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EL LEGADO DE LAS UTOPÍAS

Un viaje desde Buenos Aires


al corazón la Selva Lacandona

Ivan Puig i Tost

EDICIONES CARENA
© IVAN PUIG I TOST
© De esta edición
Ediciones Carena
C/ Sovelles 8, Local 7
08038 Barcelona
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Pág web: www.edicionescarena.org
Diseño de portada: Luis León Acosta. puntoluis@puntoluis.com
Compaginación:Pilar Membrives
Fotografía del autor: Josep Mª Puig
Fotografía de la portada: Pablo Cesar Costagnino.
ISBN: 978-84-96357-49-5
Depósito legal:
Gracias y mil disculpas por anticipado.

La excelente periodista y escritora María Seoane comentaba en el


prólogo de su último trabajo de investigación que “en todos los
casos, un libro es una experiencia colectiva”. Sin duda, si algún libro
puede ser tildado de experiencia colectiva es El legado de las utopí-
as. En primer lugar por su factura, donde han estado presentes los
pensamientos de varios autores conocidos y de otros que no lo son
tanto; y en segundo término, porque pretende ser el testimonio de los
pueblos latinoamericanos que luchan por salir de la opresión. Y pre-
tende serlo cediéndoles a ellos la palabra: a los verdaderos protago-
nistas de la historia.
En cualquier caso, es mi viaje y mi experiencia, y no cometeré el
error de ejercer como mero instrumento de comunicación, así que,
parafraseando a Luis Bilbao, deseo proclamar que estas palabras
toman partido. “Estas páginas están del lado de las víctimas de 500
años de saqueo, hoy otra vez en marcha por su emancipación”.
De modo que, en insigne lugar, quiero dar las gracias a los que
aportaron su testimonio para que El legado de las utopías sea el rela-
to de todos. Asimismo quiero dar las gracias a Susana por su pacien-
cia y espera; y por supuesto a Verónica, por leerse hasta la saciedad
mis constantes cambios. Gracias Vero.
Especial mención para los tres ángeles porteños que tanto me
ayudaron a reconstruir la narración: a Pablo por su amistad y gene-
rosidad, a Nina por su conversación y a Fabio por sus conocimien-
tos. Y a los tres por sus vivencias en las comunidades zapatistas.

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El legado de las utopías plantea el constante debate interno de un
viajero aplastado desde tiempos inmemoriales por el neoliberalismo,
y su afán por destruir la idiosincrasia del Pensamiento Único. Por lo
tanto, los libros de Manuel Vázquez Montalbán, quien me ayudó a
vislumbrar las soluciones a un problema personal que al final del
relato apreciarán, son fuente de inspiración. Imagino que el señor
Montalbán debía de ser consciente de la enorme representatividad
que ha alcanzado su persona para los Observadores españoles que
pasamos por la selva Lacandona; sus libros y sus textos son muy
estimados allí. Gracias a él también, porque las conversaciones noc-
turnas en Chiapas acerca de Panfleto desde el planeta de los simios
y del propio Pepe Carvalho, a quien, y entono el mea culpa, no había
leído con tanto detenimiento, fueron un aliento constante y grato eje
de discusión literaria y filosófica. Espero que el señor Montalbán
sienta, dondequiera que esté, que su trabajo ha sido tratado correcta-
mente.
Mi más ferviente agradecimiento a los textos del subcomandan-
te Marcos, pues, además de descubrirlo como pensador, he intenta-
do impregnarme del refinado humor que destilan sus escritos. Tal
vez es la filosofía que procura abanderar a El legado de las utopí-
as: sonreír incluso en las circunstancias más difíciles y escaparle así
al máximo enemigo de la literatura. El aburrimiento.
Por eso, tras emular con absoluta humildad al maestro Cortázar y
dado que releí Rayuela durante el viaje, les propongo que inicien la
lectura por donde prefieran. La oferta es amplia y variada.
Gracias a los “incansables” que nos acogen año tras año en la
selva Lacandona y nos transmiten sus conocimientos milenarios para
hacernos tan ricos y sabios.
Gracias a los valientes “Anónimos” que ahora cito con mayúscu-
la y a quienes usted, distinguido lector, encontrará hasta el hartazgo
a lo largo del libro. Yo mismo me incluyo entre ellos y le invito a
unirse a nosotros.

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Gracias también a esos “locos encapuchados” y a su buen uso de
la simbología política, para que sigan ametrallando al mundo con sus
palabras durante muchas décadas más.
Y por último, gracias a la persona sin la que El legado de las uto-
pías no hubiera ni comenzado. Por sus cuentos, por sus fábulas rea-
les, por cruzar el océano, sobrevolar el mar de las dudas y aterrizar
en el afluente de la verdad. Quien me abrazó en el transcurso de la
aventura, cuando estuvo de manera presencial y cuando no pudo
estarlo, y a la que bien pronto, si empiezan por la Parte I, conocerán.
Gracias.

Y mil disculpas por anticipado, ya que este relato pertenece al


viaje que cambió mi vida. Cuando lo inicié, acababa de terminar mis
estudios y con inocente ternura me disponía a surcar los mares
rumbo al conocimiento; en el trayecto, tuve la oportunidad de for-
jarme como escritor: comencé y finalicé mi primer libro que tiempo
después vería la luz; tras concluir la travesía, trabajaba en un medio
internacional que me permitió regresar a Buenos Aires en abril de
2003, con motivo de las elecciones acontecidas en Argentina. Ese
breve período en el país, me brindó la posibilidad de disfrutar de
varias tardes de conversación con mi amigo y sociólogo Fabio
Steinzdhler, cuyo resultado podrán contemplar en un capítulo de la
Parte IV.
De aquellas charlas, recojo la principal advertencia de Fabio.
Mientras yo divagaba obsesionado con el proceso de documentación
que ha suscitado El legado de las utopías, mi amigo consideraba
esencial proteger la inocencia que me sirvió para adentrarme en los
grandes males que acechan a millones de latinoamericanos, y me
pidió fidelidad al transmitir mis sensaciones. Por tanto, quiero pedir
mil disculpas por anticipado a quienes vivieron conmigo la historia,
por si no he sabido hacerlo o quizá haya endurecido demasiado mi
mirada.

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Este libro se orquestó en una guerra de baja intensidad, pero gue-
rra al fin y al cabo, y concluyó cuando el mundo decía haber supe-
rado otra guerra. Por desgracia, en la selva aprendí que las guerras
jamás se superan.
Fabio me arrojó una segunda advertencia. Al leer un fragmento
del viaje, me comentó que prestara atención a las generalizaciones,
puesto que no todos los mexicanos venden efigies falsas, ni rega-
tean dinero en las fronteras, ni…Ya me entenderán.
Aprovecho también para anunciarles que he mantenido infinitud
de modismos que a buen seguro no alterarán el relato ni darán pie a
ningún equívoco o confusión. Espero haber realizado un digno uso
de ellos.
Dicho todo esto despegamos, pónganse cómodos y prepárense
para iniciar la larga aventura que cambió mi vida, a pesar de que me
pareció muy corta. Deseo que a ustedes les suceda lo mismo. Tengan
una feliz estancia en El legado de las utopías.

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A los presentes hoy y siempre.

Durante el arduo proceso de escritura de El legado de las utopí-


as, pensé infinidad de veces a quién dedicaría este libro. Varios tex-
tos, humanos, sinceros y sencillos, se cruzaron en la factura de estas
páginas que ahora comienzan y que pronto deseé que jamás hubie-
ran comenzado.
El camino de la inocencia se vio truncado cuando María Merce-
des Arena se sentó a tomar mate con nosotros y nos contó, tanto a mí
como a la escritora Patricia Iovine, qué sensaciones acecharon su
devenir al enterarse de que su marido, Gastón Riva, caía abatido, el
20 de diciembre de 2001, por una bala perdida pero dirigida con
satánica precisión mientras intentaba llegar a la plaza de Mayo, el
día que miles de argentinos decidieron decir “Basta” y ponerle el
pecho a la vida. A aquella entrevista, que supuso la experiencia más
desgarradora de mi carrera periodística, en seguida se le sumaron la
de Eduardo Nachman, a quien le arrebataron a su papá en la dicta-
dura militar argentina, y la de un sinnúmero de anónimos que sufrió
el atroz conflicto bélico acaecido en las mágicas e insurgentes mon-
tañas chiapanecas.
No tardé en comprender que las muertes aquí descritas no podían
desligarse del nuevo proceso de emancipación por el que apuesta la
América Latina, y del que cada día, mediante campesinos que con pie-
dras y azadas enfrentan al fusil, recibimos muestras más evidentes.
Cuando El legado de las utopías descansaba un tiempo pruden-
cial, observaron, tanto él como su autor, que poco a poco llegaba la
justicia. En el capítulo trece, además del tremebundo drama de Mari
Riva, conocerán el testimonio de Iván Clemenco, fotógrafo amena-
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zado por aquel entonces y admirado ahora, desde que el presidente
de Argentina, Néstor Kirchner, tomó cartas en el asunto y lo rodeó
de sus ángeles de la guarda.
Semanas después, dos de los literatos cuyos trabajos estuvieron
presentes y fueron citados, Manuel Vázquez Montalbán y Miquel
Martí i Pol, fenecían de forma natural, dejándonos con multitud de
títulos sus legados de las utopías.
Mari Riva me dijo una vez que mantuviéramos siempre viva la
memoria de Gastón, y, como la suya, también he querido mantener
intacta la memoria de tan celebérrimos referentes personales: lucha-
dores, obreros y hermanos de las causas justas, a quienes encontra-
rán mencionados en presente durante el relato porque aún estaban
entre nosotros y, porque para mí, lo estarán eternamente. De la
misma manera lo estarán Gastón Riva, Gregorio Nachman, Joseba,
Ana, y todos los libertarios, indígenas y no indígenas, que perecie-
ron en el miserable genocidio ocurrido durante quinientos años en el
legítimo territorio zapatista. Un genocidio silenciado con especial
fervor, por los ojos cómplices del mundo, desde el 1 de enero de
1994, fecha que supuso la esperanza para millones de personas. De
modo que, a Ellos va dedicado este libro, presentes hoy y siempre,
para que nunca más haya utopías irrealizables y para que juntos siga-
mos impidiendo que nos privaticen los sueños.

Ivan Puig i Tost.

Barcelona, a fines de 2003.

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Alguien dijo una vez que
las utopías son utopías hasta
que se convierten en realidad.
No recuerdo quién fue..

Fabio Steinzdhler.

No es, como lo fuera alguna


vez, el resultado natural de
la escasez, sino de un conjunto
de prioridades impuestas por
los ricos al resto del mundo;
para unos cuantos poderosos
el planeta se abrió de par en
par, para millones de personas
el mundo no tiene lugar y vagan
errantes de uno a otro lado.

Subcomandante insurgente Marcos.

Ellos lanzan sus misiles de


destructiva impotencia.
Nosotros, nuestra palabra.

Luis Bilbao

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I

DE BUENOS AIRES A LA TIERRA OLVIDADA.


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1. Un océano de asfalto.

Con mi “remera” de la selección Argentina y con el mate que me


acompañaba desde la primera visita, hacía ya algunos años, a la tie-
rra de Mafalda, volaba rumbo a Ciudad de México, sumido en
recuerdos vivos y candentes en exceso.
Esas horas de avión fueron las más eternas de mi vida, como si no
existiera nada, como si la palabra “nada” hubiera adquirido un apa-
bullante significado apocalíptico, invadido por la meliflua impresión
de haber dejado atrás algo más que una embelesadora reminiscencia
de mecedora.
Miraba al frente con ilusión, pero me sentía condicionado a un
deseo: el anhelo irracional de volver cuanto antes a Buenos Aires y
perderme en sus tardes amparadas por el “Gabo” y el mate. Inten-
taba centrarme entonces en los sabios consejos de mi padre, acer-
ca de la errónea obsesión que atesoramos los humanos por querer
poseer perpetuamente los momentos de placer. De poco servía.
Tenía instalada en el pecho una sensación de angustia crónica que,
un hipocondríaco como yo, pronto comenzaría a confundir con una
gastritis. Y mi padre decía: Es similar al señor que cruza en reite-
radas ocasiones el detector de metales en un aeropuerto. No porta
nada ilegal y el maldito aparato no deja de pitar. El hombre,
inquieto y angustiado, no puede templar los nervios cada vez más
patentes, cuando su tranquilidad residiría en saber que la sensa-
ción no perdurará para siempre y que pronto acabará. Sabias pala-
bras las de mi papá.
Hacía siete meses que había partido de Barcelona y estaba muy
debilitado. Extrañaba la complicidad que los mediterráneos ostenta-

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mos con nuestro mar y el olor indefinible que sólo se percibe cuan-
do no se tiene.
Pensaba en la primera vez que decidí cruzar el océano para aden-
trarme en Latinoamérica. Fue en un nefasto verano en Londres, a
donde, como está mandado por decreto ley entre los universitarios
españoles, me dirigí para aprender inglés mientras trabajaba de
camarero.
Iba a permanecer casi un año y sucumbí a la tercera semana. Las
cosas no pintaban tan mal: conseguí un trabajito en un céntrico hotel
en Gower Street, junto al British Museum; ganaba setenta pounds,
gozaba de un día libre, habitación compartida y comida a mi dispo-
sición. No obstante, las setenta libras no me permitían más que com-
prar un par de lasañas congeladas extras, visitar un antro ilegal en el
que cobraban la cerveza a precio de oro, y empezar a forjar mis
imposibilidades para establecer relaciones sociales de forma óptima.
En el día libre aprovechaba para ir a High Park a tirar un boome-
rang que me regaló Antonio y, si había suerte, fotografiar alguna
ardilla que desplegaba su deferencia patriótica y engrandecía el mis-
ticismo de aquel inmenso espacio verde ubicado en el corazón de la
gran ciudad. Antonio era mi madrileño y querido colega de habita-
ción, con el que, por vagancia compartida, jamás practicaba inglés.
Junto a él, Tom, Clarence y Jerome, dos sudafricanos y un francés
del parisino Pigalle –barrio del Moulin Rouge, sito al lado del de
Amelie Poulain—. Pretendía huir de mi adolescente y alocado pro-
ceder en Barcelona y en aquella improvisada Torre de Babel hacía de
todo menos aprender inglés.
Pronto me di cuenta de que mi viaje carecía de sentido. (Por cier-
to, que ningún intrépido lector crea que he olvidado comentar el
tema de la comida que tenía a mi disposición. Ha sido un descuido
intencionado. Y quien no entienda esta aclaración, que enumere las
especialidades culinarias típicas de Inglaterra. ¿Cocido inglés?,
¿paella inglesa?, ¿pan untado con tomate inglés?). Bromas aparte,

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estoy convencido de que Londres podía ser un paraíso, pero mi inte-
rés estaba enfocado hacia otro continente, como meses después con-
firmaría.
La renaciente falta de motivación por mi estadía londinense se
veía acrecentada y se retroalimentaba cada vez que tomaba el
“subte”, cuando catorce millones de chillidos en todas las escalas
musicales habidas y por haber me incriminaban por no subir las
escaleras mecánicas por la derecha; por pararme de manera indebi-
da a mirar los jeroglíficos incomprensibles llamados “mapas de
situación”; por hacer preguntas a señores que en realidad no eran
operarios de la empresa ferroviaria, etcétera. Con sinceridad: estaba
incapacitado para la vida en “London”. Eso sí, me encantaba el
Tower Bridge, sobre todo porque aún no me habían gritado en sus
inmediaciones.

A continuación del frustrado y fugaz viaje, resolví que el próximo


destino sería un lugar donde, por lo menos, comprendiera lo que
decía la gente.
Comenzó entonces mi periplo por América Latina; periplo que
me había conducido hasta el asiento de un confortable Boeing rumbo
a Ciudad de México, embarcado en una travesía que finalizaría
semanas más tarde en Chiapas.

Seguía apretando con fuerza el mate, tan cansado y tan triste que
había olvidado mi miedo a volar y la fobia generalizada a cualquier
altura, ascensores acristalados de grandes almacenes incluidos.
Me quedé dormido y un fuerte ruido me despertó cuando restaban
dos horas para aterrizar en el DF. Aburrido, con las piernas encogi-
das y doloridas, agarré —y no “cogí”— la guía para distraerme un
rato. Había que mantener este verbo porque en México, igual que en
Argentina, no se puede “coger” un objeto. Quizá es una anécdota lin-
güística de dominio público, pero tras siete meses en Buenos Aires

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no había conseguido eliminar aquel término de mi vocabulario.
Vaya, que los españoles no podemos vivir sin (el) coger.

Después de cinco o seis líneas abandoné para siempre en el avión


la guía que oficiaba de consejera. Tras declarar el boicot a Lonely
Planet por no traducir todas las guías de los países sobre los que
escribía, adquirí un título de otra editorial que se condenó solito,
con frases como: La llegada al aeropuerto de Ciudad de México es
un espectáculo surrealista o Ciudad de México ha sufrido uno de
los mayores terremotos de la historia. Veamos: ¿puede ser un aero-
puerto surrealista? Es decir, pienso en Autorretrato blando con bei-
con frito y no logro imaginar la similitud con un aeropuerto; y si
existía, no quería ni pensar en ella. Y en cuanto a lo del terremoto...
¿Dónde quedaron aquellos publicitarios anuncios de las playas de
Cancún o Acapulco? ¡Uf!. 8,2 en la escala Richter, eso debía de de
ser mucho. Dados mis avances con el inglés, parecía el día de hacer
las paces con Lonely Planet, además, la situación me hacía sentir
muy idiota, en la línea del amigo de mi padre, el incansable Enric
Romaguera, quien dictaminó boicotear la industria cinematográfica
al completo cuando suprimieron la venta de entradas anticipadas,
circunstancia que ni yo mismo recuerdo. Mi duda existencial era
saber si, de una vez por todas, Enric se había enterado de que varias
empresas españolas habían vuelto a instaurar esa modalidad de
venta, pues a lo mejor el hombre continuaba con su particular acti-
vismo cuando ya había ganado la batalla.
Antes de formular un tratado internacional sobre guías de viajes
y cines, avisté un espectáculo digno de mención, al iniciar un reco-
rrido, después de rebasar lo que creí identificar como el Golfo de
México, por encima de una inmensa e interminable vastedad de edi-
ficios. Incrédulo y seguro de que no podía ser Ciudad de México,
consulté con la afable viejecita que viajaba a mi lado.
—Perdone, ¿es esto el DF?— pregunté con rostro perplejo.

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La mujer me miró, sonrió y respondió con orgullo patriótico:
—Sí chico, es que aquí vivimos muchos.
Desde luego es impresionante la influencia que ejercían los
audiovisuales en mí, puesto que hacía un par de años había estado en
Guatemala y había conversado con varios mexicanos, pero, de
nuevo, y entiéndase el comentario, con siete simpáticas palabras de
mi vecina de asiento, me sentí transportado a un mítico spot televi-
sivo de tomate. Incluso tuve la tentación de rogarle que me dijera:
“guateeee, aquí hay...”
Sobrevolado el inmenso océano de asfalto, recordé las explica-
ciones que me brindaron mis colegas argentinos para entender que el
caso de Ciudad de México era idéntico al de Buenos Aires y al de
todas las capitales latinoamericanas.
En los períodos de grave crisis, los campesinos con mayores
carencias emigraban, cargados de ilusión, a la periferia de las gran-
des urbes. Una vez aposentados, edificaban sus casas con más espe-
ranza que materiales de construcción. Nacían así los enormes subur-
bios marginales.
Parece una soberana frivolidad describir en tres líneas un fenó-
meno tan estudiado, tan complejo y tan analizado en el transcurso de
la historia, aunque, por desgracia, mi experiencia estaba basada en el
trabajo de campo realizado en los barrios pobres del Gran Buenos
Aires. Allí, una serie de factores político-sociales añadidos a los ya
descritos, convertía las denominadas “villas de emergencia” en
auténticos cementerios vivientes, donde la miseria recobraba un
cruel y tremebundo sinsentido.
Al fin se produjo el último acto: el aterrizaje. Una bajada de telón
que para mí solía coincidir con un terrible dolor de estómago, al que
siempre maltrataba en los trayectos aéreos. Debido a los nervios aca-
baba con el suministro de chocolatinas, bizcochitos de esos con peda-
citos de frutas que en realidad no lo son, patatitas en bolsas tamaño
“Pitufos” y todo lo que pudiera ser ingerido con la impunidad conce-

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dida por un estado que, a sabiendas de mi glotonería, llegaba a pensar
que era un tanto psicológico. En cualquier caso, el descomunal atra-
cón afloraba de manera fulminante al levantarme del asiento.
Cuando pisé tierra firme, sin más referencia que un frío corredor del
aeropuerto, me invadió la primera sensación de transferencia ideológi-
ca. Frente a tantas dudas vividas en las semanas anteriores y con el
temor presente que me producía ese extraño lugar llamado México,
reafirmé la importancia y el leit motiv de mi viaje: ser consecuente y
abandonar el calor de Buenos Aires para conocer el legado zapatista
que meses atrás se había empezado a manisfestar en mí como una
necesidad urgente a descubrir.
Recogí el equipaje y me dirigí a inmigración. El control estaba
muy abarrotado y, después de esperar cuarenta minutos, un señor
muy risueño me preguntó por el motivo de mi estadía. “Turismo”,
respondí sin vacilar.
Superé sin contratiempos el habitáculo que unía los dos edificios
del aeropuerto, y enfatizo habitáculo ya que cualquier calificativo
más específico comportaría magnificar un espacio indefinible en el
que distintos utensilios de limpieza componían un pintoresco paisa-
je. No sé por qué me vino a la cabeza Hristo, en pleno happening,
transformando sus paragüas en escobas y fregonas.
Al llegar a la zona de acceso no restringido me asusté y el pánico
me envolvió. Aquello era un espectáculo surrealista. ¡Dios mío!
¿Sería el momento de recuperar la guía abandonada en el avión? ¿En
qué año decía que había sucedido el terremoto?
Fabio, uno de mis amigos porteños, me había facilitado unas nor-
mas de uso y desuso para mis primeros minutos en México: canjeá
pesos; agarrá el taxi y no el subte. Asimismo me había comentado
que el funcionamiento del aeropuerto se asimilaba al de Buenos
Aires, aunque éste parecía un auténtico caos, con miles de vendedo-
res ambulantes, gente tirándote de los brazos para reclamar tu pre-
sencia en su empresa de taxis, y un sinfín de etcéteras que por unos

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segundos me hicieron olvidar de las horas de sueño acumulado. En
un lugar así Tarantino se hubiera puesto las botas, dado que, si pres-
tabas un poco de atención, podías ver más historias paralelas que en
la mismísima Pulp Fiction.
Me aparté de la jauría, cambié algunos pesos argentinos y,
dueño ya de la situación, me marché al emplazamiento oficial de
taxis.
De camino al zócalo (la Plaza Mayor), en cuyos alrededores
debería buscar cama, charlé largo y tendido con el señor conductor,
que reconoció mi camiseta de la albiceleste y se interesó por mi
nacionalidad. Estuve a punto de probar mis dotes artísticas y hacer-
me pasar por argentino. Desistí, y consideré más tentador ver de qué
lado se posicionaría con nuestros equipos de fútbol: ¿Barça? o
¿Madrid?. En un alarde de diplomacia e inteligencia, su discurso se
basó en ensalzar las virtudes de ambos sin caer en el análisis de sus
defectos.
Gracias al carácter dialogante y amable de aquel tipo, actitud que
fue una constante en los tres meses que pasé en México, extraje
información muy valiosa para localizar hospedaje, eventualidad que,
al parecer, implicaría escaso esfuerzo.
Al cabo de una hora, convertido en un fanático hincha del Cruz
Azul, arribamos al zócalo. A un lado, el palacio presidencial que
ocupaba Vicente Fox desde hacía poco tiempo; frente a mí, la majes-
tuosa catedral. (Lo lamento queridos amigos argentinos, pero en este
caso: Ciudad de México 1 – Buenos Aires 0).
Me orienté para ubicar la Avenida 5 de Mayo, donde un par de
hotelitos con habitaciones libres aguardaban y aunque me dominaba
el cansancio, en treinta minutos estaba tumbado en una vieja pero
muy confortable cama.
Superado el shock estomacal tras el atracón compulsivo del
avión, me embarqué en la primera aventura por los afluentes del
océano que vislumbré desde el cielo, en busca de un comestible típi-
co del país. Era el instante perfecto para recordar las instrucciones
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anexas recibidas por Fabio: tené cuidado por la noche en Ciudad de
México; toda la comida es picante.
Y si algo comprobé durante la “temible” noche, fue precisamen-
te eso: en México la comida pica una barbaridad.
La ciudad estaba plagada de pequeños “‘barcitos”’, en los que por
poquito dinero ofrecían tacos, empanadas y una cerveza. De refres-
cos había Mirinda y sufrí otro ataque de incomprensible alegría por-
que de niño esa bebida me cautivó. Es una sencilla naranjada con
gas, pero mucho más rica que el resto de las marcas. Segunda duda
existencial del día: ¿A quién se le había ocurrido amargar mi infan-
cia retirando la Mirinda del mercado? ¿Sería aquello una señal?
Desde luego que en España investigaría a fondo la cuestión. Por cier-
to, de robos nada.

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2. HIJOS y Eduardo Nachman: secuencia de una desaparición.

Me desperté invadido por una paz inusual. Durante los cinco


maravillosos segundos en los que, consciente pero no demasiado
lúcido, cuesta recordar quién eres y dónde estás, me imaginé en una
cama inmensa, de unos cuatro metros, rodeado de un dulce aroma a
jazmín del país.
Una seguridad inusual me dominaba. Estaba tumbado en la habi-
tación de un hotel de la capital mexicana, solo aunque no en soledad;
me protegían miles de recuerdos y la ilusión de percibir Chiapas
cada vez más cerca.
Me levanté de un salto. Había pasado por alto que me encontraba
en una urbe situada por encima de los dos mil metros, y, debido a tal
nimiedad, pensé que me sentiría de alguna forma especial. En reali-
dad nada de nada.
Bajé a hablar con el dueño y a pedirle un poco de agua caliente.
Don Matías, así se llamaba el señor, me ofreció un té y, a pesar de
que no me apetecía y de que quería el agua para tomar mate, me
senté un rato a conversar con él. Hablamos de fútbol, cómo no. Al
cabo de unos minutos, me indicó con precisión de reloj suizo el iti-
nerario para desplazarme a la Terminal Oriente de autocares, cono-
cida como Tapo y lugar donde tendría que comprar mi billete rumbo
a San Cristóbal de las Casas. Acto seguido, volví a la habitación
para iniciar el ritual del mate con un poco de ‘yerba’’ “made in”
Buenos Aires que me quedaba. Mientras lo cebaba, ordené un
poquito mi mochila e hice lo propio con mis ideas.
Después de siete meses lejos de Barcelona y sin renunciar a todo lo
mío, había adquirido costumbres muy argentinas que nunca abandona-
ría. Cuando salí de mi ciudad natal rumbo al país del Cono Sur, atraí-
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do por la amistad de una escritora de un pueblecito colindante a Bue-
nos Aires, era una especie de director de cine desempleado, o, para no
echar piedras encima de mi tejado, convengamos que era un realizador
de audiovisuales recién licenciado. Sin embargo, aquel emergente vín-
culo transoceánico abrió mis perspectivas hasta límites insospechados.
Antes de empezar el viaje, y tras largas conversaciones a través
de unas magníficas tarjetas telefónicas que rebajaban mucho el coste
del contacto, habíamos acordado intercambiar clases, de modo que.
aprendería a perfeccionar mi estilo literario, mi gran pasión, y ejer-
cería de profesor de lenguaje audiovisual y técnicas de realización.
Aunque en el guión no entraba alargar tanto la estadía, calculada en
seis semanas, ni prolongar mi eterno y desenfrenado fervor por el
nuevo horizonte que descubrí.
No conocía a fondo la literatura sudamericana cuando llegué a
Buenos Aires, había trabajado varios libros de Gabriel García Már-
quez durante la etapa de instituto, pero en mi aprendizaje me aden-
tré en un mundo fascinante; profundicé en Borges y en Cortázar y
me maravilló desgranar Rayuela por enésima vez desde una pers-
pectiva tan distinta. No obstante, el colofón de mi viaje intelectual
fue caminar por la vida del “Gabo”, al que no dejé de leer ni un solo
instante. Me enamoré de su obra sin importarme en demasía la opi-
nión de críticos y puristas.
A México me llevé Doce cuentos peregrinos, un compilatorio
excepcional, y La hojarasca, con el que Gabriel – es que él y yo nos
tuteamos, son muchos años de relación— inició su andadura novelís-
tica. Por cierto, la estructura polifónica del relato de su ópera prima
inspiró a más de un buen director cinematográfico, y al poco tiempo
vieron la luz varias películas en las que se rescataba la idea de alterar
el narrador y se planteaba la misma secuencia desde los distintos per-
sonajes que transitaban por ella, siempre con esencia a Márquez.
Tal era mi pasión por el “Gabo”, que estoy seguro de que la acción
de Sólo vine a hablar por teléfono, fábula incluida en Doce cuentos

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peregrinos, transcurría en Barcelona con la intención de hacerme un
guiño. ¿Estoy seguro? Uf, necesitaba un mate con urgencia.

Supongo que, llegados a este punto, es imprescindible aclarar el


motivo por el que, tras haber manifestado mi intención inicial de per-
manecer seis semanas en Buenos Aires, me hospedaba siete meses
después en un humilde hotel de la capital mexicana. Mientras arma-
ba mi mochila y cimentaba mis ilusiones pensaba en ello, camino a
convivir con el movimiento insurgente nacido en las montañas chia-
panecas, mas fueron las clases de literatura mencionadas las que die-
ron origen al nuevo rumbo del viaje.
Finalizado ya el curso y con la lectura de El amor en los tiempos
del cólera bastante avanzada, parecía el momento de afrontar mi pri-
mer texto de gran formato, y bien puedo afirmar que Buenos Aires
vio nacer a un escritor mediterráneo con detallismo sudamericano.
Le pregunté a Patricia, mi profesora, qué enfoque debían de seguir
mis inexpertos pasos en el mundo literario, y, con buen criterio, me
orientó hacia la novela. De modo que aplacé mi próspera carrera en
la industria cinematográfica del INEM para aventurarme en un pro-
yecto personal.
Fue esencial encontrar un trabajito en el Casal de Catalunya de
Buenos Aires, situado en un lindo edificio del emblemático barrio de
San Telmo. Allí, durante las mañanas, ejercía de relaciones públicas
para un montón de catalano-argentinos asociados al centro, a la vez
que informaba a los no catalanoparlantes del horario para asistir a las
clases de mi lengua natal. Argentina pasaba la peor crisis de su corta
historia democrática, y los valientes con medios para embarcarse en
la cruzada europea solían elegir Barcelona como destino final.
Un mediodía de un viernes cualquiera, cumplida mi jornada labo-
ral, Fabio, el amigo porteño que me reveló los secretos para sobre-
vivir en México, me vino a buscar para invitarme a almorzar, e ini-
ciamos una larga conversación relacionada con las actividades

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emprendidas por la Asamblea de vecinos del barrio de Almagro, en
la que Fabio participaba de manera permanente. Desde el estallido
social que sufrió Argentina el 20 de diciembre de 2001, infinidad de
estas asambleas se habían constituido con el propósito de proclamar
el lema “Basta ya”. Además, promovían actos culturales y labores de
ayuda para asistir a los más necesitados, indigentes y “cartoneros”
sobremanera, porque el estado tenía marginados a sus marginados
que agonizaban desamparados a su suerte, carentes de medios para
comer todos los días.
Las Asambleas eran organizaciones horizontales que funcionaban
por comisiones, con el objetivo de diferenciarse de los partidos polí-
ticos tradicionales, que tanto les habían fallado, y de evitar, en con-
secuencia, las jerarquías internas. No había líderes ni directores, sólo
referentes y asociación por afinidades. Para reunirse tomaban lite-
ralmente la calle una vez a la semana y acordaban las actividades a
realizar durante los siguientes días.
Cargado de escepticismo, pensé en el tremendo jaleo que se podía
formar entre cuarenta personas con la misión de decidir cuestiones
de interés general para el funcionamiento del barrio. Y fue ese
mismo escepticismo el que me mostró el camino de las utopías.
Sentado en el asfalto de la calle Ángel Gallardo, paladeé el ver-
dadero diálogo, el debate político y el deseo de consenso, y aquella
noche, un demócrata confeso y fiel defensor de las instituciones, cer-
tificó que en determinadas partes del mundo unos pocos habían
empleado la sagrada palabra “Democracia” para mancillarla y para
oprimir a los de siempre, a los que Patricia denominaba “los legen-
darios fuera del sistema”. Argentina poseía muchos, demasiados. Y
si no se comprende a quiénes me refiero al decir “muchos, demasia-
dos”, si a los “Mancilladores” o a los “Legendarios”, valga la acla-
ración para ambos: en el caso de los segundos ya componían el 57%
sobre una población de 36 millones; en cuanto a los primeros, el
número era más difícil de calcular.

26
Tras informarme de las actividades de la Asamblea, comer unas
milanesas de soja –desventajas de manejarse con un amigo vegetaria-
no— y solucionar los problemas de medio planeta, nos desplazamos a
una pequeña emisora del barrio de Almagro llamada FM la Tribu.
Fabio estaba al corriente de mi vocación radiofónica, nacida de la enor-
me dificultad que comportaba buscar empleo en la pantanosa esfera
del cine, sobre todo en Barcelona, debido a que la mayoría de la indus-
tria cinematográfica española está situada en Madrid. Esa imposibili-
dad laboral me había incitado a estudiar periodismo y radio, de hecho,
antes de iniciar mi viaje, dirigía y conducía un programa. (Después de
estar sentado en la calle Ángel Gallardo produce mucha pereza usar el
verbo “dirigir” para hablar de las funciones que uno mismo desarrolla.
A fin de cuentas, con mi desplante temporal, creo que ya no dirigía
nada y dudaba de que fuera locutor, al menos en activo).
Fuimos a la emisora porque Fabio estimaba oportuno presentar-
me a Eduardo Nachman, la voz principal de La lucha que nos parió,
un magazine que FM la Tribu emitía los viernes por la tarde. Eduar-
do también trabajaba como docente en una escuela de la capital y era
miembro de la organización HIJOS (Hijos por la Identidad y la Jus-
ticia contra el Olvido y el Silencio), que agrupaba a hijos de desapa-
recidos en la cruenta dictadura militar que había sufrido Argentina
en el período comprendido entre los años ’76 y ’83.
Finalizado el programa, tomamos un café y platicamos en fami-
lia. Eduardo rondaba los cincuenta, con una frondosa barba y una
mirada reveladora que transmitía una mezcla de humanidad y expe-
riencia. Mate mediante, departir con él era como charlar con Cons-
tantino Romero, y aunque no me imaginaba a Eduardo diciendo:
“Sayonara baby”, me encandiló.
Luego de conocer su apasionante historia, nos citamos para el
siguiente viernes, puesto que me invitó a La lucha que nos parió,
para que le explicase cómo analizaba un extranjero la situación del
país. Tras despedirnos telefoneé a Patricia, quien además de escrito-

27
ra era periodista, y le propuse elaborar una entrevista para Eduardo
Nachman e investigar la situación en la que se encontraban los casos
de los Hijos de Desaparecidos, con merecidas mayúsculas, que habí-
an perdido a sus progenitores durante la dictadura militar, con mere-
cidas minúsculas.
En el transcurso de la semana Patricia intentó despertar mi “ins-
tinto periodístico”. Aquí está la noticia, éste es tu titular, repetía sin
cesar. De igual modo aproveché para documentarme a fondo sobre
la etapa denominada paradójicamente por los “milicos” Proceso de
Reorganización Nacional, y juntos comenzamos a tejer los reporta-
jes que al cabo de unos meses publicaríamos en distintos medios
españoles. No obstante, lo más complejo fue acostumbrarse a mode-
lar el lenguaje, máxime cuando a cada línea que leía sobre ese acia-
go y negro período histórico, más se acentuaba mi furia rebelde y
más crecía mi indignación.

El día de la entrevista lucía un sol espléndido, aunque el frío pre-


vio al invierno invadía las calles de Buenos Aires. Durante la inter-
vención radiofónica sentí un arrebato de irremediable nostalgia
cuando en La lucha que nos parió me preguntaron cuánto tiempo lle-
vaba en Argentina. Para algunas cosas demasiado; para otras
demasiado poco, respondí con la cabeza y el corazón en las playas
mediterráneas.
En Barcelona empezaba la época de desempolvar el bañador y
hacer un poco de dieta. Pero ahora, inmerso en las bajas temperatu-
ras del otro hemisferio, no me hacía falta ningún régimen alimenti-
cio: lo único a desempolvar eran la bufanda y los guantes.
Acabado el programa nos marchamos a casa de Eduardo. Mien-
tras él cocinaba unas tostadas bajo el agradable lema tan argentino
de: “ofrece a tu invitado lo que te apetece tomar a ti”, yo observaba
los “afiches” que colgaban de las paredes. La mayoría aludía a las
movilizaciones que HIJOS había realizado en los últimos años para

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denunciar a los militares integrados en el mismo sistema que dejaba
impunes sus crímenes.
Aquel esperpéntico panorama se produjo a causa de las leyes de
Punto Final y Obediencia Debida, dictadas durante el mandato del
radical Raúl Ricardo Alfonsín (1983—1989): primer presidente ele-
gido de forma democrática y que, presionado por la cúpula militar,
dejó a los “responsables de segunda línea” libres de todo cargo.
La guinda del pastel la puso Carlos Menem, jefe del ejecutivo y
sucesor de Alfonsín en la siguiente década, al indultar a los ya con-
denados. Estas leyes supusieron un retroceso esencial, porque, si
bien en el país no había espacio histórico para gobiernos de facto, el
poder permanecía dormido pero incólume. Por ese motivo muchos
argentinos mostraban un rechazo absoluto por las instituciones capa-
ces de ofrecer un sueldo vitalicio a los genocidas que secuestraron,
torturaron y asesinaron a sus seres queridos. Para colmo, los “mili-
cos” indultados vivían ocultos en la sociedad, y a efectos prácticos
cualquier argentino podía compartir vecindad con el asesino de su
papá.
Recuerdo mis largas y estimulantes conversaciones con Patricia.
Ella manifestaba, como la mayor parte de sus compatriotas, no sen-
tirse representada por ningún partido político. De todos modos, cla-
maba a la necesidad de ir a las urnas –no hacerlo había sido la opción
escogida por más del 30% de la población argentina en los comicios
de 1999— a ejercer el tan preciado y valioso derecho democrático.
—No siempre pudimos decidir —lamentaba con supremo sentido
común.
Yo, por mi lado, coincidía de manera rotunda con su opinión, y
sin haber elegido nunca esta posibilidad, le sugería impugnar el voto:
lo que en Argentina denominaban “voto bronca”.
—Eso y no asistir a las urnas es lo mismo —concluía después de
argumentar con gran solidez.
Eduardo apareció en el comedor con las tostadas y el mate. Trans-

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mitía cansancio, algo lógico: se levantaba a las seis de la mañana
para acostarse pasadas las doce.
Se sentó frente a mí y empezamos a charlar. Minutos más tarde
arrancó la entrevista.
“¿Qué significa ‘HIJOS’?”, pregunté en primera instancia. Y él
me respondió:
—Son unas siglas que significan Hijos por la Identidad y la Justi-
cia contra el Olvido y el Silencio, y somos una organización de dere-
chos humanos que junta a los hijos de detenidos desaparecidos, de
asesinados, de presos políticos, de exiliados durante la dictadura mili-
tar y los años previos, y además a un montón de jóvenes que luchan
con nosotros. Al principio éramos hijos de afectados directos, pero en
la capital federal se abrió al resto de la población. Aquel que desee
serlo, si acuerda con los puntos generales, es miembro de HIJOS.
Los prolegómenos de la conversa estuvieron enfocados a desme-
nuzar el nacimiento de la organización, originado cronológicamente
tras el período de Carlos Menem.
Un lustro después de decretarse el indulto, un verdadero ultraje a
la buena fe de los que creyeron en un juicio justo como método para
sanar las heridas, en distintos ámbitos universitarios comenzaron a
celebrarse homenajes a los detenidos—desaparecidos que allí habían
estudiado.
Se congregaron muchos de los hijos de aquellos padres. Habían
pasado casi dos décadas y apenas podían recordarlos, pero el dolor y
la afinidad los reunió en un encuentro inicial que contó con setenta
“hijos”. Fue en abril de 1995. Mediante la interacción y la consi-
guiente identificación, por haber vivido circunstancias tan similares
y compartir los mismos problemas, se dieron cuenta de que, a pesar
de lo ocurrido, era posible construir un espacio de lucha común. Así
nació HIJOS.
La entrada de Eduardo estuvo precedida por un hecho conmove-
dor que sucedió a finales de septiembre de 1995, en la primera mar-

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cha que convocó HIJOS. La manifestación se produjo porque el
general Bussi, un represor, salió electo gobernador en la provincia de
Tucumán. Declararon esa fecha como “El día nacional de la ver-
güenza”, por permitir a un genocida ascender a tan alto cargo. Eduar-
do se unió a la protesta, pero tal y como él apuntaba “medio de cos-
tado”, dado que los miembros de HIJOS eran muy jóvenes y se veía
viejo y fuera de contexto. No obstante, fue su propio hijo quien le
dijo: vos no dejás de ser hijo de desaparecido. Así pues, aquel
“nieto” de ocho años invitaba a su papá a reconocerse como “Hijo”.
Eduardo aceptó encantado y emocionado la propuesta, que a su vez
supuso la motivación más fuerte para ingresar en HIJOS de por vida.
Todos los miembros habían padecido una trágica experiencia con
un sinnúmero de matices distintos. Eduardo, al ser el mayor de la
organización, poseía el recuerdo candente que otros “hijos” no
pudieron forjar: se acordaba muy bien de su “viejo” y lo extrañaba.
Su papá, Gregorio Nachman, prestigioso director cinematográfico y
teatral, desapareció a los tres meses del golpe militar del innombra-
ble Jorge Rafael Videla, el 24 de marzo de 1976.
Los Nachman pasaron el mayo del ’76 en Brasil, en un festival
internacional de teatro, y su lejanía propició la falta de información.
Al regresar a Mar del Plata, ciudad natal de la familia, Gregorio intu-
yó que estaba en el punto de mira de los “milicos”, debido al conte-
nido crítico de sus obras para con el sistema. Asimismo regentaba
una sede teatral solidaria con grupos políticos y artistas prohibidos,
amenazados por los mandos militares, y brindaba sus espacios a los
que calificaba como “los libertarios”.
El 19 de junio del mismo año, Eduardo salió de su casa bien pron-
to a realizar “labores de encubrimiento” —actividades tanto perso-
nales como profesionales que, para dejarse ver lo menos posible,
Gregorio no podía desempeñar—. Aquella mañana, como tantas
mañanas de su vida, le dio un beso y un fuerte abrazo a su papá.
Jamás lo volvió a ver.

