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UNIDAD DIDÁCTICA III: Para una filosofía de la historia del tiempo pre-
sente: los debates contemporáneos.
2º. Dado que uno de los objetivos básicos de la asignatura es que acabéis
obteniendo una visión de conjunto de la misma, y que por tanto seáis capaces
de ver o de establecer la relación que pueda haber entre unos temas y otros,
es importante que centréis vuestra lectura de los dos textos propuestos en
apreciar o distinguir esa «especificidad» de nuestra materia.
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fiestan los que se interesan por ella a decir que, como única forma válida de
conocimiento, debiera absorber a la filosofía misma.
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cada rama pueden someterse a prueba por su conformidad con aquéllos. Pero
esto no puede aplicarse de manera admisible al campo de la historia.
Lo más sorprendente de la historia es que los hechos que intenta describir
son hechos pasados, y los hechos pasados ya no son accesibles a la ins-
pección directa. En una palabra, no podemos someter a prueba la exactitud de
las exposiciones históricas viendo simplemente si corresponden a una realidad
independientemente conocida. ¿Cómo podemos, pues, someterlos a prueba'?
La respuesta que un historiador en ejercicio daría a esta pregunta sería que lo
hacemos por referencia a los testimonios históricos. Aunque el pasado
no es accesible a la inspección directa, dejó amplias huellas de sí en el pre-
sente, en forma de documentos, construcciones, monedas, instituciones,
procedimientos, etc. Y sobre esto reconstruye todo historiador que se estime
aquellos hechos: todo aserto que haga el historiador, nos diría, debe estar
apoyado en alguna suerte de testimonio, directo o indirecto. No se dará
crédito a supuestos asertos históricos que descansen sobre cualquier otra
base —por ejemplo, sobre la sola imaginación del historiador—. En el mejor
caso, son conjeturas inspiradas, en el peor son mera ficción.
Esto nos da ciertamente una comprensible teoría útil de la verdad his-
tórica, pero no una teoría que satisfaga todos los escrúpulos filosóficos. Po-
demos advertir esto si reflexionamos sobre el carácter del testimonio histó-
rico mismo. Las huellas del pasado de que se dispone en el presente incluyen,
como ya dije, documentos, monedas, procedimientos, etc. Pero cuando nos
ponemos a pensar acerca de ellas, esas cosas no llevan en la cara ni su sig-
nificado ni su autenticidad. Así, pues, cuando un historiador lee un aserto en
una u otra de las «fuentes originarias» concerniente al período que está es-
tudiando, no lo admite automáticamente. Su actitud hacia él, si sabe su
oficio, es siempre crítica: tiene que decidir si ha de creerlo o no, o también
qué parte de él creer. La verdadera historia, como Collingwood no se cansó
nunca de repetir, no puede considerarse asunto de tijeras y de engrudo —el
engrudo es un material adhesivo que se emplea para pegar carteles o papel
pintado y realizar obras de artesanía con papel y cartón o papel maché—: los
historiadores no la hacen tomando trozos de información digna de toda con-
fianza de una «autoridad» o de todo un conjunto de «autoridades». Los he-
chos históricos tienen que ser comprobados en cada caso; no son nunca
simplemente dados.
Podemos resumir esto diciendo que es deber del historiador no sólo
basar todos sus asertos sobre los testimonios disponibles, sino además de-
cidir cuáles de ellos merecen confianza. En otras palabras, el testimonio
histórico no es un dato decisivo al que podemos referirnos para probar la
verdad de los juicios históricos. Pero esto, como es obvio, vuelve a plantear
toda la cuestión relativa al hecho y la verdad en historia. No podemos exa-
minar aquí otros intentos de resolverla, entre los cuales podemos mencionar
la teoría de que algunos testimonios históricos —especialmente los suminis-
trados por ciertos juicios de memoria— son, después de todo, irrebatibles, y
la tesis idealista contraria según la cual toda historia es historia con-
temporánea —es decir, que el pensamiento histórico no se interesa en
realidad por el pasado, sino por el presente—.
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polita (1784): cabía hacer una «historia a priori», conjeturar por ella lo que
descubriría un Kepler o un Newton capaz de desvelar las leyes ocultas que
gobiernan el curso de las cosas humanas en medio de tanto desvarío, des-
trucción y caprichos de príncipes. Se revelaría un proyecto secreto de la na-
turaleza: el del progreso creciente de la especie humana, sin saberlo los
individuos y a través de la competencia entre ellos, para desarrollar plena-
mente su capacidad racional —con la propia Ilustración, en cuanto salida de su
autoculpable minoría de edad, como etapa decisiva— para acercarse asintó-
ticamente (infinitamente, de manera utópica) a la «constitución estatal
perfecta» que sería la sociedad civil cosmopolita.
Y si aún alguien, sensible a las buenas intenciones de la propuesta y al alto
rango de sus proponentes, y a pesar de las experiencias de los dos siglos
posteriores, mostrara alguna indulgencia con la filosofía de la historia, bas-
taría recordarle la caricatura que de ella bosquejaba, con aún mejores
propósitos, un aplicado discípulo de Kant. La lección inaugural jenense ¿Qué
es y para qué se estudia Historia Universal? (1789) de Friedrich Schiller
(1759−1805) rebaja toda la historia pasada a meros estadios previos re-
corridos por la humanidad para llegar hasta nuestro presente: un espectáculo
inmóvil que se ofrece a nuestra contemplación para nuestro propio disfrute:
esto es, el de Schiller y sus contemporáneos de la Revolución Francesa
(1789−1799). Quien no esté con ellos solazándose en el paisaje del pasado
inferior, está todavía muy detrás —es, pues, un retrógado— o, como los
pueblos bárbaros que nuestros descubridores encuentran en sus navega-
ciones, ha perdido el tren de la historia. El tren que la filosofía de la his-
toria ha diseñado, y para el que los hombres, al menos los que no tengan la
suerte de vivir en la etapa final, ni siquiera de ser príncipes en las etapas inter-
medias, son sólo carbón con el que mover la locomotora.
No quedaría entonces sino concluir que la filosofía de la historia es la
peor de las formas posibles que llegó a adoptar el mito de la emancipación
progresiva del género humano que dio en inventarse la Ilustración. Y si ésta
creyó poder sustituir los mitos por la razón, acabó produciendo un mito, tanto
más desastroso cuanto que ha creído ser racional y no mitológico. Pro-
clamando la emancipación del ser humano y su autonomía, ha querido poner
la historia en manos de los hombres para, anunciando la perfectibilidad
infinita de éstos, acabar convirtiéndolos en perpetradores de las mayores
fechorías. Fausto —es el protagonista de una leyenda clásica alemana, un
erudito de gran éxito, pero también insatisfecho con su vida, por lo que hace
un trato con el diablo, intercambiando su alma por el conocimiento ilimitado y
los placeres mundanos— resultó un nada inocente aprendiz de brujo. Mejor
despedirse, pues, de la filosofía de la historia, y preservar al mundo de ciertos
historiadores, de muchos filósofos y, desde luego, de todos los filósofos de la
historia.
La filosofía de la historia es un «centauro, una contradictio in adje-
cto» —en la mitología griega el centauro es una criatura con la cabeza, los
brazos y el torso de un humano y el cuerpo y las piernas de un caballo. Las
versiones femeninas reciben el nombre de centáurides—, pues la historia,
cuyo objeto es coordinar en la narración, no es filosófica, y la filosofía, cuyo
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griega del mundo e inauguró una concepción lineal del tiempo a la espera de
un final extramundano, pudo seguir asignándole a la historia su papel de
maestra de la vida. En los asuntos exclusivamente humanos, salvo inter-
vención de la providencia, no podía ocurrir nada nuevo, y los antiguos, incluso
los paganos, podían seguir siendo modelos en los que instruirse. Los ilus-
trados la destronaron.
La experiencia moderna, más intensa cada vez a partir del Renaci-
miento, había sido la de una nueva concepción del tiempo, resultado de
una cesura con todo lo anterior, una reordenación del pasado y del futuro, que
empezaron a distanciarse y distinguirse. En lugar múltiples historias
sueltas, relatos de hechos notables ya ocurridos y que se repetían de nuevo en
cada instancia humana, apareció la historia como un suceso único y sin-
gular, una cadena de sucesos individuales, nuevos cada vez, en la que, ob-
viamente, ninguno de ellos podía ser ya ejemplar. Se abría un nuevo espacio
de experiencia en el que ya no era posible orientarse mirando hacia
atrás. Esta historia como tal, historia sin más, era un proceso completo,
autónomo en sí mismo, que recogía todo lo que humanamente ocurría sobre la
tierra. Era la Historia Universal, o historia del mundo. La tarea del histo-
riador, a partir de ahora, más que relatar con arte y didáctica un suceso
concreto, era «presentar cada evento como parte de un todo o, lo que es lo
mismo, presentar en cada evento la forma de la historia en general» (Hum-
boldt, 1822).
En realidad, la propuesta de Alexander von Humboldt (1769−1859) de
1822 que acabamos de citar era menos un programa que una respuesta a la
cuestión que planteaba de modo más acuciante esta nueva historia sin-
gularizada. Se trataba, sobre todo, de la nueva experiencia del tiempo que
tenía lugar, la cesura (el corte) entre el pasado y el presente con que había
nacido la Edad Moderna. Lo había hecho distinguiéndose expresamente de
todo lo anterior, de los antiguos y los medievales. Lo que había surgido era un
tiempo histórico específico por el que cada fecha, por ejemplo, adquiría un
significado que no era simplemente el de su lugar en una sucesión numérica.
Si antes los acontecimientos históricos se determinaban según categorías
naturales del tiempo, como eran el curso de las estrellas o la sucesión, en
principio hereditaria, de los príncipes y las dinastías, ahora se cuentan las
épocas y los siglos. Se empieza a hablar de un genius saeculi, y cada
época, cada siglo, cada año, empieza a tener una fisonomía propia, un espíritu
particular. De entonces es la expresión alemana Zeitgeist — es originalmente
una expresión del idioma alemán que significa «el espíritu (Geist) del tiempo
(Zeit)»—, que todavía hoy goza de fortuna internacional.
