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A PURO CUENTO

GRUPO ESTACIÓN CERO

AUTORES

Lena Berardone
Alberto Parra
Gerardo Rean
Mercedes Rocca
Milena S.
Norma Troiano
A puro cuento / Alcira Claudia Saldaña ... [et al.] ; compilado por Alberto Egea. -
1a ed. revisada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Alberto Egea, 2019.
Libro digital, Amazon Kindle

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-778-811-2

1. Antología de Cuentos. I. Saldaña, Alcira Claudia II. Egea, Alberto, comp.


CDD A863

RNPI: RE-2019-13931192-APN-DNDA#MJ | RL-2019-13931087-APN-DNDA#MJ


Editorial Despeñadero
edespenadero@gmail.com.
Índice
Estación Lima
Milena S.
Para Vos
Lena Berardone
El cuaderno verde
Gerardo Rean
El Bolso
Norma Troiano
Vestida para la cena
Mercedes Rocca
Arnaldo y la piedra
Alberto Parra
Burbujas
Gerardo Rean
Cajón de sastre
Milena S.
Todo se reduce a cenizas
Lena Berardone
A la mañana temprano
Norma Troiano
Nova 3
Gerardo Rean
El bulto
Alberto Parra
Las fotos
Lena Berardone
El buzo azul
Norma Troiano
La madre
Milena S.
El padre de su hijo
Mercedes Rocca
Dieguito
Gerardo Rean
Ginger
Alberto Parra
Familia
Norma Troiano
La cena
Milena S.
El casamiento
Lena Berardone
Final del verano
Gerardo Rean
El Héroe
Alberto Parra
La telaraña
Milena S.
La felicidad
Norma Troiano
Las mañanas de Laura
Gerardo Rean
La calentura de José
Alberto Parra
Bicho bolita
Lena Berardone
Las chicas
Norma Troiano
Dos carilinas por un peso
Gerardo Rean
La cabaña abandonada
Milena S.
Un matrimonio virtuoso
Lena Berardone
El maizal
Alberto Parra
Convalecencia
Norma Troiano
El embargo
Milena S.
El autito rojo
Gerardo Rean
La muchacha del tren
Lena Berardone
Frambuesa y sangre en las manos
Mercedes Rocca
Lo que Dios une
Norma Troiano
El perro
Alberto Parra
La leyenda del Chajarí
Milena S.
Fernet con hielo
Lena Berardone
Un tipo tranquilo
Norma Troiano
La Rosa
Gerardo Rean
El sótano
Alberto Parra
Pibe de la madrugada
Lena Berardone
Cien años de rencor
Milena S.
El dilema de Liza
Norma Troiano
Coca y caramelos
Alberto Parra
Plata sucia lejos de la costa
Gerardo Rean
Sin perdón
Lena Berardone
Pandora
Milena S.
Blancos y transparencias
Alberto Parra
Vivir lo deseado
Norma Troiano
La boda
Gerardo Rean
El cazamariposas
Lena Berardone
Chocá los cinco
Milena S.
La falta
Alberto Parra
Estación Lima
Milena S.

Sin embargo, en el universo se ha detectado que hay relaciones entre las partículas a pesar de que estén
alejadas en el tiempo, son relaciones dentro de la acronología.
Ésta es Sáenz Peña, la próxima estación es Lima, dijo alguien a mis espaldas. Levanté la vista del libro. El chico
estaba sentado en el sentido en que iba el subte y yo estaba en la dirección contraria. Hace años que viajo de
Primera Junta a Plaza Mayo esperando el escenario relativo en el que pasado y presente se muestren
simultáneamente. El chico le señaló mi ojo tuerto al hombre que tenía al lado. El hombre le dijo algo y el chico
miró por la ventana el túnel. Miré por la ventana. El chico comenzó a preguntar cosas al hombre. El hombre
contestaba y le daba explicaciones para todo con esa voz latosa que me traía la presencia de lo que antes ya
había oído. Esperé ¿Y si el azar fuera algo más que un mero accidente del destino? El chico tenía un bolso
marinero de esos que se usan para ir al club. Balanceaba un cartoncito de leche chocolatada de un lado para
otro. Los pasamanos se bamboleaban al mismo ritmo del cartoncito. El ruido era monótono. El hombre agarró
el cartoncito de leche y le acercó la pajita a la boca. En cada acto se generará un caos, sin embargo, cuando
recogemos una gran serie de datos, el caos se nos muestra como un conjunto ordenado. El chico torció la cabeza
y la alejó de la pajita como si fuera el meneo involuntario ocasionado por el vaivén del subte. Las relaciones
entre las partes son más importantes que las partes mismas, las realidades no percibidas son abundantes como
las ondas de radio, que no percibimos a pesar de que están aquí. El hombre insistió con la pajita y el chico en un
movimiento brusco de la cabeza chocó con el cartoncito de leche. Ocurre todo en el mismo orden. El cartón cayó
y una gota de leche salpicó los pantalones del hombre. Supe entonces que pronto vendría el golpe en la cara.
Como el que me había dado mi padre. El golpe que me había hecho perder el ojo izquierdo. De un salto me
levanté. Esta vez lo iba a evitar. Tropecé con la mujer que estaba parada junto a mi asiento. Le pedí disculpas.
Habíamos llegado a la estación Lima. Esa era la estación del club, el hombre bajaba con el chico. Traté de bajar.
El golpe de mi padre había sido en el andén. Las puertas se cerraron. Otra vez el túnel.
Para Vos
Lena Berardone

Esther abrió los ojos, se llevó las manos a la cabeza. Sintió que le dolía. Giró en la cama y vio a su lado al
hombre. Se tapó la boca con la mano cuando le surgió una repentina náusea. Ahora con movimientos torpes
bajó de la cama. En el piso las botellas de vino estaban vacías. Casi con pánico vio que el cuadro de la pared se
movía. El hombre continuaba durmiendo y eso le dio tranquilidad. No lo reconocía. Se inclinó, miró el tatuaje
que él tenía en el brazo. Seguía sin saber quién era. Se masajeó las sienes tratando de recordar lo sucedido la
noche anterior. Su cara pálida mostraba arrepentimiento y tristeza. Pensó: ¿Por qué volví a hacerlo? Recogió la
ropa sin hacer ruido. Movió despacio la cabeza para no perder el equilibrio. Aún estaba mareada. Vio más
botellas, vasos volcados. Lloró. Se dijo: soy una basura, que culpa tienen los tipos. Se acercó al espejo e intentó
darle un puñetazo a su cara, pero se contuvo. Se sentó al pie de la cama, inclinó la cabeza y refregó con rabia las
lágrimas. Permaneció en esa posición por unos minutos. Se levantó y se vistió. Tomó la cartera, fue caminando
desgarbada hacia la puerta del departamento. Volvió a mirar el cuadro, ahora lo vio inmóvil. Dudó en irse. De la
agenda sacó un papel y una lapicera. Escribió unas líneas. Se acercó a la mesita de luz y dejó debajo del cenicero
el escrito.

Lo despertó la bocina del tren. Vio la cama vacía y no le interesó que esa mujer que la noche anterior había
conocido en el bar no estuviera. Se levantó. Pasó frente al espejo, miró con satisfacción el tatuaje que hacía
unos días le habían hecho.
A través de la ventana miró las vías. Levantó la mano respondiendo al saludo de un vecino. Bostezó, cerró la
ventana. Al girar vio el papel sobre la mesita de luz. Se acercó con curiosidad. Leyó: Para Vos. Le dio la vuelta:
Anoche, no sé si te dije que tengo sida, Esther.
Miró hacia la mesita de luz, la caja de preservativos estaba intacta.
El cuaderno verde
Gerardo Rean

Desde el ventanal José Luis veía la plaza, donde dos viejos jugaban al ajedrez, con piezas de madera en un
tablero de cartón, eran las últimas horas de la tarde y las sombras empezaban a cubrir la plaza. Cerró las cortinas
y se acercó a su escritorio que estaba tapado con una pila de libros y cajas, había un cuaderno de tapas verdes
junto a los libros. Guardó los libros en la biblioteca y al cuaderno lo dejó a un lado. Una caja tenía boletas con
cifras que ya no significaban nada, abrió otra caja rotulada: Papeles importantes.
Ahí estaba la garantía del primer televisor y recordó los primeros tiempos de casados, cuando con Laura
miraban la televisión acurrucados en la cama. La garantía de la filmadora y evocó aquellas salidas de fin de
semana a Escobar, quien sabe dónde están los rollos y siguió ordenando. Halló las patentes del Renault 12
abrochadas con un clip ya oxidado y recordó las vacaciones en Córdoba. De un sobre saltaron los carnets del
club. Hizo memoria: fue en el segundo año de casados, iban con Joaquín en su cochecito a la pileta y, sin plata,
habían disfrutado igual del verano.
Siguió sacando papeles, ahí estaba el manual de la multiprocesadora que nunca usó, regalo de su suegra, el
manual de la cámara de fotos que compró cuando nació Joaquín, le tengo que pedir las fotos a Laura y continuó.
Del fondo de la caja sacó el carnet de la biblioteca, sonrió recordando cuando los echaban por charlatanes y
ruidosos.
El cesto rebalsaba y el escritorio no parecía suyo y ahí estaba el cuaderno verde, antes de tirarlo lo leyó. En la
primera hoja reconoció la caligrafía de Laura, que había olvidado el cuaderno la última vez que se vieron y no la
pudo atender, quedaron en encontrarse otro día y otro día fue nunca.
Escrupulosa Laura consignaba todo. Desde el primer beso que le había robado en la biblioteca, la primera
salida al cine cuando no la dejó ver la película, las impresiones de las vacaciones, de los viajes, el día que nació
Joaquín. Notó como al pasar las hojas se espaciaban los buenos momentos y se amontonaban reproches, enojos,
días de estar juntos sin hablarse, comiendo en silencio mientras miraban la televisión, las angustias de Laura y
sus resentimientos. Cerró el cuaderno y lo guardó otra vez en la caja de papeles importantes.
Levantó el teléfono, marcó el número de Laura y escuchó: «El número no corresponde a un abonado en
servicio…»
El Bolso
Norma Troiano
La tierra está maldita
y el amor con gripe en cama.
La gente en guerra grita,
bulle, mata, rompe y brama.
Al hombre lo ha mareao
el humo al incendiar,
y ahora, entreverao,
no sabe adónde va.
Enrique Santos Discépolo
Del tango: ¿Qué sapa Señor?

— Y mañana a las ocho y media. No a las nueve menos cuarto.


— Sí señora.
— ¡Sí señora, sí señora! Yo trabajo también y no puedo llegar más o menos a las nueve ¡Tengo que llegar a
las nueve!
— Sí.
Cinco meses que trabajo acá y nunca llegué tarde. Ni siquiera falté. En cambio, ella no aparece casi nunca
antes de las seis, como habíamos arreglado. Llega más o menos siempre después. Pero qué me importa, la
verdad, se dijo, ella era feliz igual desde hacía unos cuatro meses.
Se fue por la salida de servicio de ese piso doce del barrio de Belgrano, donde vivía Mercedes Ibarra. Cuando
estuvo en la calle, apretó el bolso de plástico rectangular que llevaba colgado del hombro y se fue caminando
hasta la parada del colectivo que la dejaría en Constitución. Como todas las noches desde hacía un tiempo, el
primer amor verdadero que sentía en su vida la esperaba en la estación de Temperley.
El colectivo tenía que cruzar media ciudad. Cuando subió tuvo que quedarse parada. Apretó el bolso contra
su pecho. «Por las dudas». En la mitrad del trayecto pudo sentarse. Se acomodó para tratar de dormir. Siempre
hacía eso. Total Constitución era la terminal.
Todos los días se levantaba a las seis de la mañana para llegar a tiempo a lo de la señora Mercedes. Ella le
dejaba tres hijos a su cuidado, además de la limpieza del departamento que ocupaban cinco personas. En el
traqueteo del colectivo y la modorra, su pensamiento seguía: «Atender los chicos que se pelean, lavar, planchar,
hacer las compras y encima dejar medio preparada la cena, me dejan molida y no quiero estar cansada para el
Tito». Se durmió y soñó con sus besos.
— ¡A bajar! ¡Vamos!
El chofer gritaba desde el volante. Dos hombres y ella caminaron hasta la puerta y después fueron para el
mismo lado, la estación del ferrocarril.
El andén estaba lleno a esa hora. La gente se movía inquieta.
— ¿Qué pasa? — preguntó a otra mujer que tenía los zapatos deformados por los juanetes y usaba unas
medias tres cuartos de hombre, que la pollera no alcanzaba a tapar.
— No sé. Parece que hay lío con la empresa. Yo hace media hora que estoy acá parada ¡Con lo que me
duelen los pies!
— ¿Y no sabe si va a haber tren o no? — preguntó ella y empezó a preocuparse.
— Sí, dicen que sí. Pero que viene atrasado.
El Tito está esperándome y se va a ir tarde para la casa. No quiero que esté mal dormido. Una obra es
peligrosa, pensó.
Tito era oficial de albañil y madrugaba mucho todos los días para llegar a la obra donde trabajaba, en el norte
de la Capital.
Un tren vacío entró en el andén. La gente, apiñada, caminó hacia las puertas, algunos se metieron por las
ventanas que encontraron abiertas. En el amontonamiento, ella quedó prensada en el pasillo, arriba de la
escalerilla para subir al vagón. A sus espaldas había varias personas más, un par con medio cuerpo colgando
hacia afuera del tren. Ella tenía el bolso agarrado con las manos y siempre colgado del hombro. El pase semanal,
no sé para qué en este loquero —se dijo—, lo tenía enganchado en el cuello del pulóver.
El tren arrancó y empezó a tomar velocidad. De pronto, se armó un revuelo en el pasillo del vagón, a la
izquierda y vio tres hombres que empujaban y golpeaban a la gente para llegar rápido a la salida. Una mujer
empezó a los gritos y otras voces la imitaron:
— ¡Ladrones! ¡Hijos de puta!
— ¡Párenlos!
— ¡Párenlos!
Aprisionó el bolso con una mano, pegó su cuerpo contra el hombre que tenía a la derecha y se sujetó tan
fuerte como pudo del marco de la puerta que iba al vagón de ese lado. Igual la tromba la llevó por delante. La
arrancó del pasillo junto a otras dos personas que se le fueron encima y la arrastraron, perdió pie, lanzó un grito
de terror y agarró el bolso con toda su fuerza. Sintió un golpe terrible en la espalda, le zumbaron los oídos y tuvo
la sensación de que caía en un pozo profundo, sin poderlo evitar.

La gente insultaba furiosa. Porque el tren había arrancado con personas colgadas; porque no se sabía cuándo
iba a volver a salir, porque había pasajeros golpeados y una jovencita, tirada al costado de la vía que sangraba y
parecía muerta. Algunos gritaban para descargar la bronca, otros se arremolinaron, curiosos, a mirar la chica.
— ¡Viajamos como bestias y todavía nos cobran, carajo!
— ¡Siempre lo mismo, roban a la gente y se largan con el tren andando!
— Mirá; no se mueve la piba. ¿Estará frita?
— Es el golpe, Japonés. ¿Nunca te quedaste groggy por un golpe?
— ¿Y ahora aparecen los tipos de seguridad de la empresa?
— ¿Qué estaban haciendo, viejo, mientras nos afanaban?
— Cuándo se les va a cantar hacer salir el tren, digo yo.
— ¿Qué te pasa flaco?
— Me parece que me reventé la pata
El personal de seguridad y unos policías empezaron a alejar a la gente agolpada alrededor de la chica,
mirándola, con las piernas torcidas sobre el piso, inconsciente y perdiendo sangre.
— Circulen, circulen, dejen espacio.
— ¡Má que circulen ni circulen! ¡Tengo el brazo hecho pelota! ¿Cómo me arreglo?
— Tranquilos, ya llega la ambulancia.
— ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos nosotros? ¿Nos quedamos a dormir acá?
— Circulen, circulen. A la estación, ya se les va a avisar cuando se reanuda el servicio.
— ¡El servicio! Esto es una joda.
Llegaron dos ambulancias. Una se ocupó de la chica y la otra de los contusos.

Cuando abrió los ojos vio a un hombre con batín celeste encima de su cabeza. Quiso hablar y no pudo, tenía
puesto algo sobre la boca y la nariz. Oía el ulular de la ambulancia.
— ¡Reaccionó, viejo! ¡Metéle! ¡Está perdiendo mucha sangre a pesar del torniquete!
— ¡Son las siete, pibe! ¡El tránsito es un quilombo! ¡Transfundila, para eso estás!
— ¡Ya lo hice, gil! ¡Por eso reaccionó!
El del batín celeste la miró y se dijo: Es una morochita preciosa y no debe tener mucho más de veinte años.
Ella seguía queriendo hablar. Él acercó la boca al oído de la chica y le preguntó, sabiendo que no podría oírlo
bien en ese estado:
— ¿Qué te pasa? ¿Te duele mucho?
Sacó un momento la mascarilla con el oxígeno y puso la oreja junto a la boca, para escucharla mejor.
— Eeel...Tito, me espera...
Volvió a ponerle la mascarilla, mascullando:
— ¡Me cacho, m´hijta! ¡Que espere! ¡Poné el alma en tu vida, que te hace falta!
A ella, otra vez, se le cerraron los ojos.

Un hombre corpulento con pelo negro y rizoso amarrado en una colita había esperado que pasara todo y que
la gente se fuera, rezongando, hacia la estación. Fue uno de los últimos que se puso en movimiento. Levantó,
como a quien se le cae algo, el bolso de plástico que había estado sosteniendo entre los pies, a tres metros de
las marcas de sangre, lo dobló y lo puso debajo de la campera. Ahora debo parecer un dogor se dijo y a paso
normal, poniendo cara de bronca como tenían todos, empezó a caminar hacia la estación. Tardó en llegar al
andén y cruzar los molinetes. El tren no se había parado tan cerca, después de todo. Enfiló hacia los baños. El
olor a orín le pegó en las narices, un muchacho con un jean apretado estaba reventándose un granito de la cara.
Lo miró a él a través del espejo, le sonrió y se dio vuelta, quebrando la cintura. él le levantó el dedo medio con
el puño cerrado y se metió en el retrete. El muchacho, a sus espaldas, se encogió de hombros frente al espejo.
Cerró la puerta, bajó la tapa rajada del inodoro que, calculó, lo aguantaría. Se sentó encima, sacó el bolso de la
campera y lo abrió. Aparecieron una remera y un delantal gastados y recosidos. Los tiró al piso, sobre la mugre.
Encontró un monedero: tres pesos con cincuenta. No lo podía creer. Siguió buscando: un peine, un lápiz de
labios barato y gastado y otras chucherías. Encontró un bolsillo grande contra un lado y se puso contento, corrió
el cierre y metió la mano, sacó una foto. En la foto se veía la piba que estaba tirada al costado del tren y un
hombre como él abrazándole la cintura.
Está sonriéndole como un huevón, pensó y colérico rompió la foto mascullando:
— ¡La puta madre! ¡Me tomé tanto laburo por tres mangos de mierda!
Vestida para la cena
Mercedes Rocca

— Quiero una tela para verano, de algodón, muy liviana, en color negro.
El joven vendedor le miró, absorto, la boca carnosa y las pestañas espesas, y quedó fascinado con el cuerpo,
muy alto y escultural.
— Estoy apurada — le dijo ella.
El vendedor fue de inmediato hacia el fondo del negocio y volvió muy pronto con las mejillas enrojecidas y
una pieza de tela negra, que apoyó en el mostrador.
Verónica evaluó con atención el espesor de la tela, tomándola entre los dedos índice y pulgar.
— ¿No hay una tela de trama más abierta?
Al escuchar la pregunta, el vendedor recordó.
— ¿Ud. compraba antes en esta misma cuadra, en la sedería “La tentación”, que cerró hace poco?
— Te pregunté si hay una tela de trama más abierta.
— No, señora, no hay — respondió con cortesía el vendedor, ante el tono seco de la mujer.
— Cortá medio metro.
El vendedor obedeció. Verónica dobló la tela por la mitad y le pidió al vendedor que hiciera un tajo de cinco
centímetros en el doblez. Luego ella tomó la tela y a partir del corte, la rasgó sin mayor esfuerzo en dos pedazos.
Quedó satisfecha.
— ¿Cuántas piezas tenés?
— Creo que hay dos.
— Las llevo.
— Sí, es usted — dijo emocionado el vendedor.
— Sí, y qué hay. Andá a buscar las piezas.
Verónica llamó por el celular al chofer y después pagó en efectivo.
El vendedor llevó la mercadería hasta la calle. El chofer le abrió a Verónica la puerta trasera del Mercedes
beige y colocó en el baúl las dos piezas de género.
Fueron hacia la casa de la modista, conforme a lo que correspondía hacer. Ella se quedó en el auto mientras
el chofer entregaba las telas.
La modista se puso a trabajar de inmediato en los vestidos que confeccionaba para Verónica, a razón de dos
por semana. Los diseños eran sólo dos, y siempre iguales.
Uno de los vestidos era abotonado en la espalda desde el cuello hasta la cintura, con presillas y pequeños
botones forrados con tela negra, y con una delicada puntilla blanca aplicada en el borde. La pollera terminaba a
un centímetro del piso y en la parte posterior tenía un tajo central de noventa centímetros, adornado también
por la fina puntilla blanca.
El otro modelo estaba abotonado en la parte delantera, desde el mentón hasta la cintura, con similares
presillas y botoncitos, y con el adorno de la misma puntilla blanca. La pollera llegaba a un centímetro del suelo,
y por delante tenía un tajo central de ochenta centímetros, con la puntilla blanca aplicada en el borde.
Los martes por la noche, convenientemente acicalada, se ponía el vestido con el tajo adelante; los viernes, el
que tenía el tajo atrás.
Como preparación al amor, y ante los pudores y negativas de Verónica, el amante rompía el vestido de turno,
en un ritual que siempre lo enardecía.
La relación había comenzado seis años antes, cuando el hombre de cincuenta y tres años, muy buen mozo y
seductor, cautivó con sus atenciones a la joven de veintidós años, que por último lo atrapó a él. Con el tiempo
los sentimientos de ambos se consolidaron, tanto en el afecto como en el placer.
Dos departamentos, una cuenta bancaria, el Mercedes y una mensualidad considerable, le permitían a
Verónica estudiar abogacía, sin trabajar.
Un viernes, el amante comenzó a ejecutar la ceremonia amorosa de rutina. Como era lo indicado para ese
día, ella llevaba puesto el vestido con el tajo atrás.
En el juego amoroso, él rasgó concienzudamente la vestimenta por la parte trasera, como correspondía, pero
no pudo cumplir las etapas ulteriores. Verónica, desconcertada, se sentó en el sillón de pana con las largas
piernas extendidas, desnuda por completo, como siempre lo estaba bajo las telas negras y las puntillas blancas.
Él, muy alterado, optó por servirse whisky con hielo, más de una vez.
El martes siguiente, el encuentro sexual fue muy satisfactorio, lo que no ocurrió el viernes de la misma
semana. Esta peripecia de los viernes se instaló en forma permanente. Entonces, los viernes, en las primeras
horas del encuentro, ella se dedicaba a estudiar mientras el amante revisaba su agenda, hacía llamados
telefónicos, y a veces, como tenía el título de abogado, le explicaba algún tema complejo.
Luego cenaban, y tomaban el café charlando en el living. Una noche el acaudalado amante mencionó los
sucesivos amores de su vida, pero no había llegado al último, cuando interrumpió el relato de una manera
imprevista.
— Bombón, qué te pasa — le dijo Verónica, que tenía debilidad por el chocolate.
— Nada, sólo pienso por qué nos separan tantos años.
— Sentado en el sillón de pana, el compungido amante recibió las caricias de la mujer.
— Ya había ingresado en la sexta década de la vida y se sentía afectado por los impactos del tiempo.
— Porque no estuviste en mis treinta años, así como sos ahora — se lamentó.
— Porque estuvo tu mujer que es tan hermosa y tan buena. Tenés tres hijos, dos nietos y no sé cuántos
millones – y agregó con humor, para quitarle la angustia – Y además estoy yo, como la frutilla del postre.
Él sonrió y la besó con suavidad en la boca.
— Hagamos un viaje. Cuando me reciba de abogada, vayamos a Hawái.
— Sí, por Dios, sí — respondió él.
— Y además, cuando me reciba, voy a llevar todos tus asuntos legales. Y quiero estar en tu despacho, muy
cerca tuyo. Va a ser excitante y un desafío, estar con vos sin que los demás sepan lo nuestro. Voy a llevar el pelo
recogido en un rodete, no voy a usar maquillaje y me voy a poner vestidos negros, largos desde el cuello hasta
el piso, pero sin tajos especiales. Espero que con esa apariencia inofensiva nadie sospeche.
Él festejó la ocurrencia de Verónica y pareció reponerse, pero ella quedó muy preocupada por el estado de
ánimo del amante. Por eso contrató a Santina.

Santina era tan pequeña que no alcanzaba a la mesada de la cocina. Cuando llegó, traía una bolsa de tela
blanca y un banquito.
Verónica quedó asombrada por su aspecto. Recordó en ese momento las nociones de geometría y se decidió
por el cuadrado, al ver los brazos muy cortos y casi tan anchos como largos, y también eran así el tronco y las
piernas.
Pero no obstante la contrató, porque venía muy recomendada por sus habilidades culinarias. Y porque había
decidido en lo futuro alimentar al amante con comidas preparadas en casa y no comprarlas más en la rotisería,
ya que creía en los flujos vitales de las comidas caseras.
En sólo un día Verónica comprobó la valía de la cocinera; le había pedido que le hiciera fideos amasados y
cortados a mano, y una mayonesa casera para acompañarlos.
— Santina, son riquísimos y la mayonesa, un manjar. La felicito.
— Muchas gracias, señora.
— Verónica siguió comiendo.
— Usted es italiana? — le preguntó sólo por preguntar, ya que era inconfundible el acento de la cocinera.
— Sí, señora.
— ¿De qué parte de Italia? — dijo mientras decidía comer los dos fideos que quedaban en el plato.
— Sicilia.
— ¡Ah¡ Yo nací aquí, en Buenos Aires — después agregó —. Bueno, Santina, ahora viene la segunda etapa
del trabajo, la de poner la mesa. Este viernes viene mi novio a cenar y quiero que todo sea muy especial. Vamos
a poner la mesa entre las dos.
— Sí señorita, y yo tengo para eso mi banquito — le dijo la cocinera, quién consideró que como había
nombrado a un novio, no debía decirle señora.
Verónica miró con admiración a la cocinera, porque ya la había visto amasar con una fuerza increíble, subida
al banquito, que podía correr por el piso de la cocina, y a lo largo de la mesada, sin bajarse de él. Y sintió que
empezaba a querer a Santina. Después de reflexionar, le dijo:
— El plato fuerte de la comida van a ser las pastas, cortadas en cintitas de siete milímetros de ancho, que
a mi novio le encantan. ¿Me entiende, Santina?
— La cocinera miraba hacia arriba, pendiente de las indicaciones de Verónica.
— Sí señorita, entiendo todo y yo lo voy a hacer todo bien — contestó entusiasmada con la señorita, tan
bella como generosa a la hora de pagar.

El jueves, Verónica le anticipó por teléfono al amante que al día siguiente no iba a estudiar.
Él llegó el viernes a la hora habitual y como siempre ambos se sentaron en el living; ella llevaba puesto el
vestido con el tajo atrás.
— Vero, ¿no tenés nada para estudiar?
— No, amor. Por eso preparé una comida especial, que hice con una cocinera que se llama Santina.
— ¿Sí, que cocinó?
— Qué cocinamos, dirás. Es una sorpresa — luego agregó — Te pido que no uses el celular, porque cuando
todo esté listo, te voy a llamar por teléfono desde el comedor.
— ¿Por qué me vas a avisar así? Además tengo que hacer algunos llamados.
— Bombón, hacelos ahora, o en los próximos veinticinco minutos y después dedicate a tu agenda o a lo
que quieras, pero no uses el celular ni entres al comedor, porque con Santina vamos a preparar una mesa
especial.
Ella, muy contenta, impidió una posible respuesta con un beso en la boca del amante, y se aseguró su
obediencia con un contoneo sugerente mientras caminaba hacia el comedor.
Santina, con la comida ya preparada, la estaba esperando en la cocina, para poner la mesa en el comedor y
después irse muy rápido por la puerta de servicio, de acuerdo con las instrucciones que había recibido.
Les llevó a ambas 35 minutos preparar la mesa. Después Verónica, asistida por Santina, llamó por celular al
amante para que viniera a comerlos enseguida despidió a la cocinera, quién en un instante desapareció por la
puerta de servicio, encantada por la creatividad de la señorita y contentísima porque debía volver el viernes
siguiente.
El amante, hambriento, entró al comedor. Sorprendido, miró la mesa tan larga como vacía.
Ellos acostumbraban comer en un extremo de la mesa, y en ese sector sólo vió, colgando en el respaldo de la
silla que siempre usaba Verónica, el vestido que llevaba puesto un rato antes.
De inmediato fue a la cocina. Ella no estaba allí, y la cocinera tampoco. Respiró hondo y, desconcertado, volvió
sobre sus pasos. Entró de nuevo al comedor y fue directo hacia la silla con respaldo, del que colgaba el vestido
de Verónica.
Se sobresaltó al ver en el suelo las piernas de Verónica, con una pulsera roja en el tobillo. Se aproximó, y la
vió, acostada en el piso de mármol, a un costado de la mesa.
— ¿Qué te pasa?
— Nada — contestó ella y sonrió.
Al mirarla con más detenimiento, le pareció que se había vestido según la usanza hawaiana, tal vez por el
viaje planeado y tantas veces postergado.
Tenía puesta una pollera de flecos finitos y muy cortos, que dejaban entrever su desnudez. En el busto, tiritas
rojas, muy angostas, partían de cada pezón. El miró, extasiado, esos dos soles.
Unas mangas de color verde suave, que cubrían los brazos de Verónica desde la muñeca hasta las axilas,
completaban el atuendo. Como adornos, ella tenía un collar de cuentas negras, ovaladas, y en el medio de la
frente, una pirámide pequeña, de color rojo. Por último, una vincha gruesa, cilíndrica y en color manteca,
ordenaba el pelo muy largo y rubio. El quedó embelesado.
— Querido, la cena está servida.
Él se arrodilló a los pies de Verónica, tomó un pie para besarlo, pero se desprendió del tobillo la pulsera roja.
El amante quiso agarrarla, pero se le escurrió entre los dedos. Con la atención puesta en la pollera hawaiana,
soltó el pie sin besarlo. Agarró los flecos y enloquecido, los apartó.
— Comé, querido, comé todo lo que quieras.
Las cintitas amasadas por Santina estaban exquisitas. El amante empezó a comerlas y también se dedicó a
otras actividades.
Verónica, satisfecha, levantó sólo la cabeza para mirar al amante; en consecuencia, se le corrió la vincha y se
le cayó de la frente el adorno rojo. Decidió comerlo y así saboreó una frutilla, mientras él ascendía hasta el
pecho, donde dio cuenta de las sabrosas tiritas de ají morrón.
Después ella desenhebró una cuenta del collar y comió la aceituna sin carozo, de primera calidad, muy negra
y carnosa. Se sintió muy fuerte, y le ofreció una al empresario, pero él no la escuchó. Enseguida Verónica se
dispuso a comer la banana ya pelada, sacándose la vincha, cuando él con muchos besos, llegó a la cara.
Enloquecida de alegría y placer, sintió que había sido accedida. Y antes del éxtasis, abrazó muy fuerte al
amante. Entonces de sus brazos volaron las lechugas capuchinas, que al descender, completaron esa cena, tan
especial.
Arnaldo y la piedra
Alberto Parra

Arnaldo se paró en el jardín frente a la piedra. Se frotó las manos y flexionó las rodillas varias veces.
— Te voy a levantar.
Se golpeó la barriga con las manos y volvió a flexionar las rodillas.
— Ya te voy a levantar.
Resopló y puso los brazos hacia delante separándolos según el tamaño de la piedra.
— Preparate, te voy a levantar.
Se acercó, se agachó y la enganchó por abajo. La piedra no se movió.
Arnaldo se alejó un poco y volvió a pararse frente a la piedra.
— Fue una prueba. Ahora va en serio.
Extendió los brazos hacia delante, manteniendo entre uno y otro, la distancia de la piedra. Se le acercó a la
carrera. Se agachó.
— ¡Ops!
Nada.
— Si no puedo levantarte, voy a convencerte.
Arnaldo fue a la biblioteca y se entretuvo con La Odisea.
— No, no es Circe ni una Sirena.
Pasó al estante superior y hojeó el Martín Fierro.
— Si, pero no me da el tono para una payada.
En el estante de arriba, encontró Como Convencer a una Piedra. Se lo llevó a la cama y lo leyó de pe a pá.
Durmió abrazado al libro.
A la mañana tomó una cuajada. Se paró frente a la puerta. Respiró hondo. Flexionó los brazos y las piernas.
Tomó vino blanco mezclado con huevo crudo. Se acostó en el piso e hizo abdominales. Probó los músculos frente
al espejo.
— Ahora sí, si no te levanto, te convenzo.
Salió al jardín. La piedra estaba en el mismo lugar.
— ¡No me desafíes! — le advirtió. Se frotó las manos —. No me des la espalda.
Arnaldo se arremangó y fue directo a la piedra. No llegó a tocarla. La piedra se levantó sola.
Burbujas
Gerardo Rean

En la cocina hervía el agua. Ana arrugó la frente y fue a preparar el café. Jorge abrió la puerta y dejó la campera
en una silla.
Ana levantó la campera de la silla y la llevó al placard del dormitorio, regresó al living. Se sentaron los dos en
el sillón.
Ya eran las nueve de la noche, el partido de fútbol iba a comenzar. Jorge agregó sacarina al café y revolvió
con resignación. Con Ana había quedado en tomar un café como se los había recomendado la psicóloga.
Ana le dijo:
— Hoy me acordé del viaje a Córdoba, hace rato que no vamos.
— Tenés razón, hace tanto tiempo.
Ana trajo el álbum de fotos y mientras las miraban creyeron estar a cielo abierto, en la orilla del lago. La brisa
despeinaba y tapaba la cara de Ana que sensual se alisaba el pelo, sonriéndole a Jorge.
— Podríamos ir unos días a las sierras — dijo Ana.
Esa misma semana hicieron los preparativos para el viaje.

Llegaron al lago y discutieron, Ana insistió y estacionaron el coche en la pendiente, casi en la orilla, donde ella
quería. Bajaron las reposeras y se sentaron. Ana se puso a pintar las uñas de los pies, Jorge a leer el diario con
bronca, porque el viento doblaba las hojas y no podía leer. Una hormiga, le dejó una roncha en el pie. Ana, con
varios kilos de más, casi se cae de la reposera. El pelo movido por el viento, a cada rato le tapaba la cara. Además
tenía frío. Con fastidio le dijo:
— Voy al coche — parecía hablarle al diario.
Jorge de reojo, la vio subir. Ana cerró la puerta trasera bruscamente y el coche se balanceó. Falló el freno de
mano. El coche avanzó unos metros y cayó al agua, se deslizó unos segundos, empinó el capot y se hundió,
formando círculos a su alrededor. Ana no sabía nadar. Jorge se sacó las zapatillas y el jean. Se zambulló en el
agua helada y nadó hasta las burbujas. Buceó. Abrió los ojos y vio una mancha borrosa. Pudo reconocer el techo
del coche. Tocó la puerta, se acercó a la ventana. Ana desesperada hacía gestos. Ambos se miraron a los ojos
como nunca. Jorge giró la cabeza, largó todo el aire de sus pulmones y con una patada en el techo se dio un
envión y se alejó del coche.
Las burbujas y Jorge subieron a la superficie, cuando asomó la cabeza fuera del agua respiró aliviado.
Cajón de sastre
Milena S.

— Comisario, me destruyeron el rodete.


— Lo siento señora, estamos ocupados, tenemos que custodiar una heladera. Esperé allí. Prontito le vamos
a tomar la denuncia.
La señora Nieves se sentó a esperar. El comisario hizo una llamada telefónica.
— Disculpe que lo moleste magistrado, es por lo de la heladera.
Se oía en la radio de la Comisaría, un rock nacional: ... y las heridas son del oficial.
— No le escucho bien — dijo el comisario — ¡Si, a mí también me tienen podrido con lo de la heladera!
— Comisario — dijo un policía al entrar — Se cayó el sistema ¿Escribo a mano?
— No, perá — siguió hablando por teléfono — ¿Qué haga lo que quiera? Tá bien, después le informo
magistrado.
El policía seguía esperando en la puerta. El comisario cortó, buscó algo en el cajón. Sacó un disquete. Se
levantó y fue a la oficina de al lado. Se puso a revisar la computadora.
— ¿Alguien se metió en la página porno? ¡No saben que la compu se llena de virus! — gritó.
Puso el disquete, tocó un par de botones y la máquina se reinició bien.
— ¡Tá!
Estaba por levantarse para volver a su despacho, cuando entró a la oficina un agente llevando a un hombre
del brazo.
— Comisario ¿A éste lo ponemos en la celda de los hombres o de las mujeres? — dijo el agente.
El comisario lo miró. El hombre tenía una peluca rubia con bucles que le caían sobre los hombros y estaba en
ropa interior. Los pelos le afloraban por encima del corpiño verde.
— Comi, siempre me ponen con los hombres — dijo el hombre de la peluca.
— Llevalo a donde te dice y después cebame un mate. Estoy sin morfar — dijo el comisario al agente —
¡Ah! Dame que guardo la peluca y el corpiño.
Mientras el agente le daba la peluca y el corpiño, se asomó un policía.
— Comisario, tiene teléfono — le dijo.
El comisario volvió a su despacho. Guardó la peluca y el corpiño en el cajón y agarró el teléfono.
— ¿Si? No, jefe, el otro móvil está en taller. Bue, bue — cortó.
Entró el agente que tenía que traer el mate, con una bandeja plateada y encima de la bandeja el termo con
agua caliente y el mate vacío.
— Comisario se acabó la yerba ¿Voy a comprar?
— No, pará. Tenés que ir al taller a ver si está el móvil listo.
Sacó del cajón, un papel y una lapicera y escribió la dirección del taller. Se lo entregó al policía.
— Decile que tenía que estar para ayer. Que lo termine como pueda ¡Rajá!
El agente salió con el papel en la mano. El Comisario y la señora Nieves que estaba sentada esperando, lo
siguieron con la mirada. El agente se rascó el trasero con la mano.
— ¡Decile a tu jermu que te lave los calzoncillos! — le gritó el Comisario.
El agente no llegó a oír. La señora Nieves se tapó la risita con la mano.
— Comisario, está el tipo de la heladera — dijo el policía que entró al despacho.
— Que pase — dijo el Comisario y mirando a la señora Nieves exclamó — ¡Yo no se para que carajo quise
ser policía!
Pasó el tipo de la heladera.
— Comisario...
— Si ya se, ya se. Saque al cerdo de la heladera, tireló a la basura y buenas pascuas.
— Pero no lo voy a sacar así a la calle.
El Comisario revolvió el cajón del escritorio y sacó una bolsa negra de consorcio.
— Métalo en esta bolsa y póngalo directamente adentro del camión de la basura.
— Es que no pasan los basureros. Están de huelga.
— Me cacho en dié. Llévelo usté mismo al cinturón ecológico.
El tipo hizo una venia y se fue con la bolsa. Entró un policía acompañando a un mozo.
— Comisario, este mozo del restaurante de la esquina viene a denunciar al moñito, dice que lo quiso
ahorcar.
— ¿Qué?
— Dice que el Patrón se lo hizo poner en el cuello y el desgraciado lo quiso ahorcar.
— ¿El Patrón?
— No el moñito negro.
— Tómele declaración al mozo y deje retenido al moño.
— ¿Lo pongo en la celda de los hombres?
— Déjeme el moño aquí.
El policía y el mozo se fueron. El comisario guardó el moño negro en el cajón y respiró profundo. La señora
Nieves se puso de pie y se le acercó.
— ¿Comisario tendré que esperar mucho por lo mío?
— A ver, acérquese.
La señora Nieves se acercó y le mostró los pocos pelos entrecanos que le caían por los hombros.
— ¿Para qué quiere el rodete, si así le queda muy bien? — le dijo el Comisario y tosió.
— Siempre lo tuve conmigo.
El Comisario la hizo sentar y buscó algo en el cajón. Encontró la peluca de bucles rubios y se la puso a la señora
Nieves en la cabeza. Sacó el mate y el termo de la bandeja plateada y le acercó la bandeja para que se mirara.
— Parezco veinte años más joven — dijo la señora Nieves.
— Y el toque final.
Eligió del cajón el moñito negro y se lo puso sobre la peluca, a un costado.
— Y ¿qué tul? — le dijo el Comisario a la señora.
— ¡Increíble! Es la primera vez en mi vida que me veo con el pelo suelto. Jamás me había sentido mejor.
Lástima no haberlo conocido antes Comisario!
La señora Nieves lo besó y se fue cantando.
El día en la Comisaría siguió como siempre.
Todo se reduce a cenizas
Lena Berardone

Con mi hermana y mi hermano decidimos sacar del cementerio, los restos de nuestros padres, mi hermano
mayor, y mis abuelas, cremarlos y depositarlos en el Cinerario de la Iglesia del barrio recientemente inaugurado.
Es para tenerlos más cerca, solía repetir mi hermana una y otra vez.
El cuidador de los nichos del cementerio de San Martin, donde estaban descansando los cuerpos, se lamentó
mucho, y nos llegó a decir si lo habíamos pensado bien, pues el creía , que como había conocido a mis padres y
hermano, no les hubiese gustado terminar en cenizas.
Entendimos con mi hermano, que se atrevió a hablar con esa convicción, para intentar disuadirnos y así no
perder esa mensualidad que le pagábamos por cuidarnos y mantener impecables los nichos. Pero mi hermana,
más permeable, entro en la duda.
Nos costó dos meses más volver a convencerla de la conveniencia de la decisión que habíamos tomado, hasta
que por fin aceptó.
Empezamos con los tramites. La cantidad de constancias que nos pidieron en la iglesia para cada uno de los
difuntos fueron muchas. Algunos documentos los teníamos, otros debíamos conseguirlos. Los que más se nos
complicaron fueros los de las dos abuelas, que si bien nos acordábamos de su muerte, de sus velorios, de ellas
en los cajones, nos resultó imposible recordar donde los velaron y conseguir el famoso certificado de defunción.
Como el tiempo pasaba y la memoria de nosotros tres estaba decidida a seguir de licencia, había que tomar
medidas. Le propuse a mis hermanos, que cuando tuviéramos todas las cenizas, distribuir un poco de cada una
de las abuelas, en las de mama, papa, y mi hermano mayor. De ellos tres, teníamos todo lo solicitado en perfecto
orden, ya que sus muertes eran más recientes.
Con ese planteo para mi hermano estaba solucionado el tema. Nuevamente nos costó convencer a mi
hermana, que en esta oportunidad la presionamos un poco más, ya que corríamos contra el tiempo. Y no
queríamos renovar por dos años más, los nichos en el cementerio.
No fue tan fácil hacerlo, como decirlo.
No pudimos lograr que las fechas de cremación y entrega coincidieran.
Salimos del cementerio con cinco urnas de madera con las iniciales de cada uno de ellos. Yo dije que no quería
tenerlas en mi casa hasta el día asignado para hacer la ceremonia en la Iglesia, pues me daba cierto escozor.
Las guardamos en un cuarto en la casa de mi hermana. Su pregunta era una letanía diaria.
— ¿Cuándo las juntamos?
Si bien a mí se me había ocurrido la brillante idea, no me causaba ninguna gracia, tener que hacer ese
operativo. Pero no me quedaba otra. Sino ¿dónde poníamos a las dos abuelas?
Un día me decidí, y le dije a mi hermana.
— Hagámoslo
Las cinco urnas debían pasar a ser solo tres. Cada una de ellas tenía un paquete envuelto en nylon, con las
cenizas. Nunca las había imaginado así, tan gruesas. Muchas ideas pasaban por mi cabeza, pero no llegaba a
cristalizar ningún pensamiento concreto.
Sacamos cada paquete. Consideremos que en la caja de papa deberían ir las de la tía abuela quien lo había
criado. En las de mama, la de su madre, y un poquito de cada abuela en las de mi hermano mayor. Así lo hice,
digo hice, porque mi hermana, solo miraba y limpiaba el polvo que iba cayendo a medida que hacia el traspaso.
No tardé mucho, si bien no me resulto agradable la tarea y me pareció haber tardado más tiempo.
Por suerte se nos había ocurrido comprar unas bolsas de papel celofán más grandes. Terminados, quedaron
tres paquetes, que no eran iguales. Pero en verdad no me daba coraje emparejarlos. Los cerré con cinta adhesiva
y los guardamos en tres bolsas de papel para poder trasladarlos. Las urnas no se podían dejar en la Iglesia, y
además no hubieran entrado, el volumen de las cenizas había aumentado.
Terminada la operación volvimos a guardarlas en el cuarto, ahora ya convertidas en los tres bultos permitidos,
según los documentos con los que contábamos.
El domingo fuimos a la iglesia, estaban mis sobrinos y mis hermanos.
El cinerario estaba ubicado ni bien se entraba a la iglesia, a la izquierda, donde originalmente estaban los
restos del Arzobispo de la zona, que estaba muerto desde hacía mucho, mucho tiempo.
Se resguardo todo el mármol, que cubría la tumba, se profundizo el hueco en la tierra, donde descansarían
de aquí en más sus cenizas y muchas más. Y se hizo una abertura enmarcada en metal con pintura dorada,
simulando ser de oro. Al pasar lo mire, y pensé que por allí pasarían las cenizas de nuestros familiares. Para
darme ánimo me la imagine una habitación con luz encendida todo el tiempo.
Nunca nos dijeron en la Iglesia, si el Arzobispo fue cremado o que hicieron con sus restos. Tampoco eso era
de fundamental importancia, la decisión ya estaba tomada.
Escuchamos la misa, los nombres de mis padres y mi hermano, los de las abuela no, porque para la iglesia
ellas no estaban. Si, lo estaban para nosotros, y cada uno en sus oraciones las recordó.
Empezamos la ceremonia, un familiar debía llevar la cenizas y otro las velas.
Nosotros hicimos tres grupos, uno con mi hermana con las cenizas de mama acompañada por mi sobrino
llevando la vela. Otra con mi sobrina mayor elegida para entregar las de mi hermano Juan, acompañada por
otra de mis sobrinas con la vela, y otro que encabezaba yo, con las de papa, y mi hermano Vicente con la vela.
En total éramos unas doce familias que llevábamos a sus seres queridos.
Me puse muy nerviosa, cuando empezaron con la primera. Saco un paquete pequeño, lo abrió y deslizo con
facilidad las cenizas a través de la rendija. Mire a mi papa, y vi que era muy grande. Pensé que era el que más
abultado había quedado.
¿Y si el cura me preguntaba? ¿Podría decirle que era solamente él?
Fue una ceremonia eterna, cuando me llegó el turno, y saque a mi papa de la bolsa de papel, el cura me miro.
Me hice la distraída, y empecé a echar las cenizas con tanta mala suerte, que se atoro en la rendija, y el cura
tuvo que ayudar a empujarlas.
Si bien era invierno, empecé a sentir que unas gotas de sudor bajaban por la nuca.
El cura le dijo algo al monaguillo en voz baja, y se dirigió dentro de la sacristía. A mí me hizo señas que esperara
antes de seguir echando. No sabía dónde mirar. Me quede con la vista fija en las cenizas de mi papa, hasta que
el monaguillo le entrego un pincel de pintar medio grueso.
El cura alejo de la abertura a mis manos y a papa y dijo en voz alta:
— Ahora, dejamos limpio el lugar para los próximos hermanos que vengan a descansar aquí — y con gracia,
que a mí me pareció grotesca, procedió a limpiar el lugar.
A esa altura, las gotas ya me habían mojado el pelo, y alguna aparecían por mi frente.
— Puede continuar — escuché su voz a lo lejos.
Termine de echar lo que quedaba de papa, y el volvió con el pincel a limpiar el orificio. Lo devolvió al
monaguillo. Nos hizo persignar, y termino la ceremonia nombrando uno a uno los difuntos, dándole la
bienvenida en el Cinerario, donde se habían ocultado las cenizas y afuera quedaron las velas encendidas.
Al salir de la iglesia, sentí alivio. Ni bien comencé a bajar la escalinata un fuerte viento me arranco la bolsa
vacía, donde había llevado las cenizas de papa, y se perdió entre los árboles y el cielo.
A la mañana temprano
Norma Troiano

Esperó recostado sobre el paredón de ladrillos del baldío. No tenía reloj pero hacía tiempo que cumplía esa
rutina. Hacía dos años largos, claro que con unos meses de intervalo entre una y otra espera. A veces en González
Catán, otras en Laferrere o Florencio Varela.
Estaba en el lugar y la hora que su recorrida previa de la zona le habían indicado como más conveniente, cerca
de un colegio. Por la esquina vio venir un cuarentón medio calvo con una jovencita al lado, con sus carpetas y
libros. Cruzaron delante de él sin mirarlo, pero sospechaba que el cuarentón lo había tenido en cuenta.
Al rato pasaron cuatro adolescentes, entre varones y mujeres. Una quinceañera llegó poco después. Supo que
podía ser la suya al verla venir por la misma vereda, sola, la mochila al hombro y a paso rápido. Se hizo a sí mismo
una apuesta que sabía ganadora: me va a cruzar todavía más apurada.
Así fue. Tuvo que hablarle alto, tan rápido lo pasó por delante:
— Señorita — casi gritó — dígame la hora, por favor, el ómnibus no llega y no tengo reloj.
Ella titubeó. Frenó a los diez pasos, recelosa, sin embargo bajó la cabeza y buscó el reloj debajo de los
pulóveres. Eso le dio el tiempo que necesitaba para llegar hasta ella. Sacó el trapo que llevaba en el bolsillo, lo
apretó sobre la cara de la chica y se la llevó, tambaleante, a la puerta de chapa que daba al baldío. Entre los
yuyos y el olor a podrido de la basura revoleada por encima del paredón, la violó. El barro se le pegó a los ojos
cerrados y a la cara mojada por las lágrimas, el llanto le movió todo el cuerpo, pero era sólo un vagido detrás
de la mordaza. Meticuloso, él la dejó con el trapo atado sobre la boca y las manos con las correas de la mochila,
cerró la puerta de chapa y se fue, camino a la estación del ferrocarril.
Detrás, ella vomitaba su asco sobre un trapo atado a la boca y empezaba a odiar a los hombres, a todos los
hombres.
Nova 3
Gerardo Rean

Año 5001, la nave se desplaza casi a la velocidad de la luz.


Aturdido el hombre abre los ojos, al despertar no reconoce sus piernas. Sus músculos apenas responden a las
órdenes que intenta darles su cerebro. Pasa una mano sobre el tatuaje en su brazo: una rosa negra.
Ha estado inmóvil durante siglos. Despertó para asegurarse de que la nave siguiera el rumbo de regreso a
Nova3. Luego continuará hibernando.
El tablero no presenta señales de cambios o desvíos; por unas horas, tratará de olvidar esa silenciosa paz que
le rodea. Se descubre pensando una paradoja, es curioso que quiera descansar de años de inmovilidad. Añora
los campos dorados de Nova3, aún a varios siglos luz.
Teclea en la Megawrite y presiona el icono de Cervantes 7.0, el mejor programa de literatura activa. No
escribirá obras maestras pero al menos le permitirá recordar su mundo e imaginar un futuro.
El hombre empieza a crear la historia. La pantalla de plasma se ilumina.
Carga los parámetros del cuento.
En narrativa selecciona: cuento corto.
En género: Ciencia Ficción.
Elige en autores: Clásicos Siglo Veinte. Siempre le interesó el siglo oscuro de la Tierra, cuando se iniciaban los
viajes por el espacio. Se despliega una lista de autores con nombres desconocidos para él. Al azar elige: Isaac
Asimov 10%, Ray Bradbury 60% y Jorge Luis Borges 30%.
En pseudo lenguaje literal, define los personajes principales y secundarios: Un hombre, un viejo y un robot.
En trama: sueño, vida y muerte.
Lugar: Nova3.
Tiempo: año 5001
Estación: verano
Hora: tarde y noche
El final aleatorio.
Tiene sed, marca whisky con hielo en el tablero auxiliar.
Está preparado para ver la historia. La pantalla de plasma es aceptable pero prefiere el holograma en el centro
de la nave.
Se acomoda en la butaca y apaga las luces. Le gusta entrechocar los cubitos de hielo girando el vaso, bebe
unos sorbos de whisky.
Inicia la proyección, las imágenes inundan la sala:

Son las últimas horas de la tarde, en el cenit, las lunas iluminan el desierto.
Todo es silencio. Las ciudades están ocultas, enterradas en la arena.
Un hombre avanza hasta llegar a la colina. No muy lejos ve una casa, sabedor de su destino camina resuelto.
Llega a la puerta de la casa. Es de noche. Transpone la puerta e ingresa a un mundo de cielo azul poblado de
nubes y viento. Un robot le señala al viejo, sentado en una mecedora leyendo un libro. El viejo tiene el brazo
tatuado con una rosa negra. Al ver al hombre se sorprende y deja caer el libro. El hombre lo levanta y empieza
a leer su historia.
O todo es un sueño del viejo y el fin está del otro lado, en el desierto, detrás de la colina.

La nave continúa su viaje a Nova3.