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A las cuatro y media de la tarde, un Grupo de Tareas —–macabro
nombre que recibían los pelotones militares de encapuchados que
entraban en las casas para asesinar o secuestrar a los inquilinos— se
presentó en el hogar de los Nachman. Gregorio se había marchado.
—Yo tampoco estaba allí —comentaba Eduardo—. Fui a buscar
unas latas que contenían un rollo de la película que había finalizado:
La belleza del diablo.
De todos modos el procedimiento habitual seguía su curso con
infalible resultado y, como siempre ocurría, el grupo de tareas se
dividió en dos. Una mitad aguardó en el domicilio amenazando a la
familia; la otra fue a buscarlo a la oficina. Nunca más supieron de él.
Gregorio era ya un desaparecido.
—Al principio creíamos que por ser un personaje público iba a
aparecer. Digamos que yo traté de encontrarle y que la situación fue
de búsqueda continua, en las calles, en los bares, en los “colecti-
vos”... Advertimos la magnitud de lo acontecido y que era un des-
aparecido cuando transcurrió un año y comenzamos a reunirnos con
distintos familiares. Entonces descubrimos que había más casos. Se
multiplicaban por decenas, por centenares, hasta situarse en los
treinta mil. Al principio lo vivíamos de manera aislada en Mar del
Plata, pero el contacto con otra gente nos permitió corroborar la exis-
tencia de un plan sistemático, una actitud exterminadora y genocida
perpetrada desde los altos mandos militares.
Eduardo sorbió un poco de mate, encendió su pipa y prosiguió la
narración.
—En el ’78, debido al Campeonato Mundial de Fútbol, el plane-
ta fue testigo mudo de lo que sucedía en el país, y en el ’80 ya no
quedaban dudas de nada. Mi mamá y yo creíamos que no debíamos
mencionar el secuestro de mi viejo; pensábamos que informar de
ello no ayudaría a su liberación definitiva. Y ese silencio colaboró
con su desaparición. En la lucha contra la impunidad y el repudio
charlo con gente que posee las mismas características, las mismas

32
miradas, las mismas mentiras fabricadas durante la dictadura para
hablar de un padre detenido y desaparecido.
—¿Mentiras? ¿Qué mentiras?— pregunté desconcertado.
—En realidad no podíamos dar certeza de su ubicación, por eso
las fabricábamos. Yo argüía que mi papá había sido contratado en
Mendoza para realizar una obra de teatro, y en mis propios círculos
no utilizaba el apellido Nachman porque la sociedad estaba aterrori-
zada y te rechazaba. Además, por seguridad, no queríamos contami-
nar el entorno de secretos o informaciones políticas que no sabíamos
a quiénes llegaban: al aparato represivo, al parapolicial, a los servi-
cios secretos, a los militares.
A medida que avanzaron los meses, las esperanzas de los Nach-
man se diluyeron por completo.

Años después, Eduardo intentó en soledad buscar pistas del para-


dero y la suerte que corrió su padre. Encontró leves indicios de su
paso por varios centros clandestinos de detención, pero eran dema-
siado frágiles.
Tras un par de horas yo seguía conmovido con su relato y me
dejaba perplejo el tono analítico y constructivo que imprimía a la
narración. En un momento dado se levantó de la silla y fue a la coci-
na, mientras, oteé mi grabadora olvidada encima de la mesa. En unos
instantes reapareció en el comedor con la cena. Estaba hambriento y
me comí en dos bocados una porción de pizza de rico pero indefini-
ble sabor. Fueron unos treinta minutos muy reconfortantes. Habla-
mos de cine, de Buenos Aires, y esbozamos el último tramo de la
conversación que daría pie a las reflexiones más íntimas.
De su pared colgaba un pasamontañas muy similar al que siem-
pre tapaba la cara del subcomandante Marcos. En 1996, Eduardo
había efectuado una larga estadía en Chiapas, donde se enroló con un
grupo de personas que se dirigía a las comunidades situadas en el
corazón de la selva Lacandona. Allí, un integrante del EZLN (Ejér-

33
cito Zapatista de Liberación Nacional), con quien forjó un gran vín-
culo, le regaló su pasamontañas. Aquel viaje fue esencial para
Eduardo, pues pudo averiguar que, sin mimetizarlo como referente,
aunque desde ese día pasó a serlo, existía en el otro polo de Latino-
américa un movimiento político—social nacido en un contexto dife-
rente, con necesidades distintas, pero con un ideal común: hacer del
mundo un espacio horizontal, donde cada ser humano fuera el direc-
tor de su propia película, el actor principal de su vida, y que la unión
de los hombres significara protagonizar juntos la historia. Uno, en el
sur de México, con la premisa de no querer tomar el poder, sino inte-
grarse en él; el otro, en Buenos Aires, creado con el fin de romper la
impunidad del sistema y de promulgar la condena social a falta de
condena legal para los genocidas, asesinos, torturadores y cómplices
de la dictadura militar.
Y para no confundir su filosofía con el anarquismo le pregunté:
—¿En qué se fundamenta la estructura horizontal de HIJOS?
—No hay presidente ni secretario, tampoco cargos directivos.
Buscamos afinidades de trabajo y para ello se establecen comisiones
por asociaciones optativas. Funcionamos en asambleas semanales,
democráticas hasta las últimas consecuencias.
—¿Esta horizontalidad puede suscitar algún tipo de caos organi-
zativo?
—No, no. Digamos que la horizontalidad comporta algunas des-
ventajas en cuanto a las respuestas inmediatas, sin embargo, aposta-
mos por ella en la resolución de las cuestiones más importantes —
contestó Eduardo.
—Pero… cuando la horizontalidad sólo existía en el precedente
zapatista, ¿cómo se origina y cómo comienza a aplicarla HIJOS?
—Se origina a raíz de desear nacer con otra metodología y dis-
tintivo generacional, circunstancia desconocida hasta el ‘95 y que
hoy por hoy es bastante común en las Asambleas Populares, por
ejemplo, donde la horizontalidad también es una metodología. En

34
ellas surgen muchos grupos autogestionados con distintas tenden-
cias, ya sean políticos, económicos, artísticos, que mantienen la hori-
zontalidad como base esencial.

La conversación siguió durante horas. Con el final despertó el


amanecer. A medida que avanzaba la velada, la fragancia que des-
prendía la pipa de Eduardo se asemejaba cada vez más al delicado
aroma del olivo seco en l’Ametlla de Mar, el pueblecito natal de mis
abuelos a cincuenta kilómetros de Tarragona. Esa tierna sensación
me evocaba cientos de recuerdos de la infancia, de aquellos maravi-
llosos veranos vividos cerca del mar que tanto extrañaba.
Tras haber entendido la transformación social que se pretendía
desde HIJOS y tras haber vivido la aplicación de la estructura horizon-
tal en la Asamblea de Almagro, mi estupefacción fue mayúscula cuan-
do Eduardo relataba cómo en Chiapas, cientos de miles de indígenas
cohabitaban bajo ese precepto. ¿Tenía o no tenía que ir a México?
De la charla, rescaté para siempre el apartado dedicado a su papá.
—¿Cuál es el legado que recoges de tu padre? —pregunté casi
por inercia.
—Las utopías –respondió con la emoción a flor de piel—. Los
sueños por un país más justo y solidario. A pesar de las diferencias
metodológicas y militancias políticas, ése es el legado fundamental
que me dejó mi viejo.

Cuando me fui de la casa mis sensaciones habían variado de mane-


ra sustancial. La conmoción y tristeza iniciales se transformaron en
una ferviente esperanza, en una ilusión desenfrenada basada en la cre-
encia de que existía un proyecto. Quizá, como ya había pensado en el
asfalto de Ángel Gallardo días atrás, un mundo mejor era posible.
Sin duda, había empezado la transferencia. Había empezado el
legado de las utopías.

35
3. Teotihuacán.

Feliz por sentirme descansado, limpio y “mateado” (palabra que


me acabo de inventar para describir el estado placentero que sucede
a tomar mate), salí a las calles de la capital dispuesto a inmiscuirme
en “esa vorágine salvaje” relatada en muchas guías. Dos semanas
antes había visto Amores perros y no parecía una referencia dema-
siado apropiada.
Estaba bastante despejado y el bombardeo de las vivencias pasa-
das era intenso a la vez que godible. Digamos que soy el típico per-
sonaje influenciable por el cambio climático. Básico pero cierto:
buen clima, buenos recuerdos; mal clima, rayos y truenos.
A raíz de sentirme “mateado”, pensaba en las innumerables y
divertidas anécdotas que el contacto lingüístico provoca en países en
los que se habla el mismo idioma. Con Patricia siempre nos enzar-
zábamos en sutiles combates prestos a defender nuestros modismos.
Para empezar, el argentino, más allá del famoso coger y bajo mi
particular punto de vista, concentra excesivas connotaciones sexua-
les. Por ejemplo: sentado en una mesa en Buenos Aires, rodeado de
varios amigos dispuestos a saborear una rica pizza, jamás en la vida
debías preguntar: ¿me puedo servir un pedazo?. La clave está en la
última palabra de la frase que se usa para aludir al tamaño del miem-
bro como riguroso sustantivo. Acto seguido, después de ser humilla-
do al son de “gallego bruto”, contraatacaba: está bien, está bien, aga-
rro un trozo. Tampoco. “Trozo” también hace referencia al tamaño
del miembro. Risas y más risas a costa del gallego bruto que cansado
insistía: narices, cojo una porción, provocando que sonara la bocina
de las Super Tacañón que verseaban algo así como, acaba de perder,
por cambiar agarrar por coger. No serviría para el Un, Dos, Tres.
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El titánico embrollo dialéctico concluía cuando al fin el señor
lograba acallar la mofa y dejaba de ser el centro de atención. Enton-
ces agarraba una “no sé qué” de pizza, porque no sabía si porción
valía o no, me la metía en la boca y ya estaba fría.
Patricia, para contrarrestar mi ignorancia y malicia, replicaba con
el tópico de que todos los gallegos somos unos brutos, pero aún me
restaba el arma infalible. Ante cualquier malentendido existente, el
bilingüismo suponía la excusa perfecta y siempre comentaba: así se
dice en catalán. Y en efecto, en muchas ocasiones sucedía, aunque
yo abusaba y me permitía múltiples concesiones justificadas por la
condición de catalanoparlante. Al cabo de unos meses, en la radio,
descubrí que a la inversa todavía lo hacía peor, puesto que al hablar
catalán era el rey en castellanizar mi discurso y me tomaba unas
licencias de cátedra tremendas (si ya han encontrado alguna, recuer-
den: “así se dice en catalán”).
Patricia se molestaba cuando no reconocía una errata y me escu-
daba en el bilingüismo. Creo que me había calado y enseguida me
reprendía. Sos un cheto, refunfuñaba sin cesar. Y claro, mi cerebro le
decía a mi boca: no te rías, no te rías. ¿Cheto? ¿Una patata frita con
sabor a queso? Mi sonrisa, transformada pronto en carcajada, más la
enojaba.

Una sutil brisa afloraba aquella mañana. Lo primero que hice fue
buscar un sitio para cambiar el sabor a mate por el de un bollo que
al final se encariñó de una taza de café. Con el estómago en condi-
ciones, continué mi tránsito por las calles del centro hasta recalar en
el zócalo, donde constaté la majestuosidad de la catedral y que el
cansancio y la oscuridad no me habían producido ningún equívoco
óptico. Asimismo inicié mis labores de observador.
En las inmediaciones de la zona, como en cualquier enclave turís-
tico, se agolpaban los vendedores ambulantes. Unos hacían uso de
sus mantas; otros estaban establecidos de manera sedentaria. Mi

37
atención se centró en un señor que comerciaba artesanía, aunque su
factor diferencial no residía en el producto principal, sino en el
secundario. Todos sus vecinos de profesión ofertaban decenas de
camisetas, la mayoría con fotografías de Marcos y el ‘Che’; él sólo
contaba con un modelo, en el que, sobre un fondo blanco, relucía la
bandera mexicana con una pequeña inscripción que clamaba a los
cuatro vientos: México creemos en ti, no en tus gobernantes.
En el corazón del zócalo idéntica bandera, ahora en gran forma-
to, ondeaba solemne y marcaba el epicentro del lugar donde tiempo
atrás, un 29 de marzo de 2001, Marcos anunciaba su regreso a Chia-
pas. Nos vamos, pero no con las manos vacías, declaró el subco-
mandante cuando el viaje denominado “zapatour” llegó a su fin. La
travesía hasta México DF permitió al referente del EZLN salir de la
clandestinidad, el 24 de febrero de ese mismo año, y junto a cientos
de amigos e intelectuales y veintitrés comandantes de su ejército, a
quienes se unieron miles de ciudadanos que nunca se sintieron anó-
nimos, se dirigió a la capital del país para negociar la paz definitiva
en Chiapas. Estaba allí, comenzaba el camino, dispuesto a seguir el
rastro de una identidad que unió a tantos hombres.
La plaza albergaba una garita de información que me sirvió para
confirmar la estación en la que apearme para ir a Tapo a comprar el
billete rumbo a San Cristóbal de las Casas. El carialegre señor que
me atendió, me facilitó unos datos muy valiosos, ya que en el mapa-
tinerario de la red ferroviaria señaló las paradas “prohibidas”: bajar-
se en ellas comportaría complicaciones. Además, le pregunté qué
podía visitar por el centro. Me pareció ordinario abogar por el turis-
mo convencional, de todos modos, me encantaba la idea de explorar
la ciudad, pero me sentía tan hipnotizado con mi objetivo y tan
absorto en mis deseos de pisar Chiapas, que cualquier otra propues-
ta, aunque supusiera surcar el espacio, estaba fuera de lugar. No obs-
tante, descartada la tradicional imprudencia de descender en una
estación escogida al azar, me informé de cómo llegar a Teotihuacán,

38
el celebérrimo espacio estratégico en que están ubicadas las pirámi-
des del Sol y de la Luna.
Camino a Tapo barajé las opciones para el viaje a San Cristóbal.
En México no abundan los trenes y, si bien la ciudad chiapaneca
goza de un diminuto aeropuerto, Héctor, el amigo del DF que había
conocido años atrás en Guatemala y con el que me reuniría en dos
días, me aconsejó ignorar la opción de los vuelos internos. No me
atreví a preguntar por qué, pero estaba muy documentado y sabía
que en la selva Lacandona habían caído varios aviones.
En torno a los trayectos aéreos en los países de Latinoamérica,
calificados de espantosos por muchos viajeros, giraban escabrosas
leyendas urbanas. En Argentina realicé un par, uno al Sur, a Ushuaia,
y otro al Norte, a la andina población de Salta. Lo único espantoso
fue la comida. Ante la duda, compré el billete para el último trans-
porte que quedaba, el autocar para nosotros; el autobús para ellos.
Desde luego, otra curiosidad del lenguaje… ¿No podríamos de una
vez por todas unificar criterios los castellanoparlantes? ¿Por qué a un
medio de locomoción había que llamarlo de cuarenta mil modos dis-
tintos? Bus, autobús, ómnibus, colectivo, autocar, y seguro que mi
desconocimiento me hacía olvidar unos cuantos.
A media mañana, tras un eterno recorrido en metro, me planté en
Tapo, terminal que, aun sin estar asentada en las afueras, ya trans-
mitía sensación de periferia. El ambiente exterior se asimilaba al de
la decaída Constitución, una de las estaciones principales de la capi-
tal argentina, y la falta de higiene y de mantenimiento se hacían muy
ostensibles. Sin embargo, lo que debilitaba sobremanera a cualquier
corazón con un mínimo de sensibilidad eran los niños de la calle. Mi
contacto con la pobreza había sido frecuente, dado que, aparte de
haber participado en proyectos humanitarios, recorrí a fondo varios
emplazamientos muy marginales.
Lejos de querer parecer el típico turista tercermundista que aba-
rrota en el mes de agosto los campos de trabajo prefabricados por

39
algunas ONG, cuando vivía un tiempo en territorios aplastados por
el sistema, constataba los nexos existentes con sus habitantes. Y cui-
dado con sacar conclusiones precipitadas, porque esto no es una crí-
tica contra las ONG en general. Las hay muy buenas y muy huma-
nitarias, con personas dispuestas a ofrecerlo todo, decididas a ente-
rrar sus esperanzas con aquéllos que convirtieron en sus nuevas
familias. Tampoco pretendo mostrarme como un “elegido” dotado
de una sensibilidad inigualable, y sin ser nadie especial y sin pintar
de azul nada más que el cielo, descubrí que, en las zonas devastadas,
los sueños y las ilusiones de la gente y de los niños en particular, que
todavía eran demasiado chiquitos para haberse rendido, no distaban
de los míos. Tapo se erigía testigo mudo de la pérdida de referente
de un mundo incapacitado para generar perspectivas.
Pagué cincuenta euros por el “boleto” a San Cristóbal; partía al
amanecer y me aguardaban unas dieciocho horas para recorrer mil
kilómetros. Los cálculos europeos sobre los desplazamientos por
carretera son en Latinoamérica pura ilusión.
Con todo el día por delante me fui a la Terminal Norte, en la que
me esperaba el bus a Teotihuacan, y aunque cuarenta y cinco minu-
tos de absoluta normalidad bastaron para disipar los temores de
robos a docenas en cada esquina, el trayecto suscitó una anécdota
fruto de un equívoco lingüístico cuando un culto universitario me
preguntó: ¿eres gringo?. No, supongo, murmuré yo. Su carcajada
evidenció la imprecisión de mi respuesta. Tiempo después me ente-
ré de que debía de ser el único en el universo desconocedor del dato.
Resulta que los mexicanos llaman gringos únicamente a los esta-
dounidenses, y que el término proviene del período bélico entre
ambos países. En 1846, las tropas del Tío Sam marchaban al com-
bate al ritmo de la canción Green grows the grass, que a los mexica-
nos les sonaba como “gringos de grass”.
El joven que me transmitió la información no profesaba mucho
cariño por sus vecinos territoriales. Digamos que el romance no era

40
platónico en exceso, puesto que acusaba a los estadounidenses de
imperialistas.
El descomunal error histórico, producto de mi dejadez estudian-
til, lo solventé justo a la llegada. Según mis inexistentes conoci-
mientos, Teotihuacán había pertenecido al imperio maya. Errata de
las gordas. Vaya, que tras emborracharme de guías turísticas sólo
recordaba dos datos y para colmo uno me lo había inventado; el
segundo, el bueno, hacía referencia al tamaño de la pirámide del Sol,
la más grande escalable del mundo.
Estudios arqueológicos habían demostrado que Teotihuacán fue
en sus orígenes una aldea que comenzó a elaborar objetos de piedra
pedernal obtenida de la zona. Esta información parecía fiable al cien
por cien, pero el nacimiento de la civilización creaba la discordia
entre los eruditos: situado por algunos en el 600 a.C.; por otros un
siglo después. La confusión era lógica, porque no creo que los
arqueólogos e intelectuales empeñados en desentrañar los misterios
de la desconocida cultura vivieran ya en aquellos tiempos, y mi ins-
tinto periodístico me hacía presentir que sería bastante complicado
resucitar a algún sacerdote en forma de momia que pudiera narrar el
surgimiento de su ciudad. Yo, cámara y grabadora en mano, por si
las moscas.
El excedente de la citada piedra pedernal propició el intercambio
con distintas regiones, circunstancia que estableció con posteriori-
dad un eficiente sistema de comercio y agricultura. Tanta prosperi-
dad conllevó la aglomeración de numerosos poblados que compar-
tían la misma lengua y los mismos ritos y, desde entonces, los cono-
cimientos desarrollados por las culturas preclásicas se concentraron
en torno a Teotihuacán, nuevo centro político y religioso, originán-
dose el culto a Quetzalcóalt (“la Serpiente con plumas”). Tal y como
me informó un lugareño, quizá gracias a que le compré una efigie de
obsidiana que resultó ser falsa, esta todopoderosa y adorada figura
era el “Dios de Dioses”, el “Rey de Reyes”.

41
La influencia de la cultura teotihuacana se hizo patente en toda
América Central, y su grado de refinamiento, siempre entendido
dentro del contexto de la época, fue supremo.
El nombre de la ciudad significa en náhuatl “el lugar donde nacie-
ron los dioses”, o, según otras fuentes, “el lugar en el que uno se con-
vierte en dios”. Teotihuacán se alzó, en su apogeo, como una de las
ciudades más importantes del mundo. Centro cultural, ideológico y
político, llegó a abarcar 20 km2 y a concentrar una población supe-
rior a los 200.000 habitantes. Cuenta la leyenda que la influencia
ejercida por Teotihuacán superó a la que ostentaría el mismísimo
Imperio Romano.
Según la hipótesis más verosímil, esta civilización habría sucum-
bido de modo repentino en el siglo VIII de nuestra era, envuelta en
un misterioso enigma: ¿Por qué si había sido el centro del continen-
te y el foco de las grandes corrientes de Mesoamérica, sucumbió sin
dejar rastro en el siglo VIII? Varias de las teorías que responden a la
pregunta están hoy de radiante actualidad: guerras internas provoca-
das por el fanatismo religioso, invasión de los bárbaros procedentes
del norte, y crisis económica que provocó la falta de provisiones.
El señor de la efigie me comentó que las especulaciones relacio-
nadas con la desaparición eran patrañas. Según él, la culpable del
caos apocalíptico fue la furia desbocada por Quetzalcóalt al ver
como los súbditos olvidaban la veneración hacia su Dios.
Preferí quedarme con su respuesta a sabiendas de que le acababa
de comprar una piedra, ya que las otras tres me provocaban tristeza
por su significado. ¿Es que miles de años después los humanos no
habíamos aprendido nada? Al cabo de unos meses, indagué en la
hipótesis del improvisado historiador, quien, a fin de cuentas, vino a
decirme que el fanatismo religioso deja paso a un culto moderado,
tranquilo y constructivo, cuando le sobrevienen motivadoras inquie-
tudes como la cultura.
Inicié el paseo por la ciudad monumental escudado por un trípti-

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co cuya introducción exponía: Pocas ciudades han sido considera-
das dignas de ser habitadas por los dioses, más habituados a las
esferas celestes que a los dominios humanos. Teotihuacán es una de
ellas, y para haber alcanzado el rango de ciudad mítica, transcu-
rrieron mil años de civilización que hoy se respiran entre sus
amplias avenidas que marcan los rumbos del universo y cuyo
esplendor emana de plazas y pirámides de proporciones ciclópeas
penetrando los muros estucados de imágenes primigenias de la
naturaleza y figuras de un mundo espiritual casi olvidado. O yo soy
muy elemental, hecho que no descarto, o el tríptico y un servidor no
estábamos en el mismo sitio.
La narrativa parecía muy adecuada para ponerte en situación,
pero me generaba temor tal pasaje descriptivo, y casi lo veía más
propio de la impresión que me producía imaginar a Garret Brown
con su Steadycam adosada al pecho mientras perseguía a Dany en El
Resplandor, con Stanley Kubrick gritando: qué dé más miedo
Garret, que dé más miedo. A los amantes de Kubrick nos excita esa
sensación durante la película, ¿pero era necesario tenerla en plena
visita a un monumento histórico y milenario?
Asustado y un poquito desconfiado bajé la vista por el folleto con
suma prudencia y crucé los dedos para no encontrarme con una frase
del tipo: “ya están aquí, ya están aquí”. Por suerte, quien o quienes
escribieron esas líneas, se rociaron de pragmatismo y con muy buen
criterio advertían de la necesidad de fijarse en un par de templos
(para que no pasasen desapercibidos) que, si no se prestaba sufi-
ciente atención, pasaban desapercibidos.
De la soberana hartura de datos típicos de los tours turísticos, y
para que ningún ávido lector con ganas de llegar a Chiapas se abu-
rra, destacaré los que me suscitaron interés.
De manera paralela a la lógica adoración por los astros que prac-
ticaba esta civilización, la cultura teotihuacana, calificada como la
época “Clásica” en la América meridional, estuvo regida por pro-

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fundas convicciones religiosas y normas de vida alrededor de los
cambios cíclicos de la naturaleza, hecho que afectó a la cosecha y a
una cosmogonía ligada de manera directa a los factores meteoroló-
gicos, reflejados en la construcción de la ciudad. Por eso, el conjun-
to de templos y edificios rodeados por una gran urbe, ahora inexis-
tente, creaba un espacio que permitía establecer extraños vínculos
rituales con el Sol y la Luna que (para manifestarlo con una expre-
sión bien popular) hoy en día nos sonarían a chino.
Teotihuacán, aparte de su arquitectura monumental, también
escondía varias zonas dedicadas a la pintura y a la escultura, con
cierta obsesión por la veneración a los jaguares, a la vez que miste-
riosos seres de la noche evocaban los escenarios más góticos y fas-
tuosos de Tim Burton. (Uf, olviden esta última comparación).
En conclusión, Teotihuacán era uno de esos lugares imprescindi-
bles para cualquier aventurero intrépido, sobre todo por sus grandes
enigmas. El principal y ya comentado, en relación con la caída del
imperio, encerraba una circunstancia tenebrosa. Al cabo de unos
años, cuando Hernán Cortés pasó por allí al frente de sus tropas, una
nube de polvo y tierra había cubierto la ciudad y la poderosa maqui-
naria bélica no se percató de su existencia. ¿Tan monumental fue el
enfado de Quetzacóalt que además los sepultó? ¿Sería cierta la ver-
sión del señor de la efigie? Por si acaso, después de comer con reli-
giosidad unos tacos regados con Mirinda, di por concluida la visita

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4. Rumbo a Chiapas con los herederos del ‘Che’.

Con el efecto Teotihuacán en la cabeza y tras una tranquila tarde


de lectura, intuí que empezaba el punto álgido de la aventura, pues
el siguiente despertar sería en un autocar rumbo a San Cristóbal de
las Casas, en el corazón de Chiapas.
Me encontraba tumbado en la cama analizando a fondo mis
impresiones, inmerso en un viaje que años atrás hubiera supuesto
una auténtica quimera, y era gratificante aplicar una mirada crítica a
la situación, sentirme casi sin dinero, alejado de Barcelona y de todo
lo mío, pero dispuesto a no vacilar. Por primera vez en la vida, a
pesar de que parezca contradictorio, mis principios determinaban mi
proceder. Ocurría como en The Rounders, donde Matt Damon aca-
baba la película con una angustiante moraleja: he nacido jugador, no
puedo renunciar a lo que soy. Se trataba, por un instante, de obser-
var más allá del entorno, atravesar las ilusiones y darme cuenta,
como decía Miquel Martí i Pol, de lo mucho que me aproximaba al
proyecto de mí mismo.
Viajar demanda pasión, pero también conocimiento. El sentido
común siempre me ha dictado la eterna necesidad de averiguar el fac-
tor diferencial de los espacios del mundo. Sin duda la distinción ya
estaba hecha, y para este viajero ese factor diferencial son las personas.
El paso por Londres marcó mi devenir más de lo que pensaba. Era
demasiado joven y perseguía los anhelos de los demás. Creía que
deseaba lo que quería, y en realidad sólo deseaba querer. En Inglate-
rra comprendí que el Tower Bridge podía ser precioso, sin embargo,
no entender a la gente, no gustarme el pan con mantequilla tres veces
al día, no estar motivado por ir a ver Cats y no saber jugar al “pool”,
eran circunstancias que traspasaban el mero significado del placer.
45
Mi memoria, que en mis años de adolescencia intentaba vincularse
con desesperación a mi identidad, exigía la verdad desligada de la
burbuja occidental. Por eso fui a Argentina.
Plantear un viaje representa por tanto una responsabilidad muy
grande. El lugar que conocemos es por el que transitamos a diario,
naturalizamos sus maravillas y las olvidamos sin piedad. El otro
lado, llamado viaje, oculto y misterioso, marcará una idea global del
espacio en que habitamos.
Aterricé en Argentina por razones comunes, Mafalda, el fútbol...
Y volví a emprender el trayecto por motivos muy distintos, Patricia
y la esperanza de encender una luz capaz de guiarme hacia la con-
cepción genérica de un mundo con más paredes que las cuatro de
Barcelona, aunque Buenos Aires no tuviera una Sagrada Familia.
Entre las dos estadías en el país del Cono Sur, me enrolé en un
proyecto internacional de reconstrucción de poblados indígenas. La
fortuna y un sorteo amañado por alguien que no quería ir a Centro
América, me condujeron a Guatemala, y fue allí cuando topé con
Fabio, el de las milanesas de soja, Nina y Pablo. Porteños y soñado-
res, ellos sí creían en las utopías, tal vez porque la crisis argentina les
había obligado a ello, o, sencillamente, porque poseían la esencia de
la valentía.
En los últimos tres años habían ahorrado para emular el recorrido
del “Che”, con el propósito de cerciorarse de las condiciones de vida
de todos sus hermanos latinoamericanos. Así recalaron en Guatema-
la, a los once meses de su partida en ómnibus desde Buenos Aires,
ansiosos por llegar a Chiapas, donde la misma organización que
tiempo después me acogió les diera la oportunidad de adentrarse en
las comunidades zapatistas.
Eran personas humildes, nunca se rodeaban de nada espléndido y
su discreción contrastaba con su generosidad. La noche de las pre-
sentaciones, en Quetzaltenango, segunda ciudad de Guatemala en
número de habitantes, ratifiqué el valor de la humanidad. Lejos de

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asemejarse a los clásicos fantoches que emplean la palabra “amigo”
con suma ligereza regalada a cualquiera, se comportaban conmigo
con absoluta naturalidad, como si fuera uno más. Su actitud no man-
tenía relación con la hipocresía narcisista y egoísta tan habitual en
los cánones convencionales que tratan de imponer las normas sobre
cómo ejercer de buen anfitrión. Era una postura espontánea, menos
armada. Convertían tres platos de acelgas en cuatro, así de simple. Y
odio las acelgas, pero me las comía con un placer mezcla de admi-
ración y con un pedacito de ajo que escondía en la otra mano para
mitigar el sabor.
Gracias a su presencia pude entender qué significaba estar en
familia teniéndola a diez mil kilómetros, más cuando amaba con
locura a los míos.
Con ellos descubrí los grandes movimientos sociales que en Amé-
rica Latina clamaban por trabajo, dignidad y cambio social. Así
mismo me relataron varios pasajes de la vida de aquella leyenda de
nombre Ernesto y de apellido Guevara, conocida como (el) “Che”.
Llenar líneas y líneas sobre la vida y milagros del rosarino sería
bastante estúpido, hay decenas de libros magníficos escritos e ilus-
trados por señores que conocen millones de veces mejor la historia,
y, como siempre en estos casos, el testimonio de los anónimos que
lo rodearon es la verdadera expresión de los sueños construidos
desde la realidad.
Con Nina jamás nos pusimos de acuerdo al conversar acerca del
estado actual de la Revolución Cubana, pero sobre el mito de la
boina calada no había dudas. Una noche, en Buenos Aires, semanas
antes de mi partida hacia México, entre bostezos y mate, mientras
leía un fragmento que narraba la emboscada y posterior ejecución
del “Che”, ese fatídico 9 de octubre de 1967 en la Higuera, Nina me
explicó el terror que sintió al pasar por los controles militares de la
selva Lacandona, y cómo esa sensación de angustia fue la que le hizo
continuar. Si nos detiene el miedo siempre tendremos que mirar

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atrás, dijo de forma elocuente. Al fin y al cabo el mismo sentimien-
to indujo al “Che” a marcharse a Bolivia, renunciando a su Ministe-
rio de Industria en La Habana, para luchar por la liberación de sus
hermanos. Es probable que si siguiera vivo, o no le hubieran asesi-
nado tan pronto, este irreverente planeta llamado Tierra no sería el
qué es y Marcos no existiría y yo no estaría allí.
Ernesto Guevara cayó porque ostentaba la fuerza, el carisma y el
valor suficientes para hacer del mundo un lugar distinto, más justo y
digno. Menuda incongruencia.
Lejos de pretender esbozar un alegato revolucionario, quiero des-
tacar el sentido común que ha impulsado a tantos hombres a morir
por sus convicciones. Algunos pasaron a los anales de la historia con
apodos tan emblemáticos como “Che”; (otros lo hicieron de forma
anónima). Cientos de hombres lo hicieron de forma anónima. Sin
ellos, las causas justas no hubieran visto la luz, y la esperanza de los
pueblos se vería reducida a los escombros que descuidaron a su paso
los opresores que no creyeron ni creen en la libertad. Asombra con-
templar cómo nadie ha desplegado el carisma para volver a cargar el
fusil que un buen día depuso “el loco de la boina calada”, a quien
admiro desde que pude ver sus imágenes inéditas. En unas excelen-
tes instantáneas editadas por Perfil, Ernesto Guevara arrastraba
carretillas, manejaba tractores y predicaba con el ejemplo, cuando ya
era ministro, entre los que siempre consideró sus hermanos.
Durante un viaje jamás me acostumbraba a la sensación de vérti-
go que me invadía al desplazarme con rapidez meteórica de un sitio
a otro.
Casi sin estar habituado a los olores del DF, cerraba la mochila
para dirigirme a Tapo.
Desde hacía tiempo había decidido recibir los despertares con
suma y prudente tranquilidad, porque consideraba indispensable ini-
ciar el día relajado. Atrás quedaban los años de matutino estrés uni-
versitario, cuando me presentaba en clase con los calzones por enci-

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ma de los pantalones, la pasta de dientes en la mejilla y los libros de
mi hermana.
Aquella jornada apliqué la apacible rutina: no la de la pasta de
dientes, sino la de los despertares con suma y prudente tranquili-
dad. No me imagino al galope por Ciudad de México con los libros
de mi hermana y con su secador de pelo a modo de maquinilla de
afeitar.
Camino a Tapo desayuné. Mi falta de creatividad entrañó que los
bollos y el café fueran una vez más los mejores aliados. Ya en la ter-
minal, comenzó la batalla de miradas orientada a situarse en la mejor
posición para subir al autocar. Los asientos no estaban numerados y
había que prestar atención, dado que dieciocho horas de viaje bien
valían una buena planificación previa para procurarse un lugar con-
fortable. A mi alrededor sólo veía mexicanos, que parecían expertos
contrincantes en estas lides. Y así fue. Toda mi táctica de nada sir-
vió. Aparcó el vehículo y no lo identifiqué; ascendieron los ocupan-
tes y no me di cuenta; incluso el conductor pasó por delante de mí,
y yo, acomodado en una especie de sillón victoriano, casi necesité
que mencionaran mi nombre por megafonía para apercibirme de la
situación.
Subsanado el error, dentro de la pirámide con ruedas que no evo-
caba a ningún astro, aprecié que se habían vendido todas las entra-
das para la sesión. Espero que no se tercie el overbooking, pensé.
Tampoco había acomodador ni me dio tiempo a comprar palomitas,
la película estaba a punto de empezar. ¡Con lo que me molesta per-
derme los trailers y la publicidad previa!
Mi desconcierto se produjo cuando, al avistar el fondo del vehí-
culo, di con un espacioso sitio, en que ponía mi nombre, que perma-
necía libre. Al lado, una anciana mexicana que, aparte de roncar,
resultó ser entrañable.
Horas más tarde, agotadas todas las reflexiones y mareado de leer,
se inició la incesante peregrinación de pasajeros hacia la parte pos-

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terior del autocar. Junto a nosotros, en el extremo del pasillo, una
puerta: el baño, lavabo, “toillette”.
Me consolé pensando que el asiento me había elegido a mí y no
al revés. Mentira. ¿Qué problemas comporta viajar al lado del espa-
cio al que, tarde o temprano, todos los ocupantes del ómnibus acu-
dirán para evacuar? En esencia dos: uno en obvia relación con el
hedor; el otro, producto del infortunio, acaecía por culpa del pasador
de la puerta que estaba estropeado.
En la primera de las tres paradas anunciadas, en tierra de nadie,
compré una bolsita de caramelos extra mentolados. En el envoltorio
se podía leer una inscripción que anunciaba: los que pican. Y si en
México se publicita un comestible como picante, desde luego lo es.
Imaginé que si tomaba un dulce cada cierto tiempo, no recordaré la
marca, pues estaban muy malos, solventaría la repulsiva pestilencia.
Reconozco que la táctica era poco científica y un tanto “avestruz”,
basada en ocultar la cabeza para no verlo, cambiar un olor por otro.
Pero... había que ser resolutivo, ¿no?
El segundo de los problemas lo solucioné con pragmatismo de
sábado por la noche en el sofá de Barcelona, cuando un ingenioso
señor de la tele salvaba semana tras semana a la humanidad con dos
alfileres y un mondadientes. Bueno, lo mío parecía mucho más sen-
cillo, tan sólo consistía en colocar el zapato contra la puerta para sos-
tenerla (llegamos ya al quid de la cuestión, prometo no alargarme
con la historieta). Sin embargo, lo más complejo de lograr era la soli-
daridad de mis colegas de travesía, porque cada vez que alguien
usaba el baño el invento se iba al garete y el zapato a Prusia. Ni corto
ni perezoso, tras cinco o seis despertares virulentos debido al porta-
zo correspondiente, me levanté, me situé en el centro del autocar, y
di un pequeño curso teórico—práctico a todos los espectadores de la
sala con una tesis bien clara: “usos y desusos del zapato y la puerta”.
Funcionó. Una nueva experiencia docente exitosa.
Aquel suceso, tras la vuelta a mi privilegiado lugar, originó el

50
principio de una amena conversación con mi vecina de viaje, que se
llamaba Roselia y acababa de cumplir 71 años.
Roselia, hija de indígenas, nació en el noroeste del país, en Pátz-
cuaro, un pueblo autóctono situado a unos 350 kilómetros de Ciudad
de México, y hacía unos meses se había mudado a la capital. Duran-
te las tardes paseaba con su perrita por las calles céntricas de la ciu-
dad, y, en cambio, por las mañanas regaba las plantas y aprendía a
pintar en casa de una amiga.
Su marido, Juan, había trabajado en la construcción. En el ‘89, un
lunes cualquiera, se cayó de un andamio y se mató. Desde aquel día
el corazón de Roselia se apagó para siempre y vagaba por la vida con
infinita tristeza, con el recuerdo de aquellos maravillosos tiempos y
el aroma a frutos secos que tanto le evocaban los momentos com-
partidos con Juan en la hacienda de los señores Torres, donde convi-
vieron varios años.
Cada seis meses, esta mujer de ojos callados realizaba la travesía
a San Cristóbal de las Casas, ciudad en la que residía Raúl, el único
hijo habido del matrimonio que proclamó su amor durante tres déca-
das. El joven se trasladó a Chiapas al aceptar un trabajo en la capital
de la región, Tuxtla Gutiérrez, y disfrutaba en San Cristóbal de sus
vacaciones junto a unos amigos.
La conversación duró hasta que Roselia se durmió, circunstancia
que aproveché para secundar la moción. Estaba tan cansado que no
advertí la segunda de las paradas anunciadas.
Me desperté de repente y no sabía dónde nos encontrábamos.
Algo sucedía. Nos habíamos detenido dos horas antes, por tanto,
aquello no podía ser un nuevo alto en el camino. Las puertas del
autocar se abrieron y seis señores uniformados entraron. Pensaba en
lo que semanas antes me había dicho Nina en Buenos Aires acerca
del miedo: me enfrentaba a mi primer control militar de carretera
“autorizado” y estaba muy asustado. Nos pidieron el pasaporte a
todos, uno por uno. Transcurridos unos minutos, sin más incidentes,

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el viaje continuó. No cabía duda, habíamos rebasado la frontera. Nos
adentrábamos en Chiapas.
La presencia militar era masiva. El 1 de enero de 1994, hartos de
sentirse marginados y tras el estallido que supuso la entrada en vigor
del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y
México, los campesinos, recogiendo el testigo del legendario guerri-
llero Emiliano Zapata, tomaron las armas. Así nació el EZLN (Ejér-
cito Zapatista de Liberación Nacional).
Los miembros de este frente revolucionario, compuesto en su
mayoría por pequeñas familias pobres, se sublevaron contra el des-
tino marcado por unas míseras vidas y reaccionaron contra un trata-
do que consideraban “obsceno”, que los marginaba todavía más del
sistema y que los aplastaba sin piedad, quedando desamparados y
abandonados a su suerte.
Aquellos estigmas insurgentes pasaron a la historia como el pri-
mer gran movimiento que se rebeló contra la globalización. Debido
a su situación insostenible –más de 90 de las 110 comunidades chia-
panecas se hallan dentro de la categoría de “extrema pobreza”—,
ocuparon cuatro ciudades importantes del estado, entre ellas San
Cristóbal de las Casas.
En el cómputo global de la población mexicana, los indígenas repre-
sentan el diez por ciento. Chiapas vive una situación especial, puesto
que esa cifra aumenta hasta el treinta. Marcos, que no es natural de la
región, se situó al frente de la guerrilla como figura mediática.
Tras visitar la selva Lacandona y tal como él argumenta en sus
propias disertaciones, comprobé que, en efecto, el zapatismo va
mucho más allá del subcomandante. Marcos es el referente de miles
de Marcos, y, en las comunidades, entendí el verdadero significado
del pasamontañas, del hombre sin rostro. El auténtico sentido de la
palabra “identidad”. Ser invisibles para ser al fin visibles.

