor.

252
El aludido abrió los ojos de par en par y pareció recuperar la compostura. Entonces fijó la atención
en el sujeto atado a la columna y se arrojó sobre él en medio de un grito demencial. El agente de
inteligencia tuvo que hacer un gran esfuerzo para separarle del alemán.
—¡Este hereje pretende despertar el horror sobre el mundo! —gritó con desesperación,
señalándole con las uñas destrozadas por la tortura.
Jenkins y Charlotte intercambiaron miradas de asombro, tratando de descifrar el significado de
aquellas curiosas palabras.
De inmediato la chica empezó a hablar con fluidez un extraño dialecto del norte de Cachemira, al
cual el indio respondió con urgencia en medio de angustiosos aspavientos.
Jenkins estudiaba la escena con asombro, sin perder de vista la mirada de inquietud del germano,
el cual parecía compartir su consternación. Sin embargo, aquella emoción dio paso a un leve temor al
ver cómo las facciones de Charlotte pasaban de la sorpresa al horror con cada palabra pronunciada por
aquel exótico sujeto. Sus ojos se cruzaron por un instante y Jenkins experimentó una sensación helada
al percibir el horror cerval en la expresión de la hermosa chica. Se trataba de un pánico que no podía
asimilar, algo oscuro e indefinible que no le gustaba para nada.
La mujer se apartó del sacerdote de Kajwan y se acercó a él con decisión.
— ¿Podemos pedir refuerzos? —preguntó con nerviosismo.
Jenkins parpadeó, estupefacto.
Después de unos segundos de vacilación tomó a Charlotte del brazo y le arrastró hasta un extremo
de la estancia.
—¿Acaso estás loca? —le increpó al oído—¿Qué te ha dicho ese tipo? — Señaló al indio con el
mentón.
Ella suspiró y recobró el aplomo.
—Mi padre es arqueólogo y toda su vida ha buscado el templo perdido de Shiva el destructor. —
Jenkins le contemplaba atónito, sin entender qué tenía que ver eso con su misión—. La leyenda reza
que los demás dioses, recelosos de su poder, consiguieron encadenarlo y encerrarlo en un templo
perdido en medio de una tierra remota por toda la eternidad.
Los orbes grises del agente refulgieron con cinismo al agitar la cabeza.
—¿Y qué demonios tiene que ver eso con nosotros? —protestó, mirando de reojo al alemán atado
a la viga, que no le quitaba los ojos de encima.
Charlotte revisó uno de los cadáveres y extrajo la carta que le había robado a Flaubert. Jenkins se
mesó la barbilla sin entender nada de lo que sucedía. La chica corrió hasta el brasero y desplegó el
contenido del sobre encima de la silla. Se trataba de un trozo de pergamino amarillento con unos
bosquejos en color verde desvaído y unas indicaciones en una lengua desconocida. Jenkins se acercó y
sintió unos dedos helados rozándole la nuca al ver aquel pergamino que parecía tener más de mil años.
—Según esto —manifestó Charlotte impresionada—, la localización de la tumba de Shiva se
encuentra en este lugar. —Señaló con el dedo un marca verduzca que destacaba en un extremo de la
vitela.
Jenkins frunció el ceño, no muy convencido de aquella locura, cuando el indio se acercó y
contempló con ojos desorbitados el trozo de piel curtida. Elevó los brazos al cielo y musitó una plegaria
ininteligible.
—¿Alguien me puede explicar que significa todo esto? —inquirió con firmeza, encarando a
Charlotte y al indio.
—Significa que los nazis han encontrado la tumba de Shiva y pretenden liberarlo para apoderarse
del mundo —le explicó la chica con aire sombrío.
El británico agitó la cabeza con incredulidad.
—Es cierto —terció el indio con angustia—, por siglos nuestra orden de Kajwan ha sido la
protectora del mausoleo, hasta que los europeos robaron los pergaminos del templo de Cachemira
cien años atrás. —Tomó la vitela y lo blandió enfrente del agente de inteligencia—. Si Shiva es liberado
de su prisión, el horror y la destrucción se extenderán sobre el mundo sin remedio, y la guerra que
libráis con los nazis no será más que un juego de niños comparado con esto.

253
Aquello era demasiado para Jenkins. Una cosa era matar alemanes y japoneses, y otra muy
diferente aquella cacofonía confusa de dioses implacables. Pero en ese instante su instinto le recordó
que Hitler y su corte de chiflados eran furibundos seguidores de todo lo oculto. Después de pensar en
ello, la idea de liberar a un dios exterminador no le pareció tan descabellada. Entonces se mesó el
cabello sudoroso y le dio un último pitazo al cigarrillo.
—Digamos que toda esta locura es posible —manifestó estudiando la vitela—. De todos modos
sería poco probable localizar el sitio con este trozo de piel de cabra. Han pasado miles de años, la
geografía ha cambiado y…
—Yo sé dónde se encuentra el mausoleo —le interrumpió el indio con el miedo impreso en sus
profundos ojos oscuros—. Brahma lo desterró y encerró en un lugar remoto bien alejado de sus
dominios.
—Sin duda esa tierra foránea es la actual Indochina —dedujo Charlotte sorprendida, imaginado lo
que hubiese dado su padre por conocer aquel misterio.
El indio asintió con nerviosismo, paseando la mirada del indómito hombre alto a la chica de ojos
verdes.
—Así es —confesó—, el lugar se encuentra no muy lejos de aquí, en el pantanos de Nim Bihn.
Entonces el alemán rompió su silencio con una carcajada sombría.
—Ya no podrán evitar que el comandante despierte al dios —graznó con sorna y una mirada
cargada de desdén—. La ceremonia ya debe haber empezado y nunca llegarán a tiempo. El poder de
una deidad unido a la voluntad del Fuhrer nos hará indestructibles.
—Pues ruega que no sea así —le reprochó Charlotte con los rasgos congestionados por la ira—, de
otro modo, Shiva desatará toda su furia sobre el mundo y todos seremos destruidos.
Atónito, el germano parpadeó. Al parecer no había pensado que tal vez aquella criatura milenaria
no aceptaría arrodillarse ante su despiadado amo. Entonces se volvió y vislumbró el rostro sonriente y
bronceado del inglés.
—Felices sueños —exclamó Jenkins antes de golpearle la cabeza con la culata de la Thompson.

II
Marismas de Nim Bihn
La luna se había ocultado detrás de un espeso banco de nubes, sumiendo las fétidas aguas del
pantano en una lobreguez inquietante. El único sonido que rompía la tensión era el rítmico golpeteo de
los remos. Jenkins se encontraba sumido en sus propios pensamientos, mientras Charlotte asía con
vigor el petate repleto de granadas y explosivos que ocupaba un tercio de la canoa. Sin dejar de remar,
el indio parecía traspasar las tinieblas con la vista al tiempo que musitaba una plegaria que le ponía la
piel de gallina a la mujer.
Charlotte se preguntó entonces si todo aquello no sería una cruzada fútil. Después de todo, no
sabían a qué clase de enemigo enfrentarían en el mausoleo que hasta hacía unas horas no había sido
más que una leyenda sin fundamentos. La idea de despertar a Shiva le cortó la respiración. Observó por
unos instantes los rasgos severos de Jenkins y sintió envidia de su inquebrantable confianza. Lo único
que esperaba era no fallarle cuando llegase el momento de actuar. De pronto, una luminiscencia en la
lejanía le aceleró la respiración. Se volvió para advertirle a Jenkins, pero los ojos grises del agente de
inteligencia ya estaban puestos en aquel resplandor.
—Será mejor que le digas a tu amigo que se acerque a la orilla antes de que nos puedan ver —
musitó sin apartar la vista de aquellas luces que aumentaban de intensidad a medida que alcanzaban el
recodo del pantano. La chica asintió y le indicó al indio que buscara refugio entre los manglares y los
juncos.
Se sumergieron hasta la cintura en aquel limo helado y Charlotte agradeció el haberse librado del
vestido para ataviarse con las calzas de lana facilitadas por Jenkins. Alcanzaron la orilla y se arrastraron
hasta donde se lo permitieron los arbustos y las zarzas. El indio se abrió espacio en medio de los dos y
les señaló un pequeño claro en cuyo centro se apreciaba una curiosa estructura de piedra, iluminada
por los focos de una embarcación. El rumor de un potente generador hacía eco en medio del silencio
nocturno. El espejismo lunar se abrió paso entre las nubes y los recién llegados pudieron apreciar el

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brillo diamantino de los bajorrelieves de la extraña estructura. Charlotte ahogó un grito al reconocer las
inscripciones en sanscrito grabadas en el milenario panteón. El sacerdote realizó un signo con los dedos
y rezó una plegaria a Brahma, con el horror ensombreciéndole el rostro magullado. Tan solo Jenkins
estudió los alrededores con el ojo crítico de un veterano e identificó a los dos centinelas que prestaban
guardia desde la seguridad del manglar. Tenían uniformes habanos sin insignias, pero Jenkins sabía que
eran regulares japoneses. Un alemán vestido de paisano vigilaba desde la proa del bote con una MG34
que podría hacerles picadillo sin problema.
—Ahora puedes sernos de utilidad —dijo, volviéndose hacia el aterrado indio—. Si conoces el lugar,
puedes indicarnos la manera de evitar a estos desgraciados. —Señaló a los centinelas que circundaban
el perímetro iluminado.
El aludido se mordió los labios antes de mostrarles un canal reseco y devorado por la maleza, que
alguna vez formó parte de la estructura principal del mausoleo. No era gran cosa, pero con un poco de
suerte podrían evitar la vigilancia y alcanzar la embocadura labrada de la edificación. Hallaron el lugar y
avanzaron agachados, protegidos por los arbustos y los helechos que crecían y se multiplicaban entre
las grietas del empedrado. Libraron el estrecho pasaje cubierto de limo y se refugiaron entre la
espesura. La entrada colmada de bajorrelieves se abría cómo una boca de lobo a menos de diez pasos
de su posición.
Jenkins sintió un vacío en el pecho al vislumbrar el pasillo mal iluminado que se insinuaba detrás del
espeluznante portal. Un hedor repulsivo e inquietante emergía del interior, revolviéndole las tripas y
recordándole que no se enfrentaba a un enemigo común.
—Debemos darnos prisa —les urgió el indio con preocupación—, iniciarán la ceremonia cuando la
luna esté en su cenit. —Aquellas palabras tenían una connotación macabra que hizo estremecer al
inglés.
Jenkins respiró hondo y revisó los cargadores que pendían del cinturón. Miró a Charlotte y le
ofreció una sonrisa lobuna antes de correr hacia el interior del mausoleo. Una vez adentro, descubrió
que el pasillo se extendía por al menos quinientos metros hasta convertirse en un punto oscuro e
indefinido. Mientras caminaba estudió con desasosiego los muros cubiertos por milenarios jeroglíficos
que le erizaron los vellos de la nuca. Sucesos grotescos de tormento y muerte escenificados por
criaturas monstruosas, que empeoraban aún más bajo el agitado resplandor de las teas que
iluminaban el pasaje. Para los occidentales y su acompañante aquella travesía era como un descenso al
mismo infierno.
El cruce del asfixiante pasillo se vio interrumpido por el rumor de pasos y voces más adelante. Con
el cuerpo a tierra y pegados al muro, consiguieron vislumbrar las siluetas que emergían de un corredor
adyacente. Se trataba de unos veinte aldeanos, entre los que destacaban algunas mujeres y unos
chavales aterrorizados. Tres japoneses los conducían en medio de improperios y golpes de culata.
El indio palideció y agitó el hombro del británico.
—El sacrificio…—balbuceó con el rostro sudoroso—, una vez realizado será imposible evitar que
Shiva regrese al mundo material.
Jenkins parpadeó sin saber qué decir. Aquel asunto estaba tomado un cariz espantoso y su instinto
le impulsaba a actuar antes de que fuera demasiado tarde. Aquello había pasado de ser un juego de
espías para convertirse en una lucha para evitar el caótico fin de la humanidad. Intercambió una mirada
con Charlotte y advirtió el horror en sus rasgos cenicientos. Se acercó a ella y le ofreció su mejor
sonrisa.
—Ya sabes que estamos en esta locura hasta el cuello —musitó con suavidad—.Ahora no queda
más que seguir este juego demencial hasta las últimas consecuencias.
La chica tragó saliva y asintió despacio, tratando de ocultar el ligero temblor en sus labios.
Jenkins sacó tres tacos de dinamita del petate y le indicó que utilizara el resto para minar el
pasadizo. Si la cosa se ponía fea, al menos enterrarían a aquellos dementes en ese lugar. Acto seguido,
enfiló hacia el pasillo que habían tomado los miserables destinados al sacrificio. Después de desviarse
por una galería adyacente, se topó con una estancia iluminada por una lámpara de gasolina que
arrancaba destellos de unos tanques metálicos amontonados contra la pared. En ese instante, un
alemán con uniforme de las SS salió de una hendidura y recibió la culata del arma de Jenkins en pleno

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rostro. El inglés no perdió tiempo y desvistió el cuerpo antes de ocultarlo entre las inquietantes efigies
que pululaban en aquel lugar.

El Gruppenfuhrer Zaitzer respiró hondo al advertir el arribo de los prisioneros. Aquel grupo de
subhumanos se apretujaba como ratas al ver la magnificencia del mausoleo de Shiva, una explanada de
doscientos pasos de ancho rematada por una cúpula que permitía la entrada del espejismo lunar. El
nazi los siguió con la mirada mientras sus esbirros nipones los obligaban a introducirse en el pozo
semicircular cubierto de espeluznantes bajorrelieves. Uno de los niños intentó escapar, pero el fusil
que le golpeó las costillas se lo impidió. Los cautivos chillaban angustiados, sospechando el horrendo
final que aquellos hombres les tenían reservado.
Zaitzer miró el reloj con ansiedad y luego elevó la vista al firmamento donde la luna llena estaba a
punto de alcanzar su cenit. Llegado el momento, el sacerdote birmano que les acompañaba leería el
encantamiento para liberar las cadenas etéreas que subyugaban al dios, y mientras esto ocurría, sus
hombres llevarían a cabo el sacrificio. Miró por última vez al capitán Shimura, indicándole con un gesto
que podía empezar el ritual. Recordó entonces a Flaubert, el francés entrometido y también al
sacerdote indio que había conseguido escapar del monasterio, e imaginó que sus subalternos ya
habrían dado buena cuenta de ellos. Sonrió al imaginar el poder que desencadenarían sobre el mundo
una vez que Shiva estuviera bajo su control. La deidad intentaría rebelarse, pero los encantamientos
que le habían recluido en aquella tumba miles de años atrás, servirían también para ponerlo bajo su
control.
El momento de gloria de Kurt Zaitzer estaba al alcance de sus manos y nada podría impedírselo. Su
poder sería tan grande, que el mismísimo Fuhrer palidecería a su lado. Centró entonces la atención en
la efigie de Shiva tallada en el muro que sellaba el mausoleo y una sensación helada le recorrió la
espina dorsal. La imagen danzante con sus cuatro brazos y el rostro cruel parecía rebosante de vida y,
por un instante, creyó que aquellos ojos pétreos le desnudaban el alma.
—Es hora —ladró con sequedad, desentendiéndose del espeluznante bajorrelieve y volviéndose
hacia sus hombres.
Shimura repitió la orden en su propia lengua y los infantes tomaron posiciones cerca del muro.
Entonces, tres sujetos ingresaron al recinto con sendos tanques atados a sus espaldas y el rostro
cubierto con máscaras de gas. Los cautivos se apretujaron como animales en un matadero al percibir el
penetrante hedor a carburante que enviciaba la estancia.
Zaitzer le indicó al birmano que iniciara el cántico que liberaría a la deidad, consciente de que la
incineración de los aldeanos debería ser llevada a cabo en el momento preciso para que la ceremonia
tuviese éxito. Aquello era fundamental y era lo que en realidad le preocupaba de todo este asunto.
El oriental cubierto de tatuajes se arrodilló enfrente de la pared y empezó a recitar una monserga
impía que hizo eco en las columnas labradas y estremeció a los presentes. Los japoneses se removían
con nerviosismo mientras aquel cántico herético subía su cadencia y el pecho cetrino del sacerdote
parecía a punto de estallar. El Gruppenfuhrer experimentaba el mismo desasosiego, pero permanecía
impertérrito, como la efigie de piedra labrada que tenía enfrente.
Entonces, el birmano bajó el tono con violencia para reanudar la salmodia con más fuerza,
removiendo los miedos más viscerales y primigenios que un ser humano pudiera concebir. Por un
instante, Zaitzer estuvo a punto de dar media vuelta y salir de allí, pero su voluntad fanática consiguió
sofocar el espanto primitivo que ardía en sus entrañas. Contempló a Shimura por el rabillo de ojo y
pudo constatar que aquel sujeto había vaciado la vejiga al tiempo que un horror innombrable le
ensombrecía los rasgos sudorosos.
De pronto sucedió algo que le erizó los vellos del cuerpo. La piedra labrada comenzó a
resquebrajarse en los bordes y las columnas se tambalearon con un fuerte temblor. Algunos de los
japoneses perdieron el valor y, aterrados, corrieron fuera de la estancia. En ese preciso momento los
ojos de piedra de la efigie tallada cobraron vida con un resplandor ambarino y malsano. El sacerdote
oriental elevó el tono de su voz en una cadencia casi inhumana y Zaitzer comprendió que el momento
de holocausto había llegado.

