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Hace relativamente poco tiempo que las grandes civilizaciones de la América precolombina
comienzan a ser comprendidas a medias por los estudiosos, cuyas investigaciones se ven
limitadas a los restos que se han salvado de la destrucción perpetrada por los representantes
españoles de la civilización europea. Como señala Laurette Séjourné, «la colonización de
América es el pecado mortal de toda Europa», y recuerda que el Papa, como jefe de la
cristiandad, autorizó la conquista y la colonización, con la única condición de que los indígenas
fueran evangelizados, después de haber sido sometidos por la fuerza de las armas. El propio
Cristóbal Colón, inspirado visionario y gran navegante, demostró que los genoveses no eran más
humanitarios que los castellanos, extremeños y andaluces, pues trató a los aborígenes de La
Española de manera tan cruel como la que distinguió a la mayoría de sus sucesores. Por su parte,
Américo Vespucio, hijo de la culta y refinada Florencia, consideraba a los hombres y mujeres
que vivían en las costas del Nuevo Mundo como animales de caza, en los que podía satisfacer su
gusto por este deporte
Lo cierto es que la América con que tropezó Colón en su viaje occidental hacia las Indias no fue
verdaderamente descubierta, sino conquistada, destruida y colonizada. La tarea de rescatarla de
la ignorancia y del olvido ha sido emprendida, mucho después, por arqueólogos, antropólogos e
historiadores preocupados por conocer, a través de los espléndidos residuos de América, la
riquísima y muy compleja realidad de un mundo desaparecido y envuelto en el misterio. El
primero en iniciar, con espíritu científico, esta ingente tarea fue Alexander von Humboldt, con
quien comienza, de hecho, el auténtico descubrimiento de la América anterior a la conquista,
como lo prueban sus admirables Vistas de las cordilleras y los monumentos de los pueblos
indígenas de América (1810), obra de capital importancia para la historiografía americana. El
extraordinario renombre de Humboldt hizo que su libro se difundiera rápidamente y despertara
el interés de muchos investigadores, que intentaron ampliar y profundizar los apasionantes
hallazgos y observaciones en él contenidos. Estos trabajos culminaron en 1880, cuando Alfred
Maudsley completó el registro de todos los textos mayas encontrados en edificios y
monumentos, iniciando así la etapa moderna de la arqueología precolombina.
El imperio azteca
Hacia mediados del siglo XIII, nuevos y numerosos grupos de chichimecas penetraron en el valle
donde hoy se alza Ciudad de México, sometiendo a los príncipes toltecas supervivientes. En
contacto con la población tolteca, los chichimecas adoptaron hábitos sedentarios y fundaron un
imperio, de corta duración, bajo el rey Xolotl y su hijo Nopaltzin. Mientras tanto, habían
penetrado también en el valle los mexicas o aztecas, que hacia mitad del siglo XIV se asentaron a
orillas del lago Texcoco, fundando en dos islotes las ciudades de Tenochtitlán y Tlatelolco. Al
mismo tiempo, habían llegado otros pueblos, oriundos del valle de Toluca, los tepanecas y los
acolhua, que habían fundado unos pequeños principados, llamados precisamente acolhua: los
más importantes de éstos dependían de los centros de Atzcapotzalco y Coatlichán. Los príncipes
de estas ciudades se sometieron durante algún tiempo a Xolotl, con quien establecieron además
estrechos vínculos de parentesco.
Entre los siglos XIV y XV, los tepanecas de Atzcapotzalco lograron sustraerse al control de los
chichimecas y extender sus dominios, fundando bajo el reinado de Tezozomoc un auténtico
imperio. Para realizar sus conquistas, este soberano empleó a mercenarios mexicas de
Tenochtitlán y de Tlatelolco; con su ayuda logró someter Colhuacán y más tarde unificar la
mayor parte de México central. Pero los mexicas, tras haber puesto sus dotes militares al
servicio de los tepanecas, las emplearon para emanciparse de ellos y crear un imperio propio. En
1430, junto con su aliado Netzahualcóyotl, que quería recuperar Texcoco —arrebatado
anteriormente por Tezozomoc—, y con la ayuda de los tlaxcaltecas, los mexicas de Tenochtitlán
y de Tlatelolco conquistaron Atzcapotzalco y aniquilaron en poco tiempo el imperio tepaneca.