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5. San Cristóbal de las Casas: punto de encuentro.

A Héctor lo conocí en Quetzaltenango, Guatemala. Mexicano, de


izquierdas y revolucionario, comentaba que su filosofía se forjó con
el tiempo. Al principio de la adolescencia intuyó que la cómoda vida
en la capital mexicana no iba a ser buena consejera ni buena amiga.
Quizá por eso estudió sociología, y remarco quizá, porque a Héctor
le rodeaba una aureola de constante incertidumbre. Su virtud más
impresionante radicaba en su discurso dinámico, ágil y muy estimu-
lante, sin embargo, jamás vertía dato alguno sobre su pasado ni hacía
demasiadas preguntas, actitudes que le convertían en la compañía
ideal.
Héctor recaló en Quetzaltenango por el mismo motivo que todos
los “espíritus solidarios”. La ciudad no atesoraba ningún interés turís-
tico, de modo que sólo se podían hacer dos cosas. En general, los
mayores de cierta edad, extranjeros golosos sobremanera, solían tro-
pezar allí para intercambiar paquetes por dinero y, como Héctor no
entraba en el target, la única opción era la cooperación. En su caso,
enrolado en un proyecto educativo, desempeñaba labores de apoyo
docente en una escuela de niños de la calle. Poco o nada sabía del
tema, pero lo consideró instructivo y estaba inquieto por aprender.
Cruzamos nuestros caminos de forma bastante peculiar. En Xela,
nombre coloquial de Quetzaltenango, aun con medio millón de habi-
tantes, se vivía un ambiente absolutamente rural y nadie podía llegar
sin que se enterara el alcalde. Nosotros, torpes por decreto ley, rom-
pimos la norma.
Un buen día, en un colectivo camino de Chichicastenango, sin
saber quién era y tras confundirlo con un lugareño, me senté a su
lado. Atacado por la forzosa soledad de un viaje que provoca la
53
inevitable charla con el vecino de asiento, Héctor me preguntó:
“¿Eres de España?”. Digamos que demasiado original no fue el
chico, pero no tardó en encauzar la conversación y transformarla en
un monólogo muy atractivo.
El futuro sociólogo pasaba una temporada de relax antes de ini-
ciar la cooperación, luego de haber trabajado un par de semanas en
Chiapas, donde se libraban, y enfatizo libraban porque parecían
una auténtica batalla, elecciones vitales para el país. Vicente Fox
presidía la nación, no obstante la farsa priísta todavía pesaba en
aquella sociedad que había vivido siete décadas en una dictadura
encubierta, bajo una falsa ilusión democrática. Por eso los partidos
sí democráticos enviaban observadores a controlar el normal des-
arrollo de los comicios, con el objetivo de evitar el temido “puche-
razo”. Y entre ellos el joven Héctor, quien, tras la conclusión de su
cometido, penetró en Guatemala para participar en un proyecto
humanitario.

Estaba sentado en la plaza de la terminal, cansado y sin ganas de


estar sentado, y me había despedido ya de mi dulce compañera de
viaje, que, antes de confundirse entre el gentío, me facilitó un e—mail
para que le enviara una foto de España, sin determinar lugar concreto.
Héctor echó raíces en Chiapas y se valía de cualquier excusa para
escaparse hacia allí unos días. En teoría debía de aparecer en breve
y me preguntaba cómo sería el reencuentro después de tanto tiempo.
Hacía dos años que lo había visto por última vez y fue la primera
persona a quien extrañé por tenerla tan lejos, aunque, tras mi periplo
por Buenos Aires, la lista aumentó de forma considerable.
Mientras aguardaba reté a mi estómago y compré una mazorca de
maíz. Aquella estampa es una constante en todo el estado: mujeres
indígenas con sus braseritos cociendo mazorcas de maíz que por 0,3
euros te rocían con una sabrosa salsa autóctona, que, por ende, pica.
Y aceptarla fue mi gran error, que no trataré con profundidad para

54
conservar lectores, pues mi panza no estaba preparada para las aspe-
rezas mexicanas.
Al fin se personó Héctor. Nos fundimos en un silencioso abrazo
y rescaté la maravillosa sensación de estancamiento que tanto odio
en otros aspectos de la vida. Cuando se trata de lo humano es exci-
tante sentir que el punto y seguido pregonado en todas las despedi-
das se materializa tras una eterna separación.
Lo miré fijamente y advertí que había engordado, circunstancia
saludable en su caso ya que la escasa comida de Xela y las largas jor-
nadas de viaje le habían dejado delgado en demasía.
Los instantes siguientes supusieron una auténtica sobredosis de
información, y un par años transcurrieron en apenas quince minutos,
entretanto, la iniciativa del maíz volvió a ser retomada. Esta vez fue-
ron dos mazorcas.
A Héctor le había ido bastante bien. Acabó la carrera, se asoció a
la izquierda revolucionaria, escribió su primera novela que vería la
luz aquel año, e incluso sostuvo un largo escarceo amoroso desenca-
denado en relación estable.
Una leve brisa pudo con nosotros y nos pusimos en marcha
rumbo a casa de Sergio, un amigo de Héctor que siempre le daba
cobijo en San Cristóbal.
Pasamos la tarde entre pláticas y mate, vicio al que les hice adic-
tos. He de afirmar que la situación me entristeció un poco por su fra-
gilidad y brevedad, porque, al cabo de tres días, Héctor partiría
rumbo al DF para retomar sus obligaciones laborales. Era conscien-
te del hecho pero me sentía muy nostálgico, y su compañía cargada
de cordura se erigía como un auténtico tesoro frente a varios meses
sin ningún referente de mi mundo.
De buena mañana, tras un placentero y profundo descanso, nos
preparamos para dar un paseo por San Cristóbal, y efectuar, en con-
secuencia, la primera inspección rutinaria a una ciudad que en breve
dominaría como la palma de mi mano. El plan consistía en contactar

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con la organización que me introduciría en las comunidades. Todo
estaba controlado: la dirección junto a la carta aval, la carta aval en
la carpeta, la carpeta en la bolsa, la bolsa en la espalda, la espalda…
Pero imagino que los problemas nunca vienen solos y que las casua-
lidades son patrimonio del azar, dado que en esta ocasión la falta de
cordura y la precipitación me habían jugado una mala pasada. Tras
visitar la ONG, que recibía el nombre de un famoso fray dominica-
no que fue clave en su lucha en favor de la causa indígena, y ser tra-
tado de manera excelente, me comunicaron que la posibilidad más
próxima para desplazarme a las comunidades zapatistas sería en un
mes y medio.
Por segunda vez en menos de veinticuatro horas me volvió a inva-
dir la tristeza, y no era nada distinta a la que me producía pensar en
la marcha de Héctor. Ahora peligraba la seguridad que me provoca-
ba sentirme tan próximo a adentrarme en la selva Lacandona, y com-
prendí que debía quedarme.
No tardé en volver a entrar en el local de la organización y decir-
le a la chica: señorita, vengo a anotarme. Todavía hoy, Héctor enca-
beza los emails con esa frase. ¿Señorita vengo a anotarme? Espan-
toso. Gallego bruto.
Ni señorita, ni anotarme. Por suerte la joven entendió el lenguaje,
respondió con una carcajada de humanidad y enseguida adquirió la
favorable postura de quererme adoptar. Me explicó con pelos y seña-
les todo lo que debería hacer antes del ingreso en las comunidades:
un curso teórico acerca de la situación actual del estado de Chiapas
y la revolución zapatista, y un curso práctico para aprender a mover-
me con garantías en la selva, con especial atención a los temidos
controles militares y a la acción paramilitar. Me adelantó también
que me tocaría ir bastante lejos, a tres días de camino. ¿Algún pro-
blema ante una larga caminata?, preguntó.
Aquella noche fuimos a cenar con Sergio a un bar de la zona.
Comimos varios platos típicos, donde el maíz se alzaba como el

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dueño y señor, bebimos cerveza y al fin pudimos catar el famoso
Tequila mexicano. Sergio me invitó a Zinacatán, un poblado limí-
trofe a San Cristóbal en el que trabajaba y, aunque muy halagado por
su oferta, preferí declinarla, puesto que había tomado una decisión:
me iba a Quetzaltenango. Estaba cerca de la frontera y tiempo era lo
único que me sobraba. En el dinero ya pensaría mañana.
La primera resaca mexicana emergía de forma fluctuante. No obs-
tante dedicamos la jornada a perdernos por San Cristóbal con el fin
de explorar sus recónditos parajes, pues, al parecer, antes de partir,
Héctor deseaba mostrarme a fondo la ciudad.
Nuestro destino inicial fue el mercado, emplazamiento genuino
por su costumbrismo, pero, del mismo modo, una gran evidencia de
las carencias de la región. La cara más oscura salía a relucir, y las
indígenas que cocían maíz en los braseritos con sus trajes regionales
bien arreglados, dejaban paso a una marabunta de desolación, pobre-
za y miseria. En San Cristóbal, presos del silencio de la multitud,
parecía muy difícil creer en las utopías.
Guatemala estaba devastada en mayor medida, sin embargo, tras
estudiar la filosofía zapatista, había albergado esperanzas; esperan-
zas que los ojos cansados de esas mujeres con sus críos a la espalda,
sentadas en el frío suelo y sin zapatos, no reflejaban. Según Héctor
resultaba un cuadro favorable comparado con la vida en las comuni-
dades. No lo creí; o no quise creerlo. Pronto constaté la verdad y no
le faltaba razón.
Asimismo, en clara alusión al miserable panorama, me relató la
innovadora iniciativa que emprendió un grupo de trabajadores socia-
les de la zona, con la que pretendía aproximar las dos realidades que
coexistían en Chiapas.
San Cristóbal acogía varias escuelas públicas, y muchos de los
niños que asistían a ellas, tras acabar su jornada estudiantil, se dedi-
caban a pedir limosna a los extranjeros recién llegados. Estos mochi-
leros estaban de paso y solían pensar que aquéllos eran los pobres

57
críos zapatistas en cuya defensa las masas campesinas se levantaron
en armas, y en un sinnúmero de ocasiones accedían a darles una
monedita. Los nenes, ajenos de manera incomprensible a la otra rea-
lidad que les rodeaba, se personaban con el botín todavía caliente a
una sala de videojuegos sita al lado del zócalo, y gastaban las ganan-
cias recién obtenidas bajo el pretexto de estar faltos de material esco-
lar. El grupo de trabajadores sociales organizó unas jornadas deno-
minadas de “convivencia”. Se trataba de llevarse a estos niños a visi-
tar las comunidades emplazadas a tan sólo unos kilómetros de San
Cristóbal, para que pudieran “conocer” a los otros niños de Chiapas.
Jamás volvían a pedir limosna.

Héctor se fue. Me dejó interesantes datos sobre la iglesia, el pue-


blo, la región, pero se fue. Me costaba, y sé que es muy descortés por
mi parte, determinar si sentía tristeza por su marcha o temor a la
soledad que se avecinaba, y, a día de hoy, aunque recibo sus emails,
sí sé determinar esa sensación. Lo extraño.
Vi su autocar desaparecer por la carretera y me fui a comprar un
billete rumbo a Ciudad Cuahtemoc, primer alto en el camino para
cruzar la frontera que separa Chiapas y Guatemala. Me encontraba
en la calle Insurgentes, San Cristóbal de las Casas, y estaba aterrori-
zado. Enorme contradicción.
Mi autocar partía a la mañana siguiente y me esperaba un trayecto
de cuatro horas para plantarme en el fin del mundo y adentrarme en él.
Estuve todo el día ordenando mis ideas y, a decir verdad, me pre-
ocupaba tener que hacerlo con tanta frecuencia, puesto que la aven-
tura acababa de empezar y una sensación de colapso continuo me
acechaba. Muchas emociones, mucha nostalgia enfocada hacia dos
continentes, pero excesivo tiempo por delante para iniciar mi pelí-
cula desastre. Mi “mal momento” duró poquito, me pregunto en qué
canastos piensan los grandes directores cinematográficos que alar-
gan ese “mal momento” durante tres o cuatro meses.

58
Para mostrarle gratitud a mi anfitrión, en el ratito de tarde que mi
cabeza me dejó libre, improvisé una paella valenciana que, modestia
a parte, me salía y me sale exquisita. Deseaba que no fuera alérgico
al arroz y resultó no serlo, más bien al contrario. En el trabajo Ser-
gio había ayudado a achicar el agua de un pozo común que se había
desbordado en un poblado colindante al suyo, y estaba muy ham-
briento. Quise cambiarle el plato de paella por uno de arroz crudo,
porque comía con tanto énfasis que empecé a dudar de su capacidad
selectiva. Entre soplidos y extraños ruidos guturales, articulaba algu-
na palabra destinada a esbozar consejos informat ivos para sobrevi-
vir en esa zona de Guatemala tan desconocida para mí. Sus prerro-
gativas fueron esenciales.
Al final de la velada nos despedimos. Al día siguiente Sergio
libraba y pretendía dormir hasta tarde; yo, por mi parte, madrugaría
para tomar el autocar. Si todo iba bien, al anochecer llegaría a Xela;
si los planes fallaban, alguna remota y perdida ciudad de Guatemala
me acogería. Era el momento de encomendarse a la suerte.

59
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II

RECUERDOS DEL PASADO,


HISTORIAS DEL PRESENTE

(Una escapada a Guatemala.)


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6. De nuevo en Quetzaltenango.

Para mí la primavera llegaba de manera exclusiva por ese cono-


cido y paladeado indicio.
Naturalmente embriagada, cuando mis últimos parpadeos se
encontraban con mi primer sueño, podía ver el aroma convertido en
ráfaga, traspasar el umbral de la puerta, recorrer el barrio, e insta-
larse en un costado de la plaza de la estación de Témperley. Tal vez
buscando atrapar otra nariz, otro cuerpo, u otro alma, que, como los
míos, cada septiembre vuelven a sentarse en el mismo banco a espe-
rar que llegue. Así finalizaba el cuento El aroma de los viejos años
nuevos de Patricia, en referencia a la maravillosa fragancia a jazmín
del país que desprende todo el sur del Gran Buenos Aires en el ocaso
del invierno y con la que partí de Monte Grande.
Me fascina recordar un lugar por su esencia. Quizá porque es una
sensación insólita para mí, o quizá porque la utilizo como aspirina
contra la nostalgia. Aquel fue el segundo recuerdo aromático que me
acompañó tras mi paso por Argentina; el primero, el mío, el del mar
nuestro.
San Cristóbal desprendía también un olor especial, mezcla de
vegetación y libertad. Es probable que algún día sea capaz de apre-
ciarlo en todas sus formas de expresión, aunque esa fría y oscura
mañana no era el mejor instante para deleitarse.
Tras cerrar la mochila, advertí que Sergio había modificado sus
sonidos guturales por otros auténticamente espantosos, nimiedad
que aproveché para despedirme en silencio del maravilloso ser que
ahora podía confundirse con un familiar del oso Yogui.

63
En la terminal me fijé en que del autocar con rumbo hacia Ciudad
Cuahtemoc colgaba un enorme cartel bastante tranquilizador para
los que poseemos la insana costumbre de despistarnos en los
momentos cruciales.
Durante el trayecto dormí con placidez. Cuatro horas representa-
ban el aperitivo para alejarse de un estado que vivía en guerra de baja
intensidad, pero guerra al fin y al cabo. El paso fronterizo me espe-
raba, y Sergio, entre guturales y “paellísticos” rugidos, me había
indicado que durante treinta minutos se hacía imprescindible estar
muy despierto.
El show comenzaba en el destacamento militar por el lado mexi-
cano, puesto que antes de entrar en la garita “los señores policías”
determinaban el tiempo que debías permanecer en el control. Yo caí
simpático y no aguardé en demasía; un grupo de franceses no dis-
frutó de la misma suerte.
El límite con Guatemala se hallaba a dos kilómetros de distancia
en rigurosa ascensión, y la única opción para alcanzar la cima supo-
nía pagar a unos lugareños que ejercían de taxistas y que, según supe
después, coimeaban a los policías para que hicieran pasar a la gente
de forma escalonada por el sellado obligatorio, con el propósito de
acumular más viajes para efectuar hasta la línea divisoria de ambos
países.
Antes de enfrentarme al regateo inevitable, me encaminé a una
especie de cabina telefónica que había en el único establecimiento del
lugar, porque pretendía llamar a mi casa y la zona urbana de Ciudad
Cuahtemoc quedaba lejos de allí, incrustada en un valle. Descolgué
el aparato y no emitía pitido alguno, a lo mejor estaba hipnotizado por
los ronquidos de Sergio. No tardó en aproximarse una chica. Perdo-
ne señor, está averiada, murmuró con artificial corrección; en nues-
tro barcito hay un terminal para sus llamados, añadió al atisbar mi
cara de decepción. Lo vi venir y no me faltó razón, la avería poco o
nada tenía de casual, y los minutos en aquella diminuta cantina los

64
cobraban a precio de oro. Sergio me había aseverado que era casi
imposible cruzar la frontera de la Mesilla —así se llamaba el empla-
zamiento— por primera vez sin ser estafado. Pero me hizo gracia,
pues todavía estaba en México y ya me habían tomado el pelo.
Mi sobrina Laura daba sus primeros pasos, ¿la familia? Bien gra-
cias... Y el mundo igual que siempre. Al reemprender la marcha,
observé que los tres franceses habían superado el control policial y
los invité a subir juntos a la Mesilla. Mientras pagábamos cinco
pesos por persona, algo menos de un euro, un chileno que deambu-
laba perdido y pedía clemencia se unió al convoy. En definitiva, tres
franceses, el chileno y la sensación de llegar al punto donde Cristó-
bal Colón situó el corte vertical y un abismo detrás.
El señor que hizo la guía, la mítica abandonada en el avión, y des-
cribió el aeropuerto de Ciudad de México como surrealista, debería
haber venido allí, dado que la barrera que marcaba la separación
entre ambos países, nunca mejor dicho, la marcaba en realidad entre
dos universos. Los recuerdos de Xela estaban muy presentes y no
eran así, creo que no eran así. Asimismo tocaba enfrentarse a los
“cambieros”, unas personas dedicadas a cambiar dinero, minucia
ineludible si querías subsistir.
La moneda de Guatemala es el quetzal, de hecho el vocablo se usa
para un sinfín de cosas: para nombrar al pájaro sagrado, como prefi-
jo de ciudades y para varias aplicaciones populares con connotacio-
nes bastante cómicas. Estos amables “empresarios” te succionaban
la sangre, y como ilustre castellano me invitaron a proceder con las
negociaciones; a continuación por el caserío policial. Aparte de
rellenar un esperpéntico formulario, había que depositar veinte quet-
zales, de nuevo menos de un euro, para entrar en el país. Para eludir
la “contribución”, ilegal por cierto, Sergio me comentó que pidiera
un recibo con la finalidad de aplicar una sencilla regla de tres: no hay
recibo, no hay dinero. Entre armas y trajes verdes, abogué por la
solución más valiente. Pagué.

65
Superada la frontera, con la misión elidida de no dispersarnos,
subimos a un autobús rumbo a Huehuetenango. Me sentía como en
casa e incluso transmití mis experiencias del pasado a los cuatro
colegas de viaje.
Los trayectos en autocar por Guatemala son tremendos y entre su
abrupta geografía auténticas antiguallas se desplazan a un ritmo ver-
tiginoso. Para que se entienda la calidad de los vehículos, se trata de
imaginar un autobús escolar típico de las películas norteamericanas,
sumarle tres décadas de rodaje, y ya lo hemos logrado: el emblemá-
tico “colectivo” guatemalteco. Añadan una pizca de sal y sumen el
agravante del terreno, que carece de cualquier tipo de asfalto a la
europea.
En los tramos inferiores a seis horas, el nuestro duraba tres, las
paradas no estaban señalizadas ni establecidas y el conductor las
efectuaba a su libre albedrío. La capacidad era ilimitada, ascendía
gente hasta que reventaba, y en el espacio donde pensabas que no
cabrías, encajaban dos o tres personas más. Quienes criaban gallinas
las subían; quienes criaban otros animales o venían de recolectar
verduras en el campo, también accedían.
A bordo del Arca de Noé atracamos en Huehuetenango, una ciu-
dad de paso para miles de viajeros ya que su terminal central servía
de enlace para todas partes del país, y, como a Xela jamás iba nadie,
allí me despedí de mis improvisados compinches, no sin antes
advertirles de un detalle que estuvo a punto de inmiscuirles en una
disputa. En la estación, varios lugareños corrían para portear las
mochilas depositadas encima del vehículo con un claro objetivo:
hacerse con una moneda tras colocar el equipaje en el maletero del
siguiente autobús que correspondía abordar. Pero había tantos hom-
bres para tan poco trabajo que a veces daba la sensación de que per-
geñaban un robo (imagínese, querido lector, a tres fornidos france-
ses con muy malas pulgas y a un chileno asustado, en la colosal pol-
vareda, contemplando a cinco o seis escuálidos guatemaltecos con

66
sus bolsas al hombro). Por suerte la sangre no llegó al río.
Rumbo a Quetzaltenango, hambriento y cansado, sucedió algo
inusitado. Cuando el autobús se disponía a iniciar un largo descen-
so, los pasajeros comenzaron a santiguarse. Miré a mi alrededor y no
observé ningún hito religioso. Al final de la bajada el conductor nos
hizo desalojar el vehículo y al ver el motivo di gracias por mi igno-
rancia, debido a que habíamos perdido una rueda, contratiempo sol-
ventado con unos cuantos rezos que surtieron efecto.
Esperamos una eternidad. Mi cara no debía de ser muy buena por-
que una mujer me ofreció un pedazo de pan que mantenía caliente.
Se lo agradecí en el alma e intercambiamos unas palabras en un cas-
tellano que me costaba entender.
Pasadas las siete de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, arri-
bó el otro autocar. Me habían aconsejado en innumerables ocasiones
no transitar de noche por Guatemala puesto que podía resultar peli-
groso, mas no había otra opción.
A las diez me planté en Xela y como todo un experto pedí al con-
ductor que me dejara en Costa Blanca, parada donde no solía esta-
cionar. Al apearme, con la primera bocanada de aire, un halo de tre-
menda tranquilidad recorrió mi cuerpo y se instaló en mi mente para
apaciguar los sobresaltos de aquella larga jornada. Estaba en Quet-
zaltenango, no lo podía creer.
Tras la marcha del vehículo compré una botella de agua, tenía sed
y no había comido nada desde San Cristóbal. Bebí con ansiedad,
como si no lo hubiera hecho en meses; en realidad sólo había toma-
do un trago por la mañana en Ciudad Cuahtemoc, mientras la encan-
tadora señorita me cobraba los pasos telefónicos a precio de caviar.
En mi anterior estadía en Xela, había participado en el nacimien-
to de un proyecto que ambicionaba recaudar fondos para un poblado
cercano, llamado Pasac II. Allí, un reducido grupo de campesinos
llevaba años al frente de una cruzada para construir una escuela. No
obstante, acabé por desempeñar funciones docentes, como profesor

67
de castellano, para niños procedentes de familias con interminables
carencias.
Al principio dormía en Quetzaltenango, sin embargo, tras unos
días, estaba bastante integrado en la comunidad, en la que decidí
acomodarme.
Cuando no pernocté en Pasac II lo hice en la casa Argentina, un
hostal que recibía el nombre de la mamá de la dueña. Dos años más
tarde, acudía a él en busca de cobijo para abandonar las calles y la
fría noche.
Fue fácil ubicarme en la laberíntica ciudad y encontré con rapidez
el hospedaje; golpeé en la puerta y me abrió la incansable Leonor,
hija de Argentina y propietaria activa del negocio, quien me miró
con rostro familiar y me reconoció. No recordaba mi nombre, ni ate-
soraba referencia argumental alguna sobre mi paso por la casa, aun-
que sabía que había estado allí, y no era un farol comercial, citó la
fecha.
Leonor me brindó cama en la habitación grande, donde trece via-
jeros compartían un espacio común por un precio muy pero que muy
módico. De todos modos, antes de instalarme, “compré” dos agua-
cates y una banana en su despensa, a la mañana siguiente los repon-
dría. Pocos minutos después, me tumbé en la cama y reflexioné en
el trasiego acaecido durante aquellas jornadas.
Hacía una semana vagaba errante por el aeropuerto de Ezeiza,
Argentina, presto a enrolarme en las comunidades zapatistas, y al
cabo de esos siete días había recalado en el punto de Centro Améri-
ca que mayores recuerdos me evocaba. Tras el lógico desánimo sen-
tido en San Cristóbal, había recuperado el aliento, con la ilusión
renovada para revivir el pasado y volverlo a tejer con nuevas histo-
rias. Chiapas y mi gran objetivo estaban asegurados.

68
7. Guatemala, Rigoberta Menchú y los oprimidos.

Xela amanecía muy temprano y a las nueve no quedaba nadie en


la cama, pero aquella mañana era una excepción. Me desperté cami-
no de las doce, agradecido a la diosa Fortuna por haber dormido en
un colchón sin pulgas, algo inusual en la casa.
Bajé a la cocina y puse un poco de agua a calentar con la finali-
dad de tomar mate, ya que desde mi estancia en el DF no lo había
hecho. Cuando el termo se había llenado, me senté en una repisa, y
entre sorbo y sorbo releí el tropel de folios con anotaciones que
había realizado en el anterior viaje a esta ciudad excluida. ¿Cómo se
entiende, si no albergaba intenciones de visitar Guatemala, que
hubiera carreteado mis apuntes hasta Buenos Aires? Nina, Fabio y
Pablo me pidieron que trajera toda la documentación recogida en
Pasac II, porque habían fundado una organización para ayudar y
cooperar en proyectos que valieran la pena y que no estuvieran basa-
dos sólo en la asistencia. Quetzaltenango entera se erigía como un
proyecto que valía la pena.

Guatemala, que deriva del vocablo “quauhtemallan” y significa


“tierra arbolada” en una de las múltiples lenguas maya, era un país
devastado por la sinrazón de un dictador unido a la nefasta moda que
agostó el espíritu libertario latinoamericano durante medio siglo. En
este caso, el “gorila” se llamaba José Efraín Ríos Montt.

Como solía sucederme en las largas estadías por el continente, la


rabia personal aumentaba cuando pasaba de la retórica de los libros
a la realidad, y certificaba en primera persona el enorme patrimonio

69
social, cultural y natural de las regiones oprimidas. Guatemala, por
desgracia, no suponía ninguna excepción.
De entre una población de once millones de habitantes, el 54%
son indios mayas pertenecientes a unas veinte etnias distintas. Es
probable que el dato, sin otra referencia, no expresa gran cosa, y que,
para entender con mayor claridad la identidad cultural del pueblo
guatemalteco, sea necesario destacar que sólo un 4% de la ciudada-
nía es de raza “europea”.
Los idiomas también representan un claro ejemplo de riqueza. Si
nos remontamos a la tradición maya, en la zona se hablaban dos len-
guas, el yucateca y el chol. En 1523, los conquistadores españoles
usurparon el país. Hernán Cortés había enviado al leal Pedro de
Alvarado, que en un año, al frente de una expedición de 350 hom-
bres, fundó Santiago de los Caballeros (¡nosotros y los nombres!) e
impuso el castellano como idioma oficial. Los grupos indígenas
intentaron conservar al máximo sus raíces, y en la actualidad se
contabilizan treinta lenguas derivadas de las mayas madre, que en
su mayoría pertenecen a la familia maya–quiché. Entre ellas desta-
can: el itzá, el chortí, el mam, el pokomchi, pero, sobre todo, el qui-
ché, hablado por unas 800.000 personas. Y aunque hay una campa-
ña muy bien planteada para recuperar la memoria del quiché, las
otras lenguas han perdido fuerza y en algunos casos tienen los días
contados debido a que la transmisión generacional no se está pro-
duciendo.
Sin embargo, el factor diferencial, el protagonista y el creador de
las calamidades más graves, es el clima, ligado a la espléndida natu-
raleza del continente. A Guatemala no le falta de nada: selva, ríos,
lagos impresionantes, volcanes y excesivas lluvias torrenciales. Por
muy místicas y misteriosas que fueran las leyendas inventadas en
torno a los orígenes de las tormentas bíblicas guatemaltecas, a mí me
producían bastante repulsión, dado que cientos de poblados obliga-
dos a trasladarse decenas de kilómetros definían la realidad que

70
había asolado el país en los últimos años.
Una buena infraestructura hubiera impedido tantos derrumba-
mientos y tan inmensa desolación. Esa carencia era obra y arte del
“carapintada” nombrado con anterioridad, el general y dictador José
Efraín Ríos Montt. Este militar, de breve permanencia en el poder,
fue el principal artífice de la lamentable situación, y, entre su larga
biografía, destacan varios acontecimientos.
Ríos, tras perder unas elecciones por fraude y denunciarlo, traba-
jó en la embajada de Madrid, donde sirvió hasta 1977. En el ’78, ya
de vuelta en Guatemala, abandonó la fe católica y se adhirió a la
secta de la Iglesia del Verbo, de tradición evangélico—pentecostal,
con sede en Eureka, California. Ríos Montt, obsesionado con la
paranoia milenarista que predicaban los misioneros del Verbo, se
entregó a las tareas pastorales y divulgativas.
El 23 de marzo de 1982, mientras leía unos pasajes de la Biblia
bajo la interpretación de su nueva creencia religiosa, un pelotón de
soldados irrumpió en la sala y le comunicó que el dictador Fernando
Romeo Lucas García, otro pieza, había sido derrocado, y que la
nueva cúpula le reclamaba para presidir el gobierno de la Junta Mili-
tar. Aceptó.
Entre sus primeras y predecibles tropelías, Ríos derogó la consti-
tución, declaró el estado de sitio, impuso una estructura militar a
todos los efectos y prometió combatir el crimen, la pobreza, el ham-
bre… Falacia tras falacia, introdujo al país en el período más som-
brío de su historia.
El dictador, no saciado con la sangrienta represión a las guerrillas,
prefirió añadir a su lista de trofeos la aniquilación de 400 comunida-
des indígenas. Las barrió literalmente del mapa y exterminó a miles
de sus conciudadanos.
Ante rumores de un inminente golpe de estado y cuando la
suma de asesinatos sobrepasaba los 10.000 y la de desaparecidos
los 50.000 –en la actualidad el número de muertos supera ya los

71
150.000—, convocó elecciones para Julio del ’84. Sin embargo,
otro iluminado quería decir la suya.
El 8 de agosto de 1983, su ministro de Defensa, general Óscar
Humberto Mejía Víctores, asumió el poder en un extraño golpe que
dejó a su homólogo antecesor libre de cualquier cargo imputable y
en primera línea de la vida pública guatemalteca. Tal fue así, que
después del restablecimiento definitivo de la democracia en el ’90,
Ríos intentó de nuevo tomar el mando presentándose a los comicios,
en los que obtuvo 10 de los 116 escaños que entonces formaban el
parlamento. De todos modos la paradoja estaba por llegar.
En el ’94, Ríos comparecía en las elecciones que acumularon un
79% de abstención (sí, sí, no me he equivocado, 79%). Lideraba el
(FRG), Frente Republicano Guatemalteco, y sucedió lo que Patricia
denominaba “falta de identidad” y “carencia de memoria histórica”.
En mi opinión no le faltaba razón y aunque los dos coincidíamos en
el concepto esencial, la táctica empleada era la miserable “pan por
votos”. El asesino ganó.
La presión popular pudo con el militar genocida, y en la actuali-
dad Alfonso Antonio Portillo Cabrera encabezaba el ejecutivo en
nombre del partido que lideraba Ríos. Entre el campesinado nadie se
creía esa presidencia y se argumentaba que el propio Ríos, desde la
sombra, regía el devenir de la nación.
Por suerte para los oprimidos, siempre hay un espacio para la
libertad que en Guatemala fue otorgado por la indígena Rigoberta
Menchú, y, en 1992, la concesión del premio Nobel de la Paz a su
persona se convirtió en un acto fundacional.
Natural de una pequeña aldea y sexta hija de una familia de nueve
hermanos, Rigoberta, como miles de niños guatemaltecos, comenzó
a trabajar en la recolección del café cuando contaba ocho años. Su
historia es el trágico y común relato que sesgó la infancia de miles
de críos indígenas: un hermano muerto por el hambre, otro obligado
a alistarse en el ejército donde fue quemado vivo, y un primo que

72
feneció intoxicado en los cafetales por el efecto de los pesticidas. Su
papá se alzó como un reconocido insurgente que luchó con fervor
para preservar la dignidad de su pueblo; acérrimo defensor de los
derechos humanos, participó como activista en el asalto de la Emba-
jada de España en Ciudad de Guatemala. Murió carbonizado. En
represalia encarcelaron a su mujer, a quien torturaron y asesinaron
de manera salvaje.
En 1980, Rigoberta abandonó su patria, proclamándose abande-
rada de la causa indígena, no sólo de su Guatemala natal, sino de
toda Latinoamérica. Su labor fue incontestable. Como su padre, la
defensa de los derechos humanos y la denuncia del genocidio ocu-
rrido durante años y silenciado por esos temidos ojos cómplices del
mundo, pasaron a ser sus grandes obsesiones. La recompensa no
tardó en llegar, primero con el Premio Nobel, y luego, en 1996, con
el Acuerdo de Paz.
Meses después del alto al fuego, un empresario descendiente de
alemanes que rondaba los 50, Álvaro Arzú, fue elegido presiden-
te. El punto principal de su programa electoral radicaba en la
necesidad de parar la guerra civil, oculta o no declarada jamás,
que había asolado Guatemala durante más de tres décadas. El con-
flicto armado en la sombra, que enfrentaba a dos bandos desigua-
les, el gobierno y las milicias campesinas, había arrastrado al país
a una situación tan cruenta como vergonzosa. Tras un lustro con
las negociaciones estancadas, el ejecutivo y la Unidad Revolucio-
naria Nacional Guatemalteca (URNG) decretaban, precisamente
en Ciudad de México, el alto al fuego.
El esfuerzo efectuado fue tremendo y el acuerdo, que recibió el
nombre de Acuerdo de paz firme y duradera, contentó a ambas par-
tes. Uno de los asuntos clave de la negociación comportó pactar la
incorporación de los guerrilleros a la vida civil y desvincularlos de
toda responsabilidad por los enfrentamientos del pasado, a la vez
que la (URNG) se convertía en un partido político que gozaba de

73
idénticos derechos que cualquier otra formación.
No obstante, la mano negra del ejército —y la no tan negra— vol-
vió a aparecer en 1998, con el asesinato del obispo Juan Gerardo,
que estaba al frente de la redacción del informe Recuperación de la
Memoria Histórica de Guatemala, mediante el cual pretendía escla-
recer el truculento genocidio perpetrado por los “milicos” en los
períodos anteriores.
Basándose en ese informe y en los elaborados por la Comisión
para el Esclarecimiento Histórico (CEH), Rigoberta tomó como pre-
cedente la acusación contra el dictador Pinochet e intentó que se pro-
cesara fuera de Guatemala al general Ríos Montt.
El 27 de marzo de 2000, el esfuerzo de la premio Nobel parecía
obtener resultado, porque La Audiencia Nacional Española determi-
naba poseer competencia para acoger la denuncia, por tildar de crí-
menes contra la humanidad los cargos imputados al militar asesino
y a su cúpula.
El 13 de diciembre del mismo año, la Sala de lo Penal archivaba
el caso. Argüía que la justicia guatemalteca atesoraba suficiente
capacidad para encargarse del proceso, que, por ende, eliminaba la
propia autoridad de los tribunales españoles por quedar fuera de su
jurisdicción.
Llegados a este punto, me gustaría repetir las palabras que cité
cuando hablé del “Che”: Llenar líneas y líneas sobre la vida y mila-
gros del rosarino sería bastante estúpido, hay decenas de libros
magníficos escritos e ilustrados por señores que conocen millones de
veces mejor la historia, y, como siempre en estos casos, el testimonio
de aquellos anónimos que lo rodearon es la verdadera expresión de
los sueños construidos desde la realidad. Esta vez hay algún cambio:
el rosarino es Rigoberta, y el libro que más me ha gustado no es de
un señor, es de una señora, Elizabeth Burgos. Me llamo Rigoberta
Menchú y así me nació la conciencia, clama el sugerente título de la
antropóloga y etnóloga venezolana, quien, por cierto, también ha

74
redactado varios textos muy reveladores acerca del “Che”.
Pero interesante en especial es comprender el entorno de Rigo-
berta, procurar alejarse de nuestro contexto y desligar a la guatemal-
teca de su actual sentido común, fuerza y carisma. Sólo así entende-
remos lo duro que ha sido el camino que la ha conducido hasta aquí.
La lucha por la independencia personal, el deseo de no ser una
eterna oprimida y las duras y desagradables experiencias de la vida
forjaron a una auténtica guerrera, nacida sin libertad y decidida a
lograrla, no sólo para ella, sino para su pueblo y sus hermanos lati-
noamericanos que esperan el momento para gritar bien fuerte el ala-
rido de los excluidos. Aunque en mi opinión, lo más conmovedor del
relato de Rigoberta es la necesidad y la inquietud por reconstruir una
vida que le fue sesgada de manera furtiva por unos asesinos de traje
verde. No obstante, ella se centra en disfrutar de la existencia que
siempre deseó y que nunca pudo paladear. La venganza, más allá de
la justicia, es para los necios y los cobardes.

75
8. Los amigos de Pasac II.

Eran las doce del mediodía y el mate se había acabado. Me animé


entonces a iniciar cierto ejercicio físico, con una ducha y un afeita-
do secundados por ropita limpia –comenzaba la crisis del sector—,
y a pensar en el almuerzo.
En Xela nada había cambiado y la casa Argentina continuaba
vacía, horas de godible soledad con un sol radiante cuando los via-
jeros habían emprendido sus excursiones. Por cierto, en clara con-
tradicción con palabras anteriores, quiero apuntar que la ciudad sí
albergaba un lugar para visitar. El emplazamiento recibía el nombre
de Las fuentes Georginas, dos gigantescas balsas de agua caliente
capricho de la naturaleza y propiedad exclusiva de las zonas del pla-
neta donde había volcanes en cierto estado de actividad. Qué poco
técnico mi comentario, mejor… ¿Actividad pasiva? Guatemala
ostentaba un histórico pasado de erupciones, fuego y destrucción, sin
embargo, 50 años resguardaban la conciencia de los que decidíamos
en un momento u otro pisar el país.
Creo que me he metido en camisa de once varas con mis escasos
conocimientos vulcanólogos. En Guatemala sí había volcanes en
activo, como el Pacaya, cuya última erupción fue en 1998, y el San-
tiaguito, aunque nada de lava corriendo a raudales por las calles de
ciudades arrasadas. De eso, de arrasar ciudades, se encargaba,
lamentablemente, la lluvia.
Los cooperantes estaban en sus puestos de trabajo, doña Leonor
había ido de compras y en el hospedaje sólo permanecía Argentina,
a quien saludé antes de partir a Pasac II.
Llegar a la comunidad suponía una odisea y tan sólo distaban 20
kilómetros de Xela. No obstante los atascos no son exclusividad de
76
la M 30 y de la Ronda de Dalt, y cruzar una urbe de 500.000 habi-
tantes, sin infraestructuras, se convertía en un pequeño infierno en el
que un par de horas acababan con la paciencia del lector más abstra-
ído y del más gandhiano de los mochileros.
Luego de rebasar la Rotonda, un enclave en que confluían todos
los autobuses de la comarca, era indispensable efectuar trasbordo y
esperar cualquier vehículo cuyo rumbo contemplara la cooperativa
de vidrio, frente a la cual se hallaba Pasac II. Y he dicho “cualquier”,
porque dentro de Quetzaltenango, las cosas, en cuanto a transporte
se refiere, funcionaban bastante bien; en cambio, cuando salías de la
ciudad estabas en el lejano Oeste y “cualquier” medio parecía ópti-
mo y válido para viajar: un carro de labrador, un camión de mercan-
cías, uno de planchas de vidrio, un jeep familiar destartalado, la
espalda de un amigo... Si mis cálculos y ninguna otra rueda de auto-
bús fallaban, arribaría a la comunidad justo al término del almuerzo.
Así podríamos conversar con tranquilidad.