Es el final de la historia natural y el comienzo de un tiempo his-
tórico específico en el que resulta mucho más complicado situarse. Se de-
finen las épocas, se quiere estar seguro de la propia, no actuar sin saber
quién se es en cada momento de la historia, y hacia dónde se dirigen los
pasos. Los revolucionarios estaban siempre seguros de ello. No es casua-
lidad, tampoco, que sea justo a finales del siglo XVIII cuando empieza a con-
siderarse que el estudio histórico más fiable es el que investiga aconteci-
mientos lejanos en el pasado, y cuando los historiadores renuncien a es-
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1. INTRODUCCIÓN
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2. EXPLICACIÓN−COMPRENSIÓN
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6. LA PROPUESTA NARRATIVISTA
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bargo, esta producción masiva, puede no llegar a ser asumida por la demanda
pues los salarios de los trabajadores no lo permiten. De este modo los bene-
ficios se van reduciendo, pudiendo incluso ocasionar la crisis de la empresa y
su ruina, al no poder recuperar la inversión efectuada para ampliar su pro-
ducción. Este desajuste entre la oferta y la demanda es el que explica,
según Marx, las frecuentes crisis del sistema capitalista.
2) Ley de proletarización o depauperización creciente. La salvaje
competencia entre las empresas hace que las empresas más pequeñas no
puedan competir en precio con las más grandes, que pueden ofrecer los
productos más baratos. Esto da lugar a la progresiva formación de mo-
nopolios y a que una gran cantidad de empresarios se arruinen y empo-
brezcan pasando a formar parte del proletariado. Además, la incorporación de
máquinas a las industrias aumenta el desempleo. En esta situación de escasez
de empleo el empresario puede pagar sueldos muy bajos. La consecuencia de
todo ello es el empobrecimiento —o depauperización— general y el consi-
guiente descontento previo a la revolución social.
3) Ley de concentración del capital. A causa del proceso descrito, los
proletarios cada vez serán más y, por tanto, más pobres, cada vez valdrá
menos su trabajo. En cambio, los capitalistas cada vez serán menos y
más ricos, cada vez poseerán más medios y además cada vez encontrarán
menos competencia en el mercado. Se produce, pues, una doble concen-
tración: la concentración del capital en manos de unos pocos capitalistas y la
concentración de las grandes masas de la población en el proletariado.
4) Ley de crisis. Podría llegar un momento en que, debido a la abun-
dancia de trabajadores y a la concentración de los medios de producción en un
reducido número de capitalistas, la remuneración del trabajador fuera tan
escasa —es decir, el trabajo fuera tan barato— que los salarios ni siquiera
cubrieran las necesidades alimenticias mínimas de los proletarios. Llegado
este momento, los proletarios cobrarán conciencia de su auténtica si-
tuación y de sus verdaderas fuerzas, se unirán y se sublevarán contra el
sistema logrando el final de la economía capitalista y su sustitución por un
sistema socialista. La diferencia esencial entre un sistema y otro radica, para
Marx, en la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción
y en el establecimiento de la dictadura del proletariado.
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consideradas como lo que se hizo en una ocasión, son siempre las mismas.
Ésta es la estructura temporal de la experiencia, que no se puede reunir sin
una expectativa retroactiva —del futuro hacia el pasado—.
2) Expectativa. Es diferente lo que sucede con la estructura tem-
poral de la expectativa, que no se puede tener sin la experiencia. Las
expectativas que se basan en experiencias ya no pueden sorprender cuando
suceden. Sólo puede sorprender lo que no se esperaba: entonces se presenta
una nueva experiencia. La ruptura del horizonte de expectativa funda,
pues, una nueva experiencia. La ganancia en experiencia —la nueva, fruto
de la ruptura del horizonte de expectativa— sobrepasa entonces la limitación
del futuro posible presupuesta por la experiencia precedente.
Breve sentido para este discurso tan prolijo: la tensión entre ex-
periencia y expectativa es lo que provoca de manera cada vez dife-
rente nuevas soluciones, empujando de ese modo y desde sí misma al
tiempo histórico. Esto se puede demostrar —aportando un último ejemplo—
con especial claridad en la estructura de un pronóstico. El contenido en ve-
rosimilitud de un pronóstico no se basa en lo que alguien espera. Se puede
esperar también lo inverosímil. La verosimilitud de un futuro vaticinado se
deriva en primer lugar de los datos previos del pasado, tanto si están ela-
borados científicamente como si no. Se adelanta el diagnóstico en el que están
contenidos los datos de la experiencia. Visto de este modo, es el espacio de
experiencia abierto hacia el futuro el que extiende el horizonte de
expectativa. Las experiencias liberan los pronósticos y los guían —en
función de la experiencia vaticinamos una expectativa; si se modifica la ex-
periencia (hermenéutica), también lo hace la expectativa—. Hacer un pro-
nóstico quiere decir ya cambiar la situación de la que surge. O, dicho de otro
modo: hasta el momento, el espacio de experiencia no es suficiente
para determinar el horizonte de expectativa.
Por todo eso, espacio de experiencia y horizonte de expectativa no se
pueden referir estadísticamente uno al otro. Constituyen una diferencia
temporal en el hoy, entrelazando cada uno el pasado y el futuro de manera
desigual. Consciente o inconscientemente, la conexión que crean de forma
alternativa tiene la estructura de un pronóstico. Así hemos alcanzado una
característica del tiempo histórico que puede indicar también su variabilidad.
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concebir como tiempo nuevo desde que las expectativas aplazadas se alejaron
de todas las experiencias hechas anteriormente. Como ya se mostró, esta
diferencia ha sido conceptualizada en la «historia en general» y su cualidad
específicamente moderna en el concepto de «progreso».
La aplicación histórica de nuestras dos categorías metahistóricas de
experiencia y expectativa nos ha proporcionado una clave para reconocer el
tiempo histórico, especialmente el nacimiento de lo que se ha llamado
modernidad como algo diferenciado de tiempos anteriores. De este
modo la asimetría —distanciamiento progresivo— entre experiencia y ex-
pectativa fue un producto específico del conocimiento de aquella época de
transformación brusca en la que esa asimetría se interpretó como pro-
greso. Por supuesto, nuestras categorías ofrecen algo más que un modelo de
explicación de la génesis de una historia progresiva que sólo fue conceptua-
lizada como «tiempo nuevo».
Nos remiten igualmente a la parcialidad de interpretaciones pro-
gresivas. Pues es evidente que las experiencias sólo se pueden reunir porque
—como experiencias— son repetibles. Así pues, debe haber también es-
tructuras de la historia, formales y a largo plazo, que permitan reunir
repetidamente las experiencias. Pero entonces debe poder salvarse
también la diferencia entre experiencia y expectativa hasta el punto de que se
pueda concebir de nuevo la historia como susceptible de ser enseñada
—debido a esas estructuras formales que siempre se mantienen y gracias a las
cuales unificamos los acontecimientos históricos en forma de experiencia
propia y ajena—. La Historie sólo puede reconocer lo que cambia continua-
mente y lo nuevo si está enterada de la procedencia en la que se ocultan las
estructuras duraderas. También éstas se tienen que buscar e investigar, si
es que se pretenden traducir las experiencias históricas a la ciencia histórica.
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Desde que Voltaire acuñara a finales del siglo XVIII la expresión «filo-
sofía de la historia», entendiendo por tal la reflexión con espíritu filo-
sófico sobre la propia historia, se ha convertido en un lugar común cifrar el
nacimiento de la Filosofía de la Historia en la época moderna. Este tema
pretende mostrar la génesis y el desarrollo de la conciencia histórica a lo largo
de la modernidad, siendo el tema del programa que más se aproxima a lo que
podríamos llamar una «historia de la filosofía de la historia» [y uno de
los temas más importantes del curso], por cuanto trata de ofrecer una visión
panorámica de algunas de las más relevantes aportaciones al respecto: las
filosofías ilustradas de la historia de Montesquieu o Voltaire, las filosofías
idealistas de la historia de Kant o Hegel, la filosofía romántica de la historia
de Herder o esa gran predecesora de todas ellas que es la filosofía de la
historia de Vico. Pero además se dará aquí cuenta, así sea sucintamente, de
dos de las ideas que más han ayudado a conformar dichas filosofías de la
historia y que, de algún modo, volverán a estar presentes en temas poste-
riores: las ideas de progreso histórico y de perfectibilidad humana.
El texto de Sevilla «El concepto de filosofía de la historia en la Moder-
nidad» se puede empezar a preparar a partir de la pág. 70. Las páginas an-
teriores (65−70), una vez que queda claro que el autor distingue tres mo-
mentos de modernidad en relación a la problemática de la filosofía de la
historia —la primera modernidad desde el Renacimiento hasta Descartes;
la segunda modernidad desde Descartes hasta Kant; y la tercera mo-
dernidad desde el idealismo alemán hasta Hegel— y que él se centrará bá-
sicamente en esa segunda modernidad, es suficiente con leerlas [dada la
extendión de este tema, se encuentran eliminadas de estos resúmenes]. El
texto de Sevilla es adecuado para preparar tanto a Vico como a la filosofía
racionalista o ilustrada de la historia, principalmente a Montesquieu, Vol-
taire, Turgot y Condorcet [Vico, Turgoy y Concorcet se encuentran mucho
mejor elaborados por Guillermo Graile en el volumen III de la Historia de la
Filosofía de la BAC, por lo que los he sacado de ahí]. Lo que señala de Herder
o de Kant conviene que lo leáis, [es decir, eliminado de estos apuntes, pues
esos autores se abordan más pormenorizadamente en la siguiente lectura de
este mismo tema] pero para preparar de manera más pormenorizada o sis-
temática a Herder, Kant y Hegel el texto más adecuado es el de Bauer «La
filosofía idealista de la historia» [Herder y Hegel están sacados del Fraile
también]. Por último, para preparar a Marx el texto señalado de Muñoz. En
total este tema tiene tres lecturas [nada menos].
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des. La razón —dijo Kant en 1784— «no conoce límites para sus proyectos».
Kant indica aquí el cambio de cuya determinación teórica tratamos, sin me-
noscabo de los numerosos factores empíricos que provocaron este cambio,
primero en Occidente y en Alemania más tarde.
