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V I A JE S

POR EL

INTERIOR DE LAS PROVINCIAS


DE

COLOMBIA

POR EL CORONEL J. P. HAMILTON,

RECIENTE JEFE COMISARIO DE SU MAJESTAD BRITANICA


ANTE LA REPUBLICA DE COLOMBIA

EN DOS TOMOS.

TOMO 1

LONDRES
JOHN MURRAY, ALBEMARLE STREET
MDCCCXXVII

+
PUBLICACIONES DEL BANCO DE LA REPUBLICA

ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL

BOGOTA -1955

IMPRENTA DEL BANCO DE LA REPUBLICA

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
ESTE TOMO CONTIENE LOS VOLUMENES 15 Y 16
DEL ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL, ASI :

Volumen 15. Viajes por el interior de las provmc1as de Co-


lombia. - Por el Coronel J . P. Hamilton. To-
mo l.

Volumen 16. Viajes por el inte1·ior de las provmc1as de Co-


lombia. Por el Coronel J. P. Hamilton. To-
mo II.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
VIAJES
POR EL

INTERIOR DE LAS PROVINCIAS


DE

COLOMBIA

POR El CORONEL J. P. HAMILTON,

RECIENTE JEFE COMISARIO DE SU MAJESTAD BRITANICA


ANTE LA REPUBLICA DE COLOMBIA

EN DOS TOMOS.

TOMO 1

LONDRES
JOHN MURRAY, ALBEMARLE STREET
MDCCCXXVII

+
PUBLICACIONES DEL BANCO DE LA REPUBLICA

ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL

\ BOGOTA -1955

IMPRENTA DEL BANCO DE lA REPUBLICA

BANCO DE LA REPUBLICA
IIBLIOTECA LUIS·ANGEL ARANGO
CATALOGACIO~.J
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
ARCHIVO DE lA ECONOMIA NACIONAl
15

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
ESTE LIBRO

En el otoño de 1823 el gobierno de Su Majestad Británica nombró


como Agentes Confidenciales suyos ante el gobierno de la naciente Repú-
blica de Colombia a los coroneles J ohn Potter Ha mil ton y Patrick Campbell
y al señor John Cade como secretario de la misión, quienes después de
vna extenuante travesía, cuyos detalles se narran en este libro, llegaron
a la ciudad de Bogotá el día 19 de marzo de 1824.

Después de una breve estada en nuestro país Ilamilton regresó a Lon-


dres, pero a principios de 1825 se hallaba nuevamente en Bogotá investido
del carácter de Enviado y Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Bri-
tánica ante nuestro gobierno para celebrar un tratado de amistad y co-
mercio. En esta ocasión Hamilton permaneció también pocos meses en el
país regresando a Londres en junio de 1825. Este Coronel Hamilton es
hombre de alguna ilustración, de buen criterio para juzgar las cosas y
los hechos y de una sobresaliente capacidad de observación. A medida
que avanza sobre las aguas peligrosas del Magdalena, en su viaje desde San-
ta Marta hasta Bogotá o cuando recorre el pais en una jira que se inicia
en la capital de la República, pasa por Neiva, cruza los Andes para llegar
a Popayán, avanza por Cali hasta Cartago para transmontar nuevamente
los Andes por la ruta del Quindío y regresa a Santa Fe po1· !bagué y
Tocaima, en el día y en la noche, va recop;iendo datos y formulando obser-
vaciones que más tarde en su retiro de Londres le sirven para escribir
lo que él llamó "Travels Through Provinces of Columbia", libro éste edita-

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
do en Londres por John Murray, Albermale Street, en el año de 1827, cuya
primera traducción en lengua castellana publica ahora la Biblioteca del
Banco de la República.

Es este libro realmente interesante no por la nobleza del estilo, ni


la profundidad del pensamiento, ni por la pasión humana que a veces
impregna obras de la literatura universal de imperecedero recuerdo. El
coronel Hamilton no tenía tales pretensiones. Lo que hace su lectura ama-
ble es la movilidad de las escenas, la rapidez de los acontecimientos, el
personal testimonio de los hechos, todo ello escrito con cierta modernidad
periodistica que presenta en una sola página diversos sucesos tan reales
y de tal colorido que nos hacen pensar en que hemos sido testigos de las
escenas comentadas por él.

Lo primero que aquí aparece es la magnitud de la naturaleza tro-


pical, que aún hoy después de ciento veintisiete años de escrito este libro
está presente en la geografía física del país e impt·esiona al viajero con
su cerco de amenazante poderío. Dígalo si nó ese vasto mundo, apenas sí
tocado en sus contornos, que es la selva del Magdalena. Si hoy como en
el tiempo en que el autor remontó las aguas de ese río nos atreviéramos
nosotros a emprender su travesía en un modesto champán podríamos ex-
perimentar la casi totalidad de las impresiones que aquí aparecen con-
signadas: los guacamayos de roja cabeza cruzarían por los aires a ras
de la selva, los monos de variadas familias trenzarían entre un árbol y
otro sus cadenas de inverosímil acrobacia y algún caimán adormilado
sobre la at·ena pondría su nota de peligro bajo la canícula asfixiante del
mediodía tropical. Encontraríamos allí la selva, solemne y enigmática, con
algunos "claros" realizados en las orillas para la creación de fundos ga-
naderos, pero siempre vigilante y como en acecho, dispuesta a invadir sus
antiguos dominios en cuanto la fatigada mano del hombre se lo permita.

El autor de este libro es un testigo más de aquel período en el rual


la República recién salida del régimen colonial se movía con la torpeza
de un convaleciente. Cuando el coronel llamilton llega a Bogotá el Li-

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bertador se encuentra fuera de la ciudad. Anda por tierras del sur pre-
parando la campaña final para logt·at· en su plenitud la libertad de Amé-
rica. Mas la ausencia no es óbice para que hasta éste, nuestro diplomático,
llegue la irradiación de aquella personalidad sobresaliente, de aquel hom-
bre que con su solitaria grandeza llenaba entonces el vasto escenario de
la América India:

