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AMÉRICA PRECOLOMBINA

MAYAS, AZTECAS E INCAS


El conocimiento de América

Hace relativamente poco tiempo que las grandes civilizaciones de la América precolombina
comienzan a ser comprendidas a medias por los estudiosos, cuyas investigaciones se ven
limitadas a los restos que se han salvado de la destrucción perpetrada por los representantes
españoles de la civilización europea. Como señala Laurette Séjourné, «la colonización de
América es el pecado mortal de toda Europa», y recuerda que el Papa, como jefe de la
cristiandad, autorizó la conquista y la colonización, con la única condición de que los indígenas
fueran evangelizados, después de haber sido sometidos por la fuerza de las armas. El propio
Cristóbal Colón, inspirado visionario y gran navegante, demostró que los genoveses no eran más
humanitarios que los castellanos, extremeños y andaluces, pues trató a los aborígenes de La
Española de manera tan cruel como la que distinguió a la mayoría de sus sucesores. Por su parte,
Américo Vespucio, hijo de la culta y refinada Florencia, consideraba a los hombres y mujeres
que vivían en las costas del Nuevo Mundo como animales de caza, en los que podía satisfacer su
gusto por este deporte
Lo cierto es que la América con que tropezó Colón en su viaje occidental hacia las Indias no fue
verdaderamente descubierta, sino conquistada, destruida y colonizada. La tarea de rescatarla de
la ignorancia y del olvido ha sido emprendida, mucho después, por arqueólogos, antropólogos e
historiadores preocupados por conocer, a través de los espléndidos residuos de América, la
riquísima y muy compleja realidad de un mundo desaparecido y envuelto en el misterio. El
primero en iniciar, con espíritu científico, esta ingente tarea fue Alexander von Humboldt, con
quien comienza, de hecho, el auténtico descubrimiento de la América anterior a la conquista,
como lo prueban sus admirables Vistas de las cordilleras y los monumentos de los pueblos
indígenas de América (1810), obra de capital importancia para la historiografía americana. El
extraordinario renombre de Humboldt hizo que su libro se difundiera rápidamente y despertara
el interés de muchos investigadores, que intentaron ampliar y profundizar los apasionantes
hallazgos y observaciones en él contenidos. Estos trabajos culminaron en 1880, cuando Alfred
Maudsley completó el registro de todos los textos mayas encontrados en edificios y
monumentos, iniciando así la etapa moderna de la arqueología precolombina.

Los primeros habitantes del Nuevo Mundo


Los orígenes de la población del continente americano continúan siendo poco conocidos. Los
etnólogos se muestran casi unánimes en considerar que durante un período comprendido entre
los años 65.000 y 40.000 a. C. debió efectuarse una inmigración, procedente de Asia nororiental,
de tribus dedicadas a la caza y la recolección de los productos de la tierra. Según la mayoría de
los especialistas, estos pueblos abandonaron sus países de origen debido a un profundo cambio
del clima, que provocó la aridez de extensas regiones asiáticas, dificultando cada vez más la vida
en ellas. Las manadas de animales se desplazaron, pues, hacia el Este, en busca de nuevos
pastos, y las tribus de cazadores las siguieron, en su larga y lenta marcha. Tras haber recorrido
Siberia, estos pueblos pasaron al continente americano, cruzando por la estrecha franja de tierra
que en aquel tiempo unía Asia y América, ya que el nivel del mar era más bajo que el actual.
Más tarde se produjeron otras corrientes migratorias; parece ser que hacia 12.500 a. C. una
nueva oleada de pueblos debió penetrar en América. Según algunos autores, en épocas
posteriores también se registraron inmigraciones desde la Polinesia y otras islas de Oceanía, pero
no ha sido posible demostrarlo de modo concluyente. Desde Alaska y las tierras árticas, las
tribus procedentes de Asia se extendieron por el Nuevo Mundo siguiendo tres direcciones
principales: la costa septentrional de Alaska y Canadá, las praderas situadas al este de las
Montañas Rocosas y la costa del océano Pacífico.
Los instrumentos más antiguos hallados en el continente americano (raspadores, choppers y
lascas de diversos tipos) tienen más de 40.000 años de antigüedad; pero la determinación de la
fecha no es unánime entre los especialistas. Tampoco hay concordancia de opiniones en lo que
se refiere a la antigüedad de los primeros restos fósiles humanos encontrados.
Los hallazgos han sido particularmente numerosos en la parte sudoccidental de los actuales
Estados Unidos, cuyo clima cálido y seco ha favorecido su conservación. En esta región se
desarrollaron las culturas precolombinas más antiguas, que recibieron su nombre de las
localidades donde se produjeron los principales descubrimientos; en un período comprendido
aproximadamente entre los años 15.000 y 7.000 a. C. pueden situarse las culturas de Sandia,
Clovis y Folsom (las tres en el actual Nuevo México), la cultura Yuma (Arizona) y la cultura
Cochís (Texas central y sur de Arizona). Luego se desarrollaron otras culturas y civilizaciones
más evolucionadas en diversas áreas del Nuevo Mundo: en la región ártica, en los territorios que
forman actualmente los Estados Unidos y en las regiones centroamericanas y andinas.

Las culturas de las tierras árticas y de América del Sur


A los pueblos de tipo esquimal se deben las formas culturales más antiguas, desarrolladas en
Alaska, Groenlandia, Labrador y Canadá, y unificadas hacia 900 d. C. por la cultura de Thule,
obra de un pueblo de navegantes y balleneros. La cultura de Dorset, que germinó en
Groenlandia al mismo tiempo que la de Thule, estuvo en contacto con los vikingos, que llegaron
a aquella isla hacia finales del siglo X, bajo el mando de Erik el Rojo. Éstos fundaron en las
costas meridionales de Groenlandia dos colonias, las cuales, tras alcanzar una notable
prosperidad, decayeron en el siglo XV y fueron abandonadas.
A partir del inicio de la era cristiana, en la zona sudoccidental, en lo que en la actualidad
corresponde aproximadamente a los Estados de Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México, se
desarrolló la cultura Anasazi (término que en lengua navajo significa «los primitivos» o «los
antiguos»). Presenta dos fases diferentes: la primera, que se desarrolló entre los siglos I y VII, fue
llamada cultura de los cesteros (Basketmakers), por su notable producción de cestos de mimbre;
la segunda, debida con toda probabilidad a una nueva población que se añadió a la de los
cesteros, se desarrolló hacia el año 700 y recibió el nombre de cultura Pueblo. Esta designación
expresa la principal característica de las gentes que la elaboraron; residían en pueblos formados
por casas de dos o tres pisos, que se apiñaban, abrigándose mutuamente, en grupos compactos,
por razones evidentes de defensa. Los grupos pertenecientes a la cultura Pueblo se dedicaban a
la agricultura, cultivaban sus campos mediante un racional sistema de canales de riego y
fabricaban cerámica decorada con motivos geométricos. Esta cultura decayó entre finales del
siglo XIII y comienzos del XIV, a causa de una grave y prolongada sequía, que obligó a sus
habitantes a abandonar la región y trasladarse más hacia el Sur.
Casi simultáneamente a la cultura Pueblo, en los territorios que hoy constituyen los Estados de
Mississippi, Alabama, Georgia y Florida se desarrollaban otras culturas, favorecidas por las
buenas condiciones ambientales. La más conocida es la cultura de los Mounds o de los túmulos
para ceremonias (del inglés mound, túmulo), que se desarrolló sobre todo en Mississippi hacia el
año 750.

Las culturas centroamericanas y andinas


En las regiones centroamericanas y andinas, a partir del primer milenio a. C., se desarrollaron
unas culturas y civilizaciones más complejas que las antes citadas. Se diferencian de las otras
difundidas en el continente americano por un mayor nivel económico, una organización social
compleja con división de clases, por la extraordinaria riqueza artística y sobre todo por el
notable desarrollo de las ciencias (matemáticas, astronomía, medicina), por su preciso sistema de
cómputo del tiempo y —en lo que atañe a Centroamérica— por la escritura jeroglífica y la
tradición histórica recogida en anales, que han permitido reconstruir algunas fases de la vida de
aquellos pueblos antes de la llegada de los españoles. La división tradicional de las culturas
centroamericanas, debida esencialmente a sus aspectos artísticos, comprende un período
preclásico, al que pertenece la civilización olmeca; un período clásico, de las civilizaciones de
Teotihuacán y maya antigua; y un período posclásico, en que se produce la decadencia maya,
por una parte, y el nacimiento de la civilización tolteca y azteca, por otra. Esta periodificación
tiene una correspondencia aproximada en la historia del mundo antiguo: las civilizaciones del
período preclásico son contemporáneas de las civilizaciones griega y persa; las del clásico
corresponden a los Imperios Romano e islámico; y las del posclásico son simultáneas a la Edad
Media europea. Las culturas y civilizaciones andinas, que tuvieron relaciones con las
centroamericanas (por ejemplo, Honduras occidental fue un gran centro cultural maya) se
iniciaron en el siglo IX a. C. y se dividen en seis períodos, el último de los cuales corresponde al
Imperio inca (1438-1527).