Superada la Rotonda, volví a sentir ese temor frío tan extraño del
primer beso de adolescencia. Imagino que habrá observado, distin-
guido lector, la similitud entre esta impresión y las descritas en el
avión rumbo a Ciudad de México, en el zócalo, al entrar en Chiapas,
al ver a Héctor, al despedirme de él, al pisar Xela. No desearía ase-
mejarme al típico actor de telenovela de serie Z, con la que todos, y
subrayo todos, hemos “dormido” alguna vez, de modo que debería
detallar mi inconsciente proceder que me había conducido a parecer
un triste lacrimógeno, digno de protagonizar las mejores y más deli-
ciosas novelas de Corín Tellado. Lo cierto es que se sumaron dema-
siadas emociones encontradas y por eso recalé en Xela, para frenar
la vorágine de adrenalina que se había apoderado de mí.
Camino a la cooperativa de vidrio, tuve suerte y viajé en un auto-
bús de línea, razoné las evidencias que se me habían escapado. Pasac
II veía pasar a decenas de personas que prometían palacios de oro,

77
un montón de humanitarios de postal y “pelacañas” de escaparate
que se deleitaban durante una mañana con la hospitalidad de la aldea
y que, acto seguido, declaraban sentirse muy afectados por las con-
diciones de vida de los lugareños, a quienes juraban y perjuraban que
regresarían con cientos de millones de dólares. No eran más que
adulterados vendedores de humo cargados de promesas a las cuales
los sabios e intuitivos vecinos de la comunidad ya estaban acostum-
brados. Aquel burlesco recital de falsas esperanzas componía una
cruel realidad, pero así sucedía.
Por supuesto que me reconocerían, estuve dos meses sin salir de
allí. Sin embargo me daba miedo el “frío”, ya se sabe, los medite-
rráneos no nos avenimos con el invierno. El temor se establecía a tra-
vés de mis propias dudas acerca de lo que verdaderamente hice por
ellos; me asustaba pensar que también yo hubiera sido un vendedor
de humo, y ahora debía enfrentarme a esa posibilidad.
Antes de la primera estancia en Pasac II había formado parte de
varias cooperaciones tildadas de humanitarias, donde se materializa-
ban situaciones esperpénticas que me traían recuerdos de instituto,
tiempos en los que entendía casi como mías las andanzas de Max
Estrella. Por ejemplo: es ilógico destinar a un batallón de jóvenes al
norte de Ecuador para reconstruir poblados si los únicos conocedo-
res del trabajo son los indígenas, a quienes molestas más que otra
cosa, y encima les obligan a alimentarte, aunque, por suerte, reciben
una remuneración a cambio. Y es igual de ilógico enviar a otro grupo
de chavales a cultivar patatas sin instrucción previa, porque a diez
mil kilómetros de casa la mayoría descubría que no crecen cortadas
a pedacitos rectangulares y que el ketchup no es una planta.
Una vez participé en Talca, sur de Chile, en un proyecto denomi-
nado “de saneamiento y adaptación”. Se trataba de colaborar con las
familias a construir letrinas, e incluso una ONG donó una suma
ingente de dinero para comprar inodoros y materiales, con el objeti-
vo de edificar diminutas casitas que desarrollarían la función esti-

78
mada. Todo marchaba genial hasta que se me ocurrió preguntar por
el trabajador social que les iba a enseñar a utilizarlos. No existía tal
persona. Resultado: unos servicios preciosos e impolutos adonde
nadie acudía ni se usaban jamás.
Pero en Pasac II nació una iniciativa excelente, forjada desde den-
tro. Su población, cercana a las cinco mil personas extendidas en un
vasto territorio, se había propuesto escolarizar al mayor número de
niños posible, una tarea harto complicada, debido a que el 70% de
los habitantes eran analfabetos y casi todos los infantes trabajaban,
siendo su aportación económica básica para la familia.
Comité de Padres Coeduca fue el nombre elegido por dos veci-
nos, padres y obreros, Doña Udolía y Don Domingo, para bautizar al
organismo que pretendía tal hazaña; ambos obtuvieron carisma con
rapidez y su capacidad de convocatoria fue excepcional. Cuando
recalé en tan lejanas tierras, habían conseguido que el 20% de los
críos asistiera con regularidad al colegio formado por una cocina, un
granero y unas escabrosas medidas higiénicas que se endurecían por
las naturales condiciones climáticas del frío invierno guatemalteco.
De todos modos, con muy buen criterio, el Comité quería más, y
comenzaron entonces una campaña para recaudar material escolar;
continuaron con una solicitud formal para que el estado considerara
mandar a dos profesoras interinas, y en última instancia creyeron
oportuno que un experto en temas pedagógicos visitara la aldea cada
cierto tiempo, y, aunque sabían que era mucha demanda, su actitud
no fue fruto de la ansiedad o la inocencia, sino de un plan trazado y
estudiado que consistía en pedir más de lo que pensaban lograr.
En dos meses recibieron noventa y nueve sillas con mesas adap-
tables, pizarrones, lapiceros, libretas, y el premio máximo a su
esfuerzo personificado en dos fantásticas y divinas docentes. Lava-
ron a fondo las estancias y cerraron con andrajosos plásticos los agu-
jeros de las vetustas edificaciones en las que se impartían clases y,
en consecuencia, asistir a la escuela, en Pasac II, se convirtió en una

79
actividad agradable. Relataba Don Domingo al respecto, la embria-
gadora emoción que sintió al escuchar a un crío protestar; “profeso-
ra, a mí no me gusta estudiar”, lloriqueaba el chiquillo. Aquella frase
tan típica significaba que los nenes cuando acudían al colegio sólo
atendían a sus quehaceres, y se olvidaban del frío y de las pulgas.
Pero todavía deseaban más.
Mi presencia coincidió con un planteamiento doble: solicitar
dinero para construir un recinto donde albergar nuevos alumnos, y
escolarizar a los adultos, mientras el número de niños aumentaba sin
cesar.
Al principio iba cada mañana a Pasac II a dar clases de castella-
no. Pronto me trasladé a vivir porque sentí que mi aportación podía
ser más útil si pasaba más horas allí. Una vez integrado me pidieron
que les ayudara a cumplimentar los trámites burocráticos para la
reclamación formal del dinero necesario, e iniciar así la construcción
de la escuela. Acepté encantado. Asimismo me uní en calidad de
oyente, previa consulta al Comité Coeduca, a las constantes reunio-
nes entabladas con los vecinos para convencerles, tanto a ellos como
a sus hijos, de que empezaran la actividad estudiantil.
Aquellas entrevistas fueron un evidente reflejo del irracional
mundo en el que vivimos, y me di de bruces contra una realidad que
conocía pero desconocía. Entre tanta charla destacaré dos, claros
prototipos.
La familia Bravo estaba compuesta por el matrimonio, Juan y
Sila, tres hijos varones, Pedro, Lucas y Walter, y dos hijas, María y
Virginia. El patriarca ejercía de labrador desde tiempos inmemoria-
les y su asignación, que rondaba el euro y medio diario, delataba que
el cacicazgo continuaba vigente en Guatemala. Juan había visto la
luz cuando sus dos hijos mayores, Pedro y Lucas, comenzaron a ir al
campo, y el dinero adicional aportado por los chavales, quienes esta-
ban seguros de que labrar representaba el único y el mejor futuro
para el resto de sus días, facilitó mucho el devenir de la familia. No

80
obstante ser tan jóvenes comportaba no ostentar la “suerte” salarial
del papá, y la compensación recibida por doce horas de duro esfuer-
zo se aproximaba al euro, comida no incluida. Sila, la mamá, no
había trabajado nunca, ya que su marido no lo permitía; Walter, el
otro chico, había esquivado las hordas de la marginación cultural y
asistía a la escuela desde hacía seis meses. Tenía casi ocho años e ini-
ciaba su andadura con el abecedario. Sus hermanas, de siete y seis,
jamás habían tocado un libro gracias a la prohibición de Don Juan
Bravo, que las quería en casa ayudando a la mamá. Acá deben estar,
repetía con voz enfermiza.
La lucha de Don Domingo ambicionaba que las niñas acudieran
a la escuela tras recibir el consentimiento del papá. Era una guerra
perdida de antemano, o eso creía yo. Después de la primera parte:
recepción muy amable, referencias al clima y al equipo local de fút-
bol, el Xelajú, Don Domingo estuvo hábil y desvió la conversación
a través de la intachable trayectoria de Walter en el colegio. Todo fue
bien hasta que Don Juan Bravo se cerró en banda; argumentaba, sin
ninguna convicción pero con aguerrido énfasis, la poca necesidad de
estudiar en la vida mísera que nos ha tocado vivir, en un cruel país
dominado por unos cuantos bastardos. Don Domingo entrevió la
fisura y, con riesgo de provocar la fractura completa, respondió, a
modo de pregunta, con admirable valentía: ¿Quieres ver a tus hijas
con la misma mierda de vida que tú, y que les tomen el pelo por ser
tan incultas como tú, y que pasen toda su existencia limpiando la
mierda de los demás? Había visto hasta entonces a un bravucón y
machista personaje incapaz de traspasar su propio hocico, por eso
pensé que serían las últimas palabras de Don Domingo. De repente,
Don Juan Bravo, valiéndose de que su mujer no se hallaba presente,
soltó un grito ensordecedor y nos echó a patadas de la casa. Me asus-
té muchísimo, aunque me tranquilizaba ver como mi amigo, conver-
tido en psicólogo y trabajador social, normalizaba con rotundidad la
situación.

81
Estábamos a unos diez minutos de mi habitación. Empezamos a
andar y ninguno de los dos dijo nada. Parecía tranquilo. Me extrañó
su reacción, incluso se despidió con una enérgica y medio burlona
sonrisa.
El enfrentamiento sucedió un jueves. El lunes siguiente, las dos
hijas de Juan Bravo, María y Virginia, se incorporaron a la escuela.
Don Domingo me explicó que de joven, Juan había profesado cier-
tas tendencias comunistas –en Guatemala eras cadáver por ello—
que nunca se materializaron. Lo conocía bien, y se menospreciaba a
sí mismo por no haberse realizado en la vida. Clavó una aguja en su
orgullo y cosechó el resultado ansiado.
El caso de los Guzmán fue todavía más amable, con una resolu-
ción cargada de pintoresco pragmatismo. José, de siete años, hijo de
Luis y María, se encargaba de cuidar al abuelo mutilado en uno de
tantos conflictos armados acontecidos en Guatemala. Tras una época
de gran hambruna, el matrimonio recaló en Pasac II y ambos encon-
traron trabajo en la cooperativa de vidrio. Sin duda, una pareja
moderna, pues la mujer estaba integrada en la vida laboral, circuns-
tancia que los convertía en centro de críticas y miradas del vecinda-
rio, algo así como la familia “Monster” del lugar. En cualquier caso,
laboraban doce horas diarias y no podían ocuparse del abuelo.
Al iniciar la reunión, Luis no se mostraba receptivo porque se
había cortado en la mano. No todos los empleados de la fábrica goza-
ban de guantes y de los elementos necesarios para salvaguardar su
integridad física. María preparó té. Bueno... preparó una infusión de
origen desconocido y exquisito sabor dulzón, mientras, su marido nos
convidó a galletitas y nos contó el suceso que casi le seccionó la
mano. Nadie debía salirse de la cadena de producción, se trataba de
tomar riesgos con frecuencia. Eso o el trabajo, sencilla elección.
Don Domingo buscaba el modo para que el abuelo estuviera bien
atendido durante el día y, por lo tanto, liberar a José del único impe-
dimento existente para no ir al colegio. Luis puso su voluntad más

82
acérrima; María propuso dejar la cooperativa. Sin su sueldo hubiera
sido utópico seguir, de manera que era una posibilidad inadmisible.
Al final, después de darle mil vueltas, el incansable Don Domingo
planteó una solución tan práctica como inverosímil. Don Matías, así
se llamaba el adorable viejecito, vendría cada día a la escuela con su
nieto y presenciaría las clases como un alumno más. Aunque impedi-
do, su cabeza y su corazón funcionaban a la perfección. Así se hizo.
Resultó de tal forma el invento, que el anciano se constituyó
como el gran y querido abuelito de todos los niños. Lo adoraban.
Arribaban juntos por la mañana. José lo acompañaba al baño y se
desocupaba de él, dado que el colegio entero quería tirar de su silla.
El Abuelito, nombre que se le acuñó, compensaba la devoción mos-
trada contándoles cuentos y antiguas leyendas guatemaltecas. Sus
narraciones desprendían tanta pasión que el fútbol se acabó en el
tiempo de recreo, y los niños se apiñaban alrededor de Don Matías
para escuchar sus relatos. Sin duda, aquello le hizo rejuvenecer vein-
te años y, como me confesó en seguida, pasó de querer morirse cuan-
to antes a recuperar la ilusión por vivir. Qué raro, ¿no? Recuperar la
ilusión al generar ilusión.
Las cómicas anécdotas se sucedían. El “Abuelito”, ya mayor, no
aguantaba despierto muchas horas y en los albores de la tercera clase
se dormía. Al principio fue complejo acostumbrarse a los ronquidos,
pero pronto se convirtieron en un icono de la enseñanza en Pasac II.
Una vez, cuando la cosa funcionaba muy bien, los directores del
Comité de Padres citaron al inspector de educación de la región, una
distinguida personalidad, para reclamar una suma de dinero con la
que adquirir material escolar. La suerte no estuvo del lado de la
comunidad, y el burócrata, que debía de personarse a primera hora,
pinchó una rueda del coche y concurrió casi a las doce del mediodía.
Margarita, así se llamaba una de las dos maestras que envió el esta-
do, intentó mantener despierto a Don Matías. No hubo manera. Ner-
viosa por la situación, preparó un largo discurso para justificar la

83
presencia de un anciano roncador en el aula de ciencias.
El inspector, al iniciar su tránsito, se acercó a la cocina, donde
Luisa, la otra docente, impartía historia. El hombre quedó conmovi-
do por las condiciones infrahumanas que coexistían con las ilusiones
de los chavales. Acto seguido se dirigió a la clase del granero y,
como cabría esperar, lo que generó su atención fue la estampa de
Don Matías y sus graciosos e impunes rebuznos capaces de arrancar
una sonrisa incluso a unos “labios oficiales”. Es mi padre, lo lamen-
to, hoy se encontraba mal y preferí traerlo, es muy mayor y padece
del corazón, entenderá que no debía dejarlo solo en casa, improvi-
só Margarita de forma muy convincente. El burócrata pasó por alto
el ‘insignificante’ detalle y Pasac II obtuvo otra pequeña gran victo-
ria certificada al cabo de dos semanas con ochenta y cinco sillas,
sumando un total de ciento ochenta y tres, que superaba en nueve al
número de niños escolarizados hasta la fecha.
La cara amable de las batallas del Comité de Padres salía a relu-
cir, aunque por desgracia asistí a decenas de casos en que los chicos
trabajaban y su aportación era indispensable para el hogar. Jamás se
escolarizaban.
El machismo imperante constituía otro factor elemental para
impedir que las niñas estudiaran, y así una larga lista de etcéteras que
juntos conformaban una triste realidad.
La gran proeza del Comité consistió en lograr que la comunidad
hallara un vínculo. Todos cantaban al unísono al son de la escuela
que pronto tararearía ritmos de libertad (en Guatemala unir a las
masas en pos de una ilusión es una gesta de valor incalculable). Tan
enorme llegó a ser el espíritu de hermandad, que las instalaciones se
vieron desbordadas y se aceleró la necesidad de construir un recinto
nuevo.
Cuando iniciamos la demanda económica para comprar los terre-
nos y proceder a la edificación nos dimos de bruces, o mejor dicho,
me di de bruces, contra la cruel realidad que margina sin escrúpulos

84
a muchos sectores sociales del país en particular y de Latinoamérica
en general. Se requerían dos millones y medio de pesetas para adqui-
rir un terreno emplazado en medio de la comunidad y que de mane-
ra incongruente pertenecía a un cacique local, sin intención de ceder
un mísero quetzal. Asimismo, el gobierno guatemalteco nos respon-
dió sin miramientos: el presupuesto para educación estaba cerrado y
no pretendía destinar ni un solo quetzal más. Entre tanto “no quet-
zal”, se me ocurrió pensar de dónde iban a sacar el material para
construir la escuela y quién la levantaría. Pero mi incredulidad y mis
prejuicios me hacían tener la mente cerrada, sin embargo, existían
respuestas, puesto que vivía en la región un arquitecto amigo de las
causas justas, había una fábrica de materiales solidaria, y, por
supuesto, la mano de obra la aportarían los propios habitantes de
Pasac II. Así pues, tocaba plantearse la opción de pedir la “plata” a
alguna ONG internacional.
En Quetzaltenango operaba una muy famosa a escala mundial.
Sus trabajadores ostentaban una casa privada con servidumbre
incluida; cobraban cerca de 4000 dólares –en Xela, o los quemas o
es imposible gastar 500 al mes— y un fastuoso Jeep con el logotipo
de la empresa aguardaba en el parking particular de cada miembro,
uno de esos cuyas ruedas hacen salpicar el fango a todo el mundo
menos a sí mismo. Poseían diez vehículos y pensé en proponerles
que se vendieran uno. En verdad, antes de barajar dicha opción,
mejor esperar al 6 de enero, ya que el porcentaje de probabilidades
sería mayor, incluso con los lejos que estábamos de Oriente.
Apareció entonces un bilbaíno en forma de ángel que se llamaba
Joseba y que residía en Guatemala desde el ‘88. Enfermo crónico, se
dejó la vida colaborando en diferentes proyectos humanitarios que le
llevaron precisamente a perderla. El tipo, desagradable, arrogante,
engreído y presuntuoso, no me cayó nunca bien y quería proclamar-
se el Mesías de todos los extranjeros que visitábamos el país, mas
ahora su estupidez carecía de importancia.

85
Joseba gozaba de buenos contactos y remitió el proyecto a una
organización afincada en Bilbao. Justo el penúltimo día de mi esta-
día en Pasac II la aportación económica fue concedida íntegra.
Canalizada la enorme alegría, me entristeció saber que no vería
levantar tantos sueños de manera paralela a la edificación de la
escuela. De todos modos comprendí que me vencía el egoísmo y que
mi lugar era otro. Los verdaderos sueños pertenecían a los legítimos
luchadores, el Comité de Padres Coeduca, formado ya por seis muje-
res y tres hombres, y los vecinos que cambiaron un plato de comida
por la educación de sus hijos. Juntos habían logrado el objetivo.

Desde la cooperativa de vidrio avisté la escuela y me cayó una


lágrima de emoción. Cada seis meses había recibido una foto
escaneada con dificultad por el arquitecto que supervisó el pro-
yecto y a quien no tenía el placer de conocer. Sabía que las cosas
funcionaban, pero en ese preciso instante lo vivía en directo. Bajé
del autobús, crucé la carretera, salté el arroyo y como siempre me
mojé un poquito los pies; subí por la calle central, de rigurosa
arena y piedra, y me situé frente a la escuela; la rodeé catorce
millones de veces e intenté entrar, pero estaba cerrada. De repen-
te escuché un alarido desgarrador, provenía de Doña Udolía que
había advertido mi presencia y corría hacia mí a una velocidad
impropia de una mujer castigada por varias décadas con la espal-
da curvada en los cafetales. Fue incapaz de decir nada. Me sonrió,
me abrazó y empezó a llorar sin ningún complejo. Tras unos
segundos comenzó a hablar y me puso al corriente de lo ocurrido
en Pasac II durante los dos últimos años y, a continuación, fuimos
a tomar una infusión al mismo tiempo que avisaba a los miembros
del Comité.
Reviví con nostalgia el pasado. Un pasado que recordaba con
inmenso cariño y ferviente esperanza. Al cabo de un rato, llegó Don
Domingo que venía del laburo y, como si mimetizara la reacción de

86
Doña Udolía, tampoco dijo nada, me sonrió y me abrazó con bas-
tante más fuerza que su homóloga.
Pasamos la tarde entre charlas y reminiscencias del ayer y me
describieron al detalle la mutación sobrevenida en Pasac II. Desta-
caba la cantidad de éxitos adicionales que sumaron unos campesinos
decididos a modificar el curso de su historia. Como hechos relevan-
tes, comentar la comparecencia masiva al colegio de niños de otras
comunidades, y el siguiente reto que se había propuesto el Comité de
Padres: aumentar la edad de escolarización de los chiquillos porque
se veían obligados a volver a las labores del campo o de la casa,
debido a que a los trece se acababa el período estudiantil.

87
9. La inesperada noticia.

Era muy temprano y escuché murmullos. Entre bostezos matuti-


nos miré de reojo a Don Domingo. Estaba en el suelo de su comedor
durmiendo en un viejo colchón y creo que de forma acordada prefe-
rimos no despedirnos, porque al levantarse para cumplir con su jor-
nada laboral se esmeró en no hacer ruido. Cada madrugada, el ideó-
logo del Comité Coeduca se transformaba en obrero, ya que trabaja-
ba en la construcción para un capataz local en Cantel, población de
la que dependía Pasac II. En seguida concilié el sueño de nuevo.
Dos horas más tarde me desperté. En un rincón de la casa tejía
Doña María, la esposa de Don Domingo, quien protegía expectante
mi descanso. Trece años menor que él, había dado a luz reciente-
mente al segundo hijo varón habido del matrimonio. En el ‘95, la
joven enviudó por una larga enfermedad desconocida que contrajo
su marido, fruto de la intoxicación sufrida por los compuestos quí-
micos vertidos en los cafetales.
Tras un sabroso desayuno a base de pan y una infusión, me mar-
ché de Pasac II con una felicidad enorme y sin abrazar a nadie. Había
vuelto una vez, seguro que regresaría algún día.
Durante el trayecto a Xela, estructuré las próximas seis semanas.
Cuando me apeé en la Rotonda decidí ir a la casa Argentina, puesto
que era un buen momento para charlar con Leonor y negociar el pre-
cio para veinte noches. Superado ese período, me desplazaría a un
par de sitios del país que deseaba visitar. Luego, rumbo a Chiapas.
Xela, igual que muchas ciudades latinoamericanas, se dividía en
“zonas” numeradas –como nuestros barrios, pero sin nombres de
señores, ríos o santos—, y mi hospedaje estaba en las afueras de la
Zona 1.
88
Caminé hasta el centro urbano para dar una vuelta por el zócalo;
compré papas, bananas y aguacates, un poco de arroz y enseres para
la higiene. La mañana transcurrió apacible, y sin darme cuenta mi
estómago anunció la hora del almuerzo. Valiéndome de mi ubica-
ción, comí en uno de los múltiples comercios establecidos alrededor
del mercado Central, donde, por el módico precio de un euro y
medio, señoras que traían sus propios aperos te servían un cacito de
cada alimento: arroz, remolacha, roscón, extrañas verduras. A conti-
nuación de una rápida ingesta, calculada para coincidir con el café
de Doña Leonor, me fui a la casa Argentina, situada a unas cuantas
manzanas. Tras deshacerme de los bártulos, le comenté mis inten-
ciones y me reservó una habitación para el siguiente día. Acordamos
un pago de cuarenta euros por las veinte noches. Una cómoda estan-
cia, con una cama, un armario y una mesita, sustituiría al habitáculo
común que me cobijaba hasta la fecha.
La casa Argentina era una auténtica torre de Babel elevada a la
máxima potencia y, dado que por Xela sólo pasaban turistas para
visitar las fuentes Georginas o cooperantes que se instalaban una
temporada, aquel hostalito se alzaba como punto de encuentro, e
infinitud de nacionalidades se daban cita.
En realidad el lugar no tenía nada especial y el factor diferencial
lo formaba la gente que por sus dominios desfilaba. El edificio esta-
ba compuesto por una veintena de habitaciones sin lujo alguno, ade-
más, el ya citado habitáculo común albergaba a doce personas en
camas colocadas como piezas de un rompecabezas. Una cocina con
algunos utensilios y varios lavabos completaban la residencia. En los
últimos tiempos, debido a su buen estado económico, Leonor permi-
tía ver el informativo español, pasado en directo pero con seis rigu-
rosas horas de retraso, en una arcaica tele que había comprado. En
cuanto al resto, la casa Argentina no ocultaba mayores secretos que
los narrados por las personas que llevaban meses allí.
Se hacía tarde, y antes de la cena fui a la casa Verde. Con un nom-

89
bre difícil de imaginar en España, se denominaba al centro cultural
más importante de la ciudad, en el que la oferta de ocio era muy
amplia: clases de castellano, de inglés, de idiomas “exóticos”, de
guitarra, sesiones de baile, actividades deportivas, etc., y la posibili-
dad de alquilar un ordenador para revisar la correspondencia. Entre
emotivos correos, había uno que me produjo de nuevo las reacciones
apropiadas para afrontar el protagonismo de otra telenovela de serie
Z. Lo enviaba mi amigo Juan Manuel (uf, qué formal, mejor Juan-
ma). Su mensaje, conciso, claro y breve.

Nos han dado vacaciones STOP venimos STOP tenemos billete


para Ciudad de México STOP.
P.D.: Viene Carlos.

Por unos segundos entendí con exactitud a qué se refería mi


madre cuando en mi imberbe adolescencia catalogaba a mis colegas
como: un tanto raritos, ¿no?
¿Un tanto? Qué mujer más diplomática. Salí estupefacto del local,
busqué un sitio abierto para adquirir las míticas tarjetas telefónicas
guatemaltecas, y casi ocho meses después escuché aquella voz tan
familiar.
Tras el cóctel de emociones y la locura espacio—temporal, me
quedó claro que en 21 días aterrizaban en el DF dos grandes y bue-
nos amigos, y yo en Quetzaltenango... Me rocié de pragmatismo, fui
a la última tienda que permanecía abierta, compré una Gallo de litro,
y mientras hervía el arrocito que me serviría de cena y el doctor
Juvenal Urbino dejaba libre el camino a Florentino Ariza para que
conquistara el corazón de Fermina Daza, la cervecita y yo nos
sumergimos, poco a poco, en el maravilloso mundo del “Gabo”.

El siguiente despertar fue desconcertante hasta que ubiqué el


paracetamol; una vez lúcido, comencé a rehacer los planes de viaje

90
carentes de vigencia. Si Juanma y Carlos aterrizaban en tres sema-
nas debería ir a buscarles, e invertí la ruta. Unos días en Xela, un
recorrido por el país y luego rumbo al DF.
Fui a hablar con Leonor y ajusté la duración de la estadía tras
comentarle que las veinte noches iniciales se habían transformado en
siete. Le expliqué a fondo la situación y aceptó de buen grado los
recientes acontecimientos.
Al ver tan próximo el reencuentro con mis amigos volví a sentir
una felicidad desbordante, era un auténtico regalo y valía la pena
cambiar el itinerario. Por supuesto que valía la pena.

91
10. Los Quetzaltrekkers.

Transcurrieron un par de jornadas entre histerias de Fermina


Daza, que se resistía al amor de Florentino Ariza, y largos espacios
dedicados a escribir la novela olvidada que inicié en Buenos Aires.
El mate era también un buen aliado.
Una mañana, a falta de cuatro días para marcharme a visitar el país,
me crucé en el mercado con un francés llamado Gabriel que tenía más
o menos mi edad y que vivía en la casa Argentina. Los dos bajo idén-
tico techo y no le había visto jamás, yo como siempre tan observador...
En cualquier caso, coincidimos mientras comprábamos bananas y
empezamos a departir. El rubio y melenudo parisino hablaba a la per-
fección el castellano, con alguna graciosa derivación en los artículos,
producto de las licencias de cátedra que él mismo se había concedido.
El tipo parecía entretenido y acepté su invitación a desayunar.
Gabriel residía en el otro pabellón anexo del edificio, ése que las
personas con un mínimo de intuición sabían de su existencia a los
veinte minutos de hospedarse allí. A mí me costó dos estadías y casi
una semana encerrado dentro.
Comer un plato donde se mezclan dos o tres alimentos que en teo-
ría no concuerdan supone una experiencia para el paladar. En Gua-
temala ocurría muchas veces: pollo con aguacate, carne con manza-
nas frescas, y huarache, que es una base de maíz tipo pizza con dulce
o salado encima de manera indistinta. Esa mañana la oferta de
Gabriel sonó bastante singular y en la línea de manjares descrita,
pero los cereales con banana resultaron un delicioso banquete que
nunca imaginé sin abrir una caja de cartón. Añoraba al perro, a la
rana, al tigre, al oso y a cualquier espécimen mutado a medio huma-

92
no con cara de amigo y camiseta deportiva, y, además de confirmar
por enésima vez mi ignorancia provocada por un cegado razonar
cosmopolita, descubrí un modo de cooperación que me encantó.
Gabriel formaba parte de los Quetzaltrekkers, un equipo de jóve-
nes bien preparados que operaba en la casa Argentina con el permi-
so de Leonor, y cuya misión principal era recaudar fondos para el
Hogar de los Niños de la Calle de Xela, mediante una propuesta sen-
cilla, directa y transparente. Consideraron Quetzaltenango como
punto originario desde el que efectuar varios “tours” a pie por el
país, orientados a zonas turísticas, naturales e inhóspitas. Sucedía así
con el volcán Santa María, uno de los más altos de Guatemala y
desde el que se veía al Santiaguito expulsar grandes columnas de
humo. Asimismo recorrían el lago Atitlán y la ciudad de Antigua,
digna de visitar, con el volcán Pacaya como máximo estandarte.
Los Quetzaltrekkers se aprendían bien las tres rutas y ofertaban los
“tours” (que nosotros en confianza pasaremos a llamar excursiones, ya
que ellos eran en su mayoría franceses) a los viajeros que venían a
Xela para bañarse en las fuentes Georginas. Por un asequible precio
europeo, caro si se compara con el nivel económico de Guatemala,
podías explorar con un guía de lujo algún espectacular emplazamien-
to de los miles que poseía el país. La mitad del dinero la invertían en
su subsistencia; la otra mitad, la que previo aviso cobraban extra, iba
destinada de manera íntegra al Hogar de los Niños de la Calle.
Acabado el tazón de cereales, pagué los ocho euros que costaba
incorporarse a la expedición para la excursión más cortita de la
semana, la ascensión al Santa María. Se salía bien temprano y se lle-
gaba a media tarde. Sencillo, ¿no?
Para una persona no acostumbrada a esfuerzos físicos titánicos, elijo
andar para colmar la cuota de ejercicio diario tan indispensable, la subi-
da a un colosal volcán representaba una gran cruzada en busca de un
Santo Grial en forma de buena imagen, de fotografía original del San-
tiaguito escupiendo enormes columnas de humo. Deseaba que los

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Quetzaltrekkers no estuvieran ya corrompidos por el sistema, y que
aquello no fuera un mísero reclamo publicitario. De modo que, ni corto
ni perezoso, me enfundé mi sudadera de color gris con capucha y los
guantes de boxeo y a ritmo de Eyes of the Tiger me fui a subir todas las
escaleras de la ciudad, a la vez que corría y chillaba. Por cierto, se me
olvidaba, una cinta roja en el pelo y cada quince minutos parada en
algún riachuelo a mojarme el pecho, para emular el sudor de una dura
sesión deportiva. Con el entrenamiento y una frugal cena compuesta
por frutas y verduras creí estar preparado para afrontar la ascensión.
A las cuatro de la madrugada me despertó Gabriel con una invita-
ción a café y bollos que, a pesar de no despreciar, me pareció poca
recompensa para tan inhumana hora. Luego de inspeccionar de mane-
ra furtiva a los miembros de la expedición, acondicioné mi equipo bási-
co de montaña. Sería una jornada óptima para chapurrear mi inglés
“made in” Lonely Planet y el francés no aprendido en el instituto por
preferir unas partidas de cartas muy tentadoras. Mientras acababan de
desfilar los bollos, curioseé en unos folletos de los Quetzaltrekkers y
reduje un punto en la escala Richter mi alarmante falta de documenta-
ción volcánica, precisamente en el país de los colosos “escupefuego”.
Guatemala ostenta una de las alineaciones volcánicas más inquie-
tantes del mundo, y, su conocida cordillera, producto de las fracturas
entre las placas de Cocos y la de las Antillas, está formada por 33
temibles e impredecibles monstruos, con altitudes oscilantes entre los
4220 y los 1000 metros. La actividad básica, el meollo del asunto, se
acumula en la zona meridional, justo donde está Xela. El Tajumulco,
de 4220 metros, es el accidente geográfico más alto de Centroaméri-
ca; en el país le sigue el Tacaná con 4.093, situado en la frontera con
México; en tercer lugar el Fuego, denominado por los indígenas “Tie-
rra de Fuego”, con 3836; en cuarto puesto, el Agua, de 3776; y el
quinto clasificado es el Santa María, que junto al Santiaguito, al
Lacandón y al Cerro Quemado, rodean Quetzaltenango de manera
desafiante. La situación predispone para imaginar el guión de cual-

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quier drama épico que acabara con el típico científico muerto por su
gran pasión, y con el “guaperas” de turno, que no sabía nada de vol-
canes y pasaba por allí, emparejado con la hermosa divorciada madre
de tres hijos rubios y guapos a quien, por supuesto, el marido había
abandonado por una chica joven y hermosa. ¡Uy! Esa peli ya existe.
Una anécdota acerca del Santa María en relación con su altura.
Los expertos no se ponen de acuerdo entre si son 3772 o 3765 metros
–si hay que discutir, que sea por algo más justificado, ¿no?—; y un
dato escabroso: su última erupción, originada en 1902, provocó un
terremoto que casi destruye Xela entera. Espero que no le diera por
celebrar el centenario.
A las siete de la mañana llegamos al pie del volcán, después de un
frío trayecto en jeep. Por el camino charlé con una pareja de Israel, y
fue una conversación apasionante, basada en el conflicto de Oriente
Medio, tema que siempre había generado mi preocupación, en espe-
cial desde hacía un par de años, debido a que un buen amigo trabaja-
ba allí en un cuerpo de cooperación internacional. Estaba muy docu-
mentado sobre la problemática y su aportación me sirvió para enten-
der que, inclusive en una lucha armada tan sangrienta, había gente
dispuesta a aplicar el sentido común. Y rescaté su conclusión, porque
suponía encontrar a alguien ajeno a mi círculo habitual convencido de
las mismas opiniones. En términos generales podría aseverarse que
estaban en contra de los dos bandos, de los terroristas palestinos y de
la política de Sharon, pero clamaban contra la gran realidad de esa
vergüenza; la vergüenza que sentían por vivir en un país y en un
mundo que sólo sabían solucionar las disyuntivas a hostias. Eran acti-
vistas políticos muy comprometidos con varias de las causas del con-
flicto palestino—israelí, pacifistas, defensores a ultranza de la demo-
cracia y, por encima de todo, antes de posicionarse con odio, rencor,
o cualquier otro sentimiento, y habían perdido a un amigo en un aten-
tado en Tel Aviv, mostraban tristeza por el enorme fracaso que impli-
caba para ellos no poder detener esa guerra ya, fuera como fuera.

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En el equipo también había un belga muy campechano, dos france-
ses, y Gabriel en calidad de guía, y juntos iniciamos la subida con tran-
quilidad. Al principio parecía pan comido: aire puro, temperatura per-
fecta, paisaje embelesador… Comenzó a menguarme la moral cuando
Gabriel nos informó, tras una hora de caminata, de que empezaba la
ascensión. ¿Y el rato de antes qué?, pregunté yo. No hubo respuesta.
A medida que avanzaban los metros el relieve se tornaba intrata-
ble; la luz que penetraba entre los árboles no bastaba, favorecía la
humedad y los resbalones aparecían por doquier; el clima se volvió
hostil porque el sol apretaba en las zonas despejadas y el frío aumen-
taba en los espacios cubiertos; y el aire, tan necesario en ese momen-
to, insistía en escasear.
A mitad de la subida desfallecí y se originó un ridículo periplo
donde vi mi yo más patético. Me flaqueaban las fuerzas, me faltaba
oxígeno y quería llorar, tal cual un niño pequeño y malcriado. Los
amables consejos de mis colegas de excursión, prestos a trasmitirme
las técnicas de respiración, me irritaban sobremanera. ¡Estaba yo
para pensar en coger aire dos veces por la nariz y expulsarlo una por
la boca cuando ni sentía las piernas! Restaba una hora para coronar
y, dadas mis pesadas quejas e insoportable comportamiento, deci-
dieron dejarme solo y aceleraron el paso.
Me tranquilicé bastante con el abandono y me hice la película de
que era yo contra la montaña. Gabriel se mantenía a una distancia
prudencial de doscientos metros, controlando siempre mis movi-
mientos; el resto, bastante experto en estas lides, aumentó imparable
el ritmo hasta la cima. Probé entonces a respirar tal como me habían
explicado, y… eureka, funcionaba. A medida que pasaban los minu-
tos mi cuerpo respondía mejor, pero me invadía una sensación de
bochorno por mi lamentable rabieta acontecida instantes antes.
Vencí al volcán. No obstante, la coronación fue una mezcla de
alegría y vergüenza absoluta. Mis fieles escuderos me facilitaron la
integración al grupo e ignoraron el incidente sin esconder alguna risa

96
entrecortada, y juntos nos sentamos a contemplar el faraónico paisa-
je. Al frente, lucía la opulenta vastedad de nubes situada a la misma
altura que nosotros; en el costado izquierdo, casi en el horizonte,
humeaba el Tierra del Fuego; y en el derecho, el gran espectáculo, el
cráter del Santiaguito expulsando una ciclópea columna de humo
que se perdía en la inmensidad del cielo. No me cansé de sacar fotos.
Iniciamos el descenso tras divisar dos imágenes que acabaron de
hundir la poca moral que me quedaba. En la cima había vacas de
gran tonelaje que pacían con tranquilidad, sin mi cara de cansancio
y rendición. De alguna forma han llegado, me dije. Para colmo, los
integrantes de la primera plantilla del Xelajú, que militaban en la
máxima división guatemalteca, subían y bajaban el volcán una vez
por semana. Tardaban unas tres horas para ambos trayectos; yo, sólo
para la ascensión, invertí algo más de cuatro.
Acabé el recorrido desde la cumbre de nuevo el último. Hacía
mucho frío y ya dentro del jeep me resguardé con una manta. Arri-
bamos a la casa Argentina al ocaso. Estaba muerto y hambriento y
creo que jamás he agradecido con tanto fervor una ducha. Por la
noche convidé a mis compañeros de excursión a una sabrosa tortilla
de patatas cocinada a fuego lento, que era lo mínimo que podía hacer
tras mi teatral jornada. La velada transcurrió entre risas y el recuer-
do de las anécdotas vividas.
Dormí con placidez y el día siguiente lo compartí con Gabriel
García Márquez y mi novela. Si mientras estaba inmerso en la lec-
tura y la escritura me hubieran preguntado si valía la pena el esfuer-
zo de la montaña para saborear el impresionante paisaje que se avis-
taba desde la cima, sin dudarlo hubiera dicho que, aunque muy boni-
to, no recompensaba a tan descomunal desgaste físico. De todos
modos, antes de partir, Gabriel me comentó que el dinero recogido
en la excursión sirvió para pagar a un albañil, puesto que en épocas
de lluvia, casi todas en Guatemala, a través de una enorme grieta se
inundaba uno de los dormitorios del Hogar de los Niños de la Calle.

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11. Noche de leyendas en el lago Atitlán.