El bulto
Alberto Parra

Estoy sentado a mi escritorio. Somos unos cuantos en la oficina. Agarro el cuarto expediente. Tiene un
papelito rojo prendido con un clip. Me duele el talón del pie derecho. Bajo la mano para tocar el talón. Me saco
el zapato deslizándolo contra el otro. No duele el talón. Sigo, sin medias, revisando el expediente. Me duele el
dedo gordo del pie derecho. Lo toco. El dolor vuelve al talón. Ya va a pasar. Sigo con el cuarto expediente. No
me duele nada. Veo la espalda de Martha. Lleva puesta una blusa verde con flores amarillas. Tiene mal gusto
para vestirse. Miro mi escritorio. Las cosas están en su lugar. Sigo con el cuarto expediente. No me duele nada.
Juan recibe un expediente y lo revisa. Le pone el papelito rojo prendido a un clip. Me lo va a traer. Bajo la cabeza
y miro el cuarto expediente. Juan se acerca con el nuevo expediente del papelito rojo. Lo recibo y lo apoyo sobre
el escritorio. Termino con el cuarto expediente y le pongo un papelito azul prendido con un clip. Me levanto y
se lo paso a Rubén. Martha no tiene buen gusto, pero lleva el pelo muy prolijo. Me siento y abro el quinto
expediente con papelito rojo. Miro el reloj. Son las seis de la tarde. Cierro el quinto expediente y acomodo el
escritorio. Me voy. No me duele nada.
Llego a casa. Preparo algo para comer. Ceno. Voy a la cama. Me siento. El talón del pie derecho me duele. Me
saco los zapatos y las medias. Aprieto el talón. El dolor desaparece. Saco la mano. Vuelve el dolor. Me acuesto.
No puedo dormir. Miro el reloj. Son las cuatro. Me levanto a las siete. Voy a la oficina.
Reviso el quinto expediente. Me duele el talón. Me saco los zapatos. Rubén me ve. Me pregunta si me pasa
algo. Le digo que no. Podés ir a la Clínica del Ministerio. Es posible que te den unos días. Termino el quinto
expediente. Le pongo el papelito azul y se lo paso a Rubén. Juan me trae el se—to expediente con el papelito
rojo prendido con un clip. Martha tiene una camisa plateada con rayas azules. Reviso el se—to expediente. Miro
el reloj. Son las doce. Voy a almorzar. Antes de volver al sexto expediente voy al médico. Me ordena análisis, un
calmante y que vuelva a verlo en una semana.
Vuelvo a mi escritorio y abro el sexto expediente. Me duele el talón. Me saco los zapatos. Lo toco. Tengo un
bulto que se corre al dedo gordo cuando lo toco. Toco el dedo gordo. El bulto se corre al talón. Termino con el
sexto expediente. Le pongo el papelito azul y se lo paso a Rubén. Juan me trae el séptimo expediente con el
papelito rojo prendido con el clip. Lo apoyo en el escritorio. Martha hoy no tiene el pelo tan prolijo. El bulto está
en el talón. Miro el reloj. Las seis. Me pongo el zapato izquierdo. Cierro el séptimo expediente y acomodo el
escritorio. Me pongo el zapato derecho. Me voy.
Llego a casa. Me saco los zapatos. Me pongo sandalias de plástico. Preparo algo para comer. Ceno. El bulto
está quieto en el talón. Voy a la cama. Me siento. El bulto sigue en el talón. Lo toco. Pasa al dedo gordo. Toco el
dedo. El bulto pasa al talón. Me acuesto. No puedo dormir. Miro el reloj. Son las cuatro. A las siete me levanto.
El bulto está en el talón.
Salgo con las sandalias de plástico. En la puerta la vecina me pregunta si me pasa algo. Le digo que un golpe.
Lo mismo les digo en la oficina a Martha, a Juan y a Rubén. Reviso el séptimo expediente con papelito rojo. El
pie no es necesario para revisar expedientes. El bulto sigue en el talón. Martha tiene una camisa bordó con flores
marrones. Termino el expediente, le pongo un papelito azul. Se lo paso a Rubén. Me pregunta porque no tomé
licencia. Miro el reloj. Son las doce. Me levanto cojeando. Martha, Rubén y Juan se levantan. Martha me toma
del brazo y vamos los cuatro a comer. Vuelvo a mi escritorio. El bulto sigue en el talón. Juan termina el octavo
expediente y le pone el papelito rojo. No me lo pasa, se lo da directamente a Rubén. Me sonríe. Martha me trae
un té y una revista. El color bordó de su camisa le combina con el color del pelo. Leo la revista. Miro el reloj. Son
las seis. Me paro para irme. Martha, Juan y Rubén se acercan para darme un beso. Me voy.
Paso por una Veterinaria. Compro un pájaro cantor. Cuando voy a entrar a casa, la vecina me invita a cenar
con su familia. Le agradezco pero le dijo que no puedo. Voy a casa. Preparo algo para comer. Ceno. Voy a la
cama. Me siento. Toco el pie. El bulto no está. No duele. Duermo. Me despierto a la siete de la mañana. Me
pongo las sandalias de plástico. El bulto no está. No me duele nada.
Llego a la oficina. Juan termina el noveno expediente y le pone el papelito rojo. Se lo pasa directamente a
Rubén. Martha tiene una camisa blanca y el pelo muy prolijo. Me trae una revista. La leo. Me saco la sandalia y
el bulto no está, tampoco duele. Miro el reloj. Son las doce. Vamos a comer los cuatro. Vuelvo a mi escritorio.
Sigo leyendo la revista hasta las seis. No me duelen ni el talón ni el dedo gordo. Me levanto. Martha me pregunta
si me duele el talón. Le digo que sí y la invito a cenar en mi casa. Acepta.
Las fotos
Lena Berardone

Juan Carlos sacó la última foto al muerto. Los familiares se despidieron y el encargado del velatorio,
acomodándose los guantes blancos les pidió que se retiraran. Era hora de cerrar el féretro.

La viuda de Gorostiaga había pasado en la mañana por el negocio. En la mano tenía una tarjeta con su nombre.
— ¿Usted es el señor Juan Carlos? — había dicho ni bien cerró la puerta, mientras la campanilla daba los
últimos tintineos. La miró, apagó el cigarrillo y se acercó.
— Soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?
Estaba vestida toda de negro con un trajecito y unos zapatos de tacos muy altos. Demasiados altos, que hacían
ruido al caminar.
— Quiero que saque las fotos en el velorio de mi esposo.
Juan Carlos conocía a la familia. El pecho se ensanchó. Levantó la mano haciendo un ademán de espera y fue
a buscar el muestrario.
La viuda pidió que fueran en blanco y negro y de quince por diez de tamaño. Quería una más grande del
esposo con un marco gris plateado.
— Las quiero perfectas. A usted me lo recomendaron los Martínez Llerena. Espero no me defraude.
— No lo haré señora. Mañana por la noche se las llevo.
La promesa quedó sellada con un apretón de manos.
Juan Carlos buscó la máquina y los rollos. En los labios le flotaba una sonrisa. Le gustaba mucho el trabajo en
los velorios. Desde que lo había contratado la hija de Gervasio Menéndez Boero, había logrado una buena
reputación. Se había puesto de moda sacar fotos en los velorios y él era el que mejor lo hacía.
Esa mañana sacó varias fotos en el velorio. La primera fue con la viuda.
— Saque otra, trate de que salga bien esta corona — dijo ella señalando la que decía «Tu Amada Esposa».
Juan Carlos buscó un plano que favoreciera la cara de la viuda y la corona, pero que no quedara tan lejos el
muerto.
— Acérquese un poco más — le pidió.
Ella se acercó y acomodó con una mano la puntilla que estaba alrededor de la cara. Él se encargó de poner la
corona más cerca. Apretó el disparador.
La viuda salió de la sala secándose los ojos. Al darse vuelta él vio a una muchacha de pelo negro y ojos azules,
parada al pie del féretro. Miraba fijo al muerto. Juan Carlos se acercó. Ella parecía no haber reparado en él.
Entró la viuda acompañada por dos chicos. El que parecía más grande caminaba con la cabeza baja. Al otro lo
tenía sujeto por el codo. La muchacha retrocedió. La viuda los acomodó uno de cada lado del cajón y les pidió
que acercaran la cara. Detrás de ellos estaba la corona con la cinta violeta cruzada y la frase «Tus queridos Hijos».
Juan Carlos sacó dos fotografías. Los chicos se fueron.
Él se acercó a la muchacha, que había quedado en un rincón de la sala. De nuevo entró la viuda.
— La tía Milagros y la abuela Josefina vendrán para que las retrate.
— ¿Quiere una con las dos? — interrogó.
— Separadas. No pueden ni verse. A una la tengo en la sala y a la otra en la cocina, para evitar disturbios.
— A la señorita ¿le saco sola?
— ¿A quién? — preguntó la viuda.
Juan Carlos se dio vuelta, pero no había nadie.
— A la que estaba al pie del cajón — dijo pensativo.
— No vi a nadie, señor, a nadie — la viuda sacudió la cabeza y salió.
La noche se le complicó a Juan Carlos cuando llegó el Grupo de Rotarios. Eran muchos, y la viuda no quiso
comprometerse en indicar quienes tenían que ser retratados primero. Todos juntos, tapaban al muerto y a la
corona del Rotary. Juan Carlos decidió ubicarlos por estatura y color de traje. Los rotarios se miraron entre sí y
no les pareció mala la idea, hasta colaboraron en armar los dos grupos.
Cuando Juan Carlos quedó solo, decidió tomarse un descanso y salió al patio a fumar un cigarrillo. Se sentó
en el banco. Al tirar la primera bocanada, vio a la muchacha sentada en la punta. Tenía la cabeza gacha.
— ¿Qué sos del muerto? — le preguntó directamente.
Ella no contestó. Se levantó y se fue adentro. La siguió y la encontró al lado del cajón.
Juan Carlos buscó con la cámara un buen plano, y le sacó dos fotos. La muchacha no se movió.
Entró la viuda y se acomodó al lado del muerto. Se quedó en silencio, silencio que Juan Carlos no interrumpió.
Vio como la muchacha salía. La siguió hasta el patio. No pudo encontrarla. Miró el reloj, eran las cinco de la
mañana.

Tres horas después cerraron el cajón. Juan Carlos sacó las últimas fotos a la caravana de coches siguiendo al
cortejo fúnebre.
Fue a la casa, se cambió de ropa. Salió hacia el negocio y llevó los rollos del velorio del Sr. Gorostiaga. Los
reveló.
A los pocos minutos, entró una señora mayor.
— Necesito que venga al velorio de mi sobrina — le dijo y sacó de su cartera una foto — Quiero que
empiece el álbum con ésta, que para ella era muy importante — . Juan Carlos la tomó, la miró, miró a la mujer,
volvió a mirar la fotografía.
— Este señor que está con ella ¿no es Gorostiaga?
— Si ¿Lo conoce? Se querían mucho. Los diez días que ella estuvo en terapia no dejó de visitarla nunca —
la mujer acarició la foto — . Ella murió hoy a las cinco de la mañana — agregó — ¿Puede venir señor?
Él asintió. Tenía la mirada fija en esa cara perfecta, en esos ojos azules, en ese pelo negro.
Cuando ella se fue, él tomó las fotos del velorio de Gorostiaga. Buscó las de la muchacha. En las dos que le
había sacado, solo se veía el muerto, el cajón y las coronas.
El buzo azul
Norma Troiano

José tenía delante el sobre amarillento. Lo hacía girar entre las manos sin comprender, casi con temor. El
sobre se lo había dado su abuela y decía en el frente: a José, en su cumpleaños número 21, de mamá.
La recordaba muy bien. Cuando murió, él tenía doce años. La lloró por los rincones de la casa, en las noches,
después que la abuela apagaba la luz del cuarto, creyéndolo dormido. Comprender lo definitivo de la muerte le
había hecho todo más difícil. Sintió, entonces, bronca porque la madre lo dejó solo y culpa por sentir eso.
Con su mamá, Beatriz, se habían mudado desde el departamento de Palermo a la casa de los abuelos, cuando
ella empezó a tener dificultades para arreglarse sola y atenderlo. La excusa que había dado fue que él estaba
creciendo y Castelar, el barrio de los abuelos era tranquilo, con muchos chicos y chicas que salían a andar en bici
o iban al cine juntos, sin peligro. Era cierto, a la semana de empezar las clases ya todos lo conocían y muchos
vivían cerca.
En el centro nunca terminó de saber quiénes eran sus vecinos del edificio. El ascensor principal tenía palier
privado y el de servicio, que José usaba cuando Juanita salía con él a hacer las compras, a llevarlo a la casa de
compañeros de colegio o a las fiestitas de cumpleaños; era otro mundo. Ahí sabía quién era el sodero, el
electricista, la chica que cuidaba a la viejita del 8° B, que no conoció nunca, el novio de Juanita, que venía a
tomar unos mates con ella después de las dos de la tarde, cuando terminaba su trabajo de camillero en el
hospital Rivadavia. Era el secreto que guardaba de Juanita y Juanita fue su confidente sobre algo que siempre
deseó: conocer a su papá.
Su madre le había dicho, tantas veces como él se lo preguntó, que su padre había muerto en un accidente
cuando él estaba en la panza. Que no estaban casados y por eso él tenía el apellido de su madre y nada más.
José recordaba sus propias preguntas cuando tenía cuatro o cinco años.
— Mami ¿Por qué no tengo tías como la tía Alicia o primos, pero del lado de papá?
— Era hijo único, querido, sin hermanos.
— ¿Y no tenía papás? ¿Por qué yo tengo dos abuelos y no cuatro como todos mis amigos?
— Porque papá nació en Francia, mi amor, y se vino para acá solo.
Cuando estaba en tercer grado le pidió fotos, quería saber cómo había sido su papá. Ella le mostró dos; en
una su mamá estaba sentada sobre la falda de un señor de pelo castaño y barba en la pera; los dos sonreían. En
la otra estaban saludando con la mano hacia la cámara, uno parado al lado del otro, tomados de la cintura. El
señor tenía un buzo azul, era alto, más alto que su mamá, que también era alta.
— ¿Éste es mi papá?
— Sí, mi amor ¿Ves? Vas a ser un hombre alto y buen mozo. Las chicas van a mirarte mucho. Vas a tener
un arrastre bárbaro José.
Eso de arrastre lo entendió para los once años y estaba orgulloso de que fuera a ser así. Todavía se sentía
petiso, las chicas medían igual que él.
Ese año, hasta que cumplió los doce, pasó muy rápido, con sus nuevos amigos, los juegos por las tardes y sus
propios cambios. No registró demasiado el desmejoramiento de la madre. La muerte le cayó, inesperada y cruel,
golpeándolo fuerte.
Después, cuando volvió con las preguntas sobre el padre, los abuelos contestaron más o menos las mismas
cosas. ¿Por qué dudaba?
Cuando cumplió los dieciocho se acercó a las Madres de Plaza de Mayo, a pesar de ser consciente de que en
1982, cuando él nació, las cosas ya no estaban en el país como tres o cuatro años antes. Fue con las fotos que
tenía del padre y el nombre: Paul Dubois. Lo atendieron jóvenes y mayores, todos muy amables, buscaron en
los archivos donde tenían listados de aquellos NN que fueron dejando de serlo; en la lista de nombres que,
familiares como él, iban acercándole a las Madres; en los registros de extranjeros desaparecidos en Argentina;
en tantos lugares buscaron que empezó a sentir vergüenza por dudar de la madre y culpa por toda la gente que,
verdadera y desesperadamente, quería saber sobre hijos, nietos, nueras, yernos.
Un horror, había pensado y nunca les contó a los abuelos lo que había hecho. Fue su último intento por
encontrar al padre.
Y ahora, el sobre. Así como nunca dudó del amor de la madre, de su sinceridad y rectitud en tantas cosas,
recelaba de las respuestas respecto del padre.
No podía abrirlo, lo dejó sobre el escritorio. Tenía que tomar aire y pensar. Estas cosas le pasaban a él. Ese
espacio sombrío, impenetrable que la duda le producía siempre y que no podía manejar, le hacían ver o presentir
cosas que a otro, quizás, no se le habrían ocurrido. ¿Por qué el sobre le daba miedo?, se preguntaba ahora. ¿Por
qué no podía pensar que era uno de esos gestos dulces y protectores de su madre lo que iba a encontrar en él?
A la noche se iban a juntar sus amigos y amigas en un boliche para festejarle el cumpleaños. No podría
enfrentar la reunión después si abría el sobre, estaba seguro de eso. Se avergonzó de sí mismo, veintiún años y
no era capaz de enterarse de algo para lo que, era claro, su madre había creído que ya estaba en condiciones de
afrontar. ¿Y por qué tengo que pensar éstas cosas y sentirme así?, se dijo furioso consigo mismo.
Mover el cuerpo y, a veces, tocar la guitarra, le permitían dominar la angustia.
— Salgo — le dijo a los abuelos al pasar por el comedor.
— Bueno, Pero vení para la cena que vamos a festejar.
— Sí. Vengo.
Caminó a paso rápido. Caminó sin rumbo y volvió caminando. Fueron dos horas largas, pero pudo reír en la
fiesta familiar. Pasadas las doce de la noche se fue con los primos hasta el boliche.
Facundo, el organizador de eventos del grupo, había reservado en un lugar chico. En el salón actuaba siempre
algún grupo desconocido que tocaba y cantaba sobre un estrado minúsculo, con buen sonido. Esa noche unos
jóvenes tocaron con mucho timing blues que estaban acordes con su estado de ánimo, escondido entre las
bromas, las risas y la cerveza.
Cerca de las dos de la madrugada, lo hicieron parar y sus más queridos amigos armaron una barrera frente a
él. Con la música de fondo del Cumpleaños feliz que tocó la banda, Carina se asomó por una punta de la barrera,
sosteniendo el regalo. A él se le llenaron los ojos de lágrimas. Su sueño inconfesado estaba ahí: una preciosa
guitarra eléctrica.
— ¡Viejos, se jugaron! —dijo — ¿A quién afanaron para poder comprarla?
Y los abrazó a todos, uno por uno. Los que estaban en las otras mesas, empezaron el coro.
— ¡Qué toque! ¡Qué toque! —y sus amigos corearon también, imitando voces de trueno e histeria
femenina de recital— ¡Qué toque! ¡Qué toque!
Nunca pensó que este cumpleaños iba ser tan conmovedor. Los de la banda empezaron a golpear con los
dedos el micrófono.
Agarró la guitarra, la acarició. Subió al estrado, la enchufó, ajustó el encordado y con toda la carga del día se
largó a cantar una del flaco Spinetta que los que quedaban en el salón corearon con él, les regaló otra de Bob
Marley y paró.
Pudo seguir la farra hasta el final.
Llegó a su casa a las cuatro de la mañana decidido, ahora si, a enfrentarse con el sobre. Era consciente del
temor que su fantasía había estado poniendo en él. Tengo que terminar con esto se dijo, fue derecho al sobre y
lo abrió. Adentro había un papel doblado y atrás vio un tarjetón. Desplegó el papel y se le cayó una llavecita. La
dejó en el suelo y leyó la letra de la madre:
Querido hijo, la llave es de una caja fuerte en el Banco. Hay lo suficiente para que decidas qué hacer. Te dejo
las alas, confío en que también te enseñé a volar. Te quiero, te querré desde algún lugar, si lo hay, cuando leas
esto. Si no lo hay, amor, no es importante. El sentido de nuestras vidas siempre se manifiesta en el corazón de
los otros. No lo olvides. Yo sé que estoy en el tuyo. Mamá
El tarjetón decía solamente: Paul Dubois, Rue des Innocents 247, 2e étage, Premier quartier, Paris, Francia.
Tel. 0033—1—5677—9094
El corazón le palpitaba en la garganta, los largos años de sospecha, ahora con posibilidad de resolver, le hacían
temblar las manos. Corrió hasta la computadora buscó la hora en París: las ocho de la mañana. Marcó el número
en el teléfono y mientras escuchaba el sonido de la llamada, recordó que casi no sabía francés, apenas lo que le
había quedado del secundario ¿Cómo decir: soy tu hijo? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué mamá dijo que habías
muerto? ¿Por qué no me buscaste nunca? ¿Cómo preguntar si Dubois no seguía viviendo allí? ¿Cuál era su
dirección ahora? Una voz de hombre del otro lado, interrumpió el amontonamiento de sus preguntas.
— ¡Aló! ¡Aló! ¿Qui parle?
José cortó, con ansiedad volvió a la PC, armó con los diccionarios en red dos diálogos básicos, si todavía vivía
ahí y si se había mudado. Se equivocaba navegando. ¡A mí! ¡A mí me estaba pasando esto! se dijo.
Fue con los papeles al teléfono. Qué no se hubiera ido el hombre que lo había atendido antes, rogó. Que no
empezaran a trabajar temprano en Francia ¡Que pudiera, por Dios, terminar su angustia, hoy, ahora!
— ¡Aló! ¿Qui parle? Est—ce que vous êtes monsieur Dubois?
— Oui. Je suis il. ¿qu’est—ce que vous voulez?
— Je...suis le fils de Beatriz Martini
— ...
— Beatriz Martini — repitió con creciente incertidumbre.
— ¡Beatriz! ¿Cómo está Beatriz?
Hablaba español con tonada francesa.
— Muerta. Mamá murió hace nueve años —tenía un nudo en la garganta.
El silencio lo sintió ahora como algo sólido. Volvió a escuchar la voz.
— ¡Oh…! ¡Mon Dieu…! ¡Mon Dieu…!
El dolor era palpable. Se imaginó al hombre de la barba en la pera agarrándose la cabeza, mientras seguía
hablando:
— ¿Y tú quién dices que eres?
— José, el hijo de Beatriz, señor ayer cumplí veintiún años. Ella dejó para esta fecha, un sobre donde está
su nombre y su teléfono y… —titubeó— ella me decía, cuando era chico, que usted era mi padre, pero que había
muerto. Ahora no entiendo ...
La infancia entera la puso en la frase. Se sintió un niño otra vez.
Oyó la voz, melancólica, diciendo:
— Yo no sabía que estaba embarazada… Es que no me lo dijo. Yo la busqué, la busqué mucho. Le llamé por
teléfono y no atendía. Pedí a los amigos en Buenos Aires que fueran hasta su casa y se había mudado. La perdí,
la perdí cuando tuve que salir de apuro de allí. O quizás...ya la había perdido.
— Señor — la ansiedad le empujaba las palabras— necesito saber.
El silencio duró poco y la voz volvió, ahora más animada.
— Mira, yo estuve en Buenos Aires entre 1979 y fines de 1981. Estuve allí por mi relación con la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, tu madre era la esposa de un detenido desaparecido. Movimos cielo y
tierra por todos ellos, con poca suerte también para quien fuera su marido. Nos enamoramos ¿Sabes? Nos
amamos mucho.
José percibía la conmoción del hombre, lo que no podía percibir era el caos de sentimientos que provocaba
en Dubois su existencia, la muerte demasiado temprana de Beatriz, el retorno de los recuerdos que tanto tiempo
le llevó dominar para seguir con su vida, la duda entre callar o continuar hablando y contarle, por ejemplo, que
la familia del marido de Beatriz la repudió en una reunión de familiares de desaparecidos
— Señor ¿está ahí? No escucho —el silencio era insostenible para José.
— Sí, aquí estoy —las palabras sonaban lentas y tristes— Mira, todo fue demasiado doloroso para ella en
muchos momentos…
Dubois no podía decirle así, sin conocerlo, por teléfono, que mientras estuvieron juntos la madre nunca dejó
de sentir que con su amor estaba traicionando dos veces: al marido y a todos los desaparecidos. Para cuando él
llegó ella ya había pasado tres años buscando al marido, golpeando puertas, denunciando su ausencia
infructuosamente y, aun así, no se sentía con derecho a amar otra vez
— José — continuó — creo que sé por lo que estás pasando y quiero estar a tu lado. Juntos armaremos
toda la historia.
José trataba de unir los pedazos y el relato le parecía coherente, pero ahora quería saber quiénes eran esos
familiares de los que nunca habló la madre, quería saber si vivía ese hombre que fue su esposo, quería... Dubois
interrumpió sus pensamientos.
— José Arreglaré mis cosas y trataré de estar allí en una semana o diez días. Espérame. Te avisaré por
teléfono. ¿Te ha dado ella el buzo azul?
Desde el recuerdo, lo sacudió la imagen de la madre, sentada en silencio, con el buzo azul puesto, el mismo
que vestía su padre en la foto. Ella se lo ponía a veces y se quedaba en la casa. Sin embargo, él la sentía lejos,
muy lejos.
— Está, está. La abuela quiso guardarlo —alcanzó a balbucear
— Ése fue un símbolo para nosotros. Se lo di una tarde que tenía frío y quise que lo tuviera siempre. Cuando
llegue a Buenos Aires, para que te pueda reconocer, ponte el buzo azul. Espérame José, la amé mucho y la podré
llorar contigo. Confía, tu madre era una gran mujer y… — por el teléfono no llegaba ningún sonido hasta que,
quebrada, la voz continuó — si ella lo dijo, yo debo ser tu padre.
— Está bien. Gracias. Esperaré.
Cortó. Se sintió en el torbellino de los años de plomo y al mismo tiempo, por primera vez, completo. Sin
tachaduras ni enmiendas. Entero.
La madre
Milena S.

En París, Eugenia recibió la carta de la madre diciéndole que la esperaba para las fiestas. Quizás sea la última
vez que los vea. La frase le resultó familiar. Desde chica, la madre los había inquietado siempre con frases como:
No llego al año que viene. Hoy no pude respirar. Un día me van a encontrar muerta.
Eugenia llamó a Nueva York.
— Hugo ¿Te escribió mamá?
— Si, parece que nos avisó a todos. Piensa hacer reunión familiar, como en los viejos tiempos.
— Lo de siempre.
— Pobre vieja, nos extraña ¡Nos fuimos todos!
Hablaron un rato más y se despidieron.
— Bueno Hugo, nos vemos en Buenos Aires.
A Eugenia no le fue fácil pedir vacaciones en el nuevo trabajo. Todos querían irse para las fiestas y ella era la
más nueva. Tuvo que recurrir al: Mamá está enferma. Si no voy ahora quizás no la vuelva a ver. Los compañeros
comprendieron. Tuvo también problemas con el vuelo. Ya no había pasajes. Mi madre se agravó en las últimas
horas, le dijo al gerente de la línea. Le consiguieron lugar en clase ejecutiva y tuvo que aceptarlo para llegar a
tiempo, aunque las cuotas del pago le fueran a complicar los próximos meses.
Llegó a Buenos Aires el 30 de diciembre a la tarde.
— ¡Hija mía! Creí que ya no te iba a volver a ver — la recibió la madre.
Se abrazaron.
— Mami, me imagino todo lo que habrás preparado para el festín.
— Eugenita, ya estoy vieja. No tengo la paciencia de antes. Las manos no me responden.
Mientras hablaban iban entrando al comedor. Los tres hermanos que ya habían llegado se levantaron a
abrazarla.
— ¡Oh, bon jour, París, París! — dijo Hugo, el mayor.
— ¡Euge, tanto tiempo! — dijo Claudio, el que le seguía en edad a Hugo.
— ¡No me dejen afuera! — dijo Frida, la hermana y se acercó a sumarse al abrazo.
— Después del abrazo, se acercaron al arbolito. Al pie, había cuatro regalos envueltos en papel dorado.
— ¿Les traigo un licorcito? — interrumpió la madre — Lo preparé especialmente.
— Tu tradicional Lemon chelo — dijo el mayor.
La madre asintió.
— ¡Qué venga!
Se sentaron en los sillones. La madre trajo el licor y unas cositas dulces. Comían y se contaban las experiencias
de la vida lejos de Buenos Aires. La madre no dejaba de servir y traer platitos. Interrumpía a cada rato
preguntando qué tal estaba esto o aquello.
— No se llenen, guárdense para la cena — les dijo.
— ¿Te ayudamos?
— No. Quédense charlando. Me encanta verlos a todos juntos. Yo me arreglo.
Hugo contó de Estados Unidos, de cómo se había adaptado.
— Me va muy bien, son tan desabridos los yanquis, que un porteño cualquiera los puede dar vuelta — dijo.
— Tan tontos no deben ser. Son la primera potencia mundial — dijo Claudio.
Eugenia contó de París, de su nuevo trabajo en una galería de arte en Montparnasse y Claudio, que siempre
hablaba muy poco, se despachó con relatos de Brasil.
— La única resistente soy yo — dijo Frida.
— Gorda ¿Qué tal La Puna, mucho estrés? — le preguntó Hugo.
— A mí, mi país me gusta. Después de que murió papá, no me iba a quedar acá con la vieja. Hoy pesaría
doscientos kilos. Me fui p’al norte.
— Con los coyas ¡Siempre tuviste debilidad por los indios!
— Te dan muchas satisfacciones.
El tiempo iba pasando y los cuatro hermanos solo paraban de contarse cosas cada vez que la madre
preguntaba sobre la comida.
— A poner la mesa — se asomó la madre desde la cocina.
Pusieron el mantel, las servilletas, los platos y los cubiertos. Cada uno buscaba algo y lo encontraba en el lugar
de siempre. Se divertían adivinando los lugares, a ver quien se acordaba más rápido.
— Y ahora todos a la mesa — dijo la madre.
— Te ayudamos a servir.
— No. Dejen que yo sé cómo vienen las cosas.
— ¿Alguna vez nos dejó entrar a la cocina? — preguntó Eugenia.
— ¡Jamás! — respondieron a coro los otros tres.
La madre iba trayendo platos y platos hasta que llenó toda la mesa de colores y aromas deliciosos. Frida tendió
la mano para probar una empanadita.
— No piquen todavía. Esperen que dé la voz de ¡Áura! — dijo la madre dándole a Frida un golpecito en la
mano.
— Esperamos a que te sientes — dijo Claudio.
Cuando terminó de servir los platos y traer la bebida, la madre se sentó a la cabecera. Empezaron a comer y
se hizo el silencio. Solo se oían los choques de los cubiertos en los platos y las exclamaciones de gozo. Recién
cuando se hubieron saciado, volvieron los comentarios y las chanzas. La madre retiró los platos de la comida y
trajo los postres. Comieron.
— Es bueno estar en casa — dijo Claudio desabrochándose el cinturón.
— ¡Cuánto hace que no comía tan bien! — dijo Frida.
— En París te sirven un poquito en el medio de un plato enorme ¡Y a eso le llaman comida! — agregó
Eugenia.
— Ya verán lo que tengo para mañana — dijo la madre.
— ¡Estuvo todo buenísimo! — dijo Hugo y fue hasta la ventana a tomar un poco de aire.
Claudio se sentía repleto, a duras penas logró levantarse para darle un beso a la madre y volverse a sentar.
— ¿Un café con otro licorcito? — preguntó la madre.
Todos asintieron. Esta vez la madre sirvió licor de huevo.
— Ahora a la cama — ordenó la madre.
— Mami ¿Levantamos la mesa? — preguntó Eugenia.
— De ninguna manera. Vayan a ver cómo les arreglé las piezas.
Las camas estaban listas. La de Eugenia tenía ositos de peluche al lado de la almohada, la de los varones
sábanas escocesas y la de Frida, almohadones en tela indígena. Durmieron como leños esa noche.
— Arriba chicos, ya está el desayuno — los despertó la madre a las nueve.
Les costó despertarse, se sentían llenos, pero la mesa estaba servida con tortas y facturas tan apetecibles que
no pudieron negarse.
— El desayuno es la comida más importante del día — dijo la madre mientras cortaba las tortas.
— A mí ya no me entra más nada — dijo Eugenia dejando un pedazo de torta en el plato.
— Sabés que no se debe despreciar la comida. Hay quien no tiene para comer — le dijo la madre.
Y puso en la cuchara la porción de torta y se la acercó a Eugenia a la boca.
— ¡Vamos! ¡Comé!
— ¡Ma, no doy más! — se quejó Eugenia masticando la torta.
Frida no se hacía rogar y picaba de todo lo que había en la mesa. Los varones comieron y se tiraron después
en el sillón del living a descansar. Frida y Eugenia se retiraron a sus habitaciones porque dijeron que se sentían
descompuestas.
Al mediodía los despabiló el olorcito a cordero asado. No tenían ganas de almorzar.
— Algo tienen que comer para tirar hasta la noche — les insistió la madre.
Hicieron un esfuerzo. Después de comer fueron a dormir la siesta y no se levantaron hasta que anocheció.
— Arriba dormilones que hay que preparar la mesa — los despertó la madre.
Cenaron los platos fríos y los calientes. La madre trajo la sidra, el pan dulce y las frutas. Les pidió que
brindaran, aunque faltaba para las doce.
— ¡Salud! — brindaron chocando las copas.
— Todavía no coman lo dulce, quiero que abran los regalos que les preparé.
Eugenia fue a buscar al arbolito los paquetes dorados. Empezaron a abrirlos mientras la madre comía pan
dulce.
— ¿Qué es esto? ¡Un babero! — dijo Eugenia.
— Tu primer babero — dijo la madre.
Cada uno encontró un babero en su paquete. La madre había terminado de comer el pan dulce, se puso de
pie y le dio un beso a cada uno.
— No quiero más despedidas. Se que no los volveré a ver — dijo conmovida.
— Todavía no nos fuimos — dijo Frida.
— Esta vez, soy yo la que me voy… Así lo he planeado. Solo me queda decirles: No coman el pan dulce —
la madre se apretó la garganta — ¡Los amo! — clamó.
Se le aflojaron las piernas. El vértigo y las convulsiones la volcaron al piso.
Cuando afuera comenzaba la algarabía del año nuevo, la madre tenía en la cara, la mueca riente e inmóvil de
la muerte.
El padre de su hijo
Mercedes Rocca

— ¿Y Tomás, para cuándo?


Luciana termina de poner la mesa; un mantel de tela muy blanca, con el contorno bordado en azul, permite
el lucimiento de la vajilla que su abuelo paterno trajo desde Bruselas a Buenos Aires.
Como el otro comensal aún no aparece, se da tiempo para cortar unas flores de las plantas del balcón.
Luego prepara con ellas un arreglo floral. Inclinada, su pelo rubio y lacio roza las flores.
Siempre que cocina sus mejillas enrojecen, entonces en la cara las líneas de expresión se hacen casi
imperceptibles. Son surcos muy finos, cuya aparición ya había detectado siete años atrás, al ingresar con
desánimo a la tercera década de su vida.
— ¡Tomás! ¿Terminaste?— grita impaciente.
El aparece muy tranquilo, envuelto en una salida de baño. Muy alto, con hombros anchos, su cuerpo
compacto contrasta con el de Luciana, alta y delgada, que lo reta mientras le acomoda el cuello de la bata.
— Cuando te bañás se sabe cuándo entrás, pero nunca cuando salís.
— Uh — refunfuña él.
— Y te dije que no te perfumes tanto, cuando vamos a comer.
Tomás no contesta.
Ella va a la cocina a buscar el guiso. La siguen Paco y Morrongo, perro y gato de la casa, que aunque ya cenaron,
están muy interesados en el evento gastronómico.
Por fin trae la comida, en una hermosa fuente de porcelana. El olor es irresistible, en especial para Morrongo,
quién conmocionado adhiere su cuerpo a las piernas de Luciana, dibujando eses envolventes.
— Tomás, no encerraste los animales— grita muy alterada por las maniobras del gato, que la hacen
trastabillar.
Apenas ha terminado de gritar, cae por culpa de los manejos gatunos y sólo alcanza a salvar la fuente que no
se rompe, pero sí la tapa, que junto con la comida, se esparcen por el piso.
Tomás queda inmovilizado ante el desastre. Su mirada se centra en Luciana, cuyo cuerpo ha quedado de
costado, y con mucho guiso encima.
— Ay, me quema— se queja ella, quitándose el guiso que le cayó sobre las piernas.
Los animales aprovechan y comen apresurados, aunque el perro echa miradas de soslayo, porque no está
muy seguro de su conducta.
Ella rechaza con furia a Tomás cuando la quiere ayudar a levantarse. Luego se sienta en el piso y desde allí
evalúa lo acontecido. Enseguida piensa en la sorpresa y mortificación que vió en la mirada del hombre cuando
rechazó su ayuda. Y como está más tranquila, se limpia rápidamente y después lo llama con dulzura. El encierra
a Paco y Morrongo para que no molesten. Ella prepara café, que ambos toman con galletitas en la cocina, y
luego limpian a conciencia el comedor.
Por último se bañan; él lo hace con una rapidez inusual. Después Luciana propone que se recuesten a
descansar en el piso recién lavado, que luce impecable. Allí no tarda en recordar que unas horas antes rechazó
a Tomás con dureza. Quiere desagraviarlo, por eso lo besa en la mejilla y en el cuello, mientras percibe con
agrado su perfume. Él se arrima más y ella también. Es especial el contraste entre el pelo rubio de ella y el negro
de él, quién a los treinta y seis años, no tiene una sola cana.
La mujer, que está muy junto a él, se siente profundamente feliz y concibe entonces una idea que la asombra,
pero que no rechaza.

En un atardecer de sábado, y una semana después del accidente doméstico, Luciana pone en marcha su
proyecto.
— Tomás.
Él no contesta, abstraído en la película que está mirando por televisión.
— Tomás — ella habla más fuerte, tocándole un hombro.
— ¿Qué?
— Tenés que sacarte una foto.
— ¿Por qué? — pregunta él.
— Porque quiero poner en el living tu fotografía.
— ¿Para qué?
— Porque sos muy lindo y quiero verte ahí— le responde ella, con un tono muy suave.
— Entonces te sacás una vos también.
Él pone condiciones, ella las acepta.
Tres semanas después están las dos fotografías colgadas en el living, una al lado de la otra, colocadas en
refinados marcos.
Tomás fotografiado de frente, luce muy buen mozo. No obstante, ella pidió que se le hiciera un retoque para
darle expresión a los ojos.
En el otro cuadro está ella, bonita y sonriente, fotografiada en tres cuartos de perfil.
Ese sábado por la noche, antes de entrar a bañarse, él mira una vez más y con atención, las flamantes
fotografías. Luciana prepara una comida liviana y mientras tanto, se viste y se arregla de una manera inusual.
Cuando él reaparece, no se queja por su demora en ducharse, y lo recibe con mimos, que continúan durante
la cena. Después de tomar el café, lo acaricia y lo besa; él responde abrazándola con fuerza.
Paco y Morrongo no molestan porque ella, esta vez, se ha encargado de encerrarlos.

Cuatro meses después Luciana ya tiene la pancita propia de un embarazo incipiente.


En el laboratorio donde trabaja como bioquímica, ella no da explicaciones y los comentarios se multiplican.
Todos saben que ella es soltera, que el padre murió, y que vive con la mamá y con Tomás, el hijo de la muy
querida y fallecida ama de llaves. Y que hace siete meses la madre viajó a España para visitar a su hermano y
realizar los trámites finales en la sucesión familiar.
Ella recuerda el abrazo y las palabras de la madre, cuando la despidió en Ezeiza: “Cuidate Lucita y cuidá mucho
a Tomás”. Y no está muy segura de haberlo hecho, en la forma correcta.

Una tarde de otoño, Luciana considera propicio el momento para comunicarle a Tomás su paternidad.
Él está sentado en la vieja poltrona de cuero, con las piernas extendidas, y acaricia al perro, que permanece
quieto, inmovilizado por el placer.
Luciana toma la mano de Tomás y la lleva a su vientre abultado. Percibe que la mano de él está tensa, pero
quiere retenerla allí.
En ese momento ella siente un temor repentino, una rara inseguridad, pero decide continuar, pues es una
tranquila tarde de sábado.
— Tomás, aquí está tu hijo.
Se expresa con dulzura, mientras aprieta sobre su abdomen la mano endurecida del hombre.
— Tu hijo — repite él, sin comprender lo que se le comunica.
— Sí, mi hijo y tu hijo.
Ella habla con suavidad, pausadamente, y Tomás parece empezar a entender.
— ¿Porqué?
— Porque hicimos el amor.
La respuesta es sencilla y ella, emocionada, agrega con solemnidad:
— Tomás, vas a ser papá.
La cara de él enrojece, parece agrandarse y a punto de estallar. Su cuerpo se sacude y en forma brusca se
pone de pie.
Ella retrocede varios pasos y lo mira, desconcertada.
Él va hacia Luciana y en su andar desmesurado hace caer la mesita con la vajilla dispuesta para el té. Ya está
frente a ella, quién ve la furia en los ojos, que ahora ya no están inexpresivos. La empuja con fuerza arrojándola
sobre el diván. Y la explosión emotiva deviene en un acto sexual violento, que él decide y que la mujer consiente,
asustada.
En esos momentos, Luciana sólo piensa en el bebé y en que quiere preservarlo.
Paco se ha retirado a un rincón y llora con gemidos muy quedos, el gato ha desaparecido.

El ataque sexual de Tomás deja muy triste a Luciana. Su decaimiento se prolonga durante varias semanas, y
va cediendo con lentitud. Al mismo tiempo comienza a sentirse desorientada, pues no sabe con exactitud cuál
es su mundo y qué metas son las importantes.
Tomás ya ha vuelto a su tranquilidad habitual. Por lo demás, todo sigue igual. Pero con la diferencia que ella
extraña mucho a la madre y desea tenerla a su lado, aunque el regreso la inquieta porque no le ha comunicado
el embarazo.
Luciana se siente muy sola, aunque como siempre están con ella Tomás, Paco y Morrongo. Le parece que la
casa está vacía y ahora le resultan carentes de significado los muebles y los adornos bellos y valiosos, todo lo
que desde siempre apreció para vivir en forma confortable.
Ella también siente mucha culpa por haberle impuesto a Tomás una paternidad no deseada, y además
sabiendo que la minusvalía intelectual que lo afecta es irreversible.
Todos los días Luciana debe hacer un esfuerzo para ir al trabajo, porque allí se siente incómoda. Ella no lo
sabe, pero en el sexto mes del embarazo, se ha abierto en el laboratorio la denominada “polla del semen”,
ideada por Pedro, uno de los extraccionistas, que es un averiguador consuetudinario.
El que tiene más votos como autor de la eyaculación, y éstos son los términos en que el extraccionista plantea
la apuesta, es el dueño del laboratorio, un acaudalado cincuentón que siempre tuvo con la futura mamá un trato
preferencial, muy afectuoso, y que hace tres meses no aparece por allí.
En segundo término está Marcelo, de profesión médico, exnovio de la embarazada, del cual ella siguió
enamorada tras el alejamiento decidido por él, quién se casó con otra y después se divorció.
Tomás figura también en la breve nómina de paternidad, ocupando el penúltimo lugar.
La futura mamá, que es muy observadora, percibe las habladurías de quienes trabajan con ella y decide disipar
las dudas.
Busca una conversación a solas con Silvia, con quién tiene un mayor acercamiento. Llegado el momento le
dice que como el tiempo pasa y ya cumplió hace rato los treinta años, quiso realizar ya el sueño de ser mamá y
por lo tanto, se hizo inseminar en forma artificial, de lo cual no se arrepiente en absoluto.
Larga así todo de un tirón y Silvia queda impactada, enrojecida por la emoción de conocer el secreto. Por
último, Luciana sin darle tiempo a hablar, le dice antes de alejarse:
— No fui a un banco de semen, pero no me preguntes quién es el donante, porque no te lo voy a decir.
Luciana no sabe si divertirse o amargarse con la ebullición que se produce en la oficina después de la
revelación. Silvia la ha divulgado enseguida, sin el permiso de la futura mamá, quién ya había previsto la
infidencia.
En el laboratorio todos se preguntan ahora quién es el donante del esperma.

Pasado el trago amargo de encarar en el trabajo el tema de la maternidad y como ya está en el séptimo mes
de gestación, Luciana se pone muy ansiosa pensando que el bebé podría nacer sietemesino. Decide entonces
abocarse a la preparación del ajuar y seguir puntualmente las indicaciones del médico obstetra.
Ella ahora sabe que tiene el deber de cuidarse a sí misma, al bebé y a Tomás. Ellos la necesitan y en este
momento no hay nadie que los resguarde. Comprende que es responsable por ellos y en consecuencia se libera
en forma definitiva del sentimiento de culpa, que sólo le había causado agobio.
Entiende y aprueba la elección de Tomás como padre del hijo tan deseado, decisión que tomó en forma
unilateral, pues no lo consultó. Y aprueba también la ejecución de ese proyecto, en aquel encuentro sexual que
planeó con prolijidad.
Y tal vez para afianzar ese razonamiento, retrocede veinte años en el tiempo, y recuerda en especial el día de
su cumpleaños número diecisiete, que pasó en la quinta de sus padres, en la provincia de Córdoba.
Revive ese día con nitidez. Es la hora de la siesta, y en el parque sólo están ella y Tomás; los demás duermen
o descansan, porque el calor es fuerte.
El pasa allí las vacaciones de verano. Durante el resto del año está como pupilo en un colegio religioso de
Buenos Aires, donde cursa el secundario. Tomás es muy feliz en esos días, porque convive durante tres meses
con la madre, el ama de llaves de la familia de Luciana.
Además en la quinta están los padres de Luciana, que lo quieren como a un hijo, y con frecuencia, las amigas
cordobesas de Luciana, que lo siguen en forma incondicional.
Él tiene 16 años, pero parece mayor porque es muy alto y de complexión fuerte. Su cara es de rasgos
perfectos; la tez blanca, el pelo renegrido y son en especial convocantes los ojos, hermosos, color marrón muy
oscuro.
Luciana considera al adolescente como de su propiedad, y lo seduce cuando puede, lo cual no es muy
frecuente, porque casi siempre hay inoportunos alrededor. Sabe que él la quiere y la desea, pero que por razones
sociales y de respeto a los mayores, se inhibe de expresar esos sentimientos.
El apasionamiento es recíproco.
Y esa tarde ella lo quiere como regalo de cumpleaños, para tenerlo para sí por completo, sin más dilaciones.
Con muchísimo cuidado, ya elaboró la estrategia para lograr el encuentro sexual tan deseado, que debe
concretarse en forma secreta. Y a más tardar, según los cálculos que hizo, dentro de los próximos cuarenta
minutos, pues siendo las 14.20 de un día canicular, ambos ya están solos en el parque.
— Tomy, en mi cumple, yo quiero pedirte un regalo.
Se expresa con dulzura y con algo de vergüenza. Luego se queda en silencio, porque está turbada y no
encuentra las palabras para transmitir el deseo impostergable. El no capta el mensaje y como ya tiene el
obsequio de cumpleaños guardado en la habitación, pero se lo quiere dar a la noche, en la fiesta, le explica esto
a Luciana.
Ella presiona para que le entregue en ese momento el regalo, porque necesita estar sola para ir a un alejado
cobertizo, pues quiere verificar que allí esté todo en orden. El por fin accede y va a buscar el regalo. Luciana
corre hasta el cuartito donde se guardan los elementos de jardinería, que sólo usa el jardinero, y que hoy no
está. Ella lo limpió por la mañana, minuciosamente. En un rincón dejó una manta, plegada como al descuido,
pues no se atrevió a extenderla sobre el piso de ladrillos, para que su intención no fuese tan evidente.
Apresurada, busca detrás de un balde, donde hay un frasquito que escondió allí a la mañana. Contiene un
poco de perfume que escamoteó a la madre y que días atrás debió trasvasar del envase original, con muchísimo
cuidado. Se tranquiliza, lo más que puede, para no olvidar perfumarse en todas las partes del cuerpo, que evalúa
como decisivas. El índice derecho, muy mojado, se detiene tras las orejas, en las sienes, en el cuello, en los
hombros, entre los pechos, en el vello púbico y alrededores, y como ya se le está por acabar el perfume,
distribuye el resto entre ambos glúteos.
Tomás ya la está esperando, sentado a la sombra del pino, frente a la mesa rectangular de granito, donde
apoyó el regalo. Luciana se arroja sobre el paquete, y queda encantada con la bonita lapicera y sobre todo con
los papeles para carta, que tienen un filete rojo carmesí, que también adorna la solapa de los sobres.
Ella, en agradecimiento, le da un beso en una mejilla, muy cerca de la boca, y luego prueba la lapicera,
dibujando un corazón en el papel carta, con una letra T mayúscula adentro. Él sonríe apenas, sin saber qué hacer.
Sólo puede sentir las tórridas turbulencias que le ocupan el cuerpo, absolutamente incontenibles. Queda
inmóvil, alarmado por la invasión de esos fluidos, asustado porque no los puede detener.
— Tomy, enseñame a hacer un avión.
La adolescente le da el papel de carta con el corazón dibujado.
— No es para usar en eso— dice él muy serio.
— ¿Y para escribir cartas de amor?
Luciana lo mira sugerente y Tomás responde apresurado:
— Puede ser.... Mejor hagamos el amor... digo el avión.
Ella ríe, enloquecida de alegría por el acto fallido de Tomás, y envalentonada, lo lleva de la mano hacia el
cuarto del jardinero.
— Vení, vamos para allá, que hay más sombra.
Y mientras caminan, le dice, razonando con dulzura:
— Yo tengo el papel en mis manos. Y vos con las tuyas sobre las mías, me vas mostrando como se hace,
como hacía tu mamá cuando éramos chicos, para enseñarnos a escribir.
Ya están por llegar al cuarto de jardinería.
— Quedémonos bajo este árbol, que da buena sombra.
Luciana asiente, mientras piensa que la separan apenas cinco metros del punto de llegada, y que muy pronto
ambos los recorrerán.
Por ahora. se sientan en el césped, a la sombra del árbol, y él comienza la clase sobre construcción de
avioncitos. La dicta con el método que ella le pidió, que requiere en este caso particular, la superposición de las
manos masculinas sobre las femeninas.
Mientras imparte la lección, Tomás no puede concentrarse. Ya había tenido experiencias sexuales, y quiere
correr a su habitación para agarrar un sobrecito. Dicho sobrecito contiene el elemento necesario para preservar
a Luciana de consecuencias no deseadas.
— Hola, chicos. ¿Qué están haciendo?
— ¿Qué está haciendo usted aquí?— replica Luciana en forma imperativa, enojada por la irrupción de
Albertina, la mujer del casero. Y fastidiada, agrega en tono de censura:
— ¿No debería estar durmiendo la siesta?
— Sí señorita, estaba durmiendo, pero me despertó la calor, porque no la aguanto. Enseguidita pensé sacar
los caballetes, para la fiesta.
La empleada responde muy nerviosa, y su voz no tiene la alegría con que los saludó al encontrarlos.
Luciana ya descargó la bronca, y como Albertina es tan simple como buena, la besa con afecto, mandándola
a descansar porque, como le explica, ese trabajo es para hombres.
Queda muy poco del tiempo calculado por la joven para hacer el amor; y también ya se entibió la conjunción
fogosa de los momentos anteriores.
Entonces ellos, por sugerencia de él, compiten para ver quién tira el avioncito de papel, más lejos o también
más alto, según sea el desafío.
Entretenidos, riendo, recorren el parque. Es el turno de Tomás, para tiro en alto. Según él evalúa, el espacio
de vuelo es suficiente en lo ancho, y hacia arriba, es infinito. Con fuerza tira el avión, que recorre varios metros
y se desvía, terminando el recorrido entre las ramas.
Luciana se sienta junto a la enorme mesa de granito que está bajo el árbol, dando por terminado el juego.
Pero él piensa que quiere y puede rescatar el avioncito de papel, que lleva un mensaje valiosísimo. Cuando sube
al pino, ella lo mira sorprendida porque no le comunicó antes esa intención. Emocionada, se queda sin palabras,
pensando cómo se quieren. Y lo sigue con la mirada, sin despegarla del cuerpo de Tomás. Así unidos, ellos son
sólo uno en el silencioso parque.
Un ruido inesperado termina con la tranquilidad del momento.
Cuando Tomás escala el árbol, y ya se encuentra en la mitad de la rama buscada, ésta se quiebra con un
crujido penetrante. Mientras cae, Tomás intenta sin éxito aferrarse al árbol. Impacta sobre la mesa de granito,
de costado, y la sien derecha recibe el golpe final.
Luciana se abalanza sobre él para auxiliarlo. Le habla y le grita, con desesperación, pero no responde. Está sin
conocimiento. Ella toma la cabeza ensangrentada y cuando la besa, ve un líquido transparente que brota de una
oreja. Aterrorizada, alcanza a gritar pidiendo ayuda, antes de desvanecerse.

Luego de su internación en una clínica cordobesa, Tomás fue dado de alta, pero la disminución de su
capacidad intelectual quedó como secuela del accidente. En el aspecto físico no tuvo cambios, salvo la mirada
vacía, casi nunca expresiva. Ya en Buenos Aires, no pudo continuar los estudios secundarios. Y fue a vivir a la
casa de Luciana, porque los padres quisieron que el ama de llaves estuviera con el hijo minusválido.
Luciana, después del accidente, padeció un estado anímico oscilante entre la depresión y la ansiedad,
pendiente en forma obsesiva de la recuperación de Tomás. Ella no pudo asistir a la escuela ese año, por el shock
traumático que le causó el accidente, y un año después completó el secundario, sin las compañeras de siempre.
Nada volvió a ser como antes. Porque Tomás fue el primer amor de su vida.
Desde el enamoramiento adolescente, siempre lo tuvo a su lado. Cuatro años después del accidente, Luciana
tuvo la primer relación amorosa con otro hombre. Tomó muchas precauciones para que Tomás no lo supiera,
porque temía causarle dolor, y con el tiempo no ocultó sus amores.
Pero siempre la unió a Tomás un fuerte vínculo afectivo. Muchas veces buscaba al Tomás adolescente en el
Tomás que estaba viviendo en su casa. Y comenzó a valorar al adulto, calmo y sensible, respetuoso y tierno, al
hombre que fue su primer amor. Por eso quiso que fuera el padre de su hijo.
Pero Luciana siente que su mundo está incompleto. Falta la madre, entrañable y reflexiva, que no está
enterada del embarazo. Descarta una comunicación telefónica por las inevitables preguntas y porque además
quiere explicitar que ella indujo a Tomás al acto sexual. Por eso le escribe:

Buenos Aires, 12 de agosto de 2005.