Los olmecas y las civilizaciones más antiguas de América Central


Los olmecas —nombre acuñado por los arqueólogos y que significa «pueblo del país del
caucho»—, fueron probablemente los iniciadores de la cultura superior centroamericana. La
civilización olmeca surge hacia el año 1000 a. C. junto a la costa del golfo de México,
propagándose más tarde hasta Costa Rica. Su período de apogeo abarcó entre 800 y 200 a. C.,
decayendo después al surgir la civilización maya.
Las más importantes ciudades olmecas reciben su nombre de las localidades de La Venta y Tres
Zapotes, en el Estado mexicano de Veracruz, donde han sido descubiertas. Se trataba de grandes
centros ceremoniales de una sociedad ordenada según una rígida jerarquía y dirigida por jefes
religiosos, que constituían una aristocracia intelectual. El antiguo centro que corresponde a la
actual La Venta fue destruido en 400 a. C., mientras que el de Tres Zapotes le sobrevivió durante
varios siglos; allí se encuentra el primer monumento datado de América, la llamada «estela C»,
cuya fecha parece corresponder al año 31 a. C. Ello permite suponer que los olmecas hubiesen
elaborado un calendario. También se remontan a ellos las primeras formas de escritura
jeroglífica del Nuevo Mundo.
La diversidad de tipos antropológicos que revelan las esculturas induce a considerar que este
pueblo estuviese formado por diferentes componentes étnicos; se han hallado, en efecto,
representaciones de hombres con caracteres negroides, mongoloides y con perfiles aquilinos.
Son muy frecuentes las figuras de expresión infantil, conocidas con el nombre de baby faces. El
elemento figurativo más extendido es el jaguar antropomorfizado, con la boca abierta y gesto
amenazador, tan característico que, donde quiera que se encuentre en otras culturas, se denomina
siempre «boca olmeca». Probablemente, esta cultura consideraba al jaguar como un ente
sobrenatural digno de culto; algunos estiman que debía ser el dios de la lluvia. Un magnífico
testimonio del arte olmeca son unas colosales cabezas humanas en piedra: la mayor de todas,
hallada en La Venta, mide aproximadamente dos metros y medio de altura y seis de perímetro.
El descubrimiento de estas esculturas, diseminadas en una llanura de aluvión donde no hay
depósitos rocosos, planteó a los especialistas un problema de no fácil solución: cómo pudieron
los olmecas transportar desde otras localidades, distantes incluso centenares de kilómetros, los
materiales empleados en estas obras, sobre todo el basalto. Se replantea este problema con
motivo de la monumental arquitectura olmeca, representada por grandes pirámides construidas
con bloques de piedra que pesan varias toneladas.
El estilo de su arte, imaginativo y realista a la vez, se manifiesta, principalmente, en sus
sorprendentes esculturas, cuya extraordinaria originalidad las hace inconfundibles con
cualquiera de las conocidas en el Viejo y el Nuevo Mundo. Por la sencillez arcaica de su fuerza,
la audacia de sus concepciones y el enigma inquietante de los temas que representan, dichas
esculturas son tan incomprensibles como inolvidables. Esas enormes cabezas sobrecogedoras,
que son, quizá, lo más característico y propio de la cultura olmeca, tienen el poder mágico e
ingenuo de lo primitivo, asociado con detalles de una depurada técnica, en su simplicidad, que
sólo puede ser el resultado de una larga evolución, cuyo punto de partida se pierde en la noche
de los tiempos.
En el valle de la actual Oaxaca, con centro en la localidad de Monte Albán, se desarrolló en
época clásica la cultura zapoteca, que por lo general se divide en cuatro fases, de las cuales la
primera registra una evidente influencia olmeca. La ciudad, construida a dos mil metros de
altitud, en posición estratégica, estaba dotada de edificios imponentes, uno de los cuales era
probablemente un observatorio astronómico. Para algunos investigadores, los orígenes de esta
ciudad sagrada se remontan, por lo menos, al año 1000 a. C., y se ignora quiénes fueron sus
primeros constructores. Antes de que cayera en poder de los zapotecas, poseía, desde tiempos
remotos, un templo decorado con figuras danzantes, al estilo olmeca, que tienen «un misterioso
arcaísmo de monstruos expresivos». Tal como dice Victor W. von Hagen, estas figuras y estelas,
con sus jeroglíficos todavía indescifrables, «constituyen el principal misterio de Monte Albán».
Las divinidades mayores de los zapotecas eran Cocijo, dios de la lluvia, y Pitao Cozobi, diosa
del maíz, cuya representación aparece a menudo en las urnas funerarias. Los animales más
representados eran el murciélago y el jaguar, de evidente derivación olmeca. La ciudad debió ser
abandonada por sus habitantes hacia el año 1000; poco antes de la llegada de los españoles fue
ocupada por el pueblo de los mixtecas.

La civilización de Teotihuacán y los totonacas de Sierra Madre oriental


La civilización de Teotihuacán ha tomado su nombre de una localidad situada al noreste de la
actual Ciudad de México. Se desarrolló en un valle cercano al lago Texcoco, hoy desaparecido,
que proporcionaba pescado en abundancia a las comunidades asentadas a su alrededor. El
principal centro, Teotihuacán, era bastante extenso. Sólo subsisten los grandes edificios
dedicados a funciones religiosas; esto demuestra el carácter cultural de la ciudad, que debía ser
meta de peregrinaciones. Las construcciones residenciales debían estar situadas en las zonas
periféricas, pero no quedan vestigios de ellas.
En el plano de la ciudad sagrada destaca una gran avenida central, la llamada vía de los Muertos,
flanqueada por grandes pirámides-templo. En el lado Este de la avenida se encuentra la pirámide
del Sol, compuesta de cinco terrazas a distinto ni- $70$ vel, que alcanzan una altura de 63
metros; la base, cuadrada, mide 225 metros de lado. Se alcanza la cúspide de la pirámide por una
amplia escalinata. La construcción, de ladrillos de arcilla secados al sol y revestida de piedra, en
un principio estaba decorada y pintada en toda la superficie. La gran vía sagrada termina al
Norte con la pirámide de la Luna y al Sur con el imponente conjunto llamado la Ciudadela, un
gran recinto delimitado por altas plataformas sobre las que se alzan quince pirámides. En el
centro se encuentra la mayor de todas, que ha recibido el nombre de pirámide de Quetzalcoatl,
porque en su decoración se repite la figura de la serpiente emplumada, símbolo de Quetzalcoatl
—el héroe mítico venerado por todos los antiguos pueblos mexicanos—, alternada con el
motivo de la máscara del dios de la lluvia, Tlaloc.
La escultura monumental es poco frecuente. En cambio, abundan las estatuillas de rasgos muy
realistas, en que la perfección del rostro contrasta con el esquematismo del cuerpo. Son
frecuentes las máscaras de ónice, así como las de estuco, realizadas con moldes. La cerámica
más común consiste en recipientes de tres pies revestidos de estuco y decorados, y vasos
antropomórficos y zoomórficos de color preferentemente negro o anaranjado, según los
períodos. A causa del carácter sagrado de la ciudad, abunda la cerámica ceremonial: incensarios,
braseros y candelabros. Los habitantes de Teotihuacán conocían el uso de algunos metales, y
para la fabricación de sus objetos artísticos importaban materias primas de la costa y del sur de
México.
La ciudad fue semidestruida y abandonada entre los siglos VII y VIII: las ruinas presentan
vestigios de un gran incendio, pero se ignoran las causas de su final. Tampoco es posible
determinar si la ciudad —que parece ser llegó a contar con una población de cien mil habitantes
— fue centro de un imperio y por lo tanto ejerció un dominio político, contra el que se
sublevaron otras ciudades. De cualquier modo no se han hallado rastros de fortificaciones, ni
están representadas escenas de guerra en lo que ha quedado de sus monumentos. La cultura de
Teotihuacán —ya en decadencia durante la época de la destrucción de la ciudad— sobrevivió en
otros centros, el más importante de los cuales fue Azcapotzalco.
En época posterior a la olmeca, en la costa del golfo de México, se desarrollaron otras refinadas
culturas, como la huaxteca y la de Veracruz. La última, por orden cronológico, antes de la
llegada de los españoles, fue la civilización totonaca, cuyo centro principal era El Tajín
(600-1200), situado en la vertiente oriental de Sierra Madre. A esta civilización se atribuyen
unos hallazgos característicos: los «yugos de piedra», las palmas y las hachas. Los primeros, que
han recibido este nombre por su forma, son unas pesadas esculturas que generalmente
representan un animal agazapado en el suelo. Las palmas son figuras de piedra, prismáticas y
con base triangular, que se ensanchan en forma de abanico. Las hachas son cabezas de piedra de
forma aplastada. La función de estos objetos se desconoce, pero se presume que debieron servir
para las ceremonias del culto.
Las pequeñas estatuas en arcilla de los totonacas gozan de gran predicamento en nuestro siglo, y
algunos comentaristas consideran que ese pueblo ha producido «los especímenes más bellos y
refinados del arte indio». También se dice que por su delicadeza y por su carácter alegre, estas
creaciones artísticas son una verdadera excepción en el suelo mexicano, cuyas culturas, como la
maya y la azteca, son austeras, cuando no atormentadas y fúnebres. Sin embargo, es posible que
dicha excepción sea sólo aparente, y que las «cabezas rientes» de sus estatuillas de barro cocido
no expresen la alegría, sino la embriaguez trágica de las víctimas destinadas al sacrificio, por el
que esperan alcanzar una vida feliz, a través de una muerte horrible y purificadora.
A partir del siglo VII, en la región correspondiente a los actuales Estados mexicanos de Oaxaca,
Puebla, Tlaxcala y Guerrero, se desarrolló y extendió la cultura mixteca-puebla, con un período
de máxima expansión entre 1350 y 1580, bajo la dinastía Tlantogo-Coixtlahuaca. Han quedado
de ella algunos códices manuscritos, cuya interpretación ha suministrado muchas informaciones
acerca de la vida de este pueblo. El sistema de escritura —que puede considerarse ideográfico—
se basa en la reproducción de figuras humanas, animales, divinidades, paisajes y escenas de la
vida cotidiana; los dibujos resultan de fácil comprensión, pese a estar muy estilizados. La
narración de los principales acontecimientos históricos y de los episodios mitológicos se
efectuaba sobre tiras de piel, papel o tejido de algodón. La tira pintada, que constituía el códice,
se doblaba en acordeón, formando un libro sin coser, cerrado por dos tablillas de madera, a
modo de tapas. Desgraciadamente, los primeros religiosos llegados de Europa destruyeron la
mayoría de los códices, considerándolos obras de magia diabólica. En uno de los textos salvados
de la destrucción se cuenta cómo el héroe mítico Quetzalcoatl fundó la dinastía de Tlantongo.
En lo que se refiere a la actividad artística, los mixtecas poseían una gran habilidad técnica en la
fusión de los metales (oro, plata, cobre) y en el tallado de piedras preciosas.