"Durante mi residencia en Colombia, el Presidente Bolívar se hallaba


en el Perú comandando el ejército independiente compuesto de tropas co-
lombianas y peruanas contra el ejército español bajo el comando del virrey
La Serna y el general Canterac. Sentí mucho no haber tenido la buena
saerte de conocer personalmente a Bolívar quien en la época actual sin me-
nosp¡·ecio alguno para los demás altos oficiales de grandes dotes en
América, ha sido el más grande hombre y la personalidad más extraordi-
naria que jamás haya producido el Nuevo Mundo. Bolívar desciende de
una de las más antiguas familias españolas de Caracas llamada "Los
Mantuanos" para indicar que proceden en línea directa de guerreros espa-
ñoles que fueron acompañados por Cortés, Pizarro, Gonzalo Jiménez de
Quesada y otros jefes en la conquista de Méjico, Perú, Colombia y Chile,
etc. Bolívar tenía unos cuarenta y un años de edad. Se me dijo que apa-
rentaba mayo1· edad a causa de las grandes fatigas y privaciones a que
habia estado expuesto en sus numerosa~ campañas de Sur América. Bolí-
var en su físico, es de pequeña e~tatura, pero musculado, bien formado y
capacitado para sufrir extraordinarias fatigas, que me han sido confir-
madas por uno de sus ayudantes de campo y por el coronel Santamaría,
el cual con otros oficiales de Bolívar muchas veces se quedaban a la zaga
de su jefe en las largas y monótonas jornadas por las montañas y vastas
llanuras de Colombia y Perú. Los ojos de Bolívar eran muy obscuros,
grandes y llenos del fuego de la mspiración que denotaban la energía de
su espíritu y su grandeza de alma; su nariz era aguileña y bien formada,
su rostro era largo y surcado prematuramente de arrugas deb1do a la
inquietud y ansiedad; su complex1ón era ptílida. En !<ociedad, Bolivar era
de modales vivos, buen conversado¡· y lleno de anécdotas; poseia la feliz
habilidad, lo mismo que Bonaparle, de conocer en seguida el tempera-

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mento del hombre y colocarlo en una situación donde su talento y habili-
dad fueran más útiles para el país. Una de las raras virtudes pertene-
cientes al carácter de Bolívar era su desinterés completo y poca conside-
ración que se tenia a si mismo dentro de las más severas privaciones,
siempre deseoso de repartir cuanto tenía con sus compañeros de armas,
aún hasta su última camisa. Para confirmar esto, no sería inoportuno
relatar una anécdota de él, que me contó otro de sus ayudantes de campo.

"Poco después de su entrada a Bogotá al terminarse la derrota de


los españoles en Boyacá, dio una gran fiesta a muchas de las primeras
familias de la plaza; antes de la comida se presentó un coronel inglés.
Bolívar al mirarlo, le dijo: 'Mi bueno y valiente coronel, qué camisa tan
sucia lleva usted para este gran banquete; ¿qué sucede'?. El coronel
repuso: 'que él lo sentía profundamente pero debía confesar la verdad
pues era la única camisa que tenía'. Al oir esto Bolívar se rió y mandó
llamar a su mayordomo, ordenándole que le diera al coronel una de sus
camisas; el hombre vacilaba y permaneció mirando al general; cuando él
dijo nuevamente lleno de impaciencia, 'por qué no actúa usted como yo
lo deseo, el banquete empezará pronto'. El mayordomo balbució: 'Su exce-
lencia sólo tiene dos camisas, una la tiene puesta y la otra la están la-
vando'. Esto hizo reír a Bolivar y al coronel a cat·cajadas; el general
observó en broma, 'los españoles se retiraron tan rápidamente de nosotros,
mi querido coronel, que me ví obligado a dejar mi equipaje pesado en
retaguardia".

Este sólo testimonio bolivariano, esta sobria página, justificaria la


traducción del libro de Hamilton. No hay nada nuevo allí pero se adivina
a las claras cómo el ambiente estaba saturado con la presencia de Bolí-
var, cómo su t·etrato físico estaba grabado en la mente del pueblo, cómo
dejaba el héroe el rastro de su impresionante humanidad a lo largo de
su camino glorioso.

En otra página, la memoria de RicaurLe es evocada por testigos de


su proeza:

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"A fines de agosto el coronel París hermano del señor Pepe París y
comandante de la ciudad, comió conmigo. El vicepresidente le tenía mu-
cha estimación y lo consideraba como un bizarro oficial. El hnbfa actuado
en muchas campañas contra los e!;pañoles al comando del cuerpo de infan-
tería. Me tefirió que en una acción contra los pastusos en la provincia
de Pasto había perdido 210 hombres de 300 que tenía y había perdido 14
oficiales entre muertos y heridoll. En diferentes acciones el coronel habla
sido herido tres veces y perdido dos dedos de la mano derecha. El contó
que tres de sus soldados habían defendido una vez un estrecho sendero
durante mucho tiempo para dar tiempo a que el grueso del ejército pudie-
ra retirarse y cuando vieron que el enemigo les acosaba y que ellos inevi-
tablemente iban a caer presos, se abrazaron y lanzáronse a un abismo
donde quedaron destrozados. 1Qué ejemplo glorioso de devoción para su
patria! Muy semejantes a las epopeyas registradas en Jos anales mejores
de Grecia y Roma. El coronel París cayó preso en manos de los españoles,
cuando el coronel Calzada que los comandaba, decidió que cada prisionero
en orden alternado debía de ~er fu~ilado. Al echar las suertes, el coronel
París tuvo la fortuna de escapar. Antonio Ricaurte, joven oficial (según
su propia relación), comandaba un pequeño fuerte en la provincia de Ve-
nezuela en donde había un depósito de pólvora. Los españoles rodearon
el fuerte, el cual estaba desprovisto de provisiones, éste hizo que la pe-
queña guarnición abandonara el fuerte por la noche y tratara de esca-
par, por la mañana izó una bandera para indicar a sus enemigos que
deseaba entregar el fuerte. Había preparado con anterioridad un rastro
de pólvora que comunicaba con el polvorín, permitió In entrada de las
tropa!! españolas y sus oficiales hasta el fuerte, después disparó al pol-
votln y explotó con todos los espaiíoles".
Testimonio de evidente importancia si se recuerda que ruedan por
allí algunos librejos de historia en loll cuales se trata de di~minuir la
personalidad del héroe colombiano, negando la ve:rosimilitutl de este suce-
so, uno de los más hermosos y e..xprcsivos en la historia de nuestra patria.
El paso de los Andes, aquella terrible jornada de prueba y desaliento
en In cual el ejército libertador subió más que al ápice de los Andes al

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ápice de su tormentosa travesía, dando el más alto ejemplo de resistencia
física y moral, lo comenta Hamilton desde el punto de vista de su perso-
nal experiencia al cruzar el Páramo de Guanaco en su viaje de Neiva a
l'opayán. Dice así:

"El paso de los páramos o cumbres de los Andes, resulta empresa


por extremo dura y peligrosa, especialmente en la estación desfavorable.