En su Antropología en sentido pragmático (1798) hablaba Kant de que
interesa más la facultad de previsión que ninguna otra. Pero —y en esto se
diferencia de sus predecesores— una predicción que espera fundamental-
mente lo mismo —expectativa cristiana del fin de los tiempos—, no era para
él un pronóstico. La deducción de las experiencias obtenidas del pasado para
conseguir expectativas de futuro —historia magistra vitae— conducía para él,
a lo sumo, a la indolencia —dejadez— y paralizaba todo impulso a la ac-
ción. Pero esta deducción contradecía ante todo su expectativa de que el
futuro sería mejor porque debe ser mejor —progreso—.
Todo el esfuerzo de Kant como filósofo de la historia tendía a trasladar
el plan oculto de la naturaleza, que parecía impulsar a la humanidad por los
caminos de un progreso ilimitado, hacia un plan consciente de hombres
dotados de razón. «¿Cómo es posible una historia a priori?» preguntaba
Kant, y respondía: «cuando el propio adivino hace y organiza los acon-
tecimientos que pronosticó de antemano». Si somos perspicaces se-
mánticamente vemos en seguida que Kant no habla rotundamente de que la
historia sea factible; habla únicamente de acontecimientos que provoca el
propio adivino. En efecto, este pasaje que gusta citar hoy con aprobación y
alabanza lo formuló Kant aún irónica y provocativamente. Iba dirigido contra
los profetas de la decadencia que causan y ayudan a acelerar la ruina
pronosticada y se dirigía contra aquellos políticos supuestamente realistas
que temen a la opinión pública, que atizan el tumulto temiéndolo. Pero, no
obstante, con su pregunta por la historia a priori ha fijado Kant el modelo
de su factibilidad.
Kant buscaba realizar mediante el imperativo de su razón práctica el po-
tencial de un futuro progresista que se desliga de las condiciones de
toda historia precedente. En cierto modo se deja atrás el sentido de la
creación y se traslada a obra humana, tan pronto como la razón práctica
llega al poder, sin perder por ello su integridad moral.
Adam Weishaupt (1748-1830) da un paso adelante en el camino hacia
la factibilidad de la historia, pues es el primero que intenta trasladar la
facultad de previsión, la capacidad de hacer pronósticos lejanos, a las
máximas políticas de acción que obtienen su legitimación de la historia en
general. La profesión más importante que existe, dice, pero que aún no se ha
impuesto, es la de filósofo e historiador, es decir, filósofo planificador de
la historia.
La simple conversión de la buena voluntad en acción no es todavía su-
ficiente para justificar un futuro deseado y, menos aún, para alcanzarlo. Por
eso Weishaupt produjo —y en esto se adelantó pero no se quedó solo— una
filosofía de la historia voluntarista. Al proclamar el futuro que hay
que procurar como deber de la historia objetiva, el propósito propio
alcanza una gran fuerza impulsora. En rigor, una historia construida de
ese modo se convierte en un refuerzo de la voluntad de procurar el futuro
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discusión actual sobre la historia universal tiene que seguir recurriendo aún
hoy a esta definición, pues aún no ha sido sustituida de una manera real-
mente satisfactoria y unánime. En mi opinión, el camino que la conduce a la
crisis pasa por dos estadios, que son el de ataque y el de defensa.
Inspirado por aquella ligereza política que fue posible gracias al éxito
moderno del Estado —del que se vive y contra el que se piensa—, el estadio
agresivo, el estadio de ataque es la radicalización de la historia univer-
sal hasta hacer de ella la filosofía de la revolución. Si el presente no es
ya casi la perfección de la humanidad, hay que hacer violentamente que
lo sea: mediante la revolución política: historia universal como filoso-
fía de la revolución. Pero a la vista del presente de una mala revolución,
la réplica inmediata de la filosofía de la historia fue negar el presente de
la buena revolución: para Hegel, la buena revolución fue la revolución
pasada, y sobre todo la penúltima, la Reforma protestante; para Marx,
la buena revolución es la futura, y sobre todo la segunda, la revolución
proletaria. O, si es que teorías de la decadencia no ocupan el lugar de la
historia universal, se da por concluida la fase de ataque: la historia uni-
versal pasa entonces del estadio filosófico−revolucionario a su segundo es-
tadio.
Tras esta decepción de la expectativa revolucionaria a corto plazo, el
estadio defensivo, que fundamenta la filosofía de la historia en la filosofía
de la naturaleza, representa una moderación de la historia universal en
la teoría de la evolución. El proceso paradigmático es el intento que acomete
Schelling a partir de 1797 para curar a la historia incurable mediante
la sana naturaleza, a la que se considera románticamente la historia me-
jor y que por tanto tiene que ser pensada como historia: «genéticamente»
como —según dice ScheHing— «evolución refrenada». Éste es, para el
contexto de la historia universal, el impulso decisivo en la actualización de
aquella tendencia de pensamiento que comienza en el siglo XVIII y cuyos
inicios ha estudiado Foucault (1926−1984): la ruptura con el pensa-
miento clasificatorio, a la que Wolf Lepenies (n. 1941) ha descrito —por
contraste con Linné (1707−1778), Buffon (1707−1778, curiosamente,
igual que Linné) y sus consecuencias— como «final de la historia na-
tural», a través del paso al pensamiento desarrollista. La teoría de la evo-
lución de Darwin (1809−1882) trae el éxito definitivo a este proceso:
su prometedor intento de salvar la idea de progreso descargándola del fin
final, renunciando a la teleología —contra lo que pueda parecer, la teoría de
la evolución no es teleológica— y a las cronologías absolutas, inspira a tra-
vés de Herbert Spencer (1820−1903) las teorías de la evolución social
en tanto que técnicas de supervivencia que ensalzan el derecho del más
fuerte y entienden la historia de la humanidad como prosecución de la evo-
lución natural con medios más civilizados. Así pues, este estadio de la his-
toria universal se agudiza allí donde la expectativa revolucionaria a corto
plazo ha de ser convertida en una expectativa evolucionista a largo pla-
zo, y esto repetidamente y en intervalos cada vez menores: una vez más,
dentro del último cuarto de siglo —tras la decepción de la expectativa revo-
lucionaria a corto plazo de finales de los años sesenta— y de manera signifi-
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según la opinión de la historia universal, los seres humanos hacen cada vez
más su propia historia, toman de Dios junto con la función de creador tam-
bién la de acusado por la teodicea: donde sigue habiendo males, la excu-
sa más prometedora ante este tribunal —ante el que los seres humanos ya
no conducen a Dios, sino a sí mismos— consiste en la aseveración de que
los responsables han sido los seres humanos —antropodicea—, pero
siempre otros seres humanos. Los seres humanos se escapan de la acusa-
ción relativa a los males presentes al convertirse en vanguardia, pues ésta
—siendo siempre más rápida que la acusación— se escabulle del tri-
bunal al convertirse en tribunal: refugiándose en la acusación, lo cual es
una huida hacia delante cada vez más rápida. La necesidad de la acele-
ración se convierte en la virtud de la superación de la aceleración, que hace
de la historia universal el juicio final, cuyo juez es la vanguardia:
mediante el conformismo de aceleración.
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Una de las cosas que difícilmente puede discutírsele al tan mentado co-
mo controvertido fenómeno de la globalización, es la creciente percepción
que ha traído consigo aparejada de que se están desarrollando —bajo el im-
pulso principalmente de las nuevas tecnologías y de la progresiva interde-
pendencia de la economía— las bases de una nueva civilización a escala
planetaria. Parecen verse así confirmadas aquellas palabras escritas tiem-
po atrás por el gran poeta e intelectual mexicano Octavio Paz
(1914−1998), en las que podía leerse: «Somos, por primera vez en nuestra
historia, contemporáneos de todos los hombres». Ello ha contribuido sin du-
da a fortalecer la idea de que todos formamos una única humanidad, una
sola comunidad humana universal, idea tras la cual ha reverdecido —
renovado— el viejo «ideal cosmopolita» alentado, a su vez, por la emer-
gente y acariciada perspectiva de ver extendida por todo el globo una cul-
tura política común basada en los principios universales de la democra-
cia y los derechos humanos. Paradójicamente, sin embargo, no es menos
cierto que esta tendencia globalizadora se ha visto al mismo tiempo acom-
pañada por lo que se ha venido también a denominar un proceso de «triba-
lización» del mundo; esto es, un resurgimiento del énfasis en la identidad
particular que en ocasiones ha llegado a manifestarse de forma exacerbada
—Cataluña—, dando lugar a dramáticos conflictos étnicos, religiosos o
nacionalistas entre distintas comunidades que han arremetido entre sí en
nombre, muchas veces, de sus respectivas identidades culturales (Samuel
P. Huntington, El choque de civilizaciones). Pues bien, es en este escenario
dramatizado una vez más por la vieja y complicada dialéctica entre par-
ticularidad y universalidad en el que pretendo inscribir las reflexiones
que siguen. Su propósito no es otro que el de tratar de repensar, en un con-
texto mundial marcado por la presencia simultánea —y aparentemente an-
tagónica— de nuevas y más amplias formas de integración política y de
reivindicaciones identitarias de muy variada índole, los límites y condi-
ciones de posibilidad de la idea de humanidad en cuanto verdadera comu-
nidad global de ciudadanos.
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tor como Richard Rorty (n. 1931) ha vuelto a subrayar, tomando como ba-
se los escalofriantes relatos llegados desde Bosnia, esa reiterada incapaci-
dad que manifiestan los seres humanos para reconocerse recíprocamente
como tales. Pues según Rorty, los asesinos y violadores serbios no conside-
ran que estén violando los derechos humanos, ya que a su modo de ver, no
hacen esas cosas a otros seres humanos sino a musulmanes, discriminando
así también por su parte entre los verdaderos humanos y los pseu-
dohumanos. Asimismo, huelga decirlo, proliferan hoy día por doquier los
ejemplos que muestran cómo para muchos hombres ser mujer no es pro-
piamente una forma de ser humano.
Es preciso advertir en este punto que no se trata, claro está, de que
quienes se designan a sí mismos como «hombres» sean ciegos a las seme-
janzas corporales que guardan con aquellos otros a quienes se les excluye
de lo humano. Más bien, lo que ante todo se pone aquí de relieve es que no
basta con tener rostro humano para pertenecer de pleno derecho a la
humanidad. Se hace preciso, además, vivir conforme a una arraigada
tradición, una determinada cultura, unos usos y costumbres particulares.
