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Tal vez no sea exagerado decir que, desde fines del siglo XVIII,
las sociedades modernas han vivido bajo el signo del crecimiento
económico, siendo responsable de ello el proceso de transformación
productiva, social, política y cultural abierto por la industrialización.
Encontrar el camino del crecimiento económico significó, ante todo,
romper material y simbólicamente con el paradigma pesimista de
Thomas Malthus (1766-1834). Al contrario de lo que este autor
profetizaba, pasó a ser posible, a través de las innovaciones técnicas en
la agricultura y en la industria, alimentar a más de 700 millones de
seres humanos, tal como lo prueba la población actual del planeta que
alcanza los siete mil millones. El avance del proceso de
industrialización marcó también el momento de entrada de nuevas
cuestiones fundamentales para la historia económica, entre las cuales
podemos mencionar La naturaleza y las causas de la riqueza de las
naciones (Adam Smith), o por qué razón algunas regiones del mundo
son pobres y otras son ricas. De hecho, indisociablemente ligado a la
capacidad que algunos países tuvieron de abrazar lo que Simon
Kuznets (1901-1985) denominó “crecimiento económico moderno”,
siempre existieron territorios que permanecieron, por circunstancias
varias, aferrados a sus estructuras tradicionales y agrícolas. Esta
división, lejos de desaparecer, representa una frontera visible que
todavía hoy separa los países ricos de aquellos que ubicamos en el
casillero de la pobreza.
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Aunque las estadísticas disponibles sobre la riqueza de los países
para periodos anteriores al siglo XVIII no sean totalmente fiables,
estudios recientes permiten concluir que la diferencia en los niveles de
ingreso anteriores a la revolución industrial coincide poco con la
realidad que hoy conocemos. A partir de allí, la brecha de riqueza entre
los países que se industrializaron y los que se atrasaron -o no encararon
el proceso de industrialización- nunca dejó de crecer. De ahí que
entender la industrialización de los países centrales de la economía-
mundo euro-atlántica durante el siglo XIX, así como su contracara, que
fue el proceso de desindustrialización de otras regiones, sea tan
importante en la comprensión de los factores clave que llevaron al
crecimiento económico y al aumento del abismo que se abrió entre
ambos grupos de países. En 1750, el 33% de la producción
manufacturera del mundo se realizaba en China y el 25% en India. En
1913, transcurrido poco más de un siglo y medio, el origen de la
producción industrial en el mundo había sufrido un cambio profundo:
China (4%) e India (1%) representaban solamente el 5% en la
producción mundial. A su vez, Gran Bretaña, Estados Unidos América
y los países de Europa Occidental eran responsables de alrededor del
75% de la producción industrial mundial. Estos números indican que,
en la medida en que los países que fueron pioneros en la
industrialización crecían y aumentaban su peso en la producción
mundial, Asia fue perdiendo su poder económico e industrial,
convirtiéndose en una típica región subdesarrollada.
Atender a estas asimetrías es quizás el principal mérito de este
libro de autoría de Joaquín Perren, Gabriela Tedeschi Cano y Fernando
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Casullo, De pioneros, seguidores y descolgados: Crecimiento
económico e industria en el siglo XIX. A lo largo del texto se examinan
las estrategias que implementaron los países pioneros de la
industrialización durante el siglo XIX (Gran Bretaña, Bélgica, Francia,
Alemania y Estados Unidos de América) y los más retardatarios (Suiza,
Suecia, Japón y Rusia), demostrando cómo cada país adoptó un modelo
de crecimiento y procuró sacar lo mejor de sus potencialidades
económicas. Estamos, por lo tanto, ante una obra que busca sintetizar
muchos de los aportes más recientes de la historia económica sobre la
industrialización en el siglo XIX, con una gran preocupación didáctica,
pero sin abandonar el deseo de problematizar. Desde el inicio, resulta
evidente para el lector que el concepto de crecimiento económico,
aunque muy invocado y debatido, continúa siendo resbaladizo aún en el
seno de la propia ciencia económica. A propósito de esto, es tal vez
significativo resaltar que, de los más de sesenta premios Nobel
atribuidos a la Economía, solamente dos economistas (Roberto Solow y
Simon Kuznets) fueron galardonados por trabajos directamente ligados
al crecimiento económico. Situación paradójica dada la importancia
que el crecimiento económico tiene para todos los países, y por estar
siempre en el centro de las preocupaciones de la ciencia económica, lo
que habla mucho de la complejidad de la temática.
De la lectura del libro se infiere también, como elemento a
destacar, que la denominada Revolución Industrial en Gran Bretaña a
fines del siglo XVIII tuvo repercusiones importantes en las experiencias
de industrialización de otros países, dentro y fuera de Europa, pero que
cada uno de ellos terminó por seguir caminos con especificidades
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institucionales, técnicas y de aprovechamiento de recursos. Al mismo
tiempo, y pese a la existencia de factores endógenos y exógenos
singulares, el texto nos alerta sobre cierta identidad en las respuestas:
con mayor o menor intervención del Estado, todos los procesos de
industrialización del siglo XIX fueron posibles gracias al éxodo rural, a
la proletarización industrial, a la mecanización progresiva del proceso
productivo, a la organización del trabajo en fábricas y a la aplicación de
políticas económicas favorables a la inversión privada. En el inicio del
siglo XIX, como los autores sostienen, Gran Bretaña fue líder destacado
en el proceso de industrialización, aunque Bélgica, Francia, Alemania y,
fuera de Europa, Estados Unidos de América, procuraron seguir sus
pasos. Lo mismo ocurrió con otros países retardatarios (latecomers),
también referidos en el libro, como Suiza, Suecia, Japón y Rusia. Es en
el acompañamiento de esta diversidad de experiencias de
industrialización que reside, al final de cuentas, el gran interés del libro
prefaciado. Por eso, De pioneros, seguidores y descolgados:
Crecimiento económico e industria en el siglo XIX figura como un
trabajo importante y profundamente didáctico para la comprensión de
los procesos de industrialización desarrollados durante el siglo XIX.
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1. Introducción
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corazón, cien años después veía tantos obstáculos como datos del
pasado. Podríamos dar una gran cantidad de ejemplos, pero todos
apuntarían en la misma dirección: a que con la llegada de la industria, el
crecimiento económico dio un salto de calidad.
Para comprender de qué hablamos cuando mencionamos el
problema del crecimiento proponemos un recorrido de dos paradas. En
la primera de ellas, repasaremos las distintas maneras que hubo de
definirlo como concepto, prestando especial atención a aquellos factores
que pudieron haber facilitado el paso de una economía agraria a otra
industrial. En este momento del texto, se analizará el impacto en los
niveles de crecimiento de elementos tales como el marco institucional,
la intervención del Estado, el sistema financiero, las burguesías
nacionales, los sistemas de comercialización y la educación. En segundo
término, se estudiarán, en clave comparativa, diferentes experiencias
industriales que se dieron a lo largo del siglo XIX. En este tramo del
libro se revisarán procesos de industrialización que han recibido una
constante atención académica (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos
y Alemania), pero también otras menos recorridas por la literatura
especializada (como Bélgica, Suiza, Suecia, Japón y Rusia). Entender
qué particularidades nacionales existieron en cada caso servirá para
volver, en las conclusiones del libro, sobre una definición del concepto
más propio del quehacer histórico.
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2. Factores claves en la industrialización
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factor demográfico, como detonante del crecimiento industrial, basta
con hacer referencia al caso de Rusia. Su población fue, durante el siglo
XIX, superior a la de Gran Bretaña y a la de los Estados Unidos (imagen
1). Sin embargo, la mayoría de los rusos estaban sujetos a condiciones
serviles y eso limitaba cualquier posibilidad de que se estructurara un
mercado interno.
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camino de la industrialización. Tal vez el caso paradigmático al respecto
sea Inglaterra: su industria más dinámica, esa que provocó lo que
algunos denominaron el “despegue industrial”, dependía de materias
primas que, por razones climáticas, no podían producirse en el
continente europeo. Recordemos que el algodón se importaba de la parte
más meridional de los Estados Unidos, inclusive antes de ser declarada
la independencia norteamericana. El caso de Japón, que revisaremos
más adelante, podría ubicarse en las mismas coordenadas. Aunque no
descollaba por sus recursos naturales, fue uno de los países de mayor
crecimiento económico en el último cuarto del siglo XIX.
Algo no muy diferente podríamos decir en caso de invertir el
razonamiento. En muchas circunstancias, la disponibilidad de recursos
escasos y, por ende, de enorme valor, puede atrasar el proceso de
industrialización de un país. Es lo que en economía se conoce con el
nombre de “enfermedad holandesa”, en referencia a la burbuja
especulativa que, en el siglo XVII, se produjo alrededor del comercio de
tulipanes (imagen 2).
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Fue tal el incremento de los precios de estas flores que se
multiplicaron las divisas a disposición de Holanda, haciendo que este
país importara bienes manufacturados en lugar de producirlos en su
propio territorio. Situaciones similares observamos en el caso de la
España de los siglos XVI y XVII que, debido a la abundancia de metales
preciosos provenientes de América, se volvió un importador de bienes
de lujo o, más recientemente, en los países de la Organización de Países
Productores de Petróleo (OPEP): sus enormes stocks de dólares,
producto del manejo de las reservas mundiales de hidrocarburos y del
control oligopólico de los precios, no se tradujo en una diversificación
de su matriz productiva. Por el contrario, se edificaron en cada uno de
estos países estructuras económicas monoproductoras y altamente
dependientes de un recurso que, por definición, no es renovable.
Un tercer elemento que debemos destacar a la hora de analizar
cualquier proceso de industrialización es el vinculado a la tecnología. Si
tuviéramos que destacar un aspecto que hace a la esencia del
capitalismo, este sin duda sería la tendencia hacia la innovación
permanente que destacó Marx en su célebre Manifiesto comunista, como
bien muestra la cita del recuadro 1. Sin ella no habría incrementos en
materia de productividad y, en consecuencia, no existiría posibilidad
alguna de un crecimiento económico intensivo.
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Carlos Marx, Federico Engels. El Manifiesto comunista
“La burguesía ha demostrado que esos alardes de fuerza
bruta de la Edad Media, que los reaccionarios tanto
admiran, sólo tenía su sustento en la más absoluta
vagancia. Hasta que ella no nos lo reveló, no supimos
cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre.
La burguesía ha producido maravillas mucho mayores
que las pirámides de Egipto, que los acueductos romanos
y que las catedrales góticas. Ha acometido movimientos
de población, mucho mayores que las antiguas
emigraciones de los pueblos o las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando
permanentemente los instrumentos y los medios de la
producción, que es como decir todo el sistema de la
producción y con él todo el régimen social. Todo lo
contrario que las clases sociales que le precedieron, pues
estas tenían como causa de su existencia y pervivencia la
inmutabilidad e invariabilidad de sus métodos de
producción. La época de la burguesía se caracteriza y
distingue de todas las precedentes por un cambio
continuo en los sistemas de producción, por los
continuos cambios en la estructura social, por un cambio
y una transformación permanente”.
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le quitaba al trabajador el control sobre el proceso productivo y, desde
luego, sobre el producto final. Así, los tiempos del reloj y de una
supervisión permanente, hicieron de la disciplina un elemento fundante
de esta nueva relación; elementos que se reforzarían hacia fines del siglo
XIX y principios del XX con la difusión del taylorismo y del fordismo
(imagen 3).
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Imagen 4. Douglass North.
www.people.ru/science/economy/north
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North, los derechos de propiedad condicionan el crecimiento económico
porque, al garantizar la expectativa de ganancia, fomentan la inversión.
La historia de Occidente, desde una perspectiva neo-
institucional, no sería otra más que la historia de la afirmación de los
derechos de propiedad. No es extraño, entonces, que esta tradición sea
dueña de una postura mercadista y privatista, tendiendo a imaginar que
toda regulación fuera de las garantías a la propiedad privada funciona
como obstáculo al desarrollo económico. Este esquema llevado al
paroxismo puede conducirnos a una conclusión que va a contramano de
la historia: aquella que imagina un Estado mínimo como condición
indispensable para poner en marcha un proceso industrializador.
Gerschenkron, historiador de origen ruso, cuestionó este punto de vista,
en esencia liberal, con una afirmación muy sencilla: en países en los que
el sector privado no fue protagonista de un proceso de industrialización,
en los que el mercado no fue condición suficiente para el desarrollo
económico, el Estado pudo asumir ese papel, llevando adelante políticas
públicas que excediesen las simples garantías de los derechos de
propiedad. En afirmaciones como estas, resuenan los ecos de los señeros
planteos del economista alemán List, quien, apartándose de la idea de la
regulación del mercado, recomendaba un menú de intervenciones
oficiales que iba desde la construcción de infraestructura hasta la puesta
en marcha de empresas públicas.
Otras instituciones que no podemos dejar de mencionar son las
financieras. No estaríamos errados si dijéramos que no puede haber una
industrialización sin una oferta adecuada de capital. Este stock puede
provenir del ahorro de una sociedad, de todo aquello que no es destinado
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al consumo, pero también puede tener un origen externo; es decir, puede
provenir de los ahorros producidos por los habitantes de otros países.