"Muchos viajeros se desvanecen por el enrarecimiento del aire. El


general Bolivar hubo de arrostrar sufrimientos y pérdidas enormes en
el paso del Páramo de Pisba durante la estación lluviosa de 1819. En
Popayán un oficial que babia formado parte del Batallón Albiones (esco-
ceces) me refirió cómo habían muerto al cruzar el páramo no menos de
seis oficiales y cincuenta soldados. Otro oficial, coronel del mismo bata-
llón, me hizo el siguiente relato de las terribles marchas a través de
las altísimas sienas granadinas, en 1819: 'A medida que nos acercábamos
a las cordilleras de la Nueva Granada, se desplegaba el panorama con
sublimidad y grandeza indescriptibles. Al seguir avanzando, el frío se
hacía más penetrante y los ríos henchidos por las copiosas lluvias se pre-
cipitaban de las montañas con tal furia, que varios oficiales se vieron
arrastrados irresistiblemente por la corriente, y dos pobres soldados pe-
recieron ahogados. Muchas mulas con su carga fueron devoradas por el
remolino sin dejar 1·astro siquiera. Para vadear los ríos los soldados se
ayudaban de fuertes lazos hechos de cuero curtido -rejos-, pero no
encontraron medio alguno para impedir la pérdida de sus fusiles y per-
trechos. La ruta escogida por Bolívar para despistar a los españoles se-
guía parajes casi desconocidos. Después de marchar cincuenta días segui-
dos, con sólo tres de descanso, penetramos en la montaña a través de un
bosque habitado por indios, con gran sufrimiento de nuestros soldados
cuyos pies sufrían maltrato horrible al andar descalzos bajo la lluvia
por sobre rocas y guijarros. Al fin llegamos al pie del famoso Páramo
de Pisba cuya descripción sólo puede hacerse con estremecido horror por
quienes tuvieron la fortuna de sobrevivir. Tres días antes que los ingleses
habían pasado las tropas colombianas; así es que a mi paso, siguiendo

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después el mismo camino, encontré los cadáveres de ochenta soldados por
lo menos. Cuatro oficiales y cuarenta soldados, entre ellos algunos ale-
manes pertenecientes al regimiento Albión, yacían muet·tos a la orilla del
camino, y tuve la tristeza de ver expirar algunos de estos moribundos
a mi lado sin poderles prestar auxilio alguno. En tan angustiosa situa-
ción hice todo esfuerzo para quitarles los fusiles pero resultó baldío, pues
se aferraban ferozmente a ellos hasta morir. Debo observar aquí que ha-
bíamos pasado sesenta y cuatro horas seguidas con la ropa húmeda y
de ese lapso durante treinta horas al menos nos había sido imposible co-
cinar alimento alguno debido a la incesante lluvia; de manera que a los
pobres soldados les tocó acometer el paso del helado páramo de Pisba
ayunos y semidesnudos, empresa peligrosa aún para quienes cuentan con
buena alimentación y abrigo. La única planta que crece en estos páramos es
la llamada {:ailejón cuyas hojas exquisitamente suaves y de color plateado,
tienen el tamaño de las mayores que produce el r abo. Los soldados se
daban por satisfechos cuando podían recoger hojas de esta planta en can-
tidad suficiente para hacerse una ":yacija".

Como se ve, hay en esta obra más de una reminiscencia histórica de


innegable importancia ya que el nanador escribe sobre sucesos que le son
conocidos por percepción directa, en unos cagos, y en otros por comenta-
rios que ha escuchado de boca de personajes y testigos presenciales de
los hechos. El fusilamiento del coronel Leonardo Infante lo describe Hamil-
ton en forma tan minuciosa que impresiona al lector por su patetismo.
De igual manera comenta las fiestas de Bogotá en aquella época, las cos-
tumbr·cs y u~os de las gentes, la educación, lo~ trajes, la alimentación, los
hechos variados que conforman la vida de un país y que le dan su regu-
lar fisonomía. A este propósito hay una página digna de recordarse. En
su viaje de recorrido por el interior de Colombia encuentra al norte de
Popayán la hacienda de "Capio", de propiedad de un caballero payanés
de apellido Arboleda, cuyo nombre no cita el autor, primo de don Joaquín
Mosquera, el gran amigo del Libertador. En esta hacienda el señor Hamil-
ton es recibido en forma principesca. Después de recorrer caminos intran-
sitables, de descender al tórrido Valle del Magdalena y trepar sobre el

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lomo de los Andes, nuestro diplomático llega a esta mansión patricia, per-
dida en un rincón de aquella Colombia de 1824, a donde le invita su dueño
con castellana hidalguía para que repose un tanto de su accidentado reco-
rrido. Veamos algunos apartes de esta visita:

"Al llegar a Capio fuimos presentados a la señora de Arboleda, dama


joven y elegante, hija del señor Pombo, director de la casa de moneda de
Popayán, y sobrina del General Conde O'Donnel, entonces al servicio del
gobierno español. No pudo menos de sonreír la señora de Arboleda al
verme completamente emplastado de barro como estaba y anotó que, en
verdad, los caminos de su país tenían que pasar por muy malos especial-
mente a los ingleses que disfrutaban en su patria de magníficas calzadas.
Luego de tomat· un baño y cambiarnos de ropa, nos sentamos a la mesa
donde, en vajilla de plata maciza y porcelana francesa, se nos sirvió una
comida exquisita; con lo cual echamos en olvido las penalidades sufridas.
Es más, se convirtieron éstas en tema de diversión al paladear los añejos
vinos españoles del señor Arboleda.

"Pudimos apreciar la inteligencia e ilustración de los esposos Arbo-


leda. Ya se había mencionado al marido en Popayán como hombre de
vastas capacidades que había consagrado enorme esfuerzo para enrique-
cer sus conocimientos por medio de los libros.

"En una sala que llamaba su estudio, tenía una rica biblioteca de
autores franceses, ingleses, italianos y españoles, muchos de los cuales
habla adquirido recientemente en Lima a donde fue enviado en misión
diplomática por el gobierno colombiano junto con su primo el señor J. Mos-
quera. Durante la guerra de independencia, cuando Morillo había ocupado
casi la totalidad del territorio colombiano, los esposos Arboleda hubieron de
sufrir grandes penalidades. Por dos años buscaron refugio en las selvas
y cavernas de sus haciendas en el Chocó, donde mitigaron en parte sus
sufrimientos las atenciones y buen trato que recibieron de sus esclavos,
lo que demuestra el buen amo que había sido para ellos.