Querida mamá:
Quisiera que ya estés aquí, porque te extraño mucho y deseo con toda mi alma que estés cuando nazca tu
nieto.
Perdoname por no habértelo dicho antes. Es hijo de Tomás, él fue mi primer amor, nos queríamos mamá, por
eso yo busqué tener un hijo con él.
Ya estoy en el octavo mes de embarazo y el bebé está muy bien. Mami, es un varón.
Quisiera que estuvieras en casa para acompañarnos a mí y al papá, que no está muy convencido de tener un
hijo, pero ya se está haciendo a la idea, porque me quiere. Y yo a él, tal como es.
Paco y Morrongo te extrañan.
Vení pronto. Te quiero mucho, mamá. Luciana.
Dieguito
Gerardo Rean

De la camioneta Mercedes Benz caen gotas de sangre y forman una mancha, que se pierde en la banquina.
En la cabina, una mujer embarazada tiene la cabeza apoyada sobre el volante haciendo sonar la bocina.
La mujer está desmayada y la bocina, como si supiera, pide socorro. Los focos iluminan la banquina oscura en
la noche bonaerense.

En la casilla las voces y las risas del Rata y su mujer se confunden con las voces y las risas de la televisión. En
la pantalla aparece El Diego. El Rata recuerda la fábrica, las mateadas y los pastelitos.
- Si en la fábrica me decían Diego, Dieguito.
Recuerda los viernes cuando volvía de la fábrica con un sobre gordo, lleno de billetes y cómo lo apretaba en
el tren para que no se lo robaran. Llegaba a la Estación de Moreno y compraba fiambre, pollo, vino y jazmines
para la Rosa, porque la Rosa siempre lo esperaba en la puerta de la casita de ladrillos, todavía sin revocar.
En la televisión sigue hablando El Diego.
Su mujer le dice:
— Rata, hace algo si no ya sabés, empiezo a trabajar en la calle, vos no querés, pero voy igual.
— Ya salgo Rosa, ya salgo, con esa panza qué vas a traer, ni un peso traés.
Y se va el Rata a trabajar pisando con cuidado en los ladrillos rotos de la senda, esquivando el barro y el agua
estancada de las esquinas.
Son casi tres cuadras hasta el campito en el centro de la villa. El Rolo está en la puerta del Kiosco tomando
fresco en camiseta, sentado en la silla con el respaldo al frente y con un vaso de cerveza en la mano.
— Lo de siempre Rata.
— Si varón y apuráte que se escapan los chabones, en un rato ya no pasa nada.
— Tranquilo hermano si querés sacarme bueno — el Rolo termina de tomar la cerveza y se limpia la boca
con el brazo izquierdo y chancleteando entra al kiosco.
El Rolo es un amigazo, piensa el Rata, de día me fía los bizcochos, la yerba y de noche la merca. Bueno él sabe
que nunca le fallo, me tiene confianza.
Después el Rata cruza el campo y salta el alambrado. En el Camino del Buen Ayre, respira el miedo y aspira la
merca. Busca una piedra y queda escondido debajo del puente. Le tiemblan las manos. Diego, no seas cagón, si
es fácil. Rompés el vidrio, manoteás la guita y corrés por el campo hasta la villa.
Ve dos luces que se acercan. En la curva una camioneta Mercedes Benz baja la velocidad y ahí no más el Rata
tira la piedra. El vidrio del parabrisas se rompe y la mujer embarazada frena.
— Dame toda la guita, ahora ¡Rápido! o te quemo. Soltá boluda, soltá...

— Sabés Rosa que la tipa se asustó, me agarró la mano y ahí nomás apreté el gatillo y apenas pude
manotear la cartera. Toma, te la regalo y al Rolo mañana dale unos billetes para achicar la cuenta.
El Rata aspira la droga y respira el calor de las chapas y la tierra todavía caliente. Que poca guita tenía la
boluda.

En la ruta las gotas de sangre dejan de caer y la bocina deja de sonar cuando llega la ambulancia. La mujer
todavía respira y la llevan a la sala de primeros auxilios. El médico de guardia hace lo que puede, pero la mujer
ha perdido mucha sangre y no aguanta, al pibe lo salva.
En la sala de espera, cuando llega el padre del recién nacido, la enfermera le dice:
— Es un varón. Qué nombre le ponemos.
— Diego, como quería la madre.
Ginger
Alberto Parra

Virtual
Era el tercer día del quinto sueño. Apareció como una sombra lejana, detrás de una pantalla, se sentía
cerquita, ahí nomás, las letras eran distintas, los dichos también. Poco a poco se iluminó, y ya no vi otra cosa.
¿Siempre sos así? le pregunté en el octavo renglón de charla, ¿Por qué me preguntás?, sonrió, sin que yo la
viera. Es que me sale naturalmente, te veo distinta, escribí a continuación. Todos los demás seguían en sus
historias. Pide que hablemos a solas, no podía negarme, a solas, sin mirar a nadie y sin que nadie nos mire,
empezamos a conocernos.
La imaginación voló a los cielos, luces y sombras se mezclaban en nuestras palabras, si avanzaba demasiado,
ella hacia una finta, solo para quedarse en el mismo lugar, esperaba que me diese vuelta y comenzara a avanzar
nuevamente, bailamos en una suite, nos amamos y nos despedimos hasta otro día.
Se me iluminaba la cara cada vez que chateaba con ella, buscábamos los momentos, las horas volaban bajo
nuestros dedos, nos acostábamos y levantábamos juntos, insomnios dulces, dulces amaneceres. No tardó en
llegar el cielo a nuestras manos.
Promesas, deseos, que nos veremos, ya vas a ver, cuando te toque vas a estallar de felicidad, cuando te bese
vas a sentirte en una burbuja, voy para allá, esperame, vení pronto.
Historias, cientos de historias, el encuentro en un bosque, o la tarde en que bajo un tinglado miramos llover,
los zaguanes con padres y tíos mirones.
Las eternas despedidas que llevaban más tiempo que las palabras escritas en cada charla. Amor virtual. Así
nació de la mano de la tecnología. La misma que hace posible llegar al espacio, nos sirvió a nosotros para
querernos.

Primera carta
Estoy en casa, mi hija mira una película de ciencia ficción, mi mujer me ofrece un café. Ahora, que amaneció
una crisis, que quizás sea final y fatal. Ahora, que vos vas a estar llorando, junto a tu muñeco, que es mío. Ahora
quiero rememorar nuestra historia y antes quería decirte que sufro no tener los huevos para dejar todo y unirme
a vos. También sé que vos no podés ahora vivir conmigo, te atan demasiadas cosas, todo es difícil, pero a veces
las cosas parecen más difíciles de lo que son ¿Que o quien, nos impide ser felices? Uno junto al otro, si es así
como nos gusta estar, ¿porque resignar nuestro futuro, solo porque el ayer nos condiciona? y el mañana ¿no
existe? o sólo es una ilusión a la que jamás accederemos ¡no lo creo! ¡yo no lo creo!
Una vez empezamos bailando en Las Vegas, y hoy, hace un rato nomás, hicimos el amor en Buenos Aires. Y
después de eso reaparecieron tus miedos más terribles, esos miedos que ponen distancia para tu dolor y mi
desesperación, si la cosa fuera tan sencilla, si los momentos vividos no fueran lo que son, me resignaría, pero...
¿sabés? yo simplemente te quiero, te lo juro, no lo puedo evitar, ojalá que ahora mismo se me borre la memoria
y pueda bloquear todo, borrarte de mi mente y de mi alma, pero no puedo, y no sé si podré, voy a tratar de
hacerlo, aunque a esta altura sea una misión imposible.
¿Te acordás? tus horarios eran diferentes de los míos, estabas como cuatro horas atrasada, una noche te
invite con un asadito, vos ibas a cenar, para mí era la medianoche, extrañabas el asado, te dije que lo haría con
mollejas y achuras, vos sólo imaginaste ese asado, después, a los dos días me llamaste, un domingo a la mañana,
mientras yo manejaba por la Panamericana, cortaste para evitar que hablara mientras manejaba, cuando llegué
a destino, me volviste a llamar, te extrañó mi voz de porteño, y a mi tu acento de provincia, empezamos a
reírnos, jamás pararíamos de hacerlo después, siempre te reistes, trabajé de payaso muchas veces solo para
vos. Tenías un dolor de amor, me lo contaste. Pasamos noches y noches hablando, robando horas al sueño,
amándonos como solo se aman los que se desean, los que no ven más que al otro, la pantalla ardía, el teléfono
no podía creer lo nuestro, esperábamos los momentos, a hurtadillas, el cielo estaba cerca, lo podíamos tocar
con las manos, y muchas veces nos enlazamos ahí, llegaste a escaparte para llamarme, llegué a mentir trabajos
para estar junto a vos, la primera foto fue una revelación para mí, tendida junto a la chimenea me mirabas y me
seguís mirando, te puse como papel tapiz de mi PC, después vinieron otras, y otras. Una noche de diciembre iba
a una fiesta con mis amigos y te llevé conmigo, otras llamadas llegaban como un alivio a mis oídos por las
mañanas de primavera, ya sea manejando o en los lugares que estuviera, ansiaba esas charlas matinales, vos te
levantabas temprano, cuando todos se iban de tu casa, solo marcabas el número de mi celular y me
acompañabas a donde fuera.
No era sencillo seguir así, te quería ver, tocarte, mirarte a los ojos, mantenía la esperanza de tu promesa, de
que ibas a venir, había mucha distancia, pero vos ibas a venir, seria glorioso, te dije, vos acá, cerquita, te podía
sentir, faltaba mucho tiempo, pero llegarías.
Se avivó la llama de ese amor tempranero. Estábamos a mediados de noviembre y me pareció que pasaría
una eternidad cuando supe que ibas a llegar para los primeros días de diciembre, antes me habías prometido
que llegarías en enero, pero gracias a dios la cambiabas para llegar treinta días antes, treinta días menos de
ausencia.
Prepare tu recepción de mil maneras, te imagine llegando en un taxi hasta la esquina de un parque, después
ni bien bajabas te daba un ramo de rosas y un largo beso, luego una charla para saborear tus palabras, para
terminar haríamos el amor, vos solo tendrías que venir con una pollera y una blusa, en otro de mis delirios pensé
en ir a buscarte al aeropuerto, ahí mismo besarte, llevarte en brazos hasta mi auto, y cuando nos hubiéramos
sentado te contaría toda mi vida, que ya era tuya, te daba todo lo que yo tuviera, para que lo sintieras como
propio. Otro escenario nos permitiría traspasar volando por sobre la ciudad, con alas de primavera, hasta el
lugar tantas veces usado en nuestros encuentros virtuales, un pequeño ranchito en medio del campo, que tenía
chapas de zinc a modo de techito, y ahí dentro, querernos hasta la saciedad, escuchando caer la lluvia, después
te cantaría al oído algo, te cebaría unos mates, para volver, solo necesitaríamos la imaginación. No sabés las
veces que soñé ese encuentro, llegue en el extremo de mi ansiedad hasta la ventanilla de ventas de pasajes de
una compañía aérea a pedir una reserva para irte a buscar y acompañarte en tu viaje. Pero no pudiste viajar y
se me cayó la alma al suelo. No era posible, la desazón se me hizo carne, mire tu foto como un perdido, no sentía
gusto por nada, no quería estar con nadie, solo tu voz en el teléfono y tus palabras me animaron nuevamente
al decirme que era una postergación, estaba tan mal que no llegué a creerte, y solo para no sufrir más intente
lo que sería imposible, negarte.
Me acuerdo de los sobrenombres que te puse y una sonrisa me cambia el rostro, Turquita, Payuquita,
Gringuita, o de cómo esperaba ver tu nick en la pantalla de mi ICQ iluminado en azul. Sale de mí un suspiro
placentero cuando pienso en esos mensajes ansiosos, esos besos virtuales, ese chau y esos adioses largos con
los que nos despedíamos. Nadie del chat estuvo al tanto nunca, vos trabajabas de señora, yo de tipo jocoso. Qué
lindo que disimulábamos, y los otros sin tener una idea de la pasión que nos sacudía en los privados, cuantos
hummmm, cuantos muakkk, cuantos, cuantos toqueteos literarios ¡por dios! era la forma nueva del amor, no la
conocíamos, y la exploramos juntos, a la vista de lo que paso ahora, la experiencia no podrá repetirse, quedamos
como en una burbuja, fuera de toda realidad, la ilusión es grande, ahora el golpe es muy duro, insuperable.
Cuando se generan nuevos cielos no se pueden atar más que al pensamiento, al deseo, y en esto, la virtualidad
ayuda, vos y yo éramos dos frases al hilo, dos sonrisas detrás del teclado ¿y el mundo real? no existía, tu marido,
mi esposa, tus hijos, mis hijos, nada de eso existía, eran irrealidades lejanas, solo estábamos vos y yo y no me
gusta, no me gusta bajar a ese mundo, y a vos tampoco, pero está ahí, agazapado, para dar el zarpazo en
cualquier momento, como lo hizo con nosotros, y lo va a volver a hacer si no le concedemos algo. No sé bien
que cosa podríamos sacrificar, pero algo tenemos que hacer, no soporto la idea de no verte más, ahora veo que
estas con tu nick, no lo cambiaste, degluto tu nombre en mi mente, no me animo a decirte nada, se me va a
notar, lo pueden descubrir, a vos te pasa lo mismo, lo sé, en forma nerviosa entras y salís, te quedas, te volvés
a ir, yo miento, me escondo detrás de una máscara pesada, es un juego perverso, tenemos que inventar otro, el
mismo que ya inventamos, pero mirándonos a los ojos, de vuelta, vos y yo, solos. Ginger, realmente te amo, sos
el amor de mi vida.

Última Carta
Hola Patricia, el diálogo siempre es importante, vos merecés algún tipo de explicación de mi parte. En todo
este tiempo he confiado siempre en tu buen juicio, te digo que el sábado pasado por la tarde pensaba buscar la
forma de comunicarme con vos, te anticipaste, tu preocupación te hizo llamarme, me alegré sinceramente por
tu actitud, no me equivoqué con vos.
De verdad que amé a tu madre, de verdad que elegí un camino difícil, complicado, haciendo equilibrio, de
verdad que le dí a tu mamá lo mejor que pude darle, de verdad que terminé no entendiendo la última reacción
de ella.
A veces no se tiene lo que se quiere, se tiene lo que se puede, luchás hasta que el corazón es vencido por la
razón. Hay límites que uno no distingue cuando es el sentimiento el que manda y la razón permanece dormida
hasta que la realidad se presenta con toda su fuerza, entonces te quedás con la resaca del dolor, y te la aguantás
en silencio.
Lo que determinó mi decisión no fue la reacción de mi hijo mayor, diciéndole lo que él sentía a tu mamá,
desde la óptica de un hijo lastimado por la desesperación de la madre, quizás lo entiendas rápidamente. De otra
manera, vos hacés lo mismo, eso es un derecho que todos los hijos tienen cuando quieren a sus padres, nunca
podés censurar este tipo de actitud, pese a que te hiera.
Traté de construir desde la nada, muchas veces no pude, otras no me dejaban, avancé todo lo que me
permitían las circunstancias, desdoblándome. Encontré en Ginger lo que para mí era la última oportunidad de
mi vida, le escribí cosas deliciosas, me decía cosas deliciosas, pasamos momentos inolvidables, creamos un
mundo, le hacían daño mi paciencia, mis tiempos. Me hacía daño su ansiedad, me hacía bien su alegría, la
contuve y me contenía. Al principio fueron proyectos, luego, poco a poco y mientras nos acercábamos a la meta,
cometimos el error de no mirar a nuestro alrededor, vos fuiste la única que aceptaste nuestra relación, tu
hermano trataba de ignorarla, otro de mis hijos, le enviaba mensajes a tu madre, los demás simplemente no
querían entender.
Para llegar al final, teníamos que pasar por un largo camino sembrado de bombas, sin contar con tu padre,
que estando solo y distante solo quería que Ginger hiciera las valijas y se fuera a vivir con él. En cuanto a mi
esposa, la situación permanecía en equilibrio inestable, llegamos a convenir la separación, desgarrante para ella,
pero, aceptaba la realidad.
Siempre hay un punto, un momento, en el que se deciden las cosas, lo mejor que te puede pasar es que
decidas sin presiones, cuando la presión es muy fuerte te ves obligado a hacerlo hacia el lugar que creés vas a
descomprimir la situación, es el principio de la sobrevivencia, y nadie, salvo un suicida, es capaz de resolver de
otra manera. Tu mamá no llegó a ese punto, pese a que en varias oportunidades me dejaba de lado, no mantenía
una situación como la mía, ella se recostaba mucho en vos y si le sumás el cariño que me tenía, rápidamente
encontraba el estado de ánimo para volver a verme.
Pero algo falló, no hicimos el manejo correcto de la relación, y las víctimas que deberíamos dejar en el camino
se empezaban a contar con nombre y apellido, las dos primeras iban a ser tu padre y mi esposa, seguirían los
hijos de ambos, sos la única que amando a tu papá aceptabas lo nuestro.
Algo también es cierto, si mi situación matrimonial se hubiera resuelto antes, las cosas quizás hubieran sido
distintas. Pero ni tu madre ni yo queríamos dejar de vernos, hicimos unos cuantos intentos, no se pudo.
Ahora, cuando todo terminó, ahora que la herida está fresca, sólo me quedan los buenos momentos pasados
junto a tu mamá, no guardo ningún rencor, solo tengo tristeza y frustración, por no haber logrado terminar de
hacer el camino que empecé, en el que esperaba contar con una compañera y una amiga.
Seguí cuidando a tu mamá, seguí cerca de tu hermano, ambos te quieren. Si alguna vez necesitás algo, si creés
poder confiar en mí, llamame, siempre te voy a escuchar. Si en algún momento ves la oportunidad de juntarte
con tu papá, hacelo. Si Ginger lo acepta, dale un beso de mi parte, otro para vos.
Familia
Norma Troiano

— Sí, es lo que voy a hacer.


— ¿Lo pensaste bien, viejo? Te conozco y no me hago a la idea, viniendo de vos.
— Lo pensé, Beto. Lo pensé y lo repensé, por eso te hice la pregunta.
— ¡Contá conmigo! Ni lo dudes, lo que quieras. Sólo que no salgo del asombro.
— Gracias, flaco, sos un amigazo. Yo también, por momentos, no sé si me asombro o me asusto, aunque le
di vueltas al asunto, es la única salida que encontré.
Colgó el teléfono y salió del dormitorio. Bajó las escaleras con ánimo de irse sin más, comería unas medias
lunas en algún momento. Hoy iba a ser un día muy difícil, estaba seguro. Mientras se encaminaba hacia la cocina,
donde los chicos estaban desayunando, se dijo: Tengo uno de esos pensamientos de viejo que me deprimen.
Quiero mucho a los pibes, pero hay veces, como hoy, que me parecen un cronómetro temible.
Milena tenía cuatro años y Gabriel ya estaba en quinto. Entró en la cocina. No quería arrepentirse demasiado
tarde de no haber sido feliz .
— Cambiáte, la camisa no va con ese traje.
No dijo nada, la miró y pensó con bronca: «Habla con voz dura, siempre tiene una voz dura. Vamos a ver si le
alcanza hoy con eso».
Se acercó a darles un beso a los chicos, que ya estaban listos para ir a la escuela.
— Hoy los llevás vos. Yo tengo la firma de una escritura y quiero repasar la documentación antes que llegue
mi cliente. No le fío a Silvana.
No dijo nada y la volvió a mirar. Da órdenes, siempre da órdenes. Hasta en la cama. Se prometió: Hoy te voy
a cambiar las cartas, vamos a ver qué pasa.
Ayudó a Milena con la mochila y les dijo a los dos:
— Vamos chicos, o van a llegar tarde.
— No dejes que Milena se pase adelante, es peligroso.
Tampoco abrió la boca, se fue detrás de los hijos hacia la puerta.
— ¿Y ustedes no saludan a mamá? — reclamó ella.
Ellos volvieron y le dieron un beso.
— Vos podrías hacer lo mismo — dijo ella.
No volvió, le hizo chau con la mano y se fue con los chicos. Ellos corrieron hacia el coche, riéndose, mientras
él abría las puertas con el pulsador. Subió y se puso el cinturón de seguridad. Milena ya estaba con la cabeza y
medio cuerpo entre las dos butacas delanteras, Gabriel, esta vez, no le peleó el lugar; puso los codos sobre el
respaldo del asiento del conductor, uno a cada lado del apoyacabeza. Él giró la llave y el ruido del motor compitió
con la voz del hijo:
— Papá ¿por qué siempre te callás?
Se le encogió el estómago. Pensó: Once años y ya hace la pregunta que yo estoy haciéndome a los cuarenta.
— No te entiendo, Gabriel.
El hijo no repitió la pregunta, simplemente sacó los brazos de la butaca y se recostó sobre el asiento de atrás,
serio.
Condujo hasta el colegio. La sensación en el estómago no aflojó. Le costaba hablar. Iba a decirle: Cuando
contesto se arma la pelea. Pero eso ellos ya lo sabían. Además, Gabriel le podía recordar: Vos dijiste que hay
que saber defenderse, cuando Gastón me golpeó en el cole.
Hacía un año o más que se estaba dando cuenta de algunas cosas, por ejemplo que los chicos no preguntan
en forma directa. Milena, por entonces, le había dicho: Papá ¿de dónde salen las muñecas? Y él contestó: De la
fábrica de muñecas. Pero al día siguiente, cuando fue a darle el beso de las buenas noches, ella volvió a repetir
la pregunta igual: Papá ¿de dónde salen las muñecas? Y él respondió lo mismo, con una vaga sensación de ser
estúpido. Ese día decidió hablar del asunto con Alicia, la morocha que trabajaba en la otra gerencia. Las mujeres
siempre saben de estas cosas, había pensado. Alicia se rió, mostrando sus dientes blancos:
— Quiere saber cómo se hacen los bebés, hombre. Mi sobrino le preguntaba a su madre: ¿Cómo hacen los
bebés para saber quién es su mamá?
Esa noche, él había ido a darle a Milena el beso y la respuesta. Ella le echó los brazos al cuello y dijo: Te quiero
mucho, papá.
Estaba a dos cuadras del colegio. De pronto decidió cambiar el plan. Paró el coche en el estacionamiento de
una de esas cadenas de hamburguesas, se dio vuelta y les dijo a los chicos:
— Bajen, les convido un helado.
— Vamos a llegar tarde — le dijo Gabriel, con cara preocupada
— Sí, es probable.
Bajaron. Milena estaba tan feliz que quiso dos helados. Él compró el desayuno que pensaba tomar en algún
lado. Sentados a la mesa, miró a Gabriel y le contestó la pregunta:
— Mamá manda en casa.
Leyó en los ojos del hijo la nueva pregunta y le contestó:
— Eso está mal y, en parte, es mi responsabilidad que lo dejé pasar. Sin embargo, Gabriel, discutí muchas
veces con mamá, a solas, para decirle que no fuera tan cabeza dura y criticona. No pude convencerla o no me
dio bolilla — fue consciente del desánimo de su voz.
— A mí, mamá me dice que no sé peinarme, ni sacarle punta a los lápices. Que los gasto y los rompo.
Él no pudo entender qué le pasaba en ese momento al hijo, parecía feliz de hablar y a la vez angustiado. Pero
no retrocedió.
— Mamá los quiere mucho y los cuida. Yo también los quiero mucho, pero estoy convencido que para
cuidarlos mejor... — le tenía miedo a ese momento, tanto que lo venía postergando. Siguió de un tirón — me
tengo que ir de casa.
— ¿A dónde papi? ¿Me llevás?
Milena tenía helado en la nariz. Él lo sacó con un dedo y le sonrió.
— A otra casa, petisa. Y sí, podés venir conmigo y vos Gabriel. Cuando quieran — no sabía cómo hacer
menos duras las cosas o cómo decirlo para que no sufrieran demasiado. Siguió —.Por ahora voy a estar en lo de
Beto, mientras busco un departamento con lugar para todos.
Gabriel se quedó callado. Sabía de qué le estaba hablando. Dejó de interesarle el helado como a él las medias
lunas.
— ¿Se lo dijiste a mamá? — preguntó.
— Se lo voy a decir ahora. — suspiró, se acordó de su padre, todavía ahora le palmeaba la espalda para
darle fuerza. No quería ser menos, no podía ser menos —. Todo va a ser un poco difícil, no te voy a mentir
Gabriel, pero también traerá cosas buenas —, le agarró la mano y siguió —. Sé que esto afectará la vida de
ustedes, pero estoy convencido que será para mejor. A veces no nos queda más remedio que tomar decisiones
difíciles — le sonrió al hijo —, pero eso sólo pasa cuando uno crece y puede hacerlo.
— ¿No la querés más a mamá?
La pregunta lo tomó de sorpresa. ¿Cómo explicar que la gente cambia o el amor se acaba? No es fácil ser
padre y a uno no lo entrenan, se dijo y las palabras le salieron del corazón.
— No como antes. Cuando tengas novia acordáte que el amor se cuida de a dos, todos los días. No es como
el amor a los hijos, a los hijos los padres los queremos siempre.
Gabriel tendió la mano para que la sostuviera. Milena, para no ser menos, le estampó un beso de chocolate
en la cara. Los llevó al colegio. Llegaron tarde. Él volvió a la casa. Mucho más tarde llegó a la oficina.
En el baúl del coche tenía la ropa, los libros y la música más queridos.
La cena
Milena S.

— ¡Hija de puta, de acá no te movés!


Fidel aplasta a Carmen contra la mesada y le aprieta el cuello.
Es la hora de la cena. El repartidor de pizza pasa en moto bajo la ventana de la cocina donde Carmen de
espaldas a la mesada, manotea el tenedor.

Un rato antes, sentada en el comedor, con las manos atadas al respaldo de la silla, Carmen mira la ventana
cerrada. Por las rendijas entra algo de luz. Le duele donde le aprieta la soga ¿Cuándo hace que Fidel empezó a
atarla a la silla? Siempre fue desconfiado, pero antes los celos de Fidel le cosquilleaban el sexo y la hacían sentir
realmente mujer. La rabia le viene a la boca y grita. Los perros ladran en la calle. Nadie puede oírla, quizás la
oigan los chicos que en el dormitorio deben estar atados a la pata de la cama.
— ¡Chicos raspen con fuerza! Así, para arriba y para abajo.
Mientras habla, sube y baja las manos raspando la soga contra la silla.
— ¡Todavía hay tiempo, chicos!
La herida que le provoca la soga sangra. Se muerde los labios y entre las lágrimas ve sobre la mesa los vasos
sucios y las botellas vacías de la noche anterior. De los platos con restos de comida sale un olor rancio que le
revuelve el estómago ¿Hace cuánto que solo come restos? Los restos que él deja. Escucha una cumbia que le
llega desde algún lugar del barrio y le recuerda los bailes y las peloteras con Fidel cuando se ponía un lindo
vestido y bailaba con ganas. Después de la bronca venía la borrachera y el amor furioso. Cierra los ojos y se
adormece. La cabeza le cuelga para atrás. El pelo largo y negro roza las manos atadas. El cuarto va quedando a
oscuras.
— ¡Aquí estoy, hija de puta!
Fidel entra chocando contra el marco de la puerta y manotea la llave de la luz. Cierra de un portazo. Se acerca
a la mesa tambaleando y tira el revólver y una bolsa de supermercado sobre las cosas sucias. Vuelca un vaso. Se
acerca a Carmen. Le eructa en la cara. Le manosea los pechos y tiene una erección. Se desabrocha la bragueta.
— ¡Abrí la boca!
A Carmen le da asco Fidel, quisiera seguir sola, atada a la silla. Él le acaba en la cara y se va tambaleando hacia
la pieza donde están los chicos.
— ¡No! — grita Carmen y retuerce las manos atadas.
Ahora queda atenta a cada ruido. La voz del chico más grande le llega mansa y apagada. El más chiquito tiene
la voz chillona. Los golpes pronto apagan las voces de los chicos y Fidel viene tambaleando hacia ella.
— Turra, prepará algo para comer.
Le desata las manos y la lleva arrastrando hasta la mesa.
Carmen se limpia la cara.
— Aquí te traje comida — dice Fidel.
La apunta con el revólver y le señala la bolsa de supermercado. Carmen toma la bolsa y va hacia la cocina. Él
la sigue de atrás apoyándole el revolver en la cintura.
— ¿Y los chicos? — pregunta ella.
— Mientras yo coma, no van a joder.
Carmen piensa que si dijo eso es porque no los mató, aunque un día lo hará. Los matará a los tres y ella no
podrá hacer nada para evitarlo. En la comisaría le dijeron que no puede hacer nada, Fidel es el padre. Quizás él
se enteró de cuando fue a la comisaría y eso lo puso peor ¿Fue por eso que la empezó a atar a la silla? No tendría
que haber ido.
Abre la bolsa de supermercado en la mesada de la cocina. Hay un pedazo de carne y pan. Fidel la sigue
apuntando mientras toma vino de una botella. Carmen pincha la carne y la corta en fetas. Le tiemblan las manos.
El temblor no le deja cortar. Fidel le grita que se apure. Aprieta el gatillo y sale un tiro que se incrusta en el techo.
— ¡Mamá! — grita desde la pieza el chico mayor.
Carmen suelta lo que tiene en la mano y se da vuelta. Fidel se le echa encima y la aplasta contra la mesada.
Con una mano le aprieta el cuello.

Entonces se oye la moto del repartidor de pizza. Carmen está tranquila. De espaldas a la mesada manotea y
encuentra el tenedor. Lo agarra firme. Levanta el brazo con el tenedor en la mano y se lo clava a Fidel en el
cuello.
La sangre fluye a borbotones de la herida y Fidel cae. En el piso echa el último aliento con olor a alcohol.
Carmen espera quieta y tranquila hasta que los labios de Fidel se tornan pálidos y los ojos vacíos. Entonces
acomoda el cuerpo con cuidado y le cierra la boca y los ojos. No le da asco el cuerpo muerto. Se limpia las manos
con un repasador y camina serena hasta el dormitorio. El chico más grande le sonríe cuando la ve. El menor con
la cara amoratada deja de lagrimear. Los dos tienen el pelo transpirado. Carmen los desata y les acomoda el
pelo para atrás.
— Papá se fue. No se muevan de aquí. Quédense sentaditos que les voy a traer de comer.
Carmen lleva los sándwiches y los tres comen sin hablar. Ese día y los dos días siguientes siguen comiendo los
restos de comida sin moverse del dormitorio. Hasta que alguien abre la puerta de la casa a los golpes. Escuchan
ruidos y voces. Un policía irrumpe en el dormitorio. Agarra a Carmen y con brusquedad le esposa los brazos en
la espalda, le cubre con un trapo la cabeza y se la lleva.
— ¡Mamá! — grita el más grande.
El más chico llora.
El casamiento
Lena Berardone

Esa tarde vuelve a mi memoria cada vez con mayor frecuencia, más aún con el pasar de los años. Estaba
preparándome para ir al cumpleaños de mi hermana, cuando me llamó.
— Evaristo venga a mi escritorio quiero hablar con usted en privado.
Él me infundía temor. Me sequé la cara para que no quedara una gota de sudor, limpié las botas y me paré
frente a él.
— Si señor Ordóñez, que quería decirme — nunca pude llamarlo patrón, como le decían los demás.
— Evaristo usted sabe qué favor con favor se paga ¿No es así?
— Si señor, así es.
— Bien. Yo los ayude a usted y a su familia impidiendo que pusieran presa a su hermana. Hoy, necesito que
usted me ayude con la mía.
— Como no señor, lo que mande.
Todo lo que me había pedido, siempre lo cumplí, por respeto y como bien él decía por obligación.
— Hay un tema que me tenía preocupado, pero ya le encontré solución. Mi hermana tiene que casarse.
— Ah…y ¿En qué puedo ayudarlo yo?
No me gustaba como me miraba. Dio unos pasos hasta el mueble que estaba debajo de la ventana. Abrió una
caja de dónde sacó los cigarros que había traído de la Capital. Después de echar el humo me dijo:
— Puede ayudar y mucho. Usted es el que va a casarse con Rosario.
Un rebencazo en la cabeza no me habría lastimado tanto como lo que el señor Ordóñez me estaba diciendo.
— Yo ¿Con su hermana? Es muy jovencita y además no nos tratamos.
— No es tan joven Evaristo. Será un matrimonio solo en apariencia. Entre ustedes no habrá nada, jamás
habrá nada — y me miró remarcando el peso de sus palabras.
— Entonces no entiendo señor.
— Lo he pensado mucho y me parece lo mejor. De esta manera estoy seguro de que ningún tilingo de los
que andan por ahí se adueñe de ella — se alisó el bigote — y tengo la certeza de que usted sabrá respetar mis
órdenes. No olvide que su vida y la de su familia dependen de mí.
— Disculpe el atrevimiento, pero ¿Si pensamos en otra solución? Yo puedo cuidarla, estar atento a las
personas que se le acerquen. Hasta puedo convencerlos de que se vayan del pueblo — me costaba mantener
firme la voz—. Lo que me está pidiendo es mucho para mí.
— Le di mil vueltas en mi cabeza y le repito que es la única solución y espero no tener que despedirlo y
menos aún delatar a su hermana ¿Ha entendido, Evaristo? — había apoyado las manos en el escritorio y me
miraba con dureza — Puede tener sus asuntos con otras mujeres, pero con mucho cuidado.
Sentí que el pañuelo en el cuello me estaba apretando, lo aflojé con la mano.
— El casamiento será dentro de un mes – siguió dando más y más instrucciones sin importarle
absolutamente nada.
— Señor Ordóñez ¿La señorita Rosario qué opina?
— Está de acuerdo — dicho lo cual se fue a la puerta y me ordenó seguir en mis tareas, como si lo que
acababa de decir fuera cosa de todos los días.

Los preparativos para el casamiento fueron rápidos y grande la sorpresa en el pueblo. Yo no ignoraba que los
hermanos Ordóñez no eran muy queridos. Era habitual que se tejieran historias, a veces instaladas por puro
aburrimiento. Ahora sería el cuñado de Ordóñez y no podía ni tenía valor para negarme a cumplir lo pactado.
En la fiesta, los invitados nos miraban con suspicacia presumiendo la gran noche que se avecinaba y yo debía
fingir. Las frases con doble sentido salían rápidas de las bocas de mis pocos amigos entonados por la bebida.
Los invitados se fueron. En la casa, Ordóñez me agarró del codo y me llevó hasta la puerta que estaba al lado
de la pieza de Rosario. La abrió y me ordenó que entrara. Una cama, una mesita de luz y una cómoda era todo
lo que había:
— Usted dormirá siempre acá Evaristo — me dijo y salió con paso firme.
Esa noche, la señorita Rosario dio gritos de placer, pero no en mis brazos, sino en los de Ordóñez. En la pieza
de al lado, pasé la noche en vela.
Final del verano
Gerardo Rean

La habitación estaba en silencio, solo se escuchaba el ruido del ventilador de techo.


Ayer habían discutido y ahora en el silencio, él lo recordaba y no le parecía que hubiera sido tan importante.
Se dio vuelta en la cama y con su mano izquierda acarició la cintura de ella. Le tomó la cintura como si ayer
no hubiera pasado nada. En la oscuridad no podía ver si ella estaba despierta y siguió acariciándole el cuerpo.
Ella sintió como él la acariciaba y lo dejó hacer. Le apoyó una mano sobre la suya.
Ahora solo se escuchaba el ruido del ventilador de techo.

Se presentía en el aire la tarde de tormenta. Sin embargo, ni la mujer ni el hombre querían aceptar ese final
para sus vacaciones.
El tiempo no nos jugara una mala pasada dijeron los dos y después de almorzar fueron a la playa y se alegraron
cuando vieron el cielo sin nubes.
La mujer se tiró boca arriba sobre la arena para tostar aun más su cuerpo ya tostado. Se puso los auriculares
y prendió el walkman, cerró los ojos, la música tapaba el ruido del mar.
El hombre fue corriendo hasta el mar, se zambulló de cabeza, sintió el sabor del agua salada e intentó nadar
dejando por momentos que las olas lo acercaran o alejaran de la playa.
La mujer no escuchó al hombre que se acercó y le dijo:
— ¿Vamos a caminar un poco?
Le tocó el hombro y ella abrió los ojos, se sacó los auriculares y ahora si, escuchó al hombre que repetía.
— ¿Vamos a caminar?
Empezaron a caminar bordeando la orilla, lejos se veían las siluetas de los edificios y el muelle. El hombre le
tomó la mano con cariño y dijo:
— Lo bueno dura poco. Pronto estaremos de vuelta con las preocupaciones de siempre pero ¡Qué bien que
me hicieron estos días!
En la playa quedaban algunos pescadores, otras parejas caminaban y algunos chicos, desafiando al frío y a las
olas, seguían en el agua.
Al hombre se lo veía contento. Con los pies tocaron el agua y siguieron la marcha.
Ella ahora escuchaba el ruido del mar, las olas se deshacían en la orilla, regresaban y sus pensamientos
también iban y venían: Le cuento todo o no le cuento nada. Ahora tengo temor, ahora angustia. Ahora tengo
valor, ahora miedo. Ahora tengo confianza, ahora cobardía. Y siguió pensando en otro hombre.
— Que hermosa playa, verdad amor, que imponente es el mar.
— Si, tenés razón — dijo ella.
— Mirá donde pisas, hay aguas vivas, si las tocás no vas a poder dormir de la picazón.
— Si supiera cuánto hace que tengo picazón, pensó ella.
— Te parece que haga un asado esta noche.
— Si, lo que vos quieras.
— Estas seria, qué te pasa.
— Nada, es por el sol.
Se tomaron de la mano y dieron la vuelta, la tarde desaparecía, como las vacaciones, como el mar, como la
pareja.
Ella lo miró, le sonrió y pensó: quizás pueda hablarle en Buenos Aires.
Y siguieron caminando en la playa, ya casi era de noche.
— Apuremos el paso — dijo él — tengo que comprar el carbón.
El Héroe
Alberto Parra
A Alcira Saldaña
La espada rasgó el aire. El golpe fue certero pero el Dragón Ladino contrajo el vientre y el acero de la
Honorable no lo atravesó. Con los dientes apretados y la mano firme Vincengertorix se alejó dando un soberbio
salto mortal hacia atrás. Al filo del barranco, a espaldas del Héroe, los nueve tentáculos de la Hidra Mendieta se
retorcían buscándole las piernas para enlazárselas y tirar hacia abajo. Los cuervos y los buitres volaban en círculo
palpitando el desenlace. Ese mediodía habría carroña de sobra.
De pronto sonó una sirena lejana. Habían dado las doce. Las dos bestias y Vincengertorix abandonaron la
gresca para cobijarse bajo la sombra de un viejo roble. Desplegaron sobre el pasto un mantelito a cuadros
blancos y rojos, abrieron sus petates y sacaron la vianda. La Hidra se encargó de distribuir el almuerzo. El Dragón
calentó la sopa con un suspiro y Vincengertorix sirvió las bebidas sin alcohol.
— ¿Deseas la sal? — preguntó el Dragón Ladino a la Hidra Mendieta.
— ¡Hablame en criollo! Estoy hasta los cuellos del castellano neutro.
— Se nos pega, parecemos una traducción hecha en Miami — Vincengertorix se llevaba a la boca una
croqueta de arroz.
— Tenés razón Mendieta pero que querés, es como dice Vicente… se te pega.
Una brisa suave refrescaba el lugar. El hombre y los monstruos reposaban. Vincengertorix esperó a tomar un
trago de bebida fresca para ponerse de pie y dándose vuelta miró a los compañeros de almuerzo.
— ¡Estoy harto de trabajar de Héroe! — dijo como una confesión —. Capaz que los tengo que liquidar a los
dos ¿Y para qué? Para que los de la Aldea puedan ir a plantar frijoles, perdón, porotos, sin que ustedes los
asusten.
— ¡A mí no me importa! Si me amasijás me regenero rápido – respondió la Hidra tomando un trago de
Amargo Serrano.
— ¡Por mí no te hagás problemas! Me pianto a otra comarca y no molesto por acá — dijo Ladino mientras
se limpiaba los dientes con una ramita.
— ¿En serio? — Vincengertorix sonrió — Arreglamos entonces — y dirigiéndose a la Hidra continuó — hago
como que te degüello, digamos, tres tentáculos y los dejamos tirados por ahí. Es por los Cuervos, sabés, son
unos alcahuetes — mirando al Dragón Ladino terminó la idea — con respecto a vos simulo que te pego un
planazo en la nariz y te vas volando para el sur, todos te van a ver y listo el pollo — terminó con el plan y los tres
quedaron conformes.
De regreso a la Aldea el Héroe fue aclamado por la multitud. Una vez terminados los festejos Vincengertorix
caminó hasta su vivienda. Subió la colina, cruzó el río, saludó al paso a los confiados aldeanos y saltó una cerca
de piedra. No poder sacarse la piel de cordero que le hacía transpirar la entrepierna. Le cansaba no poder
desprenderse del correaje donde estaba enganchada la espada y del cinto de cuero del que colgaban un cuchillo
de caza, un par de boleadoras y un lazo. Cuando al fin abrió la pesada puerta de madera y piedra de su morada
escuchó la voz cristalina de su compañera.
— Viejo, llegaste justo, tenés que ir al Súper, necesito papitas fritas.
— ¡Porque no te...! — sin concluir la frase el Héroe se fue a dar una ducha.
A los diez minutos la mujer golpeaba el marco de la puerta con los nudillos.
— ¿Estás ahí?
— Si Griselda — contestó bufando el Héroe.
— Vienen a cenar mis padres y vos sabés.
— Si, si, les tenés que servir un Vermut. Flor de choborra tu papá. Ya salgo.
Vincengertorix, cubierto por una mínima toallita atada a la cintura hizo su aparición en el corredor. El físico
sabiamente trabajado, de piernas musculosas, espalda ancha y cintura angosta, el pelo largo y renegrido bajando
en bucles enmarcándole la cara firme y resaltando el color verde agua de sus ojos, podía hacer desparramar de
gozo a cualquier muchacha casadera.
— Cariño, en la mesita de luz hay un poco de plata, traéme además un tarrito de mayonesa – le pidió la
esposa.

El magno cortejo se detuvo en la entrada de la vivienda. El Mayoral bajó para abrir las puertas fileteadas del
carruaje y los lacayos acomodaron en el piso dos alfombritas sobre las que pisarían los nobles.
— Padre, Madre, que alegría tenerlos por aquí – Griselda se acercó alegremente a sus progenitores.
Vincengertorix tuvo que bajar la cerviz cuando el Rey lo saludó.
Los Reyes entraron a la morada del Héroe y la Princesa. La mesa estaba servida con platitos y cazuelas. Los
envases de Gancia, Cinzano y el Sifón Drago habían quedado a la diestra del Héroe.
— ¿Cómo anda el trabajo? — preguntó el Rey a Vincengertorix.
— Como siempre — el Héroe no pensaba darle precisiones a su benefactor.
— Desde que te he dado la mano de mi hija no has cambiado mucho.
— ¿Qué quiere jefe? Tampoco las cosas cambiaron mucho por el reino.
— ¿Qué dices?
— No, nada.
— ¡Soy tu Rey! y ahora te exijo que me lo digas.
Era una orden real. Vincengertorix no podía negarse a hablar.
— Sabe que pasa ¡Hay que andar peleando todo el día! El sueldo no es bueno. No debería quejarme si uno
ve a otros, pero no me alcanza.
— ¡Usa el crédito de la Princesa! — dijo el Rey.
— ¡No patrón! Me gusta ganarme mi plata — el Héroe volvió a llenar el vaso del Rey —, pero el trabajo es
insalubre. Cuando no me llaman para salvar a una dama, tengo que rescatar a un heredero de las fauces de un
Tigre ¿Vio? Además… que el Gimnasio, que afilar la espada, que mantener la ropa. Me parece que voy a
renunciar. Tengo visto un terrenito. Me voy a dedicar a plantar nabos.
La cena terminó y cuando se quedaron solos Griselda se quejó por lo que tendría que limpiar al día siguiente.
Antes de acostarse El Héroe se sentó un rato en la cama, en silencio para mirar una película de tiros. La mujer
se durmió en pocos minutos. Vicente prendió un cigarrillo después de apagar la luz.
La telaraña
Milena S.

Ella le mostró la rendija por donde entrar. Llovía.


— Vamos — le dijo al compañero.
Él, cauteloso se había detenido a un costado. Era la primera vez que a pesar de sus años y de su vasta
experiencia, aceptaba esa clase de encuentros. Nunca le habían gustado las presentaciones y cada vez que había
estado por suceder alguna, ya sea por ser galante con amores nuevos o prudente en situaciones estratégicas,
había escapado justo a tiempo a despecho de perder todo lo que con su habilidad había logrado. En realidad, a
esta altura de la vida había perdido todo. Todo, hasta que la encontró a ella. Ella lo había acompañado a recorrer
el mundo y a disfrutar de las pequeñas cosas. Esta vez tenía que atreverse a entrar. Ella le resultaba tan inocente
como una virgen y tan maravillada como una niña que despertara a la vida. Eso le daba fuerzas para vivir. Esta
vez tenía que entrar.
— Vamos — le repitió ella.
Entraron. Juntos se quedaron mirando desde adentro como la lluvia se hacía cada vez más densa.
— Gracias por venir — le murmuró ella —. Se que para vos hacer esto es excepcional, pero mi familia está
esperando conocerte.
En el centro, la tela estaba servida con todos los comensales alrededor. Él se acercó sin titubeos y ella le fue
presentando uno por uno. Comieron y a pesar de que él se sintió examinado y juzgado cada vez que se llevaba
una porción a la boca o decía algo, la cena le resultó agradable, llena de sonrisas y cordialidad.
— Ves, no es tan difícil — le dijo ella cuando todo había terminado y salían por la rendija. La lluvia había
pasado.
Volvieron varias noches. Y siempre él sintió la misma cordialidad y los mismos agasajos.
— Me siento como de la familia — dijo finalmente una noche.
Después de comer no se pudo ir. Había quedado prendido a la telaraña. Ella lo miró con tristeza y abatida se
les quejó a los otros. Después de un rato se fue. El quedó allí. Una noche lluviosa la vio entrar a ella por la rendija,
traía un nuevo huésped.
— Mi familia está esperando conocerte — le oyó decir.
Examinó al nuevo huésped como habían hecho con él los otros y como los demás le mostró cordialidad.
Ella lo miró con tristeza. Esta vez iba a ser él el devorado.
La felicidad
Norma Troiano

El pelo se le vino a la cara cuando abrochó el corpiño. Se puso el pulóver y, recién ahí, con los dedos abiertos,
se peinó la mata lacia hacia atrás.
— Chau — le dijo.
Él, todavía desnudo, la había estado mirando en la rutina de vestirse y dijo:
— ¿Chau, nada más? Podés darme un beso.
Ella, con la cartera en la mano, sonrió, tiró un beso con los dedos y se encaminó a la puerta del departamento.
Él insistió:
— La pasamos bien. Podemos volver a vernos.
Ella, sin darse vuelta, levantó la mano para que se viera el pulgar hacia arriba. Sin embargo, no lo iba a llamar.
Era una regla que había roto apenas por excepción. Por eso, cuando alguno que le parecía interesante le pedía
el teléfono, siempre retrucaba pidiéndolo ella. Más seguro, más libre.
En estos casos no llevaba el coche. Entre salir del edificio, llegar hasta la parada, esperar el colectivo y hacer
el trayecto, se le fueron cuarenta minutos. Caminó otras dos cuadras y antes de que sacara la llave el portero,
gentil, le abrió la puerta.
— Buenas tardes señora.
— Buenas Omar, gracias.
Tomó el ascensor principal y ahí sí, tuvo que usar la llave. Adentro estaba todo en orden, como siempre. Cruzó
el enorme living, todavía iluminado por la luz del atardecer, el comedor con sus sillas vestidas y fue a la cocina a
hacerse un café. Siempre que hacía el amor le daban ganas de tomarse un café, sería porque no era fumadora.
Leticia salió de su cuarto al oír ruidos.
— ¿Quiere que le haga algo, señora?
— No, gracias Leticia. Sólo voy a tomar un cafecito — y continuó —. Las camisas que le dejé ¿están
planchadas y dobladas?
— Si señora, las puse sobre la cama, en el dormitorio.
— Saque la valija de mano que siempre lleva el señor y vaya haciéndola. Ponga abajo las medias y los
calzoncillos, después el pijama. Arriba van siempre las camisas y las corbatas. No se olvide que las medias tienen
que hacer juego con las corbatas.
— Sí señora.
Estaba terminando el café cuando entró Juan.
— Hola querida.
Le dio un beso fugaz en la mejilla y apoyó el maletín en la mesada. Se aflojó la corbata.
— No tengo tiempo para nada amor. Me tengo que bañar, hacerme la valija y salir. Ya sabés, este trabajo
me ocupa hasta los fines de semana.
Lo miró. Estaba tostado del trabajo de fin de semana de quince días atrás, probablemente en Las Leñas con
alguna menor que él. Lo conocía bien. Le miró las manos cuando agarró el maletín otra vez y siguió mirándolo
cuando se fue camino al dormitorio.
— No tenés que apurarte tanto, Leticia ya te está haciendo la valija.
El giró la cabeza para sonreírle y decirle gracias mientras seguía caminando.
Ella dejó la taza de café en la pileta de acero inoxidable y pensó, una vez más, que las cosas estaban muy bien
así. El mejor de los mundos.
En el fondo de la taza, el café era negro.
Las mañanas de Laura
Gerardo Rean

6:29 En el departamento, todos duermen, aún no comenzó el día. Apenas se escucha el tictac del reloj de
pared del living y comienzan a filtrarse algunos rayos de luz por el ventanal.
6:30 Suena el despertador y rápido Laura lo apaga, para no despertar a los chicos. Anoche se quedaron hasta
tarde mirando la televisión y chateando.
6:40 Antes de levantarse prende el televisor con el volumen muy bajo y mira el canal de noticias para
asegurarse de que no haya huelgas de maestros, ni piqueteros en las calles. En la pantalla ve la temperatura y
la sensación térmica. No hay noticias de cortes, ni huelgas. Odio hacer zaping de canal en canal para saber la
sensación térmica porque lo que vale es el viento que pega en la cara, la que sienten los chicos cuando van al
colegio.
6:50 Sale del dormitorio despacio, casi en puntas de pie, no quiere hacer ruido. Ya en la cocina saca el tarro
de café. Lo prepara liviano. Me gusta tomar el café liviano y bien caliente. Prepara el Nesquik con mucha leche
con sacarina para Pilar y con poco azúcar para Christian. Siempre en silencio, pone las rebanadas de pan en la
tostadora y en unos instantes saltan dos tostadas. Sigue la rutina. Pone otras dos rebanadas de pan y calienta
las tazas de chocolate en el microondas. En la tele no cambió la sensación termina.
7:00 Entra en la habitación de Pilar y le dice al oído:
— Arriba mi amor, tenés que ir al cole — le toca el hombro e insiste —. Vamos despertate.
— Dejame, andate, quiero dormirrr — dice Pilar y se da vuelta para el otro lado en la cama.
En la otra habitación repite más o menos las mismas palabras.
— Arriba, arriba Christian, ya es la hora, levantate.
En el living ordena las carpetas y las mochilas. Separa monedas y dos billetes nuevos para los alfajores del
recreo. No quiero que se mueran de hambre en el colegio.
7:10 Repite los zarandeos y les acerca el desayuno a la cama.
Las tostadas con manteca y dulce de durazno son para Pilar y para Christian las tostadas con mucha manteca
y la leche tibia.
Pilar la mira de reojo y se acurruca en la cama.
Le alcanza a Christian la leche chocolatada y las tostadas.
— Hoy no quiero tostadas — dice Christian.
7:20 Abre el ventanal, se asoma al balcón. Me gusta ver el cielo porque a veces el servicio meteorológico se
equivoca, a ver si hace mucho frío o llueve. Corre al dormitorio y busca las camperas gruesas que deja junto a
las mochilas.
7:30 Suena el timbre de abajo.
— El remisero, apurate Christian.
Christian encerrado en el baño no la escucha. Mira de reojo el reloj. Si la nena llega tarde, le ponen media
falta.
— Apurate Christian el remisero está abajo
— Ya va má, ya va.
— Nena levantate, tomá la leche. Ponete la campera que después tenés frío — le dice al remisero por el
portero eléctrico —. Enseguida baja el nene.
7:40 Se pone el jean, una remera y la campera. Mira una vez más la sensación térmica. En el baño termina de
arreglarse, en el espejo apenas se reconoce. Tengo la cara cansada, igual a la de ayer y a la de anteayer, a la de
siempre…desde hace tanto tiempo. Apurada se pone un poco de rouge en los labios. Ahora estoy mejor.
7:50 Acompaña a Pilar al colegio. Si falta la maestra, no quiero que la nena camine sola tres cuadras.
8:00 Llegan al colegio cuando ya están saludando a la bandera. Acompaña hasta el aula a Pilar, que sin darse
vuelta, entra sola sin responder al beso que intenta darle Laura. Esto me hace acordar cuando llegamos tarde al
acto del 9 de julio y en el patio tus compañeros en fila desafinaban con entusiasmo «Es el grito sagrado, libertad,
libertad, libertad». Como hoy te fuiste con ellos. Me fui a casa triste.
8:10 De vuelta en el departamento, Laura se recuesta.
En la cocina el café está frío en el pocillo como todas las mañanas.
La calentura de José
Alberto Parra

