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MARIA MADRE

¡Ella es madre de Dios y madre nuestra! Así lo confiesa la Iglesia y así la


experimentamos. Sin embargo, su figura aparece tan enaltecida por la piedad, los
sermones y las exhortaciones que resulta muy difícil imaginarse que Ella fue una mujer
como nosotras. Sin embargo, en tiempos como los actuales, cuando todo cambia
proyectando las amenazadoras sombras de lo incierto sobre cada vez más personas,
volver a considerar su figura bajo una nueva luz puede renovar nuestras esperanzas. No
se trata sólo de volver hacia Ella miradas y palabras suplicantes de protección contra los
peligros, las amenazas y las fragilidades que padecemos. Se trata, sobre todo, de poner
nuestros cuerpos, como Ella lo hizo, para que sean cauce de la salvación que Dios
despliega en la historia para rescatar integralmente a todos los hombres y mujeres.

Ser madre literalmente significa haber concebido en el vientre, haber alimentado,


educado, protegido y acompañado a una persona a lo largo de todas las etapas de su
vida. Pero algunas por opción o por otras circunstancias no tenemos esa experiencia. Sin
embargo, la capacidad de acoger, nutrir, proteger y acompañar inscrita en nuestros
cuerpos está llamada a desplegar posibilidades inmensas de fecundidades vastas,
diferentes, preciosas y liberadoras. Fecundidades se distinguen tanto de las expectativas
patriarcales como de las pseudo-maternidades que muchas despliegan para compensar la
ausencia de un fruto de sus entrañas.

Si María es para los creyentes paradigma de toda maternidad física o espiritual es


porque Ella revela, de alguna manera, la fecundidad de Dios en la historia de los
pueblos. Al acoger al Verbo de Dios en sus entrañas, recibe también a quienes Dios mira
y quiere en el Hijo amado. Al tejerle a Jesús un rostro y un cuerpo con su propia carne y
con su propia sangre, gesta al mismo tiempo al nuevo pueblo libre de las orfandades de
la guerra, del hambre, de la miseria, del llanto y de tantos vacíos que agobian a la gente.
El sí de María a la Palabra hecha carne es fruto de un corazón que late al unísono con
todos los anhelos de rescate de la humanidad, es consecuencia de una vida impregnada
por la nostalgia de una Promesa de paz, de justicia de unidad y de vida abundante.

La maternidad de María no es intimista, ni silenciosa, ni escondida. Todo lo contrario.


Es salida de sí, es explosión de júbilo, es comunicación, es palabra de aliento. Es
proclamación de la misericordia de Dios, memoria de sus maravillas obradas a lo largo
de los tiempos, testimonio del comienzo de una nueva creación.

Los Evangelios hablan poco de María, pero los escasos textos son suficientes para
decirnos que su fecundidad radica, sobre todo, en el seguimiento incondicional a su
Hijo, en la escucha de su Palabra, en la práctica de sus exigencias.

De María aprendemos la fecundidad que tiene lugar cuando descubrimos lo que Ella
canta con su vida: que Dios ha hecho irrupción en la historia porque mantiene viva la
memoria de la Alianza realizada con todos los pueblos de la tierra; que el Señor ha
escuchado el clamor de los que sufren, ha liberado a los oprimidos de todas sus cadenas
y ha puesto en marcha la historia hacia su consumación. Cada gesto de María es
testimonio de la infinita fecundidad de Dios que nos invita a soportar con gemidos de
esperanza los dolores de parto de la creación entera, porque ya ha comenzado el día de
su Manifestación.

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