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"Al entrar a la alcoba que se me destinara, quedé pasmado ante el
exquisito primor del decorado y el lujo de los artículos de tocador que
sólo gastan las familias más ricas de Europa y que nunca esperé encon-
trar en el remoto aunque bellisimo Valle del Cauca. Servían de dosel al
lecho cortinas a estilo francés, ornadas de flores artificiales, y en una
consola se veían frascos de agua de colonia, jabón de Windsor, aceite de
Macassar, creme d'amendes améres, cepillos, etc. Dormí profundamente
en mi lujosa cama que bien podía considerarse por todo aspecto como un
lecho de rosas. Temprano, a la mañana siguiente, un criado entró a anun-
ciarme que el baño frío estaba listo. Todo aquello me parecía cosa de
ensueño mágico o encantamiento y me sentí como un héroe de las Mil y
Una Noches transportado por los aires a un palacio; tan mezquinos ha-
bían sido los alojamientos y tan pobre la mesa de que había podido dis-
frutar durante mi viaje. El buen gusto con que todo estaba dispuesto en
aquella casa daba alta idea del refinamiento de nuestra huéspeda, y debo
confesar que nunca había encontrado en Colombia nada que pudiera pa-
rangonarse con aquella morada".

No podrá negarse que esta página llena de vida y de gratas sugerencias,


es como testimonio invaluable de cómo eran las costumbres de las familias
de alto rango, adquiridas en el período colonial y que reflejaban más los
U!i'Os y maneras de Francia que de lo que de la madre patria habíamos
podido heredar.

Su descripción del Tolima cuando alude a las "llanuras resecas" y a


los tipos populares, tiene valor todavía por sus observaciones psicológicas
muy acertadas:

"La dirección que seguíamos era con rumbo al sur en una inmensa
llanura, pero el calor se hacía más benigno a causa de las brisas agradables.
En esta llanura vi pequeñas bandadas de perdices coiTiendo cerca a la
carretera; nos veíamos en dificultades para hacerlas levantar el vuelo
cuando íbamos tras ellas. Nuestro guía estaba ansioso de llegar al lugar
de la posada antes de obscurecer: Es muy difícil ver el camino en esta

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inmensa llanura, donde no hay carreteras corrientes y sólo pequeños sende-
ros que deben seguir las mulas, y como hay muchos que se cruzan entre
si, es un verdadero rompecabezas para el individuo no conocedor, saber
cuál debe escoger. En estas llanuras resecas vimos muchos hatos de ganado
paciendo, parecían gordos y brillantes, a pesar de tener el pasto la aparien-
cia de estar seco. Encontramos por el camino muchos naturales de las
r,tovincias de Mariquita y Neiva, a caballo y a pie, las mujeres cabalgaban
en la misma forma que los hombres, su apariencia y rostro eran mucho
más atractivos y sus cuerpos mucho más desarrollados que los de las
campesinas de la sabana de Bogotá, aun cuando por lo general eran de tez
pt.lida. Hay pocos negros en estas provincias y los rasgos del pueblo son
rr.ás europeos que indígenas. La ropa es extremadamente limpia y bonita:
la~ mujeres usan un bonito manto de tela de algodón sobre la cabeza, con
el borde adornado de flores azules, un chal blanco con cenefa de colores,
enaguas de color escarlata; las medias y los zapatos no están de moda:
los hombres usan un sombrero de paja, ruana blanca, pantalones azules y
a!pargatas en los pies. Las mujeres rara vez le miran a úno al pasar, lo
cual mortificó mucho a mi joven secretario, pero generalmente dicen:
"Luenos días caballeros". Las telas de algodón se fabrican en la provincia
de Neiva".

Algunas veces el cronista -que un cronista es el señor Hamilton, en


grado sumo- adopta tono profesora) y construye frases de graciosa eufonía,
como cuando dice: "La ignorancia y la superstición constituyen Jos grandes
apoyos del antiguo gobierno, pero esperemos que el reino de estos males
vaya pronto a su terminación y que un rayo de sol, de sabiduría y tole-
t•ancia brille en estas fértiles praderas". Como enviado del gobierno inglés
ni) olvida los intereses de su pueblo cuando recomienda que más bien de
ir en auxilio de Cuba que lucha por su libertad, Colombia debe "tratar por
medios económicos de remitir a Europa las sumas necesarias para pagar
lo!< próximos dividendos de los empréstitos concedidos por Inglaterra"; a
Jo cual agrega este fino comentario: "John Bull hasta ahora ha sido un
sincero amigo y bien intencionado hacia Colombia, pero estos sentimientos
podrían cambiar si observa que le ha estado ayudando a un país cuyo

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gobie1·no en transacciones monetarias resulta estar a la par con el Amado-
Fernando". Para nuestra historia económica hay un dato que complementa
la información sobre lo que por aquellos tiempos p1·oducíamos, cuando dice:
t: "Los artículos de exportación de Colombia constan de cacao, café, azúcar,
tabaco, algodón, cueros, maderas tintóreas, zarzaparrilla, quinas, bálsamos,
aiiil, etc." Como se ve, en un siglo y cuarto hemos progresado muy poco,
tal vez ret1·ocedido, pues ya no cuentan para nuestl·a balanza ni el cacao,
ni el algodón, ni las quinas. Es de anotar también que ya el café aparecía
lJOI' aquel entonces en las listas de nuestras posibles expol'taciones.

Así, en una y otra página, el señor Agente Confidencial de Su Majestad


Británica, Coronel John Potter Hamilton, comenta y narra para la posteri-
dad lo que él vio, oyó y experimentó en su viaje por nuestro país en los
allos de 1824 y 1825. Releyéndolo puede apreciarse muy bien cómo en
algunas materias por él tratadas hemos avanzado positivamente mientras
que en otras estamos todavía tan atrasados como en los tiempos en que
él viajó sobre nuestro territorio recién libertado. Repasar estas cosas es
útil y beneficioso para los hombres que se preocupan por el progreso nacio-
md, porque ello les permite confrontar la realidad y porque mirar lo que no
se ha hecho sirve de acicate y estímulo para las voluntades decididas.