Las antiguas civilizaciones andinas


Las civilizaciones más importantes de América del Sur se desarrollaron en la zona central de la
región andina, donde las condiciones geográficas ofrecían mayores posibilidades para el
establecimiento de comunidades humanas. Durante el siglo XVI toda aquella región —que en la
actualidad corresponde a Perú, Colombia, Ecuador, la parte septentrional de Chile, Bolivia y
Argentina— se conocía con el nombre único de Perú, que deriva de un pequeño río, el Pirú o
Birú, elegido como límite Sur.
La evolución de la cultura peruana se realizó durante un período de tiempo que abarca desde el
siglo XII a. C. —cuando los pueblos andinos pasaron del estado nómada al sedentario— hasta la
conquista española. Los especialistas han dividido la milenaria historia de aquella región en seis
períodos, al primero de los cuales (850-300 a. C.) pertenece la cultura que gravita en torno a
Chavín de Huantar, cuyo apogeo se sitúa hacia el año 500 a. C. Chavín surge en un valle
angosto, situado entre altas cimas, en lugar poco apto para la agricultura y sometido a frecuentes
derrumbamientos, por los que han quedado sepultados en época reciente los restos de la antigua
ciudad. Las excavaciones han sacado a la luz únicamente ruinas de templos, lo cual induce a
creer que Chavín debió ser un centro religioso. El principal edificio de la zona arqueológica es el
Castillo, que consta de tres pisos y una serie de pequeñas estancias unidas por galerías que se
entrecruzan en numerosos puntos, en cada uno de los cuales se encuentra una piedra prismática
con la figura grabada de un felino. Este motivo decorativo se repite en todas las ruinas
relacionadas con la cultura de Chavín, como las de Ancón y Supe. También son relativamente
frecuentes las representaciones de cóndores, serpientes y peces.
Este arte, opuesto al realismo naturalista, es esencialmente plano y frontal, y evita,
cuidadosamente, toda idea de perspectiva y de volumen. Por eso, su medio más típico de
expresión es la escultura en bajorrelieve. En ella casi nunca se representa la figura humana, la
cual, cuando aparece, está siempre transformada en felino. Los estudios de Julio Tello, uno de
los investigadores más importantes de la arqueología americana, han hecho ver que las
figuraciones del refinado arte Chavín son, casi siempre, de naturaleza animal, concebidas con un
sentido geométrico de extraordinaria maestría, que elude la apariencia natural, no por ignorancia
o torpeza técnica, sino por un adulto criterio estético y, quizá, religioso. Así, por ejemplo, la
cabeza de un felino, erecto sobre sus patas se obtiene por yuxtaposición de perfiles,
procedimiento que anticipa, en milenios, algunas de las creaciones más revolucionarias del arte
moderno. El cuerpo de la sorprendente fiera está hecho de cabezas, ojos, bocas y colmillos, cuya
ordenación responde a la búsqueda de una armonía simétrica. De enorme significación es el
monolito triédrico, llamado el «Lanzón» por Julio Tello, que muestra, íntimamente asociados,
pájaros, felinos y serpientes. Este monolito, de «inquietante misterio», revela —y así lo subraya
Laurette Séjourné— el núcleo del pensamiento religioso de Chavín, que, como en las grandes
culturas mexicanas, está simbolizado por el felino, el pájaro y la serpiente.
Más complejas y refinadas son las culturas del tercer período, llamado «florido» (300-600 d. C.),
durante el cual se produjo un rápido aumento de la población, una evolución de la organización
social y religiosa y un perfeccionamiento de las técnicas constructivas, agrícolas, metalúrgicas y
artísticas. Se aumentó progresivamente la superficie de tierra cultivada, gracias a la adopción de
canales de riego, fertilizantes y construcción de terrazas. Pertenecen a este período las dos
culturas que han producido los mejores ejemplares de la cerámica peruana: la de Moche o
mochica y la de Nazca, las cuales se desarrollaron en las costas de Perú.
Junto a los llamados recipientes-retrato, cuyo tema principal consiste en cabezas modeladas con
notables rasgos realistas, la cerámica mochica presenta una rica producción de objetos decorados
con escenas de la vida cotidiana, de los que se obtienen informaciones preciosas acerca de las
actividades de aquel pueblo. Se repiten a menudo los episodios de guerra, que demuestran el
carácter belicoso de aquella gente, partidas de caza, escenas religiosas y relativas al trabajo
agrícola e incluso a la cura de enfermedades y operaciones quirúrgicas. Los vestidos y los
ornamentos de los personajes revelan la existencia de diversas categorías sociales. Las figuras
humanas se representan descalzas, con los pies y las pantorrillas pintados; generalmente lucen
una prenda parecida al poncho, usado aún en nuestros días. Por lo general, la vestimenta denota
el apreciable nivel alcanzado por la artesanía.
También los nazca otorgaban mucha importancia al arte textil, como queda probado por los
restos de tejidos de vivos colores o enteramente bordados que se han hallado en las necrópolis
de este pueblo. En una de ellas, descubierta en la costa meridional peruana, en la península de
Paracas, los cadáveres, envueltos en vestiduras y mantas, se han conservado en la arena aun sin
haber sido embalsamados. En torno a la necrópolis, rodeada por unos altos muros de piedra, no
se han encontrado ruinas de casas: ello significa que los muertos eran sepultados lejos de las
ciudades, en zonas poco aptas para el establecimiento de los vivos. Un rasgo característico y
macabro de esta cultura consistía probablemente en cortar la cabeza de los enemigos. Las
cabezas cortadas aparecen en la cerámica, la escultura y los tejidos, claramente separadas del
cuerpo, manando sangre y atadas con una cuerda. Otro elemento singular de la cultura nazca
consiste en las señales trazadas sobre la tierra: líneas rectas, espirales o figuras geométricas.
Estos signos son todavía perceptibles al sobrevolar el antiguo territorio de los nazca. Se ha
emitido la hipótesis de que poseyeran un significado astrológico.
Durante el período «florido» se inició también la cultura que recibe el nombre del centro
boliviano de Tiahuanaco, cuya influencia resultará dominante durante el período subsiguiente.
La ciudad está situada a casi 4.000 m de altitud, en una zona demasiado elevada para la
agricultura. No obstante, se cree que en la época de su fundación el clima era menos rígido que
hoy. Probablemente, Tiahuanaco tampoco debió ser una ciudad propiamente dicha, sino un lugar
de culto. El monumento más famoso es una puerta monolítica, llamada puerta del Sol, ricamente
esculpida. En Tiahuanaco se han descubierto también estatuas antropomórficas de arenisca, de
proporciones gigantescas.
Tiahuanaco fue tan venerada por las culturas posteriores del Perú, como la legendaria
Teotihuacán por los mexicanos. Esto ha llevado a que muchos arqueólogos la consideraran la
ciudad más antigua de la civilización peruana, como sostiene Arhur Posnansky, quien dedicó su
vida entera al estudio de este impresionante centro religioso levantado junto al lago Titicaca.
Esta tesis ha sido brillantemente rebatida por Julio Tello, quien sostiene, con argumentos
difíciles de refutar, la anterioridad de Chavín, que sería, según él, no sólo el primer centro
cultural y religioso del antiguo Perú sino, además, la cuna de toda la civilización americana. Sin
embargo, la enorme significación espiritual de Tiahuanaco —tan admirable por sus creaciones
monumentales como por su estupenda cerámica— radica en la importancia que, en su
pensamiento religioso y artístico, adquiere el ser humano. Al contrario de lo que sucedía en
Chavín, el hombre es el centro de la célebre Puerta del Sol, y está rodeado, como el rey de una
extraña corte, por cóndores, tigres y reptiles, que se metamorfosean los unos en los otros.
En el período comprendido entre 1000 y 1438 (quinto período, o «de los nuevos reinos»),
conocido a través de las crónicas españolas, surgieron auténticas ciudades, en torno a las cuales
se organizaron sólidas estructuras estatales. El reino más próspero era el de los chimú, en la
costa septentrional, cuya capital, Chanchán, tenía una población de 50.000 habitantes. Estaba
formada por diez grandes barrios —cada uno de ellos gobernado por un jefe— rodeados por
murallas, en cuyo interior había calles, templos, depósitos de agua y cementerios. El último y
más conocido período de la civilización andina (1438-1527) registró la implantación del Imperio
inca y finalizó con la aparición del conquistador Pizarro.