José miraba el canal 65304 de ciencia ficción en su diván aeróbico. En el techo, cuatro monos culo rojo
dormían prendidos de una araña pollito.
— No está mal este canal — se dijo satisfecho José.
Desde su entrepierna, el piróscafo testicular, donde producía la mitad de las ideas, le susurró: Estas viendo
una sarta de pavadas y la mal nacida no te trajo el clavo de olor. A José le salió vapor verde por la espalda.
Saturnina, la que traía una de copa de clavo de olor, observó el vapor verde.
— ¿Qué te pasa? ¡Justo ahora se te ocurre amasar resentimiento! — lo regañó.
El piróscafo le susurró a José: A esta mina no me la aguanto.
— Podrías haberme traído otra cosa — rezongó José.
Saturnina, que no tenía ni una antena de tonta, murmuró para sí: a este viejo gagá le salen ideas de los
testículos.
En ese instante la Escafandra Ecléctica, intuyendo quilombo, salió con disimulo del palacete llevándose el Eco
de la Historia.
Saturnina dejó la copa a mano de José y una roca le creció de golpe en una de sus cinco tetas. La cubrió con
la cuarta mano.
— ¡La próxima lipoaspiración me la voy a hacer yo misma! — exclamó como si se arrepintiera de algo.
— ¿Qué estás diciendo? — preguntó José.
— Nada.
— Dejá de refunfuñar y traeme la máscara de oler infortunios ¡Estoy para la merde!
— Está bien, viejo rancio — dijo Saturnina cuando se alejaba hacia la cocina de los Guasos Inconformes.
José tomó el trago de clavo de olor y no le gustó. Tiró la copa al piso. Enseguida se descolgaron los cuatro
monos culo rojo, se acercaron a la copa y olfatearon el líquido.
— ¡Que hacen aquí! ¡Fuera! Si me siguen jorobando, los reviento a patadas.
Los monos lo miraron sorprendidos, nunca José los había tratado así. Empezaron a llorar.
— Si lloran no les dejo la mamadera con ácido muriático ¡Monos de porquería!
La ofensa fue demasiado para ellos. Lloraron más fuerte. La catarata de ruido envolvió el palacete. José se
tapó los oídos.
— ¡Siempre quieren estar en el medio! ¡Piensan que todo tiene que ser para ustedes! — les gritó.
— ¡Mentira! — protestaron los monos — ¡Ahora queremos el ácido!
— ¡No hay nada para ustedes! ¡Me tienen repodrido!
Cuando José le sacó la lengua al mono más grande, llegó Saturnina. Traía la máscara entre los dedos de los
pies. Los monos se tranquilizaron y volvieron a colgarse de la araña.
— Tomá ¡Ponete la máscara! Y dejalos tranquilos pobrecitos ¡No los molestés más!
El piróscafo testicular le dijo a José: ¡Es una arpía!
— ¡Me das antipatía! – la insultó José.
Saturnina se largó a reír con la quinta boca.
— Viejo idiota ¡Ni siquiera sos capaz de cantar! — le largó entre carcajadas.
No es posible que te diga justo eso, lo acicateó el piróscafo.
José quedó estupefacto y empezó a caer. En su caída recorrió tres dimensiones de cinco espacios cada una.
Sintió la herida en el proxis. No podrás hacerte las abluciones matinales en el día de las desgracias, le murmuró
el piróscafo.
La ira se apoderó de José. Una maraña de espaguetis le atenazaron los brazos. Explosiones neutrónicas
controladas le salieron de los dedos.
— ¡Fémina mal diseñada! — le gritó — ¿Por qué no sacás tus conciencias?
Saturnina se estremeció, agachó la cabeza y desprendió una conciencia de la primera costilla.
— ¡La otra! ¡Quiero la otra! — exigió José.
— ¡Nunca! ¡Esa nunca la vas a tener!
La conciencia, que había quedado a la intemperie, tiritó y se fue a nadar en la Piscina del Lagar.
José, con la cara desencajado por la furia, agarró de un rincón una lata de aceite SAE 40, la abrió y se mojó el
dedo meñique. Hizo una reverencia al altísimo y terminó levitando culo al norte.
Saturnina se mantuvo indiferente ante ese rito patético y por las dudas movió el ojo de la nuca para no quedar
atrapada en la ceremonia.
— Así me tratás ¡Malasombra! ¡Te importa un rabanito mi vida! ¡Desagradecida! Me caigo y me levanto —
gritó José haciendo círculos con el dedo —. Este plenilunio me haré sobar el plexo solar por Gardunia.
— ¡Ésa es una iguana estéril que no ha criado ni una lagartija! — retrucó ella.
— ¡Picátelas de mi existencia! — chilló José al borde del colapso.
— ¡Viejo mal habido! Cuando necesites la alabanza matriarcal, te vas a acordar de mí — amenazó Saturnina
y acercándose a José para olerle la trompa gritó — ¡Tomátelas vos, el palacete es mío y de los monos!
Los monos entonaron a coro Let it be. Saturnina se palpó una nueva piedra.
— ¡Vieja ranfañosa! Olés mis narices para drogarte.
La riña había llegado al perigeo lunar, el punto de no retorno. José se dio cuenta, pero no le dio pelota a la
inminencia del desastre a pesar que el piróscafo testicular le había dicho: ¡Pará, te vas a ionizar!
Ya nada detendría la aparición de las cintas ionizantes de Haluros.
José, ante la cruel realidad que se avecinaba a mil estadios por segundo, pensó en los días felices de su
infancia, cuando Gardunia le ofrecía flores en los recovecos de un manantial gaseoso.
Saturnina, que se había avivado del calamidad, voló donde estaban los monos, los cobijó bajos sus alas de
murciélago y cerró los ojos. Sabía que no se piantaría del palacete, eso lo llevaba en sus interiores más recónditos
desde que una antepasada se lo había regalado. sentía su inocencia como atributo divino y culpaba a José de
cualquier cosa que le sucediera, a ella y a los monos.
— Mirá, solo para que no digas que soy un cachuflete me voy, arreglate como se te cante y dale de morfar
a los monos — avisó José y salió disparado del palacete montado en una alfombra económica.
Las cintas ionizantes de Haluros llegaron y encontraron un solo polo magnético dispuesto a cambiar de
polaridad, faltaba el otro y nada pudieron hacer. Entonces le pidieron a Saturnina en vaso de clavo de olor y
rajaron de inmediato.
Los monos volvieron a entonar Let It be.
Bicho bolita
Lena Berardone

Me sequé la transpiración con el borde de la remera. A la hora de la siesta era cuando más me gustaba la
casa. La pieza más grande, en la que dormíamos con mi hermana Lourdes, se encontraba después del comedor
y antes de la de papá y mamá. En el medio de las dos estaba el baño, que tenía dos puertas, una que daba a
nuestra pieza y otra a la de ellos.
Fui para el fondo de la casa a buscar lagartijas y bichos bolita, esos bichos que se esconden con el sol y a los
que papá les tenía asco. Mamá dormía la siesta. Espié por la ventana la pieza de Ramona. Estaba apoyada contra
la pared con los ojos entrecerrados. No estaba sola, papá le tocaba las tetas. Me asusté, salí corriendo y me llevé
el balde por delante. Patiné en el agua enjabonada y fui a dar contra la pared de la cocina. Me levanté rápido
antes que papá me viera. Paré en la mitad del patio y me apoyé en el limonero. Llegué a la pieza. Mi hermana,
al verme, dejó de escribir en el diario.
— ¿Qué pasa piojo? — me dijo burlándose — ¿Te pescó alguien?
Me senté en la cama, ella levantó los hombros y volvió a escribir. Estuve callado un rato. Agarré el frasco
donde tenía, con un poco de tierra, los bichos que había juntado en la semana y conté los agujeros de la tapa.
— ¿Lourdes?
— Qué.
— No, nada
— Hablá tonto.
— Recién lo vi a papá en la pieza de Ramona. Le estaba tocando las tetas.
— El sol te hizo mal — ella se levantó —. Papá tiene razón, te la pasas inventando cosas — tiró el cuaderno
sobre la cama.
— No invento, yo los vi ¿Se lo contamos a mamá?
— Terminala — se tiró en la cama —. Acostate y dormí antes que nos vean y se arme la podrida — cerró el
cuaderno con la llave y se la colgó del cuello.
No me animé a ir a jugar. A la cinco de la tarde vino Ramona a decirnos que teníamos la merienda lista. Le
miré las tetas. No estaban hinchadas. Fuimos al comedor. Mamá estaba perfumada, papá en pantuflas fumaba
la pipa y leía el diario. Ellos tomaban mate. No pude terminar la leche, me dolía el estómago. A la cinco y media
papá se levantó, se puso los zapatos y fue abrir la farmacia. Mamá prendió la radio para escuchar la novela y
empezó a tejer.
En la cena, Ramona sirvió pollo al horno con papas, la comida que más me gustaba. Los lunes no se hacía esa
comida en casa. Ramona me guiñó un ojo antes de irse para la cocina. Pensé con temor: Me vió.
Miré a Lourdes, ella tenía la vista fija en el plato y con la mano apretaba la llave del diario. Cuando papá
acomodó la servilleta en la falda, todos pudimos empezar a comer.
— ¿Terminó la tarea de la escuela? — me preguntó papá.
Cuando se ponía serio trataba de usted. Si Ramona me había visto, le contó. Tal vez él sabía que esa tarde no
había dormido la siesta.
— Si papá, la terminé — y acerqué el vaso a mamá para que me diera agua.
Esa noche no dormí bien, los mosquitos me picaron mucho. Al día siguiente en el colegio no tuve ganas de
jugar ni siquiera a la pelota. Llegué a casa después del mediodía. Me esperaban para comer. Comí poco. Nos
mandaron a dormir porque el sol a esa hora era fuerte. En la pieza agarré el frasco con los bichos. Salí al patio
sin hacer ruido, vi la ventana de Ramona, no me animé a espiar. En la puerta del comedor estaban los zapatos,
que papá se sacaba ni bien llegaba. Sacudí el frasco y lo abrí, agarré un zapato. No pude tirar los bichos bolita
adentro. Caminé hasta el limonero y los desparramé alrededor del tronco, aplastándolos contra la tierra. Fui
para mi pieza a tratar de dormir la siesta.

Cuando me levanté, Ramona lavaba las camisas de papá. Apoyadas sobre la tabla de lavar, cepillaba el cuello
y las dejaba en remojo en un balde. Tarareaba una canción que a mi me resultaba desconocida. Fue para la
cocina. Yo estaba detrás del limonero. No me había visto. El balde quedó dentro de la pileta. La botella de
lavandina estaba cerca. Me acerqué, saqué la tapa y eché un buen chorro adentro del balde. Fui para el fondo
sin hacer ruido. Me habían vuelto las ganas de juntar lagartijas y bichos bolita.

— Ramona, Ramona ¿Qué hizo? Arruinó las camisas de mi marido — la voz de mamá sonaba alterada.
— Yo, las puse en remojo señora. No las arruiné — dijo Ramona.
— Ah ¿No? y ¿Esto qué es? — mamá le mostraba acercándole a la cara, la camisa que había sacado del
balde. Yo las espiaba desde la ventana de mi pieza.
Siguieron discutiendo por un rato.
— Prepare la valija y váyase, estoy cansada de sus descuidos.
A mamá nunca la había visto tan enojada. Ni cuando yo hacía esas macanas bien grandes.
— Voy a esperar al señor — dijo Ramona.
— No es necesario ¡Se va ahora!
Ramona tardó lo más que pudo en preparar la valija, pero no le fue suficiente como para ver a papá.
Se fue sin despedirse. Apenas cerró la puerta de calle, mamá llamó a la parroquia.
— Si, doña Matilde, que sea una señora grande, estas mocosas no hacen las cosas bien — dijo mamá y me
sonrió al verme en la puerta del comedor con el frasco en la mano con los bichos bolita que había juntado esa
tarde.
Las chicas
Norma Troiano

Eugenia entró al café y la miraron hasta los ciegos. Tenía esa cualidad y no se sabía bien cómo lo lograba. Era
alta, más de uno setenta, puede ser que fuera por eso. O porque caminaba como si alguien le hubiera tendido
una capa para que no ensucie sus lindas sandalias. O porque tenía el pelo largo y se lo levanta dejando ver un
cuello delgado y elegante. Vaya uno a saber. Pasó entre las mesas y se acercó a las chicas.
— Hola, lolis. ¿Qué se cuenta? Parece que no me esperaron — dijo y se sentó frente a Josefina, al lado de
Mónica
— No. Entre otros malos hábitos, tenés el de llegar tarde siempre — María Teresa le contestó, con la vista
clavada en su plato de ravioles a la scarparo
— Eh! Qué humor de merde, che.
— Es que María Teresa está apurada y nosotros decidimos acompañarla, después de todo fue una decisión
democrática. Somos mayoría
Josefina le sonrió a Eugenia y trató de suavizar un poco el ambiente.
— Bueno. Después que haga el pedido, me decís qué otros defectos tengo. El de llegar tarde a veces, lo
acepto.
Eugenia se metió en la carta, mientras Mónica le hablaba.
— Eso de no ser puntual lo podés hacer porque trabajás por tu cuenta querida. En la empresa, yo no puedo
darme esos lujos ni permitirlos. El que no sabe manejar su tiempo no sabe manejar nada.
— Eso lo debe haber dicho Peter Drucker, señorita Gerente. No deberías aplicarlo a tu vida privada. Yo a
un morocho bien plantado le perdono cualquier llegada tarde.
Eugenia le contestó sin levantar la vista del menú. Llamó al mozo y le encargó una ensalada primavera doble.
— Vos creés que comiendo ensaladas gigantes vas a mantener la figura. Te aclaro que las aceitunas, las
frutas y todos los etcéteras que te comés están llenos de calorías
Otra vez María Teresa le había salido al cruce.
— Nena ¿qué te pasa?¿Tu marido no te atiende bien?
Esta vez Eugenia había sacado las uñas. Josefina salió a calmar
— Está apurada te dije y de malhumor, pero no con vos. Tiene el marido en cama con gripe y lo dejó para
venir a nuestra reunión habitual. Creo que mejor harías en reconocer que mantiene el espíritu de grupo a pesar
de los inconvenientes.
— De ninguna manera, no lo pienso reconocer. Decime, María Teresa ¿cuándo vos estás engripada tu
medio limón se queda a cuidarte?
— No digas boludeces. Él trabaja.
— Es lo que tendrías que hacer vos. Tenés un título universitario y estás en casa a pesar de que tu nena
más chica ya tiene diez. Eso es lo que te pone de malhumor, vivir para los demás y no para vos.
El conflicto era inevitable, de modo que Josefina se encogió de hombros abiertamente y se dedicó a su
milanesa a la napolitana.
— Como si fuera tan fácil conseguir trabajo ahora y después de diez años, bien decís, que no estoy en el
mercado — la voz de María Teresa sonó alta y áspera.
— Para eso tenés contactos: yo, el burro adelante para que no se espante, y la señorita Gerente. ¿No
necesitan en tu empresa una licenciada en Marketing?
Mónica se puso tensa. Mantenía su vida laboral separada de toda contaminación respecto de sus viejos
amigos, padres, hermanos o parientes. En realidad, cuidaba su vida laboral más que a nadie, eso lo sabían todas
y no las ofendía. Cada una tenía sus propios problemas y era aceptada tal como era. En todo caso, a veces, le
decían que cuidaba lo menos perdurable de la vida.
— No lo creo, puedo averiguar, pero para eso tengo que saber primero si te interesa trabajar María Teresa
y, en ese caso, tendrías que actualizarte.
María Teresa parecía estar muy concentrada en los ravioles, Josefina, sentada a su lado miró a Eugenia, le vio
cara de asombro y la vista fija en el ventanal del bar, mirando la calle, siguió la dirección de sus ojos y se encontró
con el marido de María Teresa, caminando en la vereda de enfrente, del otro lado de la angosta Viamonte llena
de vehículos. Ellas no se reunían en un lugar fijo y él no trabajaba por allí sin embargo ahí estaba, llevando una
mujer de la cintura, tenía una chalina muy elegante rodeándole el cuello, único rastro eventual de su gripe.
Mónica pescó la situación y vio la misma escena, siguieron a la pareja mudas, la mujer tenía unos tacones altos,
era delgada y vestía minifalda. Se miraron sin saber qué hacer.
— Sí quiero trabajar. Roberto ya se olvidó que dejé de hacerlo porque juntos tomamos esa decisión cuando
nació Sabrina. Dos chicos, con Maxi de apenas tres, eran demasiado para recurrir a las abuelas. Necesitaban
quién los cuide y la solución mejor para ellos era que yo me quedara en casa. Él, por entonces, aunque ganaba
más que yo, tampoco tenía un gran sueldo, de modo que también era la solución más barata. Madre y
doméstica, eso terminé siendo. Ahora parece que se olvidó de todo, se cree que soy su house keeper y que es
mejor que siga en eso.
María Teresa, siempre con la vista en su plato, había contestado ajena a la situación de la calle.
Eugenia guardó las uñas y mostró su buen corazón.
— Bueno, ¿y qué pensás hacer? ¿Aceptar lo que él quiere o ponerte las pilas y trabajar?
— Me hace sentir que si me pongo a trabajar no soy una buena madre y también creo que en nuestro
matrimonio se pudre todo si me planto y hago lo que quiero.
Josefina, quizás porque era la única de las demás que también tenía hijos, nunca había dejado de trabajar y
un buen día le dijo adiós del mejor modo que pudo a su marido, tomó por los hombros a María Teresa y le dijo,
suavemente:
— Mirá por el ventanal, del otro lado de la calle. Por eso y sin eso, no hay que dejar de hacer lo que una
desea. Se termina siendo una mala madre de verdad, frustrada y negativa.
No era seguro que María Teresa hubiera escuchado la frase. Se quedó paralizada mirando la pareja que se
alejaba del bajo, Viamonte hacia arriba. Murmuró, hablando consigo misma:
— Lo dejé en la cama… tenía gripe...me preguntó a qué hora volvía. No le importo un carajo, me subestima.
Soy una pelotuda.
— Sí. Pero no porque te meta los cuernos. Eso sólo habla de él y su deshonestidad. Yo creo que las mujeres
que optan por la casa porque es lo que desean son tan completas y felices como las que optamos por otra cosa.
El asunto es lo que una quiere hacer. Es hora de preguntarte qué querés ser.
El ventanal, aunque grande, ya no le permitía seguir con la mirada al marido. María Teresa volvió los ojos al
plato y mientras ponía los cubiertos encima, comenzó a llorar quedamente.

Roberto puso la llave en la cerradura y no pudo hacerla girar, la dio vuelta e intentó de nuevo, idéntico
resultado. Masculló una palabrota y miró el reloj. Las tres y cuarto. María Teresa le había dicho que llegaría a las
tres y media, cuatro menos cuarto. No estaba para que la maldita llave no abriera la puerta. Volvió a intentar
mientras pensaba cuanto le llevaría buscar un cerrajero y hacerla abrir.
— No insistas. No vas a poder abrir — la voz de María Teresa sonó detrás de la puerta —, cambié la
cerradura. Es la ventaja de que en el barrio me conozcan hasta las baldosas, servicio al toque. Podés llamarme
por teléfono y decirme adónde te mando las cosas. Quiero el divorcio.
Roberto no podía creer lo que oía.
— Pero que te atacó ahora ¿se puede saber?
— ¿Puedo saber yo por qué estás de ese lado y no de éste?
Rápido, pensó la respuesta
— Me fui a la farmacia ¿me vas a pedir el divorcio por eso? Hace rato que venís atravesada pero esto es el
colmo.
— Es el colmo — la voz de ella sonaba tan firme que Roberto recordó, después de mucho tiempo, a la mujer
con la que se había casado hacía quince años —, un colmo con tres testigos presenciales. Me importa un bledo
que prefieras otra mujer, lo que me importa es el divorcio.
Roberto sintió pánico, no se le había ocurrido esto, sus vagas culpas por su relación con Marisa lo hacían
pensar en cortarla pero no se sentía preparado para esto, ni mucho menos para que su relación extramarital
empezara a tomar estado de relación formal. Calma, se dijo, seamos sensatos y, en voz alta:
— Me parece ridículo que hablemos a través de la puerta. Abríme y conversamos.
— Ya no tengo nada que conversar. Lo intenté muchas veces antes, ahora no me interesa. No pienso abrirte
y tampoco escucharte. Les diré a los chicos que hemos decidido separarnos. Vos podés hablar con ellos por
teléfono cuando lleguen. Adiós.
Roberto escuchó los pasos alejarse hacia los dormitorios, lejos de su voz. Se quedó mirando las llaves inútiles
en la palma de su mano, formaban una pequeña cruz.
Dos carilinas por un peso
Gerardo Rean

Ayer a la mañana fui a comprar la mercadería para vender hoy.


Lo mío es un trabajo digno, como cualquier otro. Me gustaría que dejen de pensar que soy un vago, que
mangueo, que lo mío no es trabajo. A ver si se animan a estar como yo, ocho horas arriba de un colectivo. Poner
la cara para vender no es fácil, más cuando te miran con bronca. Yo sé lo que piensan, éste en vez de trabajar
pide limosna, pero no, lo mío no es pedir, yo vendo un producto, yo camino todo el día. Yo pongo la cara.
Todos los días, arrastro mi vergüenza en el 60, el colectivo que arrastra a muchos a sus trabajos, pero a mí no,
porque este es mi sustento, aquí arriba les toco el corazón, les indigesto el desayuno o el almuerzo, les muestro
mi pobreza.
— Estimados pasajeros, directamente de fábrica y por mi intermedio, hoy llega a ustedes esta partida, que
al no haber intermediarios puedo ofrecerles a solo un peso. Sin ningún compromiso de compra, voy a pasar a
entregarles dos paquetes de pañuelos descartables… Si señora ya estoy con usted.
Ofrezco mi mercancía haciendo malabares apoyado detrás del asiento del conductor. Y así empiezo la rutina,
les cuento mi pobreza, mientras el bondi recorre la paqueta Avenida Santa Fe. Este es mi trabajo, tengo dos
hijos, que ahora tienen hambre y tengo que darles de comer.
— Dos paquetes de pañuelos de papel solo por un peso.
Recorro el pasillo y los miro uno a uno. Algunos me escuchan pero no pueden mirarme, hurgan en sus bolsillos,
encuentran unas monedas que rápido sacan y rápido esconden su vergüenza mirando por la ventanilla la
Avenida Santa Fe.
Y mañana otra vez seguiré con mi rutina.
— Directamente de fábrica les ofrezco dos carilinas por un peso.
La cabaña abandonada
Milena S.

— ¡Cuatro horas de caminata! ¿Dónde está el lago Queñi?


— Vamos, Aimé. Ya tiene que faltar poco — le dice Pedro y me pasa la mochila.
— Seguimos caminando. El sendero de piedras trepa entre bosques de cañas y pinos. Después de una curva
descubrimos entre los troncos, un espejo de agua.
— Allí está — dice Pedro.
Apuramos el paso. El sendero termina en una pequeña playa de arena blanca, detrás está el lago Queñi
cercado por las montañas.
— ¡Es maravilloso! — dice Aimé.
— Si hermoso. Lástima que se hizo tan tarde. Yo dije que era mejor dejar el viaje para mañana. Salir al
mediodía no era buena idea — me reprocha Pedro.
— No me mires así. No me acordaba de que era tan lejos.
En la playa veo un tronco y me siento mientras Pedro hace sapitos tirando piedras al agua.
— Mirá, todavía hay luz y ya apareció la luna — me dice Aimé.
La luna se ve como una rodaja de luz entre las montañas. Algo se mueve abajo del tronco.
— Una iguana ¡Qué asco! — exclama Aimé.
— ¿Por qué? — me acerco tratando de tocarla.
— Gaspar, no es un gato — me dice Pedro.
La iguana se va corriendo y se pierde en el bosque más allá de la playa.
— Ahí debe estar cabaña — dice Pedro.
Nos acercamos al bosque y a poco de caminar, aparece en un claro, la casita con techo a dos aguas. Golpeamos
la puerta.
— No contesta nadie — dice Aimé.
— Parece abandonada.
— No sale humo por la chimenea y las paredes están manchadas de verde.
— Miremos alrededor — dice Pedro.
Tomados de la mano damos una vuelta alrededor de la cabaña. Las ventanas parecen cerradas. Golpeamos
las manos y nadie contesta.
— Esta ventana está entreabierta — dice Pedro.
— Entremos.
— ¿Y si hay alguien? — murmura Aimé.
— Si queremos averiguar, tenemos que entrar.
— Abro el postigo de madera.
— Siempre entrábamos por la ventana ¿No apilábamos unos ladrillos para subir? ¿Dónde habrán quedado?
Pedro sin contestarme camina diez pasos desde la puerta y con una rama se pone a cavar.
— ¿Ahí los escondías?
Desentierra tres ladrillos y los coloca debajo la ventana.
— Yo entro — me subo a los ladrillos, trepo y me meto.
Miro el interior. No hay más luz que la de la luna que entra por la ventana.
— Vengan, no hay nadie.
Aimé y Pedro se trepan. Los tres nos quedamos de pie en el centro de la pieza. Dejo la mochila en el piso. Hay
cuatro camas sin colchón y cerca de la puerta una repisa de madera.
— Papá dejaba las llaves en la repisa — dice Pedro.
— No veo nada — paso la mano por el estante — ¡Escamas verdes! ¿Qué es esto?
Me limpio las manos en la pared.
— Tengo miedo — Aimé tiene un escalofrío.
— Nena no seas cagona. Vinimos a averiguar que pasó con papá.
— Allá estaba el baño y aquí la cocina — dice Pedro.
Nos tomamos de la mano y vamos a la cocina. El piso de madera cruje. En la cocina hay cuatro sillas rotas y
sobre la hornalla una cacerola de hierro. Pedro se acerca y abre la tapa.
— Debe ser la sopa de carpincho — dice.
— ¡Qué olor a hueso podrido! — Aimé se aprieta la panza.
— Es como la que nos hacía Nuria después que desapareció papá. Siempre me dio asco.
— ¿Y ese ruido? — dice Aimé.
— No sé. Ya no se ve nada ¿Trajiste la linterna? — me pregunta Pedro.
— La dejé en la mochila.
Vamos a buscar la mochila agarrados de la mano. El piso de madera vuelve a crujir. Saco de la mochila la
linterna y un paquete de galletas. Ilumino la pieza.
— No hay nada.
Nos sentamos sobre los elásticos y nos ponemos a comer las galletas.
— Esa era la cama de papá — murmura Pedro.
— Esta era mi cama.
— Yo no me acuerdo — susurra Aimé.
— Para que estamos hablamos en voz baja si no nos escucha nadie.
Nos reímos nerviosos.
— Acostémonos y mañana investigamos — dice Pedro.
— Ni loca me acuesto. No voy a poder dormir.
— Aquí no pasa nada, quédate tranquila.
Nos tiramos sobre los elásticos.
— Gaspar. No puedo dormir.
— Yo tampoco, pero tratá de cerrar los ojos.
Cada vez que nos movemos chillan los elásticos de las camas.
— ¿Quién dijo niño? — pregunta de pronto Pedro.
— Quién dijo ¿qué?
— Me pareció que alguien dijo niño.
Nos quedamos en silencio y no escuchamos ningún ruido. De pronto veo pasar una sombra por la ventana.
— ¿Viste eso?
— No vi nada, pero yo me voy — dice Pedro.
— ¿A dónde vas a ir? — digo y veo pasar otra vez la sombra por la ventana.
— Duérmase niño, duérmase ya, que la mamita lo va a cuidar.
— ¿Quién cantó? — pregunta Aimé.
— ¡Callate nena! Si hay alguien nos va a oír.
— Tendríamos que haber venido de día — dice Pedro — ¿Vieron? ¡La sombra entró por la ventana!
— Fue para la cocina — dice Aimé y se acurruca al lado mío.
De la cocina nos llega un ruido de ollas y un murmullo de alguien que canta. Nos quedamos quietos. La sombra
pasa por la pieza y va hacia el baño.
— ¡Pasó para allá! ¿Qué era? — murmura Aimé temblando.
— No sé.
— ¡Hagamos algo! — dice Pedro entre dientes.
Busco con la linterna alguna cosa que sirva para trabar la puerta del baño.
— El perchero de astas de ciervo — me levanto y agarro el perchero.
Engancho el asta por debajo de la manija y lo trabo en el marco de la puerta.
— Listo. No se va a escapar.
Nos quedamos en silencio, atentos a cada ruido.
— ¡Quisiera que fuera mañana!
— Nena fue un bicho.
Pasa un rato y la manija de la puerta del baño no se mueve. Lejos se oye el ladrido de unos perros. La manija
del baño sigue sin moverse.
— Fue nuestra imaginación — digo. Me levanto y agarró la linterna —. Voy a hacer pis.
Destrabo la puerta del baño y me asomo.
— ¡La vieja Nuria! — grito y me quedo petrificado.
La vieja está inmóvil sentada en el inodoro.
— ¡Vengan pronto!
Aimé se acerca.
— ¡Ahhhhhh! — grita.
Sigo paralizado, pero me tiemblan las piernas. Cuando logro mover un brazo, ilumino a la vieja con la linterna.
No mueve ni una sola parte del cuerpo.
— Está momificada.
Aimé grita y cae sentada en el piso.
— No te asustes. Está muerta — digo seguro y todavía me tiemblan las piernas — ¡Pedro vení!
De los brazos de la vieja sale corriendo una cosa, una iguana que se escapa por el tragaluz del baño.
— ¡Ahhhhhh! — grita Aimé — ¡Pedro vení!
— Vinimos a averiguar algo y vamos a lograrlo. La momia no nos va a asustar.
— Tengo miedo, Gaspar.
— Voy a buscar a Pedro — digo y sigo temblando.
— No te vayas ¡No me dejes sola! Voy con vos.
Vamos juntos a la pieza. Ilumino con la linterna.
— Gaspar ¡Pedro no está! — dice Aimé tiritando.
Pedro está acurrucado debajo del elástico. Me acerco y lo llamo al oído.
— ¡Pedro!
— ¡No! ¡Dejame, dejame!
— Dale, vení a ver a la vieja en el baño, parece una momia.
— Estás loco. No voy.
— Dale Pedro vamos los tres.
Pedro temblando sale de abajo de la cama y vamos juntos hasta la puerta del baño. La vieja sigue inmóvil.
— ¿A quién te hace acordar? — le pregunto.
— ¡A la vieja Nuria!
— ¿A quién? — pregunta Aimé.
— La vieja que nos cuidaba cuando papá tenía que ir a trabajar y que se quedó con nosotros cuando papá
no volvió a regresar. Salgamos de acá. Esta vieja me da frío — dice Pedro.
Salimos del baño y cerramos la puerta con el asta de ciervo. Vamos a la cocina y nos sentamos en las sillas
rotosas.
— ¿Qué hacemos ahora? — pregunta Pedro.
— Investigar qué pasó con papá. A eso vinimos.
— Papá murió — dice Aimé.
— Muy probable, pero cómo murió. Esa es la…
De pronto entra a la cocina, la vieja momia y se me abalanza. Sin darme tiempo a nada me aprieta el cuello.
— ¡Ahhhhhh! — grita Aimé.
La vieja Nuria me clava las uñas. Me está ahogando. La miro a los ojos, parecen los de una iguana.
— ¡Lo va a matar! — grita Aimé.
— ¡El caldo! — grita Pedro.
Agarra la olla de hierro y vuelca el caldo en la cara a la vieja. La vieja Nuria lanza un grito, me suelta y sale
corriendo.
— ¡Qué es esto! Me dejó escamas verdes en el cuello.
Cuando me voy a tirar sobre la puerta de la cocina para cerrarla, se asoma una iguana.
— ¡Cerrá! — me grita Pedro.
Salto y cierro la puerta empujando hacia fuera la iguana.
— Hay que salir de aquí — exclama Pedro.
— Si ¿Pero cómo?
Los tres miramos la cocina buscando una salida. La ventana está muy alta. Debajo de la ventana, en el piso
está la puerta trampa donde nunca nos dejaron entrar. La levantamos. Ilumino el hueco. Está lleno de telarañas.
Una escalerilla de madera baja hacia el sótano.
— ¡Qué olor a hueso podrido! — dice con repugnancia Aimé.
— ¡A fiambre, a muerto! — dice Pedro.
— Bajemos.
— ¿Estás loco?
— Quizás allá abajo haya una salida hacia fuera — lo agarro a Pedro del brazo y bajamos. Aimé baja con
nosotros.
— No se aguanta el olor — dice.
Se apoya en el escalón y vomita. La ilumino. Está pálida.
— Si querés esperá arriba.
— No, yo voy con ustedes.
Ilumino el sótano. De un tirante cuelgan cuatro jamones roídos. Llegamos abajo. En el piso hay bolsas de sal
y una manguera vieja. Ilumino la pared del fondo.
— ¡Dos cajones!
Me acerco a un cajón y levanto la tapa.
— ¡Sal gruesa!
Remuevo la sal y encuentro dos patas de chancho.
— ¿Desde cuándo estará esto? No me acordaba que comiéramos chancho.
Me acerco al otro cajón y abro la tapa. También tiene una capa de sal.
— ¡Qué fue ese ruido! Vino de allá — dice Pedro.
Apunto la linterna hacia donde señala.
— No hay nada.
Vuelvo a iluminar el cajón. Algo brilla.
— Acá hay algo de oro.
Remuevo la superficie de sal.
— ¡Una mano!
La mano tiene la piel pegada a los huesos y un anillo de oro.
— ¡El anillo de papá! — exclama Pedro.
Escarba enloquecido y deja al descubierto la cabeza y el cuerpo de un hombre.
— ¡Papá! — grita Pedro.
Le faltan los ojos y tiene dentelladas por todo el cuerpo. Nos quedamos mudos. No podemos movernos, ni
siquiera llorar. Lo único que me viene a la mente es el álbum de estampillas que me regaló papá. Aimé aterrada
me agarra del brazo.
— ¡Basta! ¡Vamos! — dice Pedro — ¡Algo se mueve por la escalera!
— ¡Una iguana!
Recorro el sótano con la luz de la linterna. En el techo y las paredes hay iguanas. Dos, tres, cinco. Una se
abalanza sobre Aimé y le muerde la pierna. La linterna se me cae al piso. Pedro la levanta y le ilumina la pierna.
La tiene cubierta de escamas verdes.
— ¡Son muchas y se nos vienen encima! — grito.
Tratamos de subir la escalera, pero nos alcanzan. Una se lanza sobre Aimé. Pedro la agarra de los brazos y la
arrastra escaleras arriba mientras patea las iguanas. Los veo subir y desaparecer en el hueco de la escalera. Las
iguanas vienen hacia mí. Siento los dientes en mi pierna. Que vuelva Pedro, pienso y me desmayo.
Cuando recobro el conocimiento estamos los tres en el piso de la cocina y la puerta trampa del sótano está
cerrada. Siento el cuerpo flojo y recuerdo la estampilla de San Martín cara rayada.
Creo que Pedro me arrastró hasta arriba, ahora nos arrastra a Aimé y a mí hasta la pieza. Nos lleva debajo de
la ventana.
— ¡Ahora! ¡Suban!
Aimé con ayuda de Pedro se trepa y sale. Luego sube Pedro y con todas sus fuerzas me toma de los brazos
para ayudarme a salir.
— ¡Dale Gaspar!
Trato de subir. Las piernas me tiemblan, están cubiertas de escamas verdes. Escucho un murmullo.
— Duérmase niño...
Me doy vuelta. La vieja Nuria está viniendo hacia mí. No puedo subir.
— ¡Dale! — me grita Pedro desde afuera.
Hago un esfuerzo y salgo. Caigo sobre la pila de ladrillos.
Pedro me ayuda a levantarme y los tres corremos hasta el camino. Pasamos la playa, el lago y seguimos por
el bosque. No miramos hacia atrás. Seguimos corriendo.
Se oyen los ladridos de perros más cerca.
— Quizás nos estén buscando a nosotros — dice Pedro.
Seguimos corriendo. Cuando damos vuelta la curva, aparece en el camino, una cuadrilla de gendarmes con
perros de caza.
— ¡Alto! ¡A ustedes estamos buscando! — dice el que parece comandar la cuadrilla.
— ¡La vieja Nuria y las iguanas mataron a papá! — dice Aimé.
— ¡Ustedes son los que se escaparon!
— ¡La vieja es una bruja! — dice Pedro.
— Basta de pavadas. Arriba.
El jefe da la orden de subirnos al vehículo y de llevarnos de vuelta al Orfanato. Pedro se resiste.
— ¡Hay un muerto! — dice.
— Callate y metete arriba — dice el jefe.
Le da un golpe a Pedro y lo hace subir al vehículo.
— Usted — le ordena a un joven gendarme — quédese requisando la zona.
Cuando llegamos al Orfanato, busco mi álbum de estampillas en el cajón de la mesita de luz y está el San
Martín cara rayada. Los tres estamos desgarrados. Tratamos de contar lo que vimos en la cabaña, la muerte de
papá, la vieja momia y el director no nos crédito, dice que estamos locos, nos reta, por unos días nos deja sin
comida y quizás por el ayuno, por el dolor o el terror, nos vamos convenciendo de que todo fue producto de
nuestra imaginación. Pasan los meses y todo vuelve a la normalidad.
Un día viene el cartero que suele regalarme estampillas para el álbum.
— Hoy te traje de la serie de animales — me dice — . Mirá las del jaguareté, las del zorro y las de la iguana
que buenas están ¿Sabés pibe, por donde está el lago Queñi, murió un gendarme? Fue algo terrible. No quisieron
dar informes de lo que pasó, pero se comenta que unas iguanas venenosas lo mordieron y una vieja lo cocinó
en un caldo. No encontraron ni los huesos de él, solo el arma cubierta de escamas verdes.
Un matrimonio virtuoso
Lena Berardone

Natalia estaba de espaldas preparando el mate cuando el doctor Buitrago entró a la cocina. La tomó por la
cintura y con la boca semiabierta empezó a recorrerle la nuca y el cuello. Ella dejó la pava y se pegó a su cuerpo.
Eran las seis de la tarde. Por unos minutos se balancearon sin soltarse. Natalia le dio un beso suave en la boca y
con pereza se separó. El doctor se sentó en la silla y esperó el mate. Le gustaba llegar a la casa. Los pacientes del
hospital y del consultorio lo dejaban cansado.
Fedor, el dogo blanco que había traído a la casa hacía dos años, corrió desde el patio. Lo olfateó moviendo la
cola y se echó a los pies de Natalia. El doctor Buitrago se sacó los zapatos y apoyó los pies sobre la falda de ella
que lo miró y sonrío. Entre mate y mate Natalia se los masajeó. Él disfrutaba del momento y veía por el ventanal
la antena que tenían instalada en el fondo.
Hoy vino al hospital el electricista ¡Si lo vieras, está perfecto!
— ¿A qué fue? — preguntó Natalia.
— Una pavada, dolor de cabeza. Le dije que afloje un poco con el trabajo
Eran las siete. Bajó los pies de la falda de Natalia. Se paró y le dio un beso en la frente.
— Amor, dame las llaves del consultorio, voy a trabajar un poco antes de comer.
Ella sacó las llaves que tenía en el bolsillo de la pollera. Se quedó tarareando una canción mientras preparaba
la comida, el perro seguía echado.
En el escritorio, el doctor abrió varias carpetas, cada una tenía un nombre. Se puso los lentes y prendió la
pantalla. Tomó la pipa, la cargó con deleite y se acomodó en el sillón. Había pasado muchas noches despierto
para inventar el RO: Receptáculo Obediente. Se lo había insertado a doce personas elegidas con cuidado.
Ninguna sabía nada. Veía los casos con Natalia y entre los dos decidían. Todas las tardes manejaba los
movimientos de esas personas. En cada paciente tenía la respuesta buscada y eso lo hacía disfrutar. Los
pacientes que tenían de promedio treinta años lo entusiasmaban mucho. Los cuerpos más jóvenes ofrecían un
poco de resistencia. A Natalia le producían ternura. Los más viejos, en muchos casos, ni se daban cuenta.
Eligió la carpeta RO12 de Manuel García, abogado. En la pantalla se lo veía en el estudio con un cliente. El
doctor oprimió un botón y desplegó en la parte superior de la pantalla el dibujo del cuerpo de García. Puso el
cursor a la altura del brazo derecho. Al apretar la tecla de acción rápida, vio como el puño de García golpeaba la
cara de la mujer sentada frente a él. Apretó el botón de retroceso y el brazo volvió a la posición normal. Al doctor
Buitrago se le erizó la piel de placer. A Natalia le era más grato escuchar. En ese momento el volumen estaba
bajo, pudo observar por los gestos, que García no había encontrado disculpas que le fueran aceptadas. La señora
dio la espalda y se fue. A García se lo veía perturbado mirándose el brazo.
El Doctor Buitrago hizo unas anotaciones en la carpeta y cambió de paciente. RO10, Carlos Mereo. El
electricista instalaba un aparato de aire acondicionado ayudado por un muchacho joven. El doctor oprimió el
comando de acción y la pierna de Carlos golpeó la escalera en la que había subido el ayudante que cayó con el
aparato de aire acondicionado sobre la pierna. Levantó el volumen y escuchó los gritos. Natalia, que había
entrado al escritorio, lo abrazó y le apoyó la cara sobre el hombro. El doctor apretó el botón de retroceso. Podía
manejar los movimientos y el tiempo de cada uno.
— Poné a la peluquera, hoy fui y no me dejó lindo el pelo — pidió Natalia.
La peluquera de barrio norte, RO09 Teresa Menéndez, alisaba el pelo a la clienta con una planchita. El doctor
tocó el botón de acción y dejó la mano de Teresa inmóvil. La planchita quedó cerrada. Empezó a salir humo y las
mujeres gritaron. El doctor Buitrago pulsó el botón de retroceso. Natalia le acarició los ojos, la nariz y con el
dedo le dibujó los labios.
— ¡Te quiero tanto!
El doctor la besó, la sentó sobre sus piernas y ella pudo sentir la erección que tanto la excitaba. La comida se
enfrió sobre la mesa.
Fedor seguía echado en la cocina, de tanto en tanto levantaba la cabeza con las orejas paradas escuchando
las risas de los dos.
Al día siguiente en la puertita del fondo, Natalia despidió al jardinero que había cortado el césped y plantado
las begonias y azucenas que ella había indicado. Natalia corrió a la cocina. El doctor estaba por llegar.
Natalia prendió el fuego para preparar el mate. Cuando llegó el doctor, después de besarla, tomó un solo
mate y un trozo de torta de manzana que ella le dio en la boca. Estaba apurado por mostrarle a Natalia un nuevo
paciente. Tenía una particularidad que quería comentarle.
Los dos se sentaron frente a la pantalla.
— Es la hija del periodista.
— No me dijiste nada — reprochó ella.
— Es verdad, quería darte una sorpresa. Es la primera vez que pruebo con dos personas que viven juntas
¿Qué te parece la idea?
— Está buena — siempre le parecían buenas las ideas del doctor.
En la pantalla se desplegó RO04, periodista y RO13 la hija. Estaban en el living de la casa. El doctor apretó el
botón de acción. Los brazos del periodista abrazaron a la hija que sonrió. El doctor movió el cursor. El periodista
besó a la hija en la boca. Ella quedó estupefacta. El doctor volvió a mover el cursor. La hija abrió la boca y devolvió
el beso. Natalia estaba sentada al lado del doctor y lo agarró fuerte del brazo. Por varios minutos disfrutaron
viendo la escena.
Buitrago tocó el botón de retroceso primero en el periodista y después en la hija. Bajaron los brazos y se
miraron despavoridos. El periodista corrió para un lado y la hija para el otro.
Natalia y Buitrago se miraron y rieron a carcajadas. Ella se levantó y lo abrazó y le mordisqueó los labios.
Podríamos elegir a Don Jesús para que lo operes y le pongas el receptáculo.
— Es un poco grande — contestó él.
— No tanto. Además hoy puso las begonias y las azucenas donde él quiso. Con el receptáculo le haríamos
hacer lo que nosotros queremos.
Escucharon un ruido en el fondo de la casa. Miraron por la ventana y vieron que el jardinero se iba.
— ¿Habrá visto algo? — preguntó Natalia.
— Visto y escuchado. Llevalo a la cocina.
Natalia salió del escritorio, y caminó con pasos rápidos en busca del jardinero. Lo llamó, él se detuvo, pero no
se dio vuelta. Natalia se acercó y lo tomó del brazo. Lo llevó a la cocina.
— Lo veo pálido Don Jesús, voy a llamar a mi esposo — dijo y le dio un vaso de agua.
El jardinero no dijo palabra. Ella salió y lo dejó solo.
En el escritorio, Buitrago presionó el botón de acción. El dogo salió corriendo y atacó al jardinero, que apenas
pudo defenderse. El doctor apretó el botón de retroceso cuando terminaron los gritos. Apagó la pantalla. Cerró
el escritorio con llave.
En la cocina, el doctor y Natalia vieron como Fedor se limpiaba con la lengua el hocico lleno de sangre. Se
acercaron, Don Jesús estaba muerto. Ella corrió a la puerta de calle y pidió auxilio. Él llamó por teléfono a
Emergencias. Se llevaron el cuerpo del jardinero en la ambulancia. Un policía subió al dogo en el patrullero.
— Tendremos que sacrificar al perro — comentó el policía.
— Lo acompaño, quiero traerlo conmigo para enterrarlo en el fondo — contestó Buitrago.
Ella se quedó a limpiar la cocina. El doctor trajo a Fedor en una caja grande. Antes de enterrarlo, cerca de las
begonias y azucenas, le cortó la oreja y sacó el receptáculo. Lo guardó en una cajita. Natalia quemó la Carpeta
RO01, Fedor el dogo. Tiraron la cucha y las correas en la calle. Se ducharon.
— Cenemos, aunque sea un poco tarde — dijo el doctor Buitrago.
Natalia abrió un buen vino tinto, olió el corcho y lo sirvió en dos copas de cristal con una sonrisa.
El maizal
Alberto Parra
A José Luís Maldonado (El Coya)
El camino de tierra cortaba en dos el pueblo y los sembradíos del valle.
Luna miró la hora. Eran las nueve de la noche. Salió de la casa preocupado. Fue a buscar la camioneta, no
estaba en el galpón, le pareció raro que Julio, el chofer, no hubiera vuelto. Fue al bar y preguntó si habían visto
a su esposa, Carmen. La habían visto después de la hora de la siesta saliendo de la mercería y la dueña le dijo
que estaba segura de haberla atendido antes del mediodía. Se decidió a hablar con el Oficial Sandoval a las once
de la noche.
— Tenemos dos perdidos — le dijo Sandoval.
— ¿Quién es el otro? — preguntó Luna por curiosidad.
— Julio, el que trabaja para vos.
— Hoy tenía que ir a San José a buscar un fardo de alfalfa — aclaró Luna.
— Tu camioneta estaba cerca del maizal de Arrieta, te iba a avisar.
— ¿Y entonces?
— Estamos revisando la zona, si Julio no aparece voy a dar parte a Córdoba. Volvé a tu casa, quizás tu mujer
ya llegó.

Dos agentes de policía recorrían el camino que pasaba pegado al maizal de Arrieta.
Me voy a meter, dame una mano y después buscá por las cortaderas — le dijo un agente al otro y se metió
al maizal tratando de no lastimarse las manos y cuidando no desgarrar el uniforme con alguna púa del
alambrado.
Entró a salvo y con paso inseguro, avanzaba pisoteando yuyos, abriéndose camino entre el maíz.
— ¡Acá! — gritó de pronto.
El que estaba mirando las cortaderas salió a la carrera. Cruzó el camino y entró al maizal. Se encontró con su
compañero que iluminaba con mano temblorosa dos cuerpos semidesnudos y ensangrentados que parecían
querer abrazarse. Tuvo una fuerte arcada que lo obligó vomitar.
— ¡Carmen y Julio! — acertó a exclamar.
Salieron juntos del maizal y uno se ocupó de llamar a Sandoval por radio. Recibieron la orden de precintar la
zona y quedarse de custodia.
La mañana siguiente el Juez de instrucción pidió la intervención de Homicidios de la Policía Provincial, ordenó
además que dos ambulancias trasladaran los cuerpos a la morgue judicial de la Ciudad de Córdoba.
La prensa no tardó en enterarse y los titulares de los principales matutinos hablaban del horrible crimen
metiendo presión para que la policía encontrara rápido al asesino. Ya mismo, si fuera posible, había escrito un
periodista.

El Comisario Terrada, hombre de Homicidios, llegó al pueblo y fue a buscar a Sandoval. Lo encontró tomando
café.
— Vamos al maizal — concluyó Terrada después de escuchar a Sandoval — ¿Hay gente nuestra allá?
Sandoval asintió y salieron en busca del único patrullero que había en la comisaria.
En el camino, a la altura del maizal, las cintas plásticas cerraban el paso a ambos lados de la zona del crimen
a unos cuantos lugareños que habían sido atraídos por la noticia. Mezclados con los curiosos había gente de la
prensa.
— Parece un día de feria — dijo Terrada a Sandoval entre dientes tratando de abrirse paso en el gentío.
Pasaron las cintas de seguridad.
— ¡Comisario, deme algo para la edición de la tarde! — le gritó un reportero a Terrada.
— Pregúntele al Juez, hay secreto de sumario — contestó y mandó — ¡Corran esas cintas más afuera no
necesitamos curiosos!
Una vez que la gente quedó a suficiente distancia, organizó el rastrillaje.
— Vayan al terreno de enfrente — ordenó a los agentes — caminen despacio y con cuidado, miren bien el
suelo, pueden encontrar pisadas, huellas, lo que sea, algún artefacto, un arma, lo que vean me lo traen o me
avisan, Sandoval y yo miramos por acá y después nos vamos a meter en el maizal.
Encontraron huellas de bicicleta y pisadas que apuntaban al algarrobo. En los alambres que limitaba el maizal,
Terrada notó que los habían separado. Los examinó prestando atención a los tensores que los sostenían. En el
lugar donde habían estado los cuerpos de Carmen y Julio, observó junto a Sandoval, los tallos de las plantas de
maíz. Algunos presentaban tajos a media altura. Llamó a Terrada.
— ¿Qué te parece? — le preguntó señalando los tajos.
— Parecen hechos a machete o con un hacha bien afilada — afirmó Sandoval.
— Seguí revisando.
Terrada salió del maizal. Uno de los agentes le mostró una jaula con un pájaro negro dentro.
— ¿Dónde la encontró?
— Allá adelante, cerca del arroyo — el agente señaló el camino.
Terrada estimó a ojo la distancia. Unos treinta metros, pensó.
— Déjela en la patrulla y acompáñenme.
Caminaron por el borde del camino. El agente señaló al paso el lugar y tropezó con una piedra.
— Espere, no se mueva — le dijo Terrada y lo paró poniéndole una mano en el hombro.
Delante de la piedra se notaba con nitidez una huella de bicicleta como si una rueda se hubiera hundido en la
tierra, luego la huella se confundía en el polvo del camino.
— Esto es un barquinazo — dijo Terrada y miró unas huellas de pisadas que iban del camino hasta el
alambrado —, y eso son las huellas del que entró al maizal — afirmó. El agente prestaba atención.
Se acercó a los alambres, a uno lo habían torcido y tenía una diferencia de color del ancho de un dedo. Sacó
un cortaplumas y una bolsa de plástico de la campera, raspó la superficie y guardó el polvillo en la bolsa.
— Hágame un favor — le ordenó al agente —. Busque a Sandoval y vénganse caminando por adentro del
maizal desde donde estaban los cuerpos hasta acá, miren bien el suelo y los tallos de las plantas de maíz.
Terrada siguió examinado el lugar. A unos centímetros del alambre encontró un trozo pequeño de género
que tenía cosido un botón amarillo, lo guardó en una bolsita.
El recorrido que hicieron Sandoval y el agente determinó que el asesino había entrado por la zona donde
estaba el alambre retorcido y había salido del maizal donde los alambres habían sido separados.
Terrada estaba de buen humor, en una jornada había conseguido elementos como para tener una pista cierta.
Era la punta de la madeja.
— Sigan rastrillando todo el tiempo que haga falta, hasta que conozcan las piedras, los árboles y las plantas
de toda la zona — le ordenó a Sandoval.

Esa noche, el Juez citó a Terrada a su casa.


— ¿Tenemos algo? — le preguntó. Terrada no contestó — Vea Comisario, el crimen ya es famoso en la
provincia y si sigue así va a llegar a nivel nacional en dos o tres días. Hay que apurar.
— Necesito una orden de restricción para Luna, no tiene que salir del pueblo hasta que el caso termine —
pidió y añadió —. Para pasado mañana vamos a tener los resultados de la autopsia y los análisis que mandamos
a pedir a Científica.
— A ellos también hay que apurarlos, si no lo hace la policía lo voy a hacer yo mismo.
Terrada desconfiaba de ese viejo acostumbrado a la buena vida que alejaba cualquier atisbo de problemas en
su jurisdicción inculpando, de ser necesario para él, a la policía o a los funcionarios para salvar el pellejo.