Claro que, para poner en marcha un proceso de industrialización, no
resulta suficiente tener una dotación de capital. Junto a ello, resulta
fundamental que ese ahorro se transforme en inversión productiva. Si se
atesora o se invierte en actividades rentísticas, la oferta de capital
siempre va a ser escasa para modernizar la estructura económica de un
país. Si existe disposición a invertirlo en actividades productivas y
mecanismos a través de los cuales dichas riquezas puedan destinarse a
ese fin, la situación va a cambiar drásticamente. Son precisamente los
bancos y otras instituciones financieras las que transforman el ahorro en
inversión, recibiendo depósitos de los usuarios y otorgando créditos a
las empresas que lo soliciten. De ahí que el desarrollo de instrumentos
financieros constituya una condición indispensable a la hora de analizar
cualquier proceso de industrialización, sobre todo aquellos que
requirieron grandes desembolsos de capital en virtud del elevado costo
de las nuevas tecnologías (por ejemplo: los altos hornos productores de
acero a gran escala).
Otro de los aspectos institucionales que debemos atender se
vincula a la educación, una de las más relevantes palancas del
crecimiento industrial. La importancia del capital humano había sido
señalada por Adam Smith, quien sostenía que un obrero calificado podía
ser comparado con una máquina costosa, pues permitía reponer el valor
de la misma y constituía una fuente de beneficios. Aunque en las
primeras experiencias industriales la capacitación de los trabajadores y
empresarios fue de todo menos sistemática, la formación fue ganando en
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importancia conforme nos aproximamos al siglo XX. De hecho, en
países de industrialización tardía como Suiza, la existencia de sistemas
educativos al alcance de la mayoría de la población fue una ventaja
decisiva en virtud de la creciente sociedad entre industria y ciencia, tan
propia de la Segunda Revolución Industrial. Eso sin contar, por
supuesto, que la educación funciona como una experiencia
disciplinadora que facilita la incorporación al mundo del trabajo y, en el
caso de la orientada a las élites, provee los cuadros técnicos, estatales y
empresariales necesarios para provocar cambios en la estructura
económica.
Las instituciones empresariales son también un factor de suma
importancia a la hora de analizar diferentes experiencias
industrializadoras. Esta no es una preocupación reciente dentro de la
economía, sino más bien todo lo contrario. Ya a principios del siglo
XIX, Jean Baptiste Say tomó en consideración la función del empresario
en tanto es quien combina los factores productivos. Es más, Alfred
Marshall, uno de los impulsores del pensamiento neoclásico, propuso
catalogar el factor empresarial como un cuarto factor productivo, a la
misma altura de los tres clásicos: los recursos naturales, el trabajo y el
capital. Existe, en el ámbito de la empresa, una serie de conocimientos,
inasibles desde la perspectiva clásica, pero de suma importancia en la
hora de obtener incrementos de la productividad. Entre ellos, no
podemos dejar de mencionar los sistemas de organización de la
producción, cuya correcta puesta en marcha puede mejorar la eficiencia
de una empresa. Otro de los autores que contribuyó en poner de
manifiesto la relevancia estratégica del empresariado fue Joseph
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Schumpeter, quien sostenía que el crecimiento económico dependía de
las nuevas combinaciones de factores productivos realizadas por los
capitalistas. Algunos autores han llegado a comparar la figura de los
empresarios en Schumpeter con la de Fausto en Goethe y con el
Superhombre en Nietzsche: prototipos del cambio en la Modernidad.
Como muestra la selección de su libro Capitalismo, socialismo y
democracia, que reproducimos en el recuadro 2, para Schumpeter los
emprendedores resultaron ser los verdaderos demiurgos del capitalismo.
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estadounidenses, Chandler dedicó buena parte de su carrera académica a
estudiar el funcionamiento de la gran empresa capitalista. A sus estudios
sobre el funcionamiento de las compañías ferroviarias, que fueron la
base de su tesis doctoral, siguieron investigaciones sobre la Standard
Oil, la General Motors y la Sears; todas ellas empresas que, durante el
siglo XX, lideraron los rankings de tamaño y de facturación a escala
mundial. Resultado de estas pesquisas, Chandler logró establecer
algunos denominadores comunes que atravesaban a todas estas
corporaciones. En principio, y a diferencia de las empresas tradicionales,
se trataba de compañías multi-unitarias, con más de una unidad de
negocios, que ponían a disposición del cliente una vasta gama de bienes
y servicios. Además, en este tipo de empresas, se producía un divorcio
entre la propiedad y la gestión: la primera quedaba en manos de una
multitud de accionistas que adquirían porciones de la empresa en el
mercado de capitales; mientras que la segunda estaba a cargo de cuerpos
gerenciales que no eran propietarios de los medios de producción, sino
asalariados con responsabilidad de dirigir los destinos de la empresa.
Desde la perspectiva de Chandler, estas empresas marcaban el pulso de
la economía contemporánea, llegando a afirmar que habían desplazado
al mercado como principal asignador de recursos dentro de la sociedad.
Se trataba, en palabras de este autor, del pasaje desde la “mano
invisible” del mercado, planteada por Smith en el siglo XVIII, hacia la
“mano visible” de las corporaciones.
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Imagen 5. Distintas caricaturas sobre las empresas de fin de
siglo y los monopolios.
www.portodoslosmedios.com/2013/07/11-mentiras-de-la-
tele-sobre-john-d.html.
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En el afán de dar respuesta a estas preguntas, Jürgen Kocka, un
gran historiador alemán, llegó a una solución de compromiso: los
factores empresariales no pueden ser considerados independientemente
de factores ambientales, tales como el tamaño del mercado, la dotación
de recursos naturales o el rol del Estado en la economía. Con todo, no se
puede prescindir de ellos a la hora de estudiar en detalle un proceso de
industrialización por cuanto, en muchas ocasiones, pueden actuar como
catalizadores de una aceleración en materia de crecimiento económico.
Esta última afirmación vale, sobre todo, para el contexto inaugurado
hacia mediados del siglo XIX, cuando la conjunción de la revolución de
los transportes y de la Segunda Revolución Industrial permitió la
construcción de una economía de escala mundial. En ese escenario, los
crecientes requerimientos de capital hicieron de las sociedades anónimas
un instrumento adecuado para hacer una producción que apostaba
decididamente por el volumen. Al mismo tiempo, el alcance global de
las operaciones fue haciendo de la organización una ventaja decisiva en
una economía crecientemente competitiva.
Veamos, por último, un factor institucional que despertó una
duradera polémica en el interior de las ciencias sociales: los sistemas de
valores. Podríamos resumir el nudo de la discusión en una pregunta:
¿puede que algunos valores sean más propicios que otros para alcanzar
la meta del crecimiento económico?
El primero en postular la relevancia de algunas ideas o actitudes
en el despliegue del capitalismo fue Max Weber (imagen 6).
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Imagen 6. Max Weber: el analista de la ética protestante.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/w/weber_max.htm.
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consenso- ayudan a entender el éxito de Japón a partir del último tercio
del siglo XIX.
La crítica más sencilla que puede hacérsele a este tipo de
enfoque, por lo menos a sus versiones más mecanicistas, es de índole
temporal. La reforma protestante, en el caso británico, se produjo hacia
mediados del siglo XVI y el despegue industrial solo doscientos años
después. El mismo ejercicio podríamos hacer en relación al planteo de
Morishima: la difusión del confusionismo en Japón se remonta al siglo
XI y, para notar un pleno desarrollo capitalista, debemos esperar, por lo
menos, setecientos años. Pese a esta asincronía, no podemos dejar de
decir que ciertos aspectos culturales pueden acelerar, siempre en
compañía de aspectos que hacen a la estructura económica y social, un
proceso de industrialización. La historia contemporánea es pródiga en
ejemplos acerca de cómo la creación de una comunidad imaginada
puede incrementar el ritmo de crecimiento económico. Solo por
mencionar alguno de ellos, podríamos hacer referencia al nacionalismo
militarista alemán en el último tramo del siglo XIX o de la amalgama
entre socialismo e industria que caracterizó a la Unión Soviética en las
décadas que siguieron a la Revolución Rusa. De hecho, en el caso de la
URSS existió un caso explícito de exaltación del espíritu del trabajo y
de la productividad: el stajanovismo. Aleksei Stajanov fue un obrero que
en 1935, en pleno proceso de industrialización soviética, extrajo más de
diez veces el promedio de toneladas de carbón diarias. Más adelante, en
1936, otro obrero -Nikita Izótov- pudo extraer seis veces más esa
cantidad. A partir de esas experiencias se fundó el Stajanovismo, un
movimiento obrero para la elevación de la productividad del trabajo bajo
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el principio de la épica revolucionaria de clase. Como muestra la imagen
7, Stajanov se transformó en un héroe e ícono nacional.
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el devenir histórico los aspectos conceptuales que hemos trabajado
anteriormente.
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Imagen 8. David Landes. www.phf.upenn.edu/01-02/landes.ht.
en-ucrania.
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Este nudo de problemas nos permite entender el paso a un taller
supervisado y el creciente uso de dispositivos mecanizados. Una
demanda que avanzaba a un ritmo decidido provocó estrangulamientos
de la oferta, que condujeron a la inversión en capital fijo. Esta
verificación nos obliga a reflexionar sobre los motores que estimularon
la expansión del consumo. Tomando distancia de las interpretaciones
partisanas, que pusieron énfasis en un factor explicativo, parece más
adecuado pensar en la confluencia de factores internos y externos. En la
intersección de un mercado interno que ponía una constelación de
consumidores al servicio de la naciente industria y un mercado externo
donde se obtenían materias primas y se ubicaban las manufacturas,
encontramos una respuesta a la marea de cambios que trajo consigo la
Revolución Industrial.
Comencemos por una de las notas distintivas de la economía
británica: un mercado interno sediento de productos. Hacia mediados del
siglo XVIII, la isla gozaba del poder adquisitivo más alto de Europa y, a
diferencia del continente, la riqueza estaba mejor distribuida. Cualquier
trabajador que habitaba en alguna de las ciudades británicas gastaba una
porción de su salario en alimentos y tenía margen para consumir
distintas clases de manufacturas. El acceso al consumo hizo de
Inglaterra una sociedad abierta, donde las definiciones de estatus eran
menos precisas que las tradicionales. Pero lo interesante no era el peso
de las diferencias con otros países europeos, sino cuán difundidas
estaban las mismas. Mientras que el continente contenía a la mayoría
de su población en la campaña, Gran Bretaña era protagonista de
una acelerada urbanización. En 1780 Londres era una metrópoli de un
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millón de habitantes y, detrás de ella, se desarrollaron ciudades que
funcionaban como centros de intercambio y acabado de los productos
(Manchester, Liverpool, Leeds o Birmingham).
Este standard de vida hubiera sido imposible de no haber
existido profundas transformaciones rurales. La salida de la crisis del
siglo XIV había fortalecido la posición de los terratenientes. Una
estructura social descompensada fue el reflejo más claro de esta
situación: el campo británico estaba dominado por un puñado de
terratenientes que arrendaban parcelas a personas que empleaban a
jornaleros sin tierra. Sin la resistencia de las comunidades campesinas,
una especie en extinción luego de los cercamientos, los dueños de la
tierra implementaron mejoras que permitieron el aumento de la
producción y, sobre todo, de la productividad agrícola. La rotación de
cultivos fue quizás la más significativa. Su difusión permitió abandonar
el antiguo sistema de barbecho, que alternaba tiempos de producción y
tiempos de descanso. El nuevo sistema, que no conocía los tiempos
muertos, fue acompañado por la aparición de nuevos cultivos y de
plantas forrajeras que cumplieron una doble función: por un lado,
aumentaban la fertilidad de las parcelas gracias al nitrógeno que
depositaban en la tierra; y por el otro, mejoraba la alimentación de la
hacienda y el rendimiento general de la ganadería.
La combinación entre un fenomenal proceso de concentración
de la tierra y la mejora de la productividad dio a la agricultura todos
los atributos necesarios para edificar una economía industrial.
El incremento de la producción permitió, ante todo, alimentar a una
creciente población urbana. Al mismo tiempo, la desaparición de los
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open fields proporcionó a la naciente industria una masa de reclutas que
comenzaron a alojarse en las ciudades (imagen 10).
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Inglaterra privilegió el monopolio sobre áreas periféricas que prometían
una rápida expansión. Esta estructuración de una economía-mundo bajo
la hegemonía británica en palabras de Wallerstein, pudo completarse
luego de la guerra de los Siete Años, cuando Inglaterra se impuso a
Francia, dejando el camino despejado para su avance definitivo sobre la
periferia. Así, las jugosas ganancias que se desprendían de este
intercambio, en ascenso desde mediados del siglo XVII, compensaban
los costos de lanzarse a una aventura tecnológica de gran envergadura
(imagen 11).