Las grandes civilizaciones precolombinas: los mayas, «griegos de


América»
Probablemente, una de las más altas culturas originarias del continente americano fue la de los
mayas. El interés que ha suscitado y continúa suscitando entre los especialistas europeos está
motivado, entre otras razones, por su notable afinidad con las civilizaciones mediterráneas: ello
justifica la expresión de «griegos de América» atribuida a los mayas. Esta civilización, surgida
en las tierras cálidas del golfo de México, se desarrolló en un área muy amplia, que comprende
la península del Yucatán y los territorios de Guatemala, Honduras y El Salvador. Se divide en
tres épocas: la preclásica (hasta 300 d. C.), la clásica (o del Imperio Antiguo, del 300 al 900) y la
posclásica (o del Imperio Nuevo, desde 900 hasta la conquista española). En su fase más
antigua, la cultura maya no se diferencia sustancialmente de la olmeca. Sólo hacia 150 d. C. los
mayas comenzaron a elaborar una cultura propia, aun sin renunciar a las aportaciones de otras
civilizaciones, como la de Teotihuacán y, más adelante, la tolteca.
La época clásica, que coincide con la manifestación más alta y perfecta de la cultura maya,
registró la fundación de numerosas ciudades, como Tikal, Uaxactún, Copán, Yaxchilán y
Palenque. Se trataba de grandiosos conjuntos urbanos, centros de actividad religiosa, política,
comercial y cultural. Hacia el siglo X, los mayas emigraron a la zona septentrional del Yucatán,
abandonando sus espléndidas ciudades, que no tardaron en ser invadidas por la selva. Se han
emitido muchas hipótesis sobre los motivos de este cambio; quizá se produjo una mutación en el
clima, o bien un empobrecimiento de la tierra. Con todo, la explicación más verosímil consiste
en la primera agresión de los toltecas. A partir de este momento comienza el ocaso de los mayas,
interrumpido hacia 1200 por una efímera recuperación, que se verificó sobre todo en los centros
de Chichén Itzá y Mayapán, en la península del Yucatán.
El actual conocimiento de la cultura maya se fundamenta en la arqueología, pero también en las
estelas de piedra y en los códices manuscritos. Las estelas son los documentos más antiguos: se
trata de monolitos en los que aparecen grabados jeroglíficos y signos de calendario. Reviste
particular importancia por su antigüedad y por los datos que contiene la llamada «tablilla de
Leyden», que se remonta a los comienzos del período clásico y se puede fechar en torno a 320 d.
C. Sólo se han salvado tres códices de la destrucción realizada por los conquistadores españoles:
el códice de Dresde, el códice tro-cortesiano y el códice peresiano. Están hechos de corteza de
árbol recubierta con una capa de cal, sobre la que se pintaron jeroglíficos y figuras coloreadas;
los temas se refieren, respectivamente, al calendario, la adivinación y el ritual religioso; hasta el
presente, nada más se ha descifrado un tercio de los jeroglíficos. En los códices no hay noticias
de carácter histórico, sin embargo, suplen esta falta las crónicas escritas por funcionarios y
misioneros españoles, con ayuda de los indígenas, y los manuscritos en lengua india —pero en
caracteres latinos— posteriores a la conquista, que pudieran ser transcripción de documentos
más antiguos. Permanece todavía abierto el debate sobre los orígenes de la escritura maya. No
falta quien sostenga que se trata de una creación de este pueblo, aunque otros especialistas
atribuyen su invención a culturas del período preclásico, especialmente la olmeca. Cualquiera
que sea la solución de este problema, es indudable que la posesión de la escritura favoreció y
aceleró los progresos de la cultura maya, que alcanzó un nivel excepcional en los campos
artístico y científico, comenzando por el cálculo matemático así como por la astronomía.
El sistema métrico maya era vigesimal. Un punto indicaba la unidad, y una línea el número
cinco; el cero tenía un símbolo en forma de concha. Es notable el descubrimiento del «valor del
lugar» dado a las cifras; los mayas las escribían una sobre otra, comenzando por abajo con los
valores inferiores. Este método permitía unos cálculos muy complejos. En el códice de Dresde
se exponen unas observaciones precisas acerca del Sol, sus eclipses y la trayectoria de Venus. Es
sorprendente la exactitud de los cálculos efectuados por los mayas para establecer la duración
del año solar, que determinaron con un error inferior a la del año gregoriano. El año maya estaba
dividido en 18 meses de 20 días cada uno, con un total de 360 días, más un período de cinco días
considerados adversos. Pero además del año solar había uno lunar y otro sacerdotal.
La cronología maya, naturalmente, debía tener un punto de partida. El cómputo de los años
estaba referido a la idea de que el mundo había pasado por tres edades, que finalizaron con
sendas catástrofes; la edad en curso concluiría el año 2000. Según un sistema de correlación con
nuestra cronología, la fecha de comienzo del mundo actual debiera corresponder al año 3113 a.
C. A la concepción temporal de las edades del mundo, correspondía en el pensamiento maya una
concepción espacial del cosmos, formado por nueve mundos subterráneos y trece cielos,
colocados como una pirámide. La Tierra era la plataforma central, con un vértice orientado a
cada uno de los puntos cardinales, que tenían diferentes colores simbólicos. Esta concepción
«piramidal» del universo era común a casi todas las culturas mexicanas, con variantes en la
colocación de los cielos y de los mundos. Se supone que los depositarios del rico patrimonio
cultural maya debían ser los sacerdotes, que constituían una casta hereditaria, y además, pero
sólo parcialmente, las clases más elevadas. Quedaban formalmente excluidas las clases
inferiores, que constituían la inmensa mayoría de la población.
La concepción maya de la vida era dualista, dominada por el enfrentamiento entre potencias
favorables al hombre (lluvia, luz) y otras adversas (sequía, guerra, muerte). La divinidad
suprema era Itzamna, señor del cielo, inventor de la escritura y protector de la ciencia. Pero en el
gran panteón maya, donde cada aspecto de la vida estaba presidido por un dios, también
ocupaban un lugar importante la diosa de la Luna, Ixchel, esposa de Itzamna; el dios de la lluvia,
Chac; la diosa de la muerte, Ah Puh; y Kukulcan —correspondiente al tolteca Quetzalcoatl—,
dios del viento y de la vida. A las divinidades se ofrecían sacrificios de animales y sangre
humana, extraída de diversas partes del cuerpo. Los sacrificios humanos eran escasos: sólo
alcanzaron proporciones considerables después de la influencia tolteca.
La ordenación político-social era muy compleja. Los mayas, como los griegos, estaban
integrados en pequeñas agrupaciones políticas, constituyendo ciudades-Estado, que podían
asociarse en federaciones. La afinidad cultural fue ciertamente un vínculo que unió a las diversas
gentes del área maya; pero, aunque poseían una conciencia de su origen común, no llegaron
nunca a constituir un Estado unitario. Cada núcleo estatal tenía un jefe, llamado Halac Uinic
(«el verdadero hombre»); este cargo era hereditario y con frecuencia se hallaba asociado a la
máxima dignidad sacerdotal. En los pueblos había unos jefes que desarrollaban funciones
administrativas, judiciales y militares (bataboob). Las clases sociales eran cuatro: los nobles, los
campesinos, el pueblo y los esclavos. La profesión del padre era hereditaria. Los matrimonios —
prohibidos entre consanguíneos— se acordaban entre los parientes. La regla era la monogamia;
los hombres más importantes podían tener varias mujeres, mas para la gente común el adulterio
era castigado con la pena de muerte.
Los mayas practicaban la agricultura, pero desconocían el arado, el abono y la rotación de las
siembras. Cultivaban el maíz —base de su alimentación—, cacao, algodón y agave. El comercio
era floreciente; los granos de cacao, las plumas del quetzal y las conchas se utilizaban como
moneda en los intercambios. En lo que se refiere a la estructura urbana, las ciudades más
antiguas diferían de las de época posclásica, sobre todo en el Yucatán. Aquéllas eran sobre todo
centros culturales, lugares de encuentro para los intercambios comerciales, sedes de actividad
política, y no tenían carácter residencial. También había en ellas palacios y mansiones de jefes y
sacerdotes, pero predominaban los templos, los observatorios astronómicos, las plazas y los
campos para el juego de pelota. En cambio, las ciudades de construcción más reciente estaban
rodeadas de murallas, los palacios abundaban más que los templos, y la presencia de ruinas de
viviendas particulares demuestra el paso de las ciudades ceremoniales a las residenciales. Los
principales modelos arquitectónicos eran dos: las construcciones de terrazas superpuestas, en
forma de pirámides truncadas, rematadas por cuerpos cúbicos, típicas de los templos; y las
construcciones bajas, de planta rectangular. Las obras del período clásico presentan
revestimientos esculpidos; las de la decadencia, decoraciones en estuco. Los contactos con los
toltecas determinaron el empleo de elementos arquitectónicos nuevos: columnas cilíndricas,
pináculos y la falsa bóveda.
Los mayas estaban acosados por el «horror al vacío», que explica la delirante exuberancia de su
arte. El artista maya no podía soportar un espacio que no se llenara con un signo o con un
adorno esculpido o pintado. En este sentido, el calificativo tradicional de «griegos de América»
se convierte en totalmente inadecuado, pues la concepción estético-religiosa de esta civilización
americana, tan grande como extraña, es exactamente opuesta a la que caracteriza al arte
helénico. Quizá hubiese sido más justo decir que los mayas crearon, mutatis mutandi, el primer
gran estilo barroco de la historia. De todos modos, es indudable que demostraron una particular
maestría y una sorprendente originalidad no sólo en el dominio de las tres principales artes del
espacio —la arquitectura, la escultura, sobre todo en el bajorrelieve, y la pintura—, sino también
en las mal llamadas artes menores, porque fueron tan hábiles orfebres como soberbios
ceramistas. Es imposible no asombrarse ante los magníficos restos de ciudades como Tikal (416
d. C.), Copán (460 d. C.), Palenque (642 d. C.), Bonampak (540 d. C.) —descubierta por el
fotógrafo Giles G. Healy en 1946— y Uxmal (987 d. C.), por no mencionar más que algunas. A
ellas se debe agregar la famosa Chichén Itzá, fundada tres veces (432, 964 y 1194 d. C.), a la que
nos referiremos después. Tikal fue la mayor y la más antigua de las ciudades mayas que se
conocen. Abarcaba una enorme área de muchos kilómetros. Sólo su centro, formado por cinco
edificios unidos mediante calzadas muy anchas, tiene una superficie de dos kilómetros
cuadrados. Se conservan ocho grandes templos en forma de pirámide, algunos de los cuales
alcanzan los setenta metros de altura. En Tikal se han encontrado las más bellas estatuas de
madera del arte maya.
Merece destacarse el palacio llamado la Casa del Gobernador, en la ciudad de Uxmal, que ha
sido considerado «el edificio más majestuoso de las Américas». Frente a la escalinata de la
entrada principal se levantaba un gran falo, ahora roto por la mitad, que medía tres metros de
altura y que sigue, pudorosamente, sin restaurar. Próximo a la Casa del Gobernador se encuentra
el Templo de los Falos, cuyas ruinas permiten apreciar la gran importancia que para la religión
maya tenía el culto fálico. El descubrimiento de este templo dedicado a la adoración del
miembro viril hizo que Aldous Huxley modificara su afirmación de que «no hay sexo en el arte
de los mayas».
Una espléndida mezcla de elementos mayas y toltecas se encuentra en los edificios de Chichén
Itzá (Yucatán): el templo de Kukulcan, el observatorio «Caracol», el famoso santuario de los
guerreros, con el conjunto adyacente de las Mil Columnas, y el campo para el juego de pelota,
tan extendido entre los mexicanos. Este campo era rectangular, delimitado por altos muros o
graderíos para el público. El juego se disputaba entre dos equipos y consistía en arrojar una
pelota de goma muy pesada, sin dejarla botar más de una vez y sin tocarla con las manos ni los
pies; se podían emplear, pues, la cabeza, los brazos y las piernas, que se protegían con piezas de
cuero. A ambos lados de la línea divisoria del terreno de juego estaban fijados verticalmente dos
grandes anillos de piedra; ganaba el partido el equipo que por vez primera lograse hacer pasar la
pelota por uno de ellos. Este juego tenía un carácter sagrado y simbólico —al parecer, pretendía
representar los movimientos de las estrellas— por ello, se practicaba normalmente en la
proximidad de los templos.
El arte escultórico maya está representado por los bajorrelieves, más que por las esculturas. El
grado de perfección alcanzado en la pintura queda documentado por las representaciones
murales halladas en Bonampak, ejecutadas con la técnica del fresco. Estos frescos cubren las
paredes de tres habitaciones, extendiéndose en toda la superficie de aquéllas. Representan
escenas ceremoniales, danzas y batallas, de las que se pueden conocer detalles sobre la
indumentaria, los adornos y los instrumentos musicales de los mayas. Pero la expresión más alta
de este pueblo, tan rico en sensibilidad y fantasía, es la cerámica. En su origen, la cerámica
clásica era monocroma; pero más adelante se desarrolló la cerámica policroma, con dibujo al
principio geométrico, luego naturalista y finalmente con motivos y decoraciones en relieve.