Luna, sentado en la recepción de la Morgue Judicial esperaba el momento de entrar para reconocer el cadáver
de Carmen. Frente a él estaba una hermana de Julio.
— Si no hubiera sido por su mujer mi hermano estaría vivo — dijo la muchacha secándose los ojos.
Luna agachó la cabeza y no respondió.
Terrada llegó un instante después y se acercó para hablar unas palabras con la muchacha, luego le pidió a
Luna que lo siguiera.
— Reconozca a su esposa y luego quiero que me diga si usted estaba al tanto de…
— ¡Carmen era una buena mujer! — dijo Luna con rudeza.
— No pretendo que diga si era una buena persona, pero entienda que en estas circunstancias usted está
involucrado y el juez le dictaminó una restricción para que no se vaya del pueblo hasta que se encuentre al
asesino.
— Quédese tranquilo comisario, voy a estar en mi casa.
Entraron a la sala de Autopsias. Un médico forense los recibió y los condujo hasta la mesa donde estaban los
cadáveres de Carmen y Julio.
— Murieron a causa de las heridas producidas con un arma de acero filosa — informó el forense —, ella
llevaba un embarazo de dos meses.
— ¿Está seguro? — preguntó Luna —. Debe haber un error.
— Así resultó de la autopsia.
— ¿Un machete podría ser el arma? — interrumpió Terrada.
— Es posible, también pudieron ser atacados con una espada o un Acha — respondió el forense.
Luna salió de la sala. Terrada se quedó conversando con el forense, cuando concluyó salió y le dijo a la
hermana de Julio que podía entrar a reconocerlo. Antes de volver al pueblo fue a Científica.

Sandoval y Terrada almorzaron en el bar de una Estación de Servicio a pocos kilómetros del pueblo. Después
de dejar sobre la mesa las bandejas de autoservicio y sentarse, a Sandoval le pareció que Terrada estaba
preocupado.
— Anduve pensando cómo pudo haber sucedido el crimen — dijo con la intención de mejorarle el ánimo.
— Dale, decime a ver si coincidimos — aceptó lacónico Terrada.
— El asesino llegó en bicicleta al maizal — comenzó Sandoval con entusiasmo —, el tipo sabía que Carmen
y Julio iban a estar ahí, o porqué los había visto, o porque los había seguido. Vio cuando la camioneta se detuvo
o la vio detenida en el camino, y después, cegado por la furia, ni se dio cuenta que había dado un barquinazo
que destrabó la jaula tirándola al suelo y se bajó sin que le importara el pájaro. Entró al maizal, mató a los dos y
se escapó cerca de donde estaba la camioneta, volvió atrás, agarró la bicicleta y siguió por el camino — afirmó
y preguntó — ¿Como lo ves?
— Es razonable a la luz de lo que encontramos — aceptó Terrada y agregó —. Los del Laboratorio
encontraron sangre en el óxido que saqué del alambrado, el asesino se lastimó la mano, mañana vamos a saber
el grupo sanguíneo y en una semana podemos tener los patrones de ADN. En cuanto al botón y la tela están
haciendo un análisis completo de los materiales.
— ¿Y la camioneta de Luna?
— Están trabajando los de científica para ver si encuentran algo.
A los ojos de Sandoval, Terrada había remontado el talante.
— ¿Qué hay de la autopsia? — preguntó.
Parecía insaciable en su búsqueda de respuestas, tenía la características de un investigador implacable, de los
que no quedan conformes con su trabajo hasta que no encuentran lo que buscan. Terrada no lo conocía pero le
caía bien la forma en la que actuaba.
— Hubo lucha, Julio tenía tres cortes en los brazos como si se hubiera atajado, el machetazo mortal le dio
entre la clavícula y el cuello — respondió Terrada.
— ¿Y la mujer?
— Casi la degolló, según el forense la mató primero.
— No me cierra. Si Julio se defendió tuvo que haberlo matado antes.
— La hipótesis del forense es que el asesino los sorprendió en medio de la relación mientras ella estaba
encima de Julio, le asestó el primer golpe en el cuello desde atrás, Julio tuvo que haberse horrorizado cuando
vio a Carmen caer a su lado y al tipo que lo amenazaba, reculó e intentó cubrirse de los machetazos que le
cayeron al instante — hizo una pausa —, a esta altura estoy convencido que el arma homicida es un machete —
aclaró y siguió —, después el asesino se ensañó con Carmen que tenía veintiocho heridas, la cosa era con la
mujer, Julio la ligó porque estaba ahí, además, ella estaba embarazada de dos meses.
— El embarazo aclara las cosas, el crimen es pasional, tenemos el móvil, primera cuestión resuelta.
Tomaron café en silencio, pensaban la forma de seguir adelante sin cometer errores, veían cerca la resolución
de un caso de corte clásico donde el hombre engañado encuentra a su mujer haciendo el amor con un amante
y los mata a los dos.
— Me pregunto de quien es el hijo — acotó Terrada —, no parece que Luna fuera el padre.
— ¿En quién estás pensando?
— Si Julio era el padre, hubiera habido un quilombo con Luna y el chico hubiera nacido. Por la manera en
que fue masacrada Carmen me inclino a pensar que el padre debe ser el asesino, un tipo violento traicionado
por ella.
— Averigüemos que hizo Carmen en los últimos tiempos, con quién se veía, con quien hablaba.
— ¿No le irás a caer a la víctima?
— No, pero no tengo dudas que la mataron por algo que ella hizo, quizás sin darse cuenta.
— A mí me parece que el problema es Luna.
— Puede ser, pero él no la mató en el maizal — aseveró Terrada —. Sabemos cómo los mataron, sabemos
con que los mataron, estamos cerca — enumeró optimista.
— Y tenemos una jaula con un pájaro — agregó sonriente Sandoval —. La dejé colgada en la comisaría.
— Dejála ahí, los pájaros no hablan, pero y por las dudas, que no la se la lleven.
— ¿Cómo seguimos? — preguntó Sandoval.
— Hay que seguir mirando en el maizal — respondió Terrada y comentó —. Hoy a la mañana leí los titulares
de los diarios cordobeses, los peores decían masacre del maizal o dos muertes horribles enlutan el norte de la
provincia, el gobernador manifestó su preocupación, eso es un problema para nosotros, ponen la mira en la
policía.
— ¡Estos diarios de mierda, parecen vampiros! — se quejó Sandoval.
— Tienen que vender, pero si, les gusta difundir estas cosas.

Las nubes comenzaban a oscurecer la tarde cuando en las cercanías del maizal Terrada exploraba el camino
en dirección al pueblo y Sandoval lo hacía en dirección contraria.
— ¡Disculpe! ¿Puedo pasar? — preguntó un hombre mayor, montado en una bicicleta.
— Está cerrado, lo lamento — contestó Terrada…
— Vivo media legua más adelante y si tengo que entrar por el otro lado se me hacen más de dos leguas y
ya estoy viejo para estos trotes — explicó el hombre.
— Bueno, pase y dígale al agente de guardia que está autorizado — dijo Terrada señalando al policía que
estaba parado bajo el algarrobo.
— Gracias Don.
El hombre levantó la cinta, pasó por debajo y comenzó a pedalear. Terrada lo siguió con la vista y cuando el
ciclista se había alejado unos metros le llamó la atención una jaula vacía que llevaba atada al portaequipaje de
la bicicleta.
Entrada la noche, Terrada y Sandoval volvieron al pueblo sin haber encontrado algo nuevo y útil para la
investigación.

A la mañana velaron a Carmen en la casa de Luna y a Julio en el Club del Pueblo. Los cortejos fúnebres se
encontraron, a pedido del cura, a la una de la tarde en la Iglesia. Una multitud de familiares, curiosos y
periodistas estuvieron en la misa de cuerpo presente. Luego caminaron hasta el cementerio. Las últimas
palabras para Carmen las dijo Luna, emocionado pero calmo.
— Querida Carmen, vos no tenés la culpa, descansá en paz.
El cura se encargó de despedir a Julio.
Terrada y Sandoval siguieron de cerca las ceremonias y no detectaron nada que les llamara la atención.
Después se subieron al auto para ir a la zona del maizal.
— Me llegó un informe de científica, dicen que encontraron huellas digitales en la camioneta de Julio y una
pañoleta de mujer. No había signos de pelea adentro de la cabina — dijo Terrada conduciendo el auto.
— Entonces ella estaba ahí porque quería — afirmó Sandoval.
— Eso me lo imaginaba.
— El asesino anda cerca — afirmó Sandoval—, hay que parar al viejo que viene ahí — señaló el camino.
— Es el que ayer me pidió que lo dejara pasar, debe conocer a medio mundo por acá.
Terrada detuvo el auto y sacó la cabeza por la ventanilla.
— Quiero hablar con usted un minuto — le dijo Terrada al hombre y bajó del auto.
— Diga — el viejo había bajado de la bicicleta y la sostenía del manubrio.
— Soy el Comisario Terrada y estoy a cargo de la investigación del crimen del maizal.
— Ya me parecía — dijo el viejo.
— ¿Usted cómo se llama?
— Ciriaco Domínguez, señor.
— Dígame, conoce a alguna persona que use o tenga un machete.
— No se señor, por estos lados para sacar los pastos se usa la pala, el zapín o se los corta con la máquina,
es raro que se use un machete.
— Yendo como para su casa ¿Vive mucha gente después del maizal?
— No mucha, el camino cruza las sierras y hasta ahí ha de haber diez familias.
— Ayer usted llevaba una jaula vacía en la bicicleta, me llamó la atención.
— Era una trampera, la llevo casi siempre, a veces me paro a cazar algún pajarito que ande suelto.
— Gracias señor Domínguez.
Ciriaco le agradeció a su vez haberle autorizado el paso por la zona precintada y siguió camino.
Terrada y Sandoval visitaron las casas entre el maizal y la sierra. Encontraron familias de chacareros y
puesteros. Los entrevistados respondieron las preguntas, pero las respuestas que obtuvieron fueron
irrelevantes.
Esa noche un agente les avisó que habían llegado los informes finales de científica y del laboratorio. Fueron a
buscarlos a la comisaría. Sandoval había dejado un sobre encima de su escritorio. La jaula con el pájaro negro
estaba colgada en la pared.
— Esto es una reina mora, mi viejo tenía dos — afirmó mirando al pájaro.
— Debe ser, para mi podía ser una cigüeña que no la hubiera reconocido — respondió Terrada y agarró el
sobre — Algo es algo — dijo.
Leyó el grupo sanguíneo del asesino: cero RH positivo. Luego el informe de científica. Puteó cuando terminó.
— ¿Qué pasa? — preguntó Sandoval.
— La camioneta tenía huellas nítidas de Carmen y Julio, otras, quizás las del asesino, eran difusas, siguen
trabajando, incluso con láser, pero en el informe no se juegan a que puedan obtener una identificación positiva
— Terrada habló como desahogándose — … y el grupo sanguíneo es el más común de todos, lo tienen entre el
cincuenta y el sesenta por ciento de las personas.
— ¿Y la tela y el botón?
— Nada todavía.
— ¿Vamos a comer? — preguntó Sandoval.
Sandoval rara vez perdía la calma. En contraposición, Terrada solía tener accesos de ira cuando la
investigación se complicaba.
Mientras comían repasaron el asesinato, hicieron hipótesis y una estrategia para continuar con la pesquisa.
— El asesino tiene un machete, una bicicleta y quizás le gusten los pájaros, vive por la zona, se ensañó con
Carmen porque tuvo algo con ella — dijo Sandoval, levantó la mano para llamar al mozo y sacó un anotador para
escribir algo.
Terrada ojeó el ambiente: en una mesa había cuatro hombres jugando al truco y un parroquiano que, apoyado
en el mostrador, levantó el vaso para saludarlo, era Ciriaco.
— Venga amigo, siéntese un rato con nosotros — lo invitó enseguida.
Ciriaco se arregló la boina y fue a la mesa. El mozo trajo dos cafés.
— Dígame Ciriaco, usted debe conocer a casi todos en el pago — Terrada le puso azúcar al café.
— No se equivoca don, hace sesenta años que vivo por acá.
Sandoval prestó atención.
— Entonces tuvo que haber conocido a los finados — dijo Terrada mirando fijo a Ciriaco.
— Y muy mucho, a Julito lo tuve en brazos, era hijo de una prima de mi mujer.
— ¿Y Carmen?
— Vino de Buenos Aires, al tiempo de estar en el pueblo se casó con Luna, hace seis o siete años.
— ¿Un vaso de vino? — preguntó Terrada.
— Si me va a seguir preguntado deále nomás.
Sandoval fue al mostrador a pedir el vaso de vino.
— ¿Cómo era Julio? — le preguntó Terrada a Ciriaco.
— Muy gueno. Luna le dio el laburo porque no era de traer problemas — Ciriaco cerró los ojos — ¡Que
cosa! Pobre muchacho. La madre está muy mal.
— ¿Y sabe algo de Carmen?
— No mucho, don Luna no la mostraba, pero ella salía sola, era porteña y usté sabe cómo son esas
muchachas.
— ¿Cómo son?
— Ligeritas como baguales — respondió sonriente Ciriaco.
A Terrada pareció no importale la calificación.
— Digame, alguna vez vio a Carmen fuera del pueblo.
— Solía andar por las tierras de Luna.
— Recuerda cuando la vio por última vez.
— Hay de ser, a ver… hay de ser como dos o tres meses, cerraba la tranquera, la saludé y ella me saludó,
dispué la vi por el pueblo, siempre a la siesta, parece que le gustaba… el Tincho le puede decir más que yo, él
anda por todos lados.
— Donde puedo encontrarlo.
— Ahí, está jugando al truco — respondió Ciriaco señalando la mesa.
— Voy yo a preguntar — dijo Sandoval y se encaminó a la mesa.
Terrada miró de reojo a Sandoval y siguió la charla con Ciriaco.
— ¿Qué le parece que pudo haber pasado en el maizal? — preguntó.
— De seguro que Julito llevaba a Carmen pal pueblo, la chata se le habrá quedao en el algarrobo y un
trastornao los metió al maizal pa’ matarlos como a perros.
Terrada pensó que Ciriaco era un campesino franco y confió en sus dichos. Supuso que esa era la versión que
había corrido por el pueblo y no la iba a modificar.
— ¿A usted le parece que ese trastornado es de por acá?
— Mire, por acá nos conocemos todos… — Ciriaco tomó un trago e insistió — Nos conocemos todos —
volvió a beber, miró el vaso de vino que estaba a la mitad y siguió hablando — El último en llegar fue un tal
Eleuterio con la familia, vive a tres casas de la mía y… ¡Che Pirincho! — dijo en voz alta dándose vuelta hacia el
mostrador— ¿Te acordás como se llama el gordo que vive atrás del zanjón?
— ¡Juan! — contestó el hombre.
Ciriaco se acordó de algunos más y cuando bebió lo que le faltaba, se levantó. Sandoval volvió a la mesa.
— ¿Y, que te dijeron? — preguntó Terrada.
— Lo mismo que Ciriaco, hay un solo relato para nosotros — respondió.
Terrada se quedó en silencio.
Salieron del bar. Fueron a ver a un agente que vivía en el pueblo desde hacía más veinte años. Buscaron con
él antecedentes de las personas que vivían en la zona del maizal. No había nada, ningún fichaje, ni una multa de
tránsito, ni una riña.
— ¿Conoce a los puesteros del campo de Luna? — preguntó Terrada.
El agente dio cinco nombres. Dos puesteros habían muerto fuera del pueblo unos años atrás. Otro se había
ido al sur después de una gran sequía que había asolado el norte de Córdoba.
— Juan Estévez vino del Chaco, trabajó en una obra y se quedó porque se juntó con una mujer del pueblo
— informó el agente — . Salvador Da Silva trabajó en un aserradero en Corrientes, después vivió unos años en
Buenos Aires y terminó en el campo de Luna.
— ¿Y esos dos siguen de puesteros? — preguntó Terrada, el agente asintió —. Vaya a avisarles que mañana
se tienen que presentar a declarar en la comisaría antes de las nueve.
— No van a venir a pata, sería mejor traerlos en el patrullero.

Habían dado las ocho de la mañana. El agente al volante del patrullero llegó a la comisaría con uno de los
puesteros.
— Empezá vos — le dijo Terrada a Sandoval en la puerta.
Salvador Da Silva, era alto, de aspecto huraño, pelo rojizo y tez blanca. Rondaba los cuarenta años.
— ¿Pa’ que me traen? — se quejó Da Silva cuando se sentó en el despacho de Sandoval.
— Ya te dije que te queremos hacer unas preguntas
Terrada se apoyó en la pared a espaldas de Da Silva.
— Bien Salvador… Dígame ¿Cuánto hace que trabaja para Luna?
— Seis años
— ¿El señor Luna lo contrató?
— Si.
— ¿Conoció a la señora Carmen?
Da Silva levantó los hombros
— La mujer de Luna, como no la voy a conocer.
— ¿La veía seguido?
— Si iba al campo la veía.
— ¿Y si no?
— Alguna vez en el pueblo la he visto.
— ¿Usted sabe que la mataron?
— Todo el mundo sabe eso.
— ¿Cómo se enteró?
— Me lo contó un peón.
— ¿Me puede decir el nombre?
— No lo conozco es un hombre de paso, trabaja en la cosecha, ahí lo puede encontrar, El otro día me dijo
que en el maizal habían matado a dos, después me enteré eran la señora Carmen y Julio, el muchacho que le
hace de chofer al patrón.
— ¿Se acuerda como era el peón?
— No ando fijándome como es la gente.
— ¿Usted sabía que Julio era amante de Carmen?
— ¡No! — exclamó rotundo Da Silva.
— ¿Dónde estaba la tarde que mataron a Carmen y a Julio?
— En mi rancho, tomando mate con Ciriaco.
Sandoval entendió que por el momento no tenía sentido seguir el interrogatorio.
— Bueno, Salvador, le voy a pedir que se quede en el pueblo o en su casa, el patrullero lo va a llevar.
Terrada no hizo ningún comentario sobre el interrogatorio pero tuvo la sensación que Da Silva sabía más que
lo que había dicho. Una hora después el otro puestero, Juan Estévez, entraba a la comisaría. El interrogatorio lo
hizo Terrada, fue similar al que había hecho Sandoval con Da Silva y quedó con la misma sensación.
A las cuatro de la tarde Sandoval y Terrada compartían un café en la comisaría.
— Hablá con Ciriaco a ver que tiene para decir sobre la tomada de mate — dijo Terrada.
— Da Silva tiene esa coartada y si se confirma seguimos en cero ¿Y Estévez que te pareció?
— O son los dos o no es ninguno, parecen hermanos estos tipos. Vamos a visitar a Luna.
Cuando salieron de la comisaría se largó un chaparrón que dejó en pocos minutos anegadas las calles. Fueron
a buscar el auto y se empaparon. El camino estaba resbaloso y las ruedas del auto calentaban el barro en cada
patinada.
Luna escuchó el timbre de la casa y le pidió a la empleada que fuera a abrir. Ella le avisó que Terrada y Sandoval
querían conversar con él.
— Hágalos pasar a la sala — dijo Luna dejando el libro que estaba leyendo.
Tomaron asiento en un sillón de dos cuerpos, Luna se ubicó frente a ellos en otro sillón.
— Usted dirá Comisario.
— Hay una versión en el pueblo que asegura que a su mujer la fue a buscar Julio para llevarla y que la
camioneta tuvo un desperfecto cerca del maizal.
— Puede que haya sido así.
— También sabemos que usted había mandado a Julio a buscar un fardo de alfalfa a San José ¿En qué
momento le hizo ese encargo?
— El día anterior.
— Me llama la atención que si Julio iba a San José la camioneta estaba en el camino contrario, a las sierras.
— ¡Carmen no tenía nada que hacer en San José! — afirmó Luna abandonando la calma que mostraba
hasta ése momento.
— Según usted ¿Por qué su mujer le pudo haber pedido a Julio que la fuera a buscar?
— No lo sé, si ella estuviera viva me lo hubiera dicho.
— Mire Luna, el asunto es bastante grave y le voy a pedir que trate de ser veraz en lo que diga. Las dos
muertes están muy cerca suyo ¿Se da cuenta lo que trato de decirle?
— ¿Intenta decirme que Carmen se acostaba con Julio y por eso los maté? No me joda Comisario.
— Dígame ¿Dónde estaba la tarde del crimen? — intervino Sandoval.
— En Córdoba atendiendo a unos clientes.
— ¿Me puede decir quiénes eran? — Sandoval sacó la libreta y el bolígrafo.
Luna, seguro, le dio las direcciones y teléfonos de varias personas que lo había visto en Córdoba.
— Ahora discúlpenme — dijo Luna y se levantó —. La muchacha les va a abrir la puerta.
En la comisaría, Sandoval hizo varias llamadas y comprobó que la coartada de Luna era cierta. Terrada dudó
que fuera válida, la distancia entre Córdoba y el pueblo podía recorrerse en auto en no más de una hora y
ninguno de los que habían hablado con Sandoval precisó la hora justa, en general habían dicho: por la tarde lo
vi o me encontré con Luna.

Terrada y Sandoval decidieron visitar a Ciriaco. Llegaron a su rancho y después de los saludos, empezaron a
hablar.
— ¿Usted los conoce bien a Salvador Da Silva y a Juan Estévez? — preguntó Terrada.
— ¿Cómo no los voy a conocer? — respondió Ciriaco.
— La tarde que mataron a Carmen y Julio ¿Dónde estaba usted?
— ¿Pa’ mí es la pregunta? ¿Soy un asesino ahora?
— Contésteme nomás, después le digo.
— Como quiere que me acuerde justo, no tengo tanta memoria.
— El otro día, cuando lo dejé pasar por el camino usted llevaba una trampera vacía en la bicicleta.
— ¿Y por eso voy a matar a Julito y a la mujer de Luna? — Ciriaco se puso nervioso.
— Atiéndame, nadie lo está acusando — intervino Sandoval.
— ¡Desde que llegaron están meta preguntar!
— Es nuestro trabajo preguntar — dijo Terrada de mal talante —, y si no me contesta lo voy a tener que
llevar a la comisaría.
— ¿Preso? Una sola vez me metieron en la comisaría, Sandoval creyó que yo le había robado un pájaro.
— El Comisario necesita que le diga lo que hizo esa tarde — Sandoval intentó tranquilizar al viejo.
— Me falla la cabeza, capá que fui a cazar pájaros o a hablar con alguien, o me fui al pueblo — Ciriaco puso
un jarrito de aluminio sobre la hornalla y se quedó esperando que hirviera la leche — Me acuerdo de algo.
— ¿Qué es? — preguntó Terrada.
— Que Carmen era una linda mujer.
— ¿Y?
Sandoval miró la cara arrugada y la mueca de pesar que tenía Ciriaco.
— La tarde del maizal yo estuve tomando mate con Da Silva, después él se fue pa’l campo de Luna
— ¿Está seguro ahora o se va a olvidar de nuevo? — dijo Terrada.
— Estoy seguro. Me lo dijo mi nieta, yo le cuento a mi nieta las cosas y me dijo: abuelo usted había ido a
tomar mate con el Salvador…
— ¿Cuándo le dijo eso?
— Ayer.
— Da Silva tenía razón, tomaron mate esa tarde — afirmó Terrada.
— Así fue nomás.
A Terrada le pareció que el viejo había querido decir otra cosa.
— ¿Su nieta le hizo acordar de algo más?
— Es muy inteligente la chinita, vea, una vez que íbamos los dos por el camino pa’ cazar unos pájaros, vimos
a Carmen y a Salvador hablando debajo de un algarrobo.
— ¿Se acordó ella de eso?
— Se acordó solita y yo ni cuenta que me había dado.
A Sandoval le gustaban los pájaros y quiso curiosear.
— ¿Usa tramperas para cazarlos?
— Claro don, hasta Reinas Moras he cazao así, aunque dispué tenga que soltarlas.
— ¿Por? — preguntó Terrada.
— Porque son muy salvajes y si las deja en la jaula se mueren solitas — respondió Ciriaco y no pudo evitar
añadir —. Vio que usté puede hacer que un loro hable o haga morisquetas, gueno, a una Reina Mora ni que la
degüelle consigue algo parecido.
— Es cierto — agregó Sandoval.
Terrada se acordó de la jaula que estaba en la comisaría.
— Y dígame, si la Reina Mora no se muere enjaulada ¿Por qué a de ser?
— Es muy raro eso, si no se muere es porqué la han amaestrao y conoce a su dueño.
— ¿De verdad?
— Se lo juro por el tata que dios lo tenga en la gloria.
Terrada le ordenó a Sandoval.
— Andate a la comisaria y traeme la jaula, yo me quedo tomando unos mates con el amigo.
Sandoval, pese al barrial que tuvo que atravesar, de ida y de vuelta, tardó poco en volver con la jaula y la
Reina Mora. Luego los dos policías volvieron a la comisaría. Colgaron la jaula en el despacho de Sandoval.
— Mandá a buscar a Da Silva — ordenó Terrada.
El encargo lo cumplieron dos agentes y casi entrada la noche dejaron a Da Silva en la comisaría. Terrada lo
llevó al despacho. Sandoval quedó afuera.
— ¡Ahora me vas a decir porque mataste a Carmen y a Julio! — Terrada lo increpó a Da Silva.
— Yo no maté a nadie.
— No te hagás el zonzo. Vos los mataste, ahora decime porqué.
— No maté a nadie.
— Es más fácil para vos que me digas la verdad.
— No tengo nada que decir ¡aña membuí!
— ¡Hablá en castellano carajo!
Sandoval entró a la oficina.
— ¿Podés salir? — le preguntó a Terrada.
En la sala, Sandoval parecía inquieto.
— El Juez nos quiere sacar de la investigación — le dijo
— ¿Qué mierda?
— Va a meter a la Federal, dice que la policía de la provincia es ineficiente.
— ¡Y la reputa madre que lo parió al Juez!
— Tengo el fax que me mandaron de Córdoba donde dicen, extraoficialmente, que van a frenarlo por unos
días. También llegó otro fax con el resultado del análisis de la tela y el botón que encontramos.
— ¿Qué tipo de tela es?
— Lanilla de un pantalón viejo por el estado de desgaste que tenía, el botón es también muy común.
— Debe haber millones de pantalones en ese estado — dijo Terrada —. Venite para adentro, lo tengo
apestillado al turro.
Entraron la oficina. Da Silva no se había movido. Terrada miró la jaula con la Reina Mora.
— Poné la jaula en el escritorio — le pidió Terrada a Sandoval.
Da Silva miró indiferente la maniobra.
— ¿Esa Reina Mora es tuya? — le preguntó Terrada.
— A mis pájaros los guardo en el rancho — Da Silva mantenía la vista a la altura de los ojos de Terrada.
— Y estás seguro que esta jaula no se te cayó de la bicicleta cuando entraste al maizal para matar a Carmen
y a Julio a machetazos.
— ¡Esa jaula no es mía! — insistió Da Silva.
— ¡Mirala bien! — exigió Terrada.
Da Silva apretó los dientes y miró la jaula. De pronto la Reina Mora dio un par de saltitos y movió las alas
como si fuera una gallina clueca.
— ¡Te reconoció! — dijo Sandoval sonriendo con espontaneidad.
— ¡No es mi jaula! — dijo confuso Da Silva.
— Mostrame las manos — le ordenó Terrada.
Da Silva no tuvo opción y abrió las manos a los ojos de Terrada.
— Están sucias — intentó defenderse.
— ¿Esa herida en la palma te la hiciste con carbón? —preguntó sarcástico Terrada y preguntó — ¿Por qué
mataste a Carmen y a Julio?
Da Silva agachó la cabeza y retiró las manos para apoyarlas en las piernas.
— ¡Déjate de joder! — Terrada habló fuerte —. Tenés una herida por haber agarrado el alambre de púas
del maizal, tengo un pedazo de tu pantalón, el que se te rompió cuando entraste al maizal, hay huellas de tu
bicicleta por todos lados y tu propia Reina Mora te reconoció — concluyó, extendió los brazos y se recostó en el
sillón.
Da Silva, acorralado por las palabras de Terrada se desmoronó.
— Era mi hijo y ella me engañaba con Julio — balbuceó angustiado.
Terrada sonrió triunfante, cansado y feliz a la vez.
— Hacé el acta de confesión y llevalo al calabozo – le ordenó a Sandoval.
Mientras Da Silva estuvo en la oficina la Reina Mora no dejó da dar saltitos en la jaula.
Convalecencia
Norma Troiano

Estoy en una habitación de un metro treinta por dos metros cincuenta. Tengo las baldosas de veinte
centímetros contadas. Paredes blancas, una cama, una silla, un baño, una ventana de una sola hoja, una repisa
con travesaño para colgar la ropa a la vista. Nada más.
No es un cuarto de reclusa. Es un cuarto individual en un hotel de una estrella en las costas argentinas. Es el
cuarto donde pasaré las primeras vacaciones después de separada. Después de casi veinticinco años de
matrimonio, otra vez sola. Cualquiera podría pensar: deprimida. Y no. Me acompañan libros, fruta, el pasado, el
futuro que quiero diferente. La gran decisión ya fue tomada. Hubo dolor, como no podía ser de otra manera y
culpa, por el pesar que produje a los hijos al deshacer el matrimonio. Pasaron ya los días de hablar con ellos
como podíamos. Los días de arrastrar mi pena y sostener la de ellos. De decirles que toda relación que se rompe
es un fracaso de dos y que yo me hacía cargo de mi parte.
Ahora no hay silencios obligados, conversaciones de compromiso, dificultad para disponer del tiempo. No hay
esa tensión opresiva y la que siento, tiene más que ver con la libertad a la que tendré que darle algún destino.
No hay angustia. Qué paradoja, Dios mío, la soledad ha desaparecido al estar sola. He dejado de ser el testigo,
el lastre, las cadenas, la madre de los hijos que nos ata, la que se amó y aún parece que se ama.
Los últimos meses tuvieron cosas extrañas. No hay sorpresa con la pena, con los nuevos silencios, mucho más
gratos, con los recuerdos. La sorpresa es que la vida le va pasando a una de nuevo por la mente y, como me
sucede con esas películas que vi varias veces, registro y escucho cosas que antes no percibí. La sorpresa es que,
de a ratos, me encuentro haciendo y diciendo como veinte años antes, como si estuviera aflorando, después de
un tremendo paréntesis, aquello que fui y había olvidado.
Caminando hacia el mar, divago sobre esas cosas. No me importa ni poco ni mucho las eventuales regresiones,
la cuestión es que causan dolor. Una siente que ha estado en una cárcel sin permiso de visita y se perdió las
mutaciones de la realidad y la propia. En la película impiadosa que pasa y repasa, una no se reconoce en esa
mujer que ve y da pena. Quizás deba volver al principio, recorrer todo el camino y encontrarme. Así como estoy,
disociada, como si fuera dos mujeres, esa que se casó y tuvo hijos y la que soñaba el amor y se quedó perdida
en el pasado. Esto es lo extraño.
La playa está hermosa. He alquilado una carpa para mí sola, un acto contradictorio si se piensa que es poco
más chica que la habitación en la que duermo, pero es lo que quiero hacer. El sol calienta lindo sin matar a esta
hora de la mañana, las carpas están casi todas vacías. Dejo mis libros y me voy al mar. Cuando vuelvo me siento
más flaca y más liviana. Me pongo a tomar sol, como los lagartos que detecto en la hilera de carpas que enfrenta
a la mía.
Pronto se hará mediodía y yo desapareceré en mi cueva de lona. Para las dos de la tarde el balneario es una
fiesta, los jóvenes llegan bostezando y con los ojos todavía pegados después de la nocturna rutina del boliche.
Las familias están instaladas con heladerita y termo. Salgo de mi cueva para ir a comer. Camino hacia el bar y
trato de hacer memoria cuándo me di cuenta que teníamos que ser cuatro para cenar afuera, ir al cine o al
teatro, cuándo dos empezó a ser un número aburrido hasta para pelearse. No pude recordarlo, debe haber
sido una muerte lenta y por asfixia. Al regreso, mi propiedad virtual de arena está totalmente invadida. Dejo
mis cosas con parsimonia dentro de la carpa, me saco la remera y las zapatillas de espaldas al espacio copado,
pensando arteramente cómo reaccionará el ser nacional frente a la situación. Cuando me doy vuelta, sólo dos
personas se habían hecho cargo: el abuelo a la derecha y un adulto varón de buen ver, a la izquierda.
Disfruto tomando sol sentada con las piernas apoyadas al mismo nivel y, cuando me aburro de otear gente y
actitudes con los ojos entrecerrados, me tiro panza abajo en la arena. Se puede comprender que la rutina
requiere un cierto espacio y no estoy dispuesta a ceder mis placeres en estas deseadas vacaciones. Siempre sin
apuro, me pongo el sombrero, la toalla al hombro y cargo, en cada mano, un sillón de paja de la carpa. Consciente
del diámetro aproximado con el que salgo de ella, camino impávida y a mi paso empiezan a desplazarse
reposeras, lonas, alguna heladerita. Ignorando las miradas de fastidio de quienes las corren, leo sus
pensamientos: jovata loca, me va a dar con las patas de los sillones.
Las piernas sobre un asiento, la espalda sobre el otro, la cabeza sobre el respaldo, el ala del sombrero hace
una fresca sombra sobre mis ojos. En este primer rastreo del patio descubro un padre encantador. Está jugando
con su beba en tren de dejar pañales. Ella acarrea agua con su baldecito, incansable. Se la lleva a su hermano,
que apenas debe doblarle la edad. El papá obedece las reglas de juego de sus hijos, sin poner mano cuando el
ingeniero constructor de castillos lo corre de la escena, se ríe cuando la nena le tira agua con su balde,
precisamente donde más molesta.
De mi segundo descubrimiento no me quiero hacer cargo demasiado. El hombre que se corrió a mi izquierda
me ha estado mirando sin que yo reparara en eso hasta ahora. Desvío la mirada aunque está oculta por el
sombrero. En una carpa enfrente de la mía, un matrimonio no cruza palabras por lo que veo –escuchar
imposible, estoy muy lejos para eso—, cada uno sumergido en la lectura o simplemente al sol. Me parece mirar
mi futuro si hubiera dejado todo como andaba, tratando de no pensar que otra vida existe o que la que estaba
haciendo no era para mí. Por cobardía, por estupidez, por debilidad, por los hijos, por tantas cosas una no se
libra de pesares ni se anoticia de carencias. El hombre, a mi izquierda, me sonríe cuando me levanto. Basta. Al
mar y después, panza abajo, en la paz de los ojos cerrados.

La estoy mirando desde que llegó. Cumple, parece, una cierta rutina. A partir del mediodía, que es cuando
llegamos nosotros, veo que hace más o menos lo mismo. Despertó mi curiosidad el primer día cuando, sin una
palabra, hizo despejar el espacio enfrente a su carpa. Yo ya me había corrido, así que me gané un punto. ¿Me
gané un punto?¿En qué me quiero anotar? También me resulta curioso que lea El Príncipe y, al mismo tiempo,
una soberana pavada como el libro de Erika Jung, que tuvo que llegar a los cincuenta para comprender qué es
ser una mujer libre. Además, está buena. Debe tener cuarenta y tantos y la bikini le queda ¿Qué carajo estoy
pensando cuando recién hace dos meses que logré sacar a Mirta de mi departamento? Y todavía, cuando nos
encontramos, sigo cayendo en su cama aunque después me arrepienta. Será cierto lo que me dijo Elsa cuando
nos separamos: los hombres no saben estar solos, pronto tendrás una más pendeja que yo colgada del brazo.
Pero estoy decidido a ser capaz de estar solo, ya empecé tomándome estas vacaciones sin mina alguna, ni
antigua ni nueva. Tengo que cortarla con los manejos de Mirta aunque, eventualmente, el celibato me dure
algún tiempo. Se está yendo al bar a comer. Es evidente que no le teme al ridículo, el sombrero que usa debe
de haber sido de alguno de sus hijos cuando eran pibes o del dorima si iba a la cancha. ¿Por qué me la hago
separada y con hijos? Me debe haber influido la de la carpa vecina cuando suspiró y dijo, viéndola: Mirá que
bien la pasa. No tiene que discutir con nadie a qué hora ir y hasta cuándo se queda en la playa, no tiene que
preocuparse por dónde andan los hijos, no tiene que resolver la cena para cuatro que nunca están de acuerdo.
La envidio. O será por esa manera de ponerse al sol, medio felina, medio adolescente. ¡Carajo, espero quince
minutos, me voy al bar y me siento en su mesa! Me quedan tres días y no me voy a ir con dudas. ¿Dudas?
Albertito, te querés ir con un teléfono. ¿No habíamos quedado en estar solo un tiempo? Sí, si, ya sé que tengo
un divorcio, un concubinato, tres hijos y varios errores que creí amores, pero lo más previsible de mi futuro en
materia de genitales es que tenga que preocuparme por la próstata en pocos años más. Juro que es curiosidad
y no me meteré en líos. Me voy al bar.

Mi galán de verano se fue ayer. Cuando se sentó a mi mesa en el bar pensé que venía de levante y todavía
me queda la duda. A veces me parecía que sí, pero nunca se salió del modelo charla de vacaciones. Creo que no
podía ubicarme entre una mujer hecha y derecha y una paparula y debe haberse ido sin la solución, dadas las
circunstancias en que me encuentro. Esquivé toda posibilidad de relación en Buenos Aires, con buenas razones
para hacerlo, pero también por miedo. En mis planes está reencontrarme conmigo, saber sí, a pesar de todo,
sigo pudiendo apasionarme con un proyecto, reírme hasta llorar y llorar como una nena. Tantos años metida en
una lata, ya no sé con qué forma he quedado. Tengo ahora bien claro qué hombre no quiero y poca confianza
en no volver a confundirme.
Estuvo bueno tomar mate una tardecita, sin apuro y caminar por la playa ayer que estaba tan nublado. Hoy
el sol va a pegar con todo. Siento la arena caliente a través de las zapatillas y apenas son las diez y media. El
carpero viene tras mis pasos descalzo, lo más fresco. Le envidio el color que le ha dado el sol, tan parejito, y las
piernas duras de caminar todo el día en la arena. Las mías ya no serán así nunca más. Me alcanza y me da un
sobre. Propaganda, supongo.
Mi cueva verde está fresca a esta hora, dejo las cosas y me voy al sol. Mi padre preferido llega con la nena a
babucha y el hijo de la mano. Su mujer los sigue y cada día me parece más linda con esa placidez de embarazada,
aunque no lo esté.
Mi matrimonio del pasado visto en el futuro no ha llegado. Por lo que veo, hay rotación. Aparecieron una
pareja con un bebé de meses y dos matrimonios que deben tener nietos ya. Es el cambio de quincena. Yo elegí
semanas raras, segunda y tercera de enero.
El agua está hermosa y hay bandera celeste. Se me va el tiempo metida en el mar. A la vuelta me seco al sol,
busco el reloj en la carpa; casi la una, me quedaré aquí a leer el diario. El sobre, maldito, se me resbala por
debajo de la lona y casi lo pierdo en la carpa vecina. Veamos qué tiene.
Me juré no pedirte el teléfono, pero no dártelo. Llamáme, me quedó mucho por decir y por hacer. Besarte, por
ejemplo. Tengo algunas virtudes también: soy capaz de correr riesgos cuando deseo realmente conseguir algo.
Llamáme, quisiera que corriéramos juntos un riesgo.
Alberto Marini 7749—2211.
Lo leí dos veces. Lo guardé en el lugar más seguro de mi mochila.
El embargo
Milena S.

Ella le decía al flaco Hilario que hiciera algo, que trajera algún dinero, que si no, los iban a echar, pero él seguía
tomando mate bajo la parra junto a la mesa del patio, donde tenía el termo, la bolsa del pan y a veces, un pedazo
de queso. Cada tanto se rascaba la camiseta o me daba una palmadita en el lomo.
Ella un día se puso a llorar, me impresionó que se golpeara el pecho con las manos. Al final se arrancó la
medallita que tenía colgada, la tiró y se fue. Hilario recogió la medallita y se la puso en el cuello.
Los primeros días siguió tomando mate y comiendo queso. Un ratón se le ponía entre los pies y esperaba que
le tirara unos pedacitos. Una noche Hilario lloró. Se arrodilló y lloró con la cara metida entre las manos. Después
de eso empezó a tomar solo mate. Le creció la barba y se le rompió la camiseta. Ya no se alejó de mí. Si llovía
nos quedábamos adentro, si no, me sacaba al patio, a la sombra de la parra. Estábamos tranquilos.
Una mañana vino un desconocido. Tocó el timbre varias veces. Hilario se levantó con las rodillas dobladas.
Tardó un rato en enderezarse para ir a la puerta. Cuando abrió, apareció un tipo con un papel en la mano. No sé
qué diría el papel para que Hilario se pusiera tan mal. Agarró el rifle de atrás del ropero y tiro un tiro al techo. El
tipo se fue. Hilario dio un portazo y se dio vuelta tan de golpe que pateó el balde donde caía el agua de la gotera
y asustó al ratón. Vino hacia mí, se sentó con las piernas abiertas, me dio una palmadita y agachó la cabeza.
El tipo volvió con otros. Hilario tuvo que abrir. Se llevaron los muebles atados con sogas y casi todas las cosas.
Solo me dejaron la mesa del patio y a mí.
Hilario se puso a ir y venir investigando los rincones. Buscó el rifle donde ya no estaba el ropero. Pero tampoco
estaba el rifle. Estuvo de pie rascándose la cabeza. Me levantó, me miró muy profundo y tan serio que no me
atreví a ladrar, cuando me bajó, me alejó con una palmadita. Entonces trajo la mesa del patio a la pieza, la puso
en el centro y fue a agarrar una soga que había quedado tirada en el piso. Se subió a la mesa y empezó a tirar
para arriba la soga muchas veces. Parecía un juego y sin embargo yo presentía que no tenía gracia. Al final la
soga quedó atrapada en el gancho donde mucho tiempo antes colgaba una lámpara. Se ajustó la soga al cuello
y de una patada corrió la mesa. Y así quedó Hilario colgado del techo.
Llovió y salió el sol. Fue de día y de noche. Yo no sentía ganas de comer, ni de alejarme de ahí hasta que
Hilario se moviera. Un día entraron unos hombres uniformados, sacaron fotos, lo descolgaron y lo pusieron en
el piso. Ladré mientras lo revisaban. Vi cómo se quedaban con la cadenita. Mientras lo sacaban en la camilla
seguí ladrando como loco hasta que uno me sacó de patadas a la calle.
Quedé tirado en la vereda. No me podía mover. Dos chicos me levantaron y me pusieron en un carro.
Anduvimos un rato largo hasta que llegamos a una casa rodeada de basura. En la puerta los esperaba una señora.
Allí estoy, la señora se llama Vieja y me sienta encima de ella todas las tardes.
Estoy bien, pero extraño a Hilario. Quizás algún día venga a buscarme.
El autito rojo
Gerardo Rean

La tarde se llenaba de sol cuando iba con mamá a la plaza del Botánico.
Los sábados venía papá a buscarnos al departamento para luego ir caminando los tres hasta la plaza.
Si, cuando pienso en vos papá, ahora ya de grande, te veo como en esas tardes de verano y en mis sueños
estás sonriendo, haciéndome girar con tus manos hoscas.
Me llevaban de la mano y cuando hablaban fuerte, corría hasta la esquina y volvía despacio.
Mamá te decía que no y vos insistías y me alzabas por los aires y creía volar y cuando tocaba de nuevo el suelo
algo había cambiado y en casa mamá lloraba. Los sábados pensaba que venías para quedarte. Te recuerdo
peinado a la gomina y a mamá en silencio enojada.
Mientras caminábamos corría alrededor de ustedes, cuando me acercaba dejaban de hablar y vos me
sonreías, me tocabas la cabeza y como un gato me enroscaba entre las piernas tuyas y las de mamá. Sabes que
los dos me parecían tan altos.
Es curioso pero de mis cinco años, no recuerdo ninguna otra cosa tuya, salvo aquellas tardes, el sol del verano,
tus miradas, los silencios de mamá y el autito rojo que me regalaste.
Yo llevaba siempre figuritas y bolitas para jugar con Enrique, pero esa tarde además de las figuritas y las bolitas
en los bolsillos tenía el autito rojo.
Con Enrique hicimos una pista con tiza en la vereda y el autito coleaba en las curvas. Prometiste traerme
masilla para que se afirmara en el suelo y no volcara.
Dejaste de venir los sábados, te olvidaste de traer la masilla y le cambié a Enrique el autito rojo por una figurita
difícil.
La muchacha del tren
Lena Berardone

La veía todas las mañanas, a la misma hora, en el mismo vagón.


El día que la descubrí, llovía. Sentí la bocina del tren, y apure el paso para no perderlo— Subí los escalones de
dos en dos, y logre entrar antes que cerraran las puertas.
Me metí entre la gente, y me ubiqué, en el pasillo. Ella estaba sentada en el cuarto asiento del lado de la
ventana. Primero fue su perfil el que me cautivó, con esa nariz perfecta, los labios pulposos y cubiertos con un
simple brillo, que los hacia más importantes.
El pelo virgen de tinturas, de planchas, se desparramaba con rulos grandes y parejos que le llegaban hasta los
hombros. Era preciosa.
Debí mirarla por largo rato, porque giró la cabeza y me miró. No tenía cara perfecta, pero cada una de las
facciones estaban tan bien dispuestas en su cara, que la hacían perturbadora.
Le sonreí. Ella no hizo ningún gesto y siguió mirando por la ventana.
Tenía un libro abierto, no llegue a leer cual era. Y sonreí, “quiero saber demasiado de ella en tan solo
minutos“, pensé
Dejó de mirar por la ventanilla y fijó su atención en la lectura.
La miré todo el viaje, y a partir de ese día, no fallé en tomar el mismo tren y entrar al mismo vagón. Pero mi
deleite no terminaba en Once.
La primera vez, por distraído y poco acostumbrado a seguir a alguien en la multitud le perdí el rastro en la
punta del andén, al pasar los molinetes.
El segundo día subí al tren con ansiedad. Temía no volver a encontrarla, pero la suerte estaba de mi lado. Allí
estaba en el mismo asiento, y leyendo. Me puse contento.
En la estación de Once, prácticamente me puse detrás de ella. Observaba el cuerpo delgado y firme con un
movimiento muy especial al caminar.
Bajó para hacer la conexión con el Subte A. Yo detrás. Si bien el subte , me dejaba más lejos de mi trabajo que
el colectivo que tomaba, no lo pensé ni un minuto, y subí. La gente se amontonó, y quedamos en el mismo
vagón pero muy separados.
Trate de no perderla de vista, pero cuando estábamos en la estación Perú, ella ya no estaba.
Ese día estuve muy alegre, con buena chispa en el trabajo.
— Loco, que te pasó hoy, viniste enchufado.
— No, es que ayer conocí a la mina de mi vida— y me puse a describirla. Los pibes me miraban y se reían
de mí. Y empezaron las burlas.
Burlas que día a día se repetían y yo cada día me enamoraba más.
A la mañana, llegaba más temprano a la estación, no me podía dar el lujo de perder ese tren. Esperaba siempre
en el vagón cuatro, y ni bien entraba la buscaba, y la encontraba sentada en el mismo asiento, y nunca, nunca
estaba fea.
Ya no me interesaba saber que leía todas las mañanas. Me moría por saber que pensaba en esos minutos que
perdía la mirada por la ventana del vagón.
Habían pasado quince días, y me repetía, que no podía ser que no me animara a hablarle. Ella sabía que la
miraba, sabía que la seguía en el subte, hasta perderla en la estación Piedras. Creo que fue al tercer o cuarto
día cuando descubrí que allí bajaba.
Todos los días me decía que debía bajar, seguirla, y en la calle invitarla a salir. Nunca me había pasado, era
bastante caradura, pero con ella, me frenaba. Esperaba con ansiedad la mañana para verla, disfrutarla y eso me
alegraba el día.
Tramaba durante el día miles de situaciones y las burlas de mis compañeros iban en aumento. Pero a mí no
me importaban.
Era miércoles, y me levanté decidido. Este fin de semana tengo que salir con ella, me había dicho ni bien me
desperté.
Me esmere en vestirme bien y ponerme un poco más de perfume. Era el día, le iba a hablar.
Bajamos del tren, la seguí, subí al mismo vagón del subte. En Piedras ella bajo, y yo también.
“Al terminar la escalera eléctrica, cuando empieza a caminar la encaro” pensé, y me daba fuerzas.
Ella iba delante de mí, tenía tan solo tres personas que nos separaban. Al llegar al final de la escalera, dí el
paso más largo para acercarme, pero alguien me gano de mano, alguien la esperaba a la salida del subte. Una
rubia hermosa, de la misma altura, y con la que se besó en la boca y se abrazó fuerte.
Frambuesa y sangre en las manos
Mercedes Rocca

Anatina Perdíaz regresa a la casa mientras disfruta del prado, lleno de flores silvestres y pastos verdes.
Está feliz y quiere serlo aún más, en este espacio de tiempo que precede a otro, donde hoy, necesariamente,
va a sufrir.
En la mañana cuidó a la antigua farmacéutica del pueblo, ahora postrada, y no pensó en el trabajo de la noche,
porque decidió que le convenía aplicar el método de los compartimientos estancos.
Ya en la casa, acompañada por Alquitrán, el perro, corta frambuesas de un arbusto del jardín y las va poniendo
en una bolsita de papel madera.
A las 19 golpean la puerta. Es el cliente del turno de 19 a 20.30, don Escipión Macedo, el criador de pelícanos.
Anatina lo recibe con calidez, pero está nerviosa y con las manos frías.
— Hola, cómo estás?
El viejo, de piel oscura, alto y huesudo, sin contestar, arroja sobre la mesa el sombrero y el rebenque que lleva
cuando se traslada a caballo.
Un rato después, el criador de pelícanos se va, sin utilizar los noventa minutos del turno. Mientras atraviesa
el comedor, larga un salivazo, como un momento antes escupió semen en el dormitorio, sin sacarse los
pantalones ni las botas. Y paga, después de rechazar la bolsita llena de frambuesas que le ofrece Anatina.
Ella estuvo intranquila durante toda la visita, pero nunca se niega a atenderlo por temor a las represalias.
Repuesta, se prepara para el turno siguiente, de 21 a 22.30.
El cliente de ese turno vive también en Guardado, donde nacieron los dos y se entretuvieron con juegos
cuando eran chicos.
— Estás preciosa.
— Vos no te quedás atrás.
Él sonríe y le da un beso.
— Tomamos un cafecito o querés una limonada?
— Un café.
Ella va a la cocina a buscar el café y el amigo—cliente mira el cuerpo tan apetecible en este momento en que
se va, al igual que cuando viene.
El cliente queda muy relajado y contento después de aprovechar los noventa minutos del turno, y Anatina
antes de recibir el pago de sus servicios, le regala frambuesas, que él come en el camino, donde tira la bolsita
de papel madera. No las lleva a la casa, porque es casado y ya es conocida en el pueblo la procedencia de las
bolsitas de papel madera con frambuesas.

Anatina atiende a cada cliente durante 90 minutos. Ella pierde dinero al dar un turno tan extenso por un
precio común, pero respeta ese horario como algo sagrado.
La amplitud del horario tuvo su origen quince años atrás, en la época de pobreza y soledad absoluta de
Anatina. Hija única, quedó sola a los dieciséis años por la muerte de los padres en un accidente. Fue entonces
que estalló en ella el frenético deseo de amar que vivió en esos tiempos, en los que imperiosamente necesitaba
dar y recibir amor.
Todos los vecinos de Guardado se conmovieron ante su desgracia.
Las mujeres se turnaban para hacerle compañía y le llevaban comidas ya preparadas. Luego las visitas se
espaciaron, y entonces los hombres del pueblo, que ya le habían expresado sus condolencias, se presentaron
para hacerle compañía. Ella se sintió mejor, porque los notaba más contentos, sentía que la acompañaban de
corazón y no obligados por el deber cristiano. Además le dejaban dinero, lo que nunca habían hecho las mujeres,
que sólo le llevaban comidas, que a veces no le gustaban, y que además le organizaban y le ordenaban las tareas
de la casa.
El que acudió primero fue Oliverio, el herrero, muy fuerte y joven. Ella recordó muchas veces esa visita, que
había recibido hacía tanto tiempo, justo el día anterior a su cumpleaños número diecisiete.
Los dos se habían sentado en el sofá y Anatina le sirvió a Oliverio licor de huevo, en una copa muy grande.
Ella había preferido saborear un chupetín y él le había dicho que parecía una nena, mientras la miraba
conmovido.
Después el joven le había prestado el pañuelo para limpiarse la boca y los dedos pegoteados, y cuando ella le
quiso poner el pañuelo, hecho un bollo, en el bolsillo de la camisa, con estas maniobras hizo volcar el licor de
huevo de la copa de Oliverio. El licor se derramó sobre el vestido de la adolescente, que se puso muy nerviosa.
Oliverio, para solucionar el problema, le había quitado lentamente el vestido sucio y ella lo había dejado,
porque sentía placer, aunque por momentos temor.
Él se fue dos horas después, pero antes le había dejado una cantidad de dinero más que suficiente para
comprar un vestido nuevo, porque el que llevaba puesto se había arruinado con las manchas de licor.
Así recuerda Anatina su iniciación sexual y comercial, que tuvo lugar quince años atrás, en aquellos tiempos
de gran soledad y pobreza.

El pueblo está alborotado.