Pues por más que determinados rasgos físicos sean universalmente huma-
nos, no por ello constituyen un salvoconducto universal; es decir, no
crean por sí mismos ningún tipo de identidad de pertenencia entre grupos
humanos diferentes. Lo que cuenta sobre todo es la manera de vivir,
las formas de vida y sus prácticas privadas o sociales, las cuales funcionan
como verdaderas señales de reconocimiento que separan sin discu-
sión lo humano de lo no humano. Esto es precisamente lo que no pare-
cía entender Shylock —el personaje de Shakespeare (1564−1616) en El
Mercader de Venecia (escrita entre 1596 y 1598 y publicada en 1600)—
cuando, abrumado por la carga de su pertenencia judía, exclamaba en con-
movedora y conocida queja: «Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos?
¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos,
pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las
mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos
medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno
que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no
nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis ¿no nos
vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también
en eso».
Al apelar a una humanidad común que pueda ser reconocida por to-
dos los hombres en términos exclusivamente físicos o corporales, el
desdichado Shylock parece ignorar que la verdadera naturaleza del proble-
ma radica en otra parte: que el conflicto surge, en realidad, cuando se
traspasan las fronteras corporales y nos adentramos en el terreno de
los juicios, de las opiniones, de las creencias y de los valores, máxime
cuando aparecen vinculados a una etnia concreta, a una determinada cultu-
ra o a una forma particular de vida. La raíz de la que brota la radical incom-
prensión entre el judío Shylock y el cristiano Antonio, la fuente de la que
nace su recíproca e insalvable hostilidad, está en que cada cual actúa de
acuerdo con los principios de su fe. Son sus diferentes credos, sus res-
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pectivas y opuestas visiones del mundo, sus distintos modos de vivir los
que vedan, en definitiva, cualquier posibilidad de arreglo entre ambos y los
hace incapaces de mirarse mutuamente como seres humanos. Así lo ha ad-
vertido con su proverbial agudeza Allan Bloom (1930−1992), para quien si
Shylock restringe expresamente su invocación a la fraternidad humana al
nivel más bajo, el del cuerpo, mientras evita aludir a un nivel superior o
espiritual —digamos, el más genuinamente humano—, es porque basta con
que en este último tengan cabida las distintas opiniones y creencias que los
hombres tienen sobre las cosas para que se convierta en campo de perma-
nente discordia entre los mismos. Con lo cual extrae la conclusión de que
Shakespeare no parece dejar aquí más opción que la de «una diversidad
hostil en un plano elevado o una humanidad común en el nivel de los anima-
les».
Ciertamente, pueden hallarse otras obras literarias o filosóficas que aun
siendo conscientes de la dificultad que entraña la convivencia entre diversos
credos y culturas, no por ello dejan de ofrecer una perspectiva más hala-
güeña sobre las posibilidades de la misma. Estoy pensando, sin ir más lejos,
en el Natán el sabio (1779) de Lessing (1729−1781) y su conocida idea de
tolerancia simbolizada por la parábola de los tres anillos —que simboli-
zaban a las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e
islam. Lessing no veía forma de averiguar cuál de ellas es la verdadera. Se
preguntaba por qué, de las tres veces que ha hablado el único Dios, sólo
una puede ser verdadera. Hoy sabemos que las tres son verdaderas. No tie-
ne sentido azuzar entre ellas nuevas contiendas. Las tres son caminos de
salvación para sus fieles. No debe imponerse lo que Lessing denomina «la
tiranía del único anillo»—. Pero aun así, me parece conveniente no dejar
caer en saco roto la lección principal que podemos extraer del texto de
Shakespeare, que no es otra que la de mostrar las dificultades que se
oponen a la fraternidad humana, dificultades que son reales y que distan
de poder ser eliminadas mediante piadosas exhortaciones morales.
Así pues, en vista de cuanto llevamos dicho y como anticipo al mismo
tiempo de lo que después veremos, quisiera destacar por de pronto y por
encima de todo dos cuestiones: 1) la dificultad de alcanzar una idea
común de humanidad, máxime cuando nos sentimos constreñidos por la
etnia, las imposiciones coercitivas de la pertenencia grupal o el desconoci-
miento mutuo; y 2) los posibles retrocesos o recaídas que pueden produ-
cirse, aun en el caso de haber superado dicha dificultad. Trataré pues de
mostrar en lo que sigue, valiéndome para ello de una perspectiva genea-
lógica, la difícil andadura a través de la cual ha ido poco a poco abriéndose
paso y adquiriendo una mayor concreción la idea filosófica de unidad de to-
da la humanidad.
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(1490−1573) —para quien los indios son tan diferentes de los españoles
como los simios lo son de los seres humanos, lo que justificaba su inclusión
en la categoría aristotélica del esclavo por naturaleza así como su reducción
a la obediencia mediante el uso de las armas— y en Bartolomé de Las
Casas (1484−1566) —«el gran colector de las lágrimas de los indios» y su
ardiente defensor— a sus dos grandes contrincantes. Como sobre la cues-
tión, que además de conocida, se han dedicado en estos últimos años exce-
lentes monografías, comprenderán que amparándome en un mínimo de pu-
dor deje aquí la misma por zanjada. Mas no sin antes advertir que en su re-
conocimiento de los indios como seres humanos Las Casas apuntaba más
lejos: a la inaceptabilidad del concepto mismo de esclavo natural.
Pues a partir de ahora la idea de que la naturaleza es lo que une a los
hombres y no lo que los separa, iría cobrando, permítaseme el juego de
palabras, carta de naturaleza. Al menos la suficiente como para que, dos si-
glos más tarde y no tras pocas porfías, un autor como Montesquieu
(1689−1755) pudiera permitirse ironizar a propósito de la esclavitud de
esos seres hasta tal punto «negros de pies a cabeza» y de «nariz tan aplas-
tada» que a duras penas logran despertar compasión alguna, afirmando con
rabia contenida: «No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser
infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un
cuerpo totalmente negro».
He dicho dos siglos más tarde. Si ustedes llevan la cuenta, habrán ad-
vertido que en mi precipitada andanza con la humanidad a cuestas he arri-
bado a la Ilustración. Y es aquí, justamente, donde la idea de humani-
dad como atributo universal cobrará sentido de una forma más radical a
partir de la ruptura con esa «falsa naturaleza» bajo la cual eran con-
templadas las costumbres, las formas de vida y las tradiciones. Pues mien-
tras cada grupo o colectivo humano tenga a éstas por «naturales»,
esto es, por las que mejor expresan lo auténticamente humano, re-
sultará imposible alcanzar una humanidad universal. La Ilustración,
como pone de relieve Robert Legros en su excelente libro La idea de hu-
manidad (2006), supone una recusación del concepto mismo de «natu-
raleza humana», al afirmar enfáticamente que el hombre no es nada por
naturaleza. Afirmar que «el hombre no es nada por naturaleza» signifi-
ca, precisamente, que la humanidad del hombre es engendrada por el
hombre mismo. Con esto, en realidad, la Ilustración no hacía sino prolon-
gar aquella concepción del hombre y de lo humano alumbrada por el Rena-
cimiento, y de manera central por el discurso fundador del humanismo
renacentista: el Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) de Pico de-
lla Mirandola (1463−1494). Para éste, el hombre es la consecuencia de un
demiurgo poco previsor y distraído. No llega, ciertamente, al extremo al
que llegará más tarde Fontenelle (1657−1757), cuando al aludir a esa
«pintoresca especie de criaturas que se llama “género humano”» sostendrá
que «los dioses estaban ebrios de néctar cuando hicieron a los hom-
bres; y que, cuando vinieron a ver su obra, ya serenos, no pudieron
contener la risa». No. El demiurgo de Mirandola se muestra más condes-
cendiente. De hecho, coloca al hombre en medio del mundo y le habla en
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tual.
Los padres solicitaron el consejo de un conocido médico, John Money
(1921−2006), famoso por su teoría según la cual el sexo es una construc-
ción social sin referente en la biología. Money recomendó a los padres del
niño criarlo como una niña. Después de todo, si el sexo es una construc-
ción social sin base biológica, el niño podría asumir su rol femenino. El niño
ya no tenía pene y, con algunos ajustes hormonales y alguna reconstrucción
quirúrgica, podría perfectamente convertirse en niña, pues lo fundamental
en la asignación de género es la crianza. No habría mayor impedimento bio-
lógico pues, según Money, la distinción entre niños y niñas no reposa en la
biología.
Los padres le cambiaron el nombre y lo empezaron a educar como una
niña. Money supervisó la crianza de la «niña» y fue estricto en ordenar que
a Brenda nunca se le informase de que había tenido pene. Él supervisaba
frecuentemente la crianza de Brenda y todo parecía marchar bien en esa
crianza.
Pero, años después, Brenda publicó un libro en el que narraba cómo
desde su infancia se sentía varón y era tal su frustración con su vida como
niña que varias veces amenazó con el suicidio. Los padres se desvincularon
de Money y otros médicos les recomendaron contar a Brenda la verdad. Al
saber esto, Brenda decidió asumir el género masculino y tomó el nombre de
David. Algunos problemas personales —entre ellos, la esquizofrenia y muer-
te de su hermano gemelo— condujeron a David al suicidio.
Probablemente este suicidio fue ocasionado por un cúmulo de factores
pero es evidente que el principal fue la enorme confusión a la que fue some-
tido, consecuencia de un monstruoso experimento propiciado por un médi-
co de inspiración posmoderna empeñado en demostrar que el sexo
es una construcción social sin ninguna base biológica. Las condiciones
biológicas de David lo hacían sentirse varón, pero Money estaba empeñado
en que se sintiera hembra con el mero objetivo de defender su teoría, según
la cual la mujer no nace sino que se hace.