Más allá de las causas que hicieron de Gran Bretaña una tierra
de artesanos cualificados o imitadores aventajados, lo cierto es que las
innovaciones tenían una enorme recepción en la comunidad
manufacturera. Una mirada tradicional suponía que este fenómeno era
una consecuencia de la disponibilidad de “dinero barato” para quienes
estuvieran dispuestos a invertir. El cambio tecnológico era, entonces, el
resultado de una mayor oferta de capital, que se traducía en tasas de
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interés bajas y un menor costo a la hora de endeudarse. Aunque
convincente, esta línea argumental presentaba un defecto fundamental:
es poco probable que una diferencia de unos pocos puntos haya jugado
un papel crucial dadas las enormes ventajas que una innovación
mecánica traía aparejadas. Puede que, para inversiones a largo plazo,
como canales o caminos, esas diferencias hayan sido cruciales. Pero el
desafío para un empresario textil, que enfrentaba una explosión de la
demanda, no era tanto cubrir un préstamo sino como acceder a él. Los
beneficios para quien apostaba por los sectores más dinámicos de la
economía eran tan suculentos que poco importaba si el interés que debía
afrontar era de 6 o de 12%.
Las oportunidades que brindaba el mercado a los primeros en
llegar convertían el costo del dinero en un dato secundario. Después de
todo, las primeras máquinas eran mecanismos relativamente sencillos,
cuyo costo no era privativo. Una simple comparación puede venir en
nuestro auxilio: una hiladora costaba el equivalente al sueldo de dos
semanas de las cuarenta mujeres que reemplazaba. La única inversión de
peso era la edificación de un recinto que albergara las máquinas. El
símbolo quizás más representativo de la Revolución Industrial fueron
esas enormes fábricas que, según la mirada, eran consideradas templos
del progreso o de la opresión.
No obstante, las empresas que cabían dentro de esta descripción
eran excepcionales. El paisaje industrial británico estaba dominado por
talleres que reunían algunas decenas de obreros alrededor de un puñado
de máquinas (imagen 12).
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Imagen 12. El paulatino abandono del sistema domiciliario y el
paso al Factory Sistem.
hmcontemporaneo.wordpress.com/page/31.
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la única variable a la hora de explicar el despegue industrial. No hay que
ser brillante para descubrir que muchas empresas del continente
compitieron con las británicas en materia de ganancias. El problema,
entonces, no es tanto el nivel de beneficios como la forma en que ellos
fueron utilizados. Como ya dijimos, las empresas de la isla reinvirtieron
sus beneficios en propio negocio, mientras que las instaladas en el
continente hicieron, en gran medida, lo contrario. Las ganancias de estas
últimas fueron transferidas desde la producción hacia actividades menos
plebeyas o, en el peor de los casos, los conservaron en forma de reserva
en tierras, hipotecas y otros usos no industriales.
Si las tasas de interés o los beneficios derivados de la inflación
no eran fundamentales en la difusión de novedades productivas, ¿qué
mecanismo facilitó el acceso de los manufactureros al capital necesario
para iniciar sus negocios?
Para responder esta pregunta, debemos dirigir nuestra mirada al
sistema financiero británico. El extendido uso del dinero y una amplia
red de bancos fue una fuente permanente de financiamiento para el
mundo de la industria. Las características de las primeras manufacturas
hacían de los créditos a corto plazo los más habituales y esto, como no
podía ser de otra forma, se reflejaba en tasas que no eran precisamente
bajas. De todos modos, las astronómicas ganancias redujeron los riesgos
que traía aparejados un endeudamiento en esas condiciones. De ahí que
la ventaja decisiva del sistema financiero británico no fueran tanto sus
tasas convenientes como su extensión geográfica. Las consecuencias de
esta amplia estructura no fueron menores. Gracias a sus servicios,
40
pudieron transferirse los excedentes de los espacios agrícolas hacia
sectores sedientos de capital como la naciente industria.
Estas consideraciones nos llevan a producir un giro en la
explicación. Por lo general, el peso de la argumentación recaía en la
importancia de la oferta de factores y, sobre todo, en la formación de
capital. Impresionados por los enormes desembolsos necesarios para la
industrialización contemporánea, los historiadores posaron su mirada en
el volumen de la inversión inmovilizada. Esta, sin embargo, no era la
situación británica a finales del siglo XVIII. La brecha actual entre el
costo de los bienes de capital y los ingresos a disposición de las
economías periféricas era difícil de imaginar en el contexto previo a la
Revolución Industrial. En principio, Gran Bretaña partía de una base
más elevada que la mayoría de los países del tercer mundo: la renta per
capita de la primera estaba bastante por encima del nivel que muestran
algunas economías de África o Asia en nuestros días. Además, como ya
dijimos, el dinero necesario para introducir mejoras productivas era
insignificante en comparación con los actuales. Una persona -o bien una
familia- podía financiar, a partir de los beneficios previos, la
introducción de innovaciones que optimizaban la producción y
mejoraban su posición en el mercado.
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límites comenzaban a confundirse con el planeta. Como una piedra que
se tira en el agua, la Revolución Industrial británica comenzó a dibujar
círculos de influencia que en primer término afectaron a la Europa
continental (imagen 13).
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Para analizar en detalle esta variedad de situaciones conviene
que antes exploremos el contexto europeo hacia finales del siglo XVIII.
En este sentido, es preciso afirmar que este continente, en especial su
cuadrante noroccidental, no era un espacio precisamente estancado. En
materia agrícola, estaba experimentando los cambios de los que
Inglaterra había sido objeto entre los siglos XV y principios del XVIII.
Entre ellos, podemos mencionar la paulatina supresión del barbecho, la
utilización de nuevas especies y la creciente complementación entre
ganadería y agricultura. En pocas palabras, se trataba de un sector cada
vez más atento a los estímulos de un mercado que había recobrado su
impulso luego de la crisis del siglo XVII. Estas transformaciones, en el
sector primario, como no podía ser de otra forma, incrementaron la
demanda interna de productos manufacturados; bienes que se producían
de acuerdo a métodos tradicionales, con prevalencia del trabajo
domiciliario y con algunas etapas centralizadas en taller.
Junto a estos fenómenos económicos, vemos en este periodo
profundos cambios institucionales que facilitaron el desarrollo
capitalista, la mayoría de los cuales estuvieron asociados a la
Revolución Francesa y a la expansión de las tropas napoleónicas en las
dos primeras décadas del siglo XIX. Sin ánimo de ser exhaustivos,
podríamos afirmar que con ambos procesos se eliminaron los últimos
restos de feudalidad, se consagraron diferentes libertades individuales,
entre los que descollaba el derecho de propiedad y, como cristalización
jurídica de todo ello, se sancionaron en distintos países de la región los
códigos civil y comercial. Tan importantes fueron estos factores en el
desarrollo industrial que Hobsbawm, en una de sus obras clásicas,
43
sostenía que se trataba de un proceso único que había modelado a las
sociedades modernas. Se trataba, en palabras del propio historiador
británico, de una especie de volcán con dos cráteres: uno económico, de
donde brotaban las innovaciones tecnológicas asociadas a la Revolución
Industrial, otro político, cuya erupción puso en serios aprietos al
absolutismo monárquico. Esta suerte de doble revolución produjo las
condiciones que permitieron al capitalismo terminar de nacer y
comenzar, a renglón seguido, su empresa de conquista mundial.
En torno a la vertiente económica de las transformaciones de
fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, no podemos dejar de
destacar la influencia que tuvo el modelo británico. La Revolución
Industrial con mayúscula, como la definía Landes, fue un espejo donde
se reflejaron los restantes países del viejo continente. No sería
exagerado sostener que las economías de industrialización derivada,
muchas veces apuradas por la competencia, procuraron imitar la
tecnología británica, aunque lo hicieron de formas muy diversas. En
Bélgica, como veremos más adelante, la absorción fue rápida, casi
instantánea; mientras que en Francia el proceso fue mucho más gradual.
Alemania, por su parte, ocupó un casillero intermedio: su
industrialización fue relativamente tardía, pero su despegue se produjo
de forma acelerada. Si tuviéramos que señalar un rasgo que describe a la
historia económica de la primera mitad del siglo XIX, esta sin duda sería
la difusión diferencial de ese modelo económico que asociaba el
progreso con el despliegue del sistema fabril.
Aunque se trató de un proceso diferencial, con especificidades
nacionales e inclusive regionales, hallamos en el interior de los países de
44
industrialización derivada una serie de aspectos compartidos. El primero
de ellos fue la mayor participación del Estado en la economía, siempre
tomando como referencia la experiencia industrial británica. Esa
creciente presencia oficial puede visualizarse en un abanico de
intervenciones que iban desde la estructuración de un marco
institucional que brindara seguridad jurídica a las inversiones hasta
acciones mucho más directas como el establecimiento de aranceles a las
importaciones, garantías de ganancia o el otorgamiento de créditos a
muy generosas tasas de interés. Tan importante fue la participación
oficial que, llegado el caso, cuando el sector privado mostraba escasa
predisposición a asumir riesgo, el Estado podía llegar a comportarse
como empresario, creando la plataforma donde se sostendría luego un
edificio capitalista. En estas últimas coordenadas podemos situar, por
ejemplo, la experiencia alemana de la segunda mitad del siglo XIX. En
suma, cualquier manera de acortar distancias con Gran Bretaña, país
pionero en lo que a crecimiento intensivo se refiere, dependía de un
sector público que siguiera más las recomendaciones de Gerschenkron
que las de Smith.
46
Imagen 14. La expansión del ferrocarril en Europa durante el siglo XIX.
Tomando las vías que se iban construyendo, veremos cómo hacia fines del
siglo XIX el tren -y el capital- había avanzado por todo el continente.
sobrehistoria.com/todo-sobre-la-revolución-industrial/.
47
4.1. El modelo belga: imitación rápida
48
Imagen 15. Ubicación geográfica de Bélgica (en color oscuro)
y su cercanía con Inglaterra y Francia.
es.wikipedia.org/wiki/Bélgica.
49
habitantes. La recuperación de la economía europea hacia mediados del
siglo XVIII, luego de una fase de depresión que había afectado buena
parte del siglo anterior, animó al empresariado belga a incorporar
maquinarias y técnicos británicos. Poco tiempo después, cuando
comenzaron a aplicarse restricciones a la exportación de tecnología,
notamos el desarrollo de una industria productora de bienes de capital.
Prueba de ello fue la inauguración, hacia fines del siglo XVIII, de la
primera fábrica de máquinas hiladoras, fundada por Lievín Bauwens, un
importador textil del área de Gante.
Al mismo tiempo, y con la misma intensidad, se expandieron la
minería y la industria metalúrgica; sectores que, a lo largo del siglo
XVIII, habían mostrado un destacado crecimiento de la mano de
métodos tradicionales. Junto a este salto en materia de productividad, se
generó un severo proceso de concentración económica que, a la postre,
terminó siendo el sello de agua de las industrializaciones derivadas. En
el caso de la minería y la metalurgia, vemos cómo en menos de treinta
años se dio el paso desde cooperativas y empresas de tamaño modesto
hacia grandes empresas, con enormes requerimientos de capital. Esto es
especialmente evidente en el caso de la metalurgia, donde inclusive se
produjeron procesos de integración vertical de la producción. Un buen
ejemplo de ello es la empresa Cockerill que, en las primeras dos décadas
del siglo XIX, logró controlar todas las etapas del proceso productivo,
desde la extracción del mineral hasta la producción de bienes de capital.
Gracias a estos sectores dinámicos, para 1830, Bélgica exhibía un uso
generalizado del vapor y una difusión plena del sistema fabril al interior
de la actividad industrial. A partir de aquella fecha, la construcción de
50
ferrocarriles va a ser la fuerza impulsora de un crecimiento de la que
nadie puede dudar por su carácter intensivo.
A esta altura del relato, una pregunta resulta inevitable: ¿Cuál
fue el papel desempeñado por el Estado en tan acelerado proceso de
industrialización?
Pese a la inestabilidad del escenario en cuestión, un verdadero
polvorín a escala europea, es importante hacer notar una larga política
oficial de estímulo a la industria, que trascendió a los gobiernos y a los
diferentes dominios que administraron el territorio de lo que luego sería
Bélgica. Hagamos un breve racconto de aquella con el fin de resaltar la
importancia del Estado en la tarea de acortar distancias en relación a
Gran Bretaña, afianzando un desarrollo relativamente autónomo de su
economía.
En el siglo XVIII, cuando el territorio belga estuvo bajo
dominio austríaco, hubo, por parte de la monarquía de dicho origen, una
política de protección frente a la competencia de los productos
británicos. Entre 1795 y 1815, la presencia estatal no hizo más que
intensificarse. El protectorado que Francia ejerció sobre Bélgica, además
de proseguir con una política arancelaria favorable, aseguró un mercado
cautivo para la industria belga y el arribo de la legislación liberal brindó
ciertos estímulos a la actividad privada. Con la caída del Imperio
napoleónico se dio inicio a una etapa, comprendida entre 1815 y 1830,
en la que Holanda y Bélgica conformaban un mismo Estado: el Reino de
los Países Bajos. En esos quince años se registró una fuerte
participación oficial en materia de infraestructura y se produjo la
creación de las primeras bancas públicas especializadas en la industria:
51
en 1822 comenzó a funcionar la Sociedad General de Bélgica y, ocho
años después, el Banco de Bélgica. Ambas canalizaron los ahorros
europeos hacia proyectos de envergadura y manejaron empresas en los
sectores más dinámicos de la economía. Luego de 1830, cuando Bélgica
como consecuencia de la Revolución de Septiembre (imagen 16) se
segregó de Holanda, el Estado construyó y administró las principales
líneas férreas del país, evitando los problemas que exhibió Inglaterra,
cuya red de transporte, al estar gestionada por empresas privadas, tuvo
numerosas superposiciones de ramales y, por ello, presentó una menor
eficiencia. Al mismo tiempo, funcionaron como un fabuloso instrumento
político para un Estado que estaba dando sus primeros pasos y precisaba
unificar lo que aún era diverso.