Con la mochila a punto, telefoneé a Juanma para confirmar que la


llegada seguía en pie bajo las mismas circunstancias. En un e—mail
me explicó con detenimiento, esta vez de manera rigurosa y seria, que
habían elegido México como destino asumiendo el riesgo de no
podernos encontrar. Les mantenía al corriente de mis movimientos y
por eso sabían de la incertidumbre que rodeaba mi estadía en Chia-
pas. Antes de mandarme el correo electrónico tipo telegrama, valora-
ron la posibilidad de que estuviera ya en las comunidades y, en con-
secuencia, de que no me enterara de su inminente aterrizaje en el DF.
Al tiempo que Juanma ratificaba que el viaje continuaba bajo
idénticos parámetros, pensé en el capricho de la casualidad que hacía
factible un encuentro que más deseaba cuando más se acercaba. Acto
seguido volví a la casa y sin mayor dilación me marché.
Camino de la Rotonda, acabé de estructurar bien mi recorrido por
Guatemala. Las recomendaciones de los que peregrinaron a fondo
por el país suscitaban recalar en el lago Atitlán, sobre el papel un
sitio espléndido con un paisaje genuino. A su alrededor se aglome-
raban pequeños pueblecitos que ofrecían relax supremo y vida tran-
quila. Recordaba el proceder de mis amigos y, sin dudarlo ni un ins-
tante, el mejor plan antes del reencuentro era descansar.
Desde Xela encadené autobuses para consumar el camino hasta
Panajachel, al pie del lago. Efectué el primer enlace en los Encuen-
tros, donde aguardé casi una hora el siguiente vehículo y corroboré
por septuagésima vez las miserias de los guatemaltecos, sobre todo
de los críos. El pillaje era común en las grandes terminales o esta-
ciones de autocares, en las que se hacinaban muchos niños de la
calle, auténticos expertos en embolsarse “plata” para subsistir, y,
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además del asombro al atisbar sus depurados métodos poco lícitos, a
uno se le quedaba cara de idiota y la motivación por buscar culpa-
bles aparecía como una necesidad primordial, como una búsqueda
esencial de una irremediable verdad teórico—práctica. De nuevo, la
“técnica avestruz” al arrancar el autocar lo curaba todo. El problema,
olvidado el corazón, se centraba en los ojos cómplices y en el silen-
cio prolongado que perduraba angustiante.
Llegué a Panajachel a las seis de la tarde. Al vislumbrar el lago
volví a quedarme patidifuso con el constante reto para las sensaciones
que ocultaba un país presto a sorprender a cada instante, y que me aga-
sajaba con otra imagen mágica, de dibujos animados. Dudaba entre ir
a San Pedro de la Laguna, aldea situada en el extremo norte del lago,
o permanecer en Panajachel, un pueblecito más urbano. Frente a una
estampa digna de los grandes relatos de Julio Verne, abogué por la
aventura y decidí cruzar la inmensidad acuática. El trayecto en barca,
de una hora, fue excitante. En el horizonte, como si de un símbolo de
eternidad se tratara, el agua se fundía con la tierra en forma de volcán,
llamado también Atitlán, que a su vez se unía con el cielo establecien-
do un misterioso compendio en el que la naturaleza se alzaba como un
bloque homogéneo y compacto capaz de enfrentarse y derrotar a cual-
quier adversario que osara adentrarse en sus dominios.
Atracamos en San Pedro al anochecer. Buscar cama era la priori-
dad y no costó demasiado. En la salida del embarcadero, un chileno,
que regentaba el único mesón del lugar, me indicó la ubicación de
los tres hospedajes de la zona. Seguí su consejo y acabé en casa
Elena, donde, por un euro, alquilé una habitación con una cama
como mobiliario.
Al despertar y mirar el lago por la ventanita de mi cuarto entendí
que allí empezaba y terminaba el recorrido a realizar antes del reen-
cuentro con mis amigos. Bastó sólo una imagen para atraparme en
un paraje tan cautivador.
Leí escritos locales, conocí cientos de datos estadísticos sobre la

99
cantidad de agua existente, mucha por cierto, la altura de las monta-
ñas e información geológica y geográfica que, frente a tal belleza
natural, no me decía gran cosa.
Cuando lucía el sol paseaba y observaba el “modus vivendis” de
los vecinos, y pronto comprendí lo que significaba vivir en un lugar
tan inhóspito y alejado del mundanal ruido.
En esencia se valían de los recursos naturales del lago. La pesca
representaba la primera ocupación y principal fuente de alimento, y
se cumplimentaba con el cultivo personal ejercido por cada familia
en sus tierras. Destacaba, como en el resto del país, el maíz.
Una tarde, después de paladear un jugoso “pescadito” en el
mesón de Sandro, el chileno, coincidí con un vecino de San Pedro
que iba a pescar y que, tras una breve conversación sobre trucos
habituales del oficio, pues provengo de familia de pescadores, me
invitó a acompañarle en la jornada laboral. Como ocurría en tantas y
tantas zonas del planeta, este noble arte también en Guatemala se
ejercía durante la noche.
Juan, un hombre sencillo y tranquilo, casi nunca se exaltaba y su
cuerpo reflejaba una vida entera dedicada al lago. Sus manos, su cara
y su pelo, permitían entender que ese marinero de agua dulce había
luchado con firmeza para conseguir el estado de paz en el que se
encontraba.
De joven pasó una temporada en Quetzaltenango y contrajo
matrimonio. Los recién casados fueron muy felices hasta que a Juan
lo reclamaron en el ejército para combatir la “amenaza comunista”
atrincherada en las montañas. Se declaraba pacifista, amigo de sus
conciudadanos y amante de su Guatemala natal, por tanto, no podía
concebir que le obligaran a formar parte de un grupo armado, sin
importar la bandera que defendiera, cuyo objetivo era matar al máxi-
mo número de hermanos posible. De modo que desertó y se refugió
en San Pedro de la Laguna, de unos 50 habitantes entonces y de unos
400 en la actualidad. Y allí permaneció, al lado de su mujer, quien

100
había muerto un año antes dormida en su cama.
La noche estuvo envuelta en la misma magia y misterio que des-
prendía el lago. Juan me contó docenas de leyendas de la región pro-
tagonizadas por el agreste relieve, en el que la tierra no ofrecía des-
canso a nadie y cada milímetro estaba compuesto por perfectos tra-
zos curvilíneos trabajados desde el primero al último. No había en
las inmediaciones del lugar un solo espacio que concediera una
mínima planicie o tregua visual, y me recordaba a cualquier cuadro
de la época más atormentada de Jackson Pollock. Terror supremo y
atracción profunda se confundían en un sólo sentimiento.
Descubrí entonces al celebérrimo personaje Tecún Umán, mártir y
héroe nacional, asesinado por Don Pedro de Alvarado, nuestro com-
patriota conquistador de los nombres “originales” para las ciudades.
La “más creíble” de las leyendas cuenta que este rey Quiché se
enfrentó a los españoles en la batalla del Pinal, siendo alcanzado por
la espada de Don Pedro, que le atravesó el pecho. La herida fue mor-
tal. Un Quetzal que por allí volaba cayó sobre el cuerpo sin vida de
Tecún Umán, y por eso el ave nacional conserva el color rojo en su
panza, ya que se impregnó de la sangre del épico guerrero en cuyo
honor se han erigido varios monumentos.
No obstante, no era la noche para las leyendas “más creíbles” y
me dejé seducir por la maravillosa cadencia de las narraciones de
Juan, puesto que su interpretación, tan arraigada a la cultura popular,
daba otra versión de los hechos acontecidos aquel día en que Don
Pedro de Alvarado mató a Tecún Umán.
Kikab, gobernante de los Quichés, fue avisado por el monarca
mexicano, Moctezuma VIII, de la inminente llegada de unos fieros y
terribles enemigos que pretendían invadir sus tierras. Triste por no
saber qué hacer, murió de pena al no hallar la forma de defender a su
pueblo; su hijo, de nombre desconocido, tomó el poder. El príncipe
se hizo cargo del ejército y planeó la batalla que se libró en un terri-
torio llamado P Chaj, Llanos del Pinal. El valiente soldado se dis-

101
frazó de Nawal Tzkin (pájaro) con plumas de Quetzal, y aguardó
oculto en un trapecio que había hecho construir ante la aparición de
los españoles. A su llegada, el príncipe comenzó a dar vueltas sin
cesar, mientras, agitaba las alas a gran velocidad y preparaba el
hacha; Don Pedro, al ver como el enorme pájaro se abalanzaba sobre
él, sacó su lanza y lo atravesó, dejándolo en el suelo mal herido. Los
perros acabaron con la vida del Nawal Tzkin, pero tal fue el realis-
mo del disfraz, que el propio Don Pedro de Alvarado se giró y le dijo
a su ejército: No vi en todo México tan extraño Quetzal.
A este “extraño Quetzal”, por su trágico vuelo y el coraje desple-
gado en el combate, se le inmortalizó y se le distinguió con la frase
alegórica “Tkum U Mam” (Tecún Umán), que significa Antepasado
abatido. A su vez, el acontecimiento formó el topónimo “Quetzalte-
nango”, lugar del Quetzal.
Juan era un gran erudito, una auténtica e inacabable fuente de sabi-
duría popular. Tiempo después, en un libro dedicado a leyendas de
Guatemala, encontré una versión similar a la suya acerca de la muer-
te de Tecún Umán. De todos modos, aún me relató historias más fan-
tásticas en aquella noche transformada pronto en cálido y anaranjado
amanecer en medio del lago. Me habló de varios líderes mayas, como
Atanancio Tzul, Kají Imox, Kaibil B’alam, y héroes y villanos, y bue-
nos y malos, y valientes y cobardes, y dioses y monstruos y un sinfín
de nombres que intenté anotar con dificultad en mi libreta, a la luz de
una linternita que provocaba los constantes toques de atención de
Juan, que la consideraba óptima aliada para la distracción de los
peces que a cuentagotas se incorporaban a la noche de leyendas.
Casi todas las referencias que logré sintetizar en mi cuaderno y
rehacer a la mañana siguiente en la habitación estaban documenta-
das, aunque la más hermosa de las fábulas que me contó, jamás
pude verla reflejada en escrito ni libro alguno, y quizá la propia
imaginación del momento, o un alarde de su deliciosa fantasía, fue-
ron capaces de trazar la más bella de las historias que me llevé con-

102
migo tras la noche de leyendas en el lago Atitlán.
Al pie del volcán, donde las misteriosas fuerzas se fusionaban, la
naturaleza era todavía más caprichosa y emanaba al alba, cuando el
sol no había salido pero ya se percibían los primeros rayos de luz,
una leve niebla que cubría la orilla y creaba una enigmática sensa-
ción de infinitud que impedía distinguir el horizonte. Juan me expli-
có que no ocurría a menudo, que había sido afortunado al ver la bon-
dad de Tecún Umán, instalado desde su desaparición al pie del vol-
cán Atitlán para proteger a sus descendientes.
Cuando perecía un hermano maya de las villas colindantes, el espí-
ritu del príncipe Quiché abría las aguas por el lugar indefinible y venía
a buscar el alma del fallecido. Una vez reunidos Dios y alma, mito y
hombre, cielo y tierra, vida y conocimiento, naturaleza y ciencia, se
ensamblaban en un solo ser para regresar al volcán, con el propósito de
encontrarse con sus allegados difuntos y descansar juntos en la eterni-
dad. Y la niebla suponía una excusa para despistar a incrédulos y a cien-
tíficos, y a quienes habían perdido la fe y necesitaban inventar respues-
tas reales para justificar los hechos que escapaban a su entendimiento.
En los atardeceres siguientes a la muerte de su esposa, Juan salía a
pescar con la esperanza de que Tecún Umán recogiera su alma para rea-
lizar el trayecto a nado hasta el pie del volcán, donde residían sus ante-
pasados y por supuesto su mujer. Ahora, aun con las mismas ganas e
ilusión de reunirse con ella, esperaba con placidez y sin prisa el even-
to. Entretanto, pescaba para poder pronto cocinarle a su amada y com-
partir un delicioso manjar al pie del lago, ritual que repitieron durante
cuarenta años y que extrañaba con nostalgia y serena tristeza.
Me fui de San Pedro de la Laguna y de Juan nunca he vuelto a
saber, ni referencias, ni indicios, nada. Al cabo de unos meses, unos
amigos estuvieron allí de paso y no hallaron ningún rastro del mis-
terioso hombre del lago.
Hay épocas en que pienso en la felicidad que debió de sentir Juan
al reunirse con su esposa luego de haber completado el trayecto con

103
el príncipe Quiché. No obstante, en los momentos literarios, cami-
nando por las calles de Barcelona, juego a soñar despierto y a creer
que fue el propio Tecún Umán quien quiso dar una lección al joven
viajero venido de lejanas tierras, para reactivar su atrofiada fantasía,
envuelta en un mundo a veces demasiado real.

Los tres días que tardé en regresar a la capital mexicana transcurrieron sin
novedad. Entré en Belice y retrocedí camino hasta Chetumal, y desde allí me
dirigí a San Cristóbal de las Casas, para descansar una noche y para volver a
contactar con la organización afín al zapatismo.
En las múltiples horas de autocar en autocar, me sumergí en la
lectura para no romper la burbuja del Atitlán, que perduró hasta el
DF. Sorprendía ver como el “Gabo” encajaba en todas las circuns-
tancias, incluso cuando el idilio que parecía bien enfocado entre Flo-
rentino Ariza y Fermina Daza volvía a torcerse, y daba la sensación
de que de forma definitiva. Rescaté entonces una frase muy válida,
extrapolable a bastantes situaciones de la vida aparte del amor:
Cuando apenas empezaba a vislumbrar el horizonte de un mundo en
el que todo estaba previsto, menos la adversidad.
En San Cristóbal me reuní con Sergio y pasamos una meliflua
velada en su casa, conversando sobre varios temas surgidos en mi
ruta por el país vecino. Era un tipo cultivado, se impregnó de mis
relatos, supo entender mi pasión recién iniciada por las leyendas
guatemaltecas y me recomendó varios libros que devoré a mi llega-
da a Barcelona.
Antes de salir de Chiapas, me tocó superar un par de controles
militares de carretera y me sentí mucho más relajado, circunstancia
positiva porque aquélla sería la tónica general durante semanas.
La noche anterior al reencuentro, estaba tumbado en el mismo
hotel en el que empezó mi andadura. El retorno a los orígenes, como
siempre definió de modo tan elocuente nuestro apreciado y distin-
guido Antoni Gaudí.

104
III

UN RECORRIDO POR EL PARAÍSO PROHIBIDO


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12. El reencuentro.

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba


siempre el destino de los amores contrariados.” Eso para empezar,
y continuaba: “El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró
en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgen-
cia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente
desde hacía muchos años. Vayamos por partes.
Estaba en la misma habitación del mismo hotel. El mismo aroma
a ilusión entró por la misma ventana aquella mañana del mismo mes
que me condujo de la misma forma a recorrer el mismo camino que
Marcos había hecho tiempo atrás. Y sí, era inevitable: el olor de las
almendras amargas, esas almendras que se comen algunas veces y
otras se apartan, siempre me recordaba el destino de los amores con-
trariados, esos amores que siempre se imaginan de distinto modo,
pero que al fin y al cabo siempre acaban de la “misma” manera.
Había vuelto a los orígenes, la originalidad según Gaudí, la casa
sin penumbras para mí, y treinta días después todo volvía a comen-
zar. Mis amigos aterrizaban en unas horas y el transcurso de las
semanas había sido un enorme y dulce placer compartido con las
urgencias que para mí habían dejado de ser urgentes.
Y el primer párrafo de El amor en los tiempos del cólera acaba-
ba: se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un
sahumerio de cianuro de oro, quizá como un paseo por el Parc Güell,
como simbólico recuerdo de la eternidad que se escondía en cada
uno de sus recovecos, como simbólico símbolo de lo mucho que
extrañaba mi casa. A veces podía oler su olor a almendras amargas;
otras, incluso, penetrar en el amor de mis amores contrariados, aun-

107
que, con la certeza, en medio de penumbras, de haber dejado atrás
las urgencias que dejaron de ser urgentes.

Patricia decía que al enamorarme de la literatura de Gabriel Gar-


cía Márquez había entrado en el mundo más cercano a nosotros. Por
encima del “realismo mágico” y de la dudosa manía de algunos en
etiquetar lo que carecía de etiqueta, en varios pasajes de El amor en
los tiempos del cólera me sentí parte de la vida de cada uno de ellos.
Todos somos personajes en manos de Gabriel: tú, Juvenal Urbino,
yo, Fermina Daza, y suponía a mi entender su principal grandeza,
hacernos ser parte de un ente real como la fantasía en algunos párra-
fos y fantástico como la realidad en otros. Moldear las palabras a su
antojo, utilizarlas para transportarnos con pasión a cualquier inhós-
pito y conocido lugar desconocido de este mundo o del mundo que
decidiera.
En la primera lectura de una obra del “Gabo” parecía imposible
aprender a escribir, y cautivaba entrever cómo cine, vida y literatu-
ra, se unían de manera mágica y enigmática para forjar un ser indi-
visible. Por deformación profesional, los que acabábamos una carre-
ra relacionada con el cine éramos incapaces de sentarnos a gozar de
una película sin estar pendientes de la cámara que enfocaba, de los
proyectores cuidadosamente escondidos, de las perchas colocadas
para recoger el sonido y de un travelling dinámico y otras veces tan
torpe. Cualquier formato cinematográfico podía transformarse en un
auténtico suplicio.
Inicié los estudios con la idea de que el séptimo arte representaba
la expresión de las inquietudes de quien anhelaba reivindicar su ver-
dad teórico—práctica; la impresión candente de una necesidad de
comunicación o incomunicación, de las dos cosas o de ninguna,
detallada con extrema pulcritud. Sentir y rodar.
Así es la vida, el “Dogma” puro, donde cada uno escribe su
propio guión. El orden de las cosas. O el desorden ordenado que

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Lars Von Trier proponía en sus películas.
Hay secuencias que merece la pena repetir, sin embargo, no es
indispensable realizar sólo una toma. Pero, ¿por qué tirar ocho y
catalogar a una como “buena” si la mayoría contiene su esencia aun-
que a veces no conforme un plano entero correcto? La clave reside
en combinar ambos conceptos y ser como una Bailarina en la oscu-
ridad, rumbo hacia el angosto y tortuoso camino de la sabiduría, eli-
giendo con otra medición más argumentada que la sencilla obviedad
presta a determinar lo bueno y lo malo.
Me apliqué con delirio en mis estudios y acabé con la confirma-
ción de una inquietud: querer sentir y rodar. Por eso el cine era ahora
para mí como la vida y como la propia literatura; escoger lo que
logra atraparme, olvidar qué es cine, qué es vida y qué es literatura,
esa verdad indivisible que no permitía agudizar mi ávido y hasta
enfermizo deseo por aprender a escribir en cada línea que leía, y sólo
sentir y rodar cuando de Gabriel García Márquez se trataba. Llega-
ban mis amigos, estaba feliz, exultante y dispuesto a continuar, y las
comunidades desprendían ya su aroma a almendras amargas, de
modo que cerré el libro y lo abrí por la primera página. Comenzaba,
otra vez, El amor en los tiempos del cólera.

Regresar con poco tiempo de diferencia a un lugar “amable” es


una experiencia gratificante. La raíz del sentimiento radica en la
complicidad adquirida con los espacios comunes, “los rincones del
alma” como relataba Patricia.
Estaba radiante de alegría en una ciudad que a cada instante me
resultaba más familiar, y no recuerdo si amaneció soleado o pinté yo
mismo los rayos de luz. En el paseo matutino observé al detalle el
proceder de la gente. Me encanta espiar a las personas mediante un
sutil y discreto “vouyeurismo” de sus movimientos cotidianos, ocul-
to en la impunidad concedida por la comprensión metodológica de
los que formamos el entorno.

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Los “escarabajos”, pintados de verde y blanco y convertidos en
taxis, colapsaban las calles de la capital. Mientras robaba imágenes,
mi gran objetivo se centraba en buscar un “barcito” diferente para
comer unos ricos tacos con algún relleno que todavía no hubiese pro-
bado. Eso sí, imprescindible la Mirinda de naranja. Tras paladearlos
de “suadero”, cerdo suavizado de sabor, regresé al hotel para des-
cansar un rato y estudiar el modo de ir al aeropuerto.
Tomé el metro y me engañaron los tópicos. Pensé que en una urbe
tan grande como Ciudad de México, un trayecto desconocido en
subte se prolongaría una eternidad, y llegué cuando aún faltaban tres
horas y media para que aterrizara el avión.
El aeropuerto ya no parecía el apocalíptico lugar que semanas
atrás me había asustado tanto, y estoy convencido de que el tipo de
la guía no había vuelto a sus dominios tras describirlo como surrea-
lista, porque se hubiera dado cuenta de una evidencia clarísima, de
que aquello no era más que un aeropuerto.
Paseé por su interior durante unos minutos y ratifiqué que los
comercios de las multinacionales instaladas en nuestro país lo esta-
ban también en México. Podías comer una enorme hamburguesa de
colores, unas rosquillas azucaradas igual de grandes que Marte, unos
helados de mil sabores; comprar ropa para ser el más o la más guapa
del universo; fumar unos cigarrillos para cabalgar como el mismísi-
mo John Wayne... En fin, el paraíso. Saciado de tanta publicidad me
senté un ratito a leer, y fue peculiar la manera en que percibí la pre-
sencia del último personaje, y digo personaje por su simpatía, antes
del reencuentro.
Frente al establecimiento de las rosquillas azucaradas, una chica
de casi dos metros observaba con premeditación y alevosía cuál iba
a ser su presa. Al principio creí que se inclinaría por las bañadas en
chocolate, pero los ojos se le desviaron hacia las rellenas de fresa;
entraron en juego las de crocante, aunque las irresistibles y dulces
ralladitas en coco pedían paso. La decisión, difícil, pero había que

110
tomarla, y sí, retornó a los orígenes, rosquillas azucaradas bañadas
en chocolate. Y para que nos entendamos todos, empezó a comerse
los Donuts.
Aquel detalle, el de elegir los primeros que vio, en mi día tan ale-
górico, podía ser una especie de señal. Chocolate en mano, vino a
sentarse justo a mi lado y me preguntó por el libro que sostenía en
mi regazo.
—Gabriel García Márquez, yo he leído unos cuantos —dijo con
la voz mediadora de quien tantea para encaminar una conversación.
—Vaya, eres española —contesté yo por dos motivos.
De entrada porque me hizo ilusión topar con alguien de la tierra;
en segundo término, para evitar la charla relacionada con Crónica de
una muerte anunciada. La muchacha parecía rebasar mi edad y sus
dinámicas palabras denotaban un buen nivel cultural. Por tanto, tal
como está escrito en el guión de todos los que pasamos por el insti-
tuto en su versión antigua, habría trabajado aquella novela unos doce
años atrás. Tras varios meses sin pisar España, mejor hablar de otra
cosa, ¿no?
Se llamaba Sara, vivía en Alicante y se desenvolvía a la per-
fección con el catalán. Fue emocionante escuchar después de tanto
tiempo, en vivo y en directo y no a través de una línea telefónica,
mi lengua materna. No obstante, recuerdo su compañía mediante
estas líneas debido a que me trasmitió un par de anécdotas entra-
ñables referentes a su ocupación, dado que era “investigadora de
zapatos”. Dicho así suena muy raro y me perdonarán los profesio-
nales dedicados a este noble oficio, pero un desconocido mundo
se descubrió ante mí. Su trabajo, igual que el de cientos de perso-
nas del sector, se basaba en desarrollar nuevas anatomías apropia-
das para la fabricación de zapatos, y, además, contratada por una
gran corporación, analizaba la rentabilidad que habían ofrecido
distintos tipos de calzado en distintos sujetos y en distintas partes
del planeta, para ajustar al máximo la adecuación en un futuro

111
próximo y para diseñar modelos que se pudieran comercializar.
La conversación se alargó hasta que Sara abordó su enlace rumbo
a Acapulco, donde debía asistir a una convención de “zapatología”
(este modismo es aportación personal). Permanecí unos segundos
anonadado y pensativo. Las pequeñeces que a diario se nos esca-
pan... Luego de una breve pausa consideré a fondo la conveniencia
de reemplazar las pantuflas de estar por casa, con forma de oso y
pegamento en la suela, que me resistía a tirar por cariño.

El aeropuerto era de lo más común, de nada excepcional gozaba,


al contrario, registraba todas las particularidades habituales, y, en
efecto, si uno pasea por estos sitios, no tardará en percatarse, por
ejemplo, de que el personal siempre va uniformado. Es como el ata-
que de los clones simpáticos, porque, los empleados, ostenten el
cargo que ostenten, sonríen sin cesar. Y me parece un reclamo
comercial magnífico, sin embargo, aquellos futuros personajes de
una película de Alex De La Iglesia me evocan recuerdos cinemato-
gráficos que eclipsaron las pesadillas de mi niñez, en las que unos
señores muy malos invadían la tierra y convertían a los humanos,
mediante previa plantación, en seres extraterrestres. También com-
prendo que los trajes de las señoritas azafatas hayan de ser coloridos
para suscitar atención, pero… ¿Es obligatorio que lo sean tanto?
Otro detalle singular en los aeropuertos son las cafeterías. Por lo
general la comida se deja comer, aunque jamás encuentras manjares
similares a los de cualquier establecimiento urbano. Es decir, el café
sabe diferente, la bollería atesora formatos y nombres diferentes, el
pan de los bocadillos es también diferente, y... ¿De dónde sacarán
esas vajillas tan extrañas?
El último tema sorprendente radica en las enormes infraestructu-
ras que jamás están habilitadas. Me explico: cuando te marchas, par-
tes desde una terminal; cuando aterrizas, entras por la misma. Y
siempre me pregunto para qué sirven los pabellones anexos que coe-

112
xisten en los aeropuertos y que nunca utilizamos. En realidad, son
edificios tan colosales y semejantes entre sí que a lo mejor camina-
mos por ellos sin darnos cuenta.

Con tres cuartos de hora de retraso, cara de cansados y por idén-


tica terminal que un servidor, se personaron Juanma y Carlos. Todos
los tópicos habidos y por haber sobre la amistad, sus fidelidades y
cuestiones adyacentes, se cumplieron al pie de la letra. Me desbordó
la alegría y nos fundimos en un desigual abrazo, puesto que soy
veinte centímetros más alto.
Tras desviarnos del espacio de tránsito, me apabullaron con un
millón de anécdotas nerviosas motivadas por el tan desconcertante
primer vuelo transoceánico con cambio horario incluido. Ocho
meses atrás nos vimos por última vez y, tal como sucediera con Héc-
tor, experimenté la maravillosa sensación de restablecer en cinco
minutos el tiempo vivido en la distancia. Comenzaron entonces las
insólitas valoraciones físicas.
Tengo la teoría de que los hombres cuando más felices estamos
más graciosos somos; teoría que es en realidad una evidencia, fun-
damentada en la creatividad que nos generan determinadas circuns-
tancias. En un reencuentro emotivo, la charla, por lo general, empie-
za bien, y un discreto pues no estás tan distinto abre la veda para dar
rienda suelta a la imaginación. Juanma advirtió mi visible pérdida de
peso que consideró alarmante. Acto seguido, sin razonar en demasía
la afirmación, Carlos aseguró que había crecido. Difícil camino de
los treinta, me dije.
Situaciones de tanta euforia resultan geniales, pero se hacía tarde
y había que desplazarse al centro. En un arrebato de pragmatismo
canjearon moneda y acordamos reservar las explicaciones para la
noche, de hecho, me vino a la cabeza una apropiada frase de Harvey
Keithel en su maravilloso papel de Sr. Lobo en Pulp Fiction, en la
que permitía divisar que todavía no se debía cantar victoria. Ya lo

113
haríamos en el hotel. (Quien la recuerde, la película y la frase, que
sonría y piense en voz baja en la grosería; quien no la recuerda, está
invitado a acercarse cuanto antes al videoclub).

En una hora nos plantamos en el zócalo. Mi técnica de evasión se


vio muy mejorada, sobre todo por el dinero, ya que antes no había
vislumbrado la posibilidad de subir a un taxi—escarabajo, mucho
más económico por cierto. No les permitían estacionar en las inme-
diaciones del lugar por ser considerados vehículos de ciudad, y el
aeropuerto permanecía fuera de esta nomenclatura. Tan sólo consis-
tía en apartarse unos metros del recinto y área de influencia, segun-
dos después brotaban los insectos rodantes y con ellos el ahorro de
la mitad de pesos.
Una vez en el hotel, el hambre nos venció y mi personal legado
de las utopías fue recibido de manera irremediable por ambos, por-
que la Mirinda se impuso como fiel escudera de los tacos, que les
suscitaron excelso fervor. Empezaban a codearse con la esencia culi-
naria de México.

114
13. Crónica de una muerte descarnada.

La mañana se desvaneció entre aventuras del pasado. Juanma, fla-


mante analista informático, seguía devoto a su trabajo y había inicia-
do una relación que iba por buen camino; Carlos, por su parte, finali-
zaba unas prácticas universitarias que compaginaba con un empleo
derivado de sus primeros estudios, en el campo de las audiovisuales.
Unas patatas de bolsa y una cerveza fresca se unieron al medio-
día. Hacía calor en el DF y un rico tentempié se erigió como una
sugerente idea. Tras tantas experiencias puestas en común, me toca-
ba relatar mis avances en materia literaria, y les comuniqué que
había encontrado editorial para mi primer libro, escrito con Patricia,
y que habíamos realizado buenos reportajes para denunciar el
incumplimiento de los derechos humanos en Argentina. Allá donde
hubo una injusticia intentamos estar nosotros.
Fue conmovedor ver como su interés, igual que el mío, pasó de lo
político a lo humano, y bien pronto me preguntaron por las personas
que habían sufrido el estrepitoso derrumbe neoliberal acaecido en el
país del Cono Sur tras el estallido social del 20 de diciembre de
2001.

Durante el 19 de diciembre se vivieron horas de gran tensión,


debido a que la crisis que provocó la devaluación del peso había
adquirido límites insoportables. No se podía sacar dinero de los ban-
cos, la mayoría de comercios cerró por miedo a los saqueos, que en
última instancia se produjeron bajo excelente y sospechosa organi-
zación, y en las calles se respiraba el aroma que precede a una
revuelta. El entonces presidente, el radical Fernando De La Rúa,

115
anunció una pronta intervención televisiva que los ciudadanos aco-
gieron con agrado porque esperaban escuchar su renuncia pública.
No obstante, no eran ésas las intenciones del jefe de gobierno, que,
mientras enaltecía un exacerbado espíritu patriótico, declaró el esta-
do de sitio. Su pueblo, cansado de tanta injusticia, harto de lo que
consideraba una auténtica tomadura de pelo, salió a la calle des-
afiando en masa la orden del mandatario.
La noche del 19 de diciembre de 2001 frente a la Casa Rosada,
palacio de Gobierno, en Buenos Aires, hubo una multitudinaria pre-
sencia de manifestantes que protestaba con cacerolas.
La gente reunida, que no ocasionó disturbios ni estaba armada, fue
dispersada con gases lacrimógenos. El acto, orquestado por una instruc-
ción previa, pretendía evitar la concentración que exigía la inmediata
dimisión de Fernando De La Rúa, mas la marcha iba a ser inevitable.
Se comentaba que los cercanos al ex presidente no querían que la
viera desde su oficina, pero las medidas para instalar vallados se
tomaron muy tarde, cuando la Plaza estaba repleta de ciudadanos. Y
en verdad, los cuerpos policiales ni establecieron vallas ni se esme-
raron demasiado en prevenir la congregación de la muchedumbre
frente a la Rosada, sino que salieron a reprimir por el centro de la
ciudad. Más tarde se supo que un alto miembro de una fuerza de
seguridad había dicho: No hubo mando unificado, hubo venganza.
De todos modos, sólo era el principio, lo del jueves 20 todavía fue
peor. Hubo ataques con caballos adiestrados para actuar en lugares
amplios y no en las calles angostas del microcentro porteño. Además
de los gases indiscriminados lanzados desde el primer instante, inter-
vinieron “patotas” policiales de civil (grupos violentos no identifica-
dos) y la Policía Federal disparó contra los asistentes. Buenos Aires
se había transformado en un inmenso campo de batalla donde se
libraba una guerra desigual. La historia de siempre: pistolas contra
piedras.
Aquellas fatídicas jornadas dejaron a cinco civiles en el asfalto de

116
la ciudad que cuatro décadas atrás había acogido a los inmigrantes
de medio mundo dispuestos a participar del esplendoroso porvenir
que se vaticinaba.
Cuatro de las víctimas murieron entre las cuatro y las cinco
menos cuarto de la tarde a quinientos metros de la plaza de Mayo, el
área supuestamente a proteger; el quinto, Alberto Márquez, a las
siete treinta. Todos recibieron impactos en la cabeza y en otras zonas
vitales, y sus cuerpos mostraban orificios de 9 milímetros, la misma
munición empleada por la Policía Federal. Los asesinados fueron:
Gustavo Benedetto, Gastón Riva, Diego Lamagna, Carlos Almirón y
el ya citado Alberto Márquez.
En la parte final de mi estadía en Buenos Aires comprobamos las
enormes dudas y grandes vacíos existentes relacionados con los
hechos acontecidos durante las dos jornadas. Cinco civiles asesina-
dos en un perímetro tan reducido y a la vez tan lejano de la plaza de
Mayo... Asombraba que, con tal cantidad de fotógrafos y medios
acreditados, nadie hubiera plasmado una secuencia clave para escla-
recer los crímenes u ocultara algún indicio que permitiera aproxi-
marse a la verdad.
Fue fundamental para nosotros charlar con Mari, viuda de Gastón
Riva, uno de los asesinados por las balas perdidas del 20 de diciem-
bre. Ella, aparte de relatarnos su truculenta experiencia, nos situó
sobre la pista de un reportero aficionado que fotografió a su marido
muerto cerca de la plaza de Mayo.
Tras largas semanas de búsqueda, al fin hallamos al chico. Se lla-
maba Iván, natural de Uruguay. Con su ayuda y la inestimable cola-
boración de Mari sacamos las estremecedoras fotos del país, que
ayudaron en la causa judicial para la que aún no hay culpables, y las
publicamos en España.
Con la unión de sus dos relatos y con la ferviente amistad nacida
entre los cuatro, Patricia, Mari, Iván y yo, a raíz de un suceso des-
garrador, dos periodistas, incapaces de ser sólo periodistas ante tan

117
cruel historia, construimos este texto que transmití a mis amigos
venidos de Barcelona, porque, a pesar de las balas, mucha gente
había decidido ponerle el pecho a la vida y pelear por una dignidad
robada desde hacía demasiado tiempo. Mari, en medio de la desdi-
cha, también mantenía sus utopías.

Crónica de una muerte descarnada.?


Mari avisa por teléfono que llegará tarde a la cita. Tiene 30 años
y es, o era, la esposa de Gastón Riva, uno de los cinco muertos por
la represión del 20 de diciembre en la capital argentina. Una hora
después de la llamada, desde el pasillo se escucha su voz, agradable,
pausada, tranquila. Cuenta que viene de la escuela, estudia locución;
también cuenta que trabaja en una radio dependiente de la Munici-
palidad de Buenos Aires. Que ésa fue la única ayuda recibida de un
organismo gubernamental, y no porque se la hubieran ofrecido, sino
porque salió a buscarla ella sola junto al resto de los familiares de los
otros muertos.
Al principio Mari se muestra distante. En su día —cuando los epi-
sodios del 20 de diciembre estaban más próximos y el interés escla-
recedor por parte de la justicia y de la sociedad en general era
mayor— concedió decenas de entrevistas y pudo observar como ella
y los otros familiares fueron usados por cierto sector de la prensa
para politizar su dolor.
Sin embargo, trae una carpeta con recortes de notas periodísticas
sobre el suceso que le cambió la vida para siempre. Dice que lo con-
siguió tras mucho tiempo, cuando se animó a leer un diario, escuchar
un informativo o lo peor, ver la tele, a la que sólo se arrimó tres
meses después del asesinato. Fácil de entender. Mari se enteró, mien-
tras veía la televisión, de que su marido estaba muerto, cuando mos-
traban su cuerpo a las puertas de la ambulancia. Muy a menudo, sen-
tada frente a la pantalla apagada, se le aparecía la imagen de Gastón
sin vida.

118
Mari aún conserva en su anular izquierdo el anillo de matrimonio.
Se sienta, prende un cigarrillo y sin necesidad de pregunta alguna,
como si estuviera acostumbrada al relato cronológico del asesinato
de su marido, comienza a recordar: El 19 ya se empezaba a palpitar
que algo iba a pasar, pero no se esperaba ni lo bueno ni lo malo del
20. Cuando Gastón llegó de la mensajería, por la tarde, la calle
estaba muy complicada y los saqueos se habían iniciado. Salí afue-
ra a esperarlo y cuando apareció le dije que no se marchara a la piz-
zería. ¿Quién va a pedir una pizza con el despelote que hay?, le pre-
gunté. Pero él me contestó que si fuera así le habrían avisado.
Me voy a laburar, dice Mari que dijo Gastón la tarde anterior al
desenlace fatal.
Y trabajar es lo que Gastón Riva, 31 años el día de su muerte,
había hecho desde siempre, sobremanera a los veinte, cuando vino a
la Capital desde Ramallo, un pueblo del interior de la provincia de
Buenos Aires. Gastón era mensajero: su día comenzaba a las seis de
la mañana y se dividía entre la empresa en la que estaba contratado
hasta las seis de la tarde y la pizzería donde hacía repartos a domici-
lio desde las siete y media hasta las doce de la noche. No militaba en
ningún partido político, pero esa noche, su última noche, regresó a
casa y se enganchó al televisor como tantos argentinos más. Miraba
con su mujer a la gente que se había agolpado en plaza de Mayo y
Congreso, los dos emplazamientos emblemáticos de protesta y
poder.
Mari y Gastón cruzaron sus miradas unos instantes y sintieron
ganas de sumarse. Ellos también estaban cansados de gobiernos
corruptos o ineficientes y de albergar esperanzas que terminaban por
diluirse antes de ver la luz. En el barrio de Flores, en el que vivían,
empezaron a sonar las cacerolas.
Mari apaga el cigarrillo y recuerda: Gastón me dijo, ‘deberíamos
de salir nosotros a hacer un poco de ruido’. Y yo pensé, ‘por supues-
to’, pero era tarde y tenemos tres chicos... no podíamos ir con ellos...

119
Y cuando advierte que el “nosotros” está presente en la frase y en
la conversación entera, se disculpa con timidez: Yo me quedé con el
‘nosotros’, comenta.
De pronto vimos la represión. Los argentinos juntábamos bronca
desde hacía mucho tiempo, pero aquel día era especial porque se
veía el accionar de la policía. La gente estaba retranquila en la
Plaza y de golpe tiraron gases lacrimógenos y balas de goma. La
multitud decía: ‘¡Che! ¡Sólo hacemos un poco de ruido!’ Gastón se
fue a dormir y yo continúe mirando el noticiero hasta muy tarde. A
la una de la madrugada anunciaron la renuncia de Cavallo.”
(Domingo Cavallo, ministro de economía del gobierno justicialista
de Carlos Menem primero, y de la oposición aliancista, cuyo presi-
dente fue Fernando De La Rúa, después). Mari saltó de la silla y
corrió a despertar a Gastón. Che, renunció Cavallo, le dijo. ¿Sí?, le
contestó entre sueños. Fue la última vez que hablaron en persona.

El jueves 20 de diciembre Gastón se marchó muy temprano y


Mari ni alcanzó a oírlo porque siguió los sucesos por televisión hasta
las tres.
Cuando se levantó, volvió a encender la tele para enterarse de que
mucha gente había dormido en la plaza. Gastón no me dijo que iba
a ir. Al mediodía lo telefoneé para darle instrucciones sobre un trá-
mite que debía realizar y le comenté, ‘che, ojo, no te vas a andar
metiendo en líos vos’. ‘Dejate de joder’, me contestó. Cuando la
cosa se puso peor, yo veía la tele con mi hija mayor, trataba de expli-
carle, ante sus preguntas inocentes, por qué la policía le pegaba a
la gente desarmada.
La explicación que ni Mari ni su hija sabían era tan simple como
macabra. En una reunión efectuada la misma mañana, el entonces
secretario de seguridad, Enrique Mathov, había ordenado a la Poli-
cía Federal que despejara la plaza de Mayo. Dicen que dijo que no
quería ningún ataque a la Rosada. Fue el paso previo a la masacre

120
que luego se desataría y en la que morirían cinco personas, entre
ellas Gastón.
Entonces, de repente, como de la nada, a las cuatro y media de la
tarde, aparece en la tele Julio Bazán (periodista argentino), decía
que se llevaban a uno de los muertos,” continúa Mari. “Yo miro y me
doy cuenta de que era Gastón. Me bajó la presión y sentí un frío que
me atravesó el cuerpo. No desvelaron su identidad, pero le recono-
cí la ropa. Mientras lo metían unas personas en la ambulancia su
cabeza colgaba, por lo tanto no se le podía distinguir.
Lo primero que atinó a hacer fue buscar por la casa la camiseta
negra que lucía su marido según la imagen del televisor. La prenda
estaba arrollada hasta la mitad del tórax del cuerpo inerme de Gas-
tón. Yo me acordé de que esa remera estaba para planchar y revol-
ví toda la ropa con la esperanza de encontrarla. Pero no la encon-
tré. Se ve que esa mañana quiso ponérsela y la agarró así como
estaba, sin planchar. Después comencé a buscar la riñonera que
también se veía en la imagen de la tele. Gastón nunca la llevaba de
día, sólo por las noches cuando hacía el reparto de pizza. Revolví
por todos lados, a veces el más chiquito se la quitaba para jugar.
Rogaba que hubiera sucedido así. Detrás de los muebles, en los
jugueteros, debajo de las camas, sobre los armarios... La búsqueda
fue exhaustiva. Pero no apareció.
Mari explica que esos dos detalles fueron claves. Estaba sola en
su casa con los tres hijos, quería negarlo y pensó que se había vuel-
to paranoica; empezó a llamar a su marido al móvil. Nadie atendió.
Desconectado.
Desde la imagen de Gastón muerto hasta el momento en que su
esposa se enteró de dónde se lo llevaron, pasaron cinco horas. Mari
telefoneó a la mensajería y un amigo le anunció que Gastón había
ido a entregar un paquete al centro. Justo al centro. A Mari volvió a
aparecérsele la figura sin cara, vestida con la ropa de su marido,
entrando en la ambulancia, y ya no dudaba pero no se animaba a

121
decirlo en voz alta. Llamó al SAME (Servicio de Ambulancias
Médicas): no constaba ningún herido; probó en otras entidades e
insistió con el móvil mientras se acercaba la hora en que regresaba a
casa a buscar la caja para el reparto nocturno. Nunca había llegado
tarde en ocho años, y cuando apostada en la puerta de su domicilio
comprobó que Gastón no se personaría, telefoneó a la pizzería y le
confirmaron lo que temía. No estaba allí. Volví a hablar con su
amigo y se comprometió a salir a buscarlo. Cuando le conté la esce-
na de la tele me dijo que no me preocupara, pero tras varias horas
sin novedades del rastreo mi desesperación fue fulminante.
A Gastón lo encontró el compañero de la mensajería consultado
por Mari. Estaba en el hospital Argerich. Muerto.