Podemos admitir, junto con Butler y otras feministas, que muchas ex-
pectativas y rasgos que imponemos a las mujeres son construcciones socia-
les. Pero asumir que todos los rasgos atribuidos a la mujer son construccio-
nes sociales no es sólo disparatado sino también peligroso, pues po-
demos terminar por forzar a asumir roles femeninos a individuos que tienen
condiciones biológicas que los han programado para sentirse varones, o al
revés. Ciertamente, hay personas de sexo masculino que asumen el género
femenino y viceversa. No debemos etiquetar de enfermas o degeneradas a
esas personas; se trata sencillamente de una opción que seguramente no
hace daño a nadie y que debemos tolerar. Pero sería ir demasiado lejos
llamar mujer a quien tiene pene, testículos y cromosoma Y. Esas personas
pueden asumir el género femenino pero su sexo será masculino, y eso no lo
podrán cambiar, ni siquiera con una cirugía, pues esta, a lo sumo, puede lo-
grar alterar la apariencia, pero deja intacta la información genética—.
Sentado esto, convendría a su vez constatar que la afirmación de que
«el hombre no es nada por naturaleza» puede admitir una interpretación
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Por más que los filósofos del siglo de las Luces no dejaran de hacer hin-
capié en la fuerza de la razón y del intelecto, lo cierto es que tampoco sin-
tieron empacho alguno por abogar a favor del sentimiento de humani-
dad. Así, en ese texto emblemático del movimiento ilustrado que es la Enci-
clopedia (1713−1784), podemos leer a propósito de nuestro término: «Hu-
manidad —moral—: es un sentimiento de benevolencia por todos los
hombres, que no se enciende sino en un alma noble y sensible. Este noble
y sublime entusiasmo, se atormenta con los dolores ajenos y con su necesi-
dad de aliviarlos; desearía recorrer el universo para abolir la esclavitud, la
superstición, el vicio y la desdicha». Tras esta declaración de «simpatía»
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universal por el género humano resuenan, sin duda, las célebres palabras
de Publio Terencio Africano (?−159 a. C.) que fueron divisa del huma-
nismo clásico: «Hombre soy; nada humano me es ajeno». Pero frente a
la acusación de «aristocratismo» que ha merecido el humanismo anti-
guo al haber ignorado la igualdad potencial de todos los hombres —así
como el renacentista, proclive a magnificar no al hombre en general sino al
hombre «dotado de la suprema razón»—, aquí en cambio la idea de hu-
manidad va a implicar una especie de «empatía de sentimientos» por
todos los hombres. Pues a partir de ahora la idea de unidad y de igualdad
entre los hombres se va a testimoniar también bajo la forma de una condo-
lencia ilimitada por todos los males que aquejan a la especie humana,
mostrando humanidad quien se compadece o se apiada ante el dolor ajeno y
se afana además por remediarlo —contra la idea del superhombre de
Nietzsche—.
Un punto de referencia obligado a la hora de señalar este primado de
la sensibilidad moral es, como ustedes habrán adivinado, Rousseau
(1712−1778). Él fue, en efecto, quien llamó «compasión» a la repugnancia
innata de ver sufrir a un semejante —en el fondo esto forma parte del men-
saje cristiano—, cifrando además en ella la propensión a descubrir al seme-
jante en todos los seres que sufren. Y quien no dudaba, a su vez, en reco-
mendar a Emilio (1762) «perfeccionar la razón por el sentimiento»
para la mejora de su educación. Será demasiado larga, claro está, la lista de
pensadores ilustrados que hicieron, en este sentido, de la idea de humani-
dad uno de los ejes centrales de su actividad creadora como para intentar
relatarla aquí ahora. Y es que no en vano la humanidad, junto con la tole-
rancia y la benevolencia se van a erigir, de acuerdo con la acreditada opi-
nión de Paul Hazard (1878−1944), en las tres virtudes que mejor van a
responder a las exigencias de la nueva moralidad dieciochesca. En cual-
quier caso, lo que sí deseo es dejar aquí clara constancia de cómo el uso
normativo de la voz «humanidad» se va a identificar también con la acti-
tud compasiva ante el sufrimiento ajeno, ante el dolor de los demás,
convirtiéndose así la complacencia —satisfacción— en causar dolor —esto
es, la crueldad— en el auténtico reverso del valor «humanidad».
Si me permiten otro alto en mi camino, necesario para lo que vendrá
después, déjenme constatar que de esta identificación con «lo doliente»
dio prueba a su vez ese heredero original y crítico de la Ilustración que fue
Karl Marx. Éste descubre al proletariado —según se desprende de la Crítica
a la filosofía del Derecho de Hegel (1844)— en esa «humanidad dolien-
te», en esa «humanidad despojada de toda humanidad» sobre la que
cifrará más tarde la liberación humana universal. Aquí la idea abstracta de
humanidad se va a encamar, por tanto, en un «universal concreto»: el
proletariado. Éste es visto por Marx como la única clase que tiene dere-
cho a hablar sub specie generis humani, pues se trata de una clase
universal que en la lucha por su propia causa lucha por la causa de toda
la humanidad, esto es: por una humanidad para sí, por una humanidad no
alienada, ya que un mundo alienado —cosificado— sería un mundo en el
cual la humanidad se ve degradada al quedar despojada de su potencial y
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espantosa bajo el terror del régimen nazi. Y en medio de ambas, creo que
entre nosotros nunca está de más recordarlo, el horror de la guerra civil es-
pañola.
Mas, por lo general y como nos recuerda Finkielkraut, el nazismo y el
gulag soviético son considerados como los dos grandes acontecimientos
turbadores y dolorosos que signan la catástrofe de lo humano. Y lo más es-
tremecedor es que ambos, movidos por la creencia de que actuaban en in-
terés de la verdadera humanidad, pretendieron llevar a cabo, de una forma
radical, la realización misma del ideal de humanidad universal. Pues si
Hitler desea la muerte de los judíos, nos dice Finkielkraut, es para liberar
a la humanidad y conducirla a su realización final —Stalin liquidaba incluso a
los «suyos»—. El judío se alza así como el enemigo del género humano: «Si
Alemania se libera de la opresión judía —escribía Hitler en Mein Kampf
(1925)— se podrá decir que la mayor amenaza que pesaba sobre los pue-
blos ha sido desbaratada para todo el universo». Por lo que toca al comu-
nismo soviético, Finkielkraut trae a colación las palabras que Koestler
(1905−1993, novelista e historiador húngaro de origen judío) en su novela
El cero y el infinito (1941) pone en boca del héroe Rubachov, miembro de
la vieja guardia bolchevique que hizo la revolución de octubre y que, encar-
celado por Stalin, firma la declaración autoculpatoria que le piden confe-
sándose «culpable de haber seguido unos impulsos sentimentales y por
lo tanto de haber acabado encontrándome en contradicción con la necesi-
dad histórica». Y precisa acto seguido ante el juez de instrucción: «He
atendido las lamentaciones de los sacrificados, y por ello me he vuelto sordo
a los argumentos que demostraban la necesidad de sacrificarlos. Me declaro
culpable de haber colocado la cuestión de la culpabilidad y la inocencia por
delante de la utilidad y la nocividad. Finalmente, me declaro culpable de ha-
ber colocado la idea del hombre por encima de la idea de la humanidad». En
este caso, ¿qué fascinación, qué poder de seducción pudo provocar el que
tanta gente inocente se hubiera autoacusado de delitos no cometidos y con-
sintiera voluntariamente entregar su vida?, ¿qué causa es esa que ha inspi-
rado tales sacrificios, por la que tantos individuos en lugar de oponerse críti-
camente al poder despótico que había asesinado a sus camaradas y seres
queridos, no dudaron en cambio en legitimar ese mismo poder con su so-
metimiento voluntario? En el caso del nazismo, ¿qué le ha otorgado licencia,
de dónde ha extraído el permiso para llevar al sacrificio a millones de seres
humanos en cámaras de gas, campos de concentración y genocidios?
La conclusión a la que llega el ensayista francés, tras la que resuenan
los ecos de Hannah Arendt (1906−1975) en los Orígenes del totalitarismo
(1951), no se hace esperar: más allá de las numerosas diferencias que dis-
tinguen al Estado nazi del régimen soviético, ambos sistemas, nazismo y
comunismo, compartirían un mismo núcleo ontológico fundamental
que les lleva a proclamar «el triunfo de la voluntad sobre todas las
modalidades de la finitud». Con lo cual ambos acabarían participando de
una misma concepción de la política como campo de la omnipotencia y
de la Historia como portadora de la misión de liberar a la humanidad de
la finitud y conducirla a su realización final. Desde estos supuestos no
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dial» quede aún bastante lejano. De ahí que por mi parte me incline más
bien a pensar que mientras la humanidad no supere las condiciones de po-
breza, de desigualdad, de discriminación y de exclusión que privan de
una vida digna a un número cada vez mayor de seres humanos, difícilmente
muchos individuos y comunidades puedan llegar a pensar y sentir que
forman parte de una misma humanidad o a reconocerse como miembros de
una humanidad común. La pobreza, como el racismo o la guerra, vienen
a señalar en este caso límites infranqueables a cualquier consideración
esencialista sobre la unidad de la especie humana De ahí que también con-
sidere que aquella formulación del imperativo categórico kantiano que nos
insta a tratar a la humanidad como un fin en sí mismo, se vería mejor refor-
zada si fuese acompañada por «el imperativo categórico de acabar con
todas las situaciones que hacen del hombre un ser envilecido, escla-
vizado, abandonado, despreciable». Mas, como en cualquier caso no me
creo tan ingenuo como para dejar de reconocer que no están los tiempos
para optimismos ilustrados, y al hilo sobre todo de cuanto hasta aquí
hemos ido exponiendo, considero igualmente que uno de los mejores modos
con que contamos hoy día para «actuar en pro de la humanidad» y ha-
cer frente a la barbarie, es el de apoyar la institucionalización efectiva
en lo jurídico y en lo político de la humanidad como valor. No cabe
sino saludar en este sentido la firma el 17 de julio de 1998 en Roma del Tra-
tado de adopción del Estatuto de la Corte Penal Internacional. Pues ante la
escasa o nula capacidad de enmienda que muestra la protervidad —
maldad— humana, sin duda una de las mejores formas de defender a la
humanidad de sí misma sea, hoy por hoy, la de promover un nuevo or-
den jurídico internacional —Tribunal de Estrasburgo— capaz de instituir
leyes y sendos tribunales donde los Pinochets, los Videlas, los Poi Pots, los
Milosevics y cualesquiera otros que puedan pasar a engrosar la ominosa lis-
ta de acusados de crímenes contra la humanidad, puedan encontrar un
lugar en el que alegar en su defensa aquello que, según escribió Nietzsche
en su Aurora (1879−1881), dijo un animal que hablaba: «la humanidad es
un prejuicio del que nosotros, los animales, carecemos».