En 1434 se constituyó una confederación entre Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán, y una ciudad
del antiguo señorío tepaneca.
En este momento comienza la historia de la civilización azteca, que heredó mucho de las
culturas mexicanas precedentes, en especial de los toltecas. Al parecer, el nombre de aztecas fue
dado a los mexicas por su tierra de origen, Aztlán o Aztatlán («tierra de las garzas»), acaso
identificable con el actual Estado de Michoacán. Tenochtitlán alcanzó rápidamente el
predominio en la confederación y se convirtió en la ciudad más importante del Imperio azteca.
En aquel tiempo en Tenochtitlán reinaba Itzcoatl, iniciador del poderío azteca. Éste, con ayuda
de Netzahualcóyotl, continuó la obra de dominio en México central. Su consejero era Tlacaélel,
que continuó al servicio de los dos soberanos siguientes y desempeñó un importante papel en la
organización del imperio.
El rey Netzahualcóyotl, además de ser un poeta inspirado, tenía una mente filosófica que lo llevó
a emprender una auténtica revolución religiosa. Estableció que la divinidad suprema era un
principio creador invisible, lo cual supone un pensamiento monoteísta, que nos trae el recuerdo
del faraón Amenofis IV. Sin embargo, esta revolución significa también la recuperación de la
espiritualidad universalista que caracterizó a la antigua y misteriosa Teotihuacán. Por eso
desterró a los ídolos de su amada Texcoco y no se cansó de perseguir la idolatría. Se decía
heredero de Quetzalcoatl y, para terminar de construir la capital de su reino, llamó a los mejores
artistas y artesanos toltecas, quienes, después de abandonar Teotihuacán, se habían refugiado
entre los mixtecas. Gracias a estos consuma dos artistas y al genio de Netzahualcóyotl, Texcoco
se convirtió en una espléndida ciudad, cuya belleza hizo que los españoles la llamaran la Atenas
mexicana.
A Itzcoatl lo sucedió Moctezuma I (1440-1469), cuyo reinado fue azotado, en 1450, por una
terrible penuria que, al parecer, indujo a los aztecas a adoptar medidas excepcionales para
propiciarse a los dioses. Según las historias tradicionales, basadas por lo común en conjeturas
fantasiosas, los sacerdotes afirmaron que la tierra debía ser alimentada con sangre humana, por
lo cual se ordenó celebrar, cada veinte años, una fiesta sagrada con sacrificios de hombres y
mujeres. Por consiguiente, era cuestión de encontrar las víctimas a inmolar. Como los pueblos
vecinos eran todos aliados o estaban sometidos, Tenochtitlán habría tenido que guerrear contra
pueblos lejanos; entonces se decidió, de acuerdo con los señoríos de Huixotzinco y Tlaxcala —
que también habían padecido por la escasez de alimentos—, la costumbre de la «guerra florida».
Siempre en el terreno de la conjetura, esta práctica guerrera no tendría objetivos de conquista,
pues solamente serviría para la captura de prisioneros destinados a los sacrificios. Si esta feroz
costumbre fuera realmente cierta, y no mera leyenda como opinan también algunos
historiadores, ella sería la causa de que los aztecas se ganaran el odio irreductible de los pueblos
sometidos a sus sanguinarias incursiones.
Axyacatl (1469-1481) y Tizoc (1481-1486) continuaron la obra de expansión, ayudados por los
señores de Texcoco, sucesores de Netzahualcóyotl. Pero quien condujo a su máxima extensión al
Imperio azteca fue el gran conquistador Ahuitzotl (1486-1502). Combatió contra los huaxtecas y
arrebató a los zapotecas el valle de Oaxaca. Se dice que, en 1487, celebró en Tenochtitlán la
consagración del Templo Mayor, con el sacrificio de veinte mil prisioneros; invitó a esta
ceremonia tanto a sus aliados como a sus enemigos, para impresionarles con su poderío.