Iván es uruguayo, tiene 33 años y una pasión: la fotografía. Esa


tarde, como tantas otras, deambulaba por la plaza de Mayo con su
cámara. Fue la última persona que vio a Gastón vivo. Caminaba
junto a los manifestantes y se armó un tiroteo –cuenta—, entonces
un muchacho que estaba muy cerca de mí, sobre su motocicleta,
cayó para atrás. Pude sentir el tiro cuando penetró en el cuerpo.
He sido cazador y distingo bien el sonido de la bala contra la
carne; se escucha diferente. La gente no tiraba con armas, sólo lo
hacía con piedras pequeñas. El joven empezó a agonizar. La bala
entró pero no salió. Fue en el pecho. Le saqué fotos al pibe desde
el impacto hasta que agoniza y muere, y casi me quedé a solas con
él. Se derrumbó a mi lado, a dos metros. Lo quise auxiliar pero me
di cuenta de que el balazo era mortal, se ahogaba en su propia
sangre. Él no tuvo oportunidad de nada. La ambulancia ni se
animó a entrar; decían que allí no iban y permanecieron a dos-
cientos metros.
Según el testimonio del fotógrafo, cuando Gastón cae, sólo resis-
te un grupo de personas muy reducido; los demás se dispersan por
temor a la represión.

122
Iván pudo capturar la figura de Gastón con la camiseta negra
subida hasta la mitad de la panza, la misma camiseta negra que Mari
reconoció más tarde en la tele de su casa.
Gastón yace sobre el asfalto de Avenida de Mayo y Tacuarí. No
hay huellas de sangre. La bala entró pero no salió. Un chico intenta
hacerle la respiración boca a boca. Gastón aún está vivo. El dedo
índice y mayor de su mano izquierda hacen presión sobre el brazo
del muchacho que lo socorre con cara de desesperación.
Iván no deja de disparar fotos.
Alrededor de Gastón había piedras de seis a siete centímetros de
diámetro. Gastón a punto de morir por el impacto de una nueve milí-
metros y a su lado las únicas armas que los manifestantes dejaron en
el suelo para atenderlo.
Poco a poco se sumaron otras personas, mientras poco a poco
Gastón perdía la vida. Era inútil, sus dedos, antes apretados, se aflo-
jan al costado de su cuerpo. Unas diez personas lo observan y en sus
caras se percibe la pregunta silenciosa generalizada. ¿Estará vivo
aún?
No lo estaba. Sin embargo, un señor seguía con las maniobras de
reanimación en su pecho, y otro palpaba su cuello para tomarle el
pulso.
Mientras el grupo de gente lo rodeaba en una actitud de pena y
desconsuelo por alguien a quien jamás había visto antes, un sujeto
aprovechaba para robarle la moto. Una mierda de tipo –contaba Iván
que asimismo capturó con su cámara la instantánea tan miserable—
. Cabe destacar, según el testimonio de Mari, que la moto continúa a
día de hoy desaparecida.
Doce anónimos lo llevaron a cuestas hacia la ambulancia que se
encontraba a doscientos metros, porque no quería internarse en el
sitio donde cayó Gastón. Doce anónimos tomados por la cámara del
fotógrafo y sólo cuatro se presentaron a declarar.
En el caso de Alberto Márquez, que estaba junto a su esposa y vio

123
todo fue más fácil, ella identificó al policía asesino. Gastón estaba
solo y nadie advirtió su presencia hasta que cayó herido. Pero había
decenas de testigos. Gastón era muy corpulento y se necesitaron
unos cuantos para levantarlo. El miedo que en este país tiene la
gente para hablar es increíble, reflexiona Mari con tristeza.
Los policías estaban cerca y cuando vieron lo que pasaba con el
pibe, se reían indiferentes, comentaba Iván para confirmar la des-
vergonzada muestra de impunidad que las fuerzas del orden ostenta-
ron aquella tarde.
La juez María Romilda Servini de Cubría se personó, para frenar
la situación, en el lugar de los hechos, no obstante, por la noche, su
labor fue ubicar los cuerpos de las cinco víctimas y asegurarse de
que se les realizara la autopsia correspondiente.
El entonces jefe de policía, Rubén Santos, daba respuestas inau-
ditas y afirmaba no estar enterado de las muertes. Cuando la juez
citada le preguntó cómo se entendía que si había mandado despejar
la plaza de Mayo, los asesinatos sucedieran a quinientos metros,
Santos contestó: Mis efectivos no dispararon, los que tenían armas
eran los manifestantes.

Soy la esposa de Gastón Riva, déjenme entrar, gritaba Mari en la


puerta del hospital. No le permitían ingresar, y aunque el impedi-
mento duró un minuto a ella le parecieron siglos. Una doctora en psi-
cología la condujo a una habitación alejada y se encargó de darle la
noticia. Yo me hacía la película de que por lo menos estuviera heri-
do. ¿Para qué te voy a contar lo que sentí?, explica Mari y la voz se
le vuelve a quebrar. Ese día había tormenta en Buenos Aires: Me
senté debajo de la lluvia. No sentía el agua, no sentía el frío, no sen-
tía el calor... sólo una opresión en el pecho. No lo podía creer... Tam-
poco ahora lo puedo creer.
De todos modos a Mari todavía le faltaba ir a la comisaría a efec-
tuar el trámite para reclamar el cuerpo de su marido. Luego de una

124
hora de espera declaré durante otra más. Nombre, edad, estado
civil, ocupación... hasta que me preguntaron: ¿Raza? ¿Cómo raza?,
les dije yo, ¿ustedes creen que se trata de un perro? Cuando conti-
nuaron por la religión ya no pude soportarlo. En realidad cualquie-
ra de los policías que allí se encontraban podía ser el asesino de
Gastón.
El ridículo interrogatorio seguía su curso y el comisario reunió a
los efectivos en el patio para hablarles. Mari escuchó lo que les decía
cuando los policías se ponían sus chalecos antibala: Bueno, a ver si
me entienden... A partir de ahora no se desenfunda el arma para
nada. Si ven que hay quilombo, despacito, se hacen los boludos y se
van. No de cagón ¿eh? Pero se van. Tranquis que no pasa nada.
En el trayecto a su domicilio, Mari pensaba qué explicarle a los
hijos. Ni bien entré la más grande me preguntó qué pasaba con
papá. Yo le contesté como pude: “está grave, internado, no podés
verle aún, le dije. Ella le escribió una carta con un dibujo. Le ponía
que lo quería mucho, que se recuperara y que volviera pronto a
casa, recuerda Mari entre lágrimas ahogadas.

El relato de esta mujer es conmovedor de principio a fin. Sin


embargo, logra, además de la atención y el respeto de sus interlocu-
tores, una correcta emoción. No ahorra insultos, ni bronca, y su afán
esclarecedor permanece en cada frase dicha, pero le escapa al melo-
drama. Sorprende su lucidez mental.

Aquella noche habían venido los padres de Gastón desde Rama-


llo. En los pocos instantes en los que consigue cerrar los ojos, Mari
sueña con el marido que abre la puerta de la calle y le dice: Acá
estoy, ya volví.
A la mañana siguiente le esperaba otro trámite en la comisaría. Le
piden una rectificación de la anterior declaración y ella se niega.
Apenas podía hablar, no hacía otra cosa que llorar. Estuve tres días

125
sin dormir y cinco sin comer. Una amiga me facilitó un abogado,
algo en lo que jamás había pensado.
Al final firmó un papel y le entregaron en una bolsa de nylon
color rojo, un detalle que Mari no olvida, las pertenencias de Gastón.
La gestión, que se prolongó durante horas, le permitió ir al depósito
a ver el cuerpo de su esposo, la tarde posterior al asesinato.
Tal vez fue el hecho que acabó por convencerla de la realidad más
cruda y esta vez sí, al regresar a la casa, un verdadero desfiladero de
familiares, vecinos, amigos y gente que ni conocía, decidió contarle
a su hija mayor, entonces de ocho años, la verdad.
Juntas decidieron enterrarlo en Ramallo, el sitio al que pensaban
volver para instalarse de manera definitiva en febrero. Estábamos
pagando una casa allá. Gastón era de los dos el que más iniciativa
tenía, no sé de dónde sacaba fuerzas. Y su vigor es lo que rescato de
él y por eso conservo los recortes periodísticos. Son para sus hijos,
para que se acuerden de su papá y del empuje que le permitió seguir
adelante; es lo mismo que hizo en la Plaza: continuar a pesar de las
balas. Gastón le puso el pecho a la vida, concluye su mujer. Y nunca
una frase fue tan literal, porque la bala del policía, todavía anónimo,
a este mensajero, trabajador y padre de tres hijos, le dio en el pecho.

Demasiadas son las dudas que quedaron sobre los asesinatos.


Cuatro víctimas en cuarenta y cinco minutos tras una larga jornada
de enfrentamientos dan pie a muchas especulaciones. La más certe-
ra es que justo antes de las muertes se acabó el material de represión
“legal” y la policía comenzó a tirar con balas de nueve milímetros.
Mari tiene otra opinión: Yo sé que hubo una orden de matar.

Sobre el final de la entrevista, la pregunta sale casi por inercia:

¿Qué esperas del futuro?


Quiero justicia. A mí no me importan ni De La Rúa, ni Mestre

126
(Ramón Mestre era el ministro del Interior en Argentina), ni ningún
político. Sólo quiero que el hijo de puta con valor para sacar un
arma y tirarle a alguien indefenso pague su culpa. Es muy difícil
hacer justicia en este país; no imposible, pero sí difícil.
Si no es la cárcel por lo menos que exista el castigo de la gente,
como pasa con los militares de la dictadura, que no pueden salir a
la calle sin ser insultados. A estas alturas ni siquiera pido que vaya
preso. Pero me quedaré con la conciencia tranquila de haber hecho
todo lo posible, como le prometí a Gastón junto a la caja el día que
lo velamos en su pueblo.

El homenaje de cada mes, el 20.

Mari comenta que cada mes, cuando se aproxima la fecha, su


cuerpo se resiente y percibe los mismos síntomas que la asaltaron al
recibir la trágica noticia: le baja la presión, su estómago se contrae y
una opresión se apodera de su pecho.
El veinte de cada mes, los familiares de los cinco asesinados el 20
de diciembre rinden honores a sus víctimas en un acto que recorre
las calles centrales de Buenos Aires. Parten desde la Plaza de Mayo,
frente a la Casa Rosada, en una marcha a la que se adhieren varias
organizaciones de derechos humanos y de arte callejero. El recorri-
do comienza en Avenida de Mayo y se detiene en el lugar exacto
donde murió cada uno de los caídos.
Ni olvido ni perdón. Juicio y castigo a los autores materiales e
intelectuales, rezan los panfletos repartidos para la ocasión.
En la vereda, justo a la altura en la que fue asesinado cada uno,
los allegados han construido una pequeña piedra con los datos más
representativos de los muertos. Allí aguardan los participantes en la
manifestación, durante la lectura de un escrito que narra el último día
de vida del homenajeado. Al arribar a las piedras, el pariente corres-
pondiente se acerca y, mientras se lee el discurso, sostiene con una

127
mano una vela y con la otra la foto del ser querido.
“¡Gastón Riva!!”, se escucha a través de un megáfono. “¡Presen-
teeee!”, contestan al unísono los manifestantes. “¡Hoy!”, continúa la
voz. “¡Y siempre!”, replican el resto.
Pero a decir verdad, además de los familiares, son pocas las per-
sonas que se solidarizan, no más de ciento cincuenta. Es triste
observar el contraste entre el dramatismo con que afrontan la mar-
cha y la indiferencia de la gente que circula por la calle. En algu-
nos casos la indiferencia se traduce en desconfianza, incluso en
desprecio, como si el ciudadano común ignorara o hubiera olvida-
do que los muertos del 20 de diciembre, cuando terminó de dispa-
rarse la crisis más grave y virulenta padecida por los argentinos en
democracia, fueron en realidad asesinados por quienes deberían
protegerlos.
Y son las contradicciones de muchos pueblos. El jueves 20, mien-
tras Gastón caía en el asfalto intentando llegar a la plaza de Mayo,
centenares de argentinos hacían colas interminables en los cajeros
automáticos para retirar su dinero, alertados por rumores de caos
económico. Al día siguiente, cuando Mari vagaba por las dependen-
cias policiales para rescatar el cuerpo de su marido, la mayor parte
se reunía en cenas u organizaba agasajos navideños.
¿Quiénes recuerdan que hubo cinco muertos a causa de la repre-
sión policial —sólo en la capital argentina, en el resto del país la
cifra asciende a más de treinta— y que en la mayoría de los casos no
hay culpables condenados?
Mari dice que aunque la gente no recuerde el 20 por los asesina-
dos, sí lo hará a partir de la circunstancia inédita que significó decir
“basta” a una situación intolerable y salir de forma espontánea a la
calle a protestar.
Mientras tanto, en una de las marchas—homenaje, precedida por
una hilera de motos con policías que las conducían y oficiaban de
respaldo, toda una ironía por cierto, la esposa de Gastón Riva se ade-

128
lantó para pedirles que se fueran. Un acto de consecuente y suprema
cordura.

Así vivimos aquella entrevista derivada de un suceso tan dramá-


tico, y así la pudieron leer en rigurosa exclusiva mis dos amigos y
compañeros de habitación. Les gustó, les conmovió, y pensaron en
lo mismo que me vino a la cabeza diez minutos después de despe-
dirme de Mari, una fría tarde de invierno en Buenos Aires. La dura
soledad, la dolorosa soledad transformada en incomprensión para
una mujer que clama justicia frente a un hecho que el establishment
de su sociedad, ya sea por una necesidad o por otra, desea enterrar.
Al cabo de unos meses, en los albores del aniversario del asesi-
nato de Gastón, el país preparó grandes e históricas movilizaciones
para honrar el estallido social acontecido el 20 de diciembre de 2001.
Muchas fueron las propuestas efectuadas a los familiares de las víc-
timas para volverlos a emplear como arma política. Mari mediante
un e—mail me dijo: El día 20 habrá grandes manifestaciones a las
seis de la tarde; nosotros vamos a hacer la nuestra a la una. Lleva-
mos todo el año marchando solos por las calles de Buenos Aires, no
vemos por qué está vez tiene que ser distinto.

129
14. Diecisiete horas más.

El único obstáculo que imaginé como posible fisura para una rela-
ción que se prolongaría durante tres semanas era mi propia falta de
costumbre para consensuar opiniones en la toma de decisiones. Pero
Juanma y Carlos venían a divertirse, y su comprensión y tolerancia
habituales sufrían todavía un aumento más considerable. Estábamos
tan a gusto, que cualquier propuesta podía ser válida y cualquier idea
bien recibida.
El plan, al menos sobre el papel, parecía sencillo: compraríamos
billetes para San Cristóbal de la Casas, tomaríamos la casa de Sergio
a modo de campamento base y desde allí realizaríamos excursiones
para explorar la hermosa región, que además de un presente rebelde
escondía maravillosos parajes como Palenque, el paradigma maya.
Tras veinte días en el estado de Chiapas cada uno seguiría su cami-
no, ellos rumbo al DF, efectuando otras paraditas en sitios dignos de
visitar; yo, por mi parte, a las comunidades, donde algo superior a un
mero compromiso me esperaba.
Antes de iniciar la jornada, Juanma y Carlos me dieron un mon-
tón de fotografías de mi familia, de mi sobrinita a la que casi no
reconocía y de mi casa, expuestas encima de una cartulina a modo
de mural. Era el regalo que me enviaban los míos, y los dos emisa-
rios de lujo recibieron órdenes de obsequiarme con el presente cuan-
do fuera mi aniversario, que se acercaba inminente, pero no resistie-
ron más.
En un par de horas volví a repetir el trayecto de metro para des-
plazarme a la terminal de Tapo, aunque ya no estaba sólo. Una vez
allí, sacamos billetes para la tarde siguiente, por tanto, gozábamos de
la noche entera para perdernos en el ambiente de la capital. Lo ideal
130
hubiera sido salir con Héctor, mas se encontraba en la ciudad de
Monterrey, inmerso en sus quehaceres laborales.
A continuación de una relajada y autóctona cena y decenas de his-
torias de habitación compartida, decidimos, al más genuino estilo
Lestat, adentrarnos en Ciudad de México, sin lograr evadir algunas
imágenes que se erigían como aterradores y odiosos tópicos pelicu-
leros.
Comenzó entonces un frenético recorrido nocturno en el que
corroboré lo mucho que olvido los placeres personales cuando estoy
en situación de constante alerta. Y me refiero a la cerveza, porque
México ofrecía una deliciosa gama de múltiples cervezas de varios
tipos y sabores. En soledad, jamás me había planteado saborear con
amplitud, sí de forma ocasional, los pecados de cebada en burbujas
capaces de tentar al más malvado de los vampiros. Fue una velada
fugaz, meteórica, bebimos sangre a raudales. Era maravilloso sentir-
me seguro, dado que viajar solo casi nunca te brinda esa posibilidad.
La mañana siguiente precisó de paracetamol. Por suerte, no
madrugamos. De todos modos, los chicos querían dar una vuelta por
el zócalo y fisgonear de manera obsesiva en los puestos de venta
ambulante y en los relacionados con la pequeña artesanía sobrema-
nera. Había que reconocer que, aun con un planteamiento muy turís-
tico, la plaza ofrecía entretenimiento constante. Esta vez, un grupo
de indígenas vestidos como sus antepasados colmaba en círculo la
entrada de la catedral, y al son de sus tambores bailaba una danza
que evocaba a los dioses mayas de los que, por supuesto, descono-
cía su existencia. Entretanto, una comitiva de los artistas, encabeza-
da por el líder, se enzarzaba en una batalla dialéctica con otros inte-
grantes de la formación, disfrazados con ropa de modernos turistas.
El teatral enfrentamiento finalizaba con una canción que entonaban
al unísono y cuyo contenido no pasaría desapercibido para nadie.

131
Hermano escucha el son de esta canción,
tú que vienes cansado de las tierras del sol.
Agarra este pan y come lo que necesites,
prende tu vaso para beber de mi vino,
porque todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío.
Somos hermanos y no lo olvidemos,
somos hermanos, no nos enfrentemos.
Se quiera más al hombre blanco vestido de seda,
que al cansado y hambriento hermano de las montañas.

Luego de ver la disputa que precedía a la cantinela —donde los


propios indios sufrían la humillación de sus compatriotas de la ciu-
dad que se quedaban boquiabiertos ante la llegada de los turistas con
grandes cámaras—, uno se hacía a la idea de que la representación
encerraba un trasfondo tan sustancial como verídico.
Tiempo atrás, Héctor me explicó el tremendo abismo que se había
creado entre la población urbana y rural coexistente en México. Los
primeros, adaptados con fervor a la nueva e impuesta cultura capita-
lista; los segundos, cada vez con mayores problemas para subsistir.
La escasez de los excluidos condicionó sus vidas hasta extremos
angustiantes, y en un sinnúmero de ocasiones carecían de elementos
básicos que los habitantes cosmopolitas del país habían olvidado,
por naturalizar su uso, que formaban parte de su día a día. Para cla-
rificarlo mejor, puesto que tengo la impresión de haberme explicado
fatal: un ciudadano de cualquier comunidad chiapaneca luchaba toda
su vida para asegurarse agua o arroz a diario; en cambio, un vecino
de las zonas céntricas de la capital había olvidado que existían el
agua y el arroz. El olvido de unos, el anhelo de otros. Sin duda, no
eran los parámetros adecuados para el correcto funcionamiento
social, y, en consecuencia, un oriundo de Chiapas y un mexicano de
clase media que residiera en una gran urbe parecían personas de dis-
tintos planetas.

132
Jamás negaré el importantísimo trabajo que hemos desempeñado
los Observadores en México, pero uno abandona tan espléndidas tie-
rras con rabia descomunal, ya que nosotros somos y debemos ser el
último eslabón en la cadena de ayuda. Su gobierno y las elites domi-
nantes de su pueblo no son sólo cómplices como a veces pienso que
lo son mis ojos, se han convertido en mucho más que meros silen-
ciadores del conflicto. Y, en pocas palabras, los indios que danzaban
en el zócalo, enclave paradigmático como símbolo de progreso del
país, reivindicaban el fin del sistema “multiplanetario”.
A la diferencia de clases tan atroz, se le sumaba en las ciudades
latinoamericanas el conflicto registrado en las periferias, donde se
hacinaban miles de familias que emigraron del campo, abocadas a la
miseria al ver como sus ilusiones y esperanzas se diluían sin dejar
rastro. En mis travesías por el continente, pude confirmar la exclusi-
va mediatización que giraba en torno a la pobreza; en el caso de
Argentina se hizo patente aquel año, cuando las imágenes de los
niños desnutridos de Tucumán, que dieron la vuelta por decenas de
medios internacionales, fueron usadas a modo de arma política,
como si su existencia supusiera una novedad a denunciar. Y claro
que sí, la denuncia estaba muy bien. Sin embargo, los niños desnu-
tridos de la provincia de Tucumán llevaban dos décadas muriendo a
diez kilómetros de Buenos Aires, y con el paso del tiempo cada vez
vivían más y más olvidados. La cruenta realidad mandaba, con ellos
no se ganaban elecciones. En la práctica, para los que gobernaban o
pretendían hacerlo, los marginados de la periferia no valían para
nada.
Un breve paseo por las chabolas colindantes a Ciudad de México
servía para certificar la situación; dar una vuelta por las comunida-
des indígenas en Chiapas suponía, sencillamente, una cacería cruel.
James Neilson, prestigioso analista político, decía que la historia
ha demostrado que los pueblos son capaces de adaptarse a cualquier
circunstancia por insoportable que parezca. Por suerte, en Chiapas

133
los campesinos habían dejado de creer en tal sentencia con la que
Neilson acertaba en el centro de la diana demasiadas veces.

Nos dirigimos al hotel para armar las mochilas y para realizar,


acto seguido, el último camino a Tapo. Una vez allí rodeamos una
mesa de su mercado y comimos unos tacos mientras esperábamos el
autocar, cuya partida aún demoraría un par de horas. De manera
inevitable, tras el acontecimiento vivido en el zócalo, el almuerzo
estuvo proseguido por una larga disertación filosófica acerca del
estado del mundo. Como siempre, estas conversaciones, si se man-
tienen con personas dispuestas a aplicar el sentido común, acaban
remarcando las injusticias sociales que ensalzan el darwinismo
como único método factible para permanecer en pie. A medida que
avanzaba la charla, el efecto de las cervezas volvió a manifestarse y,
por consecuencia de éstas, o merced a las evidencias, tres demócra-
tas convencidos ayer y hoy del sistema en el que vivían, se queda-
ron sin otra solución que la revolución para que América Latina
levantara la cabeza.

Instruí a mis amigos para apoderarse de un buen lugar en el auto-


car —esta vez el baño y yo, yo y el baño, no íbamos a viajar jun-
tos—. No sé si fue el alcohol o el cansancio acumulado, pero los tres
dormimos gran parte del trayecto que efectuaba por enésima vez. Tal
era mi simbiosis con el recorrido que nunca supe con exactitud cuán-
to se prolongaba, de modo que me quedo con la indicación del pan-
fleto de la empresa de autocares.
Ciudad de México – San Cristóbal de las Casas: 17 horas.
A las siete, con un viento que no declaraba buenas intenciones,
amanecimos en la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez. Allí forjé mi
reconciliación definitiva con Lonely Planet cuando tras seguir sus
consejos fuimos a tomar un batido alrededor del mercado Central. El
mercado muy bonito; el batido espectacular.

134
Al cabo de cuatro horas, después de un “casi vómito” de Carlos
que derivó en amistad con el conductor debido a la nueva ubicación
que adoptó dentro del vehículo, arribamos a San Cristóbal, donde
nos esperaba Sergio. Nos manteníamos en contacto por teléfono y,
superadas las presentaciones, de camino a su casa, Carlos nos con-
fesó que el chofer, durante una charla amistosa, le ofreció los man-
dos del autocar, posibilidad que se planteó y descartó por prudencia,
porque sólo había manejado coches pequeños.

135
15. “Cristóbal Sánchez, para servirles.”

La noche fue enriquecedora. Sergio se destapó, poco a poco,


como un excelente conocedor de los problemas y las inquietudes
indígenas, y nos aportó un montón de datos ilustrativos con relación
al conflicto relatado por los indios actores en el zócalo de Ciudad de
México. Por su parte, Juanma y Carlos pudieron catar los excelentes
huaraches caseros que cocinaba; a cambio, me instó a repetir la pae-
lla que tan buen sabor de boca le había dejado en mi anterior paso
por su casa.
Durante la mañana del día siguiente paseamos por San Cristóbal,
y compartí con mis colegas la información que me contara Héctor
semanas atrás. Por la tarde, tras almorzar un sabroso pollo al mole,
fuimos a saludar a la “Navarra”, nombre que recibía una amiga de
Sergio natural de Pamplona y propietaria de una agencia de rutas
turísticas llamada Viajes Navarra. Debido a que había sido avisada
de la visita por nuestro anfitrión, el café y los bollos aguardaban
impacientes a los tres barceloneses. La mujer, que en realidad se lla-
maba Sandra, hacía una eternidad que no charlaba con gente de su
tierra, y aquella oportunidad parecía perfecta para saber de primera
mano lo que acontecía al otro lado del océano. Asimismo lo fue para
mí, dado que la conversa la monopolizaron Carlos y Juanma: poco
podía aportar yo sobre el presente de España.
La historia de Sandra era atípica, digna de la atención del más
romántico de los directores cinematográficos. En Pamplona entre-
cruzó su camino con Pedro, su actual marido, natural de San Cristó-
bal, que se encontraba en nuestro país para finalizar sus estudios
empresariales con el objetivo de regentar una modesta empresa
familiar dedicada al sector textil. Los novios se enamoraron como
136
auténticos tortolitos y tras la separación que no lograron soportar, la
“Navarra” aparcó su vida al completo para trasladarse a San Cristó-
bal, lugar en el que residía desde hacía quince años.
Después de acabar el largo anuario y engullir los bollos fuimos
invitados a su casa, pero postergamos la cita ya que Sergio esperaba
ansioso de paella. No obstante, Sandra nos ofreció, por siete euros,
una excursión turística con su mejor guía, Cristóbal Sánchez. Acep-
tamos la oferta, basada en un recorrido de una única jornada en la
que se visitaban parajes a los que sólo se accedía en auto.
Pasamos un par de días divinos en San Cristóbal, entre cenas con
Sergio y con Sandra y su marido… En las cálidas caminatas duran-
te las horas de sol y mediante largas entrevistas con los vecinos, rati-
ficamos las aterradoras carencias que asolaban el lugar.
La noche anterior a la excursión, para la que era imprescindible
levantarse a las siete, tuvimos la desafortunada iniciativa de acercar-
nos a Las Velas, el bar de moda de la ciudad, con el pretexto de
tomar una copa y acostarnos temprano. Fue inesperado escuchar a la
persona que cobraba las entradas. En el corazón de Chiapas y sin
demasiada lógica, una catalana, Mercè.
La lleidetana había llegado a San Cristóbal para entrar en las
comunidades, y cuando salió, decidió quedarse unas semanas, que se
convirtieron en meses gracias a un par de trabajitos que buscó. Ense-
guida identificó nuestro castellano y nos convidó a un reservado del
local, donde dialogamos, tomamos tequila e intercambiamos impre-
siones sobre la región. La conversación con Mercè fue una de esas
charlas impactantes, dotadas de una dosis de realidad inquietante,
una sensación esencial antes de enfrentarse a las insurgentes monta-
ñas chiapanecas.
Su experiencia, que valoraba de forma positiva, se gestó en una
aldea limítrofe a San Cristóbal, en la que constató la situación de los
indígenas y de sus paupérrimas vidas.
En principio, debido al período que duraría mi estadía en el cora-

137
zón de la selva Lacandona, me ubicarían en un área con mayor con-
flictividad armada. La labor de Mercè, sin embargo, se centró en
observar el funcionamiento social de las comunidades y los proble-
mas que surgían entre vecinos por los distintos apoyos ideológicos
que defendían.
Acabada la conversa permanecimos en el local, y a lo largo de la
velada no pagamos consumiciones. A las cuatro de la madrugada ate-
rrizamos, con un motor anegado, en casa de Sergio.

El paracetamol no parecía suficiente aquella mañana y el sentido


de la responsabilidad de Juanma fue fundamental. Por Carlos y por
un servidor, nos hubiéramos perdido un bonito día de paseo por
Chiapas.
Arribamos con diez minutos de retraso al punto de encuentro en
el que nos había convocado Sandra, tras visitar el banco y sufrir un
leve susto estomacal al oler el compuesto químico del suelo recién
fregado. La jornada, aparte de deleitarnos con el hermoso paisaje,
nos brindó la posibilidad de disfrutar de la compañía de ocurrentes
personajes.
El primero en concurrir fue James, un australiano que trabajaba
en calidad de diplomático en la delegación de su embajada en Chile.
Había venido a México de vacaciones, y su castellano era un extra-
ño híbrido de veintisiete castellanos distintos con acento australiano.
¿Y cómo es el acento australiano del castellano? Jamás había pensa-
do en calificar a un acento del castellano con tal adjetivo hasta que
conocí a James.
Marló y Alberto, una pareja de respetables señores mexicanos,
celebraban en Chiapas las bodas de oro, y se pasaron el día plati-
cando sobre Platón y su Mito de la Caverna. Tuvimos los tres, Car-
los, Juanma y yo, ilustres e hidalgos caballeros preuniversitarios que
tragaron Mito de la Caverna hasta la hartura, la impresión de recu-
perar aquellos martirios inhumanos de eterno madrugón con soporí-

138
fera clase de filosofía incluida. Y el problema no se centraba en la
filosofía en sí, sino en la mezcla de los diecisiete años con un profe-
sor muy pero que muy filosófico. Bueno, en realidad cabría matizar
que se tomaba las cosas con filosofía.
Pero la estrella de la jornada, al volante de su jeep intergaláctico,
estaba por personarse. Su presentación fue apoteósica, mediante un
giro de ciento ochenta grados seguido de un tropezón con el que a
punto estuvo de partirse la crisma, aunque ni el susto lo descompu-
so. Nos miró, sacó su peine, se repasó su abombado pelo y dijo con
acento forzado: Soy Cristóbal Sánchez, para servirles.
El diplomático fue diplomático; la pareja estaba en el supermer-
cado de enfrente; sin embargo, los tres jóvenes no pudieron resistir-
se, muy mal hecho por cierto, y se les escapó una sonora carcajada
que nuestro guía encajó con paciencia gandhiana. La risa no escon-
día mala fe y obedecía al contraste de su vestuario con sus gestos y
movimientos. Cristóbal, con quien hoy todavía mantenemos contac-
to, parecía sacado de un auténtico culebrón venezolano, o, más leja-
no en el tiempo, me recordaba a mi padre con treinta y cinco años
menos, con enorme flequillo y largas melenas, pantalones de cam-
pana y chaquetilla de plástico negro o tejana, y tantas y tantas barri-
cadas construidas para luchar contra ese individuo que también vi en
fotos y en vídeos inaugurando pantanos cada dos por tres. No obs-
tante, mi papá se había adaptado al nuevo milenio y supo guardar en
el armario lo que ya no necesitaba del pasado: la ropa.
Al ser seis, la distribución del auto obligaba a uno de los ocupan-
tes a compartir asiento delantero con Cristóbal, y en el tramo inicial
James fue el afortunado. Los tres chicos de Barcelona durmieron y
transpiraron cerveza con discreción en los lugares intermedios,
mientras la pareja filosófica de mexicanos arreglaba el mundo en la
fila posterior.
Paramos en Rancho Nuevo a visitar unas grutas, paseo que me
provocó un halo de nostalgia irreparable, puesto que mi familia

139
materna procede de Mallorca, donde se jactan de albergar las grutas
más bonitas del mundo. Sin hacer propaganda, ni aumentar el mito
del Drac ni la magia de las Coves d’Artà, he de decir que las exce-
lencias naturales de Ses Illes son de una belleza muy superior a las
allí presentes, y, debido a mis raíces baleares, comenzó el diálogo
con el diplomático australiano.
James había estado en Palma y corroboró mi impresión compara-
tiva entre los dos emplazamientos, asimismo, transmitía su amplia
cultura general sin hacerse pesado, con apacible cordialidad. Era
fácil y divertido aprender y absorber datos de él, y su vida aparenta-
ba originalidad. Cinco años atrás, cambió un cargo gerencial en una
importante multinacional con delegación en Sydney para trabajar en
calidad de funcionario de exteriores y poder así viajar, su gran
pasión. Sorprendía que en el período vacacional, más allá de cual-
quier motivo personal, no hubiera abogado por ir a su tierra. Por
cierto, para los amantes de los datos históricos y las estadísticas, las
grutas de Rancho Nuevo fueron descubiertas por don Vicente
Kramsky en 1947, y en la actualidad su longitud es de 10.2 kilóme-
tros y su profundidad máxima de 550 metros.
Tan sólo estaban a 10 kilómetros de San Cristóbal y tardamos
noventa minutos en llegar. Al finalizar la jornada nos informaron de
que habíamos padecido una pequeña avería y dos controles de carre-
tera. Ninguno de los tres nos enteramos.
En el segundo tramo del circuito, los jóvenes de Barcelona se
repusieron del estado de catarsis sufrido desde San Cristóbal a Ran-
cho Nuevo. James se sentó en la parte trasera; Carlos flanqueó a
Cristóbal en la delantera; espero que no haya oferta para conducir
el vehículo, pensé yo. Entre relatos del australiano con relación a la
burocracia chilena, nos plantamos en las ruinas de Chinkultic, un
yacimiento maya sin la fastuosidad de tantos otros situados al este
del país. En cualquier caso, en su bello pero abrupto paisaje, oculta-
ba, tras sus 60 metros de ascensión por unas empinadas escaleras, un

140
truculento legado. En lo alto del celestial monumento, la naturaleza,
que evocaba maravillosos pasajes poéticos, dejaba a sus pies un gran
cenote azul donde los antiguos pobladores realizaban ofrendas
humanas, un cruento rito que consistía en lanzar a miembros de la
comunidad desde tal altura. Los pobres actores de estas tomas, que
se repetían hasta que se conseguía el plano bueno, acababan, en el
mejor de los casos, esparcidos por las rocas contra las que se estre-
llaban con virulencia en su trágico último vuelo. Nuestros socios del
DF, Marló y Alberto, dieron rienda suelta a sus reivindicaciones y
propusieron un tropel de nombres políticos y de primer orden de la
vida social mexicana como aspirantes a merecer tan fatal desenlace.
Al cabo de media hora recuperamos la carretera para dirigirnos al
último destino de la ruta por la región, las Lagunas de Montebello.
Esta vez me tocó ser el copiloto y dialogué largo y tendido con Cris-
tóbal, quien, al margen de su aspecto, resultó un gran conocedor del
conflicto chiapaneco.
La conversación constó de dos partes bien diferenciadas. En la
primera departimos sobre su llamativa imagen, y en un arrebato de
confianza contraatacó de manera sagaz con idéntico argumento.
Comentaba que nuestro aspecto se asemejaba al de los jóvenes uni-
versitarios de las películas estadounidenses, y que le había hecho
mucha gracia la ropa que lucíamos. Pronto se incluyeron en el deba-
te el resto de los integrantes del auto, y certificamos una evidencia
que suena a tópico, centrada en la poca importancia de las aparien-
cias y lo saludable que era encontrarse a gente tan distintamente
parecida. Fue un buen punto para la reflexión, pues... Cuántas veces
insistíamos en abanderarnos como personas sin prejuicios y cuántas
veces en realidad cumplíamos con esa premisa.
Tras varios minutos de risas compartidas, en que la camiseta de
Juanma, las pulseras de Carlos, el sombrero de safari de James y mis
gafas, fueron el centro de la maliciosa mofa en absoluto insolente,
profundizamos en la situación de Chiapas. En su fascinante aporta-

141
ción, Cristóbal aseguró haber visto a Marcos en el zócalo de San
Cristóbal y a cara descubierta, un año antes de la toma de las armas
del 1 de enero de 1994.

Dieciséis majestuosas lagunas se distribuyen de forma capricho-


sa amagadas en la vastedad de la selva, y sus distintas composicio-
nes provocan que sus aguas sean de extravagantes colores, forman-
do una imponente gama cromática. En la violácea nos dimos un baño
después de cruzarla en balsa. A continuación del frío chapuzón
James sentenció: ya estoy preparado para mi pescado, y los siete
integrantes de la expedición, entre risas y bromas y tras secundar la
australiana moción, acabamos la jornada con la degustación de un
autóctono manjar a orillas de la más lejana de las Lagunas de Mon-
tebello.
En tres horas estábamos en San Cristóbal. Con abrazos e inter-
cambios de emails nos despedimos y concluimos el godible día que
aún hoy rememoramos en tertulias de café.

Al cabo de unos meses, James se casó con una chilena y espera


su primer hijo; Cristóbal rentabilizó su trabajo como buen guía e
inauguró su propia agencia; Marló y Alberto, entre filosofada y filo-
sofada, celebran años de unión y fortalecen el amor que consolida-
ron en tiempos difíciles y que defendieron por encima de cualquier
adversidad. Le dieron la espalda a la cueva y miraron a la vida de
frente, sin perderse ningún segundo de su esplendor.
Los tres barceloneses, reacios a veces a buscar mayores placeres
que los incluidos en su propio Mito de la Caverna, aprendieron que
los recuerdos no se buscan ni se construyen bajo parámetros prees-
tablecidos. Aparecen, sin más, para tejer las inolvidables reminis-
cencias de mecedora.

142
16. El yacimiento arqueológico de Palenque: tras la estela de
Tintín.

Florentino Ariza buscaba el modo de aproximarse a su amada;


Carlos y Juanma se divertían con un extraño juego de naipes; Fer-
mina Daza advirtió al fin la presencia de su pretendiente, a quien
concedería el honor de acercarse; yo, por mi parte, me volví a aden-
trar en la novela con mis cuatro compañeros de viaje.
Era jueves, pero no sabía el día exacto. Nos encontrábamos camino
de Palenque, el gran epicentro de la civilización maya, y restaba menos
de una semana para ingresar en las comunidades, que, con mayor
intensidad, continuaban desprendiendo su aroma a almendras amargas.

Los recuerdos de la infancia son los más hermosos que perduran


con el paso de los años. No se debe a su importancia en sí, porque
los de adolescencia y madurez resuenan con mayor intensidad, lo
que destaca de ellos y los hace tan mágicos es su pureza. Los recuer-
dos de la infancia son imperturbables, y el transcurso del tiempo sólo
erosiona su duración, pero no su naturaleza, y así persisten esencia-
les hasta que desaparecen con placidez.
En mi caso, casi todos guardan relación con el mar. Y cuando el
Mediterráneo no forma parte de su argumento, los personajes fan-
tásticos forjan entonces la tela principal de los momentos vividos. Al
fin y al cabo gran parte de mi identidad.
Había olvidado por completo a Tintín. Por eso fue grato y simbóli-
co enterarse, un mes antes, de que nuestro primer libro saldría al mer-
cado a través de la editorial que publicaba las aventuras del personaje
que motivo mi afición por la lectura. Sin dejar de lado a Ibáñez y a los
mágicos Mortadelo y Filemón, Tintín fue el cómic con el que crecí.
143
Ahora intuía sospechosas coincidencias con el aventurero del fle-
quillo amarillo, un joven periodista dispuesto a recorrer los lugares
más recónditos del planeta para combatir con decisión la tiranía. De
todos modos me faltaba un capitán Haddock, aunque los gruñidos de
Juanma, mientras despotricaba por el fracaso en la partida de cartas,
parecían solventar la falencia; Carlos bien podía ser el profesor Tor-
nasol, y de Milú, ese perro que hablaba, por ahora prescindiría. Y sí,
yo era Tintín. Y tal como hizo en una de sus cruzadas, me dirigía al
Templo del Sol, situado en Palenque, para desentrañar un gran enig-
ma o salvar a un fiel escudero presto a ser asesinado por cualquier
ritual cruel y sanguinario.