La ciudad sagrada de Teotihuacán. Toltecas y chichimecas


La ciudad templo de Teotihuacán, que significa Lugar de los Dioses, fue el centro religioso de
los toltecas y su construcción se remonta al año 200 a. C. Está ubicada a menos de sesenta
kilómetros de Ciudad de México y, con la probable excepción de Tikal en Guatemala, supera por
su extensión y por la grandiosidad de sus monumentos a todas las ciudades de México y de
Centroamérica. Las ruinas que nos quedan de ella abarcan una superficie de veinte kilómetros
cuadrados, y su Templo del Sol es una enorme pirámide truncada, casi tan grande como las
pirámides de Egipto. Teotihuacán duró hasta el siglo X de nuestra era, pero su influencia
espiritual la sobrevivió mucho tiempo, a tal punto que, sin ella, no podría haberse concebido el
pensamiento religioso de los aztecas. El imperio de los toltecas fue invadido por los chichimecas
que se mezclaron con ellos. Según parece, estos chichimecas estaban guiados por el rey
Mixcoatl, a cuya muerte se hizo con el poder el usurpador Ihuitima; pero cuando Quetzalcoatl
—presunto hijo de Mixcoatl— llegó a la edad idónea para gobernar, un grupo de
chichimecas-toltecas le ofreció la corona: Quetzalcoatl atacó a Ihuitima, lo derrotó y se hizo con
el poder.
En torno a la figura de Quetzalcoatl nacieron numerosas leyendas. Según algunas de ellas, como
su madre había muerto al darle a luz y su padre había sido asesinado, fue criado por sus abuelos
maternos en la región de Tepoztlán (Morelos), donde aún muy joven venció a un dragón, es
decir, al dios Quetzalcoatl («serpiente con plumas de quetzal»), tras lo cual se convirtió en
sacerdote. Según otros relatos, Quetzalcoatl era un extranjero rubio, con piel clara y ojos azules,
llegado de Oriente. Todas las leyendas coinciden en describirle como hombre sabio y pacífico,
fundador de Tollán o Tula, capital de los toltecas. Pero su gobierno provocó la reacción de los
belicosos seguidores del dios Tezcatlipoca, protector de los guerreros, y Quetzalcoatl se vio
obligado a abandonar la ciudad. En este punto, nuevamente difieren las versiones. Según un
poema, partió al exilio, precedido por una bandada de quetzales, que le indicaban el camino, y
así llegó con su gente al mar. Allí, cumplida su misión, se suicidó arrojándose a una hoguera y se
convirtió en la estrella del amanecer. Según otra versión, marchó al Yucatán, con objeto de
fundar nuevas ciudades para su pueblo, que se unió con los mayas; luego tomó una barca y
navegó hacia el Este, anunciando que regresaría algún día.

Fundación y destrucción de Mayapán


En 987 llegó a Yucatán, efectivamente, un caudillo, a quien los mayas dieron el nombre de
Kukulcan, que, como Quetzalcoatl, significaba serpiente emplumada. Dejó en Chichén Itzá a los
toltecas y a los mayas itzá que estaban bajo su mando y fundó para los demás la ciudad de
Mayapán, donde instaló en posición dominante al clan aristocrático de los Cocom; luego, se
alejó para no volver más. Mientras tanto, otros seguidores suyos, los xiú, fundaban el centro de
Uxmal. Estas ciudades, así como otras creadas por los mayas en el Yucatán, dieron vida en 1007
a la liga de Mayapán, que impuso su dominio sobre un amplio territorio. Hacia finales del siglo
XII, debido a rivalidades entre Chichén Itzá y Mayapán, estalló una guerra, que finalizaría con la
victoria de esta última, ayudada por mercenarios toltecas procedentes del actual Tabasco. A
partir de aquel momento, los toltecas ejercieron sobre los mayas un dominio opresivo, hasta que
éstos se rebelaron en 1441 y destruyeron Mayapán. Con la desaparición de este centro, reinó la
anarquía en toda la península y las frecuentes guerras entre los pequeños Estados provocaron la
decadencia cultural mayatolteca, a la cual contribuyeron también numerosas calamidades
naturales y una terrible peste que se declaró en 1480. Los españoles que desembarcaron en 1518
en la costa septentrional del Yucatán, encontraron allí una sociedad de frágiles estructuras
políticas y militares, por lo que esperaban conseguir una conquista fácil. Sin embargo, la
expedición que en 1527, bajo el mando de Francisco de Montejo, llevó a cabo la sumisión de
aquella zona, hubo de afrontar una tenaz resistencia opuesta por las ciudades mayas.
Las investigaciones arqueológicas confirman, cada vez con mayor evidencia, la enorme
importancia de Teotihuacán, que está en el origen de un largo y complejo proceso. Así lo declara
Laurette Séjourné, en un tan escueto como admirable resumen: «En cuanto a Teotihuacán, se
revela como la expresión más pura de aquel pensamiento nahua, que los europeos creyeron
haber borrado para siempre. Lo mismo que su descendiente Tenochtitlán, está moldeada por el
mensaje de Quetzalcoatl, al cual exalta por medio de idéntico lenguaje de formas y colores. El
parentesco es tan visible que, después de las excavaciones que acaba de dedicarle el Instituto
Nacional de Antropología, aparece la Ciudad de los Dioses como un reflejo viviente de la
heroica capital de los aztecas, que se dejó destruir antes de rendirse».