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—¡Hacedlos arder! —gritó a todo pulmón, señalando a los horrorizados nativos que se apretujaban
en la poza circular.
Los portadores de los lanzallamas activaron los artilugios y un rumor sordo brotó de las mangueras
apuntadas hacia los indefensos civiles. Zaitzer abrió los ojos con emoción, atraído por el fulgor
magnético de los orbes de la efigie. Volvió la atención hacia el pozo y el clamor de los miserables que
arderían en nombre de Shiva.
De repente uno de los SS que portaba el lanzallamas giró y activó la flama en contra de sus propios
compañeros, los cuales se vieron envueltos en una tormenta ígnea que sofocó sus gritos de angustia y
sufrimiento antes de que los tanques cargados de combustible estallaran y convirtieran el lugar en un
verdadero infierno. El Gruppenfuhrer salió despedido contra la pared que sellaba la tumba del dios
oriental, y apenas fue consciente del caos y los gritos que se alzaban a su alrededor en medio de una
cacofonía demencial. Intentó levantarse, pero algo gélido y rugoso se lo impidió.
Los japoneses intentaron reaccionar, pero Jenkins, ataviado con el lanzallamas, no tuvo
misericordia de ellos y los encendió como velas de navidad. El hedor del combustible, el humo y la
carne quemada enrarecieron el ambiente y facilitaron la fuga de los nativos que no habían muerto en la
explosión. El británico avanzó en medio del infierno, encendiendo a todo aquel que se le ponía
enfrente como si se tratase de un implacable heraldo de Hades. De pronto, un grito angustioso se alzó
por encima del pandemonio de la conflagración y le obligó a volver la atención hacia la tenebrosa efigie
de Shiva. Lo que vio quedó grabado en su mente por el resto de sus días.
El oficial nazi que dirigía la ceremonia se encontraba empotrado en la piedra. Sus piernas y brazos
parecían haberse fundido con la roca viva y el resto de su atormentada humanidad se debatía contra
una fuerza invisible que le arrastraba hacia el interior del muro de mármol como a un insecto atrapado
en una telaraña. Horrorizado, Jenkins captó unos ojos malévolos refulgiendo en medio de la piedra
tallada y descubrió que las manos labradas de la efigie eran las que arrastraban el cuerpo de
infortunado alemán, fundiéndolo con el pétreo y sólido muro. Lo último que el inglés vio de Zaitzer fue
un terror inhumano en su expresión enloquecida antes de formar parte del intrincado relieve del
mausoleo.
En ese momento de vacilante horror, Jenkins sintió un golpe que le arrebató el aliento y le arrojó
contra los cuerpos chamuscados desperdigados a su alrededor. Se volvió con esfuerzo en medio de una
cruenta agonía. Un hombre con medio rostro quemado soltaba el fusil y arremetía contra él blandiendo
una espada samurái y gritando como un poseso. Una ráfaga de ametralladora hizo eco en las paredes
de piedra y el japonés se deshizo a sus pies con el pecho deshecho.
Charlotte surgió de las sombras con la Sten humeante entre las manos, sin ocultar su espanto ante
el dantesco espectáculo que atestiguaban sus ojos. La mujer parpadeó al reconocer a Jenkins
enfundado en aquel uniforme de las SS. Se acercó con angustia y le ayudó a librarse de la correas del
lanzallamas. El tanque había sido perforado por la bala y había conseguido atenuar el efecto del
impacto. Una sonrisa triste se materializó en el semblante tiznado del agente británico.
—Ha sido una suerte que el combustible se hubiera agotado por completo— musitó, tratando de
erguirse con dificultad y maldiciendo a causa de la herida—.De otro modo hubiese ardido como un tea.
Una figura cetrina surgió como un espectro en medio de la sofocante humareda. Sus rasgos
angustiados y sudorosos se inclinaron a un lado de los occidentales.
—¡Por Brahma que lo habéis conseguido!—exclamó emocionado el sacerdote indio, abrazando a
Jenkins y provocándole una oleada de dolor—. Los dioses sean loados, habéis librado a la humanidad
de un mal innombrable.
—Está bien —jadeó el inglés—, pero ahora necesito que nos saques de este infierno. —Miró a
Charlotte que se ponía de pie al escuchar gritos en alemán y pasos apresurados en la extensa galería de
acceso.
Entonces la edificación tembló y se removió cuando los explosivos plantados por la chica detonaron
y hundieron el pasaje en medio de una tormenta de polvo y escombros, sepultando a todos los que allí
se encontraban.

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Jenkins experimentó un ramalazo de agonía y se vio arrojado a un pozo de lóbrego que le absorbió
el alma. Lo último que sintió fue la mano de Charlotte aferrándole los dedos como si su vida
dependiera de ello.
Despertó con suave rumor del motor del bote. Abrió los ojos y sintió una explosión de dolor en las
pupilas que empeoró al intentar levantarse. Tenía el abdomen vendado y lo que primero que vio fue al
sacerdote indio sentado a su lado.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió pasándose la mano por el rostro sudoroso. El sol ardía con toda su
gloria en el firmamento y el hedor de las marismas le invadía los pulmones provocándole náuseas.
En ese momento Charlotte apareció en su campo de visión. Los ojos de jade resplandecían de
manera maravillosa, combinando a la perfección con la chaqueta de infante alemán que le cubría su
voluptuosa humanidad.
—Conseguimos escapar del mausoleo a través de unas criptas que nuestro amigo conocía. —Miró
al indio, quien en aquel momento se apropiaba del timón de la embarcación que había pertenecido a
los alemanes—. Fue una suerte encontrar el bote en buenas condiciones.
Para Jenkins los recuerdos de lo acontecido la noche anterior no eran más que una serie de escenas
inconexas cargadas de tensión. Sabía que había evitado que algo espantoso fuese liberado en el
mundo, pero en aquel momento hubiera deseado que todo esto desapareciera de su mente. Se
estremeció al rememorar los gritos del oficial nazi al ser absorbido por la pared. Agitó la cabeza al
recordar también los ojos cargados de malignidad de la efigie de Shiva. Sin embargo, se sorprendió al
comprender que después de haber sido testigo de aquel horror sobrenatural no había perdido la
cordura.
Estiró el brazo y tomó un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta de Charlotte. La fémina le encendió el
pitillo y le estudió con una picardía que despertó la libido del inglés. A pesar de todo esbozó una
sonrisa que la chica le devolvió. Tal vez la conclusión de aquel espantoso asunto tendría un final feliz.
—¿Ahora qué haremos? —le interrogó Charlotte acariciándole el rostro macilento—.No podremos
volver a Hanói después de lo sucedido.
Jenkins se alzó de hombros y dejó escapar el humo con lentitud.
—Debemos buscar la manera de alcanzar Birmania o la India —manifestó con un gesto
meditabundo, atrayéndola hacia él—. Será un viaje largo y peligroso y debemos estar juntos para
protegernos mutuamente.
Charlotte sonrió y le acercó los labios dejando que su aliento le invadiera.
—Entonces no me separaré de usted ni un segundo, señor Jenkins.
—Llámame Paul —le musitó al oído antes de besarla con pasión a pesar del condenado dolor que le
arañaba la espalda.
FIN.

Innsmouth
Juan Pablo Goñi Capurro. Selección AP2015

Nos apeamos de la combi junto a una garita destinada a recoger pasajeros. Éramos tres, los diez
compañeros de excursión habían decidido pasar el día en Newburyport, ajenos por completo al mundo
Lovecraft. Ellos estaban felices por el paseo por Tarrytown y Salem; amantes de Irving y de Miller, se
habían extasiado frente a las casas de ladrillo bien rojo y a las señoriales edificaciones de piedra. Si bien
reconozco que era posible imaginar el pavor que producirían esos mamotretos por las noches,
doscientos años antes, ausentes la iluminación pública y las prolijas refacciones actuales, poco
influyeron en mi ánimo estos sitios. El jinete sin cabeza tenía lo suyo, pero las brujas de Salem
pertenecen a la historia y no al mundo del terror, en todo caso, del terror literario. No fueron más que
el producto de una histeria colectiva dentro de mentes perturbadas por la religión de aquel entonces.
En cambio, Innsmouth era aterrador de por sí.

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Desde que abandonamos Newburyport me sentí protagonista de un suceso único. Mis dos
compañeros protestaron por la falta de solidaridad de los desertores; me tenía sin cuidado su ausencia,
solo aduje que la causa de su abandono tenía que ver con un miedo que no confesaban, un temor
auténtico de enfrentar a un mundo horrendo sin la protección de señalizaciones, decorados bonitos y
mapa explicativo. Fue mi única contribución al diálogo. La carretera a Rowley, por la que circulábamos,
atrajo toda mi atención. Aproveché la ventaja que nos daba ser pocos; cada uno podía acceder a las
amplias ventanillas que daban a ambos lados de la ruta. Me pasé cada minuto buscando indicios que
ayudaran a confirmar mi teoría. La misma vista, que concordaba con las descripciones del paraje, las
marismas y pantanos que comenzaron a aparecer, las pendientes del camino, me entusiasmaron. Mi fe
se acrecentó durante ese trayecto, que mis acompañantes dedicaron a dormitar por intervalos y a
despotricar contra los ausentes en sus momentos de sobriedad.
Utilizo el nosotros y me refiero a ellos como mis acompañantes, pero no formábamos un grupo en
sí ni habíamos llegado al tour por los mismos motivos. Clifton, flaco y desgarbado profesor
universitario, tenía tanto interés en Lovecraft como en los otros escritores que componían el periplo.
Trabajaba en un libro que pretendía desenterrar las auténticas causas por la cuales la literatura de
terror americano había escogido Nueva Inglaterra como escenario de su relatos más célebres. Como
tal, se había dedicado a tomar fotos de todos los ángulos de las edificaciones y paisajes recorridos, y se
aprestaba a hacer lo propio con la zona donde se ubicarían Arkham, Innsmouth y el Arrecife del Diablo.
Bill Corrigan, el tercer integrante de la excursión del día, era sí un amante del autor del «Extraño
Caso de Dexter Ward» y tantas otras maravillas. Pensaba recorrer las marismas y llegar hasta el mar, al
igual que yo. Pese a compartir la admiración por Lovecraft, los orígenes de la misma no eran
equivalentes. Yo admiraba su talento descriptivo, la prosa en sí. En cambio, Bill idolatraba su
imaginación. Jamás podríamos ponernos de acuerdo en ese punto; yo estaba convencido de que los
mundos de las novelas no eran ficticios sino reales. Y me encontraba en ese paseo por los escenarios
tétricos de Nueva Inglaterra con el fin de hallar elementos que me permitieran demostrarlo. Por
supuesto, no expresé mi convencimiento a mis compañeros del día.
El chofer viró y regresó a Newburyport. Nos recogería a las seis de la tarde, en nuestra mochilas
cargábamos la vianda del almuerzo y un litro de agua mineral. Desde la ruta misma, a pasos de la
parada, podíamos divisar el mar, a lo lejos. Eran cerca de las diez de una mañana fresca, de cielo
límpido, en pleno otoño, detalle que sí había apreciado en las arboledas entrevistas en los días
anteriores. En las tierras frente a nuestra vista, no había árboles sino vegetación baja. Tanto Clifton
como Bill, extrajeron sus binoculares y atisbaron el horizonte, quizá procurando ver formaciones
rocosas en las cuales se inspirara Lovecraft. Como estaba convencido de la existencia real de
Innsmouth, así como del Arrecife del Diablo, no perdí tiempo en ello y comencé a caminar en dirección
al mar.
Me detuvieron mis compañeros. Pretendían que camináramos juntos para sacar fotos de las
lagunas que se formaban, así como de la fauna que halláramos en ellas. Les manifesté mis propósitos;
intentaron disuadirme, expresando que las marismas eran traicioneras, que no había caminos y que la
propia costa estaba demasiado lejos para alcanzarla y retornar en el horario previsto. Rechacé sus
intentos, marqué el punto de la parada en el GPS de mi celular y me alejé, a buen ritmo, frente a sus
miradas reprobatorias. Allá ellos, no estaba de safari fotográfico.
Media hora más tarde acepté que sus argumentos no eran infundados. Los declives me habían
hecho perder de vista el mar y el avance se demoraba por la ausencia de trazos firmes. Muchas huellas
sí, pero todas se interrumpían por formaciones densas de arbustos o por la presencia del agua.
Consideré que era lógico que así fuera, de otra forma el mismo conductor nos hubiera llevado a la
orilla. Me detuve a beber. Retomé mi excursión y comencé a trepar una pendiente. Desde allí vi un
puente rudimentario. Me alegré. Era corto, de maderas pálidas, y algunos tramos faltaban. Por debajo
corría un riacho angosto. Al cruzarlo, sentí en carne propia el trayecto del viejo autobús de Sargent, que
llevó al protagonista de “La sombra sobre Innsmouth” hasta la ciudad maldita. Aunque por ese puente
no podía pasar más que un ser humano, no dejaba de ser un signo de presencia de seres vivientes en la
zona.

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Una vez que lo crucé, descendí y probé el agua. Dulce, era un riacho. Continué avanzando, el mar se
ofrecía otra vez como un horizonte alcanzable. Traté de mantenerme en las partes altas. Lo conseguía
por tramos, cada tanto era inevitable dar un rodeo a causa de peñascos u hondonadas repentinas.
Descansé junto a una roca. Me quité la mochila, dispuesto a comer un sándwich de pavita. El sol se
acercaba al cenit. Un sonido me sobresaltó. Era muy débil, pero suficiente para inquietarme; mis
compañeros de travesía habían quedado fuera de mi vista. Me levanté con cuidado; muy cerca, los
pajonales tenían movimiento. Me tranquilicé, debía tratarse de un animal pequeño. Me acerqué, corrí
unas matas y di con una rana. Me asusté y, en el retroceso, caí al piso. Me puse de pie de inmediato,
angustiado.
¿Cómo no estarlo? Los Profundos de aquella parte del mundo eran peces-rana. Así como los
habitantes de Innsmouth nacían como humanos y de a poco iban adquiriendo los rasgos horrendos del
séquito de Cthulhu, ¿por qué no podía acontecer lo mismo con las ranas? Quizás, los Profundos a falta
de hombres habían copulado con ranas y así mantenían viva la raza. ¿Cómo no temer a una rana en ese
paraje? Pese al miedo, decidí que lo más inteligente sería observar con atención al batracio en
búsqueda de rasgos anormales. Volví a cargar mi mochila y me acerqué al sitio donde la había
descubierto.
Apenas la divisé, tras correr unos juncos, la rana comenzó a saltar, alejándose en dirección al mar.
La seguí. Cada tanto, desaparecía entre la vegetación. Lo extraño era que entonces la rana comenzaba
a dar saltos en el lugar, informándome de su presencia, para comenzar a moverse cuando me tenía a la
vista. Llegamos así al borde de otra de las lagunas propias de la zona. Me agaché para beber un trago y
descubrí que el agua era salobre. Deduje que esa zona había estado bajo las aguas. Como el suelo
estaba bien seco alrededor, estimé que esas crecidas debían ser extraordinarias y que no me hallaba en
peligro. La rana parecía aguardarme, a unos diez metros a mi derecha. Siguiéndola, pude cruzar por
una zona que apenas tenía cinco centímetros de un lodo liviano. Tras sortear ese obstáculo, noté que la
tierra tenía ya partes arenosas. Más símbolos. ¿Y si Innsmouth se hallaba sumergida y por eso la daban
como imaginaria? Quizá nos encontrábamos en un período donde el océano se hallaba en retroceso y
podría advertir signos del lugar.
Con nuevos bríos, continué tras la senda que mi guía marcaba con sus saltos. Ignoro si los
centímetros recorridos en cada uno eran similares a los de las ranas comunes, jamás había seguido a
uno de esos pequeños animales con anterioridad. Tampoco podía comprobar la existencia de rasgos
extraños en ella, no me permitía acercarme lo suficiente. Le basta con saberme cerca. Y juro que no era
mi imaginación, habían pasado no menos de cuarenta minutos desde que la viera y cada vez me
internaba más en las cercanías de la costa. Pasó a ser común la presencia de lenguas de arena,
reafirmando una avanzada marina en otro tiempo. En una de las pendientes que subí, mi pie dio con un
obstáculo que me hizo tambalear. Recuperado el equilibrio, me agaché para ver de qué se trataba.
Por debajo de pastos altos, había una especie de planta rastrera, de hojas verdes más oscuras.
Parecía henchida, como si hubiera una insignificante loma bajo ella. Hundí mis manos, arranqué un
buen tramo de follaje y lo que vi, detuvo por un instante mi corazón.
Herrumbrado, bajo la vegetación, hallé un riel de ferrocarril. No dudé, sólo podía tratarse del
ferrocarril de Innsmouth. Cuando alcé la vista para buscar a la rana, había desaparecido. Comprendí,
me había puesto en camino y, terminada su misión se marchaba. Permanecí unos segundos de pie,
estudiando las perspectivas. Mi decisión no variaba, quería descubrir la ciudad que en teoría había
imaginado mi autor preferido. Aun así, las implicancias de ello afectaron la seguridad de mi afirmación,
¿si estaba la ciudad, qué me garantizaba que no hubiera peces-rana en ella? Estudié la chance de reunir
a mis dos compañeros, para socorrernos en caso de complicaciones. Atisbé pero no pude dar con ellos,
me había adentrado demasiado en el territorio de las marismas. El mar se hallaba más cercano y se
veía una hilera de rocas, apenas sobre la superficie del agua, varios kilómetros mar adentro. De sólo
pensar que podía tratarse del arrecife buscado, reuní el valor suficiente para continuar mi aventura.
Seguir el riel fue más difícil de que lo auguré. La leve ondulación bajo el matorral era suficiente para
saber que estaba debajo, sin necesidad de perder horas arrancando plantas. Aun así, el tránsito era
interrumpido por arbustos mayores y por los mismos obstáculos que encontrara antes. No obstante,
mantenía siempre una altura estimable sobre el resto del páramo. Alcancé así un punto donde sólo