52
progresos en materia industrial, ocupando, hacia mediados del siglo
XIX, el quinto lugar en lo que a producción manufacturera se refiere,
solo superada por países de mayor superficie y población. Para sostener
este punto, basta con decir que Bélgica, entre 1820 y 1870, multiplicó
por ocho la potencia suministrada por sus máquinas a vapor, sextuplicó
su producción de carbón mineral y de hierro, septuplicó la longitud de
sus vías férreas, y, como consecuencia de todo esto, su PBI per cápita se
duplicó.
53
Tomemos como punto de partida la realidad francesa en el
tercer cuarto del siglo XVIII. Pese a que, con la guerra de los Siete
Años, había sido derrotada por Inglaterra en su tentativa de resolver en
su favor la puja por la hegemonía mundial, la economía francesa aún
conservaba cierto nivel de prosperidad. La pérdida de parte de sus
posesiones coloniales no fue obstáculo para que su comercio exterior
aún mostrara cierta robustez. Simultáneamente, el sector primario
mostraba, como buena parte de la Europa noroccidental, un incremento
secular de la productividad. Ambos elementos impactaron en un sector
secundario que, aunque nadie dudaba de su rezago en relación a
Inglaterra, presentaba una dinámica protoindustria lanera y una poderosa
manufactura orientada a la producción de bienes suntuarios como el
cristal y la porcelana.
La influencia de la Revolución francesa en este escenario fue
ambigua. Por un lado, el estado de guerra permanente, que atravesó al
continente europeo más de dos décadas, funcionó como un dique que
contuvo cualquier atisbo de crecimiento económico: no solo despojó a
Francia sus mercados de ultramar, sino que interrumpió buena parte de
los circuitos que la aprovisionaban de materias primas. Por otro lado, las
reformas institucionales favorecieron en el mediano plazo el desarrollo
capitalista y, por ende, el sector industrial. Cuando el estruendo de los
cañones se silenció, comenzaron a visualizarse los principales legados
de un largo periodo de convulsión: los derechos de propiedad
consagrados por el espíritu liberal de la Revolución y un sistema
educativo basado en valores científicos y racionales, que va a ser de
fundamental relevancia en las últimas décadas del siglo XIX, cuando
54
conocimiento y producción se asociaron en un vínculo que demostraría
ser más que duradero. La Declaración de los Derechos del Hombre y el
Ciudadano surgida en el mismísimo 1789, consagrando en su artículo 2
el derecho a la propiedad, resultaría para el capitalismo francés y
continental, mucho más que un mero símbolo (imagen 17).
55
secundario, de formas tradicionales de producción y de unidades
productivas mecanizadas, totalmente excepcionales en los dos primeros
tercios del siglo XIX. Tan profundo era este dualismo que, inclusive,
caracterizaba a algunas de las empresas más dinámicas del país: las
empresas productoras de tejidos de lujo, por ejemplo, poseían fases de la
producción bajo una modalidad domiciliaria y otras, como las tareas de
acabado, desarrolladas en talleres centralizados. Esta fue precisamente
una de las características que distanciaba a la experiencia francesa de lo
sucedido en Bélgica o Gran Bretaña: en 1860, el uso del vapor era
generalizado en estos dos últimos países; mientras que en Francia, para
esa misma fecha, el 60% de los establecimientos industriales utilizaba
mecanismos impulsados por la energía hidráulica. En pocas palabras,
alejada del humo de las chimeneas fabriles, la industria francesa no
dejaba de ser una yuxtaposición de artesanos.
En el plano explicativo, el carácter limitado de la
industrialización francesa nos obliga a examinar algunas características
de su estructura económica. Una economía campesina como la francesa
no generó una demanda de productos industriales lo suficientemente
intensa como para multiplicar la tasa de inversión y así incorporar
dispositivos mecánicos al proceso productivo. A diferencia de otras
latitudes del continente europeo, Francia se caracterizó, desde muy
temprano, por instituciones campesinas que destacaron por su fortaleza.
No debemos olvidar que las comunidades rurales ofrecieron, luego de la
crisis del feudalismo del siglo XIV, una tenaz resistencia a los deseos
señoriales de incrementar las cargas, llevando a una lenta extinción de la
servidumbre y, como reacción desde arriba, a la creación de un
56
mecanismo centralizado de extracción de excedente como fue el estado
absolutista. Este cuadro, dominado por la supervivencia de pequeñas
unidades productivas en el campo, no hizo más que reforzarse con la
Revolución francesa, que consagró los derechos de propiedad del
campesinado. La menor importancia relativa de un mercado de
arrendamiento -algo que había sido la nota saliente de la trayectoria
inglesa- no generó la espiral de competencia que produjo una
diferenciación del campesinado y un aumento de la productividad
agraria. Así pues, la ausencia de una revolución agrícola puso límites a
la dimensión del mercado interno francés, lo cual se tradujo en un menor
crecimiento económico.
Este modelo de industrialización comenzó a mostrar sus
primeras señales de agotamiento entre 1860 y 1880, cuando la
competencia a escala mundial se multiplicó por la incorporación de
nuevos países al club de los industriales (Estados Unidos y Alemania,
por ejemplo). Como respuesta a esta situación, la industria francesa, a
partir de la adopción de nuevos instrumentos financieros y de una
participación más decidida del Estado, modernizó su estructura. Como
resultado de ello, observamos la generalización relativamente tardía del
uso del vapor y una creciente especialización de la economía francesa en
algunos sectores que corresponden al paradigma tecnológico de la
Segunda Revolución Industrial. Entre estos últimos, todos andamiados
en la creciente sociedad entre ciencia y sector secundario, podemos
mencionar la industria química, la automotriz y la fotográfica. Muchas
de las empresas que solemos vincular a Francia -como Peugeot o
57
Renault- son hijas del periodo comprendido entre la década de 1880 y la
Gran Guerra (imagen 18).
58
Imagen 19. Ilustración de Germinal.
www.ibiblio.org/eldritch/ez/germinal.htm
l.
59
sectores en los que tenía ventajas comparativas, más allá de que los
mismos no tuvieran el potencial de transformar al resto de la economía
(por ejemplo, la industria productora de seda desarrollada en Lyon).
El resultado final de la industrialización francesa nos permite
realizar algunas reflexiones. Es cierto que el PBI de Francia creció a
tasas mucho más modestas que otras economías industriales como Gran
Bretaña o Bélgica. Sin embargo, como su población creció a un ritmo
pausado, resultado de una temprana transición demográfica, la evolución
del PBI per cápita francés no fue muy diferente de la de otros países de
industrialización derivada. Además, los costos sociales de la
industrialización francesa, excepción hecha por los trabajadores de las
minas, no fueron tan profundos como en Gran Bretaña. Después de
todo, el sistema de propiedad agraria, bastante igualitario por cierto,
sirvió de colchón contra la pobreza. Esto nos lleva a preguntarnos si el
crecimiento económico, ya sea el francés como el de cualquier otro país,
es un fin en sí mismo o bien un medio para alcanzar el bienestar social.
61
servidumbre limitaba la movilidad social y espacial de la población,
haciendo que la iniciativa privada tuviera un radio de acción por demás
limitado.
De todas formas, el territorio que luego formaría la Alemania
unificada poseía una serie de condiciones que, llegado el momento,
podían prestar las bases de un despegue industrial. De todas ellas, es
justo mencionar tres en particular: su amplia disponibilidad de recursos
naturales, una fuerte tradición protoindustrial y un extendido sistema
educativo que fue una de las herencias de las monarquías ilustradas del
siglo XVIII. Con todo, estas ventajas no estaban distribuidas
uniformemente en la superficie del Primer Reich. Por el contrario,
advertimos importantes diferencias regionales: el occidente, mucho más
conectado con la economía internacional, poseía una próspera
manufactura; mientras que el oriente poseía un perfil claramente
agrícola. Con la industrialización alemana, ambas regiones tendieron a
complementarse: el este se convirtió en proveedor de materias primas y
alimentos para el desarrollo industrial del oeste alemán, en especial de
sus regiones líderes (Renania y Sajonia).
Si quisiéramos periodizar el proceso de industrialización
alemán deberíamos señalar tres etapas claramente diferenciadas. En la
primera de ellas, que abarca el periodo comprendido entre 1780 y 1840,
hallamos las primeras tentativas industriales. En ellas fue sumamente
importante, como dijimos antes, la experiencia protoindustrial previa,
pues allí se acumularon capitales, se capacitó a la mano de obra y se
lubricaron los circuitos de comercialización. Sin embargo, la transición
entre protoindustrialización e industria no fue automática: algunas
62
regiones mantuvieron el liderazgo y otras no consiguieron cruzar el
umbral. Veamos un par de ejemplos para clarificar este punto. Silesia, en
el este germánico, sucumbió frente a la competencia británica hacia
comienzos del siglo XIX; mientras que Renania, ubicada en la vertiente
occidental del actual territorio alemán, fue objeto de una acelerada
industrialización debido a que estuvo, por su cercanía a los Países Bajos,
integrada al comercio internacional. Pero además de la ubicación
geográfica debemos apuntar una segunda diferencia entre ambas
regiones. En Silesia predominaba el Kaufsystem, un sistema de
producción domiciliario en el que el comerciante compraba productos
terminados al campesino. En Renania, en cambio, era dominante el
Verlagssystem, un esquema de producción domiciliario en el que el
comerciante no solo retiraba el producto terminado, sino que también
entregaba al campesino la materia prima a utilizar. Este predominio del
capital en la esfera de la producción facilitó la introducción de
innovaciones y la posibilidad de realizar cambios que permitieran
ajustar la oferta disponible a las transformaciones que exhibía la
demanda.
Algunas transformaciones que sucedieron en las primeras
décadas del siglo XIX no hicieron más que reforzar los primeros focos
industriales del Primer Reich. Con el avance de las tropas napoleónicas
desaparecieron obstáculos, como la servidumbre y los gremios
artesanales, que impedían el avance del capitalismo. En la posguerra
también visualizamos un sostenido aumento de la población por vía del
incremento de la nupcialidad y de la fecundidad que va a cimentar las
bases de un mercado interno de creciente dimensión, en un proceso que
63
revirtió la sangría demográfica que había acompañado los esfuerzos
bélicos. Estos factores afectaron positivamente a la industria textil que
fue la primera en modernizarse. El corolario de esta etapa fue la
creación en 1834 de una unión aduanera, la Zollverein, que eliminó las
aduanas internas para buena parte del territorio germánico y dispuso una
tibia política de protección (imagen 21).
64
simultánea, la modernización del sistema de transportes estimuló la
actividad metalúrgica, siderúrgica y, por supuesto, la industria mecánica.
Este proceso, donde es posible detectar un despegue de la economía
alemana, fue facilitado por la amplia dotación de recursos naturales,
especialmente hierro y carbón, que dieron forma a centros industriales
de enorme dinamismo en las regiones de Alta Silesia, Sarre y Renania.
Este proceso, tal como había sucedido en Bélgica, fue
acompañado de una acendrada concentración económica. Los
requerimientos de capital necesarios para explotar las riquezas minerales
que albergaba el territorio alemán, y la creciente escala del mercado
germánico, se conjugaron en la aparición de empresas integradas
verticalmente. Un caso paradigmático de ello es la trayectoria de la
compañía Krupp. Nacida a comienzos del siglo XIX como una pequeña
empresa metalúrgica, esta compañía cobró notoriedad en los tiempos de
Napoleón, cuando su propietario, Friedrich Krupp, se interesó por el
premio que el emperador ofrecía a quien pudiera replicar los métodos
británicos de producción de acero. En ese contexto, fundó en la cuenca
del río Ruhr una empresa dedicada específicamente a la siderurgia, que
constaba de una mina y una fragua (imagen 22).
66
Pese a la celeridad de estas transformaciones, Alemania nunca
pudo construir un mercado interno lo suficientemente fuerte para
sostener un crecimiento económico sostenido solo a expensas del
mismo; aspecto que, como veremos más adelante, diferencia la
trayectoria germana de lo sucedido en Estados Unidos. Para comprender
esta divergencia debemos posar nuestra mirada en el funcionamiento de
la economía rural alemana. La modernización del agro fue, en el caso
alemán, un proceso comandado “desde arriba”. No vemos en esta
experiencia nada que se parezca a un estrato de medianos y pequeños
productores con mentalidad innovadora y capacidad de consumo. Por el
contrario, no podemos dejar de notar cómo los Junkers, grandes
terratenientes de origen feudal, sacaron provecho de la abolición de la
servidumbre, introduciendo en sus antiguos dominios nuevas especies
comerciales e incorporando tierras que hasta allí no habían sido más que
pantanos o bosques. Los antiguos siervos, carentes de todo capital y
dueños de propiedades de muy escaso tamaño, no pudieron resistir el
avance de la gran propiedad, lo cual los puso en una muy difícil
situación: abandonaban sus tierras en búsqueda de mejor suerte en otras
latitudes, sobre todo en territorios de reciente colonización, o bien se
convertían trabajadores sometidos a pésimas condiciones salariales en
las explotaciones de los terratenientes. En función de esta realidad, que
contrajo la demanda interna de bienes de consumo, el crecimiento
industrial alemán se recostó mayormente en el sector externo, donde
Alemania se convirtió en líder en la producción y comercialización de
bienes de capital.