Finalmente, el coronel Hamilton quiso unirse al ejército de Bolívar


cuando ya la epopeya había terminado. Una carta suya fechada en Libourne
( Gironda), el 10 de enero de 1829 y dirigida al Libertado!·, dice así:

"Permítame V.E. ofrecerle mis servicios como militar. Durante veinte


y ocho años he servido en el ejército inglés en caballería, infantería y
Estado Mayor; y soy actualmente Coronel, con diez años de antigüedad;
en cuyas circunstancias no me sería posible aceptar ningún grado inferior
al de General de Brigada.

"1\1e envanezco de que mis amigos de Colombia convendrán en que he


prestado algunos servicios a la República, cuando tuve el honor de ser el
Primer Comisionado del Rey de Inglaterra, y luego Plenipotenciario para

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negociar un Tratado de amistad y comercio entre ambos países. Mi amigo,
el señor Pedro Gua!, que era entonces Ministro de Relaciones Exteriores,
tuvo conocimiento de los informes confidenciales que envié al difunto Mr.
c~mning sobre el estado de Colombia.

Confío en que la oferta que de mis servicios hago a V.E. será tenida
como desinteresada, pues poseo fortuna suficiente, lo que basta para pro-
porcionarme todas las comodidades de la vida.

Si V.E. accede a mis deseos, tendría especial gusto en servir en su


Estado Mayor".

No tuvo oportunidad de contribuit· con su personal esfuerzo a la liber-


tad de América en los campos de batalla porque para aquel entonces ya la
guerra emancipadora había terminado en todos sus frentes. Pero nos ha
dc:jado este libro que es como un testimonio más de la gran epopeya y un
reflejo fiel de cómo era Colombia cuando apenas sí daba los primeros
pasos en el camino de la libertad.

ANTONIO ALVAREZ RESTREPO

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VIAJES POR LAS PROVINCIAS DE COLOMBIA

En el otoño del año de 1823, el Gobierno de su Majestad Británica


decidió enviar Comisarios a Bogotá, capital del Estado de Colombia recien-
temente constituído. La comisión constaba del teniente coronel Campbell,
de la artillería real, del señor James Henderson, en la actualidad cónsul
general en Bogotá y del autor de la siguiente narración, a quien el secre-
tario señor Canning tuvo a bien nombrar primer comisario.

El día 20 de octubre del mismo año, a causa de este nombramiento,


salí de Londres acompañado del señor Cade, quien había sido nombrado
secretario privado mío, al llegar a Portsmouth, donde la fragata Isis,
comandada por el capitán Thomas Forrest C. B., se hallaba lista para
transportar a los comisarios a Cartagena o a Santa Marta.

Desde uno de estos lugares debíamos remontar el río Magdalena hasta


Honda y de ahí en adelante debíamos continuar el viaje hasta Bogotá por
tierra. Después de permanecer una semana en Portsmouth, durante cuyo
tiempo, la ciudad estaba inusitadamente animada y alegre debido a la
presencia de Su Alteza Real el Duque de Clarence, que había llegado con
el fin de presenciar el lanzamiento de un barco de guerra, el almirante del
puerto, el teniente gobernador, el comisario naval, etc., ofrecieron grandes
comidas a las cuales tuve el honor de ser invitado. El domingo 27 de
octubre, embarqué a bordo de la fragata Isis, que era el barco insignia del

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vice-almirante sir Laurence Halstead, K. C. B., que viajaba con su familia
a Jamaica, donde permanecería tres años, como comandante en jefe de las
Antillas. Me sentía bastante desanimado cuando me hallé a bordo de la
fragata; sin embargo, el bullicio general y los rostros preocupados de los
oficiales y de la tripulación, contribuyeron para disipar los pensamientos
melancólicos del momento y los pasajeros se encontraban atareados prepa-
rándose para lograr comodidad durante el viaje, según lo permitieran las
circunstancias. La fragata estaba atestada de gente, pues transportaba al
almirante y su familia, a los tres comisarios, varios cónsules y muchos
oficiales navales que estaban a punto de unirse a sus barcos en las Antillas.
Zarpamos el día 28 de octubre de Santa Elena, con tiempo espMndido y
cielo despejado, que, en cuanto pasamos el canal, se trocó por lluvia, vientos
contrarios, calmas monótonas, incontables marejadas, que como es de su-
poner, agitaban el barco considerablemente, aun cuando el capitán nos
aseguraba, como de costumbre, que sin excepción alguna este barco era el
más cómodo y mejor de los que él habla comandado.

Octubre 30. Una baja considerable en el excelente barómetro marino


indicó tormenta cercana; hubo grandes consultas entre los oficiales que
dieron por resultado dirigirse inmediatamente hacia Torbay. Esta tenta-
tiva de enrumbar hacia Torbay se frustró a causa del mar en calma, se-
guido de fuerte marejada. La columna plateada del barómetro desapareció.
El almirante decidió entonces continuar navegando y continuar hacia el
oeste. El capitán aparentemente demostraba gran ansiedad, pues empe-
zaban a divisarse algunos bancos de arena. El juanete de las vergas se
izó y arrió varias veces; calma, lluvia y fuertes marejadas continuaron
hasta las diez de la noche, cuando sopló un ventarrón acompañado de
relámpagos repentinos y antes de media noche el palo mayor y el mesana
fueron lanzados de lado, auncuando las velas estaban plegadas; las dos
cuadras de popa de los botes fueron también barridas por el mar y las
ventanas del camarote y los postigos fueron destrozados por las olas. En
este mismo instante hubo seria alarma entre las señoras, y lady Halstead
escapó milagrosamente de sufrir grave lesión; la armadura de su cama
se volcó, los listones de soporte se salieron de sus ajustes y su señoría fue

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arrojada al centro del camarote, el cual estaba inundado por gran cantidad
de agua salada. A media noche, se divisó el faro de Eddystone, motivo de
gran satisfacción para todos los pasajeros. Creo que el temporal duró
unas treinta y seis horas. Jamás había yo experimentado tan fuerte balan-
ceo. Le oi decir a sir L. Halstead que se había pasado casi toda la noche
sacando agua de su camarote y la pobre lady Halstead sufrió un fuerte
choque nervioso del cual no se recuperó durante todo el viaje. Una vez
venteó tan fuerte que ningún marinero se atrevió a subir a cubierta para
retirar algunos escombros, hasta que el segundo teniente, un gallardo
joven, se atrevió a hacerlo y más tarde se sacrificó en un clima cálido.