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1. HISTORISMO Y POSTMODERNISMO
ANKERSMIT, Frank Rudolf: «Historismo y posmodernismo», una parte del ca-
pítulo VI de Historia y tropología, Fondo de Cultura Económica, México, pp.
352−376.
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bién nos queda abierta la ruta inversa. El historismo fue más que nada
una teoría de las llamadas «ideas» o «formas históricas». Estas formas
o ideas encarnaron la individualidad inalienable de épocas o fenómenos
históricos. Y sólo pueden conocerse en términos de sus diferencias: las for-
mas históricas muestran sus contornos sólo en la medida en que sean dis-
tintas entre sí y no en lo que tengan en común entre algunas o todas
ellas. En tanto una teoría posmoderna pueda ser vista como un conjunto de
variaciones del tema saussuriano de la «diferencia», encontramos aquí
una primera indicación para argumentar del historismo al postmo-
dernismo. El hincapié historista en la diferencia se reforzó con firmeza por
la convicción historista de que todo es lo que es como resultado de
una evolución histórica. La esencia de una nación, un pueblo o institución
está en su pasado. Sobra decir que esta intuición invitó a los historistas a
definir la idea o forma histórica de un pueblo, nación, etc., en términos de
sus diferencias respecto de una fase anterior o posterior. Las diferen-
cias en la historia dan por resultado diferencias en las esencias de los fenó-
menos históricos. Supongamos ahora que tenemos una obra histórica por
cada fenómeno o periodo histórico. En tal caso, parecería natural asumir
que las diferencias entre estas obras históricas corresponderían o reflejarían
las diferencias de las formas o ideas históricas en la medida en que
éstas caracterizan la realidad histórica en sí. Hasta aquí, todo bien. Pe-
ro supongamos, a continuación, que tenemos una gran cantidad siempre
creciente de interpretaciones históricas que compiten por cada periodo o
fenómeno histórico. Será entonces imposible notar meras diferencias de
interpretación además de las diferencias de ideas o formas históricas, en
la medida en que éstas forman parte de la realidad histórica en sí. Sólo sería
posible esto si supiéramos qué interpretación era el relato «correcto»
de una idea o forma histórica. Sin embargo, PRECISAMENTE A CAUSA DE ESTA
CANTIDAD SIEMPRE CRECIENTE DE INTERPRETACIONES, CADA VEZ ES MÁS DIFÍCIL
TENER IDEAS CLARAS Y DEFINIDAS DE CUÁL ES LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA
«CORRECTA» o la que más se acerque a esa idea. En términos provo-
cadores: CUANTAS MÁS INTERPRETACIONES DE BUENA CALIDAD TENGAMOS, MÁS
SE COMPROMETERÁ EL IDEAL DE UNA INTERPRETACIÓN «CORRECTA». Y esto será
así al grado, entonces, de que siempre será más difícil confiar en la inter-
pretación «correcta» y de que seremos incapaces de distinguir entre las
diferencias de la realidad histórica —o ideas o formas históricas— y las dife-
rencias tan sólo de interpretación. Además, puesto que, de acuerdo con la
metodología historista, las diferencias son lo que está en juego en
nuestra comprensión del pasado, es de esperar que la distinción entre el
texto histórico y la realidad histórica tenderá a desdibujarse. Por tan-
to, si la historia contemporánea tiene una producción académica que empe-
queñece la suma total de toda la erudición histórica previa, tanto en canti-
dad como en calidad, es de esperarse un cambio a partir de la realidad his-
tórica en sí.
Pero permítaseme aclarar la naturaleza de este cambio. No se trata de
un cambio dentro de una epistemología siempre válida para la escritura
de la historia. Más bien, tiene que ver con un trastorno de los estándares
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se sitúa más cerca Rorty, por mucho que después solucione las cosas de
manera bien distinta, y mucho menos satisfactoria, según mi opinión.
De lo que se trata es de considerar, y de calibrar, lo que comporta LA
DISOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO FUNDACIONAL, ESTO ES: DE LA METAFÍSICA. ¿Re-
sulta todavía posible, desde fuera de la estructura de la fundación, un
pensamiento capaz de «criticar» el orden existente, y, en consecuencia,
de satisfacer las exigencias legítimas que Habermas quiere hacer valer?
Habermas se queda en el horizonte de la fundamentación —la crítica de
la ideología en nombre de una especie de pregnancia de la comunicativi-
dad del discurso—; Lyotard, para no recaer en el horizonte fundamenta-
tivo, renuncia, en el fondo, al proyecto de la emancipación; y Rorty,
por su parte, propone una racionalidad que busca el consenso, no apo-
yado sobre alguna base trascendental, SINO EMPÍRICA, PRAGMÁTICA —la
cual, sin embargo, no puede ser ulteriormente cuestionada sin que se reen-
cuentre un metarrelato—.
Heidegger encara estos problemas intentando definir el pensamiento
no−fundacional; pensar es rememorar, reto-
mar−aceptar−distorsionar —VERWINDUNG—. O lo que es lo mismo: reali-
zarse en la confrontación de la heredad del pensamiento del pasado con la
pietas como devoción−respeto que se devuelve a la vida−muerte, a los vi-
vientes como productores de monumentos; o, en definitiva, al ser como
Geschick, como envío, y como Überlieferung, como transmisión.
Querría mostrar, para concluir, cómo responde el ejercicio del pensa-
miento rememorante, distorsionante, piadoso, a los problemas que las
varias posiciones sobre lo postmoderno parecen dejar abiertos. Se ha de
subrayar, sobre todo, que únicamente el Andenken entendido como pietas
puede promover la «correspondencia» a la situación, o a la experiencia, que
se demanda implícitamente ya en Habermas, ya en Lyotard, ya en Rorty.
Cada uno de ellos propone TESIS que se recomiendan como válidas por
preferencia respecto de las restantes en juego, por el hecho de que se
pretenden más «conformes» con la situación que vivimos como posmo-
derna. Lyotard, ya lo hemos visto, invoca el hecho de que los «metarre-
latos» han sido invalidados; Habermas invoca el darse de la moder-
nidad en los términos en los cuales la experimentaran Kant, Hegel y We-
ber; tal «metarrelato» no ha sido invalidado, según él, porque, evidente-
mente, corresponde al «estado de las cosas», y, en consecuencia, debe
ser asumido como «MASSGEBLICH», como PUNTO DE PARTIDA de toda discu-
sión sobre lo moderno y su posible final. Rorty, por su parte, desplaza la
«descripción» de la situación, pues si le parece que ésta se determina sobre
todo como una consecuencia de la disminución de centralidad de la filo-
sofía entre las prácticas sociales, éstas también requieren entonces
otros tantos modos diversos de argumentación. En todos los casos, la
validez de las tesis propuestas se basa en la PRETENSIÓN DE UNA MÁS COM-
PLETA ADECUACIÓN RESPECTO DE LA SITUACIÓN DADA, de acuerdo con el viejo
imperativo filosófico de «salvar los fenómenos», o mantenerse fiel a la ex-
periencia. PERO LO QUE CON LA CONSUMACIÓN DE LA METAFÍSICA HA ENTRADO
PRECISAMENTE EN CRISIS PARECE SER JUSTO LA FUERZA NORMATIVA DE TODA SI-
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pietas manifestarse.
No es verdad, como querría Lyotard, que narrar el «metarrelato»
de la disolución de los «metarrelatos» sea algo que ya se ha hecho con
Hesíodo o Platón. Decir, por el contrario, como hace Heidegger, que el
ser se presenta finalmente como aquello que únicamente puede ser re-
cordado, y entonces como Überlieferung —transmisión— y como Ges-
chick —envío—, equivale a proponer una FILOSOFÍA DE LA HISTORIA QUE NO
SÓLO ESCAPA A LA METAFÍSICA EN CUANTO A SU MODO DE LEGITIMARSE, SINO,
SOBRE TODO, EN CUANTO A QUE SU PROPIO CONTENIDO NO ES YA SINO EL MISMO
FIN Y DISOLUCIÓN DE LA METAFÍSICA, EL CUAL INDICA TAMBIÉN VÍAS Y «NOR-
MAS» A SEGUIR. Hacerse cargo del final de los «metarrelatos» no significa,
como para el nihilismo reactivo y vengativo descrito por Nietzsche, quedar-
se sin criterio de elección alguno, quedarse sin ningún hilo conduc-
tor. El final de los «metarrelatos» pensado desde el horizonte de la historia
de la metafísica y de su disolución —y, entonces dentro de un «metarre-
lato» paradójico—, ES EL DARSE DEL SER EN LA FORMA DE LA DISOLUCIÓN, DEL
DEBILITAMIENTO Y DE LA MORTALIDAD, PERO NO DE LA DECADENCIA, PORQUE NO
HAY NINGUNA ESTRUCTURA SUPERIOR, FIJA O IDEAL, CON RESPECTO A LA CUAL LA
HISTORIA HUBIERA DECAÍDO.
Las dificultades del pensamiento de la postmodernidad muestran que
no se puede dejar vacante sin más el puesto antes ocupado por los
«metarrelatos» y por la filosofía de la historia. Sería como no ponerse de
luto por ellos, dejándolos pesar sobre nosotros, en la forma inmediata o
inelaborada de la pérdida, ante la que se reacciona sólo de modo catastro-
fista; ello equivaldría a dejarse llevar por un prejuicio, en vez de abordar
hermenéuticamente su tematización. La reacción de Habermas es exacta-
mente la de rechazar el luto —la muerte de los «metarrelatos»—, retor-
nando a un «metarrelato» del pasado —el del iluminismo, pero nueva-
mente repensado (Habermas)—, en la ilusión de que se puede hacer revivir
una metafísica de la historia. Sólo se sale de estos impasses asumiendo co-
mo tema de una nueva y paradójica filosofía de la historia, el final de la —
filosofía de la— historia.
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ningún modo era inevitable, atendidas las condiciones materiales que pre-
sentaba cada uno de esos países en la víspera de la reforma, sino más bien
se produjo como resultado de la victoria de una idea sobre otra.