El imperio azteca
Hacia mediados del siglo XIII, nuevos y numerosos grupos de chichimecas penetraron en el valle
donde hoy se alza Ciudad de México, sometiendo a los príncipes toltecas supervivientes. En
contacto con la población tolteca, los chichimecas adoptaron hábitos sedentarios y fundaron un
imperio, de corta duración, bajo el rey Xolotl y su hijo Nopaltzin. Mientras tanto, habían
penetrado también en el valle los mexicas o aztecas, que hacia mitad del siglo XIV se asentaron a
orillas del lago Texcoco, fundando en dos islotes las ciudades de Tenochtitlán y Tlatelolco. Al
mismo tiempo, habían llegado otros pueblos, oriundos del valle de Toluca, los tepanecas y los
acolhua, que habían fundado unos pequeños principados, llamados precisamente acolhua: los
más importantes de éstos dependían de los centros de Atzcapotzalco y Coatlichán. Los príncipes
de estas ciudades se sometieron durante algún tiempo a Xolotl, con quien establecieron además
estrechos vínculos de parentesco.
Entre los siglos XIV y XV, los tepanecas de Atzcapotzalco lograron sustraerse al control de los
chichimecas y extender sus dominios, fundando bajo el reinado de Tezozomoc un auténtico
imperio. Para realizar sus conquistas, este soberano empleó a mercenarios mexicas de
Tenochtitlán y de Tlatelolco; con su ayuda logró someter Colhuacán y más tarde unificar la
mayor parte de México central. Pero los mexicas, tras haber puesto sus dotes militares al
servicio de los tepanecas, las emplearon para emanciparse de ellos y crear un imperio propio. En
1430, junto con su aliado Netzahualcóyotl, que quería recuperar Texcoco —arrebatado
anteriormente por Tezozomoc—, y con la ayuda de los tlaxcaltecas, los mexicas de Tenochtitlán
y de Tlatelolco conquistaron Atzcapotzalco y aniquilaron en poco tiempo el imperio tepaneca.
En 1434 se constituyó una confederación entre Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán, y una ciudad
del antiguo señorío tepaneca.
En este momento comienza la historia de la civilización azteca, que heredó mucho de las
culturas mexicanas precedentes, en especial de los toltecas. Al parecer, el nombre de aztecas fue
dado a los mexicas por su tierra de origen, Aztlán o Aztatlán («tierra de las garzas»), acaso
identificable con el actual Estado de Michoacán. Tenochtitlán alcanzó rápidamente el
predominio en la confederación y se convirtió en la ciudad más importante del Imperio azteca.
En aquel tiempo en Tenochtitlán reinaba Itzcoatl, iniciador del poderío azteca. Éste, con ayuda
de Netzahualcóyotl, continuó la obra de dominio en México central. Su consejero era Tlacaélel,
que continuó al servicio de los dos soberanos siguientes y desempeñó un importante papel en la
organización del imperio.
El rey Netzahualcóyotl, además de ser un poeta inspirado, tenía una mente filosófica que lo llevó
a emprender una auténtica revolución religiosa. Estableció que la divinidad suprema era un
principio creador invisible, lo cual supone un pensamiento monoteísta, que nos trae el recuerdo
del faraón Amenofis IV. Sin embargo, esta revolución significa también la recuperación de la
espiritualidad universalista que caracterizó a la antigua y misteriosa Teotihuacán. Por eso
desterró a los ídolos de su amada Texcoco y no se cansó de perseguir la idolatría. Se decía
heredero de Quetzalcoatl y, para terminar de construir la capital de su reino, llamó a los mejores
artistas y artesanos toltecas, quienes, después de abandonar Teotihuacán, se habían refugiado
entre los mixtecas. Gracias a estos consuma dos artistas y al genio de Netzahualcóyotl, Texcoco
se convirtió en una espléndida ciudad, cuya belleza hizo que los españoles la llamaran la Atenas
mexicana.
A Itzcoatl lo sucedió Moctezuma I (1440-1469), cuyo reinado fue azotado, en 1450, por una
terrible penuria que, al parecer, indujo a los aztecas a adoptar medidas excepcionales para
propiciarse a los dioses. Según las historias tradicionales, basadas por lo común en conjeturas
fantasiosas, los sacerdotes afirmaron que la tierra debía ser alimentada con sangre humana, por
lo cual se ordenó celebrar, cada veinte años, una fiesta sagrada con sacrificios de hombres y
mujeres. Por consiguiente, era cuestión de encontrar las víctimas a inmolar. Como los pueblos
vecinos eran todos aliados o estaban sometidos, Tenochtitlán habría tenido que guerrear contra
pueblos lejanos; entonces se decidió, de acuerdo con los señoríos de Huixotzinco y Tlaxcala —
que también habían padecido por la escasez de alimentos—, la costumbre de la «guerra florida».
Siempre en el terreno de la conjetura, esta práctica guerrera no tendría objetivos de conquista,
pues solamente serviría para la captura de prisioneros destinados a los sacrificios. Si esta feroz
costumbre fuera realmente cierta, y no mera leyenda como opinan también algunos
historiadores, ella sería la causa de que los aztecas se ganaran el odio irreductible de los pueblos
sometidos a sus sanguinarias incursiones.
Axyacatl (1469-1481) y Tizoc (1481-1486) continuaron la obra de expansión, ayudados por los
señores de Texcoco, sucesores de Netzahualcóyotl. Pero quien condujo a su máxima extensión al
Imperio azteca fue el gran conquistador Ahuitzotl (1486-1502). Combatió contra los huaxtecas y
arrebató a los zapotecas el valle de Oaxaca. Se dice que, en 1487, celebró en Tenochtitlán la
consagración del Templo Mayor, con el sacrificio de veinte mil prisioneros; invitó a esta
ceremonia tanto a sus aliados como a sus enemigos, para impresionarles con su poderío.
Ahuitzotl conquistó también los territorios de los actuales Estados de Veracruz y de Guerrero,
extendiéndose más allá del istmo de Tehuantepec, hasta Guatemala. Lo sucedió Moctezuma II
(1502-1520), un sacerdote filósofo, dedicado hasta aquel momento a la meditación más que a las
empresas bélicas. Inició la realización de un programa de vasto alcance, consistente en la
eliminación del sistema federal existente, que unía a los diversos principados aztecas,
sustituyéndolo por una estructura imperial bajo la hegemonía de Tenochtitlán. Con este objeto,
aprovechando la decadencia de Texcoco, el soberano la hizo tributaria de Tenochtitlán,
colocando al frente de la ciudad a un príncipe de su estirpe. Los tlaxcaltecas, alarmados por
aquel ambicioso expansionismo, incitaron a la rebelión a todos los vasallos de Tenochtitlán.
Mientras tanto, habían aparecido en escena los españoles, y los pueblos enemigos de los aztecas
se aliaron con Hernán Cortés contra Moctezuma. Para colmo de males, este desdichado rey,
teniendo en cuenta las antiguas profecías, llegó a creer que el conquistador español podría ser el
dios Quetzalcoatl, que regresaba de Oriente. Cuando descubrió su lamentable error, ya era tarde
para evitar el funesto destino de su pueblo.
Se afirma, sin ningún espíritu crítico, que la cultura azteca, impuesta en América central durante
más de dos siglos, presentaba a la vez rasgos de la más refinada civilización y de innegable