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esta línea férrea se mantenía sobre las aguas. La laguna era mucho mayor que las que había surcado,
las aguas se movían en oleadas y se formaba espuma. La débil línea verde que garantizaba el cruce era
muy angosta, como si el otro riel hubiera desaparecido ya. La distancia al próximo promontorio era no
menor a quinientos metros, quizás más. Decidí comer, el sol había transitado el cenit, indicando que
superábamos el mediodía.
Una vez abastecido y satisfecha mi sed, decidí afrontar el desafío. Con temor y lentitud, exagerando
el cuidado en colocar el pie para no caer a las aguas, fui avanzando. Al mirar hacia abajo, noté piedras
en hilera. Me detuve y me puse en cuclillas; observé que eran restos de una construcción. Mis
sospechas se acercaban a la realidad. No era Innsmouth ni ninguna ciudad, solo una casa derruida. Pero
era un resto sumergido de una vida anterior. Aceleré el ritmo de mis pasos y percibí varias moles
oscuras bajo las aguas antes de llegar a la siguiente franja de suelo firme. Lamenté que mis compañeros
no estuvieran allí, sus prismáticos me hubieran sido de mucha utilidad. La lengua de tierra era angosta
y por delante tenía mar, no más línea férrea. Tampoco se trataba de la orilla. Más adelante había
verde, pero mucho más adelante. Asomándome al límite de aquel providencial punto de mira, descubrí
muchas casas, una junto a la otra, casi tocando la superficie de las aguas mansas.
Quizá fue un acto de locura, pero me dije que por esos techos podría llegar hasta el nuevo límite y
la orilla del mar. Las rocas emergentes de las aguas se notaban con más visibilidad. Piedras oscuras,
más allá de ese litoral verde que me puse como próximo destino. Con todo el arrojo que encontré en
mi ánimo, salté hacia un techo sumergido. Zozobré, las chapas sobre las que asenté mis pies se
sacudieron, pero me mantuve erguido. El agua me daba a los tobillos. Recorrí todo ese techo. Había
otro a continuación. No me planteé qué haría cuando diera con una calle, demasiado entusiasmado
estaba ante mi descubrimiento. Ida adelantándome en una especie de zigzag, hasta que llegué al borde
de la edificación. Noté el espacio de la calle y del otro lado, otra línea de casas de alto. No alcanzaba a
divisar el piso de la ciudad sumergida. Tenía dos opciones, nadar ese trecho y continuar camino, o
retroceder a la seguridad de la tierra firme, dando por concluida mi excursión. Calculando que sólo
debía afrontar como máximo diez metros, cometí el error de quitarme mis ropas, dejarlas sobre la
mochila y zambullirme.
El agua era fría; Había colocado mis zapatillas bajo la mochila y podía verla, como si flotara
milagrosamente. Serviría como indicador para el regreso. Aliviado, di diez brazadas y me topé con un
letrero saliente de otro edificio. Subí y volví a alzarme. Me froté los brazos, aterido. Advertí un reflejo
blanco. Agucé la vista, los pocos centímetros que superaban la línea de flotación me llevaron a asumir
que se trataba de una cúpula, ¿la de la refinería? Era riesgoso llegar a nado hasta allí. No sólo había
calles sino también avenidas y plazas, conforme el relato. ¿Si me perdía en el camino y me cansaba
antes de hallar otro techo sobre el cual hacer pie? Las aguas eran oscuras cando se superaba el metro
de profundidad, bucear sin equipos no me permitiría vislumbrar más de lo ya visto. Decidí intentarlo.
Volví a nadar hasta dar con un tejado a dos aguas. Mis piernas se entumecían. El objeto blanco se
mantenía a la vista, casi en dirección a los arrecifes. Busqué el punto más alto del tejado y me subí.
Caminé haciendo equilibrio, un pie de cada lado, rogando que las tejas se mantuvieran en sus
posiciones. Recorrí casi cincuenta metros hasta que di con el final. Había allí una corriente de agua,
perpendicular a mi avance. Debía tratarse de una avenida, las calles superadas no provocaban ese
efecto. Entre la placidez casi lacustre, una amplia masa de agua se movía en dirección al mar. Tras unos
minutos de observación, noté que volvía sobre sus pasos, como si chocara con los límites y
retrocediera. Oí sonidos extraños. Ranas croando con un sonido distinto a las ranas comunes. Tomé
aire con fuerza y el olor a pescado inundó mis narinas. Me estremecí.
Como si el sol hubiera echado adrede uno de sus rayos, observé reflejos plateados en la citada
corriente. Ya no se trataba del temor a ser arrastrado por las aguas; ¿qué otra cosa podían ser sino
peces-rana esos ejemplares que circulaban en la correntada? El olor a pescado creció y se multiplicaron
los reflejos plateados, la corriente pululaba de viajeros. Podían ser peces que aún no hubieran
desarrollado su parte anfibia, me dije para calmarme. El efecto de la afirmación duró diez segundos, los
que tardó en montarse sobre un techo cercano un ejemplar indescriptible.
La cabeza de pez, medio cuerpo escamoso, y las patas de rana. El olor me golpeó como si fueran
cientos de ejemplares. La orientación del viento me salvó, el pez me buscaba hacia el mar. Comencé a

261
retroceder, tratando de ser silencioso. Empero, cuando estaba casi junto a la calle anterior, una teja se
soltó, resbalé y mi rodilla golpeó contra el material. Alcancé a aferrarme y quedé colgando, con el
cuerpo bajo las aguas. El dolor de la rodilla era muy intenso. Por el rabillo del ojo percibí que el pez-
rana miraba en mi dirección, sus ojos abierto. Dio un aullido agudo, entremezclado con un croar.
Reaccioné con todas mis fuerzas; me solté y me empujé del borde del techo, impulsándome más cerca
del fin de la calle. Braceé hasta dar con otro edificio y subirme. Me sentía firme si podía estar de pie. El
pez rana avanzaba dando brincos, acercándose a la calle. Otros dos treparon al techo que acababa de
abandonar; eran más corpulentos, se movían bamboleantes, obligados al equilibrio como yo antes.
Digo que de pie me sentía seguro porque eran ejemplares bajos, no llegaban a mi cintura. Corrí
sobre las chapas, olvidando mis cuidados anteriores, dirigiéndome en línea oblicua a la mochila. De allí,
pocos pasos me restaban para dar con la tierra firme y luego seguir la angosta línea del riel
sobreviviente. Por la torpeza de su avance, resultaba claro que no me atraparían en plena carrera.
Llegué así a la última calle a surcar, lo haría en diagonal para tardar menos. Volteé. Eran más de doce
los ejemplares que venían a por mí, todos pequeños pero gruesos, de andar oscilante o de pequeños
saltos. En el agua estaría en desventaja pero no había forma de evitarlo. Me lancé, brincando con el
resto de energía de mis músculos. Nadé, consciente del olor a pescado y de los sonidos horrendos que
estaban mucho más cercanos.
Me apoyé en el techo, la mochila estaba a cinco pasos. Desde mi puesto, controlé la persecución:
los engendros avanzaban con la misma torpeza; cuando eché un vistazo a la superficie vacía, la calle
que acababa de cruzar, noté que varias flechas veloces, no menos de veinte, se acercaban a mi
ubicación. Demasiado. Giré para tomar la mochila y correr. Fue imposible. De la nada, un horrendo ser,
de unos cuarenta centímetros de alto, dio un brinco y se colocó sobre mis petates. Las patas eran de
rana pero revestidas de una piel semejante a la de los dragones de los cuentos; las escamas brillaban y
los ojos eran profundos, fijos y profundos. La boca estaba provista de dientes como la de un tiburón.
Los ruidos de mis perseguidores se acercaron y los sentí sobre mi espalda. No tenía más escape. Di un
paso y otro hacia la mochila. Advertí la tensión en las patas del monstruo y noté que preparaba un
salto. Ambos nos observamos, desafiantes. El ser saltó, en tanto yo daba otro paso y me ponía en
cuclillas. Las garras de sus patas me arañaron toda la espalda, poniéndome en carne viva, pero el
monstruo siguió de largo y cayó al agua, quizá chocando con uno de sus congéneres.
No perdí tiempo observándolo, tomé la mochila y las zapatillas y corrí por el techo. Me calcé en la
tierra, sin atarme los cordones. Tampoco me vestí, ¿cómo podía perder tiempo cuando no menos de
veinte de esos seres estaban ya sobre el techo que acababa de abandonar? Corrí, sintiendo puntadas
en el costado, hasta que volví a dar con el solitario riel. Las aguas de esta laguna se veían más
amenazantes. Me aterró pensar que allí también hubiera engendros malignos. Recuperé aire. No vi a
mis perseguidores pero sí vi que se movían los juncos junto a la ciudad sumergida. Me ajusté bien la
mochila y retomé la carrera. Por la mitad del camino di un paso en falso y caí, golpeando con mi
entrepierna el riel cubierto de maleza. El dolor fue terrible y fui incapaz de reprimir un grito. Para mi
horror, a la derecha, unos doscientos metros adentro de la laguna, saltaron del agua doce cabezas
plateadas.
Sin hacer caso al dolor e ignorando si sangraba o si aún tenía el mismo sexo, retomé el trote,
angustiado. Una vez superada la laguna, abandoné los rieles, que volvían a ser dos. Abrí la mochila;
llevaba un suéter, que me coloqué, y un pulverizador con un compuesto calmante, que eché sobre mi
rodilla y mis partes. Me encontraba oculto por un peñasco, incapaz de retomar la marcha de
inmediato. Calculé que les había sacado una buena ventaja hasta que una brisa me volvió a arrojar el
hedor a pescado podrido. Repugnado, bebí el último sorbo de agua de mi botella, y me dispuse a una
nueva corrida. En ese momento, un chillido inenarrable, mezclado con el croar de miles o millones de
ranas, retumbó a mi izquierda. Me paralicé. La sumatoria de gemidos y aullidos y todo tipo de voces
extrañas continuó, cada vez más alto. De a poco, comprendí que eran lejanos.
Manteniéndome agachado, avancé. Tomé el celular, apenas mojado, de entre lo que quedaba en la
mochila, y luego la arrojé al piso. El GPS no funcionaba. Miré hacia el cielo, tan celeste como el resto
del día. Seguir al sol significaba ir hacia el oeste, alejarme del mar y dar con la ruta. Allí buscaría la
parada. Continué a gachas, esta vez no me preocupé por eludir los charcos y los pequeños ojos de

262
agua. Surqué decidido la zona pantanosa, embarrándome hasta las rodillas, dispuesto a no perder un
segundo. Pasaron diez minutos hasta que tomé conciencia que los gritos, por nombrarlos de alguna
forma, habían desaparecido. Como no sabía si era positivo o negativo que ello sucediera, continué
inclinado hasta que la cintura se convirtió en un foco de dolor insoportable. Me senté sobre una piedra
lisa, y estiré mis músculos. Estaba en una hondonada profunda, donde llevaba un buen rato. Acometí la
trepada del borde.
Me costó una energía que pensé que ya no poseía. Aferrándome de unas matas bien enraizadas, icé
mi cabeza hasta el borde; con sumo cuidado, fui subiendo hasta que mis ojos pudieran descubrir que
nuevos peligros me aguardaban. Dio el suspiro más extenso de mi vida al ver el reflejo del sol sobre el
asfalto, a menos de diez metros. A gatas llegué a la línea de la superficie y me encaminé a la ruta que
me volvería a la civilización, a asustarme con películas y libros, que para eso están. Sonó el celular,
volvía la señal. De gusto, vi la garita a trescientos metros sin necesidad de ubicarla con el GPS. Eran las
cinco y media de la tarde, en media hora pasaría la combi. ¿Media hora? Volví a asustarme. ¿Cómo los
contendría media hora más, agotado como estaba?
Me acerqué a la garita con desconfianza. Desierta. Ni Clifton ni Bill habían retornado de sus paseos
fotográficos. Recuerdo que los envidié, no habrían pasado por el verdadero infierno que padecí. La
ruta, desolada. Mejor, ¿cómo explicaría mi desnudez que el suéter no bastaba para cubrir? Agudicé los
oídos. Solo el leve sonido de la brisa que acariciaba los juncos. Observé en todas las direcciones sin
advertir movimientos extraños en los pajonales o en las aguas más cercanas, casi charcas. Me senté y
salté de inmediato; el sol había dado de lleno sobre el asiento de cemento y estaba muy caliente para
mi piel desnuda. Empero, el calor me vendría bien para recuperar fuerzas; aprovechando la soledad,
me quité el suéter y lo extendí sobre el banco. Me tiré encima, buscando que mi piel helada recuperara
temperatura.
El cansancio me llevó a dormir. Me despertaron los bocinazos. Me levanté, brusco y asustado.
Desde el asiento del conductor, Charles, nuestro chofer guía, me observaba, dudando entre reír o
preocuparse por mi estado. Ya había girado la combi en dirección a Newburyport. Tomé el suéter, me
lo coloqué y trepé de inmediato al vehículo. Charles me preguntó por los otros; le respondí que
ignoraba su paradero y le pedí que partiéramos. Se negó, pretextando que debía regresar con todos.
Protesté, esgrimiendo que eran más de las seis de la tarde, punto previsto para el retorno. Tras varios
intercambios, donde me negué a relatarle lo sucedido, pautamos media hora de espera. Me
tranquilicé, los seres no podrían acercarse sin ser vistos y, apenas esto sucediera, Charles no precisaría
que lo empujara a huir de allí.
Me coloqué un pantalón de jean, cubierto de grasa, que nuestro chofer llevaba consigo ante la
posibilidad de desperfectos mecánicos que obligaran a su intervención. Poco me preocupó su suciedad.
Tardé un buen rato hasta darme cuenta de lo sucedido, no estaba preparado para relacionar la falta de
mis compañeros de viaje con los aullidos terribles que oyera la última vez. El temblor comenzó a
ganarme y la preocupación de Charles aumentó. Él también efectuó una relación con los ausentes, pero
con mi desnudez y mi piel de gallina.
-Les dije, mil veces les dije que no se metieran en las lagunas, que son peligrosas, que hay pozos…
Insultó, golpeó el volante de la combi y arrancó, con un diagnóstico de la situación claro. Tres
imbéciles de ciudad se habían metido en las marismas, dos se habían ahogado y el tercero estaba a
punto de morir de hipotermia. Fue fácil deducirlo ente la ristra de insultos. Intuía que sucedería lo que
aconteció: la empresa fue condenada por la muerte de Bill y de Clifton, aunque sus cuerpos no fueron
rescatados, y a mí me otorgaron también un resarcimiento, pese a la amonestación por haber
desobedecido las indicaciones del guía. De esta forma, no hubo necesidad de relatar mi experiencia,
que permaneció atormentándome a solas desde entonces, impidiendo que disfrute de una sola noche
completa de sueño en tres años.
Así hubiera quedado, guardada para mí, el extravagante vecino que sufre un ataque de pánico ante
la vista de una rana, de no ser por el aviso que hallé la semana pasada en la red, donde la empresa
informa que reanuda su tour por los «Parajes del Horror», incluyendo, como corresponde, la zona
donde Lovecraft colocó su pueblo imaginario.

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Las botas de los Médicis. Por Pearl Norton Swet
«The Medici Boots» (Pearl Norton Swet. Weird Tales August-September 1936).
Traducido por Irene A. Míguez Valero.

[Apuntes del editor: Pearl Norton Swet fue una de las muchas escritoras que trabajaron para la
revista Weird Tales; aunque no precisamente una de las más conocidas, a pesar de haber contribuido
con algunos de los mejores títulos de horror que dicha revista publicó en los años treinta: Tiger's Eye
(1930); The Man Who Never Came Back (1932); The Medici Boots (1936).

***

Las botas adornadas con amatistas habían sido usadas por una malvada libertina en la Florencia del
Medioevo… Pero, ¿qué maléfico poder permanecería vivo en las botas hasta llegar a nuestros días?

***

Durante cincuenta años descansaron bajo un cristal en el Museo Dickerson y se las conoció como
“Las botas de los Médicis”. Estaban fabricadas en un cuero color crema, tan flexible como las manos de
una joven, enhebradas en plata, decoradas con sedas de zafiro y escarlata y, colocada en cada una de
las puntas, había una pálida y encantadora amatista. Así eran las botas de los Médicis.
El viejo Silas Dickerson, trotamundos y coleccionista, había adquirido las botas en una polvorienta
tienda en Florencia cuando era un joven ansioso por viajar y correr aventuras. Los años pasaron y Silas
Dickerson se convirtió en un anciano de temblorosas manos con las venas visibles, señal de la fiebre
intermitente que precede a la muerte.
Cuando tenía noventa años y sus años de rodar por el mundo habían llegado a su fin, Silas
Dickerson falleció una mañana, mientras descansaba en una silla veneciana de respaldo alto, en su
museo privado. Las pinturas del siglo XIV chapadas en oro, los estandartes procesionales japoneses, los
huesos de un santo de Normandía robados… Todos los preciados trofeos de sus viajes observaron
impasibles el cadáver del anciano durante horas hasta que su ama de llaves lo encontró.
El nonagenario estaba sentado con la cabeza echada hacia atrás, apoyada en el tapiz de la silla, con
los ojos cerrados y sus huesudos brazos extendidos a lo largo de los brazos de la silla excelentemente
tallada. En su regazo se encontraban las botas de los Médicis.
Era mediodía cuando lo encontraron. La luz rozaba las amatistas concediéndoles un brillo insolente
y que hacía que pareciera que las piedras violetas estuvieran mirando a Marthe, la vieja ama de llaves.
Marthe murmuró una oración y se santiguó, antes de correr como un conejo asustado con la
noticia de la muerte del señor.