67
Dicho esto, podemos lanzar dos nuevos interrogantes cuya
respuesta nos permitiría rescatar la singularidad del caso alemán:
¿Cuáles fueron las claves que permitieron a Alemania ganar mercado
internacional? ¿Cómo explicar el hecho que, en menos de treinta años,
había logrado desbancar a Gran Bretaña del liderazgo económico y
militar europeo?
Para aproximarnos a una respuesta para ambas preguntas
debemos prestar atención a diferentes factores. Una de las causas de este
extraordinario desempeño económico, como anticipamos, se encuentra
en el sistema educativo alemán que fue, a lo largo del siglo XIX, uno de
los más avanzados de Europa. La tradición protestante había contribuido
en el siglo XVIII al desarrollo de un amplio programa de alfabetización
(imagen 23).
68
Pero es en su sistema universitario donde advertimos la más eficaz
palanca de crecimiento económico: su orientación investigativa, legado
de Humboldt, permitió una óptima transferencia de conocimientos desde
la esfera académica al mundo de la industria, especialmente a aquellos
sectores, como el eléctrico o el químico, en los que el binomio
innovación y desarrollo (I+D) otorgó a las empresas alemanas una
ventaja decisiva de cara a la economía mundial.
El papel del Estado en la economía constituye un segundo
factor a tener en cuenta. Esa participación asumió muy diversas
modalidades. Comenzó, hacia comienzos del siglo XIX, con las
reformas institucionales que dieron vía libre para la difusión de
relaciones económicas capitalistas, barriendo en ese proceso buena parte
de la herencia feudal que conservaba el antiguo Imperio Romano
Germánico. Siguió, en las décadas centrales del siglo XIX, con el papel
protagónico que el Estado cumplió en la modernización del sistema de
transporte, asumiendo la responsabilidad de construir y gestionar buena
parte de las líneas férreas que integraban el marcado germano, en un
proceso que se agudizaría conforme se aproximaba la Gran Guerra,
cuando el grueso de la red ferroviaria había sido nacionalizada.
Finalmente, luego de la crisis económica de 1873 y la fase depresiva que
la misma inauguró, el radio de operaciones del Estado no hizo más que
incrementarse. En pos de asegurar una tasa de beneficio razonable para
su burguesía industrial, el Segundo Reich llevó adelante una fuerte
política proteccionista “hacia dentro” y una agresiva expansión colonial
“hacia fuera”, asegurando mercados y fuentes de provisión de materias
primas en la periferia. Junto a ello, para que las mercancías alemanas
69
ganaran terreno en la economía mundial, el gobierno no dudó en
implementar una decidida política de dumping, por medio de la cual los
elevados precios que los consumidores enfrentaban en el mercado
interno permitieron abaratar los costos de esos mismos bienes de cara al
comercio internacional, mejorando notablemente la competividad de la
producción industrial germana.
El caso alemán es para destacar particularmente dado su
carácter autoritario y alejado del perfil liberal británico. La
industrialización alemana resultó un ejemplo único de cruce entre una
política militarista agresiva y el crecimiento económico. La guerra
Franco-Prusiana de 1870 fue la que dio pie tanto al nacimiento del
Estado alemán como a la generalización de los aranceles en el marco de
políticas proteccionistas (imagen 24).
70
esta historia de industrialización y pólvora se escribiría con dolor en las
Guerras Mundiales del siglo XX.
Un tercer factor que desempeño un papel estelar en la
industrialización alemana fueron los bancos. Vemos en Alemania, como
quizás en ningún otro espacio del orbe, una alianza entre la actividad
crediticia y la industria, dando forma a lo que Hilferding (1877-1943) y
luego Lenin (1870-1924) denominaron “capital financiero”. Ya antes de
la unificación alemana habían aparecido una serie de grandes bancos
que asumieron la forma de sociedades anónimas, entre los cuales
podemos señalar el Darmstadt o Discontogesellschaft. Pero fue a partir
de 1870, con la fundación del Deutsche Bank, que comenzaron sus
operaciones los llamados bancos “universales”; es decir, instituciones
que no solo se dedicaban a la actividad comercial, sino también
suministraban fondos a grandes empresas industriales, llegando
inclusive a formar parte de sus directorios. Sin esta inyección de
recursos sería muy difícil imaginar aquellos emprendimientos
productivos con enormes requerimientos de capital que dieron forma a
la Segunda Revolución Industrial.
Asociado a esto último debemos señalar un cuarto factor
vinculado al rol que asumieron las grandes empresas. A partir de 1870,
notamos, en los sectores punta de la economía alemana, la irrupción de
nuevas formas de gestión empresarial que se ajustan a la perfección a la
definición de corporación elaborada por Chandler. Para el caso alemán,
el modelo de funcionamiento de las grandes empresas tomó como
modelo la organización burocrática del Estado, sobre todo en materia de
organigramas, normas contables y estándar de calidad. Además, por
71
concentrarse mayormente en áreas más sofisticadas de la economía,
tuvieron un perfil innovador que fue asegurado con la creación de
laboratorios propios de investigación científica y desarrollo tecnológico.
Luego de la crisis de 1873, cuando la ganancia se convirtió en una
especie en extinción, proliferaron los carteles o, lo que es igual,
acuerdos entre diferentes corporaciones con el propósito de controlar el
mercado, elevar artificialmente los precios y evitar los riesgos de una
sobreproducción. Lejos de combatirlos, el Segundo Reich, inmerso en
una fiebre nacionalista, los convirtió en los buques insignia de la
industrialización alemana. Para dimensionar su peso en la economía,
basta con mencionar una cifra: en 1907, un cuarto de los bienes
producidos en Alemania correspondía a carteles.
72
alemán. Pero, a diferencia de Francia, la experiencia norteamericana nos
pone frente a un crecimiento a muy elevadas tasas que atraviesa el siglo
XIX y que cobró un impulso aún mayor después de la Guerra Civil
estadounidense (1861-1865).
Para examinar la industrialización estadounidense resulta
necesario retroceder en el tiempo hasta llegar al periodo colonial.
Durante esta larga etapa, que se extiende desde el siglo XVII hasta la
declaración de la independencia, las colonias británicas en Norteamérica
contaron con una estructura política estable y una agresiva burguesía
comercial, que había crecido al amparo del mercantilismo aplicado por
la Corona. El sector primario mostraba una fisonomía dual: en el norte
eran predominantes las explotaciones familiares; mientras que en el sur
hallamos un sistema de grandes plantaciones que utilizaban mano de
obra esclava (imagen 25).
73
noroccidental del actual territorio estadounidense. En esta última área se
desarrolló también una activa industria naviera cuyo éxito se debió a dos
ventajas decisivas: tuvo el epicentro en una región que era la última
escala antes del cruce del océano Atlántico y resultó competitiva por la
abundancia de madera que albergaba el mencionado territorio.
Los dominios británicos en Norteamérica sufrieron un
cimbronazo hacia mediados del siglo XVII con la guerra de los Siete
Años (1756-1763). Este conflicto, que supuso una disputa por la
hegemonía económica mundial entre Inglaterra y Francia, tuvo a las
colonias como uno de sus cuadriláteros más disputados. En relación a la
gobernabilidad de sus territorios en el “nuevo mundo”, la victoria
inglesa tuvo mucho de pírrica. Los esfuerzos bélicos aumentaron la
presión fiscal sobre las colonias en un proceso que no se revirtió en la
posguerra y fue generando la estructura de oportunidad para la
independencia de los Estados Unidos. De todos modos, y pese a la
emancipación política de las antiguas colonias, sucedida en 1776, la
economía norteamericana no dejaba de ser un apéndice de la
industrialización británica: la tecnología y los técnicos más calificados
provenían de la antigua “madre patria”.
La guerra anglo-norteamericana de 1812, que no fue más que
una ramificación de las guerras Napoleónicas, va a funcionar como
catalizador de un desarrollo relativamente autónomo. Un ambiente
bélico, que hizo las veces de revival de la guerra de Independencia,
generó una protección natural que dio paso a un proceso de sustitución
de importaciones, que fue reforzado por una serie de medidas
arancelarias que fueron mantenidas luego de concluida la confrontación
74
con Gran Bretaña. No menos importante fue, en estas primeras
tentativas industriales, la producción algodonera, que se hizo fuerte en el
sur de los Estados Unidos luego de 1780. Aunque parezca
contradictorio, este sector de perfil agroexportador, basado en la gran
propiedad y en la mano de obra esclava, fue una pieza clave en el
despliegue del sector secundario. Después de todo, sin su concurso no
hubieran ingresado las divisas que capitalizaron al conjunto de la
economía norteamericana y que, por intermedio de los bancos, se puso a
disposición de quien estuviera dispuesto a invertir.
Sobre la base de esta decidida política proteccionista y de un
próspero comercio internacional, se produjo, entre 1820 y 1860, una
sostenida expansión de la industria textil que funcionó como sector de
punta de un primer jalón de la industrialización estadounidense. Las
empresas de este rubro fueron las primeras en modernizarse: adquirieron
una mayor dimensión, incorporaron tecnología a sus procesos
productivos y emplearon a un mayor número de obreros. Apoyada en
estos cambios, la industria textil norteamericana mostró un
impresionante desempeño: entre 1834 y 1852, Estados Unidos duplicó
con creces su cantidad de husos mecánicos (de 1,5 a 18 millones) y su
consumo de algodón en bruto (2,2 a 4,7 kg/habitantes). Pese a estos
progresos, a lo largo de este periodo no advertimos cambios
organizativos de peso: las compañías más dinámicas del sector
conservaron una apariencia familiar y, por general, solo tuvieron una
unidad productiva. La pervivencia de una estructura tradicional no fue
un obstáculo para que, alrededor de la producción textil, se produjeran
efectos de eslabonamiento: “hacia atrás”, impulsando la producción de
75
herramientas, máquinas y metales, y “hacia delante”, dando forma a una
muy pujante industria del vestido.
En esta fase comenzamos a notar la relevancia que asumió la
expansión hacia el oeste norteamericano, un área de frontera que
comenzó a ser ocupada sistemáticamente en la primera mitad del siglo
XIX (imagen 26).
76
mismo tiempo de funcionar como una fuente de alimentos para la
creciente población urbana. Por otro lado, el atractivo que entrañaba la
posibilidad de acceder a la propiedad agraria sentó las bases de un
movimiento humano de enorme relevancia. En esas circunstancias, la
mano de obra industrial en las ciudades se hizo escasa, empujando hacia
arriba los salarios y prestando las bases para el desembarco de
tecnología. No es casual que, durante el periodo analizado, Estados
Unidos haya exhibido una tasa de inversión sensiblemente superior a la
que mostraban los países europeos.
Todo este movimiento económico fue extendiendo las redes de
comunicación, delineando el contorno de un mercado interno de
creciente dimensión. En esta primera fase, el territorio estaba conectado
a través de dos grandes ejes fluviales (las cuencas de los ríos San
Lorenzo y Missisipi) y de un conjunto de carreteras de muy dudosa
calidad. El ferrocarril, que hizo su aparición en los Estados Unidos en
1830, solo cinco años después que en Inglaterra, no fue la causa del
creciente tráfico, sino su principal resultado. En otras palabras, la
creciente demanda fue el factor que impulsó las transformaciones en los
sistemas de transporte y no al revés. Solo en las zonas montañosas, en el
centro del actual territorio estadounidense, los ferrocarriles fueron por
delante de la demanda.
Aunque consecuencia del primer jalón de la industrialización
norteamericana, la expansión del ferrocarril promovió una expansión
aún mayor del mercado y potenció el crecimiento económico, dando
forma a un segundo nudo de eslabonamientos. Como vimos en otros
escenarios, la modernización del sistema de transportes generó una onda
77
expansiva que terminó afectando a otras áreas de la economía. Para el
caso estadounidense, no podemos dejar de mencionar a la minería y a la
metalurgia, que fueron trasladando el eje industrial del país desde Nueva
Inglaterra hacia la región de los Grandes Lagos, dueña de vastísimas
reservas de hierro y carbón. El efecto de arrastre de la actividad
ferroviaria también resulta observable en el caso del comercio, donde
apreciamos una caída vertical de los costos de flete y una mayor
integración del mercado interno. Por último, la edificación de una red
que contaba, hacia mediados del siglo XIX, con cincuenta mil
kilómetros, era una fuente de trabajo para millares de habitantes,
produciendo un incremento adicional de la demanda de bienes de
consumo.