No hay nada de gran interés en un viaje a las Antillas. Tuvimos


buenas brisas que nos llevaron a través de la bahía de Vizcaya con buen
tiempo y después tratamos de buscar vientos alisios por tanto tiempo
deseados. Estos vientos comunmente prevalecen aproximadamente a 35• a
cada lado del Ecuador. No arribamos a la isla de Madera, lo cual senti yo
tanto como los demás, que deseábamos visitar la isla, pero los oficiales
fueron a proveerse de vinos, que son mucho más baratos aquí que en las
Antillas. El temporal y el agua salada habían causado estragos a las
cartas, libros, mapas, potes de miel, mermelada y encurtidos, etc. de los
pasajeros; algunos de ellos con rostros compungidos se lamentaban de sus
pérdidas e infortunios. A la altura de Madet·a hallamos la temperatura
especialmente agradable en esta época del año, el termómetro indicaba
generalmente 70•. En este viaje vi por vez primera el pez volador, y en
sus esfuerzos por huir de sus enemigos el bonito, la albacora y el deliin,
algunas veces daba vuelos de doscientas o trescientas yardas, hasta que sus
aletas transparentes se secaban, recordándoles que el agua era su elemento
natural. El delfín es un enemigo mortal del pez volador, de quien huye con
gran rapidez. El pez volador algunas veces tiene de 8 a 10 pulgadas de
longitud. El turbulento petrel se ve comunmente cerca al barco deslizándose
sobre la superficie de las olas; esta ave la llaman los marineros polluelo
de la madre carey. Nunca supe el origen de este nombre. Al pasar por el
Trópico de Cáncer, recibimos la visita del viejo Neptuno y de su esposa
Anfitrita. Me libré del remojón habitual sobornando al dios marino con

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una guinea, pero muchas de las personas a bordo sufrieron una tremenda
zambullida. Yo experimenté la desagradable ceremonia de haber sido
afeitado en seco. Neptuno y su esposa al retirarse de la cubierta casual-
mente se cayeron, lo cual produjo gran hilaridad entre el almirante, lady
Halstead y todos nosotros.

Al desembarcar en Barbados, el comisario fue a ver al gobernador


teniente general sir H. Ward, K. C. B., quien nos dio la bienvenida en
forma muy cortés y nos invitó a comer al día siguiente, lo cual declinamos,
pues esperábamos zarpar por la mañana temprano. El señor Tupper dejó
aquí el barco y se quedó en Barbados para conseguir pasaje para La
Guaira, donde pensaba residir como cónsulo británico. Zarpamos de Bar-
bados al día siguiente de nuestra llegada por la tarde y al siguiente día por
la mañana divisamos la roca Diamond que está cerca a la isla de Marti-
nica. En la última guerra esta roca fue fortificda y tenía una guarnición
de marineros del mismo número de una corbeta de guerra con sus respec-
tivos oficiales. Las laderas de esta roca son muy empinadas y su altura es
bastante considerable. A pesar de los grandes obstáculos, algunos oficiales
navales se ingeniaron la manera de subir grandes cañones a la cumbre,
donde ellos emplazaron una batería.

De Barbados a Jamaica tuvimos una feliz travesía, los vientos alisios


soplaron activamente durante todo el rumbo y anclamos en Port Royal el
domingo 9 de diciembre y desembarcamos en Kingston por la tarde. En un
paseo que hicimos a una cabaña atravesamos las calJes prim:ipales, en
donde la mayor parte de los comerciantes efectúan sus operaciones comer-
ciales; me sentí muy desilusionado ante el aspecto de ellas, pues esperaba
ver una ciudad bellamente construida. Esto se debe a que la mayor parte
de Jos comerciantes principales tienen sus residencias en el campo a corta
distancia de Kingston, desde donde vienen por la mañana a sus almacenes
y regresan a casa por la tarde. Al día siguiente visitamos al teniente ge-
neral sir John Keane, comandante de las tropas de la isla, y durante nuestra
permanencia en Kingston comimos varias veces en su compañía; él man-
tiene una mesa bien provista. En Kingston me encontré con un viejo amigo,

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el teniente coronel Bowles de la Guardia, que dirige la situación del Es-
tado Mayor como ayudante adjunto general. Ambos habíamos estado en
el colegio militar en High Wycombe. Dos o tres días después de nuestra
llegada, el comisario recibió una invitación para comer con el duque de
Manchester, gobernador de Jamaica, que reside en la ciudad española. Yo
acompañé al coronel Bowles en su carruaje por la mañana temprano y
pasamos un día muy agradable. Después de la comida nos mostraron una
hermosa colección de conchas pertenecientes al secretario del duque; la
mayor parte, entre las mejores, procedia de la costa del Pacüico. El duque
de Manchester es muy popular en la isla de Jamaica y creo que bien lo
merece; es de carácter suave y deseoso en gran manera de fomentar el
bienestar de todas las clases sociales.

En esta época había gran descontento, que bullía en la mente de los


esclavos y muchos de los caballeros de la isla esperaban que hubiese una
insurrección general entre ellos el día de navidad; debido a ello, la milícia
estaba en guardia pero no hubo ningún disturbio. A mi me parece que el
gobierno inglés ha hecho mucho durante los últimos veinticinco años para
mejorar la situación de los esclavos en nuestras colonias; pero me imagino
que la emancipación total debe ser también obra del tiempo y requiere por
parte de la legislación, mucha prudencia y circunspección. Según pude
juzgar por el corto tiempo que estuve en las Antillas, los esclavos poseen
muchas comodidades modestas en sus cabañas y, en general, creo que se
les trata bien.

El calor en Kingston es sofocante y la ubicación del hotel Winter,


donde residíamos, está en la parte baja, Jo cual nos priva de las brisas de
mar y tierra. Estas se levantan por la noche y aquellas entre las nueve y
diez de la mañana. El termómetro en la sombra en Kingston está gene-
ralmente a ss•. En una ocasión comimos con el señor Wilson, el comer-
ciante de mayor prestigio tln Kingston; en su mesa vi por primera vez
una legumbre que se da en la copa de una palmera vegetal, que crece a

gran altura; el árbol se corta para obtener la berza. Una mañana en
Kingston visité a un relojero y vi una gran cantidad de pájaros, cuadrú-

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pedos e insectos disecados, todos procedentes de la isla; la colecciÓI\ estaba
a la venta. As! mismo vi en su corral dos caimanes y un cocodrilo vivos,
los primeros capturados en un río de la isla y el último en el Nilo. El coco-
drilo era de tamaño mayor que los caimanes y sus ojos de color obscuro
proyectaban una mirada feroz, en cambio los de los caimanes eran de color
verde mar. Le compré al relojero un oso hormiguero bastante domesticado,
procedente de la costa de Honduras. El naturalista señor Bullock había
residido durante algún tiempo en Kingston coleccionando peces, de los
cuales había gran variedad en la costa que circunda la isla.