El pueblo de Palenque daba nombre a otras excepcionales ruinas


de la civilización maya, un lugar apartado en el centro de Chiapas al
que miles de guías y cientos de panfletos publicitarios no hacían
suficiente justicia.
Tras seis horas para recorrer los doscientos kilómetros que sepa-
raban el yacimiento, de San Cristóbal de las Casas, llegamos envuel-
tos en una terrible ola de calor que dificultaba en demasía la respira-
ción. Caminamos sudorosos hacia un hotel que Sergio nos había
recomendado, y pronto comprobamos que la temperatura con luz
solar jamás bajaba de los treinta y cinco grados. Una vez aseados,
salimos a efectuar el reconocimiento indispensable cuando se aterri-
za en un nuevo destino.
La primera circunstancia destacable de Palenque, ya comentada,
es su impresionante yacimiento arqueológico; la segunda, la que no
reflejan las guías, mantiene relación con los hongos alucinógenos
que se comen en diferentes partes del planeta y cuya versión natural
es originaria de las colinas que flanquean la milenaria metrópolis.
En la antigüedad, con esta planta, los dioses obsequiaban a sus
fieles y su uso se ceñía a lo ritual. Algunos lugareños con los que
departimos, le sumaron propiedades curativas y terapéuticas que

144
jamás he podido confirmar ni ver documentadas en ninguna forma
de expresión escrita. En la actualidad, las setas milenarias represen-
tan para el 95% de los consumidores una droga empleada para diver-
tirse y pervertir legendarias costumbres.
Las leyes dictadas por las autoridades mexicanas prohiben con
duras penas la tenencia, cultivo, venta o tráfico de cualquier deriva-
do o manipulación de los hongos en cuestión, tóxicos en especial en
las tierras de Palenque. Esta pureza se logra gracias a las condicio-
nes climáticas óptimas y a la fuerza de la madre tierra que concede
a los dominios de la emblemática ciudad unas virtudes sublimes para
el crecimiento de los alucinógenos.
Por desgracia, como sucede en muchas zonas de Latinoamérica,
el sembrado de “flores prohibidas” multiplica por siete las ganancias
del trigo o del maíz. De modo que, alrededor del zócalo, adonde fui-
mos a buscar transporte para acudir a las ruinas, las ofertas para pro-
bar los hongos se multiplicaron por bastantes más veces que siete.

La visita al yacimiento estuvo envuelta en una magia singular,


propia del paseo que pudimos realizar entre los esqueletos de piedras
que antaño formaron grandes palacios.
Palenque se disputa el honor de ser considerada el símbolo de la
cultura maya con el parque nacional de Tikal, situado muy cerquita,
en el norte de Guatemala, y, luego de haber disfrutado de ambos
espacios, uno se maravilla ante tales suntuosidades y se olvida de
competiciones honoríficas.
Dos minutos bastan para comprender que la gran protagonista en
Palenque y sus inmediaciones es la opulenta vegetación selvática
que se extiende con total impunidad. Es tal la frondosidad y espesor
de este océano verde, que el 5% de los restos arqueológicos es todo
lo que puede ser visitado.
Los vestigios de la antigua urbe fueron descubiertos en el siglo
XVIII, y releer textos sobre las anécdotas que transcurrieron en las

145
vidas de los “nuevos pobladores” de Palenque es una tarea muy
divertida, dado que multitud de curiosidades aparecen en forma de
cómicos relatos de varios expedicionarios, europeos y estadouniden-
ses, cómo no, que pretendieron demostrar inverosímiles teorías al
sufrir una especie de tránsito postraumático, después de una desme-
surada borrachera de ruinas arqueológicas. Entre aquellos intrépidos
antepasados del coronel Tapioca, hubo uno que vinculó a los mayas
con la Atlántida, tras argumentar haber encontrado un cable telegrá-
fico en el yacimiento; otro confundió una efigie de un dios con un ele-
fante, y le vistió como tal; un británico, sin el olfato de su compatriota
de apellido Holmes, perdió su fortuna al intentar demostrar que los
mayas descendían de las diez tribus perdidas de Israel, y murió en la
cárcel por no poder hacer frente a sus deudas; el último en nuestra
colección de quiméricos valientes, un investigador de New Jersey lla-
mado Stephens, se atribuyó el título de Enviado de Estados Unidos y,
para decirlo con elegancia, se vio en la obligación de desaparecer del
mapa cuando los habitantes del lugar le reclamaban las responsabili-
dades lógicas a las que debe hacer frente un líder. Palenque, como les
ocurrió a este grupo de apasionados por Indiana Jones, hipnotiza. Es
una ciudad misteriosa rodeada por una selva infranqueable.
El imperio maya siempre ejerció una notable atracción sobre las
mentes imaginativas. Frente al duro mundo azteca o inca, esta civi-
lización, que habitó el sur de México, la zona de la península del
Yucatán y el norte de Guatemala, poseía unos gustos mucho más
refinados y delicados, confería gran importancia a la vertiente artís-
tica y ostentaba un minucioso conocimiento de los movimientos de
los astros celestiales. Esta atracción, igual que sucedía con la cultu-
ra teotihuacana, se veía acrecentada por el oscurantismo romántico
que giraba en torno a su desaparición, cuyos principales artífices fue-
ron los españoles.
Aquel día, como la mayoría en Palenque, hacía un calor terrible.
A continuación de un ligero desayuno en un pequeño “barcito” del

146
pueblo, subimos a un autobús que paraba en las ruinas, y pasados
veinte minutos estábamos en la entrada, en la que se agolpaban dece-
nas de artesanos ambulantes con cientos de objetos para los turistas.
Una vez sorteados, nos dispusimos a pagar el ticket.
Juanma y Carlos tampoco eran demasiado adictos a los datos his-
tóricos, así que, con muy buen criterio, acordamos deambular por la
zona monumental sin visita guiada. Asimismo, mi querido y recién
bautizado capitán Haddock, todo un experto en civilizaciones perdi-
das, nos instruyó durante la mañana acerca de las cuestiones más
relevantes que conoceríamos en Palenque.
Rebasados ya los hitos materiales que recordaban civilización, la
nuestra, no la maya, vimos el Palacio, estandarte del imperio. Esta
edificación parecía la más colosal pero la peor conservada, circuns-
tancia que suponía, paradójicamente, un atractivo añadido, ya que se
podía transitar por las gigantescas galerías entreabiertas y disfrutar
de los enrevesados frisos que decoraban su interior. Tiramos catorce
millones de fotos.
Unos lugareños nos observaban con cara de indiferencia, la misma
que brindaba yo a los japoneses que acostumbraban a inmortalizar la
Sagrada Familia hasta erosionarla con sus flashes. Acto seguido, visi-
tamos la parte norte del yacimiento para ubicarnos frente al gran colo-
fón de la historia de la civilización maya, el rey de reyes de los mis-
terios, el padre de los enigmas, el Templo de las Inscripciones, donde
dormía su sueño eterno la máxima figura del mítico pueblo, Pakal II.
La gran incógnita que escondían los jeroglíficos del mausoleo acapa-
raba la atención, mientras que en el núcleo del edificio se situaba la
tumba, un majestuoso sarcófago monolítico de piedra tallada, del
monarca que gobernara Palenque durante el siglo VII.
El celebérrimo interrogante reside en una imagen que muestra a
Pakal II en plena ascensión al cielo en una especie de nave. A raíz de
este dato se han llenado centenares de volúmenes y fantásticas hipó-
tesis sobre la primera y frágil alusión astronáutica.

147
Pese a que un sinfín de misterios relacionados con la cultura maya
perduran, las excavaciones realizadas en las últimas tres décadas han
supuesto grandes avances en referencia al secretismo que todavía
rodea a la civilización. Si nos centramos en los estudios de los inves-
tigadores rusos Knorosov y Proskouriakoff, descubriremos que los
jeroglíficos no hacían mención sólo a conceptos, también hacían
mención a sílabas, a una forma arcaica de comunicación escrita. En
este lenguaje, jamás se cita la vida alienígena ni naves tripuladas, y
aunque tras fantasear durante unas líneas con un histórico rey sur-
cando el espacio exterior la siguiente explicación pueda saber a poco,
los dibujos a veces indescifrables representan apoteósicas leyendas
de dioses y testimonios de épicos hombres que sí fueron reales.

Pero la vida y la divinización de Pakal II no están exentas de


increíbles sucesos. Nació el 6 de marzo del 603 y murió el 30 de
agosto del 684. Asombra la exactitud de las fechas, erudición com-
prensible si se atiende al enfervorizado interés de la civilización
maya por la astronomía. Pakal II, hijo de la reina Zac Kuk, gobernó
desde el 615 hasta su muerte, pormenor que nos perfila dos nuevas
particularidades: reinó a partir de los 12 años y vivió 81. Su dominio
y el de su descendiente, K’inich Kan Balam (Serpiente de Jaguar),
comportaron el período más esplendoroso de la ciudad.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la obsesión principal de
estos dos mandatarios, que manejaron el destino de Palenque duran-
te un siglo largo, fue el urbanismo, y, del mismo modo, construyeron
espacios públicos a mansalva, útiles para el desarrollo de la ciudad.
Recientes descubrimientos han revelado que a los gobernantes
mayas no se les consideraba dioses en vida, por tanto, la divinización
era post—mortem, y la de Pakal II tuvo a su hijo como principal res-
ponsable. Señalan los historiadores Houston y Stuart, que los reyes
comenzaban a ser venerados, junto a héroes ancestrales y fundado-
res de la ciudad, justo después de su muerte.

148
Respecto al proceso de conversión de dios en astronauta que se le
quiso imponer a Pakal II, la historia nos ha cautivado con miles de
artículos y referencias. La teoría es claramente atacable y desmonta-
ble, pero mi interpretación se define con una pregunta. ¿No existe el
monstruo del lago Ness y sin embargo nadie insiste en que no exis-
te? Permitamos a este monarca maya que viaje libre por el espacio,
a fin de cuentas a quién molesta.

Profundizamos en más leyendas que escondía Palenque, cuando


apareció el Templo del Sol. Fue como ver la segunda parte del Silen-
cio de los Corderos, y de igual manera una tremenda decepción ini-
cial me envolvió, pues casi podía rodear el edificio con las manos.
Abandonados los fantasmas sobre cualquier tipo de espíritu conti-
nuista, Hannibal resultaba una película atractiva, y sus pilares junto
a la puerta principal y una enorme placa que clamaba: “Templo de
Sol”, formaban un bello compendio con los recorridos que Ridley
Scott realizaba por la Florencia mágica y suburbial, mientras nos
mostraba a una Julianne Moore cada día más actriz.
Aquel pequeño templo, donde Tintín salvó al profesor Tornasol,
me sedujo poco a poco.
En la visita a mi editor, al regresar a Barcelona, abusé un poqui-
to de su confianza y me agencié las últimas aventuras del periodista
del flequillo rubio. Cómo se había modernizado. Incluso un perso-
naje que no conocía entraba en escena. La verdad, me deleité con el
espíritu libertario de Tintín, que seguía indeleble al paso de los años
y a las múltiples traducciones a decenas de idiomas. No obstante,
averigüé que su odisea por el Templo del Sol poca relación guarda-
ba con Palenque, y que, en un mapa inicial, el cómic situaba la reli-
quia arquitectónica en otro continente. Supongo que sucede lo
mismo que con Hannibal: a mí, un humilde espectador de cine, me
gustó la película.

149
17. Soledad.

Juanma y Carlos se marcharon una soleada tarde. Tras hacer jun-


tos el tramo de Palenque a Tuxtla Gutiérrez, nuestros caminos se
bifurcaron: ellos rumbo a Ciudad de México, yo a San Cristóbal. Al
cabo de cuatro días se reunieron con Héctor en la capital, pasearon y
salieron a tomar copas. Al llegar a Barcelona transmitieron a mi
familia mis ganas de verlos.
Cuando desaparecieron a través de la ventana del autocar, me
invadió una desgarradora sensación. Los sueños, las ilusiones y las
utopías compartidas durante tres semanas se alejaban. Me quedé
solo.
El trayecto hasta San Cristóbal fue un enorme recuerdo teñido de
tristeza, de destierro. Jamás pensé que en un espacio de tiempo tan
prolongado, el calor de mis amigos podría generarme tanta tranqui-
lidad. Sin embargo, sabía que había un trasfondo más preocupante:
se acababa el viaje, en un mes estaría en Barcelona, en “mi querido
y apreciado primer mundo”. Avenidas llenas de coches, grandes
almacenes, luces de neón y el temor de volver a mecanizar mis sen-
timientos para siempre. Olvidar el yo que tenía frente a mí. Ese yo
capaz de creer en un presente más amplio y en un futuro ilimitado y
menos incierto.

150
IV.

EN LAS COMUNIDADES ZAPATISTAS.

(EL EZLN: La guerra de las palabras).


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18. Del Genocidio legendario a la insurrección zapatista.

Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la escla-


vitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada
por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el
expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra
Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, des-
pués la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de leyes
de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes,
surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que
se nos ha negado la preparación más elemental para así poder uti-
lizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra
patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfer-
medades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolu-
tamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni
alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y
democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de
los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.
Así comenzó la Declaración de la selva Lacandona que emitió el
mando del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) tras
el levantamiento de los insurgentes en Chiapas. Y quise iniciar el
relato de mi paso por territorio rebelde con estas líneas, porque
ejemplifican a la perfección el sometimiento padecido por los indí-
genas de América Latina.
Desde el final de la conquista llevada a cabo por los españoles,
que supuso la desaparición del imperio azteca, los pueblos origina-
rios de México sufrieron cinco siglos de esclavitud, tragedia y abu-
sos atroces. Emblemáticas figuras aparecieron con la intención de

153
cambiar el rumbo de la historia que, lamentablemente, no varió
demasiado.
Contemporáneo al genocidio, fray Bartolomé de las Casas procu-
ró evitar el salvaje trato infligido por los colonizadores a los coloni-
zados, reflejo “espejista” del posterior enfrentamiento entre mundia-
lizadores y mundializados, que desde la comandancia del EZLN se
denunciaría con insistencia.
La independencia de México en 1810 y la Revolución de 1911
tampoco comportaron alteración alguna en el devenir de los indíge-
nas que, aunque en la actualidad forman el 10% de la población
mexicana, el gobierno todavía no los reconoce.
Dos de los nombres más vinculados al pasado reciente de Méxi-
co son los de los generales Emiliano Zapata y Pancho Villa —el pri-
mero oriundo de tierras del sur; el segundo natural de los desiertos
del norte—, que se reunieron por primera vez el 4 de diciembre de
1914 con el fin de suscribir un pacto donde acordaban combatir jun-
tos contra el poder ejercido por el dirigente Venustiano Carranza.
A ambos les unía una vida forjada en la opresión y la miseria, y
la firmeza de creer en un México capaz de reconocer e integrar a
todos los mexicanos.
Emiliano Zapata creó las Comisiones Agrarias; estableció el Cré-
dito Agrícola; fundó la Caja Rural de Préstamos que funcionó con
éxito en el estado de Morelos durante 1915 y 1916; y reorganizó la
industria azucarera. Su lucha perduró después de su asesinato, el 10
de abril de 1919, y hombres como Gildardo Magaña hicieron públi-
co su afán para seguir defendiendo los principios por los que Zapa-
ta encontró la muerte.
Doroteo Arango esbozó muy pronto sus ideales cuando de joven
y procedente de una familia pobre vio como unos guardias rurales
asesinaban a su mejor amigo. Decidió entonces adoptar su nombre y
rescatarlo para siempre del olvido. Aquel chico que feneció se lla-
maba Pancho Villa

154
Su trayectoria guerrillera comenzó a una edad muy temprana y
enseguida se alzó como un mito avalado por infinidad de leyendas.
Fue apodado “el amigo de los pobres” y fue, también, junto con
Emiliano Zapata, e igual que le sucediera a Marcos años después,
satanizado por la prensa para erradicar la expansión de su política de
ayuda a los más necesitados y a las causas justas. Así mismo pasaría
a los anales de la historia por ser el primer dirigente que atacó a los
Estados Unidos en su propio territorio, en 1916, con el propósito de
romper la alianza entre los gobiernos de los dos países.
De todos modos la derrota de los rebeldes del norte, incluso con
la ayuda de Zapata, parecía inminente. Venustiano Carranza ordenó
el asesinato de Villa, que fue ejecutado por un mercenario el 20 de
julio de 1923. En 1926 profanaron su tumba y robaron su cráneo,
que no ha vuelto a aparecer.
Por encima de estar de acuerdo con la ideología de John Reed
–corresponsal en el México revolucionario, periodista y político
estadounidense que simpatizó con los bolcheviques en la época de la
Revolución de Octubre—, su profundo análisis contemporáneo de la
figura de Pancho Villa nos deja un pequeño relato, que merece la
pena recordar, bastante esclarecedor para determinar la filosofía del
general insurgente.

La gran pasión de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra


para el pueblo y las escuelas resolverían todos los problemas de la
civilización. Las escuelas fueron una obsesión para él. Con frecuen-
cia se le oía decir:
—Cuando pasé esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de
niños. Pongamos allí una escuela.
Sin embargo, la intervención de los dos guerrilleros no bastó para
cambiar la suerte de los indígenas mexicanos ni de los que habitaban
en la selva Lacandona. La explotación, la marginación, la esclavitud
y la opresión, fueron las notas predominantes en las vidas de los legí-

155
timos pobladores. Los métodos se modernizaron, y el genocidio a
manos de los capataces y terratenientes continuó y perduró durante
décadas, siempre con el apoyo de las milicias paramilitares y de las
grandes bandas de asesinos a sueldo que actuaron con absoluta
impunidad.
En ese contexto empezaron los setenta años de dictadura ampara-
da en un falso proceso democrático. El PRI (Partido Revolucionario
Institucional) usurpaba el poder.

Hablar de las excelencias naturales y culturales de Chiapas, es


hacerlo de nuevo de otra región tan rica como oprimida. Asimismo,
los datos evocaban rápidas e inmediatas similitudes con Argentina,
zonas del planeta con patrimonio y tradición que sólo unos pocos
paladean, mientras la mayor parte de los habitantes malvive en situa-
ción marginal.
Chiapas gozaba de las reservas de gas y de los yacimientos petro-
líferos más importantes de México, y la incongruencia máxima, mer-
ced a este excedente, sucedió en diciembre del año 2000, cuando la
energía hidroeléctrica del estado sirvió para abastecer a California de
la que le faltaba.
La población no participaba del disfrute de los recursos naturales
y la tasa de mortalidad en las comunidades superaba en un 40% a la
de la capital del país. Esta información tan simple sugería un sinnú-
mero de preguntas análogas a las que me enfrentaba cuando pensaba
en la coyuntura argentina, donde la injusticia todavía era más paten-
te. ¿Por qué una nación que producía sesenta millones de cabezas de
ganado y estaba habitada por treinta y seis millones de personas tenía
diecinueve millones de pobres y diez millones de indigentes?

Pero, como apuntaba Carlos Gabetta, la lucha por la liberación


de los indígenas mexicanos no cesa de recomenzar. Y el 1 de enero
de 1994, en plena dictadura constitucional priísta, un grupo de eter-

156
nos oprimidos apostó por dejar de serlo y ocupó, al más puro estilo
Villa y Zapata, cuatro ciudades de Chiapas, circunstancia que atrajo
la atención del mundo y que fue empleada para denunciar las pési-
mas condiciones humanas en que vivían millones de indios. Esos
excluidos, invisibles hasta la fecha, se hicieron visibles haciendo
invisibles sus rostros con un pasamontañas. El EZLN, con el subco-
mandante Marcos como figura más “invisible”, irrumpía en la esce-
na internacional.
La cronología del levantamiento zapatista contiene algunos suce-
sos fundamentales. En primer lugar, es necesario destacar que desde
el punto de inflexión acontecido en el ’94, muchos medios de comu-
nicación han intentado criminalizar a este ejército del pueblo, a unos
campesinos transformados ahora en soldados dispuestos a cambiar el
orden social establecido durante cinco siglos y que, por ende, los
excluía del sistema.
Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los herederos de
los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos
somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se
sumen a este llamado como el único camino para no morir de ham-
bre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de 70 años
encabezada por una camarilla de traidores que representan a los
grupos más conservadores y vendepatrias. Así continuaba la prime-
ra Declaración de la selva Lacandona, utilizada por el EZLN para
exponer sus intenciones y sublevarse contra el máximo mandatario
de la dictadura priísta –la encabezada “por una camarilla de traido-
res”—, Carlos Salinas de Gortari.
El levantamiento supuso al fin una respuesta a la pregunta efec-
tuada por Manuel Vázquez Montalbán en Marcos: El señor de los
espejos. La banalización del indígena insumiso forma parte de nues-
tra sabiduría convencional. ¿Cómo pueden defenderse inmersos
como minorías en extinción en un mundo codificado por el blanco
vencedor?

157
Tras una entrevista tan excepcional, surgida del encuentro entre
Marcos y Montalbán en la selva Lacandona, que desmenuza con
tanta exactitud el movimiento zapatista, sería estúpido empeñarme
en realizar una cronología o dar una visión reveladora sobre el fenó-
meno insurgente nacido en las montañas del sur de México. Lo
mejor que puedo hacer es recomendar a los lectores que hayan lle-
gado hasta aquí que de manera necesaria y urgente contemplen como
próxima lectura Marcos: El señor de los espejos, de Manuel Váz-
quez Montalbán. Más allá de la perfección para transmitir la filoso-
fía zapatista, me gustaría destacar los deliciosos pasajes descriptivos
con los que el intelectual catalán complementa la narración en pri-
mera persona, hecho que me obligó a buscar su bibliografía al com-
pleto y descubrir así libros indispensables.
A continuación de una graciosa anécdota donde resalta su torpe-
za para montar a caballo, Manuel, lo he leído tanto que merezco tute-
arle, se reúne con Marcos en La Realidad, nombre que recibe el
enclave de la selva Lacandona en que está situada la Comandancia
General del EZLN. La envidia me corroe ya que parecen conocerse
muy bien. Marcos hace referencia a un libro de Manuel; Manuel ha
leído a Marcos; yo he leído a ambos.
El padre de Pepe Carvalho, superados los saludos iniciales con el
subcomandante, acuña una frase que servirá para detallar la esencia
del zapatismo: He seguido las cinco declaraciones que habéis hecho
y de una a otra hay evidentes cambios, adaptados a nuevas situa-
ciones. Lo que me sorprende es la especial manera de plantear el
carácter vanguardista de vuestra revolución.
La sorpresa que relata Manuel Vázquez Montalbán, es la misma
que genera los datos más reveladores acerca del movimiento paci-
fista que un buen día fue obligado a cargar el fusil que pronto cam-
biaría por la palabra, valiéndose de los métodos más vanguardistas
para difundir su filosofía.

158
Poco después del levantamiento del 1 de enero de 1994, los zapa-
tistas tomaron como prisionero al General Absalón Castellano,
gobernador de Chiapas en los ’80 acusado de sangrientos crímenes.
La simbólica condena que le impuso el EZLN fue la liberación; libe-
rado para que viviera con la vergüenza de haber obtenido el perdón
de quienes masacró.
El líder del PRI, Carlos Salinas, respondió a la insurrección acae-
cida en el estado con intensos bombardeos y el inicio de la militari-
zación que perdura hasta hoy, y, desde entonces, se sucedieron los
falsos intentos del ejecutivo mexicano por escuchar las reivindica-
ciones de los indígenas que popularizaron el grito de ¡Ya basta!
La dictadura constitucional priísta se ensañó con todo aquel que
acercaba su ideología al EZLN, como el candidato a la gobernación
Amado Avendaño, quien en agosto del ’94 sufrió un atentado que a
punto estuvo de costarle la vida. En diciembre del mismo año,
Ernesto Zedillo sustituyó a Salinas al frente del poder mexicano;
Eduardo Robledo ocupó el cargo de gobernador de Chiapas, acusa-
do por los zapatistas de fraude electoral, y los rebeldes rompieron el
cerco militar sin disparar un solo tiro y aparecieron en 38 municipios
para postularse como opción política.
En febrero del ’95, el electo presidente lanzó una terrible ofensi-
va que ocasionó un balance atroz: violaciones, torturas, desaparicio-
nes y 30.000 desplazados dentro de las comunidades. Esta situación
provocó que el mundo entero y la sociedad civil mexicana salieran a
la calle para frenar el enésimo genocidio perpetrado contra los habi-
tantes originarios de Chiapas.
No obstante, la más salvaje de las masacres registradas se produ-
ciría el 22 de diciembre del ’97, en el pueblo de Acteal, en el que una
banda paramilitar asesinó a 45 indígenas mientras rezaban, en su
mayoría mujeres y niños. Según testimonios, la cruel matanza fue
planeada con precisión y en ella participaron varios funcionarios,
tanto del gobierno como militares, al menos 60 hombres armados

159
hasta los dientes. También fue atacada una ambulancia de la Cruz
Roja que intentó sin éxito aproximarse a las inmediaciones del lugar
para asistir a los heridos y afectados. El presidente Zedillo se apre-
suró a condenar la barbarie como “un cruel, absurdo e inaceptable
acto criminal”, pero sobrevivientes, heridos y testigos entrevistados
por La Jornada, un ilustre rotativo mexicano, coincidieron en acusar
a miembros del PRI de ser los ejecutores del exterminio que acabó
con la vida de 45 simpatizantes zapatistas, y cuyos principales res-
ponsables todavía están libres e impunes sus actos.
De todos modos, el EZLN siempre se ha caracterizado por su afán
de integración, y por el deseo de construir una opción que conduzca
a los indígenas mexicanos, no sólo a los del estado de Chiapas, hacia
una vida justa que les permita formar parte activa de su legítima
nación que insiste en excluirlos.
Marcos supo rodearse de intelectuales, a la vez que difundía a tra-
vés de los medios de comunicación e Internet toda la filosofía rebel-
de y, en consecuencia, pronto fue apodado “el ciberguerrillero”.
El zapatismo entendió que el concepto clásico de guerrilla ya no
tenía cabida en la historia actual, y que el diálogo con la sociedad
civil era elemental para la obtención de sus fines. Así nacieron varios
foros que originaron el contacto entre el EZLN y la población mexi-
cana, en los que participaron pensadores y seguidores del mundo
entero. La búsqueda de una solución pacífica, con anterioridad a la
matanza de Acteal, motivó, el 26 de febrero de 1996, que se firma-
ran Los Acuerdos de San Andrés entre el ejecutivo de Ernesto Zedi-
llo y el EZLN. En sus decretos se recogían los primeros compromi-
sos sobre Derechos y Cultura Indígenas, que abordaban la inclusión
en la Constitución Mexicana de los pueblos indios y el derecho a la
autonomía y a las culturas autóctonas. Siete meses después, los zapa-
tistas se vieron obligados a abandonar la mesa de diálogo, debido a
que el gobierno no cumplió las bases principales de estos acuerdos.
Sin embargo la esperanza llegó en el 2000. El PRI, tras 71 años

160
de dictadura constitucional, fue derrotado en las urnas por el Partido
de Acción Nacional (PAN), liderado por Vicente Fox. El EZLN, con
Marcos a la cabeza, se posicionó con rapidez: Señor Fox: A diferen-
cia de su antecesor Zedillo (quien llegó al poder por la vía del mag-
nicidio y con el apoyo de ese monstruo corrupto que es el sistema de
partido de Estado), usted llega al Ejecutivo federal gracias al repu-
dio que el PRI cultivó con esmero entre la población. Usted lo sabe
bien, señor Fox: usted ganó la elección, pero no derrotó al PRI.
Fueron los ciudadanos. Al día siguiente de la investidura del legíti-
mo presidente, el 1 de diciembre del 2000, Marcos anunciaba una
marcha hacia Ciudad de México, de idéntico recorrido a la de su pre-
decesor insurgente Emiliano Zapata.
El 11 de marzo, El EZLN comparecía en Ciudad de México. A
Marcos lo secundaron decenas de personalidades y amigos venidos
de distintas partes del planeta: José Saramago, Danielle Mitterand,
José Bové, Bernard Cassen, Ramón Chao, Ybon Le Bot y, por
supuesto, Manuel Vázquez Montalbán. Pero el factor diferencial
fueron los miles de anónimos que, unidos a la marcha, dejaron de
serlo para siempre. Al fin estaban representados.

En medio del Zócalo, a la vista de todos sus detractores y enemi-


gos, Marcos se dirigió al mundo en nombre de millones de indios:
Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la
patria.

161
19. Ignacio Ramonet y Marcos: Conversaciones con Fabio
Steinzdhler.

Y La dignidad rebelde fue el esclarecedor título elegido por Igna-


cio Ramonet para su libro de conversaciones con Marcos, publicado
a principios de 2001, fruto del viaje del director de Le Monde Diplo-
matique a La Realidad, donde se entrevistó con el líder zapatista.
Ramonet fue invitado por el subcomandante a unirse a su llegada
a Ciudad de México, el 11 de marzo de 2001, pero compromisos pre-
vios le impidieron asistir y, tal como explica él mismo, fue esa frus-
tración la que motivó su necesidad de escribir el libro.
Cuando pensé en relatar mi experiencia en las comunidades zapa-
tistas, deseaba plantear un capítulo previo en el que fueran los pro-
pios actores, con sus inseparables pasamontañas, quienes tomaran la
palabra.
Fui a ver a mi amigo y sociólogo argentino Fabio Steinzdhler, una
de las personas más documentada con relación al levantamiento
zapatista, para pedirle orientación y ayuda. Recuerdo que acudí a la
cita con Marcos: El señor de los espejos y La dignidad rebelde, y, de
la charla sugerida a raíz de varios ítems del libro de Ramonet, nació
la mejor forma para dar la palabra al movimiento insurgente.
La ejecución fue sencilla: yo comentaba los conceptos esbozados
en la entrevista que más me interesaron, y Fabio opinaba y clarifica-
ba bajo su punto de vista las ideas que Marcos exponía.
En un ambiente relajado y tranquilo, con el mate siempre presen-
te, se produjo esta tertulia, cuyo objetivo fue profundizar en la filo-
sofía zapatista mediante la particular experiencia de dos viajeros que
ya habían conocido las asperezas de la selva Lacandona.

162
Al principio Marcos expone su teoría sobre la cuarta guerra
mundial, la que enfrentará a mundializadores y mundializados.
¿Qué balance realizas tú de este concepto?
Sin duda hace referencia, con claridad, al período de posguerra
fría, donde se disuelve y deja de existir la polarización. Nos situamos
en el ’89, con la caída del muro y la transición de la Unión Soviética
hacia el capitalismo de mercado. La pregunta era en aquel momento
si se había acabado la “historia”, y en ese contexto surge el zapatis-
mo que reabre el debate. Por tanto, Marcos plantea la idea de mun-
dializadores contra mundializados o globalizadores contra globaliza-
dos en el sentido de que la polarización que había entre el campo
socialista y capitalista desaparece, pero no quiere decir que desapa-
rezca el concepto. Trata de destacar la lucha de los que somos globa-
lizados y nos resistimos a ello, precisamente porque no es legítimo.
Profundiza también en el “Pensamiento único” que años atrás
esbozara Ramonet y que tantos intelectuales han usado para sus tesis,
y del que dice: “está encargado de proporcionar la argamasa ideoló-
gica para convencer a los ciudadanos, con la ayuda de los medios de
comunicación, de que la mundialización no tiene marcha atrás, que es
positiva y que cualquier otro proyecto no sólo sería quimérico, utópi-
co e irrealizable, sino, sobre todo, enormemente peligroso.
Sí, sí, en efecto, es el fin de la historia, cristalizar un momento y
creer que un mayor desarrollo tecnológico es beneficioso para todos.
Es evidente: para los dueños de este desarrollo conlleva más ingre-
sos, más ganancias, sin embargo, para el que se desloma dentro de
una fábrica o una oficina, el verdadero utilizador de la tecnología, la
evolución determina una suerte de esclavitud forzosa.
Marcos comenta que los criterios de mercado eliminan a una
gran parte de la población. Que la mundialización exige una elimi-
nación, en especial de los indígenas. Si es necesario, a través de una
guerra abierta, sino, silenciosa.
El concepto es muy nítido. Desde el pensamiento social clásico,

163
existía la idea de que había un “ejército de reserva” que se mantenía
fuera de las relaciones salariales, y que de alguna manera regulaba
en el mercado las ventas de la fuerza del trabajo. Hoy, por desgracia,
esa idea ya no existe y en Latinoamérica las relaciones salariales son
un privilegio. El chantaje padecido por los desocupados es un buen
ejemplo, empleados como arma para que los trabajadores no puedan
negociar sus aumentos y ayudas económicas. Hay que ver también
si los ocupados somos capaces de reivindicar nuestros derechos a
sabiendas de que detrás hay un montón de desempleados dispuestos
a desempeñar el mismo laburo. Y esa extorsión la maneja el empre-
sario demasiadas veces.
Pero el problema excluyente es el que el mercado, (y entiéndase
mercado como ente real: las grandes empresas, corporaciones, etcé-
tera) plantea para aquellas personas que han vivido carentes de
recursos desde su nacimiento. En teoría no son válidas para producir
y no atesoran la capacidad que el propio mercado exige. Marcos
remarca la obligación de buscar soluciones a esta circunstancia.
Durante toda la entrevista, ambos hablan de varias medidas eco-
nómicas para frenar el abismo que se produce entre el “primer” y
“tercer” mundo. Sorprende la tasa Tobin, por su búsqueda directa
de soluciones. ¿Es una opción? (N del A: La tasa Tobin recibe el
nombre por el Premio Nobel de Economía James Tobin. Se trata de
tasar de forma reducida todas las transacciones en los mercados de
cambio para estabilizarlos y ofrecer ingresos a la comunidad inter-
nacional. Con una tasa del 0,1%, se obtendrían alrededor de
166.000 millones de dólares anuales, más del doble de la cantidad
necesaria para erradicar la pobreza extrema en dos años).
Es difícil pensar que sea una opción. La tasa Tobin de por sí
implica efectuar una restricción al capital financiero, el principal ins-
tigador de la globalización. Y la globalización consiste en hacer del
capital algo volátil, así pues, la tasa Tobin no es compatible con la
volatilidad debido a que propone un freno a la misma. También es

164
inevitable razonar qué hay detrás de la tasa Tobin, porque está muy
bien eso de juntar dinero para los países tercermundistas, pero ya se
intentó en las décadas del ’60 y ’70 en Latinoamérica con lo que fue
la Alianza Social para el Progreso, y, sin embargo, se pensaba en
infraestructuras enormes y en proyectos que nunca beneficiaron al
pueblo, y que jamás generaron un desarrollo intelectual, cultural o
productivo.
En un momento determinado, Marcos cita un concepto que asus-
ta: la “privatización de la vida”. Y lo menciona de la siguiente
forma: “Se privatiza no sólo lo que el mundo es en la actualidad,
sino también lo que puede ser mañana”. ¿Es esto así, o es algo alar-
mista?
La vida en realidad ya está privatizada y existe un individuo
moderno escindido de la esfera pública. De hecho las revoluciones
burguesas han dado lugar a eso, al hombre moderno abstracto y en
igualdad de condiciones ante la ley. El problema viene cuando los
conceptos no suponen una revolución y se eternizan o se cristalizan,
y dejamos de ser todos iguales ante la justicia. Los grandes pensa-
dores del socialismo y el anarquismo ya lo habían proclamado: el
capitalismo produce mercancías y establece relaciones a partir de sí
mismo. Marcos al hablar de la “privatización” se refiere al valor o
precio de la vida. En ese sentido cada cual posee su precio e incluso
algunos ni lo poseen porque el mercado no les permite ingresar, y lo
que pagan es el precio de no tener vida, de no poder decidir su futu-
ro ni su destino. Más allá de que suene a utopía, sería bueno pensar
qué hacemos de manera individual por el desarrollo de los lazos
sociales y colectivos.
Con el concepto de “responsabilidad individual”, Marcos y
Ramonet empiezan a adentrarse en la filosofía zapatista, y arguyen
que no se trata sólo de un bastión de resistencia, sino de una opción.
Una posibilidad de construir una relación humana diferente, funda-
da en la convicción de que otro mundo es posible.

165
Y es la importancia del zapatismo, porque si nos roban las uto-
pías que nos quedan, si nos privatizan los sueños y uno piensa que
las cosas son así y que no hay un modo distinto de verlas, entonces
no habrá nunca aspiración a cambiarlas. Si no albergamos esperan-
zas... Y lo planteo por encima del cambio social, lo planteo en nues-
tra vida de forma individual. ¿Qué es la vida sin un proyecto, sin un
ideal que la movilice o un lugar al que aspiremos llegar? No generar
cambios nos paraliza y la vida se desvanece.
A mí siempre me ha sorprendido el carácter pacifista del EZLN y
que desde muchos sectores de la prensa mexicana e internacional se
haya pretendido mostrar lo contrario. Marcos es muy transparente
con Ramonet cuando plantea la disyuntiva que supone la lucha
armada, porque les obliga a ganar o morir, y ése es un objetivo sin
salida...
Lo relaciono con la idea anterior, ya que si existe el zapatismo es
porque supone una opción más allá de la resistencia. Los campesi-
nos oprimidos durante siglos crearon en el estado de Chiapas su
alternativa. Ahora la resistencia a la que hemos hecho referencia se
centra en oponerse a un nuevo proceso de colonización que sin
escrúpulo alguno los extermine.
Marcos define lo que acabas de comentar como “la resistencia a
la desaparición silenciosa”.
Fíjate apreciado Ivan, de no existir la alternativa que se plantea-
ron los indígenas de México el 1 de enero de 1994, Chiapas sería un
territorio mucho más ignorado. Sucedería lo mismo que en decenas
de provincias argentinas, los chicos morirían de hambre y las catás-
trofes como las de 1Santa Fe pasarían a los anales de la historia con

1 (N del A: Santa Fe es una provincia Argentina que sufrió unas catas-


tróficas inundaciones en Mayo de 2003. El balance de muertos, desapare-
cidos y afectados fue espeluznante. La respuesta de la comunidad interna-
cional jamás llegó.)

166
idéntico olvido que lo haría Chiapas. O estás dentro del sistema o
estás fuera muriendo de forma agónica, no hay término medio ni
esperanza posible.
Y además, cuando Ramonet pregunta a Marcos si el zapatismo es
un síntoma, éste le responde que sí y añade: “El zapatismo no sig-
nifica la cerrazón, lo que busca es una forma de integrarse en las
sociedades nacionales y en el seno de la sociedad internacional, sin
perder su identidad ni sus valores culturales y, sobre todo, sin per-
der el intercambio entre diferentes experiencias”.
Es esencial destacar la lectura que hace Marcos, quien pretende
alejar su filosofía de los términos de exclusión e inclusión, debido a
que supone una clasificación que parte de manos del dominador que
señala con el dedo y sentencia: “aquél está incluido, aquél está
excluido”. Es necesario desmenuzar las condiciones que hacen posi-
ble la marginación de unos contra el beneficio de otros. El zapatis-
mo es bien claro, no pretende promulgar una independencia ni afir-
mar que sus miembros y simpatizantes son distintos.
Exacto, porque además es importante destacar el análisis que
hacen los zapatistas sobre la filosofía de su propio movimiento al
aseverar que: “Aunque los indígenas sean los más olvidados y los
más pobres de entre los pobres, el EZLN se levantó en armas para
reclamar la democracia, la libertad y la justicia social para todos
los mexicanos, y no sólo para los indígenas. No queremos ser inde-
pendientes de México, queremos ser indios mexicanos”.
Sí, sí, y a veces yo mismo me “peleo” por las lecturas que del
zapatismo se efectúan, porque no acaban de comprender el proyecto
en sí, un proyecto que es muy ecléctico por no existir un redactado
concreto acerca de su filosofía. Hay cartas, declaraciones, etcétera,
pero no reciben un respaldo ideológico establecido. Uno puede ir a
una biblioteca y encontrar libros sobre Lenin, Mao, o el “Che”, aun-
que eso no nos exime de nuestra responsabilidad para saber leer
todas las variantes que propone el zapatismo. Ni plantean la escisión

167
de Chiapas ni caen en el anarquismo sin construcción de poder, y si
están allí es porque gozan de poder, me parece que lo ejercen y que
lo entienden de una manera muy distinta a la habitual. Cuando piden
reconocimiento y autonomía reclaman en realidad la identidad que
consideran suya, y no la que el estado quiere que desarrollen. Parti-
mos de la idea de nación como construcción ciudadana, sin embar-
go, en Latinoamérica confluyen matices bien diferentes, debido a
que los países se armaron sobre sociedades, ya existentes, que des-
truyeron para crear encima las suyas propias, y en México más del
60% de los habitantes tiene algún vínculo directo con los pobladores
originales. Por tanto, los mexicanos exigen al gobierno que los des-
truyó que les permita intervenir con interacción en las decisiones
relacionadas con su futuro. Es un concepto de ciudadanía muy
modernista, quizá demasiado para los tiempos que vivimos. Tú
sabrás mejor que yo, porque seguro que viste Gangs of New York,
cuál fue el origen de la ciudad que ahora es el símbolo del capitalis-
mo. Años y años de lucha entre bandas rivales que provocaron un
mestizaje total, incluso con los inmigrantes recién llegados del
mundo entero.
Una ciudad forjada con sangre...
Por supuesto, a través la exterminación de grandes comunidades,
de grandes grupos de habitantes originarios. Sería muy pobre pensar
que los pueblos provienen de una identidad única.
Y es un razonamiento que nos aproximaría a ideologías que
recuerdan al terror de la Alemania Nacional Socialista.
Por supuesto, hay que cuidar con esmero determinadas actitudes.
Por cierto, Marcos sitúa al movimiento de resistencia a la globa-
lización “sobre el filo de una navaja que es necesario ampliar”, y lo
desvincula de cualquier postura radical, sectaria u oscurantista.
Y se hace más necesaria la desvinculación en estos tiempos donde
hemos vivido hechos lamentables, como la entrada en el “ballottage”
del fascista Le Pen en Francia, en una república rodeada por las

168
cruentas dictaduras que asolaron Europa durante el siglo XX.
El zapatismo evita aislarse hacia adentro, consciente de que
supondría la muerte del movimiento, y ha sabido, a través de Mar-
cos, manejar a la perfección el diálogo con otras sociedades del pla-
neta, y eso que el debate iniciado con la propia sociedad mexicana
es un camino muy espinoso, muy tortuoso. La “señora sociedad
civil”, tal como la denomina Marcos, es el sujeto a quien tantas
veces interpela y con el que se produce una interacción permanente.
Se vio en el ’94, cuando la masa popular salió a la calle para pedir el
fin del conflicto; se volvió a sentir en los 2Aguascalientes, y quedó
todavía en mayor evidencia en el reciente “zapatour”. No obstante,
es una situación bastante compleja, porque si uno pasea por las
inmediaciones o por la propia periferia del DF se dará cuenta de que
la realidad puede llegar a ser tan dura como la de Chiapas. Por lo
tanto, el camino del diálogo es a veces muy difícil, pero no por ello
menos interesante.
Ramonet y Marcos aluden durante la conversación al 3 Foro de
Porto Alegre. El líder zapatista destaca la modestia con la que se
presentó frente al mundo esta iniciativa, a la vez que hace hincapié
en la necesidad de no transformarla en una Internacional. ¿Crees
que es una opción real?
El Foro es clave para definir la dirección hacia la que camina el
movimiento de oposición a la globalización, y es sorprendente ver el

2 Aguascalientes: así se denominó al foro más importante que convo-


có el EZLN, citado en el anterior capítulo, que obtuvo una respuesta
popular impresionante)

3 En la brasileña ciudad de Porto Alegre se creó un Foro Social Mun-


dial que se realiza una vez al año. Allí, los países históricamente oprimi-
dos tienen la oportunidad de reunirse e intercambiar experiencias).