barbarie. Aunque se podría decir lo mismo de la Europa contemporánea que de los aztecas
(bastaría recordar a hombres ilustres condenados al tormento y a la hoguera), es difícil asociar al
bárbaro caníbal y al terrible sacerdote, embriagado con la sangre de sus víctimas —tal como los
muestra la leyenda elaborada por los colonizadores—, con el sabio y el artista, de elevados
pensamientos y de exquisita sensibilidad, que revelan los vestigios. Se hace cada vez más
evidente que la insistencia en convertir a los indígenas en animales irracionales, capaces de los
peores crímenes, es una mentira forjada para justificar las indudables —y muchas veces
confesadas— atrocidades de toda índole cometidas por los conquistadores y por quienes se
dedicaron a la explotación de sus conquistas.
Lo cierto es que los aztecas, a pesar de su condición de implacables guerreros —también lo
fueron los romanos educados por Grecia—, supieron asimilar la cultura de los pueblos
sometidos. Cultivaron todas las artes, incluidas la música y la literatura, en las que demostraron
su originalidad y su estilo inconfundible. En cuanto a su concepción del cosmos, heredada de
muy antiguas civilizaciones mexicanas, presenta algunas sorprendentes semejanzas con las
cosmologías desarrolladas por las religiones del Viejo Mundo. Consideraban que en el universo
se cumplían distintas edades o ciclos, y que en una existencia ultraterrena se castigaban los
pecados y se premiaban los buenos hechos realizados en la vida mortal. El cosmos estaba
dividido en nueve infiernos —Dante divide su Infierno en nueve círculos— y en trece cielos
diferentes, a los cuales los difuntos eran asignados no sólo por su conducta durante la vida, sino
también, y sobre todo, según la índole de su muerte. Los caídos en combate, las víctimas de los
sacrificios y las mujeres muertas de parto eran considerados héroes y hallaban la mansión
definitiva en la casa del Sol; los hidrópicos, los ahogados o los muertos por el rayo estaban
destinados a la de Tlaloc, dios de la lluvia. Las divinidades creadas por el sentimiento religioso
popular eran muy numerosas, pero los sacerdotes procuraban reducir en lo posible su cifra
excesiva.
En la vida de los hombres se reflejaba la eterna lucha entre las fuerzas de la luz y del bien, por
una parte, y las de las tinieblas y del mal, por la otra, personificadas, respectivamente, por
Quetzalcoatl y por Tezcatlipoca, «Señor del Espejo Humeante», personaje que aparece como la
antítesis del rey penitente. Patrón de los esclavos al mismo tiempo que de sus propietarios,
instigador de guerras y discordias, confesor de los pecados sexuales que fomenta, Tezcatlipoca
es contradictorio, cambiante, múltiple. Simboliza al «Sol de Tierra», el astro engullido por las
tinieblas. Debido a estas características y a su emblema —el espejo humeante y brumoso—,
aparece como la imagen de la materialidad. Es significativo que la sucesión de los períodos
cósmicos, a través de los cuales la Creación descubre la conciencia, sea el resultado de la lucha
de dos entidades contrarias.
En tiempo de Moctezuma II, el Imperio azteca contaba con once millones de habitantes. Su
capital era Tenochtitlán («cactus sobre la roca»), en una isla del lago Texcoco, junto a
Tlaltelolco, con la cual acabó fusionándose. Estaba unida a tierra firme por puentes y en su
centro tenía un conjunto de templos rodeado de murallas; fuera de este recinto se encontraban
los palacios reales. El rey azteca era elegido por un consejo de nobles, sacerdotes y guerreros.
Con el paso del tiempo, se había creado un auténtico culto en torno a su persona, hasta el punto
de que no estaba permitido a nadie levantar la mirada hacia él. Era transportado en litera y
cuando prefería andar, iba precedido de una cohorte de cortesanos que extendían alfombras
sobre el suelo. Poseía grandes riquezas y numerosas concubinas. Los sacerdotes, naturalmente,
gozaban de una gran consideración y de múltiples privilegios. También eran favorecidas las
clases nobiliarias y militares, tan sólo sujetas a la jurisdicción de un tribunal especial. Asimismo
disfrutaban de ventajas, pero a un nivel más bajo, los comerciantes, que practicaban el espionaje
por cuenta del soberano durante sus viajes a las provincias, por cuyo servicio quedaban
dispensados de los tributos. Seguían los artesanos. Y al final de la jerarquía social se encontraban
los asalariados y los esclavos: prisioneros de guerra, culpables de delitos graves, o bien
individuos vendidos por sus familias. Sin embargo, la esclavitud no era hereditaria. La justicia,
que se mostraba muy severa incluso con los niños, era más indulgente con los ancianos, a
quienes por lo menos permitía la embriaguez. El calpul era la unidad religiosa y militar en el que
se agrupaban las familias.
Los aztecas, que en su origen habían sido cazadores y pescadores, se dedicaron más tarde a la
agricultura, pero con técnicas muy rudimentarias. Los cultivos más comunes eran el maíz y las
judías. Desde las regiones subtropicales se importaba cacao, miel y tabaco; de una especie de
agave, el maguey, se obtenía una bebida embriagadora, el pulque. Sobre las aguas del lago
Texcoco los aztecas colocaban chinampas, almadías ancladas hechas de juncos entrelazados, que
cubrían de tierra, aprovechándose así para el cultivo.
Lo mismo que entre los mayas, los depositarios de la cultura eran sacerdotes. La escritura azteca
era más rudimentaria que la maya, y se mantenía todavía próxima a la ideografía. Su calendario
comprendía 18 meses de 20 días cada uno. La medicina, muy avanzada, era ejercida por
curanderos, hombres y mujeres, que se transmitían la profesión de padres a hijos; fabricaban
pociones y ungüentos, utilizando hierbas, y sus remedios fueron considerados eficaces por los
españoles, que estudiaron su composición. Los curanderos trataban las fracturas mediante la
aplicación de tablillas para inmovilizar los miembros; practicaban sangrías, suturaban las
heridas, curaban la caries dental y las enfermedades de la piel, de la vista y del oído y asistían a
las parturientas.
Los aztecas cultivaron la poesía, sobre todo lírica y religiosa, sin que faltasen las formas
dramáticas, aptas para la representación teatral. Los textos poéticos, aprendidos de memoria y
transmitidos de generación en generación, fueron transcritos en parte por los españoles. Así se
han conservado unos sesenta cármenes y unos veinte himnos litúrgicos, que se acompañaban
con música. Los instrumentos eran de viento y de percusión, faltando por completo los de
cuerda.
Muy poco ha quedado de los monumentos de Tenochtitlán, que debían ser al mismo tiempo
grandiosos y elegantes: la capital azteca fue destruida por los españoles tras un largo asedio. En
cambio, se han salvado numerosas esculturas, entre ellas una auténtica obra maestra: la cabeza
de un «caballero águila», es decir, miembro de una importante orden militar. También se han
hallado muchas cerámicas y mosaicos de turquesas, coral, perlas y plumas (amantecas).