***

Los únicos parientes vivos de Silas Dickerson, los tres jóvenes Delameter, no se tomaron demasiado
en serio la nota que encontraron entre los papeles sobre su escritorio y que el viejo Silas había
redactado. Estaba dirigida a John Delameter, su sobrino favorito. Pero tanto la hermosa mujer de John,
Suzanne, como su hermano gemelo, el doctor Eric, la leyeron por encima del hombro de John y los tres
se sonrieron con aire condescendiente. El viejo Dickerson había escrito sobre cosas incomprensibles
para los jóvenes de hoy en día: «La colección de mi museo privado es tuya, John. Puedes hacer con ella
lo que tengas a bien. Sólo una sugerencia: Me atrevería a aventurar que la Sociedad de Anticuarios
estaría dispuesta a quitarte de las manos muchas de las piezas, pues pocas son las que carecen de un
valor especial, excepto para mí. Finalmente, me gustaría que hicieras algo por mí: las botas de los
Médicis de cuero color marfil deben ser o bien destruidas o bien confinadas para siempre a una vitrina
de un museo público. Yo me decantaría por su completa destrucción, pues son una posesión peligrosa.
Esas botas han asistido a los adúlteros encuentros tan celebrados en los escandalosos versos de

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Lorenzo, el Magnífico. Fueron además calzadas por una asesina y maldecidas por la Iglesia como arreos
del demonio, incitando al que las lleva a intrigas y actos infames. No es mi deseo incordiaros con toda
su espantosa historia, pero repito: son una pertenencia peligrosa. Me he asegurado de mantenerlas
bajo llave, en una urna, durante más de cincuenta años. ¡Destruye las botas de los Médicis antes de
que ellas te destruyan a ti!».
—¡Pero si estaban con él!—gritó Suzanne—. Tu tío tenía las botas en la mano cuando Marthe lo
encontró.
John releyó la nota y miró pensativo a su joven mujer. —Sí. Quizás se estuviera preparando para
destruirlas en aquel momento. Desde luego, también creo que el pobre anciano se tomaba las cosas
demasiado en serio… Era ya muy viejo, ya sabes, y Marthe dice que prácticamente vivía aquí, en su
museo.
—¿Y por qué acusar de peligrosas a un par de botas? Claro que todos sabemos que los Médicis eran
bastante perversos, pero las botas de los Médicis… Eso es ridículo, John. Además…—Suzanne hizo una
pausa provocativa y colocó sus rojos labios en posición de hacer pucheros. Entonces se miró los pies
tan elegantemente calzados—. Además, me gustaría probarme esas botas Médicis… Sólo por una vez.
Creo que son preciosas.
John fruncía el ceño, tan absorto que apenas oyó la sugerencia de su mujer y se dirigió a Eric con un
tono un tanto preocupado.
—Creo que el tío se estaba preparando para destruir esas botas la misma mañana en la que murió.
Si no, ¿por qué las habría de sacar de su vitrina después de cincuenta años?
—Puede que tengas razón, John. Esa nota fue escrita al menos un mes antes de la muerte del tío,
fíjate en la fecha. Yo creo que estuvo dándole muchas vueltas a la idea de dejarle esas botas a alguien
que le importase. ¡Pobre viejo!
—Yo no creo que fuera desdichado, Eric. Él hizo realidad sus sueños de aventura mucho más de lo
que la mayoría de la gente lo logra. Cr… Creo que voy a hacer lo que él dice. Destruiré las botas de los
Médicis.
—Si te sientes mejor así— aprobó su hermano. Suzanne, por su parte, no decía nada. Estaba
absorta mirándose los pies, frunciendo los labios, reflexiva, mientras se imaginaba calzándose las botas
de los Médicis con sus vistosos bordados.
John pareció sentirse aliviado con su decisión. —Sí, lo mejor será que lo haga. Volveremos a la
ciudad en unos días. El viejo Erskine, ya sabes, el abogado del tío, va a venir esta tarde. Entonces Susie
y yo pronto estaremos de viaje… Viena, París, los Alpes… Gracias al tío.
—A lo mejor piensas que no estoy agradecido por la oportunidad de poder seguir trabajando en el
Hospital Johns Hopkins—explicó Eric.
No volvieron a hablar más de las botas de los Médicis.

***

El sordo y anciano abogado de la herencia Dickerson había llegado y Suzanne, con ese aire relajado
que formaba parte de su encanto, se había ocupado de acomodarlo.
A las siete se sirvió una magnífica cena en la terraza cubierta del salón iluminada con luces tenues.
Las estrellas reforzaban la sutil iluminación de las dos lamparillas rosadas de la mesa y el aroma a
incienso les llegaba del jardín gracias a la oscilación de los sauces al lado de la piscina rodeada de
piedras.
Cuando terminaron de cenar, John sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño libro con
sobrecubierta de cuero blando. Apartó el plato del postre y posó el libro sobre la mesa, dándole
golpecitos mientras hablaba.
—Ésta es la historia de las botas de los Médicis, estaba en la caja fuerte del museo. Después de
todo lo que ha dicho el tío sobre ellas, deberíamos leerla, ¿no creéis?—Y, volviéndose hacia el veterano
abogado, le habló de la carta donde Silas Dickerson se refería a las botas.
Erskine sacudió la cabeza con gesto incrédulo, sonriendo: —La mayoría de los coleccionistas
desarrollan un exagerado sentido de lo sobrenatural. Léela, por favor… Apuesto a que es interesante.

265
—Eso, John, léela —exclamaron Suzanne y Eric casi al unísono.
Así pues, John leyó la historia de las botas de los Médicis a la luz rosada de las lamparillas. No era
una historia larga y se trataba de una traducción anónima, pero mientras John la leía sus oyentes le
escucharon casi hipnotizados. Casi no respiraban y pareció como si la preciosa noche de verano tomara
un cariz de peligro.
«He vivido durante mucho tiempo en el palacio de Juliano de Médici. Ahora soy una mujer anciana,
tal y como se calculan los años en este lugar infame, aunque en realidad tengo cincuenta y tres años.
Separada de mi prometido, engañada, vendida al laberinto de mármol de este odioso palacio…
Todo esto fue mucho antes de que se me quebrase el alma y yo tuviera que seguir adelante,
cubriéndome de joyas y ataviándome con elegantes vestidos florentinos de seda. Fui denominada la
amante más hermosa de cualquiera de los Médicis. La gente me sonreía con condescendencia, me
adulaban a causa de los favores que mi señor recibía y también se burlaban obscenamente de mí en las
orgías que tenían lugar en el gran salón de banquetes del palacio.
Pero el recuerdo de mi amor perdido estaba tan apuntalado en mi corazón que el dolor hizo que mi
alma se volviese oscura por el odio hacia los Médicis y toda su estirpe. Yo, que tan solo había soñado
con una casa humilde, un marido atento de cabello oscuro y unos inocentes retoños, había sido
reducida a una mera herramienta de la infamia de los Médicis.
Con el tiempo empecé a sentirme más cercana al diablo y a barajar la posibilidad de sellar un pacto
con él.
En secreto, y con una euforia creciente, me citaba frecuentemente con una vieja bruja repugnante
cuyo nombre era ya anatema para el beato pueblo de Florencia. Su morada, que parecía una ratonera,
se encontraba en cierta calle bulliciosa de la ciudad y en ella me impartió aquellos terribles secretos de
las Artes Oscuras que guardaba en su alma. Solo el hecho de pagarla con el oro de los Médicis era
divertido.
Mientras que su corrupción suscitaba miedo entre la propia familia Médici, a mí, en cambio, me
provocaba una especie de valentía temeraria. Fui yo quien envenenó el vino de muchos insensatos
Médicis. Fui yo quien clavó la punta de una daga en el corazón del viejo Príncipe de Vittorio, cuyas
tierras, poder y palacios eran codiciados por mi señor, Juliano.
Después de un tiempo, empecé a regodearme en el derramamiento de sangre; la agonía de
aquellos que bebieron de una copa envenenada se volvió más interesante que la adulación que recibía
de los seguidores de los Médicis. Incluso las señoras de la casa de los Médicis me honraban de manera
sutil con su mordaz amistad.
A través de su simpatía fue cómo concebí mi plan de dulce venganza sobre los monstruos que
habían arruinado mi vida. Con un odio tan grande hirviendo en mi alma que mi cabeza daba vueltas,
mis sentidos vibraban y el corazón se me subía a la garganta como una llamarada, maldije tres objetos
de exquisita belleza con todo el fervor de mis recién aprendidas lecciones en la tradición satánica.
Presenté, pues, estos tres hermosos objetos a tres señoras de la casa de los Médicis... Y se los
presenté con melifluas palabras de fingida humildad. El primero: un collar de oro engarzado con
piedras preciosas. Le prometí mi alma al diablo y deseé que el collar se apretase en la suave garganta
de una señora Médici mientras dormía, y la estrangulara hasta matarla. El segundo: una pulsera de
filigrana y zafiros para que con su secreta aguja de plata atravesara la vena azul de la muñeca de una
Médici de forma que su vida se fuera drenando y conociera el terror que la casa de los Médicis había
infligido sobre otros.
El último y más ingenioso: un par de botas color crema, maleables, bordadas en plata y seda, e
incrustadas de amatistas, las joyas de mi compromiso. Maldije las botas con todo mi odio, deseando
que aquella mujer que las calzara matase tal y como yo había matado, envenenase como yo había
envenenado, abandonase todos sus anhelos de hogar y marido y viviese en la inmoralidad y el mal. De
esta manera maldije las hermosas botas olvidando, cegada por el odio, que quizás otra persona aparte
de una Médici podría calzarlas en los años venideros y convertirse así en una marioneta del diablo,
igual que lo soy yo ahora.

266
Mientras yo viva, los Médicis tendrán las botas, de eso estoy segura. Pero después… Sólo puedo
esperar que esta cruenta historia de las botas sea encontrada cuando yo ya no esté y sirva de
advertencia.
He vivido lo suficiente para ver cómo mis regalos eran recibidos y utilizados y me he reído por
dentro al ver a mis maldiciones traer muerte, terror y mal a tres mujeres Médicis. No sé lo que será de
la cadena dorada, la pulsera o las botas. Éstas últimas puede que acaben perdidas o robadas, o puede
que se queden en un palacio Médici durante años. Sin embargo, la maldición no desaparecerá hasta
que hayan sido destruidas. Por eso rezo para que ninguna mujer, excepto una Médici, se las calce
jamás.
Juro por mi vida y mientras cumplo las órdenes de los señores de Florencia, esos malditos Médicis,
que he contado la verdad. Espero que si después de muerta encuentran este libro, yo tenga noticias
para poder regocijarme desde el infierno.

MARÍA MÓDENA DE CAVOURI


Florencia, 1476»

***

—¡Vaya!—exclamó el viejo Erskine.


John se echó a reír. —No creo que esta encantadora historia hubiese sido más emocionante si la
hubiese leído del original. En italiano, claro. ¡Me pregunto de dónde la habrá sacado el tío! No hay
constancia de que formase parte de la biblioteca… Pero ahí estaba.
—Bueno, ¿entonces vas a destruir esas botas o no?—preguntó Eric sin asomo de broma.
Sin embargo, Suzanne exclamó riéndose: —¡No antes de que descubra si las mujeres Médicis tenían
un pie más pequeño que el mío! ¿Están todavía en el museo, John?
—No te molestes, querida. No son de tu tipo.
—Oh, no seas bobo, John. Estamos en el año 1935, no en el siglo XV—el grupo se unió en una
carcajada ante la espontaneidad de Suzanne.
El libro que contenía la historia de las botas de los Médicis parecía un mero libro de poesía
colocado sobre el mantel blanco.
Suzanne, cuya pálida tez contrastaba con la oscuridad de esa noche veraniega, estaba sentada en
silencio mientras los hombres hablaban de Silas Dickerson, su vida, su obsesión por el coleccionismo y
su muerte que le había llegado tan oportunamente en su museo. Eran casi las doce cuando Suzanne se
despidió de los hombres en la terraza con un discreto “buenas noches”, entró en la casa y cruzó el
salón en dirección hacia las escaleras.
Los hombres prosiguieron con su conversación. Por un momento John, mirando hacia el ala
sobresaliente donde se encontraba el museo, exclamó:
—Mira allí un momento. Ju… juraría que acabo de ver una luz en el museo.
—Lo cerraste, ¿no?—preguntó Eric.
—Por supuesto. La llave está arriba en mi escritorio. Mmm… Seguramente me lo he imaginado,
pero me ha parecido ver una luz hace un momento.
—Probablemente haya sido un reflejo de la ventana del salón. La vida en el campo te altera, John—
apuntó Eric con aire burlón.
Los hombres conversaron hasta desvelarse, negándose a abandonar la belleza de la noche. Eran
casi las dos cuando por fin entraron en la casa.
—Creo que no voy a molestar a Suzanne—comentó John. Dicho esto se fue a dormir a la enorme
cama de cuatro postes en una estancia al lado de la de su mujer. Eric y el viejo abogado dormían en las
habitaciones que se encontraban al otro lado del pasillo.

***

267
La tranquila noche de verano se cernió alrededor de la casa de Silas Dickerson y cuando la luna cayó
moribunda contra el banco de nubes, movido por un leve viento antes del amanecer, el joven doctor
Eric Delameter se despertó súbitamente con una sensación de aprensión angustiosa. No había cerrado
la puerta de su habitación con llave y ahora, en la penumbra, veía cómo se abría lentamente.
Una mano se agarró al borde de la puerta… La mano de una mujer, pequeña, pálida y enjoyada. Eric
se sentó tenso y erguido en el borde de la cama, escudriñando el cuarto en la oscuridad. Una figura
joven y esbelta, ataviada con un vestido largo y con cola se le acercó sonriendo. Era Suzanne.
Boquiabierto, Eric la observó acercarse hasta que se detuvo justo enfrente de él.
—¡Suzanne! ¿Estás dormida? Suzanne, ¿quieres que llame a John?
Pensó que quizás no debería despertarla; hay cosas que uno debía recordar acerca de los
sonámbulos, aunque los médicos se mostrasen escépticos al respecto.
A Eric también le había dejado perplejo su atuendo. No llevaba puesta una bata, sino un elaborado
vestido con cola y bordados de plata que brillaban débilmente. Sus cortos y morenos rizos estaban
recogidos en tres vueltas y enhebrados con perlas; sus delgados y blancos brazos cargados de
brazaletes. Las puntas de unos pequeños zapatos se asomaban por debajo de su vestido, unos
zapatitos de cuero color crema. Una amatista brillaba en cada uno de ellos.
La visión de estas puntas de amatista afectó de manera extraña a Eric, como si hubiera
contemplado algo espantoso y repulsivo. Se levantó y alargó una mano para tocar el brazo de Suzanne.
—Suzanne—dijo con suavidad—, deja que te lleve con John, ¿de acuerdo?
Suzanne le miró y entonces notó que sus ojos marrones, normalmente tan llenos de júbilo, estaban
totalmente apagados; no de sueño, sino con un aire de completo abandono. Sacudió suavemente la
cabeza, riéndose.
—No, John no. Te quiero a ti, Eric.
—¡Loca! ¡Suzanne debe de estar loca!—fue lo primero que se le pasó a Eric por la cabeza. Pero la
caricia de Suzanne fue más rápida que su pensamiento y colocando los brazos enjoyados alrededor de
su cuello, le besó y apretó sus rojos labios cálidamente contra los suyos.
—¡Suzanne! No sabes lo que estás haciendo—Eric agarró sus manos sujetándolas entre las suyas y,
con un movimiento que le habría parecido ridículo de haber podido ver la escena en una película, se
apresuró a sacarla de su habitación y la acompañó a la suya, que se encontraba al otro lado del pasillo.
Eric abrió su puerta suavemente y, sin ninguna delicadeza, empujó a Suzanne dentro de su
habitación. Parecía un animalillo histérico bufándole y clavándole las uñas hasta incluso arañarle la
mano. Sin embargo, cuando Eric pudo cerrar la puerta, ella no hizo amago de abrirla y después de un
momento regresó a su cuarto.

***

La boca de Eric formaba un rictus firme y su corazón le latía desenfrenado. Cerró su puerta dándole
vuelta a la llave silenciosamente. El día empezaba a clarear y al otro lado de su ventana el jardín parecía
un cuadro pastel, pero Eric no veía nada de esto. Apenas pensaba, aunque sus labios se movían como si
un caos de palabras estuviera peleándose en su boca por ser pronunciado.
Observó su mano y vio dos largos arañazos rojos de los que rezumaba un hilo de sangre. Después
de habérsela lavado, se tumbó en la cama y se tapó los ojos con el brazo, para ocultar la imagen de
Suzanne. Lo que más resaltaba sobre toda la mezcla de pensamientos eran las puntas brillantes de sus
zapatos, tal y como los había entrevisto a la tenue luz de su habitación cuando ella se le había
acercado.
—¡Llevaba puestas las botas de los Médicis! ¡Las botas Médicis! ¡Suzanne las ha debido de coger
del museo!—repetía constantemente—. ¡Las botas Médicis! ¡Las botas de los Médicis!
Eric temía bastante el desayuno, pero cuando bajó a las ocho y se dirigió a la terraza donde se había
dispuesto una rústica mesa que invitaba a sentarse, se encontró a John y al abogado esperándole. John
recibió a su hermano cálidamente.
—¡Buenos días, querido hermano! ¿Has dormido bien? ¿Por qué estás tan solemne? ¿No has
descansado?

268
—No, no. Estoy perfectamente—se apresuró a responder Eric, aliviado al ver que Suzanne no
estaba presente—. ¿No va a bajar Suzanne?—añadió con un titubeo casi imperceptible.
—No— respondió John de forma totalmente natural—. Parece que quiere dormir un poco más. Os
manda sus disculpas. Nos verá a la hora de comer.
—Menuda pesadilla tuve ayer. Soñé que una mujer con un deslumbrante vestido largo entraba en
mi habitación e intentaba apuñalarme. Esta mañana me he encontrado un vaso roto volcado encima de
mi mesita de noche y, pardiez, creo que me he debido de cortar con él—continuó John y, dicho esto, le
mostró un corte dentado en su muñeca: —Échale un vistazo, doctor Eric.
Eric observó el corte cuidadosamente.
—No es tan grave, pero podrías haberte desangrado si hubiera sido medio centímetro más a la
izquierda. Si quieres puedo encargarme de ello después de desayunar.
La voz de Eric estaba lo suficientemente tranquila, pero su pulso estaba acelerado y el corazón le
dolía. Se pasó toda la mañana cabalgando por el campo que colindaba con la hacienda Dickerson,
dejándole libertad a la yegua para que fuese cómo y a dónde quisiese, pues su mente estaba ocupada
con los acontecimientos de la pasada madrugada. Sabía que el corte en la muñeca de su hermano
había sido hecho con acero, no cristal. Sin embargo al término de su paseo a caballo no pudo reunir el
valor para hablarle a John sobre la visita de Suzanne.
—Debe de haber estado caminando sonámbula, aunque no tengo explicación para la manera en la
que estaba ataviada. Siempre había creído que Suzanne era extremadamente modesta en su manera
de vestir, desde luego no con tendencia a cargarse de joyas. ¡Y esas botas! John debe hacerse con ellas
hoy y destruirlas, como ya mencionó. Puede que sea absurdo, pero…—sus pensamientos siguieron,
siempre volviendo a las botas de los Médicis, a pesar de lo que le decía el sentido común.