La expansión de los ferrocarriles a escala continental marcaría
el inicio de una tercera etapa en la industrialización estadounidense; una
que se extendió desde 1860 hasta el comienzo de la Gran Guerra. Con la
construcción de ramales secundarios y terciarios, así como con la
inauguración de la primera línea transcontinental, la red ferroviaria
alcanzó, en 1910, una extensión de cerca de cuatrocientos mil
kilómetros; cifra que era superior a la longitud total del sistema de
transporte europeo. Así pues, de la mano de un mercado interno
completamente integrado, Estados Unidos alcanzó el estatus de potencia
industrial, superando en este periodo a la que otrora fuera su metrópolis.
Si, en 1873, Gran Bretaña, con un tercio de la producción mundial, aún
mantenía la delantera en lo que a desarrollo industrial se refiere, antes
del comienzo de la Primera Guerra Mundial Estados Unidos ocupaba
78
ese sitial de privilegio, duplicando la producción manufacturera
británica.
Con una sociedad de masas en proceso de formación, los
Estados Unidos ingresaron en la dinámica de la Segunda Revolución
Industrial, haciendo de la industria pesada, especialmente la siderurgia,
el sector más dinámico de la economía norteamericana, y volviendo
definitivo el traslado del epicentro económico del país al eje conformado
por Nueva York, Chicago y Pittsburg. No menos importantes fueron, en
este periodo, las trasformaciones en materia organizativa. En estos años
asistimos a la difusión de la empresa moderna desde el ferrocarril hacia
otras áreas de la economía: la gestión comienza a separarse de la
propiedad y las sociedades anónimas permiten la llegada de capitales
desde otras latitudes, sobre todo de la city londinense, que comenzaba a
ver en los Estados Unidos una colocación ideal para los ahorros
británicos. Simultáneamente, como advertimos en otros casos de
industrialización derivada, la creciente escala de producción, sumada al
aumento de los requerimientos de capital, va a ser la causa de un
acelerado proceso de concentración económica que conduciría a la
conformación de los primeros trusts o, lo que es igual, conglomerados
de empresas bajo una misma dirección. La Standard Oil, empresa
petrolera fundada en 1882, quizás sea el ejemplo más claro de la
creación de posiciones dominantes. Por medio de acciones
intimidatorias en contra de la competencia y de acuerdos con los
ferrocarriles que le permitieron alcanzar una dimensión nacional, dicha
compañía logró manejar el 90% del negocio de la refinación y de la
comercialización de combustibles, convirtiendo a John Rockefeller, su
79
fundador y principal accionista, en el hombre más rico de la historia
(imagen 27).
80
Un segundo aspecto que colaboró en la industrialización
norteamericana fue la amplia dotación de recursos naturales que tuvo a
su disposición. En una etapa inicial, que se extiende desde el fin de la
colonia hasta comienzos del siglo XIX, los recursos hídricos y la
abundancia de madera estuvieron en la base de las primeras tentativas
industriales. Como vimos, los primeros habían facilitado la integración
del mercado interno y sirvieron de fuerza impulsora de los dispositivos
mecánicos de aquel entonces; mientras que los segundos permitieron
el desarrollo de una próspera industria naviera. Luego, cuando el
paradigma tecnológico de la Segunda Revolución Industrial comenzó a
difundirse, las reservas carboníferas y de hierro que contenía su
territorio permitieron a los Estados Unidos acelerar su velocidad de
crecimiento. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la tasa de
crecimiento de la explotación del carbón fue superior al 6% anual,
alcanzando su pico en 1900, cuando se advierte una estabilización en los
niveles de producción. La producción de acero, por su parte, se
multiplicó veinte veces en el periodo comprendido entre 1880 y 1910
(pasó de un millón trescientos mil a más de veintiocho millones de
toneladas).
Un tercer aspecto de relevancia a la hora de analizar la
experiencia estadounidense es su tendencia hacia la innovación
tecnológica. Como ya dijimos, durante todo el siglo XIX, la población
norteamericana tuvo a disposición enormes territorios virtualmente
“vacíos”, eufemismo para referirse al desalojo de los pueblos
originarios. Esto implicaba que, con un capital relativamente modesto,
cualquier individuo o familia podía convertirse en agricultor o ganadero,
81
lo cual se reflejaba en altos salarios en las ciudades debido a que para
los trabajadores urbanos, siempre existía la oportunidad de migrar al
oeste. En este contexto, no resulta extraño que los empresarios hayan
aplicado técnicas que pudieran suplir la escasez de mano de obra,
ahorrando trabajo y multiplicando la productividad. En algunos casos,
estas innovaciones no dejaban de ser adaptaciones locales de tecnología
británica, pero en otros tomaron la forma de aportes originales que
fueron delineando el american system. Sin ánimo de ser exhaustivos,
podríamos definir a este último como un sistema productivo que utiliza
piezas intercambiables en la producción de bienes industriales; método
que tuvo su génesis en la industria armamentista y luego irradió su
influencia a la producción de relojes, cerraduras, locomotoras, bicicletas
y, a comienzos del siglo XX, de automóviles. Todo esto hizo que la
oferta de capital creciera, a lo largo del siglo XIX, a una velocidad
sustancialmente mayor a la de la oferta laboral: si esta última creció
cuarenta y ocho veces entre 1780 y 1905, la primera se multiplicó por
trescientos en el mismo lapso.
El cuarto elemento a destacar se refiere a la división regional
del trabajo que caracterizó a la economía estadounidense durante buena
parte del siglo XIX. Lejos de ser competitivas, cada una de las regiones
que dieron forma a la economía estadounidense funcionó de forma
complementaria (imagen 28).
82
Imagen 28. Regiones norteamericanas.
it.wikipedia.org/wiki/File:Map_of_USA_showing_regions.pn
g.
El noreste funcionó como centro industrial y financiero; mientras que el
sur, con su sistema de plantaciones, hizo las veces de puerta de entrada
de las divisas que capitalizaron al conjunto de la economía. El oeste y el
medio oeste, en esta organización del espacio, se ocuparon del
aprovisionamiento de alimentos y materias primas, al mismo tiempo
de constituir un mercado de consumo de bienes manufacturados. Este
circuito funcionó de forma relativamente armónica hasta la Guerra Civil,
cuando estallaron las tensiones entre el norte industrial y el sur agrícola,
dos regiones con intereses contradictorios: no solo alrededor de la
esclavitud, sino también en relación a la política económica.
Después de todo, la economía agroexportadora de los estados
sureños no dejaba de ser un apéndice del desarrollo industrial británico
y, por esa razón, su política era claramente librecambista; mientras que
los estados norteños apostaban por un crecimiento endógeno con un
mercado protegido. El fin de la guerra de Secesión, que fue el primer
conflicto en el sentido moderno del término, permitió al norte ganar un
mercado que le había resultado esquivo. De todas formas, y pese a su
relevancia, no fue el nacimiento de una nación industrial, como se ha
83
pensado por mucho tiempo, sino el triunfo de una burguesía industrial
que, hacia mediados del siglo XIX, mostraba una enorme robustez.
Por último, es preciso señalar el papel desempeñado por el
Estado; algo que, como dijimos, es uno de los rasgos distintivos de los
países “seguidores”. En este sentido, podríamos pensar para el caso
norteamericano en el establecimiento de un sistema mixto en el que se
combinaron en dosis equilibradas liberalismo e intervencionismo. Se
trató de un gobierno liberal porque no impuso regulaciones al mercado
interno y otorgó plenas libertades al empresariado, solo recortadas con
las primeras legislaciones anti-trust de principios del siglo XX. A
diferencia de lo que vimos en el caso de Alemania, solo colaboró con la
industrialización de forma indirecta, otorgando subsidios, creando
infraestructura básica, brindando servicios educativos y financiando un
ejército expropiador. En ese marco de liberalidad, la principal
herramienta de intervención en manos del Estado fue la política de
elevados aranceles que terminó protegiendo a la industria local. Puede
que un dato nos ayude a entender esta política alejada de los preceptos
de Adam Smith y David Ricardo: Estados Unidos, a lo largo del siglo
XIX, estableció aranceles a las importaciones industriales que nunca
bajaron del 35% y que, en algunos periodos, alcanzaron el 50%.
85
Imagen 29. Pánico en la calle por la crisis de 1873, la que
cambiaría el ritmo de la economía y daría un perfil distinto a las
industrializaciones ultra tardías.
www.publico.es/culturas/331226/la-histeria-de-una-ilusion-
crisis-de-1873.
87
Revolución Francesa. Con ella, prendió en Suiza el espíritu de la
educación popular, ideada por un pedagogo de la talla de Pestalozzi, que
permitió que, en 1800, la mayoría de los suizos estuvieran escolarizados
(imagen 30). Este sistema de educación básica fue complejizado en el
tercer cuarto del siglo XIX con escuelas superiores de carácter técnico y
con organizaciones científicas que colaboraron con el proceso de
industrialización.
88
textiles. Cuando la mecanización del hilado británico, hacia fines del
siglo XVIII, abarató los costos de los hilos, los fabricantes suizos los
importaron en grandes cantidades y se especializaron en el tejido. Claro
que esa especialización, para lograr competir con los productos
británicos, debió encontrar un nicho sustentable: en lugar de apostar por
la producción de telas baratas, los empresarios suizos hicieron de los
tejidos de calidad su carta de presentación. Esta especialización se
profundizó con el protectorado que Francia ejerció sobre Suiza hasta
1815, cuando se abrió un mercado libre de competencia, sentando las
bases del proceso de mecanización del sector.
Esta tendencia a la especialización también la observamos en la
segunda mitad del siglo XIX, cuando Suiza comenzó a albergar una
próspera industria química. En este rubro, como señalamos con
anterioridad, se destacaba Alemania y, por esta razón, no era fácil
encontrar una posición ventajosa en el mercado mundial. Este es el caso,
por ejemplo, de la producción de aquellas tinturas artificiales que
reemplazaron a los tintes naturales como el índigo o la cochinilla. En
lugar de concentrar su atención en los tintes artificiales más comunes, en
que la industria alemana era virtualmente invencible, el empresariado
suizo, asistido por un sistema científico avanzado para la época, se
especializó en la producción de tintes exóticos de muy elevado valor
agregado. Los frutos de esta estrategia no tardaron en llegar: hacia fines
del siglo XIX Suiza controlaba la oferta mundial de estos bienes y
exportaba el 90% de lo producido.
Algo no muy diferente ocurrió en las industrias alimentaria y
farmacéutica. En cuanto a la primera de ellas, puede parecer complicado
89
edificar un sector productor de alimentos en un espacio que, como
vimos, no destacaba por sus aptitudes agropecuarias. Sin embargo, sobre
la base de una larga tradición en producción de quesos, producto
durable y fácilmente transportable, Suiza se abrió terreno en el mercado
internacional de la mano de productos altamente elaborados y de muy
elevada calidad. La empresa Nestlé, con productos como las “harinas
lacteadas”, los chocolates o la leche condensada, podría ser ubicada en
esas coordenadas (imagen 31).
90
que, con la creación de jarabes para la tos, logró posicionarse como una
empresa líder a nivel internacional.
Con la especialización debemos señalar lo conveniente que era,
a los ojos del empresariado, la mano de obra suiza: era instruida,
altamente productiva y relativamente barata. Esto último era así porque
muchos de los trabajadores alternaban las labores rurales con una
industria doméstica. Por tratarse de una ocupación que se llevaba a cabo
en los baches del calendario agrícola, el costo de oportunidad era muy
bajo: para los productores rurales, la alternativa al trabajo rural era
mantenerse inactivos, perdiendo la posibilidad de obtener un ingreso
extraordinario. Gracias a este esquema se desarrolló alrededor de
Ginebra, la capital suiza, una pujante industria relojera: los productores
creaban distintas piezas en sus domicilios que luego eran ensambladas
en talleres centralizados. Gracias a este sistema, los relojes, cada vez
más necesarios en una sociedad en la que el tiempo se había convertido
en un valor, dejaron de ser artefactos costosos y se volvieron populares.
Esta convivencia, bastante particular por cierto, entre alta
tecnología e industrias intensivas en trabajo, permitió a Suiza insertarse
en una economía que, hacia el último cuarto del siglo XIX, había
alcanzado una dimensión global. De la mano de productos de muy
elevada calidad, este pequeño país alpino alcanzó el liderazgo europeo
en lo que a producto bruto per cápita se refiere, dejando atrás economías
que la superaban en población, superficie y dotación de recursos
naturales. En ese listado, Suiza solo era vencida por países de reciente
colonización, como Canadá o Australia, que combinaban una escasa
población y la producción de productos primarios altamente
91
demandados. Al mismo tiempo, Suiza ocupaba en 1870 un respetable
cuarto lugar en materia de desarrollo humano, presentando indicadores
muy elevados en materia de esperanza de vida, alfabetización y
escolarización.
92
la famosa gimnasia sueca (imagen 32), por el otro, Suecia era dueña de
una larga tradición bancaria cuyos orígenes se remontan al siglo XVII.
93
de imaginar, fue la agricultura. Su vecindad con Inglaterra proporcionó a
Suecia un amplio mercado para sus cereales, especialmente a partir de la
abolición de las leyes de granos en 1846. Los estímulos de mercado
provocaron una revolución en el agro que hizo de la agricultura una
actividad especializada y con tendencia a producir especies comerciales.
Los resultados de estos cambios no tardaron en llegar: la agricultura,
además de ser el principal generador de empleo, aportaba un quinto del
comercio exterior sueco y generó una masa de capitales que luego se
volcó a la industria.