Se ha desatado un conflicto entre Escipión Macedo, el criador de pelícanos, y Servando Luzuriaga. el
comisario. Anatina se entera por la mañana, cuando llega a la casa de la vieja farmacéutica.
La enfermera que la cuida por la noche, apenas la ve, le dice:
— No sabés lo que pasó. Están enfrentados el comisario y el criador de pelícanos.
— ¿Por qué?— pregunta Anatina.
— Porque Escipión no tiene bien el alambrado de sus campos y el comisario ya le había avisado que tenía
que arreglarlo— le contesta la enfermera mientras se saca el guardapolvo.
— ¿Por eso nomás?
— No, porque una vaca de Escipión salió al camino y se le cruzó al sulky de doña Honoria, que se rompió la
frente y dos costillas y el caballo se mancó y lo tuvieron que sacrificar. Escipión dice que la culpa es de Honoria,
que está muy vieja para manejar el sulky y hasta para salir sola a caminar.
— Pero si casi tienen la misma edad— dice Anatina.
— La que está bien es la vaca y eso que se le fueron encima el sulky con el caballo. Apenas Honoria recuperó
el conocimiento, preguntó varias veces por la dentadura postiza, pero ahora casi no habla, porque tiene muy
hinchada la cara.
A mitad de la mañana, doña Pelagia Bruno viuda de Condorsés, la amadora de aves, camina rápidamente
hacia la comisaría. Custodiando la entrada del edificio está sentado Yuto, el perro policía de raza pura, de
catorce años de edad, que ya merecería jubilarse por los largos servicios prestados. Sin levantarse, con dos
movimientos de la importante cola, le dá entrada a Pelagia. Esta pasa a la sala de recepción, donde también
está sentada frente a una mesita, la cincuentona Clodovea, profesora de piano y mujer culta, ahora secretaria
ad honorem del comisario, a cambio de casa y comida.
Las dos mujeres se conocen desde siempre. Clodovea está encantada con la llegada de Pelagia pues ya lleva
leída tres veces la novela que tiene sobre la mesita, debajo del cuaderno de “Entradas y Salidas” de la comisaría.
Pero la visitante, apurada, le estampa un beso en la cara y entra sin golpear al despacho del comisario; la
secretaria, asombrada, también se apura a anotarla en la columna de Entradas del cuaderno.
— Servando, esta vez es la definitiva.
El comisario levanta solamente la vista cuando entra Pelagia y después continúa mirando unas fotografías
que tiene sobre el escritorio.
— Vos bien sabés que yo vengo haciendo mis propias investigaciones, porque te las vengo contando paso
por paso.
Hace una pausa y después de suspirar, continúa emocionada:
— Ya mi amado Cóndor, antes de emprender el vuelo final, me había hablado del asunto.
El comisario saca la vista de las fotografías y extiende los brazos sobre el escritorio. El recuerdo de su gran
amigo Abelardo Condorsés, el difunto marido de Pelagia, lo hace interrumpir la tarea.
Ante la actitud del comisario, Pelagia continúa con más fervor:
— Servando, no estoy aquí por el caballo, las costillas rotas ni la dentadura de Honoria, que el maldito
criador de pelícanos tiene que pagar, vengo por otra cosa más importante.
— ¿A qué te referís?
— A que en este momento hay madres, madres pelícano que se están desangrando por la maldad del que
las cría, que están sufriendo y que pronto van a morir. ¿Vos lo sabés, no? Y vos también sabés que el criador
de pelícanos hizo construir un estanque de cemento, y que lo cercó con un tejido de alambre de siete metros
de alto. Y por último te pregunto: ¿Sabés por qué llenó el estante con agua, y dejó allí varias madres pelícano
con sus crías, vos lo sabés? Yo sé que vos lo sabés.
— Decímelo vos Pelagia.
— Porque el criador de pelícanos no les da alimento a las aves del estanque y como bien sabemos vos y yo,
Servando, la pelícano madre cuando no tiene alimento para sus crías, se destroza el vientre a picotazos, y
alimenta a los hijos con su sangre. Es una crueldad que el comisario de Guardado no puede permitir ni esta
servidora tampoco. Un día de éstos lo bajo de un escopetazo.
— Tranquila, Pelagia, que yo estoy trabajando en el caso.
— Sí, ¿y cuando lo resolvés? Porque tu apellido es Luzuriaga, pero de la velocidad de la luz, no tenés nada.
Pelagia piensa satisfecha que el último parlamento le salió redondo, pero al instante se arrepiente por lo que
le dijo al comisario. Sin embargo, él dice muy tranquilo:
— Pelagia, ya he tomado fotografías del estanque con las aves heridas y del lago. Y como no tenemos
tribunales ya le comuniqué el caso al fiscal de Altovalle, que se puso en contacto con la Sociedad Protectora de
Animales de la ciudad. Sin pruebas, no podemos caernos sobre él, porque tiene abogados y mucha plata. Fijate
que cuando le pregunté al criador por el vientre destrozado de la madre pelícano del estanque, me dijo que la
sacó del lago porque había enloquecido. Y lo notable del caso, es que el maldito siempre tiene una madre
pelícano de turno, que enloquece y se lastima ella misma.
Pelagia, a quién mientras hablaba el comisario se le habían escapado unas lágrimas por el sufrimiento de las
aves tan amadas, le da un beso, y se va sin decir una palabra.

Escipión Macedo, el criador de pelícanos, no está preocupado por el accidente que causó una vaca de su
propiedad, al cruzársele en el camino al sulky de la vieja Honoria. Sabe que debe pagar por los daños y perjuicios
ocasionados a Honoria, pero confía en que sus abogados torcerán los hechos y no deberá indemnizarla.
Pero sí lo inquieta el interrogatorio que le hizo Servando Luzuriaga, el comisario de Guardado, sobre las
madres pelícano que tiene encerradas en el estanque y que para alimentar s sus crías, se desangran a picotazos
en el vientre.
Su olfato de zorro viejo lo alerta sobre la proximidad del peligro. Y aún tiene que confirmar cierta información
que le llegó sobre las actuaciones del fiscal y de la Sociedad Protectora de Animales de la ciudad de Altovalle,
que es la más próxima a Guardado y tiene jurisdicción sobre este pueblo.
Está ansioso, y por ello toma un turno con Anatina, además del que tiene habitualmente. Llega montado en
el caballo negro, que ata en el palenque, seguido con recelo por Alquitrán, el perro de Anatina. Cuando el cliente
ya entró en la casa, el perro se dedica a morder las patas traseras del caballo, porque le tiene rabia, tanto a él
como a su dueño.
Adentro de la casa, Escipión no responde al saludo amable de Anatina y arroja como siempre el rebenque
sobre la mesa del comedor. Entra al dormitorio y ella lo sigue, desabrochándose la bata que cubre el cuerpo
desnudo, porque sabe la rapidez con que este cliente concreta el negocio sexual.
Escipión Macedo, el criador de pelícanos, sin sacarse las botas se baja los pantalones hasta las rodillas y espera
con la cara enrojecida, de pie junto a la cama. Anatina mira extrañada el semblante púrpura del cliente, lo que
es raro en él.
— Acostate tarada.
El criador de pelícanos quiere decir otras que en su interior presionan para salir y sabe que Anatina las podría
escuchar, pero lo único que puede hacer es eyacular en silencio.
Cuando se va, ella le ofrece frambuesas en una bolsita de papel madera.
Él se detiene, su mirada se enciende, y habla con un tono especial.
— Dámelas vos, en tus manos.
Ella toma varias frambuesas y se las ofrece juntando ambas manos.
Él se acerca a la joven y de sus manos ahuecadas saca una frambuesa, tomándola directamente con los
dientes. Mientras la mastica muy despacio, parece ausente. No le presta atención a Anatina, y en su lugar ve
otra cara, la cara de otra mujer. Está ido, recordando el momento en que esa mujer lo abandonó, sin besarlo ni
mirarlo, simplemente se fue, dejándolo solo. Es la madre, esa figura durísima que aparece siempre cuando él se
relaciona con las mujeres.
Ahora, cincuenta años después, el criador de pelícanos está frente a una mujer, a la que odia, pero que
también necesita y que amablemente le ofrece frambuesas, que esta vez no rechaza. Movilizado por los
recuerdos, come frambuesas de las manos de Anatina. De pronto sus dientes atraviesan las frambuesas y
también las manos de la joven.
Ella grita por el dolor, pero él continúa masticando. La sangre de Anatina es más roja que las frambuesas.
Afuera, Alquitrán ladra desesperado porque no puede entrar.
Cuando la joven cae desmayada, el criador de pelícanos se va; está fuera de sus cabales y olvida el rebenque
sobre la mesa del comedor. En el momento en que sale dejando la puerta abierta, entra Alquitrán.
Anatina está en el piso, sin conocimiento y el perro trata de reanimarla con la lengua, luego con el hocico le
golpea la cara y el cuerpo. Ella no reacciona.
Alquitrán va corriendo a la casa de Venancia, la vecina más cercana y ante ella ladra con desesperación. Luego
la lleva afuera de la vivienda, tironeando con la boca de la pollera, que después suelta para correr hacia la casa
de Anatina, seguido por Venancia.
Anatina ya recuperó el conocimiento pero continúa tirada en el piso. Venancia se hace cargo de la situación.
Primero le da una copita de licor para reanimarla; luego le cura y venda las manos porque sangran mucho. Por
último la ayuda a levantarse y la hace acostar.
Sobre la mesa del comedor hay un rebenque; Venancia ya lo ha visto, y ahora lo guarda bajo llave en el
aparador.
Luego llama a la policía.
El comisario de Guardado se presenta de inmediato. Decide interrogar después a Anatina, y la lleva enseguida
al consultorio del único médico del pueblo. Antes de salir, el comisario escucha complacido a Venancia.
— Servando, después del médico traéla a casa, porque me va a resultar más cómodo cuidar allí a Anatina,
hasta que se reponga. Y cerrá la casa con llaves para preservar la escena, porque hubo un acto criminal. Tengo
algo muy importante que contarte. Vení apenas puedas, porque en el pueblo hay un criminal suelto.

Alquitrán tiene mucho trabajo. Le corresponde cuidar dos casas: la de Venancia, donde hace días está el ama,
y la del ama, ahora deshabitada y cerrada. De tanto ir y venir entre ambas casas, ha adelgazado, aunque
Venancia le da comida abundante y le permite entrar dos veces por día a la casa para ver a la queridísima ama.
Estando en el jardín de Venancia, Alquitrán ladra contento porque ve llegar al comisario. Viene acompañado
por el subcomisario, que trae una máquina de escribir, ya que se desempeña también como oficial sumariante,
porque él y Servando Luzuriaga son los dos únicos policías del pueblo.
El momento es más que importante. Venancia tiene sentados en el living comedor de la casa al comisario y al
subcomisario de Guardado. La dueña de casa está a la altura de las circunstancias, pues ya desempolvó los
muebles del comedor y se vistió con especial cuidado. También le recomendó a Anatina que se arreglara muy
bien y la hizo sentar en el sillón más cómodo, porque aún está convaleciente.
— Servando, gustás vos y el subcomisario una copita de coñac? Es excelente.
— Gracias Venancia, lo dejamos para otra oportunidad. Cuando trabajamos no tomamos alcohol.
— Entonces les sirvo un vaso de granadina.
— Eso sí, te lo agradezco ¿Vos también tomás, Sub?, agrega preguntándole al subcomisario.
Todos toman granadina.
El comisario mira con disimulo a Anatina, que está muy tensa y parece no disfrutar de la deliciosa bebida.
— Anatina ¿Cómo te lastimaste las manos?
Anatina se reacomoda en el sillón y no contesta.
El subcomisario se pone de pie y después se sienta frente a la máquina de escribir, que ya había colocado
sobre la mesa del comedor.
Anatina permanece en silencio. El comisario no necesita que responda para conocer la verdad. Con una orden
de allanamiento y acompañado por el fiscal de Altovalle, ya había entrado a la casa de Anatina. Allí recolectó
varios elementos probatorios que incriminan al criador de pelícanos, entre ellos el rebenque. También en el
Juzgado se recibió el testimonio de dos vecinos que vieron cabalgar al criador de pelícanos en dirección a la casa
de Anatina y volver aproximadamente una hora después. Otro vecino declaró que lo vió atar el caballo y después
entrar a la casa de la joven. Venancia y su marido dijeron en su testimonio que lo vieron pasar cabalgando hacia
la casa, frente a la cual dejó el caballo atado un largo rato.
Sentado en el living de Venancia, el comisario con suavidad pregunta otra vez.
— Anatina, me tenés que decir cómo te lastimaste las manos.
— No sé bien. Pero sé que debo volver a mi casa y que vivo sola. Venancia me cuidó como una madre y
nunca llegaré a agradecerle todo lo que hizo por mí, pero debo volver a mi casa, y allí estoy sola.
Se oye el tecleo de la máquina de escribir y cuando termina, el comisario dice:
— Anatina, tenés el deber de hablar, porque otras personas pueden ser atacadas como te pasó a vos. Y no
temas represalias, porque durante un tiempo prudencial podés vivir en la casa—habitación de la comisaría,
compartiendo el cuarto con mi secretaria Clodovea, que es muy buena y sensible. Y que venga con vos Alquitrán,
que se lleva muy bien con Yuto.
Y agrega con sagacidad:
— Si el autor de tus heridas está libre, puede pensar que corre peligro porque en cualquier momento vos
lo podés acusar. Y no sé qué puede llegar a hacer ese individuo, desde amenazarte con golpes para que no hables
hasta eliminarte. Es un hombre maligno y loco, todos lo sabemos.
— Sí, es cierto. Y mata a las madres pelícano — exclama Venancia.
Anatina reflexiona y enseguida cuenta los hechos tal como sucedieron. Sólo se escuchan su voz, las preguntas
del comisario y el tecleo de la máquina de escribir.
Una vez firmada el acta, el subcomisario vuelve rápido a la comisaría, que ha quedado a cargo de la señorita
Clodovea.
Mientras tanto el comisario camina muy apresurado hacia la casa de Escipión Macedo, donde comprueba
que no está. Se queda a esperarlo, ocultándose para no ser visto. Durante días repite el procedimiento, pero el
acusado no regresa. Y no envía al subcomisario porque quiere ser él mismo quién arreste al maldito criador de
pelícanos.

Servando Luzuriaga, el comisario de Guardado, está en la carpintería del pueblo para retirar la cama de una
plaza que encargó hace quince días. Todo el pueblo está enterado que el comisario ha encargado una cama de
una plaza y el mismo comisario también ha divulgado esa compra. Además hace quince días le dio a la secretaria
indicaciones muy puntuales, que ella viene cumpliendo desde entonces, como lo está haciendo precisamente
en este momento, en que habla con la mujer de Arnoldo, el panadero.
— Sí, Ernestina, yo misma controlé al subcomisario cuando pasó el sofá del living—comedor a mi cuarto. Y
aunque te parezca mentira, yo tuve que darle instrucciones de cómo llevarlo, para que no dañara el tapizado.
Porque como bien sabemos vos y yo, querida, los hombres nos ganarán en fuerza bruta, pero en intelecto, jamás.
— Sí, tenés razón, Clodovea, ya estoy harta que mi marido entre a cada rato en la casa, por cualquier
motivo, apoyando en cualquier lado los bártulos mugrosos que usa para trabajar. Una vez me apoyó la asadera
que trajo don Aniceto, con un lechón para asar, encima de la mesa del comedor, que quedó manchada de aceite
para siempre. Y dijo el caradura que fue por el apuro que tenía para ir al baño y que no lo podía culpar. Ojalá la
panadería estuviera a mil cuadras de mi casa y no en el mismo edificio.
— Sí, tenés toda la razón, Ernestina. Yo en mi caso, sufrí mucho mientras el subcomisario llevaba el sofá
del living a mi cuarto, y ahora, quince días después, lo tienen que pasar otra vez al living. Espero que lo pasen
los empleados de la carpintería, cuando traigan la cama, porque deben estar especializados en trasladar
muebles. Lo único que me consuela de todo este lío, es que Anatina es adorable y una gran compañía.
Todo el pueblo de Guardado sabe que Anatina y Alquitrán viven en la casa del comisario, anexa a la comisaría,
y que la joven comparte el amplio dormitorio de la secretaria Clodovea, adonde primero se llevó un sofá para
que durmiera, y que ahora va a ser reemplazado por una cama nueva de una plaza.
Alquitrán no es ajeno a la vorágine que afecta a Clodovea, porque ayuda a custodiar la entrada de la comisaría
al anciano Yuto, el perro policía; también se hace una escapada varias veces por día para controlarla casa del
ama, ahora desocupada; y además debe cumplir con su obligación más importante, que es cuidar a la
queridísima ama. Está muy estresado y por eso, aunque fue muy bien educado por Anatina, se descargó los
nervios comiendo las flores del jardín del frente de la comisaría, ante la mirada comprensiva del mismísimo Yuto.

Clodovea está desorientada. Siente que las cosas han cambiado en la comisaría, donde hasta hace poco
detentaba el rol femenino, en forma exclusiva. El comisario y el subcomisario son dos caballeros y sólo ella la
única dama, hasta hace poco.
Con frecuencia, el hecho de ser la única hembra en la comisaría, le producía un cosquilleo en las partes
pudendas y también fantaseaba con la idea del tan deseado asedio masculino.
Aunque el subcomisario es casado, no por eso deja de ser un hombre. Y, en su ancianidad venerable, Yuto
también tiene testículos.
Pero el único destinatario de su amor es, desde hace mucho tiempo, el comisario.
Buen mozo y cuarentón, sin saberlo movilizaba a la romántica Clodovea, a quién por dentro la golpeaban
flujos y reflujos fuertísimos, generándole ardores muy intensos.
Ella en muchas oportunidades había querido seducirlo. Equivocada o no, pensaba que el punto más fuerte de
su belleza estaba en la cara, puntualmente en los supuestos grandes ojos negros y en los labios carnosos. Por
eso en varias oportunidades, frente al comisario, abría mucho los ojos y adelantaba la boca muy gruesa, para
realzar estos encantos.
Al principio el comisario quedó extrañado, pero luego empezó a preocuparse ante la persistencia de los
movimientos faciales. Por su parte, Clodovea interpretó las miradas preocupadas del comisario como un interés
amoroso y en consecuencia arreció con los gestos sensuales.
— Clodovea, ¿por qué no se hace una escapadita a Altovalle y allí ve al doctor Persalutti, que como usted
sabe es un excelente médico y muy amigo mío? Me gustaría que él la revisara, porque siempre es conveniente
acercarse al médico para comprobar el buen estado de salud.
Es que el comisario, ante los continuos gestos de la secretaria, había pensado que podía tratarse de un
problema neurológico, y por eso agregó ansioso:
— ¿Va a ir?, ¿no es cierto mi querida, que va a ir?
Clodovea quedó muda por la emoción. Con la cara completamente enrojecida, no podía articular palabra;
sólo pensaba en el “mi querida” que le había dicho el comisario, que le seguía resonando en los oídos.
El, alarmado, vió confirmadas sus sospechas; por eso le tomó las manos y le dijo con dulzura, mirándola a los
ojos:
— Quiero que usted se cuide mucho, Clodovea.
— Sí, Servando, sí — pudo balbucear ella con esfuerzo, con la cara hecha un fuego.
La secretaria había entendido, sin abrigar la menor duda, que su amado quería conocer el estado de su salud,
en forma previa al pedido de mano. Por eso fue de inmediato al médico para comprobar su excelente salud.
Y a partir de ese momento le empezó a hablar al comisario de lo sublime del acto de adoptar a un bebé
abandonado, y mientras se lo decía lo miraba muy fijo, para que supiera que ella, aunque muy sana, ya no tenía
la regla. Pero que en el futuro matrimonio, el tema de los hijos no iba a ser ningún problema.
Tampoco era problema para Clodovea, que estaba por ingresar en la sexta década de su vida, que le llevara
dieciocho años al comisario, porque le habían prestado como muy buena una novela, donde los protagonistas,
después de grandes dificultades, al final se casaban con mucha felicidad, triunfando el amor sobre el tiempo,
dado que la novia tenía treinta y cinco años más que el flamante marido.
La había leído sólo dos veces antes de devolverla por el pedido urgente de la dueña, porque Clodovea
acostumbraba retener los libros prestados más de lo debido. Pero el hecho que la anciana protagonista fuese
multimillonaria fue un dato que evidentemente no registró la memoria selectiva de Clodovea.
Ella había leído muchísimas novelas, varias veces cada una, porque no podía comprar otra o no la conseguía
prestada.
Sabía de memoria las situaciones, y en particular lo que hacían los personajes femeninos, con los que se
identificaba, al punto de vivir sus peripecias como propias

La vida de Clodovea ha cambiado drásticamente. Ahora está alojada en la casa—habitación de la comisaría


una mujer joven y hermosa.
Esto afecta de manera inexorable el castillo que había construido, donde ya no puede ser la reina. Y para
colmo de males, la intrusa duerme en su misma habitación, donde con gran sufrimiento, percibe a diario la
belleza de la joven.
Una angustia muy fuerte le atraviesa la garganta como un puñal y la realidad le parece una pesadilla.
Pero puede ocultar su aflicción al comisario, ya que éste sale todos los días a buscar a Escipión Macedo, el
criador de pelícanos, al que aún no ha podido detener.
Además el comisario, y con menor frecuencia el subcomisario, acompañan a Anatina cuando va y vuelve de
la casa de la anciana farmacéutica, a quién cuida hace años, trabajo por que recibe un sueldo exiguo.
Y la afligida Clodovea viene notando que el comisario disfruta mucho en esas custodias y la custodiada
también. Y que entre ellos hay un vínculo sentimental creciente, indisimulable.

El comisario tiene vigilada la casa del criador de pelícanos de manera permanente y secreta.
Por fin aparece. La noche es muy oscura y lo escucha llegar, aunque cabalga al paso. Oculto, espera que ate
el caballo y cuando camina hacia la casa, se presenta en forma sorpresiva, iluminándolo con una linterna. Queda
paralizado, está sorprendido y muy molesto por la luz intensa. El comisario le comunica su arresto y mientras le
está informando los motivos, el otro alza el rebenque para golpear la cara del comisario, pero éste más rápido
se lo hace volar con el machete reglamentario. Y también con un machetazo en las piernas lo tira al piso, donde
lo esposa. Y aunque no es necesario, lo amordaza con el propio pañuelo, como para que esos dientes malditos
no dañen nunca más.

En la comisaría hay un movimiento inusual. El criador de pelícanos está ocupando la única celda y sus
abogados lo visitan con frecuencia, después del período de incomunicación que dispuso el juez de Altovalle.
La novedad distrae momentáneamente a Clodovea del pesar por su revés amoroso.
Anatina tiene un problema, porque la proximidad del criador de pelícanos, aunque está en una celda, le causa
miedo y le desequilibra los nervios. Por eso, decide dejar la habitación de Clodovea y volver a la casa.
Clodovea se alegra por el alejamiento de la intrusa y siente que ha recuperado su lugar. Además está muy
entretenida con el movimiento que hay en la comisaría, por lo que debió escribir muchas páginas en el cuaderno
de entradas y salidas. Y aunque no olvida la relación sentimental del comisario, no ver a Anatina le da un cierto
sosiego.
Precisamente, por su decaimiento, había dejado de cuidar el jardincito que tiene a un lado de la celda; había
sido su pasatiempo favorito y le permitía obtener claveles, rosas y sobre todo lavandas, su flor preferida. Con
las lavandas, colocadas en bolsitas de tela muy fina, perfuma sus calzones, adornados con puntillas muy vistosas
que hace ella misma.
Ahora está en el jardín, que había descuidado durante varias semanas.
— ¡Ay Dios! ¿Porqué, por qué? — exclama casi en un grito Clodovea.
El criador de pelícanos la escucha, extrañado. Agarra enseguida el vaso de vidrio que tiene escondido entre
las mudas de ropa, y para oír mejor, lo pone contra la pared de la celda.
— ¿Qué me pasó?— dice desesperada Clodovea, y se pone a llorar.
Después agrega entre sollozos, refiriéndose a las plantas:
— ¿Por qué les tuvo que pasar esto?
El criador de pelícanos la escucha. Reconoce la voz de Clodovea, la secretaria del comisario. Y rápidamente
hace memoria: proviene de un familia adinerada venida a menos, los padres murieron, la hermana se fue del
pueblo. Fue criada a la antigua, es ingenua y soltera. No tiene ningún pariente. Está sola. Y por lo que oye,
desesperada. Calcula que le puede ser útil y decide actuar.
— ¿Qué oyen mis oídos, alguien está llorando?— dice en voz muy alta.
Clodovea, sobresaltada, se apura a ponerse de pie, pero se cae sobre los rosales secos, lanzando un grito de
dolor.
— ¿Qué le pasa, qué infortunio la aqueja?¿Y por qué estoy injustamente encerrado y no la puedo ayudar
como quisiera hacerlo, de todo corazón?
Y mientras piensa si ha dicho lo correcto, porque acostumbra a decir palabrotas y no esas finezas, se apura a
tomar de nuevo el vaso para escuchar la contestación de Clodovea, quién permanece en silencio.
— Respóndame mujer, dígame cuál es su desgracia. Yo, con toda sinceridad, le digo que en este momento,
mi mayor desgracia es no poder ayudarla, y no el estar injustamente preso.
Después agrega con tono imperativo:
— Mujer, ¡dígame qué le pasa!
Ante tal apremio, ella se decide a hablar:
— Se me secaron las plantas.
— ¡Es una tarada!— se le escapa al criador de pelícanos, pero luego, consciente del exabrupto y deseando
que ella no lo haya oído, rápidamente dice en voz alta:
— ¡No es nada! ¡No es nada! No sufra. ¡Yo le regalaré miles de plantas y flores!
Y agrega, manejando ya la situación:
— Por favor, venga mañana a esta hora. Y traiga un vaso de vidrio, así no tenemos que gritar. La espero.
Ahora no puedo seguir hablando porque mi corazón no resiste tanta emoción. No le cuente a nadie lo que
hablamos.
Clodovea, obediente, se retira enseguida. No puede creer lo que ha vivido y le parece que está soñando.
Por su parte, el criador de pelícanos le encarga al asistente que traiga en la mañana siguiente una docena de
flores variadas y dos plantitas en macetas pequeñas. Insiste en que las macetas deben ser muy chicas, para
evitar sospechas sobre la introducción de objetos prohibidos. Quiere que su conducta tenga el máximo de
transparencia, porque planea fugarse.
A la mañana siguiente, el asistente le trae un ramo de calas, claveles y crisantemos, y dos macetitas, una de
ellas con una plantita de alelí y la otra con un cactus enano, lo único que pudo conseguir en tan poco tiempo.
El subcomisario revisa y permite pasar las flores y las plantitas, mientras piensa que no se equivocan quienes
comentan en el pueblo que el criador de pelícanos está completamente loco.
El preso recibe la docena de flores y las dos macetitas. Se enfurece con el asistente porque le parece
inapropiado el cactus enano y por eso lo retiene en la celda, junto con las flores. Y le ordena que coloque la
macetita con la planta de alelí en el jardín abandonado, muy junto a la pared de la celda.

Clodovea se comporta de una manera errática durante las veinticuatro horas que preceden a la cita. Busca
algo pero no sabe qué, no recuerda donde ha puesto las cosas, y en el Libro de Entradas y Salidas de la comisaría,
se saltea algunas entradas y anota dos veces la misma salida.
Llega al jardín al atardecer, como el criador de pelícanos le ha indicado el día anterior. No sabe si él la puede
mirar, pero igualmente quiere estar hermosa, porque presiente un interés amoroso. Por eso se pinta los labios
con un rojo muy fuerte y también usa el lápiz labial como rubor para las mejillas. Y como se le ha terminado el
cosmético, en un acto desesperado se aplica en las pestañas un poquito de betún negro para zapatos.
— ¿Estás allí, bella mujer?— dice el preso, al escuchar el crujido de las plantas secas bajo las pisadas de la
— visitante.
— ¡Me está mirando! — piensa ella emocionada al escuchar que él dice bella mujer y enseguida eleva el
pecho y mete para adentro el vientre. Y se olvida de responder la pregunta. ¡Tan tarada como siempre! piensa
él, dado que no escucha ninguna respuesta. Entonces le pregunta:
— ¿Trajo el vaso?
— Sí — balbucea ella.
— Bueno, ponga la base contra la pared, y después ponga la oreja sobre el vaso.
— ¿Por qué?
— Porque quiero que hablemos y así vamos a escucharnos mejor.
Con la oreja apoyada en el vaso, Clodovea escucha palabras que le aceleran los latidos del corazón.
— Como le prometí, le daré mil plantas y flores. No quiero que llore por lo que perdió. Quiero que sea feliz
con todo lo que yo le voy a dar ¿Entiende?
— Sí.
— Y ahora le enviaré flores, porque mi corazón ya lo tiene usted.
— ¿Qué? — pregunta ella.
El criador de pelícanos, hastiado, da por concluida la charla, y cumpliendo con su promesa, le arroja por entre
las rejas del ventanuco, uno por uno, los crisantemos, claveles y calas.
Y por último, tira con rabia la macetita con el cactus enano, deseando embocar a Clodovea, porque piensa
que jamás va a poder fugarse con su ayuda.
Pero enseguida reflexiona, y como no tiene otra alternativa para escapar, le dice:
— Venga mañana a la misma hora y no le cuente a nadie lo que hablamos.

Clodovea cuida el jardín durante el atardecer, como acostumbraba, y esa tarea ahora coincide con las citas
de amor
Está viviendo el romance soñado.
El asistente, por orden del criador de pelícanos, hizo una marca disimulada en la pared de la celda, donde ella
apoya el vaso para escuchar la voz del amado. Él le dice en una de las primeras conversaciones: —Querida mía,
le pido que se comporte como siempre, que haga lo mismo que hacía antes. Y de rodillas, le pido por favor, que
mantenga en secreto la sagrada relación que nos une, porque la maldad de ciertas personas la va a querer
destruir. Y entonces me van a destruir a mí, porque usted es mi vida.
Desde esa conversación, todas las tardes ella encuentra una rosa blanca, escondida en un recoveco de la
pared de la celda. La lleva al cuarto y pone los pétalos entre las hojas de un libro, donde guardó también un
papel color rosa, porque en él su enamorado le escribió una poesía:
“Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca.”
A continuación agregó: “Quiero ser su amigo, pero también la amo. No sea cruel, dígame si corresponde mi
amor.”
Ella, educada a la antigua, no le expresa sus sentimientos, porque le parece una falta al recato con que debe
comportarse.

El cielo está lleno de nubarrones oscuros, que presagian lluvia. Es el atardecer de un día domingo y en la
comisaría hay poca gente y mucho silencio. Clodovea está en el jardín y decide no regarlo porque va a llover.
Está inquieta por ciertos pensamientos, que le dan vueltas en la cabeza desde que despertó, y como ya mantuvo
muchas charlas con el criador de pelícanos, se anima a preguntarle:
— Escipión, ¿por qué usted lastimó a Anatina?
— Clodovea querida, no le hice nada a Anatina, que es amiga del comisario y se entiende con él. Me
avergüenza decirlo, pero yo, necesitado de amor, fui a su casa. Cuando le iba a pagar, ella vió que yo tenía un
fajo de billetes y me pidió que se los prestara. Como no quise, gritó primero y después me agredió, porque mi
negativa la puso furiosa. Le pagué lo convenido, y cuando me iba, ví que se estaba mordiendo las manos.
Clodovea cree el relato, ya que siente un rencor profundo contra Anatina, por haberle robado el amor del
comisario. Además, conoce el trabajo de la joven y le parece creíble que se haya puesto furiosa y lastimado a sí
misma, dado que ella vende el cuerpo por dinero.
Él dice después:
— ¿Me oye bien, querida?
— Sí.
— También le quiero decir que yo no mato en el estanque a las madres pelícano, como dice Pelagia Bruno.
Pelagia me odia por algo que dije en la Asamblea N° 1941 de los Notables del Pueblo.
En Guardado, adquieren la categoría de Notables, los que tienen más de veinte años de residencia en el
pueblo, y que además hayan realizados actos meritorios, destacables o que beneficien a la comunidad.
Clodovea no recuerda bien esa Asamblea, en la que estuvo presente, con derecho a voz y voto, y para
refrescar la memoria, le pregunta:
— ¿Qué dijo usted en la Asamblea N° 1941?
— Pelagia, la mal llamada amadora de aves propuso crear el “Día del ave amiga”; entonces yo pedí la
palabra y a continuación propuse crear el “Día del pajarito que voló”. Pelagia lo tomó como una afrenta, porque
vió, erróneamente, una alusión jocosa a su difunto marido Abelardo Condorsés, del que siempre anda diciendo
que emprendió el vuelo final. Lejos de mí tal intención, se lo juro, querida amiga.
Ella lo escucha con atención y después recuerda el día que Pelagia Bruno estuvo en la comisaría. Había llegado
muy acalorada, apuradísima, la saludó apenas con un beso, y después entró, sin golpear, en el despacho del
comisario. Clodovea se acuerda que permaneció allí un largo rato, y ahora deduce, con total convicción, que
estaban confabulando contra el criador de pelícanos.
Finalmente, él dice reflexionando con preocupación:
— Desde que empecé con el proyecto para ser candidato a alcalde de Altovalle, han desatado una campaña
en mi contra, inventando todo tipo de acusaciones. Y tan es así, que mis abogados me avisaron que me están
armando una denuncia por estafa en la venta de tierras.
El criador de pelícanos respira muy hondo, y luego de una pausa, dice con voz desesperada:
— Clodovea, voy a matarme, ya lo decidí. No quiero estar el resto de mi vida encerrado injustamente, sin
poder estar con usted. Prefiero la muerte. Desde el más allá velaré por usted y sólo así podré estar tranquilo.
Clodovea se sobresalta, porque puede perder el único candidato que tiene y el amor que la hace de nuevo
feliz.
— Escipión, usted no va a quedar encerrado de por vida. Y no tiene que matarse para ser libre. Yo sé lo que
tengo que hacer. Sólo le pido una cosa.
— ¿Qué? — contesta él, ansioso, porque hasta ahora el plan iba bien, pero se agrega una exigencia.
— ¿Puedo llamarlo Escy? Diga que sí, por favor.
— ¿Por qué?
— Porque Escipión se parece a escorpión. Escy me gusta más, es más dulce.
— Sí, llámeme como quiera — contesta él, entre aliviado y furioso por lo ridículo de su flamante
sobrenombre.

El criador de pelícanos ya está en la habitación de Clodovea, quién veinte minutos antes le abrió la puerta de
la celda
La cama de Clodovea tiene el colchón descubierto y en un extremo están dobladas con prolijidad las sábanas
y la colcha.
En el piso hay una maleta mediana y un paquete grande. En la mesita, una mochila y un bolso de mujer.
Sobre el escritorio hay varios paquetes, hechos en papel madera, con la anotación “Para los pobres” en letras
grandes y en color rojo. En el más grande de los paquetes, la inscripción dice: “Propiedad de Clodovea E.
Apercantini”.
Son las dos de la madrugada, y faltan sólo treinta minutos para la hora convenida
Él está tenso, y además a punto de estallar, porque Clodovea nunca termina de acomodar las cosas. Ya le dijo
que se mueva lo menos posible y sin hacer ruido, pero ella no puede quedarse quieta esperando el momento
de partir.
Ahora la ve subiéndose a una silla, para descolgar un cuadrito. Enojado, se acerca para retarla, pero la ira
desaparece cuando mira las piernas macizas, emergiendo de los calzones blanquísimos y largos, adornados con
una puntilla muy vistosa. Se enternece. Y piensa complacido que Clodovea es una adelantada porque no usa
enaguas, como las demás mujeres de su generación.
La ayuda a bajar de la silla, agarrando también el cuadrito. Y para hacer más rápido, lo guarda en su
mochila, mirando con asombro la cara de un santo con aureola pero con los ojos bizcos.
Por fin ellos ven la luz de la linterna, detrás de los vidrios y las cortinas de gasa. Es la señal que el criador de
pelícanos está esperando. Muy despacio, sin hacer ruido, abre las dos hojas de la ventana, y saca primero al
patio exterior el equipaje, y luego pasa él. Después agarra a Clodovea, que espera subida a una silla, y la tiene
que arrastrar, y después alzar con esfuerzo, para que por fin, pueda salir.
Ya afuera, y con sus petates, los dos se pierden en la oscuridad de la noche.

Guardado está en ebullición, como un hormiguero en un día caluroso. Salen a la calle los dueños de los
negocios, para hablar con el comerciante de al lado o con quién encuentren. Las mujeres no entran a las tiendas,
están en la calle parloteando con las bolsas vacías y cuando las cargan, olvidan la mayor parte de lo que debían
comprar.
La fuga de Clodovea y Escipión es la comidilla del día. Todas las bocas se abren por el asombro causado por la
inconducta de la señorita Clodovea.
Algunos pocos directamente no lo creen, como la dueña de la mercería, que conversaba mucho con Clodovea,
y dan posibles motivos para el viaje nocturno y urgente.
Anatina, con miedo por la fuga del criador de pelícanos, vuelve a la comisaría, donde ocupa el cuarto que dejó
Clodovea.
Yuto está deprimido por su ausencia, ya que lo alimentó y cuidó desde que era cachorro. Está tirado y no
quiere levantarse ni comer. Alquitrán le muerde y tironea la cola, porque sabe que eso lo irrita, y finalmente,
Yuto se levanta furioso para morderlo, mientras Alquitrán escapa, entre ladridos y saltos.
El comisario realiza las búsquedas e investigaciones de rigor para hallar al criador de pelícanos. Y por ello
allana la casa de Escipión Macedo, acompañado por el fiscal de la causa. Encuentra algunos datos que pueden
ser útiles para localizar al prófugo. Pero el hallazgo más importante está dentro de un cofre metálico.
— Cierre el cofre, por favor— dice el fiscal, muy pálido y alterado.
— Sí, doctor— la respuesta del comisario se hace esperar, porque el contenido del cofre lo sorprende y
además lo impresiona fuertemente.
En el cofre rectangular están prolijamente acomodadas las dos manos de una persona adulta, seccionadas en
la muñeca.
La mano izquierda tiene en el dedo anular, que es sólo hueso como el resto de la mano, un anillo de sello, con
las iniciales “A.M.” grabadas en el platino.
— Y déjelo donde está — indica el fiscal, y agrega como explicación —. Para favorecer el trabajo de los
peritos.
Después se va rápidamente.

El vestido de encaje color marfil luce espléndido, en la percha que Venancia ha colgado en la araña de la
habitación que antes ocupaba la señorita Clodovea. El traje está allí hace tres días, y hace apenas quince minutos
Venancia sacó las sábanas que había colocado para que el polvo ni nada lo ensucien
— Bueno, es hora de que te vistas.
— Sí — dice Anatina, que tiene un hermoso peinado de alto y un maquillaje suave.
Venancia está por descolgar la percha de la araña, cuando golpean la puerta de la habitación. Anatina va a
abrir, mientras se cierra la bata que había empezado a sacarse.
— No abras.
— ¿Por qué? — pregunta Anatina.
— ¡Sos la novia! — exclama Venancia, y después pregunta con irritación:
— ¿Quién es?
— Soy Aparicio.
— ¿Qué querés?
— Traigo un paquete del criador de pelícanos.
Venancia mira a Anatina, que contrariada, va a abrir la puerta.
— ¡Dejame a mí! — le dice.
El paquete es muy grande, está hecho con un papel azul y atado con una cinta roja. Abajo del moño, hay una
tarjeta que dice: “Escipión Macedo y Clodovea Eufemia Apercantini de Macedo, les desean muchas felicidades.”
Al dejar el paquete, Aparicio ya ha cumplido con la primera entrega y entonces piensa en realizar el segundo
encargo. Mira a Venancia mientras comprueba que el gran sobre blanco está en el único bolsillo útil del saco
muy gastado.
— ¿Y ese sobre?— pregunta Venancia.
— Es para el comisario— contesta Aparicio.
— Dámelo a mí— ordena Venancia.
— No, me dijo que se lo diera al comisario.
— ¿Quién?
— No sé.
— ¡No seas estúpido, como no vas a saber a quién viste!— exclama nerviosa Venancia.
— No es del pueblo, no lo conozco.
Anatina quiere intervenir y por ello decide dejarse ver. En Guardado la novia no debe ser vista antes de la
ceremonia religiosa.
— Dámelo a mí, Aparicio, que después yo se lo doy al comisario — dice con suavidad.
El muchacho, con los cachetes más rojos que nunca, está encantado de haber podido ver a la novia, pero no
suelta el sobre, y se va corriendo a cumplir la entrega número dos.
Venancia, que un rato antes no quería perder ni un segundo, abre el paquete; Anatina está a su lado,
expectante. Las dos mujeres quedan deslumbradas al ver un juego magnífico de plata labrada, compuesto por
una fuente, cafetera, tetera, tres jarras, azucarera, y otras piezas, todas tan bellas como valiosas.
Por primera vez en su vida, Venancia no sabe qué decir. Anatina, pensativa, toma el traje de novia.

El comisario de Guardado termina de vestirse en la habitación del hijo del subcomisario. Considera que está
muy elegante con el smoking y piensa en lo linda que debe estar Anatina, a quién no ve desde el día anterior. Y
se siente feliz al pensar que ella se está preparando una unirse a él. La quiere totalmente, sin reservas, y sabe
que es correspondido. Es una hermosa mujer, tan linda como buena. Sólo eso le importa.
Se palmotea y abraza con el subcomisario. Los dos están solos en la casa, porque la familia del Sub hace un
rato que salió hacia la iglesia.
Y ya en la calle, cada uno se va por su lado: el novio al templo y el padrino a la comisaría, donde lo espera
Anatina. Y el Sub piensa muy contento, que su amigo no se equivocó cuando la eligió a ella, y no a la rubia insulsa
de Altovalle, con quién jamás habría decidido casarse.

Aparicio corre ligerísimo hacia la casa del subcomisario, donde sabe que está alojado el comisario desde la
noche anterior.
Cuando llega encuentra la casa vacía, con la puerta y las ventanas cerradas.
Empalidece al recordar una vez más lo que dijo el desconocido, cuando le dio el encargo: “Dale este paquete
a Anatina Perdíaz y el sobre al comisario. Y se te va la vida si no ponés el sobre en manos del comisario, antes
de que empiece la fiesta.”
Entonces sale disparando hacia la iglesia, donde supone que está el comisario. Cuando llega, entra por la
puerta lateral y enseguida irrumpe en la sacristía. El cura levanta la vista del papel donde está anotando el
nombre de los contrayentes, para no equivocarse, como ya le ha pasado en otros casamientos.
El novio está sentado, charlando con la madrina de la boda, mientras espera que le avisen la llegada de la
novia.
La entrada estrepitosa de Aparicio termina con la charla. El comisario lo mira asombrado, porque tiene los
ojos desorbitados y ha perdido el rubor de los cachetes.
— ¿Qué pasa? — pregunta el comisario.
El muchacho saca el sobre del bolsillo y se lo entrega.
— Agarre esta carta — dice muy alterado.
— Bueno, tranquilizate — responde el comisario mientras toma la carta.
— Y léala, si no me pueden matar — exagera Aparicio, para asegurarse la supervivencia.
— ¿Cómo es eso? — pregunta el comisario.
— Comisario, por Dios, lea usted inmediatamente la carta y vos muchacho, estás muy pálido, vení
conmigo— dice el cura y lo lleva de la mano hacia un aparador.
Le sirve un poco de vino en un vaso, mientras le dice:
— Tomalo que te va a hacer bien.
También le corta varias rebanadas de pan y salamín, que Aparicio saborea tranquilo, porque ve que el
comisario está leyendo la carta.
Servando Luzuriaga lee la primera frase de la carta, y como le resulta extraño el asunto tratado, la vuelve a
leer:
“Las manos han sido un tema obsesivo durante toda mi vida, ya no.”
Continúa leyendo: “Tal vez por eso lastimé las manos de Anatina. Cuando era chico, mi padre me golpeaba,
muchas veces sin motivos, seguramente por ser el hijo de la mujer que lo abandonó. Las palizas eran atroces,
sobre todo cuando estaba borracho. A los trece años me fui de esa casa, y juré que le cortaría las manos a ese
individuo.
Ya siendo adulto, me daban ganas de lastimar a los demás, como mi padre me había lastimado a mí. Una
madrugada, con algunas copas de más, decidí cumplir mi juramento. El dinero permite concretar ciertos
proyectos. Pagué una suma considerable al sujeto que abrió el féretro de mi padre y le cortó las manos. Me las
trajo en un cofre, que está en mi casa.
A veces también pensaba en las manos de mi madre, siempre muy cuidadas y con anillos. Nunca me pegaron,
pero tampoco me acariciaron, ni me cuidaron.
El tema recurrente de las manos ya no me persigue. Quizás porque ahora hay otras manos que se ocupan de
mí. Le pido transmita mi arrepentimiento a Anatina. Le pido perdón, aunque creo que en ese tiempo todavía
estaba loco.
Estoy muy contento por mi nueva vida y celebrando su casamiento, ofreceré un espectáculo de fuegos
artificiales, especialmente en honor de su esposa.
Lo saludo con el mayor respeto.
Escipión Macedo.
P.D.: Excúseme por haber retirado del depósito de la comisaría el paquete que es propiedad de Clodovea,
porque tenía libros que ella quiere leer.”

El comisario sonríe cuando termina de leer la carta, porque recuerda las numerosas y desgastadas novelas
que contenía el paquete de Clodovea, sin ningún interés para la causa judicial.
Suena muy fuerte un timbre.
El comisario y la madrina se ponen de pie.
Ya en la iglesia, Servando Luzuriaga siente la mayor emoción de su vida, cuando ve entrar a Anatina, bellísima,
del brazo de su gran amigo, el Sub.

Toda la gente de Guardado quiere saludar a los recién casados. Como el atrio resulta estrecho, los novios
salen al patio anterior de la Iglesia, que es enorme.
Allí afuera, el fresco de la noche atenúa el calor del amontonamiento. De pronto se escuchan múltiples ruidos.
Y el cielo se ve surcado por fuegos artificiales muy hermosos e impactantes.
Los concurrentes los miran, encantados. Cuando terminan, a lo lejos, ven descender una bengala.
Una explosión fuertísima, seguida de una enorme lengua de fuego, surgen del lugar donde cayó la bengala.
El espectáculo es tan inesperado como descomunal, y todos aplauden enloquecidos, sin saber que acaba de
estallar, por decisión de su propio dueño, la casa del criador de pelícanos.
Lo que Dios une
Norma Troiano

Susana miraba a su marido. Ernesto, inmóvil y acostado, tenía la cara inexpresiva, como casi siempre; las
manos cruzadas sobre el pecho, ese estar y no estar que había sido su estilo. Ella no pudo parar los recuerdos.
A pesar del esfuerzo por seguir mirándolo, el perfume, tan presente, de las coronas de flores y los fogonazos de
la memoria, la distraían. Del pasado volvió la voz potente de él, su risa bronca mientras palmeaba la espalda de
su amigo Pedro.
— A las mujeres hay que arrinconarlas contra la pared y no preguntar — había dicho Ernesto, mientras
reía.
Pedro, sin hablar, sin aceptar, el corazón puesto en la morena baja de ojos dulces y pechos grandes escuchaba
manteniendo la cabeza gacha.
Susana aprendió después, con dolor, que esconder los ojos es una buena manera de ocultar los sentimientos.
Cerca escuchó sollozos, aun así, las imágenes seguían sucediéndose como escenas de una película sin montar
todavía. La voz y las frases del marido se disparaban desde el recuerdo, ajenas a la secuencia de los hechos:
Tarada. Te preocupás por estupideces. Qué tanta vuelta con giles que no mueven nada. No sabés hacerte
respetar. Ocupáte de pagar las cuentas. Llevá el coche al taller. Cuidás demasiado a los chicos, los anteponés a
mí. La plata la manejo yo, vos no tenés idea de nada.
Hasta los silencios a la hora de la cena resonaban en su memoria. El televisor prendido, los chicos sin mirar
un programa que nunca elegían, el ruido de los cubiertos o los vasos y en los espacios de propaganda, las órdenes
o los discursos.
— ¡Inútil! A tu edad yo armaba solo una bicicleta, vos podés arreglar la tuya por lo menos. Parece mentira
que seas hijo mío
— ¡No grités papá!
— No estoy gritando. Yo hablo fuerte.
Susana apretó los dientes y canceló la trampa de la memoria. Volvió a fijar la mirada en la cara inexpresiva,
ahora lívida. Su amiga Lucía se acercó y le dio un beso que ella no pudo devolver.
— Vení a tomar una taza de café con nosotras.
La obligó casi, a acompañarla hacia la otra habitación, pasando entre personas que no quería ver. Se dejó
abrazar, sin embargo y el café caliente le hizo bien. No podía hablar todavía, apenas le salió una sonrisa de
agradecimiento y apretó fuerte la mano de la amiga. De nuevo, las imágenes y los sonidos.
La piedra de sesenta kilos, inmensa, destinada a fraccionarse para bordear veredas, puesta así, en un solo
bloque, a la salida del garaje. Monolito marcando sobre el pavimento los límites del vecino.
— Para que no joda. De acá para allá que haga lo que quiera.

La mano de él había dejado una marca roja en la mejilla infantil que se borró al día siguiente, jamás
desapareció del corazón de la hija. Susana la buscó ahora con la mirada, mientras se dejaba atender por Lucía.
No estaba a la vista, pero la recordó diez años antes, acostada sobre dos sillas, al lado del padre.
— ¿Qué le pasa a la nena?
— No sé — la vista fija en el televisor —, debe estar cansada. Fijate a la hora que llegás vos.
— Vengo del trabajo, no de pasear en bote.
— Sos una boluda.
Susana le tocó la frente a la hija. Volaba. Cuarenta grados marcaba el termómetro.

Y las noches de amor, todas calcadas. El silencio, los besos que seguían un diagrama ajeno, un ritual del que
ella era objeto. El trámite rápido. El date vuelta que tenía al menos, la ventaja de no verle la cara. Recordó que
por diez años no le dijo te quiero y él ni se dio cuenta.

Lucía le estaba pasando el brazo por los hombros.


— No te pongas mal, te quiero mucho. Te queremos mucho y te vamos a ayudar.
Susana la miró. La miró de frente pero no la vio.
Veía el living familiar y a Ernesto con su ataque de asma, gesticulando por el atomizador, ella se lo fue a
buscar, como otras veces. Con el remedio en la mano se dijo: basta que acabe este infierno. Harta de no ser
escuchada, de resistir, de defender a los hijos, se quedó largo tiempo sentada en la cama matrimonial, inmóvil.
Nunca hubo violencia física, sólo esa cachetada a la nena y a todo el mundo le parecía tan normal que fuera
como era, la loca era ella, se quejaba de los modos, que tontería. Apretaba el atomizador en sus manos y
apretaba los dientes, perdió la cuenta del tiempo, cuando volvió al living seguían solos, los chicos no habían
vuelto todavía.
Fue la primera vez que trató de mirar la cara de él sin pensar en otra cosa. Su cara inexpresiva, como casi
siempre, como ahora.
Por fin, estalló en un llanto visceral. Sólo ella sabía que viviría el resto de sus días con un secreto pero también
con libertad. En una hora partirían todos hacia el cementerio.
El perro
Alberto Parra

A la madrugada se fueron del campo. Mercedes encabezaba la fila. Llevaba en brazos a un pequeño envuelto
en una manta. Ignacio, el hijo mayor, cargaba una valija de cuero gastado y detrás lo seguía Rocío, la hija menor
que abrazaba una muñeca rota. Un perro viejo y famélico cerraba el silencioso cortejo. El viento frío del sur
mantenía firme la escarcha bajo el cielo tormentoso. Cuando llegaron a la estación el andén estaba desierto. La
puerta de la sala de espera, un galpón de chapa con techos rojos desteñidos estaba cerrada con llave. Se
sentaron en un banco de hierro. El perro se echó a los pies de Mercedes. Ignacio se frotó las manos. Rocío se
acurrucó sobre Mercedes.
— Espero que no salga el sol, va a hacer más frío — dijo Ignacio.
— ¿Mamá, vamos a tomar leche caliente? — preguntó Rocío.
— En el tren vas a tomar leche — respondió Mercedes.
— Tonta, no hay leche en la estación — replicó Ignacio.
Aumentó el viento y el perro gimió.
— ¿Cuándo llega el tren? — preguntó Rocío tiritando.
— Falta poco — respondió Mercedes.
— ¡Tengo frío mamá!
Ignacio cerró las solapas sobre el pecho.
— El único que se va a quedar es López — dijo.
— Cuando se mejore Don López se va a ir igual que todos — contestó Mercedes arropando al pequeño.
— No se va a ir, ya se quedó con todos los campos — respondió Ignacio — Si papá no se hubiera muerto
hubiéramos pasado la seca ¡López tiene la culpa!
— Lo que hizo López fue ayudarnos y quizás termine pagando por lo que tu padre no hizo.
— De lo único que es capaz de pagarte López es un vaso de vino y después se lo cobra por diez.
— No tenés que hablar mal de una persona que nos ayudó.
Mercedes meció al pequeño. Rocío dejó la muñeca sobre el banco y apretó las manos en el abrigo de la madre.
— Ya va a pasar — le susurró Mercedes poniéndole el brazo en el cuello.
El perro se paró, movió la cola y comenzó a ladrar. Al final del andén apareció el jefe de la estación. Se acercó
al perro. Lo acarició.
— Se van congelar, entren — dijo y abrió la puerta de la sala de espera.
— Creí que usted también se había ido — le dijo Mercedes.
— A mí me paga el gobierno.
Mercedes apretujó al pequeño contra el pecho y seguida por los hijos entró. Adentro hacía tanto frío como
afuera.
— ¡Y el gobierno me manda leña para que no me muera de frío! — añadió el jefe —. Esto se calienta
enseguida — dijo y fue hasta el brasero. Puso dentro un par de troncos secos, los roció con kerosén y encendió
el fuego.
Ignacio, Rocío y el perro se acercaron al brasero. Ignacio dejó la valija en el piso. Estiró las manos para
calentarlas. El perro dio un rodeo y se acostó al calor.
— ¡Quiero tomar leche mamá! — reclamó Rocío.
— No tengo hija, no tengo.
El Jefe salió. Regresó a los pocos minutos con una olla con agua donde estaban sumergidos dos huesos, pocas
papas y algunas verduras.
— Voy a hacer un caldo — le dijo a Mercedes.
— Gracias, desde ayer a la mañana que no comemos.
— ¿Y el nene?
— Todavía le puedo dar el pecho.
Mercedes corrió la manta que cubría la cara del pequeño.
El jefe colgó la olla sobre las brasas.
— La sopa sale pronto — dijo equilibrando la olla.
Ignacio miró al jefe y fue a sentarse al piso. Rocío se mantenía de pie mirando los troncos que comenzaban a
crepitar. Mercedes se le acercó.
Andá a sentarte con tu hermano, en un rato vas a tomar algo caliente — le dijo y desabrochó el abrigo para
darle de mamar al pequeño.
— ¡No tenés que pedir leche! — la regaño Ignacio a Rocío cuando se sentó junto a él.
— Mamá tiene.
— Es para el nene, ahora nos van a dar sopa a nosotros.
— ¡No quiero sopa!
El perro levantó el hocico y se lamió la boca. La puerta de la sala se abrió. Entró una vieja que caminaba
apoyada en un bastón de madera. Llevaba puesto un poncho largo sobre la ropa y un pañuelo negro le cubría la
cabeza.
— ¡La bruja! — exclamó asustada Rocío.
La vieja se acercó a Mercedes.
— López se murió anoche — le dijo en voz baja.
Mercedes apretó al pequeño y cerró los ojos.
— Yo lo ayudé a morir. Me dijo que usted iba a estar acá y que le diera esto — añadió la vieja sacando de
entre las ropas un fajo de billetes y temblorosa lo entregó a Mercedes.
— No merecía morirse — sollozó Mercedes.
El jefe probaba la sopa con un cucharón de madera.
Ignacio se acercó a la madre.
— Tendrías que llorar por papá — le dijo con dureza.
— Tendría que llorar por ustedes — respondió Mercedes.
— ¡La sopa está lista! — gritó el jefe.
— ¡No quiero sopa! — gritó Rocío.
El perro se levantó y moviendo la cola se paró al lado del jefe a esperar su ración.
La leyenda del Chajarí
Milena S.