***

A las once, Eric volvió de su paseo con la mente tan turbada como la tenía antes de haber salido.
Temía ver a Suzanne durante el almuerzo.
Cuando por fin se la encontró disfrutando del fresco a la sombra del porche con John y el señor
Erskine, se dio cuenta de que no había nada que temer. No se podía apreciar a la apasionada y
pegajosa mujer de los momentos previos al alba; solo a la Suzanne que Eric conocía y quería como a
una hermana.
Ahí estaba de nuevo la alegre y pequeña Suzanne, un poco consentida por su marido, es cierto,
pero una Suzanne dulcemente femenina que parecía casi infantil en su vestido blanco almidonado y
unas sandalias de tacón bajo. La conversación era agradable y transcurría lentamente… Sobre
galardones de tenis y caballos, de los excelentes delphiniums en el jardín, del pequeño gato maltés que
Suzanne había traído de los establos aquella misma mañana y que había instalado en el porche dentro
de una cesta decorada con un lazo rosa. Le enseñó el gatito a Eric sujetando cuidadosamente sus
pequeñas patas, acallando sus lastimeros maullidos con motes ridículos.
—Tal vez esté más loco de lo que pienso. Tal vez no ocurrió nunca y todo fue un sueño—se dijo
Eric, triste—. Y, sin embargo…
Se fijó en las marcas rojas en su mano, marcas hechas por la Suzanne furiosa de aquella
madrugada. También recordó el corte en la muñeca de John, tan próxima a la vena.
Eric rechazó la invitación de John para acompañarle al museo aquella tarde, pero le aconsejó con
un extraño tono de inseguridad: —Mientras estás allí, John, mejor deshazte de esas botas Médicis. Me
da escalofríos tenerlas por aquí.
—De acuerdo, las destruiré. Pero Suzanne está empecinada en probárselas. Me las llevaré, no
obstante, y haré como pidió el tío.
Eric se quedó en la terraza, especulando un poco sobre lo que John y Suzanne harían con la enorme
fortuna de Silas Dickerson ahora que les pertenecía. Eric no sentía envidia de la buena suerte de su
hermano y estaba agradecido por la parte que le había tocado gracias a la generosidad del viejo Silas.
A las cinco entró en el salón justo en el momento en que Suzanne salía corriendo de la cocina.
Extendió sus manos, sonriente.

269
—He hecho tortonis de almendra para el postre con mis propias manos. ¡El cocinero dice que soy
increíble! ¡Cada obra maestra irá colocada en un plato hondo de plata, con bolitas plateadas de
caramelo espolvoreadas sobre la nata montada rosa! ¡Aah!
Abrió mucho los ojos en señal de gula, bromeando. Eric olvidó por un momento que alguna vez
hubiese visto a otra Suzanne.
—No eres más que una niña pequeña, Suzie. ¡Fascinándote por natas montadas de color rosa! Pero
es muy dulce que te estés tomando la molestia de hacer esto en una tarde tan calurosa. ¡Os veo a ti y a
como sea que los llamas a la hora de la cena!
—Son tortonis, Eric, tortonis.
Suzanne subió corriendo las escaleras. Eric la siguió, más lentamente. Entró en su habitación
pensando que había algunas cosas en esa casa relacionadas con el museo que debían ser explicadas.

***

Veinte minutos antes de cenar, Eric y John estaban en la terraza esperando por Suzanne. John
estaba algo parlanchín, lo que estaba bastante bien, pues de no haber sido así seguramente se habría
preguntado por el silencio de su hermano. Eric se debatía entre el deseo de contarle a su hermano
sobre sus, muy a su pesar, sospechas acerca de las botas de los Médicis y Suzanne, y su inclinación a
dejar las cosas tal y como estaban hasta que las botas fueran destruidas.
De repente, Eric preguntó titubeante: —John, ¿tiene Suzanne esas… esas botas?
John soltó una risita: —Pues sí. Las he visto en su habitación. ¿Sabes que fue al museo ayer por la
noche y cogió esas botas? Sí que era una luz lo que vi en el museo. Era ella. Típico de Suzanne. Dice que
quiere ponérselas solo una vez para exorcizar al fantasma de... cómo se llama... María Módena.
Suzanne me ha comentado que no pudo dormir mucho ayer por la noche. Se levantó temprano y se las
probó. Bueno, creo que las destruiré mañana. Es la voluntad del tío, así que así lo haré.
—¿Se las probó? Bueno, si me preguntas a mí, yo diría que a Suzanne esa historia de las botas le ha
parecido demasiado emocionante. Es una historia impresionante. Seguro que el tío se la sabía de cabo
a rabo, ¿eh?
—Desde luego. Al menos en su carta se dejaba traslucir eso. Pero Suzanne vive en el presente, no
en el pasado como el tío y supongo que no se quedará satisfecha hasta que se ponga esas botas.
Aunque tengo que confesarte que la idea no me entusiasma mucho.
Eric sintió como si una descarga eléctrica le atravesara y declaró casi sin aliento: —No creo que
Suzanne deba tener las botas de los Médicis.
John le miró extrañado y se rió: —Nunca habría dicho que eras supersticioso, Eric. ¿De verdad crees
que…?
—No sé lo que creo, John. Pero si ella fuera mi esposa le quitaría esas botas inmediatamente.
Puede que el tío supiera de lo que estaba hablando.
—Bueno, creo que ella está decidida a ponérselas para cenar, así que prepárate para quedarte
deslumbrado. Mírala, ahí está. ¡Bienvenida, cielo!
Suzanne avanzó por la terraza con su reluciente vestido de color dorado y su pelo adornado con
perlas, tal y como Eric la había visto a la tenue luz de la madrugada. De nuevo, sus delgados brazos
estaban cargados con hileras de brazaletes y calzaba las botas de los Médicis con las puntas de
amatista asomándose por debajo de su resplandeciente vestido.
John, siempre dispuesto a hacer payasadas, se levantó y se agachó en señal de reverencia. —¡Salve,
emperadora! Oh, ése es el vestido que te compraste en Florencia durante nuestra luna de miel, ¿no? ¡Y
esas condenadas botas Médicis!
Suzanne extendió, severa, su mano para que se la besara.
John arqueó una ceja, divertido. —¿Qué ocurre, cariño? ¿Estás siendo regia conmigo?—Y
agarrándole la mano le besó cada uno de sus dedos.
Suzanne apartó su mano con desdén y la mirada que le lanzó a su marido pareció a la vez altiva y
maligna. Sin embargo, a Eric le dedicó una mirada que fue una caricia abierta e inclinándose hacia él

270
posó una mano en su brazo a la vez que él se colocaba al lado de su silla, con los labios apretados y sin
mirar al dolido desconcierto de su hermano John.
Los tres se sentaron entonces en las sillas de mimbre y esperaron a la cena. Tres personas
experimentando distintas emociones a cual más extraña. John estaba dolido y empezaba a perder la
paciencia con su mujer; Eric estaba furioso con Suzanne, aunque su corazón le decía que la Suzanne
sentada a su lado no era la Suzanne que ellos conocían, sino una cruel extraña, producto de una fuerza
siniestra, desconocida y fascinante.
Nadie que mirara a la Suzanne de labios color carmín y belleza de párpados pesados podría haber
pasado por alto que ahí se encontraba una mujer peligrosamente sutil, poseedora de un poder más
devastador que el de los relámpagos que de vez en cuando parpadeaban por encima de las copas de
los árboles en el jardín. Eric percibió esto y en su mente se empezó a formar una cautela, una defensa,
en contra de esta mujer que no era Suzanne.
—Nada de cenar al aire libre hoy—apuntó John al ver cómo el cielo se oscurecía y veteaba con
repentinos golpes de luz verdeazulada. —Va a llover. Se avecina una buena tormenta.
—A mí me gusta—replicó Suzanne aspirando hondo el sofocante aire.
John se rió: —¿Desde cuándo, mi amor? Si normalmente tiemblas y te estremeces cada vez que hay
tormenta.
Suzanne le ignoró y en cambio sonrió a Eric añadiendo en tono bajo: —Y si me diera por perder la
valentía tú te encargarías de mí, ¿no es verdad, Eric?
Antes de que Eric pudiera responder, la cena fue anunciada. Con un sentimiento de alivio pero
también de terror, Eric se dio cuenta de que esa cena se iba a complicar.
John le ofreció el brazo a su mujer sonriéndole y esperando una sonrisa a cambio, pero Suzanne se
encogió de hombros y, en un tono cariñoso, entonó:
—¿Eric?

***

Eric se inclinó rígido y le ofreció su brazo mientras John caminaba lentamente a su lado con el
semblante preocupado y el ánimo ausente. Durante la cena, sin embargo, intentó revivir la exigua
conversación. Suzanne hablaba con frases secas y cortantes y su elección de palabras le pareció extraña
a Eric, casi como si estuviera traduciendo sus pensamientos desde un idioma extranjero.
Finalmente, le llegó el turno al prometido postre de Suzanne: presentado en bandejas de plata
mostraba una apariencia fresca y apetitosa. Eric vio la oportunidad de tornar la conversación más
natural y anunció alegremente: —Johnny, tu mujer es un chef, un famoso chef pastelero. ¡Contempla el
trabajo que ha llevado a cabo con sus manos! ¿Qué dijiste que era, Suzanne?
—¿Esto? Oh… No sé cómo se llama.
—Pero si esta tarde cuando estabas saliendo de la cocina… ¿No dijiste que era almendra o algo así?
Ella sacudió la cabeza sonriendo: —Puede que lo sea. No tengo ni idea.
La doncella había dejado el carrito con los tres recipientes para postre de plata delante de Suzanne
para que pudiera darle el toque final espolvoreando exquisitos caramelos plateados. Con delicadeza,
Suzanne espolvoreó las relucientes bolitas sobre la espumosa crema. Eric, observándola, no se
sorprendió al ver cómo, con una destreza digna de un prestidigitador, rociaba uno de los platos con una
película de un polvo rosado que no podía ser detectado después de haber caído sobre la nata rosa.
Esperando a ver qué ocurría, observó cómo Suzanne pasaba los platos y le ofrecía el que estaba
cubierto con el polvo a John. Fue entonces cuando su atención fue atraída por la entrada del gato
maltés. Era tan pequeño y parecía tan valiente en su veloz tambaleo por el brillante suelo, con su
pequeña cola alzada como una vela, que John y Eric se rieron a carcajadas.
Suzanne ignoró a la criatura y se dio la vuelta. El gatito, sin embargo, se acercó a su silla, alargó una
pata y clavó sus curvadas uñas en el delicado tejido del vestido de Suzanne. En ese momento, su cara
se distorsionó de rabia y, con los labios apretados, le dio una salvaje patada al gatito. A Eric le pareció
que las amatistas en las botas de los Médicis centellearon con un fulgor malicioso a la luz de la gran
araña del techo.

271
El gatito fue lanzado unos tres metros y se quedó tumbado jadeando ligeramente.
John se levantó de un salto: —¡Suzanne! ¿Cómo has podido?—. Cogió entonces al gatito en brazos
y lo tranquilizó.
—¡Dios mío, su corazón está latiendo como un martinete!—exclamó—. No entiendo lo que está
pasando, Suzanne…
Cuando el gatito empezó a calmarse, John agarró una hoja de las rosas en el centro floral de la
mesa y la untó de la nata rosa de su postre con una cuchara. Después colocó al gatito a su lado en el
suelo.
—Aquí tienes, pequeñín. Lame esto. Es comida sofisticada. Suzanne lo siente, sé que sí.
El gatito devoró la nata con la avaricia característica de su especie cubriendo su pequeña nariz y
bigotes con una capa de color rosáceo. Suzanne se recostó en su silla acariciando sus brazaletes y con
la mirada fija en la cara de Eric. John observaba al gatito y Eric también lo hacía… muy tenso, pues
presentía lo que iba a ocurrirle.
El gatito terminó la nata, lamió sus patas y bigotes y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.
Entonces empezó a girar en una convulsión frenética y después de unos instantes cayó muerto sobre su
espalda con su pequeña lengua asomándose por la boca y las patas rígidas.
Afuera se observaba el resplandor de la tormenta y la luz verde amarillenta de los rayos
zigzagueantes hacía que la araña de luces resplandeciese de una manera enfermiza. Los truenos
resonaban como tambores sordos.
De pronto Suzanne empezó a reírse a carcajadas, unas carcajadas maléficas y terribles. Acto
seguido al resplandor de un relámpago, la gran araña del techo se apagó. La habitación se cernió en
una oscuridad total. La lluvia podía oírse azotando el jardín y batiendo las ventanas.
—No tengas miedo, Suzanne—la atenta voz de John fue seguida por un rápido movimiento desde
el lado de la mesa donde se encontraba Suzanne.
Una explosión de luz verdeazulada iluminó la estancia por un instante y Eric vio a Suzanne
forcejeando con su marido mientras levantaba uno de los brazos enjoyados con el que sostenía una
brillante daga.

***

De un salto prácticamente automático, Eric llegó hasta ellos y golpeó el cuchillo que Suzanne tenía
en la mano. Y, como si la furia de la tormenta y la locura de Suzanne se hubieran agotado al mismo
tiempo, la fuerte lluvia y los relámpagos se pararon abruptamente y Suzanne dejó de forcejear.
—Enciende las velas, Eric. ¡Rápido! Las que están en el marco de la chimenea a tu derecha.
¡Suzanne está herida!
A la pálida luz oscilante de las velas, Eric vio a Suzanne desplomada en los brazos de John. El
dobladillo de su vestido dorado estaba manchado de rojo y uno de los zapatitos de color crema se
estaba empapando en la sangre proveniente de un corte en uno de sus empeines.
—Pongámosla en el asiento de la ventana, Eric. ¡Ayúdala! ¡Ay, cariño, no te quejes así! —no había
reproche en la voz de John, solo compasión.
Eric se quitó su abrigo y se remangó. Su boca estaba muy tensa, sus manos firmes, su voz tenía un
tono profesional y seco. —Quítale esos zapatos, John. Volverá a ser… ella misma. Quiero decir que
volverá a ser Suzanne… no una asesina de los Médicis. ¡Quítaselas, John! Son las culpables de todo
esto.
—Quieres decir que…—balbuceó John con labios temblorosos y casi sin aliento.
—Quiero decir que esas botas infernales han transformado a Suzanne, una dulce y encantadora
muchacha, en… Bueno, haz lo que te digo. Ahora vuelvo con gasas y algunas cosas que necesito.
Cuando Eric volvió apresurándose había tres sirvientes agrupados en la puerta del comedor. Les
habló de una manera brusca y se retiraron con los ojos como platos y susurrando entre sí. Eric
entonces cerró la puerta.
Mientras las hojas mojadas golpeaban suavemente las ventanas y las estrellas se peleaban por
hacerse paso a través de las nubes, Eric trabajó en silencio y con la destreza y seriedad propias de un

272
profesional experimentado. Las únicas fuentes de luz de las que disponía eran la linterna que John
sujetaba con sus temblorosas manos y la de las titilantes velas. Los plomos se habían fundido debido a
la tormenta.
—Ya está—gruñó Eric satisfecho. Los dos hermanos observaban de pie a Suzanne, que parecía
dormida. Su vestido dorado brillaba con la luz trémula de las velas y las perlas se escurrían de su oscura
cabellera. Las botas de los Médicis, ya reblandecidas por la sangre, estaban tiradas en una esquina, a
donde Eric las había lanzado.
—Si yo fuese tú, no le contaría nada de lo sucedido cuando despierte, John.
—Hay algo que no me has contado, ¿no, Eric? ¿Algo sobre… las botas de los Médicis?
Eric miró fijamente a su hermano: —Así es, John; y después de que te lo haya contado, esas botas
tienen que ser destruidas. Las quemaremos esta misma noche. No deberíamos mover a Suzanne ahora.
Vayamos afuera, a la terraza… Está todo mojado pero al menos hay aire fresco. Oye, ¿has olido… algo
raro?
Pues cuando pasaron al lado de la esquina donde estaban tiradas las botas de los Médicis
empapadas en sangre, Eric habría jurado que una peste horrible e insultante provenía de allí… Un
insoportable hedor a pasado, a pura maldad y a muerte sangrienta.