El día de navidad, se izó en el palo mayor de la fragata la banderola


azul de zarpa y después de despedirnos de sir Laurence Halstead, su esposa
y familia, embarcamos por la tarde a bordo del Isis para dirigirnos a
Santa Marta en la costa de Colombia. Al ir en el bote de Kingston a la
fragata Isis, Jakco, el oso hormiguero, demostró su habilidad para atrapar
peces, pues como muchos de los peces pequeños habían saltado al bote, él
los agarró en un momento y los devoró con avidez. Después de una travesía
muy agitada, el Isis ancló en el puerto de Santa Marta el 30 de diciembre
con gran alborozo de todos los pasajeros.

Al llegar al litoral español, la vista de la cordillera de los Andes, en


la parte posterior de ~nta Marta, es grandiosa y sublime, algunas de las
montañas tienen gran altura y por lo tanto se hallan en toda época ~bier­
tas de nieve en la cumbre; la base está guarnecida de hermosos árboles y
matorrales, revestidos de constante frondosidad. Al anclar la fragata,
saludó al pabellón colombiano, saludo que fue retornado por las baterías
de la costa, con algún retraso, motivado, me imagino, por la escasez de
municiones. Como no hay fondas en Santa Marta, al principio nos vimos
' muy desorientados sin saber dónde establecer nuestro hospedaje, pero por
~una para nosotros, el coronel Campbell conoció al señor Faribank, co-
.I!lerciante americano, residente en Santa Marta, quien muy amablemente
nos ofreció hospt>dajc y alojamiento en su casa durante los pocos días que

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permanec1eramos en la ciudad, hasta que pudiéramos conseguir botes que
nos transportaran hasta el río Magdalena. Visitamos al coronel Saída,
gobernador de la plaza, de origen español pero un patriota adicto, que
había sufrido mucho por la causa de la independencia. El gobernador nos
recibió con gran amabilidad y nos rogó que nos hospedáramos en su casa.
Declinamos este ofrecimiento, pero en cambio le aceptamos al día siguiente
una invitación a comer. El coronel Saída había luchado contra los espa-
ñoles en Méjico, donde fue hecho prisionero y enviado a Europa y más
tarde reducido a prisión en compañía de un coronel inglés en la fortaleza
de Ceuta, en la costa del Africa. De los calabozos de Ceuta se escaparon
trabajando como topos durante siete meses por medio de un pas.adizo sub-
terráneo bajo los muros de la fortaleza. Por lo que me relató, parece que
corrieron tantos riesgos y tan grandes peligros como el barón Trenck,
pero su valor, paciencia y perseverancia se vieron coronados nl fin po1·
el éxito. Sin embargo, la huida de la fortaleza de Ceuta fue únicamente
para caer en manos de implacables enemigos de los españoles, los moros
bárbaros. "Incidit in Scyllam, cupiens vitare Charybdin." En este sitio el
coronel Saída tuvo la buena suerte de haber sido libertado del cautiverio
por medio de compra de su persona por parte del cónsul gene1·al francés en
Tánger, por unos cuantos pañuelos de seda, y cuando él regresó inmedia-
tamente a Suramérica, entró al servicio colombiano y en esta ocasión fue
objeto de gran estima por parte del presidente Bol!var. El coronel no
poseía ninguna de las cualidades de los españoles; "toujours gai, et vive la
bagatelle" parecia ser su lema, con suficiente filosofía para importarle
poco los éxitos o fracasos de este mundo.

Al día siguiente el coronel Saída nos obsequió con una comida muy
abundante preparada de acuerdo con la cocina española~ la cual tuve el
mal gusto de no alabar, pues el ajo y el aceite rancio predominan en la
mayor parte de los platos. Entre el primero y segundo plato, los invitados
por regla general salen a dar una vuelta por el término de veinte minutos
o media hora; después, al regresar al comedor, encuentran la mesa col-
mada de pudines, tortas, dulces, frutas en conserva, todo ello de excelente
calidad; pero me imagino que las gastralgias y las malas dentaduras tan

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corrientes en las damas del nuevo mundo que muestran al sonreír, son
una evidencia del abuso de estas golosinas. Sin embargo, ellas son gra-
ciosas a pesar de su dentadura.

Ninguna ciudad sufrió tanto durante la guerra sanguinaria librada


entre España y sus antiguas colonias como Santa Marta, pues debido a su
situación tan cerca a la desembocadura del río Grande o río Magdalena,
con el cual se comunica por agua a través de las ciénagas, cada enemigo
se sentía ávido por retener la posesión de la plaza¡ sin embargo, no había
fortificaciones al rededor de la ciudad, solamente un fuerte o dos en la
base del puerto y una pequeña roca fortificada con un cuartel que domina

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la entrada al puerto. La población de Santa Marta ha disminuido conside-
rablemente desde el principio de la guerra civil y en la época en que está-
bamos allí, se me informó que no había más de tres mil habitantes. Los
naturales de esta plaza habían sido siempre enemigos decididos de la causa
de la libertad, por lo tanto la mayor parte de los habitantes principales
habían sido desterrados y los demás reclutados para el servicio del ejér-
cito del gobierno colombiano.

El general Morillo, que vivía en el vecindario, dio una gran fiesta


en la plaza de Santa Marta a todas las tropas para celebrar la libertad
del país del yugo español. En esta ocasión los soldados estaban provistos
en los cuarteles de una botella de clarete San Julián, una libra de carne de
ternero, muchas legumbres y dulces a los cuales todas las clases sociales
son muy aficionadas. Me contaron que al general le agrada mucho dar
bromas inofensivas para distraerse en esta forma de su mal de gota, y
soltó en la plaza durante la noche, sin saberlo los soldados ni la gente, un
torete que salió dando cabriolas y bramando en medio de la multitud. Todo
mundo salió corriendo en distintas direcciones, derribando en su huida
mesas, figuras, vasos, botellas y atropellándose entre sí. No hay palabras
para describir el tumulto y la confusión¡ pero por fortuna, la broma no
ocasionó ningún daño grave fuera de unas cuantas cortadas, espinillas rotas
y contusiones, además de uno o dos abortos.