Para Kojève, como para todos los buenos hegelianos [Hegel tiene una
interpretación de derechas y otra de izquerdas. No me parece muy adecuado
distinguir entre los unos y los otros como los buenos (derechas), por un lado,
y los malos (izquierdas), por otro], ENTENDER LOS PROCESOS SUBYACENTES DE
LA HISTORIA SUPONE COMPRENDER LOS DESARROLLOS EN LA ESFERA DE LA CON-
CIENCIA O LAS IDEAS, YA QUE LA CONCIENCIA RECREARÁ FINALMENTE EL MUNDO
MATERIAL A SU PROPIA IMAGEN —Hegel—. Expresar que la historia terminaba
en 1806 quería decir que la evolución ideológica de la humanidad concluía
en los ideales de las revoluciones francesa o norteamericana. Aunque deter-
minados regímenes del mundo real no aplicaran cabalmente estos ideales, su
verdad teórica es absoluta y no puede ya mejorarse. De ahí que a
Kojève no le importaba que la conciencia de la generación europea de pos-
guerra no se hubiese universalizado; si el desarrollo ideológico en efecto ha-
bía llegado a su término, el ESTADO HOMOGÉNEO FINALMENTE TRIUNFARÍA en
todo el mundo material [con cada gran acontecimiento histórico siempre ha
habido algún «iluminado» que ha pensado en el fin de la historia; es decir,
en que se ha llegado ya al final del proceso: Revolución francesa, nazismo,
etc.].
No tengo el espacio ni, francamente, los medios para defender en pro-
fundidad la perspectiva idealista radical de Hegel. Lo que interesa no es si
el sistema hegeliano era correcto, sino si su perspectiva podría desvelar la
naturaleza problemática de muchas explicaciones materialistas que a
menudo damos por sentadas. Esto no significa negar el papel de los factores
materialistas como tales. Para un idealista literal, la sociedad humana pue-
de construirse en torno a cualquier conjunto de principios, sin importar su
relación con el mundo material. Y, de hecho, los hombres han demostrado
ser capaces de soportar las más extremas penurias materiales en nombre
de ideales que existen sólo en el reino del espíritu, ya se trate de la divinidad
de las vacas o de la naturaleza de la Santísima Trinidad.
Pero aunque la percepción misma del hombre respecto del mundo mate-
rial está moldeada por la conciencia histórica que tenga de éste, el mundo
material a su vez puede afectar claramente la viabilidad de un determina-
do estado de conciencia. En especial, LA ESPECTACULAR PROFUSIÓN DE ECO-
NOMÍAS LIBERALES AVANZADAS Y LA INFINITAMENTE VARIADA CULTURA DE CON-
SUMO QUE ELLAS HAN HECHO POSIBLE, PARECEN SIMULTÁNEAMENTE FOMENTAR Y
PRESERVAR EL LIBERALISMO EN LA ESFERA POLÍTICA. Quiero eludir el determi-
nismo materialista que dice que la economía liberal inevitablemente produ-
ce políticas liberales, porque creo que tanto la economía como la política
presuponen un PREVIO ESTADO AUTÓNOMO DE CONCIENCIA QUE LAS HACE POSI-
BLES. Pero ese estado de conciencia que permite el desarrollo del liberalismo
parece estabilizarse de la manera en que se esperaría al final de la histo-
ria si se asegura la abundancia de una moderna economía de libre mer-
cado.
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brecha entre ellos no haya aumentado en los últimos años. Pero las causas
básicas de la desigualdad económica no conciernen tanto a la estructura le-
gal y social subyacente a nuestra sociedad —la cual continúa siendo funda-
mentalmente igualitaria y moderadamente redistributiva—, como a LAS CA-
RACTERÍSTICAS CULTURALES Y SOCIALES DE LOS GRUPOS QUE LA CONFORMAN, que
son, a su vez, el legado histórico de las condiciones premodemas. Así, la po-
breza de los negros en Estados Unidos no es un producto inherente del libe-
ralismo, sino más bien la «herencia de la esclavitud y el racismo»
[¿quiere decirse entonces que todas las desigualdades heredadas son peren-
nes? Porque eso suena a «utopía del statu quo»] que perduró por mucho
tiempo después de la abolición formal de la esclavitud.
Como consecuencia del descenso del problema de clase, puede decir-
se con seguridad que el COMUNISMO RESULTA MENOS ATRACTIVO HOY EN EL
MUNDO OCCIDENTAL DESARROLLADO QUE EN CUALQUIER OTRO MOMENTO DESDE
QUE FINALIZARA LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL. Esto puede apreciarse de va-
riadas maneras: en la sostenida disminución de la militancia y votación elec-
toral de los partidos comunistas más importantes de Europa, así como en sus
programas manifiestamente revisionistas; en el correspondiente éxito electo-
ral de los partidos conservadores desde Gran Bretaña y Alemania hasta los
de Estados Unidos y el Japón, que son abiertamente antiestatistas y pro
mercado —el estado mínimo en lo económico y máximo en lo moral; el esta-
do gendarme reducido apolicía, ejército y tribunales que vela por la propie-
dad privada de los que poseedores y que regula lo mínimo en materia eco-
nómica—; y en un clima intelectual donde los más «avanzados» ya no
creen que la sociedad burguesa deba finalmente superarse [claro, al
burgués no le interesa que nada cambie, pues el sistema, tal como está, le
beneficia. Por tanto, cualquier cambio es considerado como una amenaza pa-
ra su situación de privilegio]. Lo cual no significa que las opiniones de los in-
telectuales progresistas —socialistas— en los países occidentales no sean
en extremo patológicas en muchos aspectos. Pero quienes creen que el fu-
turo será inevitablemente socialista suelen ser muy ancianos o bien están al
margen del discurso político real de sus sociedades.
Podríamos argumentar que la alternativa socialista nunca fue dema-
siado plausible en el mundo del Atlántico Norte, y que su base de sus-
tentación en las últimas décadas fue principalmente su éxito fuera de esta
región. Pero son las grandes transformaciones ideológicas en el mundo
no europeo, precisamente, las que le causan a uno mayor sorpresa. Por
cierto, los cambios más extraordinarios han ocurrido en Asia. Debido a
la fortaleza y adaptabilidad de las culturas nativas de allí, Asia pasó a ser
desde comienzos de siglo campo de batalla de una serie de ideologías im-
portadas de Occidente. En Asia, el liberalismo era muy débil en el perío-
do posterior a la primera guerra mundial; es fácil hoy olvidar cuán sombrío
se veía el futuro político asiático hace sólo diez o quince años (1975−1980).
También se olvida con facilidad cuán trascendentales parecían ser los resul-
tados de las luchas ideológicas asiáticas para el desarrollo político del
mundo entero.
La primera alternativa asiática al liberalismo que fuera derrotada
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ternos del partido, y ha dado pocas señales de querer poner fin al monopo-
lio del poder que detenta el partido comunista; de hecho, la reforma
política busca legitimar y, por tanto, fortalecer el mando del PCUS. No obs-
tante, los principios generales que subyacen en muchas de las reformas
—que el «pueblo» ha de ser verdaderamente responsable de sus propios
asuntos; que los poderes políticos superiores deben responder a los inferio-
res y no a la inversa; que el imperio de la ley debe prevalecer sobre las ac-
ciones policíacas arbitrarias, con separación de poderes y un poder judi-
cial independiente; que deben protegerse legalmente los derechos de
propiedad; que los soviets se deben habilitar como un foro en el que todo
el pueblo pueda participar, y que ha de existir una cultura política más to-
lerante y pluralista— provienen de una fuente completamente ajena a la
tradición marxista−leninista de la URSS, aunque la formulación de ellos sea
incompleta y su implementación muy pobre.
Las reiteradas afirmaciones de Gorbachov en el sentido que sólo está
procurando recuperar el significado original del leninismo son en sí una
suerte de doble lenguaje orwelliano [1903−1950, Orwell es uno de los en-
sayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por
dos novelas críticas con el totalitarismo: Rebelión en la granja, y sobre todo
1984, novela en la que crea el concepto de «Gran Hermano» que desde en-
tonces pasó al lenguaje común de la crítica de las técnicas modernas de vigi-
lancia. El adjetivo «orwelliano» es frecuentemente utilizado en referencia al
distópico universo totalitarista imaginado por el escritor inglés]. Gorbachov
y sus aliados permanentemente han sostenido que la democracia al interior
del partido era de algún modo la esencia del leninismo, y que las diversas
prácticas liberales de debate abierto, elecciones con voto secreto, e imperio
de la ley, formaban todos parte del legado leninista, y sólo se corrompie-
ron más tarde con Stalin. Aunque prácticamente cualquiera puede parecer
bueno si se le compara con Stalin, trazar una línea tan drástica entre Lenin
y su sucesor es cuestionable. La esencia del centralismo democrático de
Lenin era el centralismo, no la democracia; esto es, la dictadura abso-
lutamente rígida, monolítica y disciplinada de un partido comunista de
vanguardia jerárquicamente organizado, que habla en nombre del demos
[¡qué chiste!]. Todos los virulentos ataques de Lenin contra Karl Kautsky
(1854−1934), Rosa Luxemburgo (1871−1919) y varios otros menchevi-
ques y rivales social demócratas, para no mencionar su desprecio por la
«legalidad burguesa» y sus libertades, se centraban en su profunda con-
vicción de que una revolución dirigida por una organización gobernada de-
mocráticamente no podía tener éxito.