El mestizo Mabú cargó la flecha y tensó el arco. El disparo fue limpio y brutal. El ciervo rojo cayó. En cambio,
la flecha de Eulogio se perdió en el monte.
— Has vencido — exclamó Eulogio —. Tendrás la mano de mi hija Yarta.
Eulogio había propuesto un concurso permanente a todas las tribus, en el que ofrecía la mano de su hija al
arquero que consiguiese vencerlo. Años atrás había sido maestro de Mabú en el manejo del arco y la flecha.
Después Mabú había seguido su rumbo por otras tierras donde había aprendido el manejo de la espada.
Según se contaba, Mabú se había convertido en un héroe. Sus hazañas se habían transformado en leyenda.
Ya desde el principio las cosas habían sido extrañas para él, lo había amamantado una machi famosa por sus
poderes de inmortalidad. Había crecido y alcanzado la talla de un gigante, se había educado en las letras, la
música y el arte de la guerra. Ni siquiera su nombre era el que le habían puesto al nacer. Le fue impuesto el
nombre místico de Mabú cuando pasó a ser servidor del imperio de Mabuta. En su primera proeza, para matar
la jauría de pumas que devastaba los rebaños del emperador, había tenido que instalarse en el palacio. Durante
el día cazaba y de noche iba a dormir a las habitaciones. Al cabo de cuarenta días consiguió dar muerte a toda
la jauría, pero durante ese tiempo, el emperador que tenía cuarenta hijas y deseaba tener nietos que fueran
hijos del héroe, le introducía en la cama cada noche a una de las muchachas. Mabú cansado de sus jornadas de
cacería creía unirse cada noche con la misma. Tuvo cuarenta hijos que poblaron las tierras de Mabuta.

Eulogio subió a su caballo.


— Traeré a mi hija, pero la afrenta que me has hecho será tu ruina — dijo y se perdió en el monte.
Mabú, a pesar de su fama, era un hombre llano y no había tenido intención de violentar a su antiguo maestro.
Había vuelto a su tierra, El Litoral, para defenderla de los tributos que debía pagar al reino del Norte. Al llegar se
había enfrentado a los emisarios de rey y les había cortado las orejas. Con ellas hizo un collar y pidió que lo
llevaran como si fuera el tributo. El rey del Norte enfurecido mandó un ejército en su búsqueda, pero Mabú lo
derrotó. El rey del Litoral en agradecimiento por el servicio que había prestado a su pueblo le dio en matrimonio
a su hija mayor, con quien Mabú tuvo siete hijos, que fueron muertos de manera sospechosa. Le atribuyeron
ese crimen. Decían que lo había hecho durante un acceso de locura que le había enviado la machi. Nunca
pudieron aclararse los hechos, pero Mabú se alejó de su mujer para no ocasionarle más amarguras.
Para expiar la culpa por el asesinato, aunque no lo considerara suyo, decidió librar al mundo de todos los
monstruos que lo azotaban. Luchó contra las mangas de langostas gigantes que destruían los sembrados y contra
los jabalíes que comían carne humana. Cruzó las grandes montañas del oeste y persiguió a los toros hieráticos
hasta que se ahogaron en las aguas del Pacífico y siguió hacia el norte liberando a los pueblos de los bandidos y
mensajeros de los reyes que exigían tributos.
Hasta que se encontró con Cexis, un héroe como él, que luchaba a favor de los pueblos. Tuvieron una reunión
secreta, después de la cual, Mabú emprendió el viaje a su tierra, dejando a Cexis continuar con la epopeya. En
el largo camino de regreso debió defender a Denina, que había sido esclavizada por un conquistador blanco.
Tras una encarnizada lucha, Mabú lo mató, pero antes de morir el conquistador le dijo algo en secreto a Denina.
Ella recogió su sangre y la guardó. Después le pidió a Mabú que se quedara a vivir con ella para protegerla. Mabú
quería volver a su tierra, pero ante el pedido desconsolado de ella, aceptó. Tuvo con Denina cinco hijos, pero
poco a poco fue perdiendo las fuerzas y se transformó en su siervo. Tenía que hilar, limpiar los establos y cocinar
para Denina. Ella lo hacía atar con gruesas cadenas durante el día y por las noches, azotar por dos esclavos
negros. Al fin Mabú una mañana mientras limpiaba el establo, encontró una piedra de cuarzo. Cuando la guardó
entre sus ropas, recuperó la fuerza y pudo escapar para volver a su tierra.

Eulogio llegó a caballo, trayendo a su hija Yarta, una indiecita de trenzas negras y ojos azules.
— Aquí la tienes — dijo.
Mabú la ayudó a bajar del caballo y le ofreció el ciervo rojo que había cazado para conquistarla. Eulogio se
fue y Yarta lloró.
— Tendrás junto a mí, una nueva vida — le dijo Mabú.
Subieron al caballo y atravesando las cuchillas cubiertas de pastos verdes, llegaron al campo donde se
levantaba una casa con columnas de piedras de cuarzo.
— Este será tu hogar.
Yarta ayudada por Mabú bajó del caballo y se secó los ojos. Sintió una profunda soledad. Se acercó a la casa,
la cegó la luz del sol reflejada en las columnas de la galería.
Entró. Recorrió los pisos brillantes de baldosas rojas y pasó la mano por el sofá del comedor. Fue a la cocina
y la sorprendió el horno de hierro. Ella solo conocía los de barro.
— ¿Por qué todo esto? — le preguntó a Mabú.
— Porque lo mereces
— Pero si ni me conoces.
— Es verdad, pero quiero descubrirte. Si no quieres, eres libre de volver con tu padre.
Yarta solo había conocido a su propia familia y su rancho le había resultado el lugar más seguro del mundo.
Se encontraba perpleja frente a este gigante y la casa de piedra.
— Tu padre es un hombre magnífico pero su arrogancia le hace despreciar todo lo que no conoce. Compitió
conmigo ofreciéndote como recompensa, creyendo que nadie lo vencería.
— Yo amo a mi padre.
— Yarta — dijo Mabú acariciándole el pelo — entiendo. Si quieres toma unos días para decidir que harás.
Yarta asintió. Mabú la llevó al dormitorio, sacó de un arcón un vestido con guardas geométricas y se lo ofreció.
— Puedes elegir lo que quieras del ajuar que te he preparado. Allí tienes un espejo para mirarte.
— Si, señor.
— No me digas señor, dime Mabú y cuando lo sientas, dime Amor.
Mabú salió. Era la primera vez que Yarta veía un espejo. Se miró. Siempre había peinado sus trenzas, asomada
a las aguas del río Urugua—í.
Se desnudó y se miró el cuerpo con asombro y lo tocó con timidez, notando como sus dedos provocaban el
estremecimiento de su piel dorada. Se puso el vestido.
— ¿Estás lista? — preguntó Mabú del otro lado de la puerta.
Yarta salió.
— ¡Eres hermosa!
Él la tomó de la mano y la llevó al sofá. Se sentaron.
— ¿Qué quieres hacer?
— No sé, señor.
— En nuestra tierra se toma mate.
Tomaron mate. Mabú le contó historias y le preguntó por sus cosas. Ella le contestó lo que había vivido en sus
diez y siete años, de manera sencilla y reservada.
— ¿Te puedo dar un beso? — le preguntó él pasándole el brazo por los hombros.
Yarta no contestó, cerró los ojos y le acercó la cara.

— Aguanta un poco, ya llega la comadrona — le dijo Mabú.


Yarta, en la cama, con las piernas abiertas, hacía fuerza. El pelo negro le caía sobre la cara transpirada.
— Amor, alcánzame el paño — dijo.
— Déjame que yo te seque la cara.
La comadrona llegó y ayudó a nacer a un indiecito fuerte de ojos azules a quien llamaron Chajarí, en recuerdo
del nombre original que había tenido Mabú al nacer. La comadrona lavó al recién nacido y envuelto en una
sábana, lo puso sobre el pecho de Yarta. Felicitó al padre y se fue. Mabú abrazó a Yarta.
— Gracias por Chajarí.
— Tú ya tienes hijos — dijo Yarta.
— Para ti éste es el primero y yo como éste no he tenido otro.
— Eres sabio.
El recién nacido lloró. Yarta le dio de mamar.

— ¡Chajarí, ten cuidado con el río!


El niño se asomaba peligrosamente para ver las aguas del río Urugua—í. Yarta se acercó corriendo, pero no
llegó a tiempo. Chajarí cayó al agua. Desesperada, corrió en busca de Mabú. Entre los dos lograron rescatarlo. Y
a pesar de que el niño había sufrido un principio de congelamiento en las frías aguas, logró recuperarse con los
cuidados de ambos.
Un día Mabú volvió a casa con un ciervo rojo que había cazado para el almuerzo y unas perdices para mascota
de su hijo Chajarí. Mientras asaban al ciervo, los tres jugaron a correr las perdices. Después comieron y Yarta y
Mabú se quedaron conversando bajo los árboles. Chajarí fue a correr a las perdices.
— Alguien me ha mandado estas ropas nuevas — dijo Mabú.
Y le mostró unas bombachas y una camisa rojas.
— Parecen rociadas con sangre — dijo Yarta mirando de cerca las prendas.
— Son extrañas, pero majestuosas.
— ¿Te las habrá enviado Denina? — preguntó Yarta — Quizás busca atraer tu atención.
— No creo ¿Por qué se acordaría de mí?
— Hay seres vengativos. Tu historia ha sido colosal, pero muchas veces penosa.
— Ha sido. Antes de conocer a Yarta, mi Amor.
A la tarde, Mabú se puso las bombachas nuevas y la camisa y con Chajarí fue para el río. Mientras caminaba
por la orilla sintió calor. La ropa comenzó a adherirse a su piel y a desprender un líquido rojo que lo quemaba.
Fuera de sí, Mabú intentó sacársela, pero con los pedazos de tela que arrancaba, se desprendían pedazos de su
carne. Chajarí impresionado y sin saber qué hacer, fue en busca de su madre. Cuando volvieron los dos, la ropa
inflamada por los rayos del sol se había prendido fuego. Mabú para apagarlo se había tirado al río.
— Yarta ¡Te he amado! ¡Protege a nuestro hijo! — gritó Mabú.
Murió ahogado. Pero allí, en ese lugar, las aguas del río Urugua—í se tornaron tibias y se conservaron cálidas
para siempre.
Fernet con hielo
Lena Berardone

Jorge entró al bar. Tenía el ceño fruncido, como cuando debía quedarse hasta tarde en la oficina, buscando
diferencias de caja.
— Dame un fernet con hielo — dijo.
Se sentó en el taburete de tapizado roto. Buscó en el bolsillo del saco. Tiró sobre el mostrador el paquete de
cigarrillos y el encendedor. Miró el reloj, eran las once de la noche. No quería llegar a su casa.
— Parece que venimos de mal humor — dijo Ezequiel con una sonrisa extraña. Limpió una copa, y la miró
frente a la lámpara cerciorándose de que no le quedara ninguna pelusa.
— Servime — y se acomodó mejor en el taburete. Estaba en el centro de la barra.
— ¡Qué carácter de mierda! — dijo Ezequiel y le dio la espalda.
— Se vengó fiero — dijo Jorge y se quedó con la mirada perdida en los que jugaban billar.
Ezequiel, agarró una copa y le sirvió.
— Acá tenés tu fernet, te lo hice doble, a ver si se te pasa la mufa — Se fue al otro lado de la barra a
acomodar botellas.
Jorge escuchó sin demasiada atención como Ezequiel hablaba con el hijo del panadero. Se tomó de un trago
lo que quedaba en el vaso y masticó los pedazos de hielo.
— Dame otro — pidió. Pensó en ella. A ella también le gustaba el Fernet.
— Lo que mandes amigo, para eso pagás — llenó el vaso. En la otra punta de la barra seguía el hijo del
panadero. Ezequiel lo miró y le dijo a Jorge — Ese pibe anda mal, al padre le está trayendo muchos quilombos.
— ¿Y a mí qué?
— No seas guacho. Lo conocemos de chico.
— ¿Y?
— Eso, que lo conocemos hace mucho.
— A mí también me conoces hace mucho y no me tenés lástima — dijo casi sin darse cuenta.
— ¿Te tengo que tener lástima? — preguntó y le guiñó un ojo al hijo del panadero, quien le respondió con
una sonrisa cómplice.
— Quizás — Jorge tomó lo que quedaba en el vaso. Prendió un cigarrillo y fumó con apuro.
— Entonces voy a tenerte lástima. Pero al menos decime de qué.
— Dale. Sos especialista en hacerte el boludo. Lo sabe todo el barrio. Dame otro.
— Se te va la mano, macho — dijo Ezequiel, pero le volvió a llenar el vaso.
— Ese es mi problema.
— Tomá, pero es el último. Tengo que cerrar — Ezequiel fue hasta la mesa que estaba cerca de la barra,
levantó las tazas de café y la propina que habían dejado. Pasó el trapo rejilla y volvió a preguntarle a Jorge —
¿Qué te pasó?
Jorge movió la cabeza hacia delante y golpeo con el puño cerrado sobre el mostrador.
— ¿De verdad no sabés? — preguntó. Se le trababa la lengua.
— No, no sé.
— Margarita, de Margarita, te estoy hablando.
— ¿Qué le pasó?
Hubo un silencio largo.
— Se fue hace unos días, la muy… — dijo en voz muy baja.
— ¿A lo de la vieja?
— No me dijo adónde. Me dijo solo que se iba, que no me aguantaba más — Da...dame otro.
— Te va hacer mal.
— Mal me hace que se haya ido, que me haya dejado. Eso me hace mal — Jorge tenía la mirada turbia.
En el bar solo quedaba el hijo del panadero. Ezequiel le dijo algo en voz baja. El pibe bajó del taburete, dejó
un billete de diez pesos en la barra y se fue.
— Si te hace bien emborracharte, hacelo, pero te quedas acá.
— No puedo, a ver si llama por teléfono.
— No jodas, no te va a llamar.
— Capaz que sí, Quizás se arrepintió.
Ezequiel, bajó la cortina del bar y cerró la puerta de vidrio.
— Vení, vamos.
— ¿Don...dónde duermo?
— En el sofá que está acá atrás en el comedor.
— Ella ya no me quiere en la cama.
— Al principio vos no la querías en la tuya, ¿te acordás? ─ dijo Ezequiel con tono sobrador.
— Se vengó fiero ¿no te pare…ce?
— No lo sé.
— Para mí, para mí… que tiene otro.
Ezequiel no le contestó.
— Dam…e otra co…pa — intentó incorporarse y se tambaleó.
Ezequiel logró sostenerlo.
— Ya ni se te entiende.
— No jugamo… a las...cartas.
— No. Mañana después del laburo venís y hacemos un truco.
— Sab…es, su…erte que no tuvim…os pi…bes. Vos si que sos un ami…gazo.
— Si, es una suerte.
Sosteniéndolo por la cintura, lo llevó hasta la puerta de atrás que daba a la casa. Lo acomodó en el sofá del
comedor y le sacó los zapatos.
— ¡Ja! Me lle…vas de la cintu...ra, como cuando me las…timaba en la can…cha. Desperta…me, si llama
Mar…garita a ca…sa.
Jorge siguió murmurando cosas. Ezequiel lo tapó y dejó la lámpara prendida. Entró al dormitorio. Miró la foto
que estaba sobre la mesita de luz. La sonrisa de Margarita era hermosa. Guardó la foto en el cajón y lo cerró.
Fue hasta la barra y se sirvió un vaso de fernet con hielo.
Un tipo tranquilo
Norma Troiano

Él era un tipo tranquilo, de veras lo era. No puteaba a los conductores cuando lo encerraban en la calle, ni
cuando lo pasaban por la banquina en la ruta, no discutía una multa si era correcta, no hacía gresca por un
maltrato más o menos estándar en su trabajo, hacía las interminables colas a las que casi siempre someten los
bancos y las empresas de servicios públicos a sus clientes. En fin, agua de tanque como decía su madre ante su
natural bonhomía. Miró la hora: las tres y diez de la tarde. Puso con cuidado la llave en la cerradura y abrió la
puerta del departamento que ocupaba con su mujer, dejó los zapatos con otras cosas que traía a un costado,
cerró suavemente y caminó hacia el dormitorio. Los rumores y jadeos parecían más sonoros en el silencio que
se ocupó de mantener. La puerta estaba apenas entrecerrada, qué seguros se sienten, pensó, mientras sacaba
de su bolsillo izquierdo una pistola de juguete, excelente reproducción de una 44 caño largo. Abrió de una patada
la puerta.
Ella, que estaba en lo mejor, meciéndose encima del tipo, gritó, se dio vuelta y se desmontó, todo en un
instante. Siempre tan ágil, pensó, ágil en la vida y ágil en la cama, experta en hamacarse, enroscarse en el cuerpo
de un tipo, recorrerlo, suave y expertamente.
— ¡Qué hacés Rafael! ¡Dejá eso! ¡Estás loco!
Que coincidencia, loco él, mientras ella lo corneaba desde el día que se casaron, pensó. Y ahora se tapa las
tetitas, como si no se las conociera. ¿No era un gilún él? ¿Un pusilánime? Parece que ahora se le olvidó, siguió
pensando. El tipo se había incorporado sobre sus codos, le miró el pene, se le había caído del susto por lo que
veía en la tenue luz del dormitorio. Ya se te va a achicar más todavía, pensó, viéndole la cara lívida.
— Salí de la cama nene — le dijo apuntándolo con la pistola y con una voz que no imaginó lo terrible que
había sonado — y ponéte contra la pared, ahí nomás.
En dos pasos estuvo al lado de ella, sacó el cuchillo de su bolsillo derecho y le cortó la carótida de un solo tajo,
con tal rapidez que no le dio tiempo a nada, aunque con los ojos desorbitados se agarró desesperada la garganta.
El fulano, en cambio, empezó a los gritos.
— ¡Socorro! ¡Socorro! ¡So...
La fiera boca de la 44 lo hizo callar. El tipo tenía la espalda pegada a la pared como si la quisiera atravesar. Le
echó un vistazo al pene, por curiosidad, nomás. Que chiquitito que estaba ahora. Macho con mucho chucho
pensó y se rió mentalmente, sin darse cuenta que se sonreía. Mientras, miró la hoja del cuchillo: limpito parecía,
para eso se había ocupado de afilarlo muy bien. Lo sostuvo colgando sobre la cama igual, por las dudas, mientras
le decía al fulano.
— Calláte nene, la cosa era con ella, como te podés imaginar.
Volvió a mirar el cuchillo, ni una gota, apoyó el mango sobre la mesita de luz, y dio la vuelta a la cama, le puso
la pistola a veinte centímetros de los huevos al tipo. Es notable, pensó, a pesar de que se puede vivir sin las
bolas, un tipo arruga más si uno le apunta ahí que si le apunta al corazón, cosa que él no podía hacer, por otra
parte, sin correr el riesgo de que se diera cuenta que le apuntaba una pistola de juguete.
— Agarrá el perfumero de la nena que tenés ahí, al lado de tu mano, sobre la mesita de luz. Olé su perfume
favorito, quiero ver qué te pasa, ahora que ella estará tratando de culearse a San Pedro.
Al tipo le vino una arcada.
— No me vomites, nene, que me voy a enojar. Soy un tipo tranquilo, aunque no lo creas. Pórtate bien y
hacé lo que te digo. Olé su perfume o te dejo chorreando las bolas.
El fulano lo hizo, lo hizo con tal pánico e inspiró tan hondo que se vino al piso mucho más rápido de lo que él
había pensado. Tuvo que agarrar el perfumero en el aire para que no se volcara el cloroformo.
No era el perfume preferido de ella el que había tenido el frasquito, él se lo había regalado hacía seis meses
y ella, después de leer “Hecho en Argentina”, ni lo abrió. Después, le vino bien para sus planes. Cuando lo vació
en el inodoro la noche anterior estaba seguro que podía dejarlo ahí, sobre la mesita de luz, que ella no iba a
prestar atención ni se le iba a ocurrir abrirlo.
Guardó la pistola de juguete en el bolsillo y se fue a vaciar el cloroformo en la pileta del baño. Dejó corriendo
el agua sobre el frasco y volvió al lado del tipo. Se puso sus zapatos, fue hasta la cocina, sacó el cajón de los
cubiertos, lugar habitual del cuchillo que había usado y volvió. Pasó la mano derecha de él por la manija y algunos
de sus dedos por los otros cubiertos, devolvió el cajón a su lugar, se sacó los zapatos y los dejó donde habían
estado.
Miró la hora: tres y media a las cuatro tenía que estar en su trabajo; volvió a cargar el perfumero con su
perfume original, lo dejó sobre la mesita de la nena, apretó la mano del tipo en la empuñadura del cuchillo y lo
puso en el bolsillo largo interno de su saco.
No estaba muy seguro de que hiciera falta todo lo que estaba haciendo, dudaba de que la alfombra o la
cerámica de la cocina registraran mucho las pisadas pero prefería cuidar los detalles. Por ejemplo, él era zurdo,
por eso la nena se pegó un susto verdadero, además del chumbo, claro. Pero el amorcito de turno era diestro,
de modo que la tarea de dejarla mirando el techo y calladita la tuvo que hacer con la derecha.
Miró la escena. El tipo iba a huir despavorido y cuando se diera cuenta de lo que llevaba encima lo tiraría por
ahí. No era importante, lo importante era que en su casa había una gargantilla de la nena que denunció su robo
la semana anterior, acusando a la pobre doméstica cuando fue él el que se ocupó de la desaparición y de
colocarla en el departamento del tipo. También se había ocupado de averiguarle los antecedentes: un seco.
Tenía una demanda por alimentos de la ex y vivía de changas de consultor. Raro, volvió a pensar, la nena siempre
prefería tipos con tela, o él se gastaba la plata de los hijos en ella o, después de todo, ella lo había querido. Eso
le había caído peor todavía cuando lo pensó la primera vez y ahora no le cayó mejor, a pesar de estar mirándola
en el charco de sangre que ya se chorreaba de la sábana hacia el piso.
En fin. Se fue hasta la puerta del departamento, se puso los zapatos y agarró lo que había dejado encima: el
turbante, una barba canosa y el bastón articulado que desplegó. Abrió la puerta y salió, hablando un gutural
español y sonriendo atento:
— Gracias señora, le agradezco mucho su colaboración. La esperamos mi esposa y yo.
Actuación innecesaria, cuando tuvo buena visibilidad del pasillo hasta el ascensor, no había nadie. Se fue
como había llegado. Caminando como un hombre viejo en buen estado y tranquilo.
La Rosa
Gerardo Rean

Retiro
No recuerdo el día exacto, pero afirmo que fue en verano y de esto hace más de 40 años. Preciso que fue en
un enero de los setenta.
En un verano fatigado de lluvias perezosas, en un Buenos Aires sofocante, donde la humedad pesaba en mis
pies y que como una corriente eléctrica recorría mi cuerpo hasta chocar con mi mochila de adolescente
provinciano. No sabía que estaba por hacerme hombre, pero eso lo cuento después, ahora quiero recordar mi
primer día en Buenos Aires.
Llegué a la Terminal de Ómnibus de un Retiro de contrastes, donde morochas con ropa ajustada derrochan
juventud y desenfado. Cierro los ojos y me transporto a ese momento, siento esos olores y sabores fuertes de
pizza recalentada, choripanes y me veo: comiendo un pancho apoyado a la barra de un kiosquito al paso.
Todos en ese hormigueo de la Terminal que los empujaba a la avenida, donde el recurrente fuerte olor a
chimichurri, chorizos a la pomarola y hamburguesas recalentadas en planchas improvisadas en uno de los tantos
puestos callejeros sobre las veredas sucias y gastadas. Atendidos por mujeres gordas y hombres toscos, con
miradas curtidas en las veredas.
No salía de mi asombro y me faltaba destreza para avanzar en ese laberinto de hombres y mujeres que
parecía no fijarse en nada y como autómatas con la cara al frente firme, segura y apretaban el paso para llegar
quien sabe a dónde, mientras con mi caminar cansino chocaba con todos y desnudaba mi ser provinciano.
Crucé hasta la plaza (para mi imponente) ahora sé que era la torre de los Ingleses, y me mantuve quieto,
mientras el viento de este mundo subía desde el asfalto.
A unos 100 metros de veía la fachada de lujos y placeres inalcanzable para mí y quienes me rodeaban. Sus
vidrios espejados mostraban el irreverente contraste, detrás nuestro la pobreza de la villa pegada a la terminal
ómnibus de Retiro, dormitorio de los laburantes paraguayos, boliviano o de nuestro norte
Ya más acostumbrados al ruido al paso firme y las desigualdades de una Buenos Aires de opulencia o de
pobreza donde los dados de la vida nos arrojó hurgué en el bolsillo del pantalón y saqué un papel doblado en
diez arrugado y leí a donde tenía que ir.
Los conductores de coches y colectivos no respetaban a los peatones en las esquinas, muchos caminantes en
enjambres y remolinos tampoco los respetaba al cruzaban la avenida por cualquier lado aprovechando la fuerza
de ser una masa compacta que pechaba a los colectivos, taxis y coches particulares.
Me senté en un banco de la plaza. Respiré gozando de la brisa que recorría la plaza y cerré los ojos
imaginando que estaba todavía en la costanera de Formosa la única capital que había conocido cuando
acompañe a mi madre para cobrar en el Banco el seguro por la muerte de mi abuelo.

Berazategui
Juan había llegado a la Estación Berazategui dejando atrás ese cordón de miserias y penas que rodeaban a la
Capital yo estaba colgando la ropa y daba la espalda al portón del frente de casa, sentí las palmadas y putié.
Otra vez los Testigos la puta madre.
— Ya va, ya va.
Dejé los broches y puse en el balde mis bombachas, corpiños y la ropita de Matías que tenía en la mano. Giré
la cabeza y me agaché y por debajo de la sabana que colgaba de la cuerda lo vi a Juancito. Que otra vez insistía
golpeando las palmas de sus manos. Corrí la sábana blanca y la toalla verde y la tanguita se me enrollaron en la
cara y las aparte.
— Ya va, ya va y dejó de aplaudir que va a despertar a Matías.
Si de entrada lo tutié de primera y recuerdo que me llamó la atención esa cara y esos ojos que me devoraron
en un segundo.
Y este que se cree pensé.
Me ajuste el shorts, me acaricie el pelo haciendo un rodete le mandé una sonrisa a ese muchachón que le
hizo bajar la vista.
Deje todo, caminé hasta el portón y volví a sonreír cuando me dijo soy Juan tu sobrino porque vos sos la tía
Rosa, no. Era mi sobrino nomás, tenía la misma mirada y la misma figura de los hombres de mi pueblo grandote,
robusto y de espaldas anchas.
Lo hice pasar tomamos unos mates dejando pasar la tarde.
La tía Rosa
La tía de Buenos Aires estaba buena jajaja, buenos aires buena tía pensé y le zampé dos besos en las mejillas
el segundo casi en la boca y no pude dejar de mirarla, creo que se dio cuenta que me gustaba y así fue como nos
conocimos.
Sentí que estaba haciendo el ridículo cuando le dije, papá te manda un beso y mamá te escribió una carta y
se la di. Al rato tomábamos unos mates con sacarina, horribles, pero no le dije nada. Estábamos en el patio y
sentía el mismo aire con gusto a tierra de Formosa, si Berazategui se parecía a Formosa, pero tenía algo más,
tenía a la tía Rosa.

Hoy
La vida tiene sus vueltas y sus giros inesperados, vine a Buenos Aires a trabajar y terminé enamorándome.
Con Rosa tenemos dos hijos hoy ya grandes los dos.
Hace unos meses me jubilé, igual sigo haciendo algunas changas, seguimos viviendo en Berazategui.
Por las tardes los mates y los bizcochos con grasa son parte de nuestros días. Al fondo los chicos hicieron su
pieza y los nietos son nuestra alegría y a Formosa la sigo añorando, pero mi vida está aquí con mi querida Rosa.
El sótano
Alberto Parra

Eran diez los prisioneros. En el momento en que habían sido desatados, antes de empujarlos a patadas dentro
del sótano, les habían entregado un taparrabos como vestimenta. ¿Dónde está el baño? Había preguntado un
prisionero y sus enemigos se le rieron en la cara.
Respiraban el hedor agrio de sus cuerpos envueltos en la fetidez de la basura y los excrementos que se
apilaban en uno de los rincones oscuros. La luz y el aire se filtraban por una rendija cubierta por trapos.
Hablaban poco entre ellos, la mayoría de las veces era cuando tenían que buscar en el suelo la ración diaria.
Insultaban si escupían algún insecto que llegaba dentro de la comida o avisaban que iban hasta el rincón que
hacía las veces de letrina. Al mes de cautiverio habían quedado cinco.
Una tarde el Sargento Vergara y el Teniente Miller se sentaron uno junto al otro con ganas de charla.
— En el desierto me limpiaba el culo con los dedos ― le dijo el Teniente al Sargento.
— Que diría su madre — respondió irónico el Sargento mirando al Cabo Vergara arrastrarse al rincón.
Vergara tenía una pierna amputada, llevaba el muñón embutido en una bolsa sucia deshilachada —. A Vergara
le va a doler el culo y yo voy al rincón y ni mierda me sale, meo y cada vez que me lo toco tiemblo, sigue ahí, lo
voy a estirar hasta que se corte.
— Cuídelo Sargento, puede que le sirva, vea al pobre Cánovas — añadió el Teniente señalando un cadáver
desnudo —, dos días de muerto y tan tranquilo en el suelo, pero tiene al amiguito entero, supo esperar el
hombre.
Delante de ellos, en cuclillas, el Soldado Raso Sánchez intentó una frase que expulsó enmarañada de su boca.
Parecía querer intervenir en la charla. Quiso levantarse, abrió los ojos grandes en el esfuerzo final y cayó de
espaldas al suelo. El Sargento no se dio cuenta de lo que le había ocurrido hasta que escuchó el último estertor
de Sánchez.
— Es un buen día para él — dijo — ¿Tendré las orejas tan cerradas que no me escucho? ¡Puta madre!
¿Porque sigo pensando?
Cuatro ratas grises exploraron los cadáveres del Sargento Cánovas y del soldado raso Sánchez. Prefirieron el
cuerpo hinchado de Cánovas. El Teniente apoyó la cabeza en la pared. Quedó quieto. El Sargento imitó a su
superior.
— Llegó la patrulla ecológico — afirmó impávido el Teniente al ver como las ratas seguían entrando en
oleadas, colándose por las bolsas que cubrían el tragaluz, por las rendijas de la portezuela de chapa, otras, como
si brotaran del piso, salían manchadas de excremento desde el rincón.
— Saben dónde conseguir comida — filosofó el Sargento como si estuviera mordisqueando un
escarbadientes después de una buena comida.
Las ratas comenzaron a morder y descarnar a Cánovas, el Teniente las miró con ojos desorbitados y se volteó
de golpe en dirección al Sargento.
— ¡Sargento, cómase las ratas! — le ordenó.
— Si mi Teniente, pero tengo que buscar los dientes en el almacén de Wilson — respondió el Sargento
levantándose y haciendo una venia exagerada.
— ¡Vaya a buscarlos! ¡Un, dos, un, dos!
El Sargento caminó oscilando con los brazos abiertos imitando el vuelo de un aeroplano. Una rata le mordió
el talón cuando quedó frente a Wilson.
— ¡Ya me vengaré zorra!
Dio la vuelta, perdió el equilibrio. Cayó al piso. El Teniente que no se había movido le gritó:
— ¿Qué le pasa Sargento? No juegue con el enemigo.
— Disculpe mi Teniente.
El Sargento se puso de pie a duras penas y tambaleante se arrodilló a horcajadas sobre Wilson. Le metió los
dedos en la boca. Wilson, agonizante, apretó las mandíbulas.
— ¡Me mordió! — gritó el Sargento sacando los dedos.
— Los almacenes no muerden, termine su misión Sargento.
Wilson había quedado con la boca abierta. El Sargento volvió a meterle los dedos. Wilson no pudo impedir
que su amigo le extrajera a tirones sus prótesis dentales.
— Misión cumplida mi Teniente — balbuceó el Sargento y trató de colocar la prótesis dental en su boca ―
¡No encajan! ― exclamó
— ¡Hágalas entrar y cómase al enemigo! ― ordenó marcial el Teniente.
El Sargento apretó los dientes hasta que las prótesis quedaron desalineadas en su boca. Sonrío. De las encías
le brotaba sangre. Entonces, en actitud triunfante, de pie sobre Wilson, miró a las ratas.
- ¡Soy Drácula, les voy a chupar la sangre a todas! ― exclamó amenazante.
Al lado del brazo tendido de Wilson, quieta, había una rata gorda de hocico largo, parecía esperar el momento
para atacarlo y no tardó en hincarle los dientes al brazo. Wilson sintió la mordedura, abrió los ojos e intentó
agarrar al Sargento por los pies.
— Eres un perdedor Wilson — le dijo el Sargento.
— ¡Déjese de tonterías y termine con la misión! — gritó el Teniente.
Un tropel de ratas siguió a la rata gorda pegando mordiscos al entumecido cuerpo de Wilson. Otras muchas
terminaban de desgarrar el cuerpo de Cánovas y, como si hubieran recibido una orden, se aliaron a las últimas
que habían entrado al sótano y fueron formando un túmulo palpitante a envolver el cuerpo de Sánchez para
roerle la piel mientras algunas intentaban meterse por la boca del muerto.
— ¡Sargento, trate de salvar a Wilson! — ordenó el Teniente.
— ¡Si mi Teniente! — gritó el Sargento abalanzándose sobre las ratas que habían empezado cubrían a
Wilson.
— ¡Cuide la retaguardia Sargento!
El Sargento descabezó a dentelladas a tres ratas, escupió las cabezas y mordisqueó a las ratas que tenía a
mano y desgarró una buena cantidad hasta que cayó exhausto con la boca abierta mirando el cielorraso. Las
ratas fueron sobre él, le mordieron el cuello y los brazos, intentaron entrarle por la boca, se atascaban en las
prótesis, al fin, cuando una rata logró pasar a la garganta el camino quedó abierto para las compañeras. El
cadáver de Sánchez corría la misma suerte en el mismo momento.
El Teniente miró como Sánchez y el Sargento eran devorados, observaba con curiosidad los túmulos que, tal
burbujas de un geiser, se formaban dentro de los abdómenes de esos desdichados. Pensó que muchas ratas
morirían asfixiadas dentro de los cuerpos y suspiró. Cuando vio como los tenaces roedores salían mordiendo la
piel, empapadas en una mezcla de líquidos indescifrables y que luego en una orgía de sangre, piel y huesos,
acabaron con los cuerpos de los cuatro subordinados, confirmó que la batalla había sido inútil. Una rata negra,
la más grande que él había descubierto, se le acercó acechante.
— Tú debes ser el General, tienes que respetar la convención de Ginebra — le dijo sonriente en voz baja.
Ella, como respetando al vencido, se quedó quieta un momento mirándolo con sus ojillos, dos bolitas erráticas
sobresalientes de mirada turbia, que le trasmitieron lo que ocurriría en el próximo instante de su vida.
— ¡Madre! – exclamó el Teniente como una plegaria.
Esperó con la mente en blanco y los ojos abiertos.
Pibe de la madrugada
Lena Berardone

Desde el muelle, Humberto tiró otra piedra al agua, trató de que cayera más lejos que la anterior. El sol
empezaba a salir. Cuando bajó el brazo e iba a apoyarlo sobre el paredón, sintió un tirón en el saco. Se sobresaltó.
El recuerdo de hacia unas horas, del golpe del cuerpo en el capot del auto, lo estremeció. Se dio vuelta con
miedo, creyó que lo habían descubierto, .aliviado vio, que un chico que no le llegaba a la cintura, tenía la mano
extendida.
— Me da una moneda pa’ comer, deále señor — Humberto buscó en el bolsillo, no encontró ninguna.
— No tengo pibe — se dio vuelta y volvió a mirar el río, a sumergirse en la angustia que desde hacía horas
estaba con él.
El pibe insistió tirándole del saco. Él hizo un gesto para desprenderse de la mano.
— No tengo monedas, dejame.
— ¿Y uno de dos pesos? Tengo hambre. Déale, sea bueno.
Humberto lo miró serio. No contestó nada
— ¿Me lo da?
Con bronca y solo para que se fuera, Humberto puso la mano en el bolsillo y le dio un billete de cinco pesos.
— Tomá y dejame en paz.
— Gracias señor.
Los que pescaban los miraron. Algunos estaban sentados en las sillas que se habían llevado, esperando el
pique. Otros sostenían las cañas con mano firme para evitar que se escapara el pez que había caído en la trampa.
Humberto no podía dejar de pensar en el cuerpo tirado en la Avenida Libertador. Giró la cabeza y miró la trompa
del Peugeot 405. Una sensación de espanto le hizo subir calor a la cara. Con la mano se tiró el pelo para atrás,
con la otra pegó un golpe fuerte en el muro.
— ¿Etá enojado? — era otra vez el pibe que hablaba mientras comía el pancho y tenía otro en la mano —
¿Quiere?
Humberto lo miró y no le contestó. El pibe se sentó en el suelo.
— A mí me da por bañarme cuando veo el río. Me meto en la punta de allá — hablaba con la boca llena ─ .
Siéntese. Pa’ hablarle tengo que levantar mucho la cabeza y no puedo tragar bien.
Humberto lo volvió a mirar. Se agachó para quedar más cerca de la cara del pibe y que lo escuchara bien.
— ¿Por qué no me dejas en paz pibe? Ya te di para comer — le dijo con ira —. Rajate
— Usté tiene el mismo olor que mi viejo cuando viene borracho.
Humberto se puso pálido y se enderezó automáticamente. Pensó: porque habré tomado tanto en la reunión.
— Cuando mi viejo está borracho me caga a golpes. ¿El Peugeot es suyo? ¿Le limpio el vidrio?
— Ya basta, tomátelas si no querés ligarla.
El pibe se fue corriendo. Humberto subió al coche y arrancó. Quería estar pronto en su casa. Ni bien llegó,
salió la mucama. Tenía gesto de preocupación.
— Señor, al fin… La señora está en el hospital Fernández. Dijo que vaya urgente.
— ¿Qué pasó?
— Su hijo está muy grave— y su voz estaba angustiada
— ¿Qué le pasó a Gabriel?
— Lo atropellaron en Avenida Libertador y lo dejaron tirado.
Esta vez el golpe del cuerpo en el capot del auto lo sintió con tanta fuerza que le impidió respirar y salió
corriendo.
Cien años de rencor
Milena S.
¿Y qué hace este angelito, ahora,
a las seis de la mañana,
subido al mástil de este naufragio?
Bersuit Vergarabat

Cuando Flora vio la muñeca en la vidriera de antigüedades quedó petrificada. El pelo castaño enrulado, las
mejillas rosadas y los grandes ojos negros, el simpático hoyito en el mentón y los labios rojos entreabiertos
dejando ver los dos dientes blancos ¡Si es Melina! Exclamó.
La compró y la hizo envolver para regalo. En la casa la escondió en su dormitorio. Cuando las campanadas del
reloj del living dieron las siete de la tarde, como era costumbre, se sirvió el whisky con hielo, se preparó el plato
con rebanadas de pan y rodajas de mortadela y fue a sentarse a uno de los sillones del living.
— Flora, si comés y tomás esas porquerías no vas a vivir mucho — le dijo su hermana Victoria.
— A esa misma hora Victoria se sentaba en otro sillón del living a tomar el Actimel.
— ¿Te parece poco haber llegado a los noventa y tres años? — le contestó Flora.
En la enorme casona de Devoto quedaban vivas sólo las dos de los cinco hermanos. En esa casa donde se
habían festejado cumpleaños y nacimientos y donde se habían velado a los muertos de la familia, las dos
cumplían sus rutinas para que el tiempo pareciera eterno.
Siempre habían peleado y seguían peleando. En los veranos, cuando todavía Flora manejaba, iba con amigas
a Mar del Plata, al piso de la familia en la Avenida Colón, Victoria se quedaba en Devoto para no dejar la casa
sola y no perdía oportunidad de reclamarle el sacrificio que se veía obligada a hacer y a retarla por lo imprudente
que era.
En los últimos tiempos a pesar de que Flora había dejado de ir de vacaciones y de hacer grandes travesuras,
la pelea venía porque se levantaba tarde y según decía Victoria se le pasaba la hora de ir de cuerpo, entre las
cinco y las siete de la mañana, como había explicado un médico chino en la televisión. A la tarde discutían cuando
Victoria tomaba el Actimel y Flora, el whisky con hielo.
Las únicas visitas que recibían era la de los sobrinos y cada vez que venían era motivo de pelea porque Flora
preparaba pionono con mortadela y a Victoria le gustaba con jamón cocido. Entonces empezaba con la cantinela:
No tenés en cuenta lo que les gusta a los demás, en especial lo que me gusta a mí. Sos descortés, mamá siempre
te lo decía.
Lo único que le gustaba a Victoria de Flora eran las empanadas de carne que hacía, pero a Flora no le gustaban,
por eso cuando decidían comer empanadas, Flora las hacía para Victoria, pero pedía para ella, empanadas en la
pizzería del barrio.
El sábado, Victoria cumpliría cien años. Sentadas en el living, Flora dio con el dedo una vuelta a los cubitos de
hielo que había puesto en el whisky y le preguntó a la hermana:
— ¿A quién querés que invitemos para tu cumpleaños?
— ¿A quién voy a invitar si ya no me quedan amigas? Se murieron todas.
— Alguna maestra de cuando eras directora ¿Te acordás la despedida que te hicieron cuando te jubilaste?
— Eso fue hace cincuenta años. La mayoría murieron y las dos que quedan vivas tienen demencia senil, no
se acuerdan de nada.
— ¿Y las de la iglesia?
— ¡Hace tanto que no voy! Además, no quiero saber más nada con esas chupacirios. Que vengan los
sobrinos nada más, ahora, si preparás pionono por favor hacelo con jamón cocido.
Estaban en esa charla cuando sonó el timbre. Era uno de los sobrinos.
— ¡Hola viejitas! Pasé para preguntarles que iban a hacer para el cumpleaños ¡Son cien! ¡Un siglo entero!
¡Hay que festejar!
— Tu tía no quiere invitar a nadie — dijo Flora — dice que todas las amigas están muertas.
— Por eso les digo viejitas, tienen que aprender internet, en Facebook se hacen muchos amigos.
— ¡Bah! – dijo Victoria.
El sobrino dijo que, aunque fuera una fiesta íntima las iba a hacer bailar.
— Traé unos discos de tango — dijo Flora —, eso me gusta.
— ¡No, tango no! Mejor nada de música — dijo Victoria.
El viernes previo al cumpleaños, como todos los viernes, Flora llevó a Victoria a la peluquería Pino. Toda la
vida Victoria había ido a Pino, pero en los últimos tiempos se le había vuelto difícil porque no podía caminar
mucho por la calle y si bien Pino estaba sólo a cinco cuadras, por cinco cuadras se veía obligada a tomar un taxi.
No sabían cómo iban a resolver el problema cuando, por suerte, Pino puso una sucursal en la propia manzana
de la casa.
Flora llevó a Victoria caminando despacito, la dejó en Pino y fue a su peluquería, una común del barrio.
Después volvió a buscarla. Esta vez como era víspera del cumpleaños, tocó tintura y como cada vez que se teñían,
pelearon.
— Con ese rubio parecés una bataclana — le dijo Victoria.
— Y vos, con el platinado sos una estatua de cemento.
Al regresar a la casa pelearon porque Flora no quiso ponerse alcohol en gel en las manos.
— Se me van a agrietar — explicó.
— Después te ponés crema ¿Acaso yo las tengo agrietadas? Siempre fuiste una descuidada, ya lo decía
mamá.
El sábado se levantaron, Victoria a las cinco y Flora a las diez, como siempre. Cuando Flora fue a la cocina a
saludar a Victoria por el cumpleaños, la notó preocupada.
— ¡Tengo miedo! Me duele el pecho — dijo Victoria.
— El otro día la doctora te dijo que estabas bien.
— Sí, pero soy la persona más vieja que conozco.
— Si estás feliz más de dos días seguidos te da miedo.
— Y vos sabés por qué, llevamos juntas toda la vida y estoy harta de tu pereza, pensá que para que la pases
bien, hay alguien que la pasa mal y ese alguien soy yo.
— Bueno, terminá con los reclamos, esperame acá que tengo una sorpresa para vos.
Flora fue a buscar a su dormitorio el paquete con la muñeca y volvió a la cocina. Victoria estaba en el suelo,
boca arriba con los ojos abiertos fijos en un punto del techo, respiraba ronca y en cada respiración le salía baba
espumosa de la boca.
Flora llamó a una ambulancia que las trasladó al hospital. A Victoria la internaron en terapia intensiva. Flora
permaneció en la sala de espera apretando el regalo hasta que se quedó dormida. Poco antes de las siete de la
tarde, entre sueños, exclamó angustiada.
— ¡Fue sin querer!
Se despertó. Una enfermera que estaba por entrar a la Terapia se acercó a preguntarle si le pasaba algo.
— Si… estoy arrepentida — dijo Flora.
— ¿De qué?
Cuando mi hermana cumplió quince años, mamá le regaló una muñeca de porcelana, Melina. Victoria estaba
feliz. En la fiesta se puso a bailar con la muñeca. Pasaban un tango que era lo que más nos gustaba bailar.
Bailando la empujé… sin querer o quizás a propósito, no sé. Bien nunca nos llevamos, mamá la prefería a ella.
La muñeca se le cayó y se rompió… No me lo perdonó jamás.
Flora abrió el paquete.
— La encontré en una tienda de antigüedades, es igual, solo el tocado de puntillas y el vestidito de encaje
son nuevos… se la iba a dar para el cumpleaños y mire dónde terminamos.
La enfermera le acarició el hombro y entró a la terapia. Eran las siete de la tarde, Flora fue a comprar una
petaquita de whisky y un sándwich de mortadela. Comió en la sala de espera. Cuando estaba terminando, el
médico salió a dar los informes y se acercó primero a ella.
— Ya sé, no me lo diga, mi hermana murió — dijo Flora.
— No, señora, su hermana se está recuperando. Puede pasar a verla, pero solo unos minutos.
Flora entró y vio a Victoria serena, con la cara plácida, las mejillas hundidas y la piel tan blanca. Se le acercó y
le tomó una mano.
— A pesar de todo ¡Feliz cumpleaños! — le dijo y la besó en la mejilla — tengo algo para vos.
Le dio la muñeca y se quedó sonriendo de pie al lado de la cama, escuchando el ruido acompasado del
monitor.
— ¡No te parece que esperaste demasiado para remendar lo que hiciste! — exclamó Victoria implacable.
Y tiró la muñeca al suelo.
El dilema de Liza
Norma Troiano

— Nuestro pésame señora.


— La acompañamos en su dolor, era un hombre muy bueno.
— Liza, querida, cuánto lo siento.
A esa hora de la tarde, la sucesión de gente se le hacía interminable. A los hijos de él, se sumaban a los primos
y parientes de ambos los conocidos que salían del trabajo, sus compañeros de de oficina, del club los fines de
semana, amigos. Los dos amplios salones del velatorio estaban llenos de personas y de voces, esas
conversaciones que se mantienen por lo bajo, como en la antesala de los médicos. Igual, el ya no oía más nada.
— ¿Por qué no te sentás Liza? Hace mucho que te veo parada en este rincón.
— No quiero estar en medio de la gente.
— Está bien, vení.
Su amiga la condujo hasta la cocina y la hizo sentar en la única silla que había, estrecha y de madera, como le
vio intención de quedarse a darle charla o compañía, le pidió:
— Déjame sola por un rato, por favor.
— Está bien ¿querés un cafecito?
— No, gracias. Estoy bien así.
La amiga se fue. Ocho años, diez si contaba los anteriores a iniciar la convivencia. Pero no, tenía que contar
los ocho, esos fueron los difíciles, primero por la oposición cerrada de los hijos de él, después, curiosamente
cuando por fin los hijos la aceptaron en lo que era, la pareja de su padre, ella empezó a registrar, incluso
retrospectivamente, las actitudes de él que la afectaban en las pequeñas cosas. La imposibilidad que tenía de
defender sus derechos y los de ella, de enfrentar conflictos, de resolver cosas cotidianas, sus dificultades para
decidir sobre cuestiones casi irrelevantes.
De algún modo que no supo ver a tiempo, dejó de sentir que tenía un hombre al lado, su hombre. La relación
fue, de a poco, convirtiéndose en amable y fraterna con mal sexo. No es que él no fuera una buena persona, lo
era. La gente que estaba reunida en los salones, en su gran mayoría, lo quería de verdad. Apreciaban su bondad,
su buena disposición y esa ausencia de conflicto que muchas veces era el fruto de las debilidades que a ella le
mataban el deseo y el placer.
Miró el reloj, las diez y media ¿cuánto tiempo estuvo perdida en las imágenes del pasado? Qué barbaridad.
Se levantó y volvió a los salones, había un poco menos de gente, le pareció, de todos modos se encaminó a la
salita donde estaba él. Tardó en llegar, algunos saludos, besos, todos trataban de confortarla.
Al lado del ataúd, fijó la vista en una voluta del encaje que lo adornaba. Cuando lo vio morir le dolió el corazón,
le pareció una muerte inoportuna e injusta. Él tenía apenas sesenta años y siempre había sido sano, para ella
era una muerte prematura y, además, con tanto mal bicho que anda por ahí ¿por qué llevarse a alguien que no
molesta a nadie? El dolor fue cediendo pero no había llorado y casi no podía hablar, por eso evitaba la gente.
¿Cuántos de los ocho años guardó silencio sobre sus sentimientos? Muchos, no sabría decir un número.
¿Cómo contarle a alguien conocido, aunque fuera una amiga, la soledad y la frustración que sentía? No la
hubieran entendido, la hubieran encontrado exigente, egoísta, insensible. Es muy difícil hacer comprender a
alguien cuánto puede hacer doler un hombre bueno pero inmaduro y temeroso. Le hubieran dicho que no era
para tanto, que también estaban su cariño y su consideración, lo que no es poco. Y hubieran tenido razón. Ella
nunca había mantenido una relación así y por momentos se decía lo mismo y se sentía culpable. No se animó a
tener con él el hijo que no tuvo dentro del matrimonio corto de su primera juventud. Ella sabía bien que una
madre no sustituye a un padre y ese lugar vacío o semivacío no lo podría cubrir.
— Estabas acá. Parada y acá. Por favor Liza, tené un poco de criterio, resulta morboso que lleves horas
aquí.
— ¿Horas?
Miró a su amiga con asombro.
— Sí, horas. Son las doce y media de la noche. Yo salí a comer, cosa que vos no hiciste todavía, y ahora que
volví la gente me fue diciendo dónde estabas y que nadie se atrevió a sacarte. Pero yo te voy a sacar de aquí y
del velatorio. A comer.
Se dejó llevar. Había mucha menos gente. Comprensible, era un día de semana y por la mañana hay que volver
al trabajo.
— Liza, para cuando volvamos no va a haber casi nadie, deberías irte y dormir un poco. La vela nocturna
siempre me ha parecido una locura y no sé por qué quisiste mantenerla.
Miró de frente y a los ojos a su amiga.
— Yo me voy a quedar. Necesito quedarme. Me va a costar mucho más el entierro mañana y soportar de
nuevo al amontonamiento de gente.