Raupauch
Andrés A. Toro Contreras. Selección AP2015

Calado de cabo a rabo, extenuado y apuñalado en una pierna, fue la forma en que llegué hasta un
castillo enclavado en la cima de un espolón rocoso. Huía de Rottenshire y me dirigía hacia la localidad
de Gomorum, pues era prófugo declarado de la ley. El porqué de mi delito es un asunto que no atañe a
esta historia. Baste decir que había cometido un robo…, y un doble asesinato.
Debido a la maldición que pendía sobre el bosque que separaba a los dos poblados referidos, había
procurado seguir un camino alternativo; era mucho más largo, aunque del todo seguro.
La lluvia y el viento arreciaban la noche, y el firmamento era un vasto imperio de nubes
entrelazadas. Ansioso ante la perspectiva de hallar cobijo en el castillo que divisara tras la oscuridad,
apuré la marcha de mi montura. De cuando en cuando, estriados rayos desventraban el firmamento, y
me permitían distinguir la silueta de tan propicia construcción. Un abandono generalizado se aferraba a
la fortaleza, y los implacables dedos de la ruina ya habían comenzado a deshacer sus murallas.
Al cabo me planté en su puente levadizo. Éste se encontraba tendido y en un estado miserable,
forrado a cal y canto por un manto de musgo fétido, lo cual confirmó mi primera impresión de soledad.
Sin perder más tiempo, instalé mi caballo en una especie de establo bien pertrechado, e hice
ingreso a las dependencias. El aposento que destinara para mí, estaba situado en una atalaya aislada
del grueso del edificio, aunque algo cerca de la cuadra. No quise alejarme mucho en mi búsqueda, pues
una vaga aprensión de naturaleza indefinible, me había saltado al pecho luego de arribar a la fortaleza.
Atribuí ese sentimiento al temor de ser apresado por los hombres que me daban caza; sin embargo...
Una empinada escalera de caracol conducía a la alcoba, cuya puerta estaba abierta. Allí, la negrura
arrimada en su umbral me recibió sonriente. A punto estaba de trasponer su entrada, cuando detrás de
mí se coló una corriente de aire que emitió un quejido lastimero. El rostro se me contrajo en un
respingo, y en un acto reflejo empuñé mi daga; tal era el estado de mis nervios. Secándome el sudor de
la frente, respiré hondo e intenté calmarme. Con mano temblorosa aumenté la mecha de la linterna, y
al amparo del círculo de luz obtenido, me sumergí de lleno en el túmulo de tinieblas ahí anidadas.
No fue necesario terminar de dar el primer paso, para que el olor a rancio que flotaba en aquella
estancia silenciosa, brincara y me bofeteara el rostro. Lo enrarecido del aire hizo que la llama de mi
lámpara parpadeara sofocada. El frío era intenso. La negrura profunda, casi palpable, dotada de una
anómala cualidad de vida que oprimía el alma.
Empapado de una desconfianza que me entumecía el pecho, di dos trancos más y choqué de lleno
con un escritorio circular volcado en el suelo. Lo opaco de su color había hecho que no reparara en su

273
presencia. Levanté con cuidado el mueble y encima de él puse la lámpara. Gracias a la tenue claridad
que se derramó alrededor de la mesa, pude distinguir la vaga silueta de un sillón tapizado.
Acomodados en él había dos candelabros y un pequeño libro encuadernado que llamó especialmente
mi atención.
—Una cuota de lectura —dije en voz baja—, podrá ayudarme a conciliar el sueño que tanto
necesito.
A continuación, tomé el libro y lo dejé en la mesa. Después encendí las bujías de los candelabros,
cuyas lenguas de fuego no disminuyeron en nada la pesada lobreguez del ambiente. Si es que quería
llegar a dormir en algún momento en ese reducto de tinieblas, cavilé, primero debía erradicar la
tensión que acusaba. Y sólo haciendo un examen minucioso de la alcoba, conseguiría a la postre
aplacar tan persistente desasosiego que turbaba mi ánimo. Por esta razón, me dispuse a recorrer el
cuarto portando los candiles que descubriera.
Las decoraciones que alcancé a reconocer eran numerosas y de una antigua data. En cada una de
éstas se avisaba un dejo del sombrío estilo gótico, insinuando la opulencia extinta de un perdido linaje.
¿Qué habría sido de sus integrantes…?
Un fino manto de polvo se adhería a cuanto había, y por doquier se registraban los delicados
tejidos de las arañas. Aquí y allá, dispuestos en soportes de bronce, se distribuían una serie de trofeos
heráldicos, y majestuosos tapices colgaban de las enmohecidas paredes. Las escenas que éstos
albergaban eran tan variadas como variadas eran sus formas y tamaños. Sin embargo, algo tenían en
común… una especie de melancolía enfermiza y profunda.
Después de avanzar un poco más, a la luz de las llamas divisé la forma de un lecho espacioso,
bosquejado entre crespones de negrura. Rojos doseles de terciopelo yacían aferrados en sus esquinas,
y un espejo de cuerpo completo había sido puesto a sus pies. A menos de un metro del espejo,
encontré dos candiles, los cuales resolví prender de inmediato. Tras esto, las sombras retrocedieron
unas zancadas, y pude contemplar un grotesco bufón de porcelana —achaparrado y torcido—, al lado
de una imponente armadura medieval. Su súbita aparición me heló la sangre en las venas, y durante
una fracción de segundo, estuve clavado al suelo. Juraba haber visto a dos horrendos demonios
surgidos de la nada, los cuales me conducirían a las perdidas cavernas del tártaro por los crímenes que
perpetrase.
Para evitarme futuros sobresaltos, dejé uno de los candelabros que portaba a los pies del deforme
bufón. Los amarillentos resplandores que le bañaron el rostro, dotaron a sus facciones de una vida
artificiosa e impropia. Todavía afectado por la impresión sufrida, aparté hastiado los ojos de él.
Seguidamente, levanté el candelabro con el que me quedara, y moviéndolo en círculos, escruté los
silenciosos dominios del recinto. Su tamaño superaba con creces las dimensiones que había
especulado. Había un gran ventanal ataviado con cortinajes medio podridos, y el aposento estaba
repleto de recovecos y nichos, los que fui revisando uno a uno. En el primero de éstos hallé un bastón
—el que fue muy útil a la hora de aliviar el dolor que sentía al apoyar mi muslo lesionado—, y en los
restantes encontré varias velas sueltas y en total seis palmatorias que encendí para mi alivio. Las
dispuse en el piso de tal guisa que se mantuvieron separadas por una longitud similar, formando así
una hilera en que la luz y la negrura se sucedían una a la otra.
Las velas sobrantes las guardé en caso de necesitarlas durante la noche.
Durante una media hora, a lo sumo, me dediqué a la meticulosa inspección de la estancia. Acabado
mi examen, podía afirmar convencido que estaba solo. ¡Solo y seguro!
Satisfecho de mi registro, fui hasta la puerta del cuarto y la cerré. Luego arrastré el escritorio que
levantara del piso y lo ubiqué cerca del lecho. Lo mismo hice con la silla, pues antes de entregarme al
descanso, necesitaba revisar las joyas que había hurtado.
Me senté, saqué de mi bolsillo la funda de cuero en la que guardaba mi botín, y lo vertí
cuidadosamente en la superficie de la mesa. Los rayos de la lámpara y el candelabro hicieron brillar a
cada una de las piedras. Sublimes destellos rojos, azules y verdes bañaron mis facciones de encanto y
belleza sublime. Estaba fascinado, embobado, y una carcajada gutural se me escapó de los labios. Su
brusca estridencia quebró el silencio de la estancia, y sin saber por qué, me asusté del ruido que
produjera. Los vellos de mi nuca se erizaron.

274
Al instante tapé las gemas y miré en torno. A mi derecha estaba la puerta debidamente atrancada
con el pasador, y a la izquierda —cuales islas de claridad flotando en un océano de tinieblas—, las
parpadeantes palmatorias que dispusiera al fondo de la alcoba.
A modo de precaución, al cabo juzgué conveniente encender las velas que me sobraran y las planté
en los bordes de la mesa, pues la oscuridad seguía estimulando vivamente mi imaginación. Así terminé
convirtiendo aquel mueble en una especie de reducto con el cual me mantendría a salvo del influjo de
las sombras. Los numerosos rayos lucharon contra la penumbra que me rodeaba, y aunque ésta
continuó casi indemne, los contornos de un nicho a mi espalda se delinearon en el espejo. Giré la
cabeza, y proyectando el fulgor de una vela en su dirección, escruté la inadvertida oquedad.
En ella había un retrato femenino de considerable tamaño, y a su lado, una marca rectangular y de
un color algo más claro que el de la pared; indicio de que otra obra ocupara ese espacio en el pasado.
Aunque era capaz de percibir los detalles de la pintura que no había sido removida, los hilos de una
atracción irresistible me urgieron ir hacia ella y disfrutar de los encantos de la doncella dibujada.
Ayudándome del bastón y portando un par de bujías, di las tres zancadas que me apartaban del objeto
de mi interés.
Tal como había columbrado, se trataba del retrato de una hermosa joven sentada en una silla de
elevado respaldo. Al contemplar de cerca su regio atractivo, un temblor me sacudió por entero. Había
oído hablar de los amores repentinos que a veces asaltan a las personas melancólicas, cuando la pasión
reprimida que sobrellevan oculta, se fija en un rostro determinado. Tampoco desconocía la influencia
fatal que esa obsesión enfermiza les producía. Y sí, lo admito, me reía sin tapujos de la debilidad de
esos seres. Empero, ahora era yo el que experimentaba una atracción violenta e inmediata por aquella
doncella... Yo mismo, que minutos antes sufriera los embates de un miedo absurdo. ¿Qué me
sucedía…?
La joven no era muy alta ni voluptuosa, pero la exquisita pureza de sus rasgos y contornos, el
insondable azul de sus ojos abismales, y la curva sensual de sus labios, encendían el anhelo irrefrenable
de hundirse en el vacío de su belleza asfixiante. Ésta se hallaba peinando su dorada cabellera al interior
de un dormitorio pequeño, y un delgado atavío tapaba en parte la perfecta armonía de su cuerpo ya
desarrollado. En el fondo de la escena destacaba un balcón sin cortinajes, cuyos postigos abiertos
dejaban entrar la plateada luz de la luna. La puerta de acceso al dormitorio, justo en la esquina
contraria a la del balcón, estaba cerrada del todo. Aparte de estos detalles, nada más se lograba
percibir en la bruma opaca que envolvía al cuarto de la cautivadora doncella.
Como creación artística el retrato era admirable, de una ejecución soberbia que por mucho ganaba
en calidad a los tapices de intrincado tejido que viese inicialmente. Casi parecía que la propia alma de la
joven hubiese sido plasmada y atrapada en la tela del cuadro. Lo único que desentonaba en aquella
representación, era la ambigua malicia que se desprendía de sus ojos, la misma que le estampaba a su
sonrisa un dejo de sutil y desconcertante vileza. Una vileza que cautivaba por lo equívoco de su
existencia, pues era improbable que un rostro tan encantador se aunase a una naturaleza perversa.
Calmado el ardor de la singular atracción que padeciera, me dispuse a retornar al sillón a fin de
depositar las joyas en su bolsa. Pero al voltearme, la punta del bastón topó con algo sólido sumergido
en las mansas tinieblas del piso. De inmediato bajé las velas, y su resplandor evidenció el marco de una
pintura recubierta de polvo. La alcé cuidadosamente, y obedeciendo a un capricho del momento,
decidí colgarla en el lugar libre junto a la joven de ojos desconcertantes. Al hacerlo, una araña furtiva
salió disparada del cuadro nuevo, y cruzando veloz la anchura del retrato contiguo, se perdió en una
fisura de la pared.
No bien hube limpiado el lienzo que descubriera, la imagen en él estampada me mostró su odioso
contenido: un hombre ahorcado en un árbol. Aunque el motivo de por sí era chocante y de mal gusto
—más aun teniendo en cuenta lo tétrico de la estancia en que me hallaba—, la singular desprolijidad
de las pinceladas que lo componían, centuplicaba su natural grotesco. En el acto un súbito escalofrío
me recorrió el espinazo.
El pobre sujeto había sido dibujado pendiendo rígido desde una de las retorcidas ramas de un
árbol, a unos tres metros del suelo. La ropa que lucía estaba hecha harapos, y dejaban entrever los
estragos que obrara en su cuerpo la inanición y la tortura. La cabeza, ladeada hacia la izquierda, le

275
reposaba sobre el pecho desnudo, y sus muñecas estaban inmovilizadas mediante unas cadenas de
sólida factura. Una larga cabellera le embozaba a medias el rostro, y parado en uno de sus hombros, un
cuervo siniestro le picoteaba la cara y le vaciaba las cuencas oculares. A diferencia del otro cuadro que
rezumaba una calidad artística ostentosa, éste parecía más bien un boceto preparativo, inacabado, sólo
coloreado de modo egoísta con distintos matices de gris, lo que imprimía un toque fantástico y
sepulcral a la escena toda.
Con un sentimiento extraño y difícil de precisar, planté las velas que llevaba en las umbrías
entrañas del nicho. No quería dejar en mi retaguardia una lúgubre cavidad que me diera motivos para
crear insanas quimeras. Hecho esto, retorné al grato esplendor del escritorio.
Ya reclinado en el envés del sillón, procedí a contar y meter cada una de las valiosas gemas en la
funda de cuero. Mientras esto hacía, con el rabillo del ojo continué observando los trazos de las
pinturas reflejadas en el espejo ante mí. El ocasional parpadeo de las bujías bajo ellas, hacía que el
crepúsculo allí estancado se revolviese y brincara, jaspeando de macabras tonalidades sus telas.
Escasos minutos me tomó completar la tarea de guardar debidamente las joyas, e introducirlas de
vuelta a mi bolsillo. Posteriormente, cogí el libro que sorprendiera en un principio arriba del asiento, y
paseé mi vista en su ajada cubierta. Como ya he dicho con anterioridad, estaba seguro que la lectura de
algunos de sus pasajes me ayudaría a combatir el insomnio que desvelaba mi mente.
Carente de un rótulo o título que diera una vaga idea de su contenido, aquel tomo parecía estar en
blanco. Lo abrí al azar y empecé a revisar sus carcomidas hojas, amarillentas a causa de los años. Para
mi sorpresa, las tiesas cuartillas estaban escritas a mano, y lo delicado de su caligrafía sugería su
pertenencia a una mujer. ¿Sería ella la encantadora moza tan prodigiosamente retratada? Además,
debido a la invariable sucesión cronológica de las fechas, comprendí que se trataba de un íntimo diario
de vida.
Aunque el idioma empleado en la redacción del texto era el inglés, lo arcaico de su estilo, junto a lo
desvanecido de la tinta, me dificultaron la comprensión de sus desvaídas líneas. No obstante, poco a
poco fui descifrando las palabras apuntadas, y la fluidez de mi lectura no demoró en tornarse
aceptable. Así, las ideas que registrara su dueña en un pasado remoto y olvidado, cobraron pleno
significado en el presente. Y a medida que iba entendiendo los terribles párrafos, un extraño
estremecimiento, un malestar del alma que superaba con creces el padecido al arribar al castillo, se
fue apoderando de mí. Pese a esto, seguí leyendo. Experimentaba la misma sensación de un hombre
que está sometido al influjo de un hechizo supremo.
En la primera hoja que el capricho de mis dedos escogiera, decía:

« 5 de Enero, 1721.
¡Muerto! ¡Hoy mi hijo ha nacido muerto! ¡Ha sido una experiencia terrible!
El sueño que albergaba de ser madre, y moderar así en parte la aversión que siento por un
matrimonio impuesto, se ha esfumado de una manera espantosa. ¡Ay!, gracias a Dios, apenas alcancé a
vislumbrar por un segundo la contrahecha fisonomía de quien sería mi primogénito. Pero fue el tiempo
suficiente para que un horror que las palabras evaden me constriñera el corazón. ¡Sí, ahí…, casi lo estoy
viendo…! Arropadas en una sábana similar a un pequeño sudario, descollaban las grotescas
deformaciones que hacían de mi vástago una pesadilla inerte. Su cuerpo ostentaba un tamaño
desproporcionado, aberrante, el cual iba en paralelo con lo bizarro de la apariencia que le daba forma.
¡Y ese rostro, Dios mío, y ese rostro bestial…!
Al punto desvié la cara y me la tapé en un intento de borrar su abominable existencia de mi visión.
—¡Lleváoslo! ¡Sacadlo de aquí! —gemí en una orden sofocada de lágrimas a la servidumbre que se
ocupara del alumbramiento.
Horrorizadas, las parteras entregaron el informe cadáver a un lacayo. Luego, el murmullo de pasos
presurosos y que se alejaban, me tranquilizó de momento. Los semblantes de todos los presentes
flotaron a mí alrededor como si fuesen máscaras de muerte y dolor. Empecé a temblar.
Tartamudeando, presa de una agitación nerviosa que me dominaba, le pedí a Lord Ramalhoff que no
enterrara a la criatura en el panteón de su familia. En cambio, le he rogado que la mande a tirar al río.

276
Las lóbregas profundidades de su lecho tortuoso, serán la única sepultura digna para aquella
aberración encarnada. No debe quedar vestigio alguno que me ligue a ese crío inhumano.
Manifestada mi súplica, he pedido que me dejen sola, y junto a las sombras que me consuelan, he
llorado durante horas y horas; pero no de pena… ¡sino de rabia e impotencia!
Por ahora no quiero escribir más.
Me duele la cabeza; las manos me pesan.
[…]
Es casi medianoche.
Recién tengo ánimo de volver a escribir en mi diario.
Estoy más tranquila, y ya erradicada la tormenta de la ira que devastaba mi cabeza, he conseguido
meditar largo rato. Lo que ha sucedido con mi embarazo no debe extrañarme, pues, ¿acaso no era de
esperar un desenlace similar? ¿No era del todo predecible? ¡Odio a Lord Ramalhoff!
Maldito el día en que mis padres estimaron conveniente estrechar lazos con su familia, y maldito,
maldito el día en que nuestro matrimonio se llevó a cabo. Los Ramalhoff son un linaje tan antiguo como
decadente, cuya sangre está debilitada por el abuso desmedido de la consanguinidad. Si no fuera por
sus riquezas… ¡Ah, deseo aniquilar a Lord Ramalhoff y librarme de su odiosa presencia! Aunque eso es
imposible, lo sé…»

Las oraciones que seguían estaban borrosas e ilegibles. Profundamente intrigado ante el drama
apenas esbozado, avancé un par de páginas y proseguí la interrumpida lectura:

«25 de Marzo, 1791.


El tiempo ha pasado, y con él, el aborrecimiento que profeso hacia Lord Ramalhoff se ha enraizado
en mi corazón. Las espinas del encono a diario se clavan en mi carne, y no me dejan vivir en paz. Mi
existencia es una miseria plagada de aburrimiento y secreto rencor. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué…?
Ni siquiera el selecto grupo de nobles que visitan el castillo desde hace una semana, ha logrado
disipar la bruma amarga que me rodea y sofoca. Sin embargo, entre ellos destaca un joven de
apariencia más bien enfermiza: el conde Raupauch. Es completamente diferente al resto de sus pares.
Su origen es alemán y el linaje al que pertenece es tan insignificante como su propia persona. Es alto, de
una contextura delgada acentuada por su cabello largo y negro, que consiente en llevar suelto sobre su
angosta espalda. Su piel es de un matiz pálido que recuerda a la enfermedad, y en su mirada perdida
brilla un lustre de melancolía indefinible. Tímido e ingenuo, se declara amante incondicional de la
literatura y el arte. Entre sus pasatiempos predilectos destaca la pintura, y según cuentan, su mano
prodigiosa guía con notable destreza las dóciles cerdas del pincel. Cada lienzo que toca lo transforma en
una maravilla de color y forma.
Creo haber despertado en él un interés que va más allá de la gratitud a la hospitalidad. Al verme,
sus ojos emiten un notorio brillo, un rubor culpable aflora en sus lívidas mejillas, y su voz tiembla
nerviosa en un murmullo irritante que se esmera en hacer audible. ¡Iluso! ¡Necio! ¡Jamás podría llegar a
fijarme en su intrascendente persona…!»