Un segundo sector que motorizó el comercio externo fue la
exportación de hierro, recurso cuyas excepcionales reservas eran
explotadas desde la Edad Media. Nuevamente, la complementariedad
con la economía británica jugó un rol clave para Suecia: la creciente
producción de acero de la primera, resultado del abaratamiento de los
costos de producción, convirtió a la segunda en uno de los principales
exportadores mundiales de hierro. Hacia finales del siglo XIX, vemos el
pasaje exitoso desde una producción de material bruto hacia el montaje
de una industria siderúrgica de relevancia. En ese rubro, el método
Bessemer, que requería enormes desembolsos de capital, perjudicó la
producción artesanal de acero, pero dio pie a una muy interesante
respuesta adaptativa: por un lado, la economía sueca se especializó en la
producción de acero de alta calidad para la exportación; mientras que,
por el otro, volcó parte de su producción a un mercado interno que había
comenzado a estructurarse gracias a la expansión del sector externo.
Esto se ve con claridad en el caso de la extensión del sistema ferroviario
que, a diferencia de otros descolgados, generó eslabonamientos al
94
interior de la economía sueca: no solo alimentó el desarrollo de la
siderurgia, sino también brindó estímulos al sector dedicado a la
elaboración de durmientes y a la industria mecánica.
Un tercer rubro de importancia fue la exportación de madera,
recurso sumamente abundante en Escandinavia y cuya exportación se
multiplicó con la caída vertical del costo de los fletes en la segunda
mitad del siglo XIX. En este sector, al igual que en la siderurgia,
observamos una rápida transición desde la producción de bienes
primarios a la exportación de mercancías de mayor valor agregado,
proceso en el que el rol del estado fue fundamental: creó la
infraestructura necesaria para el desarrollo de este tipo de actividades
transformadoras, pero también prestó servicios sociales que colaboraron
en el despliegue del sector secundario, entre los cuales no podemos dejar
de mencionar un sistema educativo. La primera actividad derivada de la
madera que tomó un rumbo industrial fue el sector productor de pasta de
papel. Las primeras plantas datan de 1866 y, para una fecha tan
temprana como 1872, ya se utilizaban procesos químicos que estaban en
la frontera del conocimiento de la época. Procesos de transformación
similares apreciamos en el caso de la industria de los aserraderos, que
con sus tablas prestó las bases del desarrollo urbano europeo, y la
producción de fósforos, un sector que combinaba la actividad maderera
y la industria química.
En resumidas cuentas, el caso sueco nos muestra claramente
cómo desde el sector primario puede iniciarse un camino de
industrialización a partir de la especialización en productos de alto valor
agregado, alentando al mismo tiempo procesos sustitutivos de
95
importaciones al interior de un mercado interno de creciente dimensión.
Gracias a estos fenómenos, la economía sueca aceleró su tasa de
crecimiento en el último cuarto del siglo XIX, justo en el momento en la
mayoría de los países centrales experimentaba una fase depresiva: entre
1870 y 1914, el producto per cápita sueco prácticamente se duplicó y, en
el mismo periodo, sus salarios reales se triplicaron (imagen 33).
96
institucional que poseía un enorme parecido con el feudalismo europeo
y que albergaba en su cúspide a dos figuras de relieve: un emperador sin
poder (mikado) y un rey gobernante (shogun, en manos de la familia
Tokugawa), que controlaba el Estado. El poder local estaba en manos de
grandes señores (daimyo) cuya fidelidad se lograba por medio del
mantenimiento de cortesanos al servicio del shogun. La baja nobleza,
por su parte, estaba conformada por guerreros llamados samurais, que
hacían las veces de oficiales en los ejércitos del daimyo. En la base de la
pirámide social se encontraba el campesinado, inmensa mayoría de la
población nipona, que tenía un estatus no muy distinto al que
presentaban los siervos de la gleba europeos: su movilidad social y
espacial se encontraba restringida.
En términos económicos, Japón no era una sociedad estática,
pero sí una que crecía a tasas más bien bajas y que dependía -directa o
indirectamente- de la productividad de la tierra. De ahí que no resulte
extraño que la aceleración de su crecimiento económico haya dependido
más de un estímulo externo que de un proceso puramente endógeno. En
1853, en el marco de una economía que comenzaba a ser mundial, un
comodoro de la armada norteamericana, Mathew Perry, desembarcó en
Kioto a negociar un tratado que permitiera a Estados Unidos establecer
relaciones con Japón. El éxito de Perry, traducido en el establecimiento
de consulados y la asistencia de los náufragos, animó a otras potencias
europeas a reclamar un trato de las mismas características, rompiendo
con tres siglos de celoso aislamiento en relación al exterior. La escasa
capacidad del shogunato para detener esta avanzada occidental generó
todo tipo de reacciones xenófobas y un movimiento tendiente a devolver
97
el poder a un emperador que, por largo tiempo, solo había desempeñado
funciones ceremoniales. Ese movimiento alcanzó su auge en 1863,
cuando accedió al trono Mutsuhito y se produjo la renuncia del shogun,
marcando el fin de la era Tokugawa.
El nuevo emperador puso en marcha una serie de reformas
económicas que se conocieron con el nombre de Restauración Meiji. En
términos generales, es posible afirmar que se trataba de un conjunto de
transformaciones que apuntaban a abrir a Japón al exterior, pero desde
una perspectiva que denotaba ciertos tintes nacionalistas (imagen 34).
98
servidumbre se convirtió en un lejano recuerdo del pasado. En su lugar,
se estableció una amplia libertad de movimiento, aspecto esencial para
conformar un mercado de trabajo, y se sancionó una legislación que
garantizaba la igualdad frente a la ley. Buena parte de estos cambios,
que trajeron consigo fuertes resistencias, fueron retratados de una
manera bastante fiel en un filme, El último samurai, dirigido por Edward
Zwick y protagonizado por Tom Cruise.
En materia económica, el nuevo gobierno asumió un papel
directivo en el sistema productivo, actuando como empresario en áreas
juzgadas como estratégicas para el desarrollo industrial. Entre los
sectores en los que el Estado tuvo una enorme ingerencia, debemos
señalar la construcción de ferrocarriles, el establecimiento de una flota
mercante, la producción de armamentos y el montaje de complejos
siderúrgicos. De forma simultánea, el nuevo emperador encaró una
reforma militar que permitió a Japón no perder terreno en la carrera
imperialista que había iniciado en 1873. En ese marco, el ejército fue
transformado a imagen y semejanza del prusiano; mientras que la
marina tomó como referencia el modelo británico. Otra reforma que
terminaría siendo clave en la industrialización japonesa tuvo a la
educación como epicentro. En esta asignatura, no solo se elevaron los
niveles de escolaridad y alfabetismo, como hicieron los restantes
latecomers, sino también se estableció un sistema científico que se
nutrió de la experiencia adquirida por estudiantes que habían sido
enviados a realizar sus estudios en el extranjero.
Claro que la mayor presencia del Estado en la economía,
aspecto clave en la trayectoria de los países de industrialización
99
ultratardía, debía financiarse de alguna forma. En el caso de Japón, el
grueso del esfuerzo económico corrió por cuenta del campesinado, sobre
cuyas espaldas se produjo la acumulación originaria de capital necesaria
para provocar el despegue de la economía nipona. El mecanismo que
permitió esta fenomenal transferencia de recursos al Estado fue una
reforma fiscal que entró en vigor en 1873. Ésta dispuso un impuesto a la
propiedad agraria cuyo monto se calculó en base al potencial productivo
de la parcela y no a partir de su producción real. Este viraje en materia
impositiva redundó en un doble beneficio para el Estado: por un lado,
este último se aseguró una fuente de ingresos fija con la que podía hacer
frente al esfuerzo industrializador; por el otro, obligó a los productores a
explotar al máximo sus tierras, pues una productividad por debajo de la
establecida suponía una enajenación de la propiedad y una sesión a
quien pudiera hacerlo de forma eficiente. Nuevamente advertimos cómo
un aumento de la productividad agraria constituye uno de los pilares
donde se sostendría el edificio industrial.
En todo este proceso, la presencia oficial fue intensa, pero no
deberíamos pensarla como contraria a la libre empresa. El rol que le
cupo al Estado fue, en todo caso, poner en marcha empresas que, una
vez demostrada su rentabilidad, fueron privatizadas a precios de saldo.
Los grandes beneficiarios de esta nueva transferencia de ingresos, esta
vez desde el Estado a particulares, fueron los zaibatsu, grandes
conglomerados familiares, sumamente jerarquizados, en cuyas manos
quedaron las áreas más dinámicas de la economía japonesa. Algunos de
ellos, como Mitsubishi, Sumitomo y Yasui, tuvieron una enorme
ingerencia política y económica hasta la Segunda Guerra Mundial,
100
cuando fueron formalmente disueltos y reemplazados por los keiretsu,
organizaciones en las que una empresa central, que no es una cúspide
jerárquica, crea un entorno económico adecuado para que diferentes
empresas aúnen esfuerzos y posteriormente realicen un reparto
equitativo de los resultados.
Como resultado de esta combinación entre una fuerte
intervención del Estado, una importante concentración económica y
severas trasformaciones en el campo, Japón había acortado distancia con
Occidente, trasformándose en las vísperas de la Gran Guerra en la gran
potencia industrial de Asia. Algunas cifras parecieron confirmar esta
presunción: en los primeros cuarenta años de la Restauración Meiji,
Japón había triplicado el tamaño de su economía y duplicado su
producto bruto per cápita. Este poderío económico no tardó en reflejarse
en la arena militar: ese país sometido de 1853 se había convertido
algunos años después en uno sumamente agresivo, infringiendo
humillantes derrotas a China en 1895 y a Rusia en 1905.
101
Imagen 35. Evolución del territorio ruso hasta el siglo XX,
la historia de un avance tras otro.
http://secundaria.edumexico.net/.
102
comunidades aldeanas, algo que no facilitaba la conformación de un
mercado nacional, elemento de suma importancia para llevar adelante
un proceso industrial. Además, geográficamente, Rusia presentaba
desventajas por no poseer salida al mar, y eso también colaboraba para
su aislamiento en relación al resto del mundo.
En cuanto a su estructura social, era básicamente feudal,
habiendo de un lado una clase dominante de nobles terratenientes, y de
otros campesinos sometidos a la servidumbre. La mayoría de los siervos
no tenía acceso a la propiedad de tierras, eran campesinos que vivían en
comunidades aldeanas llamadas mir u obshchina que estaban bajo la
jurisdicción del Estado o del señor feudal. Es importante resaltar que
entre esos dos estratos no se encontraba una clase media propiamente
constituida. En ese sentido, Eric Hobsbawm argumenta que la crisis del
siglo XVII, esa larga depresión que sacudió la economía europea, fue el
catalizador de un proceso de concentración de la riqueza en manos de
los grandes magnates orientales, que llevó a la extinción de la pequeña y
medina nobleza; es decir, de un sector que bien podría haber funcionado
como mercado de una amplia gama de productos. Esas condiciones
conferían, por lo tanto, pocas oportunidades para el desarrollo de un
capitalismo comercial o de un proceso de industrialización.
En lo que se refiere a la industria, Rusia ya contaba con algunas
fábricas de larga escala desde la época de Pedro el Grande (1682-1725),
pero fundamentalmente para atender a las necesidades militares de aquel
gobierno. Esas fábricas, llamadas “estatales”, eran más parecidas a
grandes talleres, y eran supervisadas por funcionarios del gobierno. Los
trabajadores eran principalmente siervos, así como los de las “fábricas
103
señoriales”, presentes en algunas propiedades para atender a las
necesidades de la casa señorial o producir productos agrícolas para la
venta en el mercado. Así como en otras regiones europeas, Rusia
contaba también con artesanos y artífices en las ciudades, que producían
para las clases más acomodadas. El panorama industrial se completaba
con industrias organizadas bajo un sistema de trabajo domiciliario
(industrias kustar), que producían esencialmente telas para velas y otros
textiles. Esta forma productiva, que se encajaría perfectamente en el
casillero de la protoindustria, no fue suficiente para cambiar la
fisionomía de un sector que no dejaba de ser un apéndice de una
economía señorial y servil.
La divergencia entre la trayectoria económica rusa y la del
occidente europeo no hace más que incrementarse durante la primera
mitad del siglo XIX. La persistencia de formas económicas feudales,
que era la nota distintiva del oriente europeo, contrastaba con el proceso
de cambio industrial que ya estaba ocurriendo en Europa Occidental,
especialmente en lo que se refiere a las innovaciones en maquinaria y
metalurgia. Esos países, sobre todo aquellos ubicados en el cuadrante
noroccidental del continente, pudieron aumentar su riqueza y equiparse
con armas más poderosas. Las asimetrías económicas y militares de
ambas regiones del viejo continente quedaron en evidencia en la guerra
de Crimea (1854-56). Ese conflicto bélico enfrentó al paquidérmico
ejército feudal comandado por el zar con un conjunto de fuerzas, más
modestas en número, pero con un equipo de última generación. Los
miles de reclutas rusos, campesinos en su inmensa mayoría, poco
104
pudieron hacer delante de los buques de guerra y de los cañones anglo-
franceses.