A las dos de la mañana no había nadie. Los hijos de él, golpeados por el dolor, se habían quedado dormidos
en una salita al lado. Se acercó a la ventana y levantó un poco una de las cortinas: ni gente ni coches en la calle.
Un día martes en un barrio la ciudad duerme. Dejó caer la cortina y se dio vuelta.
— ¿Qué hacés vos aquí?
Dijo paralizada por el temor.
— Vine a acompañarte.
— ¿Pero cómo se te ocurre?
— Porque te quiero se me ocurre. Y voy a quedarme mañana para el entierro aunque no pueda tocarte ―
le puso las manos en el cuello y empezó a masajear despacio sus cervicales ―. Estás muy tensa.
— Y me voy a poner peor si me seguís tocando — intentó bajarle los brazos —, no podés hacer una cosa
así acá. Me siento infame. Nos pueden ver.
— No hay nadie
El extendió el masaje hacia los hombros.
— ¡Pero puede venir alguien! Están los chicos al lado.
— Ya los vi, duermen profundamente. Tranquila.
La tomó por la cintura, la llevó hasta la sala donde estaba el ataúd, cerró las puertas corredizas, las trabó y
empezó a besarla en la cara suavemente, tan suavemente como la empujaba hacia el piso.
Coca y caramelos
Alberto Parra

El Gordo le había dicho al padre que necesitaba un cuaderno y unos mapas para la clase de geografía. No
compró nada y se guardó la plata. El flaco Cornisa le mangueó a la madre unos pesos con la excusa de que el
domingo iba a salir a pasear con una chica, le dijo que necesitaba plata para comprar dos Bidú Cola.
Yo no tuve que mentir. Desde que me había enterado que en el cine del barrio iban a pasar la Mujer del
Zapatero hice todos los mandados y me quedé con las monedas de los vueltos. Mi vieja se extrañó por el súbito
entusiasmo que me había agarrado por hacer los mandados. El sábado a la tarde, un día antes de la función, nos
juntamos los tres y contamos la plata. Sobraban dos pesos.
— Vamos a comprar caramelos en el almacén — ordenó Cornisa que era el más grande.
Los domingos, la matinée empezaba a las dos de la tarde. A la una y media los tres estábamos parados en la
boletería pidiendo la entrada.
El boletero, canchero, nos miró.
— Pibes, no se venden entradas a menores de dieciocho.
Cornisa que llevaba un saco que le quedaba grande y una corbatita roja mal anudada, simuló voz de hombre
y le contestó:
— Señor yo cumplo los dieciocho la semana que viene.
El Gordo y yo mirábamos angustiados al boletero, le rogábamos con la mirada que nos dejara pasar.
— Vos podés entrar, los otros dos no.
— Déjelos entrar señor, son primos míos que vienen de Chascomús — le imploró Cornisa con cara de
lástima.
— Está bien, pero pagan como mayores ¿Tienen la plata?
El boletero cortó las tres entradas con un gesto indulgente y Cornisa le puso la plata al alcance de la mano.
El Gordo y yo esperamos que la contara lanzándonos miradas cómplices y sonriendo con disimulo. Por fin
recibimos las entradas y Cornisa, seguro, con los papelitos en la mano, tomó la delantera hacia la puerta de la
sala. Lo seguimos en silencio hasta que el acomodador cortó las entradas y nos habilitó entrar a la fiesta. Isabel
nos esperaba.
Fuimos los primeros. Teníamos todas las butacas a nuestra disposición. El Gordo quería ir bien adelante.
Cornisa lo agarró del brazo y lo llevó a la fila doce. A mí me venía bien cualquier lugar. Con tal de ver la película,
me hubiera sentado sobre una ortiga. Nos ubicamos en la mitad de la fila. El Gordo quedó en el medio.
Cuando las luces de la sala se apagaron no éramos más de diez. La primera función empezaba con el Cisco
Kid. Media hora pasó y entraron muchos chicos. Algunos de mi edad o menos. La segunda película era vieja, de
guerra. No despertó la atención, todos esperábamos a Isabel.
De repente se apagaron las luces, era el momento, nadie se acordaba de los vaqueros y de los americanos
matando japoneses.
Respiré profundo. “La mujer del Zapatero” anunciaba la pantalla y yo no podía parpadear. Alcancé a leer:
Isabel Sarli y Pepe Arias. Cornisa sacó un puñado de caramelos del pantalón. Le dio al Gordo unos cuantos y el
resto me los dejó a mí. Los metí sin dame cuenta en el bolsillo del pantalón.
El acomodador caminaba por el pasillo cargando una bandeja con golosinas y chocolatines.
— ¡Cuidadito con las manitos! — advertía a cada rato.
Siguen los títulos y abrimos los ojos para ver más de lo que podíamos mirar.
— ¡Es un minón! — anticipó uno que estaba detrás de mí.
— ¿Cuándo sale? — preguntó fastidiado el Gordo.
— ¡Aguantate! — le respondió Cornisa.
Quería verla ya mismo y los títulos no dejaban de pasar hasta que llego el cartel: Dirección Armando Bó.
La primera vez que ella sale en la pantalla quedé petrificado. Llevaba un vestido blanco, ajustado, a lunares
negros. Algo le dijo Pepe Arias y ella se da vuelta. Sin parpadear, apretando el respaldo del asiento de adelante
con las manos la miro extasiado. El Gordo, me codea cuando el escote queda en primer plano. Isabel acaricia la
cara de Pepe Arias y me acaricia la mejilla. Me acerca la cara sonriendo y me dice dame un beso mi amor. Cierro
los ojos y la beso. Me revuelve el pelo. Chiquilín, me dice. Me quiero casar con vos, le digo al oído. Ella se ríe. Se
va y se asoma al balcón apoyando el busto sobre los brazos. El panadero tiene calzoncillos largos, blancos, y se
da vuelta en la cama, se le notan los huevos. Se escucha una carcajada general. Isabel me dice me gustás vos
Chiquilín. El Gordo se mueve en la butaca. Cornisa sigue con la vista perdida en la pantalla.
— Terminó ¡Vamos! ― me dice de repente el Gordo dándome un sacudón en el hombro.
En la puerta saqué el yo—yo. Lo enrollé y me puse a jugar. El Gordo y Cornisa hablaron durante todo el camino
de Isabel.

— ¿Te pasa algo nene? Tenés cara de zonzo — me reprendió mi mamá después de la cena.
— Nada — respondí y fui corriendo a mi pieza.
Me tiré en la cama. Crucé los brazos sobre el pecho. Isabel me miraba desde el balcón. Vení, le supliqué.
Sonrió y se fue. No te vayas. Se asomó. Me tiró un beso volador y me dice: Chiquilín, vení a la cama, vení, apoyate
en mi pecho. Quiero acariciarte, así, suavecito. Suavecito Chiquilín. El escote se abre como las alas de una
gaviota. Una brisa fresca entra por la ventana. Los pechos tibios, suaves me cobijan. Tiemblo. Chiquilín,
suavecito. Traspiro. Los pechos de Isabel son labios pintados de rojo. Gimo. Me empapo la mano. Abro la boca
y me hundo en la almohada. Me quiero casar con vos. La besé y me dormí.
Al día siguiente, antes de entrar a la escuela, metí la mano en el bolsillo, saqué los caramelos que me había
dado Cornisa y se los regalé a un chico de primer grado.
Plata sucia lejos de la costa
Gerardo Rean

La cocina de la cabaña daba al mar. Juan Carlos miraba desde la ventana, entreabierta para disipar el fuerte
olor de los huevos fritos y la panceta que chispeaban en la sartén de teflón.
Juan Carlos, hacía una semana que había regresado de Nueva York y aún continuaba con la costumbre del
desayuno rico en grasas y calorías de los últimos meses. Mientras sacaba la sartén del fuego pensó: ya pronto
volveré al mate amargo y los bizcochitos con grasa de siempre, carajo.
Afuera una tormenta se formaba detrás del horizonte marino, ya lista para dar un zarpazo de viento y olas en
la todavía tranquila playa de San Bernardo.
Apago el fuego. En el living comió los huevos salteados con panceta, bebió un vaso de jugo de naranja y una
ensalada de frutas.
Hacía calor en la cabaña y un primer trueno resonó desde el mar, se asomó a la ventana y vio como una flecha
de luz dividía el cielo y se perdía en el mar cerca del muelle, faltaba poco para el amanecer, el cielo encapotado
no dejaba pasar otra luz más que rayos que intermitentes terminaban en sucesivos truenos que resonaban en
sus oídos.
Prendió la radio, algunas interferencias y finalmente pudo escuchar las jodidas noticias de todos los días,
choques en la ruta, aumentos de combustible, controles de precios, acusaciones de los K a la Corpo y viceversa
de Clarín y La Nación, la impericia del gabinete y el pronóstico del tiempo, solo le prestó atención al pronóstico
que daba aviso de alerta roja en toda la costa, donde la tormenta tenía su epicentro.
Aseguró y cerró todas las ventanas, colocó un tacho donde una gota cada vez más gorda caía sobre el piso de
baldosas de la cocina y puso un trapo de piso para frena el agua en la puerta de la cocina.
Deslizó el dial de la vieja radio Spika herencia del viejo. Y como siempre recordó por un instante al padre con
la Spika pegada a la oreja, tomando mates y sintió ganas de abrazarlo pero sólo pudo conformarse con tocar la
Spika; giro el dial buscando música, desfilaron ruidos y ecos de la tormenta, una cumbia, una chacarera hasta
que fijo la perilla del dial donde sonaba una orquesta sinfónica, era la Cantata en Re menor de Johann Sebastián
Bach. El sonido deplorable en el parlante de la Spika pero era Bach.

Hacia quince días que estaba en la cabaña, sobre la mesa estaban la notebook y la resma de papel A4.
Una maraña de pelos ceniza intentaban sin éxito cubrir su cabeza quedando intacta su lustrosa calva que
llegaba sin esfuerzo hasta su frente, su barba también desprolija se confundía con el humo gris del cigarrillo que
había prendido. En el escritorio un cenicero de madera acumulaba los puchos de la noche anterior.
Se quedó un rato frente al ventanal siguiendo la lluvia intermitente y las luces de la tormenta cada vez más
lejanas sobre el mar, hasta que repentinamente cesó la tormenta y vio como el cielo y el mar se confundieron
en un apacible celeste. La tormenta había pasado.
El año anterior había ganado el premio de honor de la academia de letras y eso lo había honrado pero ahora
solo sentía un dejo de disgusto, falto de ideas, sin argumentos ni tramas, como un árbol seco. Fue esa parálisis
creativa la causa de su decisión de dejar Buenos Aires.

A la terminal de San Bernardo había llegado unos días atrás, con algunos libros y la notebook en la mochila.
No dudo en aprovechar la invitación de su hermana de ofrecerle por unos días la cabaña frente al mar libre
hasta principios de diciembre, fecha en la que María Laura la alquilaba todas las temporadas de verano.
Ya vendrán las musas pensó.
Pasaron los días, la semana y a los quince días en la costa, las musas ningún guiño le daban.
Después de la tormenta matinal prendió otro cigarrillo, sonó el timbre. Cuando abrió la puerta no había nadie
pero en el piso arriba de la alfombra están el diario del día y sobre esté un sobre manila cerrado. Lo levanto
presuroso rasgó el sobre y tomo el cuaderno leyó las primeras hojas y reconoció la letra de Martín, lo leyó de un
tirón y una vez más ahora resaltando y subrayando algunos párrafos.
Ya estoy listo pensó y empezó a escribir,
La luz del túnel del subte se iluminó, el ruido de la unidad retumbaba y el piso del andén vibraba, justo cuando
un hombre joven se desplomo, vencido por las deudas al vacío, el motorman pisó el freno pero nada pudo hacer,
bajo las ruedas de la unidad férrea quedo el hombre, Era Martín que murió al instante. Al borde del andén
quedaba un maletín y dentro un sobre manila y una carta para su mujer.
Dejó de escribir, estaba transpirando, prendió otro cigarrillo y continuó escribiendo las primeras líneas de su
cuento.
Martín Gascoetchea iba a cumplir 35 años el día siguiente a su muerte. Ninguno de sus amigos y familiares
pudieron imaginar que un tipo ganador, exitoso en todo, con dinero, mujeres y un futuro prometedor, dueño
de una casa de cambio pudiera suicidarse.
No todo era limpio y transparente en la vida de Martín y eso quizás influyó y aceleró su decisión.
Pero se puede pedir a un financista con muchos contactos, en este y en anteriores gobiernos, ser mahatma
Gandhi o Santa Teresa de Calcuta. Por supuesto que no.
Sus éxitos eran sus contactos y sus manejos financieros sus resultados, ya desde la época de Menen pisaba
fuerte en la City, su credo era no preguntar y ejecutar las ordenes armando andamiajes financieros,
confundiendo lo negro con lo blanco y lo turbio en azules golondrinas transformadas en valijas cargadas de
verdes que después de sucesivas idas y venidas pasaban de una cuenta bancaria a otra terminando en empresas
offshore.
Sabía comprar, vender y volver a comprar mientras su cuenta corriente engordaba.
Viajaba mucho y eso le gustaba, con orgullo se sentía un artífice de sus empresas hora en Montevideo, hora
en el caribe, o en Nueva York y su vida era un derroche continuo como si la vida transcurriera en un crucero de
placer motorizado por el alcohol, las barbys fáciles y la noche. Si mucha noche.
Pero su suerte había terminado en las vías del subte “B”.

A Martín lo conoció en la fiesta de casamiento de su hermana María Laura y fue ella quien le rogó que lo
tratara, no le cayó bien con esos aires de triunfador, la gran promesa y joven brillante nominado al premio
Xonec, pero por María Laura aceptó reunirse con él.
Fui a su piso de Recoleta y mientras le servía un whisky le habló de su proyecto. Quería escribir y publicar su
autobiografía, contando sus logros y su ascenso y éxito en los negocios, le dijo quiero que sepan quién soy y
borrar esas mentiras que circulan por ahí. Al final no llegaron a concretar nada y se olvidó de su cara lampiña,
sus cejas y manos arregladas y afectadas de triunfador de los noventa.
En la radio escucho que el juez estudiaba aceptar el pedido del fiscal para indagar al Vicepresidente de la
Nación.
Juan Carlos leyó lo escrito, corrigió, releyó una vez más, corrigió y finalmente hizo un boyo y a la basura,
presiono Borrar sobre el archivo en la notebook
Afuera el sol pegaba fuerte, camino hasta la orilla de la playa y sintió el agua fría que se escurría entre sus
dedos. Dejó las ojotas en la playa y avanzo en el mar hasta que una ola le cubrió hasta las rodillas. Mañana se
me ocurrirá algo mejor.
Sin perdón
Lena Berardone

Otra vez encorvada encima de esos malditos papeles. Me obsesiona saber qué es los que escribís y guardás
con tanto celo. Nada querés compartir, ni siquiera mi dolor. Te odio y te necesito. Espero tu respuesta a mis
pensamientos, que de tan fuertes siento que son gritos que debieras oír.
¿Por qué no dejaste que la víbora me mordiera? Quizás hubieran podido salvarme ¡Pero no! vos, impulsiva
quisiste matarla con el machete y te enloqueció tanto el miedo, que no viste que mis manos estaban ahí.
Junto con las manos me cortaste la vida. Estos muñones son tu obra. Tengo que vivir así, sin poder hacer nada
solo. Para comer, para afeitarme, para vestirme tengo que esperarte. Ni siquiera puedo masturbarme y con tus
silencios y tu amargura alejaste a los pocos amigos que nos quedaban. Mamá, ¡te odio!, y seguís encorvada
escribiendo.
— No escribas más, mirame que es posible que te escupa todo lo que tengo adentro.
— ¡Mamá, Mamá!, le golpeo la espalda con los muñones y cae al piso.
— ¡Mamá, Mamá!, no me responde.
— Leo los papeles.
— Perdóname Señor
— Perdóname Señor

Pandora
Milena S.

Antes del crepúsculo, Pandora tuvo fuertes dolores de vientre y expulsó un hombrecito sudoroso y feo. El
hombrecito cayó entre los yuyos y empezó a crecer. Los brazos y las piernas se le llenaron de músculos y de pelos.
Cuando se irguió, tenía la altura de un hombre y se sintió libre. La abrazó y se fue. Ella lo siguió extrañada.
En el camino el hombre besó a las ninfas y comió frutos de los árboles. Al pié del volcán, encontró un taller y
se puso a trabajar. Pandora lo alcanzó.
— Serás un buen presente para mi amante — le dijo.
— Yo quiero vivir. Tú disfrutas el poder de los Dioses, yo soy un hombre simple.
— Quiero darle una sorpresa a Prometeo. Ponte esto.
Pandora le dio al hombre un saco de arpillera. Él se lo puso y siguió trabajando.
— Deja de trabajar, vas a transpirar la ropa — le rogó Pandora.
El Hombre ya había transpirado. En la fragua martillaba con furia. Cinceló un delicado arnés de plata y se lo
regaló a su creadora que se puso el arnés en el cuello, dejando que los hilos de plata y las argollas le colgaran
sobre el pecho.

— No me gusta hacer ese papel de boludo — dice El Hombre y suspende el ensayo.


— Y yo no entiendo quién es Pandora ¿Cómo la voy a representar?
— ¡Pandora es la primera mujer! — grita el director de la Compañía.
— La primera mujer fue Eva — le responde ella.
— Según la mitología griega Zeus creó a Pandora y le dio una Caja donde estaban todos los males del mundo
— explica el director.
— Siempre nos dejan como unas hijas de puta.
— Muchachos, tenemos que dejar lo grotesco y hacer algo que tenga sentido… To be or not to be ─ dice el
director.
— ¿Qué? — pregunta El Hombre.
La compañía de teatro ambulante iba por los pueblos representando algo de circo y algo de folletín. El Hombre
era un poco cómico y otro poco malabarista. Pandora muy bonita, era la mujer del director que rondaba los
cincuenta años, esa edad donde la gente se propone cambios, pensando que ya es hora de hacer algo que lo
lleve a la celebridad. El libreto se los había acercado un escritor novel. Otro cincuentón que también deseaba
llegar al éxito. Los otros se habían incorporado al elenco para hacer esta obra.
En la sala de la sociedad de fomento hacían el primer ensayo.
— Si te fijás bien, no es un papel tonto. Le hacés una joya a Pandora, se la regalás… — dice el director.
— ¡Qué gracia tiene! Es como si fuera mi vieja.
— Sigamos.

— Ven conmigo. Conocerás a Prometeo — dijo Pandora.


El Hombre la acompañó. En su morada, Pandora pidió a las ninfas que le trajeran la Caja que tenía oculta en
el jardín.
— Por favor entra — le pidió al hombre.
El hombre se metió.
Las ninfas pusieron a Pandora una túnica de seda roja encima del arnés de plata. Cuando todo estuvo listo,
cargaron la Caja y el séquito emprendió el viaje.
Llegaron a los jardines del Olimpo. Pandora caminó en puntas de pie. Las ninfas dejaron la Caja junto a la
fuente. Prometeo estaba en el jardín. Un picaflor de oro hablaba con él.

— ¿De oro? Lo estoy viendo caer como plomo — interviene El Hombre sacando la cabeza de la caja.
— Bueno digamos de alas doradas — dice el director.
— Abrite el paquete de bizcochos de grasa — le pide El Hombre a Pandora — Me está agarrando hambre.
Pandora reparte bizcochos y le da un mate al director.

— Titán entre titanes. He visto flores bellas, pero nada más grandioso que tú — proclamó el picaflor.
— Exageras — dijo Prometeo.
Pandora se acercó y el picaflor, correveidile de Zeus, escondió el pico en una cala.
— Prometeo ¿estás platicando solo?

— ¿Platicando? ¿Qué carajo es eso? — pregunta El Hombre volviendo a sacar la cabeza de la caja.
— Creo que significa que están hablando — apunta tímido Prometeo.
— A ver Pandora, movete, traé el diccionario — dice el director.
— ¡Siempre me pedís todo a mí! — se queja Pandora.
Busca en la mochila del director, donde además de herramientas para armar las improvisadas escenografías,
hay un par de libros, entre ellos un diccionario de bolsillo.
— Dialogando, conversando — lee en voz alta.
— ¡Tá! Adelante.

— Prometeo ¿estás platicando solo?


— ¡Pandora! Siempre me sorprendes — y llevándola del brazo hacia la fuente, continuó hablando en voz
baja ─ El picaflor trataba de quedar bien conmigo, sabes cómo es de hipócrita.
— En el Olimpo lo que no es falso es violento.
— ¡Shhh! Te pueden oír los Dioses. Tú eres mujer y no entiendes. Menos aun lo que es ser un Creador.
— Espera ver la sorpresa que te traje.
Pandora se desprendió los breteles y la túnica roja cayó al piso. Quedó desnuda, solo su cuello estaba cubierto
por el arnés de plata.

— Esta es la única escena que le va a interesar al público — dice el Hombre desde adentro de la caja.
— ¡No seas guarango! Esto es arte — se queja el director —. Y vos, nena, cubrite un poco.

Se recostaron en el pasto. Prometeo la acarició.


— Eres bella. Casi merecerías ser una Diosa ¿Qué llevas en el cuello? — Prometeo miró el arnés — ¿Esa es
la sorpresa?
— No. Mi regalo está en la Caja.
Pandora hizo otra vez un gesto de dolor de vientre y lanzó una rana que se fue corriendo por los jardines.
— Una sabandija verde — dijo Prometeo.
— Es la esperanza. A cada rato arrojo una que va corriendo a la Caja para no perderse.

— No la veo ¡Una rana! ¿Cómo lo vamos a hacer? — se queja El Hombre.


— Metete en la caja y no jodas más. Yo me ocupo de eso — dice el director.

Pandora se puso de pie y fue hacia la Caja. El Picaflor sacó la cabeza de la cala, sonrió y se volvió a esconder.
— ¡No la abras! Temo por ti — le gritó Prometeo.
— No temas, para nosotros los humanos no hay condenas eternas, hay perdón, es algo que no entienden
los Dioses del Olimpo.
Pandora abrió la Caja. El hombre se lanzó hacia afuera y la miró excitado. Pandora le pidió que se sacara la
ropa. El hombre accedió y quedó desnudo y transpirado frente al Titán. Miró a Pandora y tuvo una erección.

— Ese detalle no lo veo necesario — dice el director.


— Hasta resulta burdo — agrega Prometeo.
El Hombre no dice nada, se queda mirando a Pandora.

Miró a Pandora.
— Es un hombre con el sudor vivo. Tiene emociones — dijo Pandora.
— Es apasionado y débil ¡El Olimpo lo verá como una plaga! — exclamó Prometeo.
El picaflor volvió a asomarse y de sus ojos salieron dos rayos. Prometeo creyó ver en esos ojos, los de Zeus. Los
rayos hicieron arder las rosas y los mirtos del jardín. La Caja voló en pedazos y las ranas desamparadas corrieron
a refugiarse en el pelo de Pandora.
Fue entonces cuando una luz destelló en el arnés. La luz fue tomando la forma de una mujer con el torso
desnudo y la cabellera rizada.
— Venus — murmuraron las ninfas.
Escoltaron a Venus hasta el centro de la fuente. La Diosa extendió sus brazos y de sus dedos surgieron gruesos
hilos de agua que mojaron el jardín.
— Prometeo, los hombres son mortales y viven entre polvo y tierra sus esperanzas — dijo Venus.
— ¿Y piensas que eso es venturoso?
— Es tan breve como vital.
Las llamas del jardín se habían apagado. Olvidados por la distracción de los Dioses, Pandora y El Hombre
lograron huir. Las ranas se fueron con ellos.
— Prometeo — dijo Venus —. Los hombres por débiles sobrevivirán y adorarán nuestras eternas esfinges
de mármol.
Venus, con el torso desnudo y la cabellera rizada, quedó erguida en el centro de la fuente. De sus dedos
siguieron brotando los hilos de agua. Prometeo se mojó la cara en la fuente y fue hacia donde estaba el picaflor.
— Creo que he comprendido ¿Acaso la venganza de los Dioses podría ser el futuro?
El titán miró el cielo y vio asomar el lucero del atardecer.

— Está bueno — dice El Hombre —. Pero ¿Y si hacemos otra cosa? Venus, el lucero, es muy rebuscado.
Nadie va a entender un carajo.
— ¡Un poco de sensibilidad! Lo único que les pido es un poco de sensibilidad ¡Así no se puede lograr nada
de nivel! — dice el director, tira el picaflor de utilería dentro de la caja, la cierra de un golpe y se va enojado.
— ¡Qué le pasó a este! ¿No se da cuenta que el tema y los personajes no nos encajan? — dice El Hombre
— ¿Vamos a tomar una cerveza?
— Yo me tengo que ir a descansar — dice Prometeo —. Mañana tengo una función importante.
— Yo me prendo — dice Pandora.
— ¿Y vos? — le pregunta El Hombre a Venus.
— Tengo que salir esta la noche. Me voy — dice fríamente Venus y se va.
— Esta tipa parece de mármol — dice El Hombre y agarra a Pandora del brazo.
Salen y en la fonda de la esquina piden una cerveza. Se la traen con un platito de maníes salados.
— A mí me llegó lo de la esperanza — dice Pandora mientras pela maníes para los dos.
— ¡Ahí está! Zamba de mi Esperanza de fondo, una paisana y un gaucho se enamoran en medio del campo
y sueñan con tener un rancho.
— ¿Y Venus?
— La Pacha Mama y el picaflor, Mandinga.
— ¿Ese pajarito de utilería lleno de colores? Mandinga tendría que ser negro.
— Estás equivocada, no todo lo que reluce es oro, ni todo Hombre errante anda perdido.
Pandora y El Hombre toman esa cerveza y otra. Terminan la noche en la sala de la sociedad de fomento,
haciendo el amor adentro de la caja.
— Creo que te amo desde hace tiempo — confiesa El Hombre y al abrazarla con fuerza, la vuelca contra el
fondo.
— ¡Ay! — grita Pandora.
Ha aplastado al picaflor, una astilla dorada se le clava en la espalda.
Blancos y transparencias
Alberto Parra

Apoyó la mano herida en el pecho. Abrió la puerta despacio. Entró sin encender la luz, le bastaron para guiarse
los destellos de un cartel de neón rojo que centelleaba frente a la ventana abierta.
— Nada me sale bien — se dijo. Una mosca se posó sobre la sangre seca sobre la venda — ¡La reputa
madre!
Encontró la botella de ginebra. Agarró con fuerza un vaso manchado de rouge. Lo llenó hasta el borde. El
alcohol desbordó. No le importó y tomó lo que había en el vaso mientras la venda se empapaba de ginebra. Le
ardió la garganta. Soltó el vaso que rodó sobre la alfombra. Se quedó mirándolo hasta que se detuvo.
— ¿Porque cruzó la calle de esa manera?
Levantó el vaso y volvió a llenarlo. Bajó la cabeza y se sentó en el sillón. La puerta se abrió.
Entró una mujer que dejó la cartera sobre la mesa. Sonaron las campanas de una Iglesia cercana.
— Me enteré por la radio — dijo la mujer sin saludarlo y encendió la luz.
— No pude hacer nada — respondió él y tragó ginebra.
— Siempre tenés una excusa — ella se sacó los zapatos rojos de taco aguja.
— ¿Quién te creés que sos? — preguntó él mordiéndose una uña —. Desde cuando una puta puede
juzgarme.
La mujer sacó un rosario de la cartera y lo dejó sobre el sillón.
— A la Iglesia tenés que ir.
— No necesito rezar.
— Algún día te vas a dar cuenta que lo necesitás ― sentenció ella y caminó hacia la cocina.
Él agarró el rosario y lo enroscó en la mano herida. Se sintió mareado y se levantó, dio un paso y golpeó el
respaldo de una silla con la cintura. Se aferró a la mesa para no caerse. Palpó el arma que llevaba bajo el sobaco.
Tambaleando llegó a la cocina. La mujer preparaba café.
— Fue un accidente — le trató de explicar a la mujer —, la nena se cruzó de golpe.
— No te creo. Cuando van a los pedos ustedes no miran.
— Yo la vi.
— ¿Y por qué no la esquivaste? ― dijo ella revolviendo la taza y como queriendo perforarle la cara con la
mirada preguntó ― ¿Lo mío también fue un accidente?
— Vos me lo pediste.
— Te creía y mirá lo que hiciste conmigo – ella se dio media vuelta.
— ¡Mirá como estoy yo carajo! – gritó él desenrollando el rosario.
— ¿Me vas a ahorcar? – preguntó ella provocándolo.
— Dáselo a tu macho – gritó y tiró el Rosario al piso.
— No tenés vergüenza, matás a una pendeja y encima soy yo la que se banca tus estúpidos celos.
— ¿Celos? Estás peor que tu vieja.
— Mi vieja descubrió quien eras vos y te distanciaste de ella, como hacés siempre, mal y a tu favor.
— ¡Para que mierda seguís acá, andate de una vez!
Gritó y discurrió torpemente que los blancos y trasparencias del alcohol que llenaban su vaso jugaban a las
escondidas con él. Salió de la cocina y se quedó mirando el oscuro hueco de la ventana. En algún momento
tendría a esa mujer allí, en el líquido y se inundaría con ella como si tragara figuras tornasoladas de neón.
Ella volvió a la sala, él la vio acercarse y la sintió en el calor de sus manos. Resistió el oscuro pensamiento que
lo agobiaba. Ella, revolviendo el café tuvo un momento de paz y creyó que era hora de la reconciliación. Dejó el
pocillo en la mesa e intentó acariciale la mejilla. Él retiró la cara y le lanzó una mueca de dolor. Matar a una nena
atolondrada había deshecho lo poco que podía esperar de su vida. Estaba convencido que cualquier cosa que
hiciera le saldría mal. Creyó que era hora de cambiar.
Miró a la mujer que parecía esperar un beso y pensó que ella nunca existió, que no podía haberla amado
jamás y con expresión torva extrajo la pistola reglamentaria, le apuntó al vientre y apretó el gatillo.
Vivir lo deseado
Norma Troiano

Se sentó en el borde de la cama y le tocó la mejilla. Estaba suave. La recordó en la plaza Rivadavia el día que
se conocieron. Ella estaba sentada en un banco, mirando los juegos y los chicos. Él se sentó al lado a leer el
diario. Al rato, ella le dijo:
— ¿Viene seguido a esta plaza?
— Desde hace unos pocos días, sí.
— ¿Se mudó al barrio?
A él le había extrañado un poco el abordaje de ella. No parecía el tipo de mujer que se plantea un levante, era
agradable, el rostro algo ajado, de unos treinta y pico de años, vestía unos jeans y parecía sólo una vecina
interesada por él.
— No. Vivo aquí hace cinco años WW había tenido que tomar aire para seguir —, hace una semana me
echaron del trabajo.
Ella, que seguía con la vista perdida en los niños, giró hacia él y lo miró a los ojos.
— Está desocupado. ¿Y cuál es su especialidad?
Él se había reído.
— Hace mucho soy “casi” contador.
— Mm…Hay que terminar las cosas en esta vida, después uno se arrepiente.
Ella volvió a mirar los chicos. Un largo rato más tarde retomó la conversación.
— Le ofrezco un trabajo pero por poco tiempo. Un mes, dos como mucho. Puede seguir buscando algo
estable mientras tanto. No es un trabajo de “casi” contador. Es…Necesito alguien que me acompañe. Por
supuesto tendrá su horario laboral y su retribución. Dígame cuánto quiere y, por favor, que no sea demasiado
porque no me sobra la plata.
Él se la había quedado mirando y le había contestado, molesto:
— ¿Qué me ofrece?, ¿ser su gigoló?, ¿su dama de compañía, pero con pantalones?
A ella se le había puesto la cara roja y contestado turbada.
— No se ofenda. Necesito contar con alguien por unos días, alguien con quien hablar, venir al parque,
quizás salir a caminar, compartir un libro. Es todo.
Él conocía la soledad y la que tenía a la vista era auténtica. Acordaron el precio, el horario. El lugar de trabajo
seria el departamento de ella. Desde el primer día, a las doce del mediodía, él encontraba su paga en la mesita
de la entrada. Como rutina almorzaban juntos, a veces iban al parque donde se conocieron, al cine, conversaban.
Descubrió en ella una mujer cálida, frágil y a la vez fuerte. Una contradicción. Tomaba unas pastillas que con el
pasar de los días él se ocupó de darle, sin embargo no le dijo para qué eran y él presintió que no debía preguntar.
Aprendió cosas con ella, a apreciar el buen cine, a disfrutar la vida en compañía. Hoy se cumplían cuarenta días
del primer encuentro y habían hecho las cosas simples que ella había planteado, sin embargo él nunca volvería
a ser el mismo. Pasó el teléfono de la mesita de luz a la cama donde estaba sentado junto a ella y llamó:
— Doctor, Emilia acaba de morir. Lo espero.
La boda
Gerardo Rean

Estoy en los fondos del Club El Progreso de Chacharita, la tarde se desgrana y se disipa mientras una brisa
ladina me hace llegar el olor a chori que trae el humo impertinente desde la parrilla.
A unos metros debajo de un tinglado que pretende ser un quincho se encuentran cuatro caballetes que
sostienen dos largos tablones y sobre estos unos manteles de papel, tablitas de madera y vasos de plástico, ya
hay algunos invitados sentados en bancos y sillas playeras.
Me acomodo en la punta de la improvisada mesa cerca de la parrilla donde, cual ordenado ejército, se alinean
los chorizos, las morcillas y las hamburguesas.
A un costado sobre un cajón de manzanas una flota de barcos de pan francés esperan la venia del comandante
parrillero para iniciar la boda.

No puedo olvidarme de este singular casamiento de finales de 1983, fui invitado por el novio, Alberto mi
compañero de la Unidad Básica Gaucho Rivero del barrio de Villa Crespo, yo recién llegaba a Buenos Aires venido
de Santa Fe a ver los aires de la democracia que se perfilaban venturosos.
En seguida detecte a una morocha de pelo lacio cortito y con reflejos. Pero deje enseguida su pelo y pose mis
pupilas en sus grandes senos que casi hacen carambola con los vasitos de plásticos hice lugar en la mesa para
que dejara dos jarras de un vino fuerte y guarango como el humilde festejo.
Miré al parrillero de manos regordetas con la derecha sostenía un pañuelo rojo que paso sobre su frente
sudada por el fuego, dejando caer una gota sobre el choripán que sostenía en su mano izquierda.
Que estoy haciendo me dije y me levante y apunte para el baño para mear, juro que lo pensé dos veces, pero
volví, tenía hambre, sed del vino e interés por la morocha.
Cuando volvía a la mesa me crucé con Alberto que abrazaba y hablaba al oído de la morocha. La miré bien
además de los senos tenía una trabajada cola dentro de unos ajustados vaqueros, no pude con mis suposiciones
de escritor y ahí nomás le dije: "Alberto te felicito por tu novia, pero porque no se van a cambiar", "ojala fuera
mi novia" me dijo, "si lo fuera sabes que fiesta me hago esta noche te presento a mi prima Laura. Se nos acercó
una flaca desgarbada que sostenía una bandeja de empanadas, por la cara de orto que puso me di cuenta que
era la novia y había escucha la conversación.
No sabiendo cómo salir de la incómoda situación, hice la fácil saludé a las damas y diciendo: permiso, me fui
a la mesa, comí unos chori con chimichurri regados con el vino berreta, que rápido me subió a la cabeza, empecé
a decirle tonterías a la morocha no me dio bola y si me dio no me acuerdo, tambaleando emprendí la retirada a
la pensión de Once. Al día siguiente de urgencia tuve que regresar a mi pueblo, al tiempo deje de militar y no
supe más nada de ellos.
Que será de la morocha no lo sé pero cada vez que me invitan a un asado me acuerdo de ella. ¡Que
monumento a la carne argentina!
El cazamariposas
Lena Berardone

Caminaba por Corrientes, el chaparrón se largó de golpe. Me faltaban tres cuadras para llegar a la entrada del
subte. Un taxi venía con la luz encendida. Corrí, alcé la mano y tropecé con un hombre que estaba abriendo la
puerta trasera del auto. Quise decirle que al taxi lo había visto primero, pero él me preguntó para dónde iba.
Compartimos el viaje. Así lo conocí a Miguel. A la semana empezamos a salir. Me puse al día con películas y
obras de teatro. Las charlas se prolongaban hasta bien entrada la madrugada. Cuando me dejaba en la puerta
de casa, le ponía la mejilla para despedirnos. La primera vez que me besó en la boca me puse tensa. Él se dio
cuenta y no insistió demasiado en el beso. Esa noche no pude dormir bien. Tenía la rara sensación de haber
tocado unos labios tibios que me produjeron escalofríos.
— Vayamos despacio — le dije la noche siguiente. Miguel había puesto cara de fastidio, pero enseguida me
tomó las manos, las besó.
Habían pasado dos meses. No me disgustaban sus besos. Esa noche no fuimos al cine, ni al teatro. Cenamos
en su departamento. Bailamos en la sala. Miguel me había sacado la blusa, me apretaba contra su cuerpo. Con
una mano me revolvía el pelo, con la otra me desprendía el corpiño. Me dejaba llevar por una emoción hasta
entonces desconocida. Cuando estuvimos en la cama, cerré los ojos. Miguel estaba encima de mí. Me besaba
los ojos, el cuello mientras murmuraba: tu olor. Me excita tu olor, tu piel. Tu boca me vuelve loco, chiquita.
Me puse tensa, lo empujé con furia. El corazón me latía fuerte. Junté las piernas y me tapé con la sábana.
— ¿Qué te pasa, que hice mal? — me preguntó sorprendido, acercando la cara.
— Nunca más vuelvas a decirme chiquita — le dije.
El intentó acariciarme la cabeza. No lo dejé. Corrió la sábana y se bajó de la cama. Lo tomé del brazo para que
se quedara. Me miró desconcertado, lo abracé y comencé a llorar.
— ¡Qué te pasa?, por favor decime.
— No, hoy no.
— Decime que te pasa.
Permanecí en silencio. El insistió y de pronto empecé a contar un episodio que nunca creí que iba a revelar.
— Cuando tenía once años — le dije con un tono de voz que no me reconocí — una tarde corría con el
«caza mariposas» que habíamos hecho con mi prima Belén. Nos gustaba llamarlo así. Esa tarde Belén no había
venido al campito donde a la hora de la siesta nos escapábamos para jugar. A mí me gustaba cazar mariposas.
Miguel quiso acariciarme. Corrí la cara, le pedí que me escuchara.
— Había cazado a varias mariposas, sabés, y me había quedado con una sola, cuando apareció el tío,
hermano de mamá.
Le dije, no le cuentes a mami que no estoy durmiendo. El se acercó y me abrazó. No chiquita, no vamos a
decir nada y me dio un beso. Vamos a jugar juntos, dijo. Tengo una sola red, le contesté y me solté del abrazo.
El me agarró por el codo. Podemos correr y atraparlas entre los dos, me propuso sonriendo. Dale, así cazamos
más.
Miguel había apoyado la cabeza sobre la palma de su mano. Con el codo hacía un hueco en la almohada. Seguí
hablando y miré al techo.
Fuimos avanzando por el campito. Sigamos a ésa, mira que colores, dijo mi tío. Cruzamos la zanja y vi que
muchas mariposas entraban en el galpón abandonado. Algunas se posaron en las flores amarillas que habían
crecido en el interior, bordeando las paredes descascaradas. Temí que alguna se metiera en los agujeros del
revoque caído o en los tachos oxidados que había desparramados por el suelo. Íbamos detrás de ellas con la red
en alto. Él se separó de mí. Cerró el portón. Me dijo: Para que no se escapen.
Dejé de hablar, me incorporé y agarré un cigarrillo. Lo prendí. Miguel no se había movido, permanecía callado.
Después de dos pitadas, volví a hablar.
— Correla, correla ya casi la tenés. Su voz retumbaba como un graznido en una caverna.
El tío estaba parado y tenía una mano en el bolsillo del pantalón. En un momento tropecé con él, quise
separarme, pero no me dejó. Agarró mi mano y la puso adentro de la bragueta. Quise sacarla, me lo impidió.
Acaricialo, dale, acaricialo como a las mariposas, me dijo con la boca pegada a la mía. Me había agarrado de los
pelos y seguía manteniendo fuerte mi mano deslizándola en forma brusca hacia su entrepierna.
Lo miré a Miguel.
— ¿Me estas escuchando?
No me contestó. Después de unos segundos, sin mirarme a los ojos, asintió con la cabeza. Prendí otro
cigarrillo. Apreté mi pecho con una mano y respiré hondo. Me animé a continuar.
— Tío, no quiero seguir jugando. Tenía mucho miedo.
Él se me acercó aún más y su boca abierta la apoyó en la mía. Su aliento me dio asco. Las piernas se me
aflojaron. Con desesperación quería estar en casa durmiendo la siesta o que mamá apareciera y me sacara de
ahí. El tío me miraba y espiaba hacia el portón. La odié a Belén por no haber venido. Quise soltarme. Se lo rogué
llorando, sabés Miguel, llorando. No me dejó. Me tiró al piso y caí sobre la red. Me arrancó la bombacha. Quise
gritar, la voz no salió. Con una mano me sujetaba para que no me moviera, con la otra me abría las piernas.
Después sentí un dolor fuerte y que estaba mojada. El jadeaba. Ese tiempo fue una eternidad. Se cerró la
bragueta y se fue.
No me di cuenta que las cenizas del cigarrillo habían caído sobre las sábanas. En mi mano solo quedaba el
filtro. Miguel se había sentado en la cama. Di la vuelta, quedé de espaldas, doblé las piernas hasta casi tocarme
el mentón con las rodillas. Una intensa congoja se apoderó de mí. No volví a hablar.

Mientras viajábamos en el auto, Miguel prendió la radio. Cuando llegamos a casa no apagó el motor. Bajé.
Abrí la puerta de casa y giré la cabeza. El auto había arrancado.
Recordé la frase del tío: Chiquita, acordate lo que dijimos, no podemos decir nada.
Chocá los cinco
Milena S.

— ¡Figueroa! ¡Tantos años!


— ¡Luro!
Al final del verano, en la esquina de Corrientes y 9 de julio, los dos hombres tropezaron en medio de la
agitación de los transeúntes y el bullicio de autos y colectivos.
— ¡Figueroa! Juntos en primera fila, al lado de la ventana ¡Éramos los mejores! Vos eras excelente en
Literatura ¿Te acordás de aquella redacción? ¡Nos hiciste emocionar a todos! No salimos al recreo para poder
escucharte. Hasta la Urbano te felicitó. Y eso que era la más jodida de todas las profes y a vos no te quería —
dijo Luro y lo señaló con el índice — ¡Ay Figueroa, tan bonito lo que escribe, lástima que nunca traiga los útiles
y tenga el guardapolvo roto!
— Cierto ¿Y te acordás cuando la de Geografía nos mandó a hacer esa investigación por las embajadas? Tu
papá nos llevó en el auto y después nos invitó a tomar un té en la Jockey Club de acá, de Cerrito ¡Qué confitería!
¡Me sentí un príncipe!
— Y yo pasé un bochorno cuando te dijo “Ojo que este mantel vale más que vos” ¿Te acordás que se te
había volcado un poco de té?
— ¿Qué fue de tu vida? — preguntó Figueroa.
— Todo muy bien. Soy veterinario, pero de animales grandes. Papá compró unos campos en Entre Ríos y
trabajo allá. Manejo de ganado, cría de animales. Ahora vine a Capital por un trámite en Tribunales, mañana me
vuelvo… ¿Y la Pupi?
— Mi hermana está bien.
— ¿Sigue tan hermosa? ¿Te acordás del día que me dio un beso?
— No, no me acordaba.
— En ese juego de Verdad o Consecuencia me eligió a mí. Me enamoré. Te juro que me enamoré. Ahora
puedo decírtelo, quería casarme con ella.
— ¿Y vos?
Figueroa caminó dos pasos y se sentó detrás del banco para lustrar zapatos.
— ¿Te lustro? — le preguntó — Va de regalo por los viejos tiempos.
Luro asintió. La vida se hizo larguísima hasta que Figueroa terminó. Entonces se miraron con los ojos más
remotos que tenían y como en el patio de la escuela, se golpearon las manos ¡Chocá los cinco! Dijeron.
Al terminar el saludo era casi otoño. Cada uno siguió por su lado.
La falta
Alberto Parra

Marcos caminaba bajo el sol por una calle desierta. Miró la hora. Apuró el paso. Faltaban cinco minutos y
cinco cuadras para llegar. Penó por haber confundido las calles mientras viajaba en el colectivo. Su esposa había
conseguido la cita y no quería echar a perder la oportunidad.
Al ritmo de la carrera comenzó a traspirar. La camisa blanca se empapaba ajustándose pegajosa al cuerpo. El
saco se mojó en las axilas y en la espalda. Sintió como las gotas de sudor le corrían por las piernas impregnando
el impecable pantalón azul.
Entró al moderno edificio donde estaba la Empresa que buscaba y una corriente de aire fresco parecía
perseguir a una mujer joven que salía. Fue un alivio para él. No se animó a sacarse el saco, alguien podría ver su
camisa pegada al cuerpo.
— En un par de minutos la transpiración se seca — se dijo consolándose.
Con un minuto de retraso se presentó en la recepción, una muchacha le indico donde tenía que ir.
Abrió la puerta del despacho. Un hombre sonriente detrás del escritorio se puso de pie y le indicó con
gentileza que se sentara frente a él.
Marcos con la camisa que se resistía a secarse, esbozó una sonrisa. El hombre pareció no darse cuenta del
detalle. En las Oficinas la gente no traspira de esta manera, pensó Marcos acomodándose las solapas del saco.
Volvió a sonreír y cuando lo hacía miraba la cara del hombre. Esa sonrisa le había permitido ganar amigos,
seducir mujeres, aprobar exámenes, pasar sin sobresaltos por situaciones cotidianas que a muchos les resultan
imposibles sin caer en el maltrato. Con esa sonrisa podés vender lo que quieras, le había dicho su madre cuando
se enteró que iba a trabajar en una tienda. Me gusta mucho tu sonrisa, le había confesado su esposa durante el
primer baile en el que se habían conocido.
Marcos supo que había conseguido el trabajo en el momento de estrecharle la mano al que sería su jefe. Salió
reconfortado de la empresa y en la calle se detuvo unos minutos frente al edificio con la mirada fija en el quinto
piso. Allí trabajaría.
No tenía apuro, satisfecho caminó sin rumbo fijo. A pocas cuadras decidió tomar algo fresco en un bar con
mesas en la vereda bajo la sombra de un toldo. Antes de sentarse se quitó el saco. Quedarse cerca de su lugar
de trabajo lo estimuló.
Una mujer regordeta con un lunar bajo la nariz se acercó para tomarle el pedido.
— Un porrón bien frío — pidió.
La cerveza le fue servida acompañada de una ración de papas fritas. No son papas, son nabos cortados, pensó
y llenó el vaso. Aflojó el nudo de la corbata. Extendió las piernas y sintió que el pantalón le rozaba provocándole
una molestia. En un movimiento reflejo pasó la mano por la entrepierna. En ése instante le prestó atención a
una abeja que se había se posado en la otra mano. La espantó.
Tomó la cerveza sorbiendo despacio, saboreando el alcohol.
Lo sorprendieron gotas que se deslizaban por la frente y el cuello. Después de un instante las sintió correr por
las axilas. La camisa se le pegó al cuerpo. La humedad empapó el pantalón y el calzoncillo. No se animó a pararse
mientras los hilos de sudor lo envolvían. Creyó que se trataba de una regulación natural. Había llegado de la
calle sofocado y la cerveza fría le provocó la descarga. Aliviado por la idea esperó la finalización del fenómeno,
que terminó de pronto, tal como había comenzado. Se quedó sentado hasta sentir la piel seca. Pagó con el
cambio justo.
Fue a tomar el colectivo para volver a su casa a la hora en que lo haría habitualmente a partir del día siguiente.
En la parada se había formado una fila de personas cansadas, hastiadas por el calor. Cuando un colectivo se
detuvo Marcos había cedido su tercer puesto a una mujer embarazada. Adentro el aire estaba saturado de
humores propios del día veraniego, pese a que las ventanillas estaban abiertas de par en par. La presión de los
que iban subiendo empujaba a Marcos hacia el interior. Se movía pidiendo disculpas, rodeando torsos y rozando
cuerpos desconocidos. Cuando pudo agarrar con firmeza el pasamanos tuvo que darse vuelta; una joven había
quedado delante de él. El contacto era inevitable. Un hombre robusto empujó al que tenía al lado dejando el
espacio suficiente para que Marcos se colara esquivando las nalgas de la joven. Quedó con el vientre apoyado
sobre el filo de un asiento donde una mujer dormía. En ése instante comenzó a transpirar. El sudor fue intenso
y duró muy poco. El agua le manó del pecho, el resto del cuerpo permaneció seco.
Cuando llegó a su casa abrió la puerta en silencio. La mujer miraba una película sentada de espaldas sobre la
alfombra. Marcos no quiso distraerla, se sacó los zapatos y sin hacer ruido fue al dormitorio. Se desvistió
quedándose con los calzoncillos puestos.
— Estoy un poco flaco — se dijo mirándose la barriga.
Se miró al espejo grande que tenía la contrapuerta del placard imitando a un fisicoculturista. Entrelazó las
manos a la altura del ombligo. Tensó los bíceps. Sonrió a su imagen moviendo la pelvis hacia adelante. Algo le
llamó la atención y bajó la mano hasta la entrepierna. No logró tocar lo que esperaba tocar. En el aire quedó la
mueca incrédula de su sonrisa. Bajó los calzoncillos. Enfocó la zona desnuda. No había nada que sobresaliera,
nada que no fuera piel lisa. Nada. Se quedó tieso, sin atinar a mover las pestañas abiertas de par en par. Su
cuerpo era un dibujo patético, incompleto. Cerró los ojos. Movió fuerte la cabeza, como si quisiera secarse el
pelo. Temblando bajó las manos acercándolas al vientre. Tocó piel fría hundiendo las palmas bajo el ombligo,
suplicando en silencio acariciar algo. Contrajo los dedos clavando las uñas en esa planicie que quedó marcada
con diez medias lunas color bordó. Le dolían los ojos. Los abrió desviándolos del espejo. La falta estaba, sin
comprender como había sucedido, la falta estaba para quedarse con él.
Abatido subió los calzoncillos para tapar lo que no quería ver.
Es una alucinación, si, si, mi vieja me decía que yo tenía mucha imaginación, es eso, imaginación.
Quería ponerse un pantalón. Confundido agarró una percha y la tiró al piso. Comenzó a tirar al suelo, una por
una, las perchas que iba teniendo a mano.
La mujer apareció de pronto bajo el vano de la puerta.
— ¿Qué hacés? ¿estás loco? — preguntó furiosa la mujer, acercándosele.
Marcos se dio vuelta con la mirada perdida sosteniendo una percha de la que colgaba un pantalón. En un acto
reflejo la bajó hasta la cintura, cubriendo doblemente su falta. Cuando sintió el aliento de su esposa sobre la
nariz alcanzó a balbucear que las perchas se le habían caído.
— Después contame como te fue hoy — ordenó ella y salió del dormitorio.
Marcos ordenó el placard. Cada percha que volvía a poner en su lugar avivaba su angustia. Después de colgar
la última eligió un pantalón corto y una remera. No tuvo dificultad para ponerse la remera, era lo
suficientemente holgada para que entrara otra persona adentro. Las zapatillas blancas que se puso le hicieron
recordar las carreras a la que estaba obligado por su mujer a correr todas las tardes. Una vez vestido no se no
se animó a mirarse al espejo.
En la puerta del dormitorio creyó que bajaba del colectivo para ir al nuevo trabajo. Había algo bueno en su
vida. El puesto estaba asegurado y la aprensión a vivir estrecheces económicas había desaparecido. Tenía una
nueva oportunidad en su vida y se prometió llevar a cenar a su mujer a un sitio elegante. Sonrió y pareció
olvidarse el mal trago de la falta.
Entro al baño y abrió el grifo. Se lavó la cara. Tuvo un ligero estremecimiento y recordó las palabras de su
madre: Hijito, hay que hacer lo que el cuerpo te manda.
Se acercó al inodoro. Abrió la bragueta, tanteó la tela del calzoncillo.
— ¡No está! — gimoteó.
Perdió la vertical. Trató de apoyarse en la puerta y la cerró de un golpe. Cayó al piso. El cuarto giraba a su
alrededor. El inodoro, el bidet, la pileta, la bañera, los envases de cremas, los peines, los cosméticos, los esmaltes
para las uñas, la toalla y el toallón siguieron el juego de las paredes que se estiraban y movían en un orden
oscuro, como si fueran fuelles de un bandoneón enloquecido.
La mujer dio dos golpes en la puerta.
— ¿Y ahora qué te pasa? — preguntó enojada.
— Se cayó el Champú — respondió él forzando la voz.
Después de la cena la mujer apagó el televisor.
— Mañana viene la señora a limpiar, dejá todo como está — le dijo — ¡Ah! Te felicito.
— Gracias, te veo en un rato, me encargo de la mesa y voy.
— Como quieras, no tardés mucho porque me vas a encontrar dormida.
Marcos esperó que ella fuera a acostarse y se durmiera.
Prendió un cigarrillo, salió a la calle a fumarlo. Una gata se le acercó ronroneando a sus pies. La levantó y la
puso sobre el hombro para acariciarle el lomo. La gata se acurrucó trasmitiéndole calor. Tengo que decirle, pensó
y se abrieron todos sus poros. Ahora no, gimió empapado. La gata se le escurrió de las manos y saltó al suelo.
Volvió a la casa, tenía que levantar la mesa y lavar la vajilla.
Agarró la botella de detergente y una esponja. El primer plato que lavaría era el que había usado su esposa.
Lo agarró, el plato se curvó y engordó convirtiéndose en un seno de mujer. Él se aferró al pezón para mamar y
no halló leche.

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