La afirmación de Gorbachov de que busca retomar al verdadero Lenin
es fácilmente comprensible: habiendo promovido una denuncia exhaustiva
del stalinismo y el brezhnevismo, sindicados como causa originaria del ac-
tual predicamento en que se encuentra la URSS, necesita de un punto de
apoyo en la historia soviética en el cual afincar la legitimidad de la con-
tinuación del mando del PCUS. Pero los requerimientos tácticos de Gor-
bachov no deben obnubilarnos el hecho que los principios democráticos y
descentralizadores que ha enunciado, tanto en la esfera política como en la
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Sin embargo, aun cuando el vacío que hay en el fondo del liberalismo es,
con toda seguridad, un defecto de la ideología, no está del todo claro que
esto pueda remediarse a través de la política. El propio liberalismo moderno
fue históricamente consecuencia de la debilidad de sociedades de base
religiosa, las que no pudiendo llegar a un acuerdo sobre la naturaleza de la
buena vida, fueron incapaces de proveer siquiera las mínimas precondiciones
de paz y estabilidad. En el mundo contemporáneo, sólo el Islam ha pre-
sentado un Estado teocrático como alternativa política tanto al libera-
lismo como al comunismo —con el comunismo tiene en común la ausencia
de libertades y el intervencionismo en todos los ámbitos de la vida, incluido
el privado y personal—. Pero la doctrina tiene poco atractivo para quienes
no son musulmanes, y resulta difícil imaginar que el movimiento adquiera
alguna significación universal —en Egipto acaban de derrocar la dictadura mi-
litar de Hosni Mubarak (2011) y también la religiosa de Mohamed Morsi
(2013)—. Otros impulsos religiosos menos organizados se han satisfecho exi-
tosamente dentro de la esfera de la vida personal que se permite en las so-
ciedades liberales —la privatización de las manifestaciones religiosas es un
hecho bastante común en las sociedades industriales actuales—.
La otra «contradicción» mayor potencialmente insoluble en el libera-
lismo es la que plantean el nacionalismo y otras formas de conciencia ra-
cial y étnica. En realidad, es verdad que el nacionalismo ha sido la causa de
un gran número de conflictos desde la batalla de Jena [tuvo lugar el 14 de
octubre de 1806, y enfrentó al ejército francés bajo el mando de Napoleón
contra el segundo ejército prusiano comandado por Federico Guillermo III de
Prusia. Esta batalla, junto a la Batalla de Auerstädt (1806), significó la derro-
ta de Prusia y su salida de las Guerras Napoleónicas hasta 1813; de manera
indirecta, Napoleón hizo brotar los sentimientos nacionales al intentar some-
ter a las naciones europeas]. En este siglo, dos guerras catastróficas fueron
generadas, de un modo u otro, por el nacionalismo del mundo desarrollado,
y si esas pasiones han enmudecido —recientemente y como consecuencia
de la crisis económica han resurgido— hasta cierto punto en la Europa de la
posguerra, ellas son aún extremadamente poderosas en el Tercer Mun-
do. El nacionalismo ha sido históricamente una amenaza para el liberalismo
en Alemania, y lo continúa siendo en algunos lugares aislados de la Europa
«poshistórica», como Irlanda del Norte.
Pero no está claro que el nacionalismo represente una contradicción
irreconciliable en el corazón del liberalismo. En primer lugar, el nacio-
nalismo no es sólo un fenómeno sino varios que van desde la tibia nostal-
gia cultural a la altamente organizada y elaboradamente articulada doc-
trina Nacional Socialista. Solamente los nacionalismos sistemáticos de
esta última clase pueden calificarse de ideología formal en el mismo nivel
del liberalismo y el comunismo. La gran mayoría de los movimientos nacio-
nalistas del mundo no tienen una proposición política más allá del anhelo
negativo de independizarse «de» algún otro grupo o pueblo, y no
ofrecen nada que se asemeje a un programa detallado de organización so-
cioeconómica. Como tales, son compatibles con doctrinas e ideologías
que sí ofrecen dichos programas. Y si bien ellos pueden constituir una
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fuente de conflicto para las sociedades liberales, este conflicto no surge tan-
to del liberalismo mismo como del hecho que el liberalismo en cuestión es
incompleto. Por cierto, gran número de tensiones étnicas nacionalistas pue-
den explicarse en términos de pueblos que se ven forzados a vivir en siste-
mas políticos no representativos, que ellos no han escogido.
IV
¿Cuáles son las implicancias del fin de la historia para las relaciones
internacionales? Claramente, la enorme mayoría del Tercer Mundo perma-
nece atrapada en la historia, y será área de conflicto por muchos años
más. Pero concentrémonos, por el momento, en los Estados más grandes
y desarrollados del mundo, quienes son, después de todo, los responsa-
bles de la mayor parte de la política mundial. No es probable, en un fu-
turo predecible, que Rusia y China se unan a las naciones desarrolladas de
Occidente en calidad de sociedades liberales, pero supongamos por un ins-
tante que el marxismo−leninismo cesa de ser un factor que impulse las polí-
ticas exteriores de estos Estados, una perspectiva que si aún no está presen-
te, en los últimos años se ha convertido en real posibilidad. En una coyun-
tura hipotética como ésa: ¿cuán diferentes serían las características de un
mundo desideologizado de las del mundo con el cual estamos familiariza-
dos? [el nuestro (2013) también es un mundo ideologizado].
La respuesta más común es la siguiente: no muy distintas. Porque mu-
chos son los observadores de las relaciones internacionales que creen que
bajo la piel de la ideología hay un núcleo duro de interés nacional de gran
potencia que garantiza un nivel relativamente alto de competencia y de con-
flicto entre las naciones. En efecto, el conflicto es inherente al sistema
internacional como tal, y para comprender la factibilidad del conflicto debe
examinarse la forma del sistema —por ejemplo, si es bipolar o multipolar—
más que el carácter específico de las naciones y regímenes que lo constitu-
yen. Se trata de una visión hobbesiana de la política a las relaciones inter-
nacionales y presupone que la agresión y la inseguridad son característi-
cas universales de las sociedades humanas, más que el producto de cir-
cunstancias históricas específicas.
Quienes comparten esa línea de pensamiento consideran las relaciones
existentes entre los países de la Europa del siglo XIX, en el sistema clásico de
equilibrio de poderes, como modelo de lo que sería un mundo contempo-
ráneo desideologizado [es decir, un mundo donde en lugar de reinar el
imperio de la ley reina la ley del imperio. Se trata de un mundo global donde
todo él está atravesado por la única ideología considerada válida: el libera-
lismo económico. En definitiva, un mundo−imperio. A eso denomina Fu-
kuyama un mundo desideologizado, a una especie de «quítate tú que ya me
pongo yo»].
En el siglo XIX la mayoría de las sociedades «liberales» europeas no eran
liberales en cuanto creían en la legitimidad del imperialismo, esto es, en
el derecho de una nación a dominar a otras naciones sin tomar en cuenta los
deseos de los dominados. Las justificaciones del imperialismo variaban
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1. ¿CHOQUE DE CIVILIZACIONES?
HUNTINGTON, Samuel Phillips, ¿Choque de civilizaciones?, Tecnos, Madrid,
2002.
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uno de los hechos sociales dominantes de la vida en las postrimerías del siglo
XX». El revival de la religión, «la revanche de Dieu», —que coincide con
uno de los epígrafes del libro El choque de civilizaciones, Paidós, 1996—por
utilizar la expresión acuñada por Gilles Kepel (n. 1955, politólogo francés y
arabista), suministra una base para la identidad y el compromiso que tras-
ciende fronteras nacionales y une civilizaciones.
En cuarto lugar, el crecimiento de la conciencia de civilización es poten-
ciado por el papel dual de Occidente. Por una parte, Occidente es una cima
de poder. Al mismo tiempo, sin embargo, y quizá como resultado de ello, se
está dando entre las civilizaciones no occidentales un retorno a la cuestión
de las propias raíces —es decir, vuelta a los fundamentos o fundamenta-
lismo— . Con frecuencia cada vez mayor se oyen alusiones a tendencias ha-
cia una interiorización y «asiatización» en Japón, al fin del legado de
Nehru (1889−1964, destacado político hindú, líder del ala moderada socia-
lista del Congreso Nacional Indio desde la lucha por la independencia) y la
«hinduización» de la India, al fracaso de las ideas occidentales de so-
cialismo y nacionalismo, y por ello a la «reislamización» del Oriente
Medio y al debate sobre occidentalización frente a rusificación en el país
de Borís Yeltsin (1931−2007, fue el primer Presidente de la Federación de
Rusia, sirviendo de 1991 a 1999). Un Occidente en la cima del poder se en-
cuentra enfrentado con un Oriente que alimenta más y más el deseo, la vo-
luntad y los recursos para configurar al mundo en formas no− occidentales.
En el pasado, las élites de las sociedades no−occidentales solían ser
personas muy comprometidas con Occidente, educadas en Oxford, la
Sorbona o Sandhurst, que habían absorbido actitudes y valores occidentales.
Al mismo tiempo, la población de las naciones no−occidentales permanecía
profundamente inmersa en una cultura precaria. Ahora, sin embargo,
esas relaciones se están invirtiendo. El proceso de «desoccidentaliza-
ción» e «indigenización» de las elites se está extendiendo en muchos paí-
ses no−occidentales, mientras que las culturas y los estilos y hábitos occi-
dentales, usualmente americanos, se popularizan más y más entre las ma-
sas.
5) En quinto lugar, las características y diferencias culturales son
menos mudables y por tanto menos fácilmente captables y resueltas que
las cuestiones políticas y económicas. En la antigua Unión Soviética
(1922−1991), los comunistas podían hacerse demócratas, el rico podía
devenir pobre y el pobre rico, pero los rusos no podían convertirse en li-
tuanos ni los azerbayanos en armenios. EN LOS CONFLICTOS IDEOLÓGICOS Y DE
CLASES, LA PREGUNTA CLAVE ES «¿QUÉ ERES TÚ?». Y éste es un hecho que no
puede ser cambiado. COMO YA SABEMOS, DESDE BOSNIA HASTA EL CÁUCASO Y EL
SUDÁN, UNA RESPUESTA DESACERTADA A ESTA PREGUNTA PUEDE SIGNIFICAR UN
BALAZO EN LA CABEZA. INCLUSO MÁS QUE LA ETNICIDAD, LA RELIGIÓN DISCRIMI-
NA NÍTIDA Y EXCLUSIVAMENTE ENTRE LAS GENTES. UNA PERSONA PUEDE SER ME-
DIO FRANCESA Y MEDIO ÁRABE, E INCLUSO CIUDADANA A LA VEZ DE DOS PAÍSES.
PERO ES MÁS DIFÍCIL SER MEDIO CATÓLICA Y MEDIO MUSULMANA.
Finalmente, el regionalismo económico está aumentando. La pro-
porción total de transacciones comerciales intrarregionales ha crecido entre
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