169
nerviosismo que genera esta propuesta en los que manejan el poder
o la mundialización.
¿Y quién maneja el poder y la mundialización, según tu juicio?
Es evidente que el gobierno de los Estados Unidos ostenta un
absoluto dominio en demasiadas cuestiones, pero también es obvio
que detrás de la mundialización hay otros intereses económicos que
no sólo benefician al gobierno estadounidense. Si realizamos un
estudio bastante básico, observaremos que la globalización significa
limpiar de barreras el camino del capital, detrás siempre encontrare-
mos a grupos financieros, a grandes bancas, a enormes corporacio-
nes que monopolizan la producción de semillas y alimentos...
En el marco de la globalización Ramonet le pide a Marcos que le
aclare el significado de “sociedad organizada”, cuando el referente
zapatista “culpabiliza” a este ente de la derrota del PRI. ¿Qué te
sugiere a ti el concepto de “sociedad organizada”?
Más que darte mi opinión querría remitirme a la idea inversa, que
Marcos denomina “sociedad no organizada”, representada por toda
la gente común que no participa en ninguna lucha popular y a quien
el EZLN pretende motivar para que de una forma u otra intervenga
en las decisiones que afectan a su país, para que al fin y al cabo haga
política. No obstante, aunque no fue el único factor, el zapatismo
también influyó de manera contundente en la derrota del PRI.
Con respecto al propio movimiento y en comparación con el mis-
ticismo de sus pasamontañas, Marcos habla de la limitación que
supone estar enmascarados y aislados en la selva. “Mientras se
mantenga esta situación nuestro proyecto político se mantendrá
también aislado” ¿Qué opinión te merece esta frase?
No le falta razón. La realidad es bien clara, tras el “zapatour” el
EZLN busca con mayor fuerza el camino para abandonar las armas
y poder postularse como opción política. La lucha contra la mundia-
lización y el reconocimiento de los indígenas oprimidos son objeti-
vos a los que se unirían centenares de pueblos latinoamericanos. Al

170
zapatismo se le quiere vulgarizar argumentando que no propone una
alternativa de gobierno. Más allá de la famosa frase de Marcos
donde exponía que no pretenden tomar el poder, el movimiento está
planteado con una concepción que no le escapa al diálogo y al
“enfrentamiento” con el diferente. El zapatismo no es excluyente,
algo que no puede decir toda la izquierda tradicional. Marcos, al
referirse a la desaparición del movimiento, sostiene una postura car-
gada de inteligencia: procurar que no se eternice una reacción histó-
rica que necesita convertirse en otra cosa, con una evolución lógica
y consecuente. Me parece muy interesante dar un vuelco al zapatis-
mo, imprimir profundos cambios sin ideas que conduzcan al “anti-
politicismo”. Perdona si me hago repetitivo, pero hay que dejar claro
que el EZLN es y representa una opción política. Se demuestra al ver
quién es su interlocutor: el Estado.
Por supuesto, y lo enlazo con el final de la conversación. ¿Crees
que el silencio zapatista roto hace algunos meses fue una medida de
apertura hacia lo político?
Tiene una clara orientación encaminada a expresar el malestar,
que se traslada a todos los movimientos latinoamericanos, por unas
circunstancias sociales y políticas que no consideran óptimas. Hay
un debate y una exigencia interna constantes. Pensemos, como
pudiste comprobar, que el zapatismo se desenvuelve en una zona
militarizada. Soportar eso es muy duro. En la selva las condiciones
de vida son extremas: desplazados, guerra de baja intensidad... Aun
así continúan con la elaboración de una opción. No está dicha la últi-
ma palabra.

La conversación duró un par de horas. Al referirse al zapatismo,


Fabio, igual que el EZLN, apostó por la continuación del diálogo y
la integración en la sociedad civil.

La charla entre Ignacio Ramonet y Marcos contiene fragmentos

171
que hablan por sí solos, y evidencias que desde hace tiempo dejaron
de serlo.
El español pregunta:
“Usted escribió que ‘la guerra es una medida desesperada’.
¿Qué tipo de guerrilla es por tanto el EZLN y qué tipo de revolución
social pretende impulsar?”.
Y el mexicano responde:
“Somos soldados para que no haya más soldados. El EZLN lucha
para que no sea necesario ser clandestino ni ir armado. Creemos
que quien conquista el poder por las armas no debiera de gobernar
nunca, puesto que se arriesga a gobernar por las armas y por la
fuerza. Quien recurre a las armas para imponer sus ideas es porque
tiene ideas muy pobres. Reclamamos tres cosas: libertad, justicia y
democracia. Y lo pedimos por la vía de la negociación, de la pala-
bra, de la discusión. No queremos tomar el palacio presidencial ni
acabar con la raza blanca. Queremos que se nos deje vivir en paz
según nuestras propias formas de gobierno.”

172
20. A través de la selva Lacandona.

“Ojos del mundo” fue el acertado nombre escogido por Manuel


Vázquez Montalbán para bautizar a todos los que pasamos por las
comunidades zapatistas. “Observadores internacionales”, “Campa-
mentistas civiles por la paz”, “Turistas de conciencia”, eran otros de
los modismos que se otorgarían a la legión de valientes que penetró
en la selva Lacandona para trasmitir al mundo lo que allí dentro
sucedía.
En Marcos: El señor de los espejos, además de una excelente pro-
moción de los productos catalanes, ya que invita al subcomandante
a probar unos embutidos de nuestra tierra, Manuel define a la per-
fección el objetivo que perseguíamos los que en un período u otro
entramos desde el año ’94 en territorio insurgente. Sirva su defini-
ción para preceder a la experiencia de uno más de estos anónimos
que llevará a Chiapas siempre en el corazón.

“CAMPAMENTISTA CIVIL POR LA PAZ. Voluntario que acude


a Chiapas con la disposición de convivir durante un tiempo con las
comunidades rebeldes. Su misión es tomar nota de cualquier viola-
ción a los derechos humanos y escribir reportes sobre la militariza-
ción en las comunidades indígenas. Esa información sirve de testi-
monio para casos luego abordados por los Comités de Derechos
Humanos y para denuncias formales.”

Asistí a un curso de dos días en el Centro de Derechos Humanos.


En la jornada inicial nos ofrecieron una charla bastante acotada
sobre el estado de la insurrección zapatista; en la segunda, afronta-
mos las circunstancias que rodean a una guerra de baja intensidad y
173
precisamos el objetivo al que aspirábamos como Observadores. Asi-
mismo nos sensibilizaron para que cuidáramos la ostentación, sobre-
manera en el tema alimenticio. Llegó el momento.
Aquella mañana me desperté asustado, no lo podía evitar. Sema-
nas atrás había leído un reportaje relacionado con los Escudos
Humanos y observaba cierta similitud con la función que íbamos a
desempeñar, debido a que la presencia de los Campamentistas ase-
guraba a los indígenas la lejanía del ejército.
Nos citaron en un hotel de San Cristóbal a las cuatro de la madru-
gada y subimos a un autobús rumbo a Ocosingo, ciudad chiapaneca
donde se libraron los primeros combates y zona urbana más milita-
rizada en la actualidad. En el trayecto, como siempre lo hacía, Chia-
pas amaneció mágica y enigmática.
Llegados a nuestro destino procuramos sortear varios destaca-
mentos militares hasta localizar un taxi. Allí, el director de la expe-
dición, un francés que viajaba por enésima vez a la selva, tomó los
mandos de la nave, negoció el precio con el conductor, le indicó el
camino, y tranquilizó y dio ánimos a los cinco miembros del grupo.
En medio de una carretera, con frondosa vegetación y sin ningún
hito referencial, el improvisado líder pidió al chofer que detuviera el
auto y bajamos del vehículo.
Sin más dilación nos adentramos en la selva y nos situamos en un
caminito marcado. Por extraño que parezca, me sentía relajado e
inclusive estimulado. Caminamos tres horas mientras mis pulmones
aprovechaban para adaptarse al nuevo hábitat y, al poco rato, tras
más de un resbalón, arribamos a una comunidad, en la que dos de los
seis integrantes se quedaban, y entre ellos el guía.
En general, para acceder a la selva solían hacerse parejas. A mí
me tocó con Ana, una mexicana oriunda de Jalisco, militante y
socióloga.
La tarde comenzaba a hacer acto de presencia y nos comunicaron
la imposibilidad de seguir la ruta; estábamos en una pequeña hacien-

174
da tomada por los zapatistas, en la que vivía un español casado con
una mexicana de Guadalajara. Ella era maestra y ejercía su profesión
con niños y adultos; instruía a su vez a promotores educativos, unos
campesinos que al superar un período de preparación pasarían a ser
docentes y enseñarían a leer y a escribir a los chicos de las áreas más
castigadas.
Fuimos invitados a cenar en la aldea creada alrededor del viejo
caserío abandonado y comprobamos que, dentro de las precarias
condiciones de las comunidades chiapanecas, aquélla podía califi-
carse de privilegiada puesto que comían con absoluta regularidad y
la carne formaba parte de la dieta habitual.
El origen cultural y solidario del movimiento se evidenciaba en la
distribución de la hacienda tomada. Una pequeña habitación cobijaba
al matrimonio, el cuarto grande resguardaba a los Observadores, tanto
nómadas como sedentarios, y el espacio principal quedaba reservado
a una enorme biblioteca que ya quisieran muchas ciudades del mundo.
En la conversación nocturna corroboré el verdadero contraste
entre el exterior y el interior de la selva. Pasé de la teoría a la prác-
tica, y allí era un total inculto que sólo podía escuchar y aprender.
Aparte de mi compañía nada tenía para aportar.
La conclusión fue rotunda: el zapatismo confería una importancia
primordial a la educación. No todas las comunidades contaban con una
alternativa viable y por eso intentaban preparar a sus propios maestros,
para escolarizar a zonas inhóspitas y alejadas del mundanal ruido.
En la charla mantenida con Nina meses más tarde, coincidimos en
preguntarnos cuál fue el destino de los profesores priístas. La res-
puesta, como mínimo, era sorprendente, dado que habían sido rele-
gados de sus cargos por divulgar una enseñanza descaradamente par-
tidista. No obstante, el problema educativo se asemejaba bastante al
de Pasac II, y los campesinos que superaban el curso de capacitación
docente debían mantener su jornada laboral en el campo. Al acabar-
la, cansados y abatidos, no siempre estaban en óptimas condiciones

175
para afrontar su segundo empleo y, en consecuencia, muchos niños
no recibían su tan necesaria dosis diaria de cultura.
Otra victoria del zapatismo fue trasmitir a sus simpatizantes los
valores indispensables para rescatar la esencia de los proyectos que
diferentes ONG desarrollaban en la región. La Cruz Roja gozaba de
presencia en las comunidades, y un cuerpo que en España, con la
excelente función que cumplía, había pasado desapercibido para mí,
ejercía en la selva Lacandona una función todavía más excepcional.
Su ayuda no era político-partidaria y sus miembros jamás entraban
en juicios de valor acerca del rumbo que habían decidido emprender
los campesinos que apoyaban en masa al zapatismo, de modo que los
indígenas se valían de la asistencia para subsistir, pero a su vez
adquirían conocimientos para emanciparse. Y quizá es la vertiente
criticable de algunas organizaciones no gubernamentales. No basta
con asistir, es imprescindible enseñar a producir.
Los lugareños suscribieron un acuerdo con la Cruz Roja para que
formara promotores de salud y para que les trasmitiera las nociones
básicas para ejercitar un uso correcto de la higiene. Al sentarnos a
cenar, todos se lavaron las manos antes de comer. A mí se me olvidó.

A la mañana siguiente, tras separarnos de dos efectivos, cuatro


vecinos nos condujeron hasta la próxima comunidad mientras por-
teaban nuestras mochilas a caballo. Aquella estampa, habitantes soli-
darios que nos guiarían entre la frondosa vegetación, determinaría la
tónica general del viaje a través de la selva Lacandona.
Cinco horas de camino transcurrieron para impactar de pleno
contra el virulento contraste al arribar a una aldea de desplazados.
Dos vecinos nos convidaron a unos mendrugos de pan. Poco podían
hacer por nosotros. El paisaje era desolador. Allí convivían veinte
familias que habían sido “desplazadas” de sus tierras por el ejército.
¿Y qué significado posee y esconde la palabra “Desplazado”? Desde
que comenzara el conflicto, una de las múltiples artimañas del eje-

176
cutivo mexicano consistía, mediante sus militares, en debilitar a la
población civil, para fragmentar a una sociedad que terminara por
rebelarse contra los mismos insurgentes. Vieja táctica contrarrevolu-
cionaria cuya resolución comportaba en Chiapas la cruda realidad
que tenía frente a mí.
La comunidad considerada estratégica, bajo la excusa de evitar el
rearme del EZLN, era literalmente desplazada a decenas de millas de
su lugar de origen. En medio de tal panorama, no es difícil imaginar
qué ocurría con los ancianos e infantes que no estaban preparados
para caminar dos o tres jornadas por la selva y, del mismo modo,
cuando se ejecutaba la intervención que precedía al desplazamiento,
los abusos de todo tipo y los consiguientes saqueos se sucedían por
doquier.
Los niños, abandonados, sucios, enfermos y sin dientes, solían
pagar un precio muy elevado, y palabras como escuela, sanidad o
agua potable, carecían de sentido. La lucha parecía distinta: mante-
nerse con vida. Pasamos el peor momento, y tampoco había nadie en
condiciones óptimas para guiarnos hasta el próximo poblado. Al final,
un joven salido de la nada nos indicó el itinerario a seguir y nos
comentó que a dos horas de camino se hallaba la casa de un hacenda-
do que simpatizaba con los rebeldes y que a buen seguro nos acoge-
ría. Tras la amarga experiencia nos marchamos al caserío anunciado.
Fuimos tratados con gran hospitalidad por otro valiente anónimo
que nos facilitó un imprescindible catálogo de referencias para
sobrevivir en nuestros siguientes pasos; nos dio de comer, pudimos
asearnos, y conocimos la historia de la aldea por la que acabábamos
de transitar. Fue arrasada e incendiada por el ejército.
Esa mañana se desviaron dos integrantes del grupo y el propio
señor que nos atendió nos condujo hasta una carretera. Llegaba el
mal trago. Superar el retén militar.
Todo estaba previsto, y tras un rato de espera aparecieron dos
miembros de la que sería nuestra comunidad destino, momento en

177
que nos despedimos del cortés anfitrión y escuchamos con deteni-
miento el plan. Para cruzar los destacamentos había dos opciones. La
primera consistía en rodearlo a pie al anochecer; la segunda, algo
más arriesgada, suponía ocultarse entre la vegetación y aguardar el
paso de un camión cualquiera. Había que esconderse por la sencilla
razón de que nos encontrábamos a medio kilómetro del control esta-
blecido por el ejército, y por allí podía circular un vehículo militar o,
aún peor, uno paramilitar. Asustado pero decidido, acaté las órdenes
de los expertos. Vivíamos tiempos tranquilos. Esperaríamos un
camión.
Cuarenta minutos se prolongó la tardanza, y mientras tanto nos
instruyeron para superar el retén. No todos los conductores confra-
ternizaban con el zapatismo, pero los que no apoyaban al movi-
miento nunca delataban a los Observadores, que por lo general eran
figuras bastante respetadas entre la población civil.
Subimos al vehículo y bajamos al cabo de una hora. Nuestros
escoltas de lujo se convirtieron en excelentes psicólogos y nunca supe
cuál fue el instante preciso en el que cruzamos el destacamento.
Con el corazón en un puño y el firme convencimiento de estar en
el sendero correcto, volvimos a adentrarnos en la selva. La suerte
había estado del lado de los buenos y jamás nos cruzamos en el
camino de los malos, esos temidos hombres de traje verde. Los
encuentros entre militares y Observadores solían ser fortuitos, y las
deportaciones y los episodios violentos también se producían con
frecuencia, aunque, parafraseando a Nina, el miedo no nos detuvo, y
después de una larga caminata aterrizamos en la comunidad.
Horas más tarde pensé en la adrenalina descargada durante el tra-
yecto en camión. Sin embargo los protagonistas son otros; son las
mismas personas que se juegan el cuello a diario para defender una
ideología que es mucho más que mera palabrería. Es un proyecto de
vida.

178
21. La rebeldía horizontal y el verdadero espíritu libre.

La integración en la comunidad no fue fácil. Algunas costumbres


eran tan diferentes… Y si Montalbán no sabe montar a caballo, yo
soy un cosmopolita patoso y torpón.
Los primeros días aprendí a desenvolverme sin ser una carga para
los vecinos, y aunque la comida escaseaba y los frijoles y el maíz
aparecían como únicos manjares, en seguida supe conformarme y
desear sólo en sueños el pa amb tomàquet.
La vida en la selva es terrible, regida por una extraña ley o ente
imaginario, una especie de gobernante en la sombra de un ecosiste-
ma que a menudo revienta. Los “milicos” estaban cerca pero pronto
nos habituamos a compartir el temor a los desplazamientos.
Nuestro trabajo consistía en anotar los movimientos militares que
observáramos en la zona, y al no tener jamás ningún tropiezo con el
ejército, la función se centró en enumerar los aviones de guerra que
sobrevolaban el territorio. Asimismo, nos mezclamos entre los veci-
nos para que nos condujeran hasta personas de su entorno que hubie-
ran sufrido o conocieran alguna violación de los derechos humanos.
Los amigos de la comunidad nos facilitaron la labor y fue senci-
llo hallar múltiples casos de abusos físicos puestos en práctica por
los hombres de traje verde.
La conflictividad con las aldeas vecinas que no apoyaban al zapa-
tismo suponía otro motivo constante de preocupación, porque había
una especie peligrosa que habitaba en toda la región, conocida por el
nombre de Buchones (chivatos).
De todos modos, la enorme dificultad que implicaba vivir en la
selva se hizo más soportable desde el ’94, una fecha que cambió el
curso de la historia, y aquella comunidad representaba el perfecto
179
ejemplo de una sociedad horizontal en medio de enormes falencias.
La mujer ocupaba idéntico lugar que el hombre, participaba en la
toma de decisiones y afrontaba las mismas tareas cotidianas que los
varones que, con absoluta complacencia, respaldaban la situación
(cabe recordar que el EZLN tiene a varias féminas en el cargo de
comandante).
Otra cuestión admirable residía en el afán de lucha y de supera-
ción que habían adquirido los miembros de la comunidad. Camina-
ban al unísono con un objetivo claro: tierra y dignidad. Contaban los
lugareños que una vez llegó un convoy militar dispuesto a llevarse
al Observador que albergaban. El joven alemán, que a duras penas
hablaba castellano, casi se estaba entregando al ver la violencia
empleada por los “milicos”, pero los vecinos quisieron cambiar de
nuevo el rumbo de su particular historia, y fueron las mujeres, arma-
das con palos, las que se interpusieron en el camino. Si te lo llevas a
él, nos llevas a todas, dicen que alguien dijo. Y otra gesta certifica-
ron al defender a aquel rubio europeo que todavía aterrorizado agra-
deció a sus fieles escuderas el coraje mostrado.
Un tema peliagudo giraba en torno a los vicios adquiridos por con-
tagio. Las drogas y el alcohol eran dos de los grandes enemigos de las
zonas marginales de América Latina, y los barrios pobres solían ser
hervideros donde el abuso de estas sustancias causaba verdaderos
estragos en la población, sobre todo entre los jóvenes. Nina luchaba
a diario contra esta lacra en su barrio del norte de la periferia de Bue-
nos Aires; en la comunidad, el consumo, tanto de alcohol como de
drogas, estaba prohibido. Sin embargo, se traspasaba la mera prohi-
bición y se explicaba a los más pequeños, y a los no tan pequeños,
qué problemas derivaban de la ingesta de tales productos. Aquella
labor didáctica se erigía como básica, dado que la tentación siempre
procedía de afuera, o bien del propio ejército, o de aldeas limítrofes.
De Marcos poco se sabía, allí era sencillamente un amigo. Su
figura no componía su realidad, su realidad se denominaba Zapatis-

180
mo. Y ésa es la grandeza del movimiento sin líder, sólo con un refe-
rente a quien occidente moldea a su antojo y necesidad y que los
indígenas integran como ente donde asirse y apoyarse, un dato que
había aprendido leyendo al propio Marcos y que corroboré con satis-
facción en la selva.
La comunidad simbolizaba una visión utópica del mundo conver-
tida en una sociedad manifiesta, y se palpaba, por ejemplo, en las
directrices de poder. Todos los habitantes intervenían de una forma
u otra en el gobierno, y mediante la asociación por afinidades esco-
gían a los distintos comités que colaboraban en el engranaje de una
maquinaria llamada en Chiapas “Sociedad”.
Al fin y al cabo tuvimos suerte, puesto que nuestros anfitriones
habían sido pioneros en un montón de materias. El estandarte, la
enseñanza, llegó de la mano de un promotor de educación divino
que nos transmitió su historia y sus deseos de seguir con la escola-
rización, entre un cúmulo de falencias, del mayor número de niños
posible.
Pero la propia enseñanza escondía aspectos bastante contradicto-
rios, y aunque dentro de la selva Lacandona se mantenían varias len-
guas autóctonas y milenarias, en cuanto al habla se refiere los nenes
bilingües sólo sabían leer el castellano. Fue el legado que había apor-
tado la dictadura priísta en un intentó de aniquilar todo vestigio de
cultura distinta a la central.
No obstante, el maestro deseaba difundir la lengua, las costum-
bres de su pueblo y la herencia que le trasmitieron sus antepasados,
y, con el devenir del tiempo y la ayuda de un vasco que había resi-
dido allí durante tres años, completó una vasta biblioteca con autén-
ticos tesoros: ensayos políticos, poesía, novela. La cultura literaria
del campesino convertido en docente era espectacular, y conocía
multitud de títulos que en mi vida había leído.
Me faltaban cincuenta páginas para acabar El amor en los tiem-
pos del cólera, y recordé que un día el “Gabo”, antes de escribir sus

181
memorias, tituladas Vivir para contarla, hizo cierta alusión a los tin-
tes autobiográficos del relato que me había acompañado desde Bue-
nos Aires. Sabía de la ideología de Márquez con relación al conflic-
to chiapaneco, y pensé en aportar este presente para la biblioteca
como símbolo de una experiencia inolvidable, parte de su vida y
desde entonces parte de la mía. Cuando regresé a Barcelona jamás
sentí la necesidad de reemprender la novela. No he acabado de leer
El amor en los tiempos del cólera. No creo que la nostalgia me impi-
da acercarme a la librería y gastar los seis euros que cuesta la edi-
ción de bolsillo. En realidad la importancia de aquel libro no estuvo
basada en el premio de un final, el premio fue descubrirlo y gozar de
su amistad durante la larga travesía que ahora llegaba a su fin. Segu-
ro que algún día me volvería a encontrar con ellos, con Fermina, con
el doctor, con Florentino Ariza…
Las horas transcurrían con placidez en la comunidad y el paso del
tiempo representaba un constante aprendizaje, inmersos en un para-
digma de solidaridad y sociedad. Ya no percibíamos las carencias:
chabolas de madera, camas inexistentes, agua corriente en las afue-
ras, comida escasa... Vivíamos centrados en aprender y aprender, y
contar aviones.
Los días pasaron volando, y en mitad de la estadía el promotor
educativo nos propuso dar clases de castellano, pero, tras comentar-
le que no éramos docentes, insistió tanto que aceptamos encantados.
Así que la sugerente rutina se consumaba entre chicos, libros y avio-
nes. Del ejército nunca se supo nada, aunque ambos estábamos muy
preparados.
Soy consciente de que en la propia comunidad jamás pude racio-
nalizar o entender lo experimentado, y de que me integré con tanto
fervor en la estructura horizontal que sólo al desprenderme de ella
aprecié lo que rescataría para siempre. Vivir, en Chiapas, había deja-
do de ser una utopía.
La selva, imantada por la belleza de sus parajes y el corazón de

182
sus habitantes, me obsequió con la despedida más difícil y dolorosa
de mi vida.

El camino de regreso a San Cristóbal se produjo sin ningún alter-


cado. La mezcla de nostalgia y tristeza, más allá de su lógica razón,
nos cegaba con dulzura, y en los primeros instantes, camino del DF,
nunca vislumbramos algo inevitable que ya había sucedido. La
transferencia. El legado de las utopías.

La última noche en la comunidad comprendí en un entrañable


hecho, de la mano de un niño, el anhelo de un pueblo que ansía y
persigue su libertad. La búsqueda del verdadero espíritu libre llegó a
su fin.
Ana había pasado la jornada ordenando la biblioteca y pronto
cayó rendida en su saco de dormir; yo descansaba mientras leía
cuando José, un chico de siete años, me invitó a pasear.
Poquito a poco bordeamos un pequeño riachuelo. Al fondo, la
majestuosa vegetación veía embellecido su esplendor por infinitud
de luciérnagas que revoleteaban en todas direcciones y esbozaban un
sutil y hermoso halo de luz. Recordé entonces los veranos de la
infancia vividos en l’Ametlla de Mar, donde, secundados por la cóm-
plice oscuridad y de manera furtiva, nos aproximábamos a la orilla
del Mediterráneo a recoger las mismas luciérnagas que ahora se
amontonaban en la selva Lacandona. Acto seguido, las agarrábamos
con delicadeza y las colocábamos dentro de unos botecitos de cris-
tal, para lograr así nuestras propias linternas vivientes. Nuestras
Campanillas.
Partícipe de la magia y del silencio que compartía con José, le
propuse que nos deleitáramos con aquel inocente juego que tantas
veces repetí a orillas del mar. Tras explicarle bien el funcionamien-
to me respondió: “Para qué vamos a molestarlas”.

183
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V

EL MEDITERRÁNEO.
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22. Mi legado zapatista.

Los siguientes días fueron muy raros, estaba tan desconcertado…


Sin tiempo a asimilar lo vivido, me despedí de Sergio en San Cris-
tóbal y besé en la mejilla por última vez a Ana. No la volví a ver.
Restaban cinco horas para subirme a un avión rumbo a Frankfurt.
En la ciudad alemana realizaría, casi un año después, el primer con-
tacto con Europa, y aguardaría un par de horas más para abordar el
avión definitivo y aterrizar así en Barcelona.
Manuel Vázquez Montalbán también hizo referencia al “Pen-
samiento único”, y me brindó una pequeña gran pista de lo que
me sucedía.
“El estallido de la rebelión indígena en enero de 1994 había dise-
ñado un interrogante en el prefabricado final de milenio bajo el
signo del pensamiento único, no corregido, sino aumentado, por los
que al atacarlo hemos caído en el único pensamiento de sentirnos
agredidos por el pensamiento único, aplastados por el peso de la
teología neoliberal, revelada como toda teología y prometiendo
satisfacciones que de momento no son de este mundo.”
Aquella proclama me ofreció la llave para abrir la puerta y
comenzar a racionalizar la experiencia. Podía afirmar que había esta-
do aplastado por la teología neoliberal y que desde entonces mis
fuentes de conocimiento tendrían que ser otras. Me había equivoca-
do durante años. El mundo no debe ser el que es sin más razón, y
naturalizar la desigualdad y el caos tampoco es lógico ni legítimo.
En Chiapas aprendí que, individuo a individuo, ser a ser, persona a
persona, estamos obligados a ejercer nuestra responsabilidad, obli-
gados a escribir nuestra propia, personal y particular historia. Mar-

187
cos lo había definido en Oxímoron de varias formas, escogí ésta por
el lenguaje directo: No es, como lo fuera alguna vez, el resultado
natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas
por los ricos al resto del mundo; para unos cuantos poderosos el
planeta se abrió de par en par, para millones de personas el mundo
no tiene lugar y vagan errantes de uno a otro lado. Y qué estúpido
¿no? De aquello me di cuenta en medio de la escasez.
A los políticos del pueblo se les llama ladrones; a los ladrones,
políticos del pueblo. Al mentiroso se le considera un pícaro y el
opresor es, sin más miramientos, el héroe. Qué grandeza de mundo
aguarda a mis pies.
Y al justo se le tilda de loco, y de cobarde, y de violento, y... en
este grupo están los zapatistas. Un pueblo que en pleno estado de
miseria abogaba por defender a capa y espada la cultura y la educa-
ción de sus niños; situaba a la mujer al mismo nivel que al hombre
en todas las funciones cotidianas; no establecía jerarquías internas
para tomar decisiones y permitía a la ciudadanía participar en ellas;
respetaba los idiomas y las costumbres de sus habitantes, y jamás
empuñaba un arma que siempre cambiaba por la palabra. Locos.
Locos de remate. El mundo no era para el zapatismo.
Sus enemigos lo tenían francamente difícil, porque los legítimos
pobladores de la selva Lacandona, perseguidos durante 500 años,
habían empezado ya una batalla, una lucha feroz para recuperar los
tesoros más preciados: la dignidad, su tierra, y la ilusión de construir
un México que no los excluyera. Ya ningún fusil les podía vencer.
Tan sólo podían matarlos. Ya lo habían hecho.
Robert D. Kaplan, padre para muchos de los que intentamos
escribir literatura de viajes, tras sus múltiples travesías por Afganis-
tán dijo: Simpatizar con los movimientos guerrilleros es un gaje del
oficio de los corresponsales extranjeros en todas partes, pero los
afganos fueron los primeros guerrilleros con los que los periodistas
no sólo simpatizaron sino que además respetaron. Lo insólito en mi

188
caso es que antes de entrar en las comunidades pensé en lo sensa-
cional que sería entrevistar a los comandantes del EZLN; cuando
salí, consideré que había colmado e inclusive superado mis expecta-
tivas, puesto que había podido departir durante días con los verda-
deros protagonistas de la historia.
Por supuesto que pronto deseo volver a la selva, y por supuesto
que entrevistar a cualquier comandante y al propio Marcos sería un
gran honor, pero infinitamente más provechoso tras haber convivido
con la población a la que representan y tras haber conocido el pro-
yecto que defienden. No sólo simpaticé con el movimiento, no sólo
respeté a sus guerrilleros, creo que, con toda la humildad posible, lo
interioricé para siempre, como claro ejemplo del mundo oculto que
tantas veces había soñado y que ahora, al fin, encontré.

Llegué a Frankfurt cansado y dormido. Por los interminables


corredores del aeropuerto me crucé con dos catalanas que se mar-
chaban un par de semanas a Cancún, y que me facilitaron un rotati-
vo de Barcelona en el que pude confirmar que los “Pacificadores”
preparaban una enésima guerra, a esta la llamaban preventiva, que
semanas después arrasaría un país arrasado.
Durante bastantes días persistió la tentación de quedarme en el
otro lado. Quizá la utopía me hizo comprender dónde estaba mi gue-
rra. Una contienda en un contexto y bajo cánones distintos, pero sin
duda por unos mismos ideales.

Al sobrevolar Barcelona me desperté de repente y allí estaba, deba-


jo de mí, cauteloso y expectante. Cuando veía el Mediterráneo, Miquel
Martí i Pol con sus armónicos versos afloraba en mi cabeza como
inmediata respuesta a tanta belleza. Unas melodías que emergían entre
sus recuerdos de niñez, con la vastedad del mar como referencia, y esos
dulces juegos sutilmente agresivos que una pareja escenificaba, sin nin-
guna insolencia, tumbada en la arena que ahora avistaba desde el cielo.

189
En Badalona, tres enormes chimeneas que expulsaban humo deli-
mitaban la frontera con Barcelona. Desde tiempos remotos habían
permanecido allí, y, aunque ensuciaban de manera visual el paisaje
y eran horribles, jamás me parecieron tan hermosas. Imaginé a los
integrantes del Xelajú corriendo por sus laderas, y a las vacas de la
cima del Santa María bajar por ellas. Tras los humos del Santiagui-
to, mi comunidad chiapaneca.
En los últimos minutos del vuelo, una señora me relató las asom-
brosas maravillas que había visitado en Londres. Lo tendré en cuen-
ta para el próximo viaje.
Al fin llegué y allí estaban todos, mi familia al completo y por
supuesto Susana, amiga a quien nunca cité y que de una forma u otra
siempre estuvo presente durante la aventura que acababa de concluir.
Con mi padre mantuvimos diferencias acerca del activismo. Yo
argüía que debíamos estar comprometidos con los excluidos; él
asentía, sin embargo consideraba que su lucha estaba en Barcelona,
y que se centraba en respetar a sus conciudadanos para trabajar
desde la cotidianidad por un mundo mejor. No sería mi modo, pero
tenía razón. Y en sí, eso es el zapatismo.
Fabio lo adornaba e incluso era poético. Semanas más tarde char-
lé con él y contaba que el zapatismo representaba el día a día: que-
rerse levantar feliz, saludar al panadero, sonreír en el mercado, lla-
mar al vecino y darle un abrazo (a ver quién es el guapo que compra
un piso al lado del de Fabio). Aunque, bromas aparte, tampoco le fal-
taba razón, y su planteamiento estaba basado, de igual manera, en
vivir con el afán de construir un mundo mejor.
Así se produjo la primera transferencia del legado de las utopías,
seguro que pronto habrá otras.
El viaje fue la oportunidad para impregnarme de una filosofía, de
la verdad que escondía ese movimiento llamado zapatismo que me
dejaba la lección más importante de todas, porque en la selva Lacan-
dona aprendí que un mundo mejor es posible.

190
Una Postdata

A fines de 2003, cuando el libro que acaban de leer se preparaba


para enfrentarse al duro examen editorial y quedaba menos de una
semana para que se cumplieran diez años del levantamiento zapatis-
ta, algunos medios volvieron a llenar sus páginas con la enésima cri-
minalización del EZLN. Por aquel entonces me encontraba en Bar-
celona, en contacto con mis colegas del otro lado del océano pero un
tanto desvinculado, por cuestión geográfica, de la situación que se
vivía en Chiapas. No tardé en ponerme al día, puesto que ese mismo
verano el EZLN había cambiado sus centros de poder y había roto su
silencio, luego de un prolongado período. Frente a mi sorpresa, nada
tenía que ver la realidad con lo que nos contaban algunos medios,
que, por razones que desconozco, intentaron lapidar al zapatismo,
con el propósito de enterrar no sólo su presente, sino de eliminar las
esperanzas de aquéllos que han soñado con un futuro en que el
EZLN les siga otorgando lo que quinientos años de etnocidio les han
usurpado.
Recibí emails, cartas, artículos periodísticos e incluso cayó en mis
manos, gracias a los compañeros de la Red de Solidaridad con Chia-
pas en Buenos Aires, una entrevista realizada a los dirigentes del
EZLN en la Junta del Buen Gobierno (JBG) en la región de Caracol
IV (Chiapas), en uno de sus siete asentamientos: el Municipio Autó-
nomo en rebeldía 17 de noviembre.
Los compañeros de la Red de Solidaridad no ahorraron en hala-
gos hacia la evolución sobrevenida en las insurgentes montañas
chiapanecas. Durante su estadía en la selva Lacandona, estos com-

191
pañeros se acordaron mucho del viejo Antonio. El viejo Antonio es
un personaje que se halla dentro de cada uno de los ancianos zapa-
tistas, y al cual el subcomandante Marcos recurre en un sinnúmero
de ocasiones para expresar el sentimiento de un pueblo digno y
rebelde.
La respuesta a los que apuntaron con sus misiles al pulmón de la
selva Lacandona arribó, como siempre, en forma de propuesta social
y de acción política: los Aguas Calientes, antiguos organismos de
gobierno zapatista, dieron paso a Los Caracoles, una evolución estu-
diada de sus propios centros de poder, y las Juntas del Buen Gobier-
no se erigieron en las nuevas instituciones a las que millones de
indios, que no encontraban respuesta a sus problemas en el ejecuti-
vo estatal, podían acudir.
De modo que, mientras decenas de compañeros que viajaron a
Chiapas después de mi partida se deshacían en elogios, algunos
medios insistían, con informaciones de enviados especiales que
escribían a mil kilómetros de distancia, en aniquilar al zapatismo,
como si de una plaga maligna de tratara. Me pregunté entonces si
idéntica tergiversación debía de suceder en otros conflictos que
acaecían en el mundo, como el de Bolivia, Venezuela, Perú, Colom-
bia, Cuba, y, por qué no decirlo, Estados Unidos, donde el pueblo,
silenciado hasta la hartura, no parece estar muy de acuerdo con el
proceder de sus mandatarios.
En cualquier caso, los que residen en territorio petrolero, gozan
de la ‘suerte’ de ser un número, un lugar estratégico, circunstancia
que, al parecer, no ocurre en Sudán, El Congo, Costa de Marfil,
Nigeria, y en tantos y tantos conflictos ignorados en los que los
muertos se cuentan por millones.
A tenor de esta realidad, he pretendido mostrar Chiapas desde la
visión más colectiva posible, para que en El legado de las utopías mi
experiencia sea, simplemente, una más, pues en Chiapas tampoco
hay petróleo, aunque sí gas.

192
He charlado con tantos Observadores como he podido, me he
documentado en un sinfín de organizaciones, he departido con todos
los eruditos que me han abierto sus puertas y he leído los libros de
quienes me las han cerrado. Por lo tanto, si bien deseo remarcar que
el cien por cien de lo narrado en El legado de las utopías es verídi-
co, sobre todo en cuanto a los testimonios entrevistados se refiere, en
los que no he cambiado ni una sola palabra, también quiero señalar
que en mi paso por las comunidades he reflejado una experiencia
colectiva, no sólo con mis vivencias, sino añadiendo otras de igual o
mayor valor, en especial las de Pablo, Nina y Fabio. Ellos me han
ayudado a alejarme de la idiosincrasia capitalista que nomás me per-
mitía ejercer el Pensamiento Único.
Así pues, que sus vivencias sirvan para luchar contra la tiranía, y
que juntos sigamos creyendo en los sueños.

Ivan Puig i Tost.


Barcelona, a principios del verano de 2004.

193
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ÍNDICE.

INTRODUCCIÓN
Gracias y mil disculpas por anticipado . . . . . . . . . . . . . . 5

I DE BUENOS AIRES A LA TIERRA OLVIDADA


1 Un océano de asfalto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
2 HIJOS y Eduardo Nachman: secuencia
de una desaparición. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
3 Teotihuacán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
4 Rumbo a Chiapas con los herederos del ‘Che’. . . . . . 45
5 San Cristóbal de las Casas: punto de encuentro . . . . . 53

II RECUERDOS DEL PASADO, HISTORIS DEL PRESENTE


(Una escapada a Guatemala).

6 De nuevo en Quetzaltenango . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
7 Guatemala, Rigoberta Menchú y los oprimidos . . . . . 69
8 Los amigos de Pasac II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
9 La inesperada noticia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
10 Los Quetzaltrekkers. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
11 Noche de leyendas en el lago Atitlán . . . . . . . . . . . . 98

III UN RECORRIDO POR EL PARAÍSO PROHIBIDO


12 El reencuentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
13 Crónica de una muerte descarnada . . . . . . . . . . . . . 115
14 Diecisiete horas más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
15 “Cristóbal Sánchez, para servirles”. . . . . . . . . . . . . 136
16 El yacimiento arqueológico de Palenque:
tras la estela de Tintín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
17 Soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150

195
IV EN LAS COMUNIDADES ZAPATISTAS
(El EZLN: La guerra de las palabras).

18 Del genocidio legendario a


la insurrección zapatista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
19 Ignacio Ramonet y Marcos:
Conversaciones con Fabio Steinzdheler . . . . . . . . 162
20 A través de la selva Lacandona . . . . . . . . . . . . . . . 173
21 La rebeldía horizontal y
el verdadero espíritu libre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179

V EL MEDITERRÁNEO
22 Mi legado zapatista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

VI UNA POSTDATA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

196

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