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hombre reaviva a un ser radicalmente otro respecto de Dios, un condenado a quien tan sólo
la gracia o el "Salvador" pueden redimir, y sólo una "revelación" iluminar, debe
contraponérsele aquella concepción para la cual el hombre aparece como un gesto y un acto
del mismo infinito, capaz de arribar por sí a la verdad, a la salvación, a la participación en
una vida inmortal. A la fe que sueña en el "reino de los cielos" y en el espíritu como absoluta
trascendencia con respecto al mundo, se oponga el sentido de una unidad libre e
inmanente, encerrada en sí misma, materia de dominio: la realidad del mundo debe ser
reconocida y, a decir verdad, como aquella del lugar mismo en donde de un hombre se
recaba un Dios, de la "tierra" un "sol".
En tanto convertida en reino de la materia, del oro, de la máquina, del número, en ella ya no
se encuentra más respiro, ni libertad, ni luz. Occidente ha perdido el sentido de mandar y de
obedecer.
Ha perdido el sentido de la Acción y de la Contemplación.
Ha perdido el sentido de la jerarquía, de la potencia espiritual, de los hombres-dioses.
Ya no conoce más la naturaleza. Ésta no es más para el hombre occidental un cuerpo hecho
de símbolos, de Dioses y de gestos rituales, un cosmos espléndido, en el cual el hombre se
mueva libre, como "un reino en un reino". La misma ha en vez decaído en una exterioridad
opaca y fatal, y de la cual las ciencias profanas buscan ignorar el misterio con pequeñas
leyes y pequeñas hipótesis.
tan sólo sobre la base de la superación de los valores cristianos y de la concepción cristiana
del hombre y del mundo —superación que remite al mundo pagano, a la anti-Europa— es
posible crear la conciencia y la potencia de la cual puede resurgir el imperio.
Por lo cual a la renuncia y al "mito" del Dios crucificado que sufre y que ama, deberá
oponérsele el del hombre-dios como un ser radiante de luz y potencia, en el cual la
espiritualidad se confirma en la victoria y en el imperium. A la raza de los "siervos y de los
Hijos del Padre", le será opuesta la de seres liberados y liberadores, que en el Dios ven
simplemente a la más alta de las potencias, a la cual libremente hay que obedecer o contra
la cual virilmente luchar, con la frente alta, sin contaminación de sentimientos, de
abandonos, de plegarias. Al sentido de dependencia y de necesidad, le será opuesto el de
la suficiencia, de la helénica "autarquía"; a la voluntad de igualdad la voluntad de
diferencia, de distancia, de jerarquía, de aristocracia; a la promiscuidad místico-comunista,
la firme individualidad; a la necesidad de amor, de felicidad, de compasión, de paz, de
consuelo, el desprecio heroico hacia todo ello y la ley de la pura voluntad y de la absoluta
acción; a la concepción providencial, la concepción trágica por la que el hombre se sienta
solo consigo mismo entre las contingencias de las fuerzas, en modo tal de saber que si él
no se convierte en el salvador de sí mismo nunca ningún otro lo podrá salvar. Borrar el
sentido del "pecado", borrar la "mala conciencia", tomar sobre sí toda responsabilidad,
duramente; cerrar la puerta a cualquier fuga, dominar el alma, fortificar el íntimo corazón.
Es dificil darse perfectamente cuenta hasta qué punto el cristianismo y el mal democrático
hayan hundido sus raíces en la cultura contemporánea y en la mentalidad misma de
aquellos que quedarían sumamente asombrados en ser denominados como cristianos o
democráticos.
Éste es el punto central y el límite para la superación del cristianismo. El cual, afirmando
discontinuidad y diferencia sustancial entre hombre y Dios, negó la posibilidad de aquello
que es propiamenteconocimiento e identificación, transformación divina del hombre;
estuvo privado pues de una enseñanza esotérica más allá de aquello que es simple religión
popular y confundió lo espiritual con la fe, la devoción, la plegaria, el temor de Dios, el
sentimiento. Es así como una jerarquía religiosa cualquiera, inspirada por el cristianismo,
que se agregase eventualmente a una organización política, efectivamente no agregaría
nada: no prolongaría, es más, rebajaría aquello que es sólo humano en la dirección de un
ablandamiento del alma, de una abdicación del Yo, de una remisión pasiva y vana de la
trascendencia. No ofrecería un centro, una justificación, una luz.
No es por cierto a tal respecto que nosotros entendemos la síntesis entre los dos poderes,
sagrado e imperial, sino a la manera que interviene espontáneamente cuando el lugar y la
dignidad usurpada por parte de "aquellos que creen" sean restituidos a "los que saben" y
que "son".
Una acción implacable debe hacer en modo tal de obtener que su fuerza más pura llegue a
manifestarse, como algo invencible, listo para hacer añicos la caparazón de retórica, de
sentimentalismos, de moralismos y de hipócrita religiosidad, con los cuales Occidente ha
recubierto y humanizado todo. Aquel que penetra en el templo —y sea también éste un
bárbaro— tiene el innegable deber de expulsar de allí como corruptores a todos aquellos
que han hecho un monopolio del “Espíritu”, del bien y del mal, de la Ciencia y de lo Divino
y que recaban ventaja de todo ello proclamándose sus pregoneros, mientras que en
verdad todos éstos no conocen otra cosa que no sea la materia y aquello que las palabras,
el miedo y la superstición de los hombres han estratificado sobre la materia.