De pronto, una claridad oscilante centelleó agónica en el espejo adelante mío, y lo inesperado de
ello detuvo mi lectura. Inmediatamente después, la llama que había producido aquel efecto se
extinguió de un soplo. Torcí el cuello a la derecha, y vi que la vela del cuadro perteneciente al ahorcado
se había apagado.
—Sin duda una corriente de aire colada a través de una grieta —me dije. Pero luego descarté tal
posibilidad por inconsistente. De haber ocurrido aquello, la bujía que alumbraba el retrato de la
doncella también hubiese sufrido un destino similar. No obstante, continuaba indemne. Era como si
unos dedos invisibles hubiesen extinguido sólo a esa vela.
Sin haber dado con una solución aceptable, me levanté del sillón, agarré el candelabro y fui a
encender la bujía. Aunque sólo había perdido una de las fuentes de luz que distribuyera en la estancia,
la oscuridad del ambiente parecía haber duplicado su intensidad y fuerza.

277
Acercando una de las llamas del candelabro, me dirigí al nicho a mi espalda, y agachándome,
restauré la claridad perdida. Enseguida me puse en pie —pues el deseo de continuar examinando la
historia del diario dominaba mis acciones—, y al hacerlo, de manera casual mis pupilas se posaron en el
cuadro del hombre colgado. El estilo deslavado empleado en su elaboración, realmente generaba una
atmósfera horrorosa y turbadora. Todo era macabro y sepulcral en él. Incluso el detalle del cuervo
que…
—El cuervo... —exclamé contrariado y frunciendo el ceño—. Qué extraño...
Según yo recordaba, la primera vez que contemplara aquella pintura dantesca, el ave estaba
encima de un hombro del muerto, y le vaciaba las cuencas oculares con su pico voraz. ¿Acaso mi
memoria fallaba? En cambio, en ese preciso momento, el cuervo había remontado el vuelo, y batiendo
sus negras alas surcaba las alturas en una ruta desconocida.
Confiando en lo que mis sentidos me transmitían, poco a poco fui aceptando que me había
confundido, y al cabo adjudiqué tan simple discrepancia, a una confusión hija del cansancio y el sueño.
Además, la sangre perdida a través de la herida de mi pierna debía haber colaborado en el
afianzamiento de mi error.
Ansioso por retornar al escritorio y proseguir la detenida lectura, crucé las sombras hacinadas
alrededor del mueble, y me dejé caer en el cómodo sillón. Mis manos saltaron presurosas al pequeño
libro, acerqué una vela suelta y lo abrí justo en la hoja en que quedara.
Ahí decía:

«7 de Abril, 1791.
¡No soy capaz de disimular más!
¡Sueño con matarlo, y entregar sus restos a los gusanos y a la tierra!
¡Ramalhoff! ¡Ramalhoff! Incluso su nombre es sinónimo de asco e infinito tormento para mi espíritu.
Y él pareciera no darse cuenta de mi secreto sentir. ¡Ah, el muy desgraciado! Confunde el desprecio que
me enluta el ánimo, con la tristeza impuesta por una maternidad fallida. Toma mi tendencia a la
soledad como piadosas reclusiones, en las que cree ruego al Creador para que nos conceda la gracia de
un hijo.
A fin de mitigar el dolor que la pérdida del infante me pudiese haber ocasionado, ha jurado
encargarle al conde Raupauch un retrato de mí persona. ¡Bah!, su preocupación me es tan
desagradable y empalagosa como falso es el amor que cree le profeso.
Mis padres han aplaudido fascinados su original idea, y lo han colmado de halagos y bendiciones
por la sincera compasión que muestra por mí.
—¿No vas a agradecerle, Ianthe querida? —dijo mi madre recurriendo a una modulación hinchada
de reproche.
¡Agradecerle, yo… yo que no lo tolero y ardo en deseos de apagar su vida!
Si sólo diera con la forma de asesinarlo y que mis manos quedasen libres de toda culpa. La inclusión
de un brebaje mortal en su copa sería ideal, pero cómo agenciarme tan anhelada pócima. Soy incapaz
de empuñar una daga y clavársela en su pecho; además, las pruebas podrían incriminarme y la horca
sería mi funesto destino. ¡Ni pensarlo! Tal vez si...»

Aquí la redacción se terminaba bruscamente, como si alguien hubiese entrado de súbito al cuarto
de Lady Ramalhoff, y le impidiera seguir fraguando los malévolos proyectos que transcribía con
fidelidad.
Mientras pasaba a la hoja siguiente, de manera inconsciente mis ojos buscaron su rostro en la
superficie del espejo. Después de lo leído, estaba seguro que el retrato colgado a mi espalda era el de
Lady Ramalhoff, y me urgía el deseo de acoplar la belleza en él esbozado, con la siniestra personalidad
que su diario me iba revelando. Y al hacerlo, juro que la maldad confinada en sus pupilas, se me antojó
en ese instante diabólica en un grado sublime, y la penetrante vehemencia con que simulaba
observarme desde el cristal, aceleró el pulsar de mis latidos.
Haciendo un esfuerzo por arrancarme de la mente su imagen perturbadora, desvié la mirada e
incliné la cabeza, y en la página que sostenían mis dedos, hallé estos terribles párrafos:

278
«23 de Abril, 1791.
Hace dos semanas que estoy modelando para el conde Raupauch.
La tiranía que implica permanecer en una posición fija, a pesar de la velocidad de su trabajo, está a
punto de acabar con mi paciencia. Pero no puedo negar que me divierte advertir en él los apasionados
efectos que mi persona le produce.
Trabajamos en una de las estancias del ala Este del castillo, entregados a una soledad única. Nadie
osa interrumpirnos, pues Lord Ramalhoff ha prometido castigar con severidad cualquier intromisión que
retrase su ansiado encargo.
En el transcurso de estos días, los sentimientos que el conde Raupauch atesora en su corazón, se
han vuelto del todo transparentes para mi persona, y han acreditado las primeras conjeturas que
formulase al respecto. En ellos he vislumbrado un provecho que mis encantos femeninos podrían llegar
a explotar si sé obrar debidamente. ¡Ah, y así lo he hecho!
Aprovechando una pausa en la fastidiosa tarea de posar, me levanté de la silla y abrí los postigos
del balcón, y apoyando los codos en el alféizar, intencionadamente comencé a sollozar. Acercándose en
el acto, el conde Raupauch me tendió un pañuelo, y con genuina preocupación, quiso saber la razón de
mi aflicción.
—Nada, no me sucede nada —le dije de manera calculada a fin de avivar su curiosidad.
—Sí hay algo en que pueda servir a su merced —agregó—, no vacile en pedirme ayuda. En mí puede
estar segura de tener un amigo sincero.
Moví la cabeza asintiendo y suspiré un par de veces. Luego dejé pasar unos calculados segundos
abrumados de silencio.
—Lo que me martiriza no tiene solución —murmuré a la postre—. Yo… yo… —balbuceé con
premeditación, a la par que temblaba y clavaba mis ojos arrasados en lágrimas en los suyos—, yo…
—Sí, no tema, continúe —añadió, presa de un desasosiego que le devoraba por dentro.
—Yo… desde que lo vi por primera vez —siseé, ruborizándome y cerrando los párpados en un efecto
dramático digno de una actriz consumada—, no he dejado de amarle en secreto…
Parándose como impulsado por muelles de acero, el conde retrocedió unos pasos, pálido como una
máscara de porcelana. A continuación, se secó el sudor de la frente y se pasó una mano trémula por su
larga cabellera. Sumido en un nerviosismo que le consumía, dijo mirando al suelo:
—Mi señora, usted se confunde, está equivocada. No debe comentar esto con nadie, por su propio
bien y el de Lord Ramalhoff. Es mejor que yo abandone el castillo a la brevedad —y fingiendo que
buscaba algo me dio la espalda.
¡Ah! ¡Qué esfuerzos tuve que hacer para no lanzar una risotada! ¡Mi actuación era soberbia,
magnífica, y los efectos superaban con creces lo esperado!
—Comprendo —expresé en un tono resignado que diera credibilidad a mi confesión—. Usted no
muestra un sentimiento recíproco al mío, no corresponde a mi amor, y jamás concebirá la intensidad de
la pasión que me abrasa el corazón. ¡Váyase, si quiere, que yo no seré un obstáculo que ponga trabas a
su partida! ¡Oh, que desdichada soy! —gemí entre amargos lamentos, mientras el conde asía el pomo
de la puerta y lo giraba—. ¡Váyase, y olvide lo que le he revelado, pues yo jamás obtendré la fortuna de
olvidar al único hombre que he amado!
Al concluir esa frase, el sutil veneno que rezumaban mis palabras, hizo que el conde Raupauch
detuviera en seco su pretendida fuga. Ni la mordida de una serpiente hubiese tenido tan instantáneo
efecto. ¡Ah, cómo aplaudí en silencio la eficacia de mi argucia, y cómo… cómo saboreé dichosa el
inminente éxito de mi empresa!
Anulada su razón, y obrando bajo el dictado de sus sentimientos, el conde giró sobre sus talones y
permaneció con la cabeza inclinada. Tenía apretados los puños de sus manos, y su respiración se había
vuelto un resuello irregular. Poco faltó para que sus rodillas se pusieran a temblar ante la emoción que
lo doblegaba. Por un segundo pensé que se desmayaría, pues tal era el estado que acusaba y la
fragilidad de su constitución enfermiza. Pero no sucedió aquello. Se quedó inmóvil, petrificado, sumido
en un mutismo rebelde.

279
Aunque sus labios se negaron a hablar, cada parte de su cuerpo gritaba a voz en cuello el inflamado
amor que me profesaba. Entendí que la oportunidad de coronar mi victoria era insuperable, y fue ahí
cuando mi actuación alcanzó su cota más alta; y mi vileza la más honda depravación.
Aparentando una congoja que estaba lejos de sobrellevar, me arrojé a sus pies, y empapando su
calzado con la humedad de mis lágrimas ficticias, le juré amor eterno e incondicional devoción.
Seguidamente, le tomé la palma de sus manos y se las besé con inefable ternura, al tiempo que él,
entregado a un ardor libre de ataduras, me comenzó a acariciar el cabello.
Una sonrisa cruel y torva curvó la comisura de mis labios al escuchar su voz decir:
—Yo también os amo, Ianthe, y haría cualquier cosa por vuestra felicidad…»

—¡Santo Cielo! —exclamé de repente, soltando el diario y echándome hacia atrás en el respaldo
del sillón—. ¿Qué ha sido eso?
En el espejo ubicado enfrente de mí, dos destellos similares a espadas de fuego se habían reflejado
en su superficie. Tan veloz como se produjeron, aquellos sables flameantes se disolvieron en las
profundidades del nicho a mi espalda, dejándome boquiabierto. Mis ojos se clavaron en el cristal, y en
él vi que las bujías que colocara bajo las pinturas, oscilaban y revoloteaban con una convulsión
mortecina. A su alrededor las tinieblas bailaron entrelazadas y se sacudieron al ritmo de un perpetuo
frenesí. Entonces, la vela que alumbraba el cuadro del ahorcado, pestañeó y se extinguió de súbito, y la
oscuridad engendrada pareció replegarse en sí misma, en una acción animal, para luego abalanzarse de
un salto y apagar la bujía del retrato adyacente. Después de eso, el nicho se convirtió en un cubil de
amenazante negrura.
Me levanté de un brinco, experimentando un palpitante temor matizado de una perturbación que
no sé transmitir. Arredrado ante semejante fenómeno, agarré el candelabro y me dirigí al nicho en
penumbra, a fin de restaurar la desaparecida claridad. En el corto trecho que me separaba de él, mi
imaginación fue atacada por una horda de espantos que la densa oscuridad le insinuaba en susurros.
Espantos en los que se intercalaba de manera misteriosa la figura de Lady Ianthe.
A un paso de la pintura del hombre colgado, los helados dedos del miedo me sobaron la columna,
dejando tras ellos una cadena de espasmos que estremecieron mis ya alterados nervios.
Inexplicablemente, las llamas de mi candelabro empezaron a encogerse, como si fuesen sofocadas por
un halo de lobreguez abismal, y en un tris se convirtieron en minúsculos puntos de luz. A la derecha, a
la izquierda, por doquier, las sombras flotaban en un confuso amasijo, y no exagero al afirmar que mis
manos se volvieron indistinguibles de la estructura metálica del candil. Me era imposible reconocer
algo, y una espesa negrura se tendió sobre la tela de los cuadros, tapándolos. ¿Podéis concebir mayor
carencia de luz? Yo no, pues allí estuve.
Primero encendí la vela que alumbrase el retrato de Lady Ramalhoff. Al enderezarme, el deseo de
gozar de su belleza se impuso al temor que acusaba, doblegando en menos de un segundo mi voluntad.
Me había prometido prender las velas y retornar cuanto antes al escritorio. Sin embargo, no pude
evitar derramar sobre el cuadro los disminuidos fulgores del candelabro, ni menos impedir que mis
pupilas buscaran ansiosas la exquisita hermosura de la doncella. La situación de un adicto dominado
por el deseo de consumir una droga poderosa, a sabiendas de los riesgos que corre, os dará una idea
del repentino impulso que me subyugaba. Contemplando en silencio al objeto de mi fascinación, me
cuestioné la dramática discrepancia entre la diabólica personalidad de Lady Ianthe y su divino atractivo.
Mientras así reflexionaba, mi vista vagó sin rumbo en el espacio del fondo de la pintura, y se detuvo
unos segundos en el amplio balcón. Los postigos de sus ventanas estaban abiertos de par en par, y
acorde con mis recuerdos, nada —aparte de los rayos lunares que horadaban la noche—, ocupaba ese
lugar. ¡Pero cuál no fue mi sorpresa al reconocer las alas y el pico carnívoro de un cuervo apoyado en la
baranda del mirador! Mis ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas, y la mandíbula inferior se
me desencajó por la impresión. ¿Cómo era posible que esa ave sepulcral hubiese aparecido en el
cuadro?
Temiendo ser presa de una alucinación momentánea, cerré los párpados y los volví a abrir. Mas de
forma invariable el cuervo seguía ahí. Incrédulo, toqué el lienzo y palpé la oscura silueta del ave. La tela
estaba fría, y en ella podía sentir los trazos superpuestos de las diferentes capas de pintura. Quedé

280
atónito, pasmado, y me negaba a creer lo que veía. No existía explicación plausible para tan
perturbadora presencia.
Entonces, y de improviso, un cambio mucho más sutil, pero no menos aterrador, se me hizo
evidente en la alterada disposición de la pintura: ¡la puerta… la puerta del cuarto estaba abierta unas
pulgadas… y unos dedos largos y huesudos se asomaban por el estrecho hueco!
El corazón se me subió a la garganta y mi respiración cesó de manera brusca. Retrocedí dando un
tranco vacilante, con los pelos de la nuca erizados y la sangre congelada en las venas. De manera
secuencial, las dos bujías del suelo, y después las del candelabro, se fueron extinguiendo una tras otra,
y una oscuridad tangible se abatió sobre mis hombros. Casi podía sentir su gélido aliento en mi cuello.
Al instante, y como obedeciendo al influjo de un hechizo infernal, todas las velas se volvieron a
encender al unísono, y sus crepitantes lenguas de fuego me revelaron un nuevo horror. ¡Y qué horror!
¡Pues en el cuadro aledaño al de Lady Ramalhoff, ¡Dios Santo!, la soga… la soga pendía del siniestro
árbol sin su carga humana! ¡El hombre ahorcado había desaparecido…!
Un grito angustioso abandonó mi boca y las rodillas se me doblaron.
Con la mirada extraviada y los gestos revueltos, miré sobre mi hombro y mecí el candelabro que
portaba a diestra y siniestra, esperando encontrarme cara a cara con el desvanecido personaje del
cuadro. Pero alrededor de mí sólo encontré una densa lobreguez. Un terror trepidante me cubrió el
alma y mi razón tambaleó ante los embistes de una locura incipiente. ¡Tenía que huir de aquella
habitación dos veces maldita y siniestra!
Extendiendo el candil hacia adelante, traspasé corriendo las negras masas de sombras que me
alejaban de la única salida existente. Agarré el pomo de la puerta, y aunque descorrí el herrumbroso
cerrojo que la trababa, no conseguí abrirla. ¡Estaba cerrada con esa porfía propia de la loza que ocluye
a una tumba! Y yo, sólo yo, era el desdichado ocupante confinado en aquel encantado sepulcro!
Casi al borde de expirar ahí mismo por la desesperación, empujé, pateé y arañé la sólida madera
que me retenía en ese aposento de horror, desgarrándome las uñas y los dedos. Grité por auxilio,
solicité la protección de los ángeles, y rogué la compasión de Cristo. Pero no tardé en comprender la
inutilidad de mis intentos y peticiones. ¡Estaba atrapado!
Las fuerzas empezaron a flaquearme y el cuerpo me pesaba una enormidad. En el lamentable
estado mental en que me hallaba, lo única idea racional que surgió de mis afiebrados pensamientos,
fue la de ir en el acto hacia el escritorio. Éste se me antojó similar a un oasis de claridad y seguro
resguardo.
Me senté temblando y con el pulso encabritado. En la pulida superficie del espejo a un extremo del
lecho, podía distinguir las espectrales pinturas del nicho. Y en ellas, las diabólicas modificaciones que
amenazaban con erradicar mi cordura para siempre, destacaban en medio de una claridad
incongruente. Persignándome tomé la daga, y enfrascado en una vigilia horrorosa, esperé el
misericordioso arribo del amanecer…, y la correspondiente retirada de la noche.
Cuánto tiempo aguardé así, lo ignoro.
Durante ese periodo de constante alarma, de inefable aprensión y recelo, apenas me moví y mis
pulmones casi no respiraron. Mantuve los sentidos aguzados al máximo, y de cuando en cuando movía
en círculos la lámpara para escrutar el perímetro cercado de sombras.
De repente, el silencio de osario que gravitaba en el aire fue resquebrajado por un susurro
proveniente del fondo del cuarto. Un espasmo me sacudió de arriba abajo al irse definiendo aquel
murmullo en un lamento quejumbroso. Daba la impresión de ser la voz de un hombre moribundo, cuyo
dolor y sufrimiento superaba a los lamentos de los condenados en las mazmorras de la Inquisición. A
continuación, las ondas sonoras de ese quejido de ultratumba se fueron disipando, y acabaron
disolviéndose en la calma de un mutismo acentuado por el recuerdo de sus notas desgarradoras. Luego
de eso, los latidos de mi corazón resonaron con ecos apagados en las entrañas de mi pecho.
Entonces, las seis palmatorias que instalara en el piso en el extremo opuesto de la habitación,
ardieron con intempestiva vitalidad durante algunos segundos, tras lo cual se fueron apagando en un
orden progresivo. Dando grandes zancadas, las tinieblas se abalanzaron hacia mí y refrenaron su
marcha a escasos centímetros de la mesa. A renglón seguido, un frío mortal se dispersó en el ambiente,