El imperio peruano de los hijos del Sol: los incas


El término «inca» —que hoy se emplea para designar un pueblo y una civilización— poseía en
su origen el significado de «jefe» y era el título dado al emperador y a los nobles de sangre
imperial. La historia de la formación del gran Imperio inca —que a la llegada de los españoles a
América del Sur comprendía, además del actual Perú, Colombia, Bolivia y parte de Ecuador,
Chile y Argentina— ha sido reconstruida con mayor dificultad que la de los mayas o de los
aztecas, ya que los pueblos que habitaban aquel amplio territorio carecían de una escritura
propiamente dicha. Los cronistas españoles debieron contentarse con recoger noticias históricas,
mezcladas con leyendas, de labios de algunos nobles de la dinastía imperial. Para transmitir su
historia, los incas empleaban unos cantos épicos (harawi), que en las fiestas eran interpretados
por sacerdotes y poetas. Según una tradición recogida por los españoles, el décimo emperador
inca, Pachacutic, invitó a la capital a algunos de estos personajes y sobre la base de sus
narraciones hizo pintar los acontecimientos más importantes de la historia incaica sobre tablas
colocadas en el templo del Sol de Cuzco.
Con Pachacutic se inicia el sexto período de la cultura peruana, el llamado propiamente inca;
sólo las noticias posteriores a este emperador pueden considerarse históricamente admisibles.
Según una rica tradición legendaria, el fundador de la dinastía inca debió ser Manco Capac
(Manco «el Poderoso»), uno de los cuatro hijos del Sol, salidos de una gruta de la región de
Poccaritambo, al sudeste del valle de Cuzco. Manco eliminó primero a sus hermanos, tras lo
cual se estableció con sus hermanas y algunos parientes en el valle de Cuzco, tras haber probado
la fertilidad del suelo con un bastón de oro. Los cinco soberanos que lo sucedieron tuvieron que
defenderse de las tribus vecinas, y sólo con el séptimo de los monarcas, Yahuar Huacac, los
incas lograron someter a los demás pueblos del valle. A partir de aquel momento, los jefes incas
extendieron progresivamente sus territorios, combatiendo a sus enemigos collas y chancas, en
unión con sus aliados lupacas y quechuas (estos últimos con una cultura afín a la suya y
probablemente de la misma estirpe). A la muerte del octavo soberano, el sucesor legítimo fue
depuesto por su hermano Cusi Yupanqui, que adoptó el nombre de Pachacutic (1438-1471). Este
y su hijo Túpac Inca Yupanqui (1471-1493) condujeron el imperio a su máxima expansión,
sometiendo a las poblaciones del actual Ecuador y doblegando la resistencia del último pueblo
peruano independiente, el chimú. Túpac Inca Yupanqui ordenó realizar un censo y dio a sus
dominios una organización centralizada, destituyendo a los jefes locales y sustituyéndolos con
gobernadores de su confianza.
Durante el reinado de Huayna Capac (1493-1525), en el extenso Imperio inca comenzaron a
manifestarse los primeros síntomas de disgregación y el soberano hubo de sofocar continuas
rebeliones. Huayna Capac murió en Ecuador, donde se había instalado durante los últimos años
de su vida; precisamente cuando en la capital se extendía la noticia de que hombres blancos
habían desembarcado más al Norte (Panamá) y estaban explorando el litoral. Parece ser que
antes de morir, Huayna Capac se había propuesto dividir el imperio entre Huáscar, su hijo
legítimo, y el predilecto, Atahualpa, tenido con una concubina. Pero atacado por la viruela, que
los españoles habían introducido en América, falleció sin haber tenido tiempo de llevar a la
práctica su propósito. Entonces en Cuzco se proclamó emperador a Huáscar (1525-1532),
mientras en Ecuador, Atahualpa, con el apoyo del ejército que su padre había llevado consigo y
con el favor de la población local, reivindicaba el imperio. Entre ambos hermanos y sus
respectivos partidarios se declaró una guerra que se inclinó rápidamente en favor de Atahualpa
(1532-1533); éste logró hacer prisionero a Huáscar y ordenó exterminar a su familia. Se estaban
manifestando en el país los últimos episodios de la guerra civil, cuando los incas fueron
sorprendidos por los conquistadores españoles bajo el mando de Pizarro.
A propósito del régimen político-económico de los incas, se ha hablado de «socialismo» e
incluso de «comunismo», muy impropiamente, como sucede a menudo cuando se pretende
adaptar unos términos modernos a unos fenómenos del pasado. En realidad, el Imperio inca —
denominado oficialmente Tahuantisuyo, o sea, «País de las cuatro partes», por su división en
cuatro partes (suyo) en torno a la capital, Cuzco («ombligo»)— estaba regido según una
estructura teocrático-feudal. En el vértice de la pirámide se encontraba el Inca, emperador
absoluto de origen divino que reunía todos los poderes. Éste distribuía los cargos según una
jerarquía de castas sociales, asignando los más importantes a sus parientes más próximos y
luego, sucesivamente, a los nobles de rango inferior. El Inca era también titular y custodio de los
bienes del Estado, en particular de la tierra, que dividía en tres partes, reservando una de ellas
para el Sol —es decir, para los sacerdotes del mismo—, la segunda para sí y la restante para el
pueblo. La tercera parte de las nuevas tierras anexionadas solía distribuirse regularmente entre
las familias de la comunidad, según el número de sus miembros. Los campesinos estaban
vinculados a la tierra y no podían cambiar de residencia: no obstante, algunas veces se
efectuaban traslados en masa de los pueblos de las tierras conquistadas. Todos los súbditos,
excepto los de condición elevada, debían cultivar también los campos del Sol y del Inca. Por su
parte, éste hacía a menudo regalos de tierras a los nobles, a quienes también iba a parar una
considerable parte de los tributos de las provincias; otro tanto hacía el Inca con quien se hubiese
ganado su reconocimiento de algún modo especial. Los funcionarios imperiales y los soldados
eran mantenidos por la administración del Estado.
El Inca era servido y venerado como un dios y ni siquiera los nobles podían aproximarse a él
más que en ocasiones especiales. El servicio a su persona quedaba reservado a sus mujeres: una
legítima (o más de una, cuando los matrimonios anteriores hubiesen resultado estériles) y
muchas concubinas. Para conservar la pureza de la sangre, el Inca tomaba por esposa a una de
sus hermanas o hermanastras, y durante los últimos tiempos del imperio, el heredero debía ser
un hijo legítimo, aunque no necesariamente el primogénito. Por lo general, se elegía al más
capacitado, a quien se educaba para que participase en las actividades militares y
gubernamentales de su padre. Cuando moría el Inca, su cuerpo era embalsamado y sepultado en
el palacio o en el templo del Sol y cierto número de concubinas y de siervos debía seguirlo a la
tumba.
Los jóvenes de familia noble se educaban bajo la dirección de consejeros, que les enseñaban arte
militar, historia, religión y reglas de comportamiento. Una vez alcanzada la pubertad, eran
sometidos a un período de iniciación, que finalizaba con la perforación de las orejas, de las que
se colgaban unos discos de oro. La operación era ejecutada a menudo personalmente por el Inca.
La jerarquía sacerdotal, controlada por el emperador y encabezada por el gran sacerdote del Sol
—por lo general, hermano o tío del Inca— comprendía gran número de sacerdotes y de
«vírgenes del Sol», consagradas al servicio de los templos. El dios del Sol, Inti, de quien
descendía el Inca, era objeto de un culto particular. Tenía dedicado un gran templo en Cuzco. Sin
embargo, el dios supremo era Viracocha, padre de Inti y creador, según la cosmogonía inca, del
primero de los cinco ciclos del género humano. Inti era el Sol del último ciclo, el actual. Las
provincias, si bien rendían homenaje a la religión oficial, poseían muchos otros cultos más
sencillos, y ritos referentes sobre todo a la agricultura. La religión inca tenía una considerable
parte de magia y superstición: el arte divinatorio se practicaba ampliamente; también se
realizaban sacrificios humanos, aunque en menor número que entre los aztecas. La justicia —
administrada con severidad— empleaba la adivinación para las sentencias, que debían ser
siempre aprobadas por el emperador.
La organización centralizada del imperio —que se extendía sobre un amplio territorio y
comprendía una población de casi ocho millones de habitantes— requería gran número de
funcionarios. Las comunicaciones eran rápidas, gracias a una excelente red de caminos, formada
por dos grandes arterias principales —una que seguía la costa y la otra los altiplanos— y gran
número de vías menores. Estos caminos, rectos, anchos y bien empedrados atravesaban los ríos
por medio de puentes de lianas y cruzaban las montañas con amplias escalinatas talladas en la
roca, o incluso con galerías. Las ciudades se edificaban en las zonas menos adecuadas para la
agricultura; en los puntos estratégicos, en la embocadura de los valles y en las proximidades de
las fronteras se construían fortalezas prácticamente inaccesibles. La más famosa de ellas, Machu
Picchu, que pasó inadvertida para los españoles, no fue descubierta hasta 1911.
La arquitectura es quizá la expresión más alta de la civilización inca. Para las construcciones
más importantes empleaban enormes bloques de piedra, perfectamente escuadrados. La falta de
decoración esculpida hace que los monumentos incas sean más austeros que los mayas o
aztecas. Pero no hay que olvidar que los españoles quedaron muy impresionados por el generoso
empleo del oro en el revestimiento de las residencias imperiales y los templos. El precioso metal
fue arrebatado de allí por los conquistadores, a quienes habían atraído al Perú justamente las
noticias sobre los fabulosos tesoros de los incas.
Los conjuntos arquitectónicos más sugestivos son las ciudades-fortaleza de Sacsahuamán y
Machu Picchu; esta última, situada en un paso entre abruptas montañas, armoniza con el paisaje
como si formase parte del mismo. Es admirable el planteamiento unitario logrado con un
sistema de terrazas descendentes, al mismo tiempo escenográfico y funcional, dada la falta de
espacio: abajo están los edificios más modestos y en niveles progresivamente más elevados se
sitúan los más imponentes. Diferentes escaleras de piedra unían entre sí los templos, plazas y
núcleos residenciales.
Al comparar el arte del norte y del sur de los dos grandes núcleos culturales de las civilizaciones
precolombinas, Laurette Séjourné observa que la proliferación de las esculturas y de las pinturas
mexicanas hace sobresalir la desnudez de los monumentos peruanos y bolivianos; los españoles
expresan su decepción al no hallar ningún ídolo en el tabernáculo de Pachamac, el más
prestigioso santuario del hemisferio sur, y varias fuentes informan que el gran templo del Cuzco,
con los muros externos cubiertos enteramente de láminas de oro, no encerraba más que las
figuras del sol, de la luna y de algunas estrellas. En relación con otros rasgos culturales, este
despojamiento se impone por lo específico: la arquitectura, mediante la cual el sur se diferencia
más vigorosamente del norte, se caracteriza también por un verdadero mutismo y por la ausencia
de imágenes; así que la interiorización de las formas lleva a una escultura del recogimiento y del
silencio. Una confrontación directa con los bloques macizos de los muros del Cuzco actual
permite comprender que su ajuste, sensible y dinámico como un cincelado, es más que una
simple demostración de habilidad técnica. Después de haber admirado la suavidad de los planos,
las sinuosidades, la tensión armoniosa entre las verticales y las horizontales, que transforman
una roca colosal en una escultura cuya audacia en la abstracción no ha sido sobrepasada por los
artistas modernos, se entrevé la voluntad que sirve de base a ese ascetismo. Voluntad tan
irresistible que ha osado atacar toda una montaña, para hacer de ella una gigantesca realización
humana. Tal parece, en efecto, el alto pico de Machu Picchu, con sus muros escarpados
convertidos en escalinatas, en contrafuertes, en terrazas o en losas sobre las cuales escurre el
agua.
Los conjuntos arquitectónicos que se organizan en su cima se imponen en una lenta operación
cuyo sentido revelan la progresiva humanización de la naturaleza, mediante una estrecha
solidaridad.
Con Machu Picchu el hombre-jaguar de antaño se funde en la realidad que él tenía por misión
llevar al mundo; las garras, las mandíbulas y las excrecencias disparatadas desaparecen ante la
misión cumplida: una majestuosa trasmutación del macizo andino en monumento elevado a la
voluntad de transformación, a la capacidad de adhesión al incesante proceso creador de la
naturaleza.
En otro aspecto, son interesantes los instrumentos que los incas empleaban para sus cálculos: los
quipos, cuerdas de diferentes colores, con nudos colocados a diversas distancias, y unidas entre
sí por un cordón horizontal. Los nudos expresaban datos cuantitativos y los colores cualitativos.

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