Ahuitzotl conquistó también los territorios de los actuales Estados de Veracruz y de Guerrero,
extendiéndose más allá del istmo de Tehuantepec, hasta Guatemala. Lo sucedió Moctezuma II
(1502-1520), un sacerdote filósofo, dedicado hasta aquel momento a la meditación más que a las
empresas bélicas. Inició la realización de un programa de vasto alcance, consistente en la
eliminación del sistema federal existente, que unía a los diversos principados aztecas,
sustituyéndolo por una estructura imperial bajo la hegemonía de Tenochtitlán. Con este objeto,
aprovechando la decadencia de Texcoco, el soberano la hizo tributaria de Tenochtitlán,
colocando al frente de la ciudad a un príncipe de su estirpe. Los tlaxcaltecas, alarmados por
aquel ambicioso expansionismo, incitaron a la rebelión a todos los vasallos de Tenochtitlán.
Mientras tanto, habían aparecido en escena los españoles, y los pueblos enemigos de los aztecas
se aliaron con Hernán Cortés contra Moctezuma. Para colmo de males, este desdichado rey,
teniendo en cuenta las antiguas profecías, llegó a creer que el conquistador español podría ser el
dios Quetzalcoatl, que regresaba de Oriente. Cuando descubrió su lamentable error, ya era tarde
para evitar el funesto destino de su pueblo.
Se afirma, sin ningún espíritu crítico, que la cultura azteca, impuesta en América central durante
más de dos siglos, presentaba a la vez rasgos de la más refinada civilización y de innegable
barbarie. Aunque se podría decir lo mismo de la Europa contemporánea que de los aztecas
(bastaría recordar a hombres ilustres condenados al tormento y a la hoguera), es difícil asociar al
bárbaro caníbal y al terrible sacerdote, embriagado con la sangre de sus víctimas —tal como los
muestra la leyenda elaborada por los colonizadores—, con el sabio y el artista, de elevados
pensamientos y de exquisita sensibilidad, que revelan los vestigios. Se hace cada vez más
evidente que la insistencia en convertir a los indígenas en animales irracionales, capaces de los
peores crímenes, es una mentira forjada para justificar las indudables —y muchas veces
confesadas— atrocidades de toda índole cometidas por los conquistadores y por quienes se
dedicaron a la explotación de sus conquistas.
Lo cierto es que los aztecas, a pesar de su condición de implacables guerreros —también lo
fueron los romanos educados por Grecia—, supieron asimilar la cultura de los pueblos
sometidos. Cultivaron todas las artes, incluidas la música y la literatura, en las que demostraron
su originalidad y su estilo inconfundible. En cuanto a su concepción del cosmos, heredada de
muy antiguas civilizaciones mexicanas, presenta algunas sorprendentes semejanzas con las
cosmologías desarrolladas por las religiones del Viejo Mundo. Consideraban que en el universo
se cumplían distintas edades o ciclos, y que en una existencia ultraterrena se castigaban los
pecados y se premiaban los buenos hechos realizados en la vida mortal. El cosmos estaba
dividido en nueve infiernos —Dante divide su Infierno en nueve círculos— y en trece cielos
diferentes, a los cuales los difuntos eran asignados no sólo por su conducta durante la vida, sino
también, y sobre todo, según la índole de su muerte. Los caídos en combate, las víctimas de los
sacrificios y las mujeres muertas de parto eran considerados héroes y hallaban la mansión
definitiva en la casa del Sol; los hidrópicos, los ahogados o los muertos por el rayo estaban
destinados a la de Tlaloc, dios de la lluvia. Las divinidades creadas por el sentimiento religioso
popular eran muy numerosas, pero los sacerdotes procuraban reducir en lo posible su cifra
excesiva.
En la vida de los hombres se reflejaba la eterna lucha entre las fuerzas de la luz y del bien, por
una parte, y las de las tinieblas y del mal, por la otra, personificadas, respectivamente, por
Quetzalcoatl y por Tezcatlipoca, «Señor del Espejo Humeante», personaje que aparece como la
antítesis del rey penitente. Patrón de los esclavos al mismo tiempo que de sus propietarios,
instigador de guerras y discordias, confesor de los pecados sexuales que fomenta, Tezcatlipoca
es contradictorio, cambiante, múltiple. Simboliza al «Sol de Tierra», el astro engullido por las
tinieblas. Debido a estas características y a su emblema —el espejo humeante y brumoso—,
aparece como la imagen de la materialidad. Es significativo que la sucesión de los períodos
cósmicos, a través de los cuales la Creación descubre la conciencia, sea el resultado de la lucha
de dos entidades contrarias.