281
y de entre los agitados bloques de negrura que parecía emparedarme, una bruma iridiscente surgió a
media altura.
Sumido en un trance tiránico, paralizante, vi flotar esa niebla en sinuosos jirones que se deslizaban
al escritorio, donde procedía a lamer los distintos objetos en él puestos. Todo lo que iban tocando esas
vaporosas prolongaciones, pasaba a ser amortajado por una fina mantilla de escarcha que el calor no
derretía.
Poco a poco, algunos colgajos de bruma se fueron reuniendo sobre el diario de Lady Ramalhoff, y
congregándose en una masa cambiante, irresoluta, fue adoptando la forma de una mano huesuda y
cadavérica. Al reparar en ello, una oleada de vapor brotó de mis labios trémulos en un amago de grito.
Siguiendo los dictámenes de una voluntad sobrenatural, la espectral mano posó sus dedos sin carne
en las hojas del libro, y pasando de fecha en fecha, se detuvo en una en particular. Hecho esto, los
dedos se fueron cerrando y formaron un puño perfecto que se posó a pulgadas de mí. Con las orbitas
dilatadas y sin respirar, contemplé el modo fantástico en que los contornos de ese puño de bruma,
tendieron a convertirse en el perfil de un rostro masculino bien delineado. Y de éste se desprendía una
cabellera larga, etérea, que caía en bucles fatales que parecían tener vida propia. Distendiendo sus
mandíbulas en una mueca de dolor e impotencia, aquella faz se disgregó ante mis ojos y la niebla se
replegó de nuevo en las sombras. Estaba aterrado, mortalmente aterrado, y jadeaba con los estertores
propios de una muerte inminente.
Sin poder evitarlo, miré la página que dejara expuesta la desvanecida mano de humo, y en ella
encontré apuntada las siguientes líneas atroces:

«2 de Junio, 1791.
¡Mis sueños se han desbaratado!
¡Nos ha descubierto…!
¡Lord Ramalhoff nos ha descubierto!
Justo cuando mis artes de seducción estaban a punto de persuadir al conde —¡ah!, de hacerle
aprobar y cometer sin remordimientos el asesinato de Lord Ramalhoff—, éste ingresó de improviso en
la habitación y nos ha encontrado sumidos en un abrazo delator. La singular condición en que nos
descubriera no daba cabida a malentendido alguno. El fino tejido de mi atavío, desgarrado en el frenesí
de una lujuria que yo incitase adrede, se volcaba en desordenados pliegues sobre las curvas de mis
caderas. No una sino mil eran las libertades que el conde se tomaba en mi persona, y las caricias
desenfrenadas y los apasionados besos que me prodigaba, eran en sí pruebas más que suficientes de la
infidelidad perpetrada.
—¡Pero qué significa esto, Ianthe! —bramó furioso Lord Ramalhoff, desenvainando su espada con
un sonido metálico.
Viendo peligrar mi vida, al instante me libré de los brazos del conde y de un brinco me aparté de su
lado. La máscara de la coquetería que usara segundos antes, fue velozmente reemplazada por la del
abatimiento y el agravio. Mi voz adquirió los acentos que impone en uno la culminación de un tormento
prolongado.
—¡Oh, gracias, Dios mío —dije cubriendo con afectado pudor la parcial desnudez de mi cuerpo—,
pues quién más que Él os ha enviado en mi socorro! ¡Bendito, bendito sea vuestro arribo salvador,
amado esposo! —y sollozando me lancé a sus pies, reclinada la cabeza en abatida postura.
Un rocío de lágrimas artificiosas se escurrió de mis ojos y empapó el cuero de su calzado.
Respaldada por ellas, le juré que había sido violentada a cometer semejante traición. ¿Acaso no era
prueba de esto lo rasgado de mi vestido o lo revuelto de mis cabellos?
Persuadido por la falsedad de mis palabras, un leve cambio se produjo en el aspecto de Lord
Ramalhoff, el cual me comunicó el éxito de tan improvisada defensa. Aprovechando el nerviosismo que
enmudecía al conde —cuyo rostro perlado de sudor engrandecía su culpabilidad—, me escudé detrás de
las piernas de mi esposo, como buscando una protección que no necesitaba. Acto seguido le aseguré
que había luchado contra los impulsos del conde, y avergonzada, le confesé que mi resistencia nada
pudo ante la lujuria desatada de mi agresor. ¡Había sido víctima de un ultraje vil e infame! Si bien no

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registraba lesiones o magulladuras importantes, le hice entender a mi marido que mi intimidad de
mujer había sido violentada por las apetencias y ardores del conde... y no una sino…
—¡Basta, mi querida Ianthe! —grito Lord Ramalhoff, rojo de ira y sediento de sangre—. ¡Callaos y
no os martiricéis más recordando la vejación a la que habéis sido sometida! ¡En cuanto a vos, conde
Raupauch —sentenció fulminándolo con la mirada—, la tortura y la horca os aguardan —y golpeándolo
con la empuñadura de su espada lo dejó inconsciente...»

En el preciso instante en que terminara de leer estos párrafos, un estallido de madera fragmentada
resonó en las tinieblas que invadían el fondo del cuarto, seguido del sonido de vidrios rotos. Sacudidos
a causa de galerna que batía la noche, los postigos del ventanal a mi izquierda habían sido combados
hacia dentro y arrancados de cuajo.
A través de la espaciosa abertura que quedara, una ráfaga mugiente entró con furia y se deslizó por
doquier, haciendo tremolar las llamas de las bujías que metiese en el nicho a mi espalda. Al ser éstas
las únicas fuentes de claridad existentes, su frenético guiñar causó que las sombras triscaran
alborotadas y se abalanzaran hacia mí en una embestida final. En un tris las velas se apagaron, y una
oscuridad estigia se echó en esa estancia endemoniada, en la que sólo se escuchaban los lamentos de
un viento gimiente.
La piel se me erizó y un pavor asfixiante me estranguló el aliento, hincando en mí sus zarpas de
negra desesperación.
Fijo al sillón, con la cabeza inclinada y mis extremidades encadenadas al peso de un lastre de
plomo, comencé a notar que un vago hormigueo me punzaba el cuello. Posteriormente, un escalofrío
me entumeció la base del cerebro y se deslizó sigiloso por mi espinazo, para luego volver a trepar su
largo y descender una vez más. Fue una sensación tremenda, sobrecogedora en su depurada
intensidad, la cual auguró el inicio de un terror como nunca había conocido ni espero volver a
experimentar jamás.
Acto seguido, desde mi retaguardia surgió una pestilencia de sepulcro, un hedor de carne
putrefacta que me hirió las fosas nasales. Sus vapores deletéreos enturbiaron mi mente, y los dedos del
asco me removieron el estómago, agriando mi saliva con una náusea fugaz.
Entonces una serie de rayos hendieron la mortaja de oscuridad que enlutaba la noche. Los
resplandores lunares se colaron por la destrozada ventana e inundaron los umbríos dominios de la
habitación. Un presentimiento macabro, una idea fatal y ominosa se instaló en mi espíritu, y me susurró
al oído un nuevo horror. ¿Es que podía ser cierta tan insana especulación…? Después de todos los
fenómenos sobrenaturales que atestiguase, ya nada me parecía improbable.
Bajo el yugo de tan terrible certeza, muy despacio fui levantando la vista y posé los ojos en el
espejo enfrente de mí. Temía a lo que podía hallar reflejado en él, mas era incapaz de sustraerme a la
morbosa curiosidad que me esclavizaba.
Un gigantesco relámpago escindió las alturas, y su potente refulgir disipó la opacidad que reinaban
en la estancia. Durante ese lapso de claridad fugaz, en el cristal del espejo vi… ¡Santo Cielo, cómo
describir lo que vi sin perder la cordura en el intento! ¡Cómo referir el nuevo y terrible cambio que vi en
el retrato de Lady Ianthe...! Detrás… detrás de maligna doncella, la terrible figura de un cadáver
viviente se erguía en amenazadora actitud. Éste tendía sus manos encadenadas hacia su desprevenida
víctima, la cual continuaba acicalándose el cabello, inconsciente del horrendo visitante que le
asechaba.
Durante los escasos segundos de pesadilla que contemplé la superficie del cristal, cada detalle de
ese ser diabólico quedó impreso en mi mente. Despojado de todo atisbo de humanidad discernible,
aquel repulsivo espectro tenía los labios contraídos en el rictus de una agonía indecible. Sus dientes
descubiertos brillaban en medio de su avanzada purulencia. Una luminiscencia enfermiza, la
fosforescencia de la podredumbre, se le escurría de la descarnada cara y de su cabello mojado, cuyos
mechones le caían a bucles encima de los hombros. De su ropa infesta y vuelta andrajos, se
desprendían goterones de agua maloliente que iban formando un charco a sus pies. Sus cuencas
oculares estaban del todo vacías, y sólo el fuego de la venganza batía los fúnebres abismos que
encerraban.

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En la cúspide del pavor que sufría, las ligaduras que aprisionaban mi cuerpo cedieron, y de un
brinco me incorporé del sillón. Un desgarrado alarido hizo remecer mi garganta, un bramido
incomprensible que demandaba en su desenfreno socorro y protección.
Los rayos habían cesado de agrietar las alturas, e inmerso en el silencio de unas tinieblas agitadas,
di trancos vacilantes e inseguros. Por segunda vez en la noche, mi pierna izquierda se enredó con el
bastón que encontrase, y perdiendo el equilibro, retrocedí en la oscuridad y choqué de lleno contra el
escritorio. Volcándonos juntos al suelo, las diferentes cosas que pusiera en él se desperdigaron
sonoramente aquí y allá.
Una de mis manos encontró al causante del accidente, y apoyándome en el bastón, me volví a
parar. Producto de la aparatosa caída, la sangre había empezado a manar de la herida de mi muslo, y
un dolor agudo me punzaba la carne en ese sector.
Jadeando y despeinado, caminé con rumbo incierto en el tropel de sombras hacinadas por doquier.
De repente, el murmullo de unos pasos siniestros se hizo audible en algún lugar que la oscuridad me
impedía identificar. ¿Acaso provenía del nicho de las pinturas…? Al punto, un grito agudo y prolongado,
un chillido cuya singular escala lo hacía perteneciente a una mujer joven, cruzó la estancia de lado a
lado y difundió sus ondas sonoras de profundo pánico. Seguidamente, escuché el ruido de un forcejeo
breve mezclado con unos gemidos sofocados. El estrépito de una silla al tumbarse en el suelo, también
se sumó a la escena. Me pareció distinguir una voz femenina clamando piedad a un verdugo cruel. Y
entre el fragor de una resistencia aplastada sin complicación, creí oír el nombre «Raupauch» cerrar
aquellas peticiones de misericordia. Finalmente, percibí un estertor agónico, y ese repulsivo gorgoteo
que produce la voz humana al ser estrangulada por unos dedos asesinos. Una risa triunfal,
inmisericorde, diabólica, retumbó en el aire, tras lo cual una quietud alarmante se aposentó en la
estancia de la que era prisionero.
Tuve la impresión de que la sangre se me escapaba del corazón. Mi hombría se derritió dentro de
mí como la cera en un horno, y la firmeza rehuyó de mis miembros.
Dando torpes zancadas, vadeé los bordes del lecho y a punto estuve de atravesar el espejo
apostado a un costado de él. Manoteando a ciegas, desesperado a objeto de evitar chocar contra una
esquina oscurecida, mis brazos se atascaron con uno de los variados tapices que adornaban las
paredes. Enredándome en complicados pliegues, de un tirón exasperado lo desenganché de sus anillas.
Su vasta tela se desplomó en mis hombros, y soportando aquel peso adicional, di unos cuantos pasos
titubeantes, irresolutos. Al hacerlo, mis piernas se fueron entrampando cada vez más en la vasta tela
del tapiz, entorpeciéndome así el desplazamiento. Al cabo me precipité al suelo, envuelto en un grueso
paño que me transformaba en una crisálida gigantesca y moribunda.
Sin saber cómo, a la postre logré zafarme del tapiz.
La lluvia que entraba por el hueco de la ventana deshecha, empapó mi rostro, y la embravecida
ventisca que cruzaba su abertura, me zamarreó a diestra y siniestra. Magullado los codos y el mentón,
gateé desorientado sobre un piso que no conseguía ver. Mis manos se resbalaron en el humedecido
entablado y me caí de cabeza, golpeándome el pómulo izquierdo. Me incorporé a duras penas. Los
últimos vestigios de razón en mi cerebro se fueron extinguiendo, como la roja incandescencia de una
brasa solitaria, y la idea de no estar solo en esa habitación cobró fuerzas en mi alma.
Empuñé el bastón a modo de espada y lo blandí en todas direcciones, rasgando con ello a las
densas masas de sombras que se me lanzaban encima. Mediante esa defensa, pensé, mantendría a
raya al espectro horripilante que mi imaginación vislumbraba oculto en la negrura, y evitaría que me
atacase y acabara conmigo.
Presa de un desvarío súbito, empecé a gritar el nombre de Lady Ianthe y el del traicionado conde
Raupauch, sin interrumpir el agresivo meneo del bastón. Arrodillado, y apoyando mi palma libre en el
piso, continué desplazándome a la deriva, aumentando la rapidez de mi avance según crecía el terror
que amenazaba con liquidarme. Pero de forma abrupta mi huida tocó a su fin al estrellarme contra el
bufón de porcelana, cuya presencia había olvidado. Mi frente fue cortada en diferentes partes, y la
sangre me empapó las facciones.
Recuerdo que traté de ponerme en pie, mareado y al borde del colapso. Unos brazos fríos como la
muerte me rodearon el torso y golpearon mis miembros. Después fui zarandeado por ellos de un lado a

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otro, al tiempo que gritaba con cada inútil forcejeo. La vaga reminiscencia de haber sido estrangulado
por unos dedos acerados, es lo último que conservo en mi memoria. Una inconsciencia piadosa acabó
sumiéndome en un olvido piadoso.
Cuando desperté era de día, y las claridades del sol me laceraron la vista al penetrar a través del
destruido ventanal. Las cosas giraban alrededor de mí y sentía la cabeza a punto de estallar. Un objeto
pesado descansaba en mi pecho, y me oprimía la garganta. Suavemente aparté de mí al desconocido
objeto, y vi de qué se trataba. Era uno de los brazos metálicos pertenecientes a la armadura medieval,
situada cerca del bufón que destruyera en mi malograda fuga.
Observé el cuarto.
Todo estaba desordenado y de acuerdo según lo vivido en la noche recién pasada. Perlada mi
frente con sudor y restos de sangre, me levanté despacio, anhelando escapar a la brevedad.
Titubeando, dirigí mis pasos hacia la puerta. Estaba convencido de que en ese momento podría abrirla
sin problemas.
Al irme aproximando al nicho donde pendían las pinturas, no pude rehusar el impulso fatal de
echarles una ojeada. Y en el mismo instante en que posé mis pupilas en los cuadros, los pelos se me
erizaron, mis ojos se pusieron blancos y el corazón me dio un nuevo vuelco en el pecho. Pues en la
pintura del conde Raupauch sólo se apreciaba el retorcido árbol y la soga, mientras que en el retrato de
Lady Ramalhoff… ¡ay, Dios mío!, destacaba la figura de una mujer tendida en el suelo. Su rostro estaba
contraído por un espanto inefable, y en su lívido cuello se advertían las marcas violáceas de las cadenas
que la asesinaran. La fina tela de su ropa estaba completamente rajada, lo que daba cuenta del
desenfreno de su implacable agresor. A centímetros de su cabeza, se distinguía una silla volcada, y en
ella estaba parado un cuervo horrendo, de mirada perversa, el cual hundía su pico voraz en los ojos de
la joven mujer y se los picoteaba.
Sin meditarlo, obedeciendo a un acto reflejo e instintivo, abrí la puerta, y olvidando las joyas y mi
daga, ¡abandoné para siempre esa habitación de locura y horror!

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ANEXO: DIRECTORIO

Andrés A. Toro Contreras. Raupauch


Email: atoro_biomed@hotmail.com

Emilio Iglesias. Escritor, editor, y director de RelatosPulp.com


Portal Oscuro | Email: relatospulp@gmail.com

Ezequiel Cabanelas. El prisionero de la celda 83


Email: ecabanelas@fibertel.com.ar

Irene A. Míguez Valero. Traductora Pulp


The Medici Boots (Pearl Norton Swet) | Email: oroipen@gmail.com

Irene García Cabello. Traductora Pulp


Donde el mundo está en calma (Henry Kuttner & C H Liddell) | Web: TheWritersInn

Jorge R. Del Río. Cranston y Lussac


Email: delrioj77@gmail.com

José Luis Castaño Restrepo. Portal Oscuro | La amenaza de Shiva


Email: ch3p3@yahoo.com | Web: argothelerrante.blogspot.com

Juan Pablo Goñi Capurro. Innsmouth


Email: juandeolavarria@gmail.com | Web: http://juanpablogoicapurro.blogspot.com/

Julio M. Freixa. Portal Oscuro

Mario Peloche. El bosque


Email: mariopeloche@gmail.com | Web: https://psentimiento.wordpress.com/

Rubén Garcia Collantes. Portal Oscuro | Portada e Ilustraciones AP2015


Twitter: RubenGarCo

Vidal Fernández Solano: Portal Oscuro | Mundo en tinieblas


Corrector y Equipo de Selección AP2015
Web: Literatura Para Compartir

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