La derrota propinada por las potencias occidentales fue el
catalizador de una serie de reformas que tuvieron como objetivo poner a
Rusia a la altura de los desafíos del XIX. De la batería de medidas
adoptadas por la corona, hubo una que sobresalió por su importancia: la
abolición de la servidumbre, sancionada en 1861 (imagen 36).
105
en Rusia se produjera lo que Marx denominó como “acumulación
primitiva de capital”: la atadura a la tierra coartaba la movilidad
geográfica de la mano de obra, impidiendo a los campesinos vender su
fuerza de trabajo en un mercado de trabajo de alcance nacional.
Pese a ser una condición indispensable para el despegue
industrial, la abolición de la servidumbre tuvo en Rusia un carácter
limitado que, a mediano plazo, impuso severos obstáculos al desarrollo
económico. En función del peso que la aristocracia terrateniente tenía en
la sociedad rusa, las reformas en el campo, lejos de ser un instrumento
de transformación, fueron imaginadas como una forma de garantizar el
status quo. El recuerdo de la Revolución Francesa aún estaba fresco y,
con él, el temor de una reforma comandada “desde abajo” que pusiera
en riesgo los privilegios de la aristocracia. En lugar de ello, la corona
recorrió un camino bastante más conservador que el seguido en otras
latitudes: el campesino ganaba libertad personal, pero tenía que pagar
por ella, y una de las formas de pago era la entrega de parte de sus
tierras. También continuaron ligados a la mir, en tanto era el órgano
administrativo responsable por recibir los pagos.
Los primeros pasos para la industrialización propiamente dicha
comenzaron a ser dados entonces a partir de una base agraria marcada
por la emancipación, con todos los obstáculos que la caracterizaban.
Entre los años 1860 y 1880 podemos observar el avance, aunque gradual
e irregular, de una industrialización que contó con un importante apoyo
del Estado, que en aquel momento era el único agente económico capaz
de proveer capital y de crear un mercado. En los años 60, fue el Estado
que abasteció la mayor parte del capital para la construcción del
106
ferrocarril, que conectó Moscú a otras ciudades de la provincia, y
también las líneas de Rusia occidental y de Ucrania. Para tal fin, fue
fundado un banco imperial en 1864, y se procedió a la importación del
material, ya que Rusia no contaba con industria de maquinaria o
ingeniería. Esas importaciones eran pagadas, en parte, por medio de
préstamos extranjeros, pero sobre todo por mayores exportaciones de
productos agrícolas, y la consecuente sobreexplotación de la mano de
obra, lo que generó una importante crisis en el agro.
La construcción del ferrocarril representó, para las diversas
industrias locales, un estímulo a la demanda de sus productos, pero
principalmente una posibilidad de ampliación del mercado. Sin
embargo, el atraso en el campo continuaba siendo una barrera para un
mayor desarrollo del sector al no disponer de una estructura adecuada
para sus necesidades. Al mismo tiempo, la elevada dependencia en
materia tecnológica hizo que la construcción de ferrocarriles no tuviera
los efectos de eslabonamientos que sí tuvo en otros países de
industrialización derivada, sobre todo en Alemania y en los Estados
Unidos. Por último, el esfuerzo industrializador de Rusia fue posible por
un flujo de recursos que, por vía de préstamos, financió los gastos del
Estado, lo cual volvió a la economía rusa muy vulnerable a los cambios
de humor de la economía internacional. Si, por algún motivo, se
interrumpía la llegada de préstamos, la industrialización rusa sufriría
graves consecuencias. Eso fue lo que efectivamente sucedió con la crisis
financiera de 1873, que dio inicio a una gran depresión, colaborando
para que el estímulo en relación al sector secundario se estancara.
107
El impulso industrial fue retomado en la década de 1890,
cuando floreció en Rusia un periodo de rápida industrialización, y
nuevamente la acción del Estado y la construcción del ferrocarril fueron
los resortes propulsores de ese desarrollo. A diferencia de la primera fase
de crecimiento, y más allá de su enorme dependencia en materia
financiera, especialmente en relación a Francia, el Estado todavía adoptó
una firme postura proteccionista, estableciendo aranceles elevados a la
importación de productos de hierro y acero, así como tiempo facilitando
la introducción de sofisticados equipamientos para el procesamiento de
estos metales. De esta manera, se creó un nuevo mercado para la
industria pesada y aumentó la demanda por fuerza de trabajo. Los
productores de la Silesia polaca, de San Petesburgo y del sudeste de
Ucrania fueron los principales beneficiarios de estas políticas; regiones
que recibieron un fuerte impulso, luego de 1891, con la construcción de
la que, hasta el día de hoy, es la más extensa línea férrea del planeta: el
Transiberiano.
No obstante, ese impulso llegó a su fin en el inicio del siglo
XX. El crecimiento experimentado, al encontrarse apoyado
fundamentalmente en el Estado, encontró su límite. Los elevados
impuestos aplicados a la población, para poder sostener la confianza de
los acreedores y equilibrar la balanza de pagos, llevaron a la reducción
del mercado interno. Es lo que Rondo Cameron, con una pizca de ironía,
denomina “exportación del hambre”: la economía rusa, lejos de
estimular la formación de capitales locales, se volvió dependiente del
comercio exterior y cargó sobre los hombros del campesinado el peso de
la industrialización. Pero el escaso desarrollo relativo de Rusia no solo
108
se explica por la insuficiencia del mercado interno. Junto a ello, la
distribución irregular y dispersa de los recursos naturales consistía otro
impedimento para un desarrollo industrial en larga escala, resuelto
apenas con la implantación de un moderno sistema de transportes, algo
que solo fue posible en el siglo XX. La muestra más cabal de esta
modernización a todas luces incompleta fue la derrota que Japón, otro de
los latecomers, infringió a Rusia, iniciando un periodo de convulsión
que tuvo un primer pico de tensión en 1905 y el siguiente (y definitivo)
con el inicio de la Primera Guerra Mundial (imagen 37).
109
de la expansión del sistema ferroviario, que duplicó su extensión entre
1890 y 1910, así como de una industria metalúrgica que multiplicó por
diez su producción en la segunda mitad del siglo XX. Gracias a este
desempeño, Rusia dejó de ser la séptima potencia industrial del planeta
para convertirse en la quinta. Estos indicadores convivían con otros que
mostraban a las claras un retraso en relación a otros países: el producto
bruto per cápita ruso era, en 1914, apenas un tercio del británico o del
norteamericano, equivalente al de Italia y solo superior a los niveles que
prevalecían en Asia y África. Esta situación intermedia, propia de una
economía dual y contradictoria como la rusa, no resulta argumento
suficiente para afirmar que se trataba de un país subdesarrollado. La
Rusia imperial fue, en todo caso, un gigante dormido, que se topó de
bruces con los países más avanzados, importó tecnologías extrañas e
inquietantes y se embriagó con sueños ajenos (Landes, 2000: 251-252).
6. A modo de cierre
110
importancia de la población, de los recursos naturales, de la innovación
tecnológica y de ciertas condiciones institucionales. También vimos
cómo estos elementos –no siempre fáciles de definir- estaban presentes
con mayor o menor énfasis en las distintas propuestas teóricas. Y, sobre
todo, observamos que no se presentaron de forma homogénea (ni
siquiera completa) en todos los casos estudiados.
Comenzamos nuestro recorrido con el caso del Reino Unido,
donde si bien existen los elementos mencionados, para explicar su
fenomenal crecimiento en el marco de la Revolución Industrial debimos
tomar nota también de la presencia de los mercados interno y externo.
Por otro lado, es relevante señalar que fue el carácter iniciático del caso
británico el que marcó el baremo para mirar a los otros. Constituyó una
suerte de tipología de pasos que debían seguirse, casi hasta imitarse. Un
poco de ello advertimos en la primera de las industrializaciones
derivadas, la belga, que resultó un caso muy similar al británico, el
mejor alumno dentro del continente. La presencia de un Estado
relativamente amigable a los negocios, y un sistema financiero y
bancario muy extendido para la época son elementos que debemos
señalar en ambos países. En cambio, el resto de las industrializaciones
derivadas tuvieron bastante más diferencias. El caso norteamericano con
su tremendo mercado interno y su especialización regional, el caso
francés con su dualismo industrial y la permanencia del trabajo
artesanal, y el caso alemán con una industrialización “desde arriba”
motorizada por un Estado y una clase empresarial casi inexistente,
fueron todos ejemplos de crecimiento industrial diferente al patrón
inglés. Sin ignorarlo, atención, sino más bien utilizando sus lecciones,
111
recibiendo sus inversiones, pero también adaptando a sus propias y
complejas realidades. Esta idea, por supuesto, se refuerza si tomamos
los países de industrialización ultra tardía o latecomers. Acá tenemos
una serie de países, Suiza, Suecia, Japón y Rusia, donde las lecciones
estaban consolidadas y que, de hecho, se montaron a la ola en el marco
de la Segunda Revolución Industrial. Allí destacamos la presencia de un
Estado muy activo, la capacidad tecnológica, y la escasa dotación de
recursos, y una búsqueda de oportunidades de crecimiento muy versátil.
Suiza con su capacidad de amoldarse a sus vecinos “ricos” y su
desarrollo humano; Suecia y su facultad de aprovechamiento de un
espacio más hostil; Japón y su capacidad de metabolizar un sistema
implantado de Occidente; y Rusia, tal vez el benjamín de esta primera
parte, aunque tendría en el siglo XX mucha tela para cortar en el marco
soviética.
112
Ensayo bibliográfico
114
Para el análisis de las industrializaciones derivadas, objeto de la
cuarta sección del libro, se sugiere la lectura de Los nuevos países
industriales: Europa Occidental y los Estados Unidos, cuarto capítulo
de la Historia económica mundial. Del Paleolítico a Internet (2007) de
María Inés Barbero y otros. Sobre la industrialización alemana en
particular es de destacar La fábula de la tortuga y el conejo. La
industrialización alemana (2008) de Fernando Casullo y ¿El plan
perfecto? La industrialización alemana en el siglo XIX (2008) de
Cecilia Incarnato y Mercedes López Cantera. Para profundizar el
análisis de la industrialización estadounidense recomendamos, además
del clásico Los Estados Unidos de América de Willi Adams, textos de
enorme contenido pedagógico como Entre el poder del acero y e ruido
del tren: la vía norteamericana (2008) de Glenda Miralles y Estados
Unidos y su recorrido histórico hacia la industrialización (2002) de Sol
Peláez. Este último texto forma parte de Estudios de historia económica
y social: de la Revolución Industrial a la globalización neoliberal,
compilado por Elena Marcaida. Finalmente, para completar el panorama
industrial de los países centrales durante el largo siglo XIX utilizamos
algunos textos de enorme riqueza empírica. Entre ellos, es justo
mencionar La difusión de la industrialización y la emergencia de las
economías capitalistas (1815-1870) de Antonio Pareja, texto que forma
parte de la ya mencionada Historia económica mundial. Siglos X-XX, así
como los capítulos económicos de La época de la burguesía de Guy
Palmade (1998) y La época del imperialismo. Europa 1885-1918 (2000)
de Wolfang Mommsen.
115
Para profundizar el tratamiento de los países de
industrialización tardía debemos señalar el capítulo Modelos de
crecimiento: latecomers y ausentes (1996) de la ya mencionada Historia
económica mundial. Del Paleolítico hasta el presente de Rondo
Cameron. Junto a este verdadero clásico podemos destacar un muy
interesante ejercicio comparativo realizado por Gabriel Tortella en su
Los orígenes del siglo XXI. Un ensayo de historia social y económica
contemporánea (2007) y una aproximación a los “descolgados”
desarrollada por Ana Bela Nunes y Nuno Valério en Historia da
Economia mundial contemporanea (2004). Para el caso particular de
Japón, sugerimos dos textos que combinan brevedad y profundidad
analítica: La industrialización en Japón desde la Restauración Meiji al
toyotismo (2002) de Fernando Pita y Japón, la restauración
desarrollista (2010) de Julio Sevares. El primero es un capítulo de la
compilación Estudios de historia económica y social: de la Revolución
Industrial a la globalización neoliberal; mientras que la segundo es una
sección de la ya comentada obra ¿Por qué crecieron los países que
crecieron? Lo mismo podríamos decir en el caso de la Rusia imperial.
Para la elaboración de esa sección utilizamos dos clásicos de la historia
económica: La industrialización industrial en la Europa del Siglo XIX
(1985) de Tom Kemp y La riqueza y la pobreza de las naciones de
David Landes (2000).
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Bibliografía
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-WEBER, Max. La ética protestante y el espíritu de capitalismo. Premia
Editores. México, 1979.
-WRIGLEY, E.A. Cambio, continuidad y azar. Carácter de la
Revolución industrial inglesa, Barcelona: Crítica. Barcelona, 1979.
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Autores
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Técnico de las Licenciaturas en Criminología y Ciencias Forenses y en
Seguridad Ciudadana de la Universidad Nacional de Río Negro. Es
investigador del nodo “Centro de Estudios de Historia Regional” de la
Unidad Ejecutora en Red “Investigaciones Socio-Históricas Regionales”
(CEHIR-ISHIR-CONICET).
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