En tiempo de Moctezuma II, el Imperio azteca contaba con once millones de habitantes. Su
capital era Tenochtitlán («cactus sobre la roca»), en una isla del lago Texcoco, junto a
Tlaltelolco, con la cual acabó fusionándose. Estaba unida a tierra firme por puentes y en su
centro tenía un conjunto de templos rodeado de murallas; fuera de este recinto se encontraban
los palacios reales. El rey azteca era elegido por un consejo de nobles, sacerdotes y guerreros.
Con el paso del tiempo, se había creado un auténtico culto en torno a su persona, hasta el punto
de que no estaba permitido a nadie levantar la mirada hacia él. Era transportado en litera y
cuando prefería andar, iba precedido de una cohorte de cortesanos que extendían alfombras
sobre el suelo. Poseía grandes riquezas y numerosas concubinas. Los sacerdotes, naturalmente,
gozaban de una gran consideración y de múltiples privilegios. También eran favorecidas las
clases nobiliarias y militares, tan sólo sujetas a la jurisdicción de un tribunal especial. Asimismo
disfrutaban de ventajas, pero a un nivel más bajo, los comerciantes, que practicaban el espionaje
por cuenta del soberano durante sus viajes a las provincias, por cuyo servicio quedaban
dispensados de los tributos. Seguían los artesanos. Y al final de la jerarquía social se encontraban
los asalariados y los esclavos: prisioneros de guerra, culpables de delitos graves, o bien
individuos vendidos por sus familias. Sin embargo, la esclavitud no era hereditaria. La justicia,
que se mostraba muy severa incluso con los niños, era más indulgente con los ancianos, a
quienes por lo menos permitía la embriaguez. El calpul era la unidad religiosa y militar en el que
se agrupaban las familias.
Los aztecas, que en su origen habían sido cazadores y pescadores, se dedicaron más tarde a la
agricultura, pero con técnicas muy rudimentarias. Los cultivos más comunes eran el maíz y las
judías. Desde las regiones subtropicales se importaba cacao, miel y tabaco; de una especie de
agave, el maguey, se obtenía una bebida embriagadora, el pulque. Sobre las aguas del lago
Texcoco los aztecas colocaban chinampas, almadías ancladas hechas de juncos entrelazados, que
cubrían de tierra, aprovechándose así para el cultivo.
Lo mismo que entre los mayas, los depositarios de la cultura eran sacerdotes. La escritura azteca
era más rudimentaria que la maya, y se mantenía todavía próxima a la ideografía. Su calendario
comprendía 18 meses de 20 días cada uno. La medicina, muy avanzada, era ejercida por
curanderos, hombres y mujeres, que se transmitían la profesión de padres a hijos; fabricaban
pociones y ungüentos, utilizando hierbas, y sus remedios fueron considerados eficaces por los
españoles, que estudiaron su composición. Los curanderos trataban las fracturas mediante la
aplicación de tablillas para inmovilizar los miembros; practicaban sangrías, suturaban las
heridas, curaban la caries dental y las enfermedades de la piel, de la vista y del oído y asistían a
las parturientas.
Los aztecas cultivaron la poesía, sobre todo lírica y religiosa, sin que faltasen las formas
dramáticas, aptas para la representación teatral. Los textos poéticos, aprendidos de memoria y
transmitidos de generación en generación, fueron transcritos en parte por los españoles. Así se
han conservado unos sesenta cármenes y unos veinte himnos litúrgicos, que se acompañaban
con música. Los instrumentos eran de viento y de percusión, faltando por completo los de
cuerda.
Muy poco ha quedado de los monumentos de Tenochtitlán, que debían ser al mismo tiempo
grandiosos y elegantes: la capital azteca fue destruida por los españoles tras un largo asedio. En
cambio, se han salvado numerosas esculturas, entre ellas una auténtica obra maestra: la cabeza
de un «caballero águila», es decir, miembro de una importante orden militar. También se han
hallado muchas cerámicas y mosaicos de turquesas, coral, perlas y plumas (amantecas).