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El general Morillo desciende de una de las más distinguidas familias
de Caracas. En su temprana edad fue a la vieja España y prestó servicio
en la guardia de corps del rey. Al regresar a su patria nativa se convirtió
en el más celoso defensor de la causa destinada a establecer la indepen-
dencia de las colonias españolas; y durante la lucha desesperada entre
España y Colombia, se le confiaron importantes órdenes en el litoral de la
República. Después él comandó el sitio de Cartagena, que capituló después
de largo bloqueo con la vktoria para las armas de Colombia. Los modales
del general eran exquisitamente refinados; de tal suerte que se podía obser-
var al instante su roce en la mejor sociedad. El hablaba francés e italiano
con fluidez y el inglés medianamente, aun cuando él por lo general se sentía
reacio a conversar con los ingleses en su propia lengua. El ingenio del
general Morillo era de calibre superior y en sus operaciones militares du-
rante la guerra había demostrado mucha previsión, prudencia, decisión
y valor. Pero algunas de las autoridades de Bogotá, cuando yo estuve allí,
me dieron a entender que el gobierno se sentía bastante desconfiado del
general, pues Jo consideraban como un intrigante infatigable y por esta
causa lo mantenían en la costa alejado del gobierno central. Desde entonces
él renunció el ca1·go de gobernador de las provincias de Santa Marta, Car-
tagena y Ríohacha y fue reemplazado por el general Bermúdez. Hay una
mancha en el temperamento del general Morillo -su pasión inveterada
por el juego, en cuya complacencia podría pasar días y noches en vela.
Esta pasión ha demostrado ser la ruina de Suramérica~ si no se toman
medidas firmes por el Senado y el Congreso para detener su desarrollo, y
si fuere posible, extirpar este veneno de la mente de todas las clases
sociales; pues los antiguos grandes de España, los caballeros, los mecánicos,
Jos indios y los negros son todos igualmente adictos a este vicio fascinador.
Uno de los juegos predilectos entre la clase baja, se denomina "Más diez".
Frecuentemente se ven mesas de este juego en las plazas públicas durante
el carnaval; tienen bolsas al 1·ededor numeradas hasta 22; el jugador lanza
una bola al rededor, si ésta entra en una bolsa por encima del número 10,
es ganancia para el banquero de la mesa, pero si por el contrario cae en
una bolsa de numeración inferior, gana el jugador, pero le da al banquero
de la mesa la ventaja de dos bolsas.

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Las corrientes de aire procedentes de los Andes que se levantan,
soplan del S. E. y predominan durante los meses de diciembre y enero en
Santa Marta, y mientras permanecimos en esa ciudad (que está construida
sobre suelo arenoso) nos incomodaban a los ojos; pues el calor es tan sofo-
cante, que las casas están edificadas sin ventanas. Las brisas del S. E. por
consiguiente cubren las casas de una arena fina blanca que empolva los
muebles; los platos en las comidas también participan de este elemento
picante. Se agregan a esta calamidad, los mosquitos, nubes de moscas,
ciempiés, escorpiones y de vez en cuando la presencia de la fiebre amarilla,
que constituye un gran inconveniente para establecer la residencia en
Santa Marta.

Con el tiempo, Santa Marta llegará a ser una plaza de considerable


comercio y tránsito debido a su posición ventajosa en la costa del Atlán-
tico, especialmente si no tiene éxito la apertura del canal entre Cartagena
y el rio Magdalena. La música y el baile son las diversiones predilectas de
los habitantes de Santa Marta, y en todas las ciudades de la costa se oye
todas las noches tocar alegres guitarras y piez ágiles que se mueven a su
ritmo. Los dueños de la casa reciben a los desconocidos con mucha amabi-
lidad cuando desean entrar a bailar o a observar.

Las mujeres tienen lindos ojos y en general tienen buenas fo1·mas,


pero su complexión es morena y los dientes, aún los de las much~bas
jóvenes, están deteriorados, a causa, como lo manifesté anteriormente, del
consumo constante que hacen de dulces. Muchos de los habit'antes tienen
una imagen del Niño Jesús en un retablo, que lo iluminan con velas durante
la noche y lo adornan con flores y conchas de mar; éstas se encuentran en
la costa próxima a Santa Marta en bellisimos colores y formas. A todo
mundo se le permite entrar y salir durante estas fiestas religiosas. Distante
unos tres cuartos de milla de la ciudad existe un lindo arroyo de aguas
cristalinas, que ofrece a los naturales el doble lujo de una bebida sana y
un baño agradable.

Esta plaza fue atacada y tomada por unos 350 indios en enero de 1823
y mantuvieron el dominio de ella dut·ante unos 18 dlas. Pugeal, español,

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comandó a los indios en este ataque; más tarde cayó prisionero en manos
de los patriotas y fue enviado a Lima para servir como soldado raso, aun
cuando en esa época ya tenía más de sesenta años de edad. Anteriormente
había sido gobernador de un departamento del reino de España. Los indios
saquearon todas las casas de la ciudad, con excepción de la aduana y los
almacenes de depósito de uno o dos comerciantes ricos, los cuales se con-
servaron como provisión de boca para el general español Morales, quien
se hallaba en posesión de la fortaleza de Mara.caibo. En ese entonces Santa
Marta fue tomada por los indios, pues tenía para su defensa únicamente
un reducido número de fuerzas locales, muchas de las cuales eran bastante
indiferentes a la causa de la independencia. Mientras permanecimos allá, la
guarnición constaba de un regimiento de infantería de la provincia de
Antioquia a órdenes del coronel Restrepo, hermano del ministro del interior.

El domingo 4 de enero nos hallábamos preparados para emprender el


viaje a través de las ciénagas o lagos, después de haber alquilado el señor
Faribank una barcaza cubierta y una gran canoa para transportarnos
con nuestro equipaje a la ciudad de Mompox y después de habernos provisto
de los alimentos necesarios tales como galletas, ron, carne de ternera sa-
lada, aves, chocolate, etc. A propósito, recomiendo a todos los viajeros que
suban el río Magdalena no olvidar sus mosquiteros, pues estos insectos
chupadores constituyen una tE'rrible molestia en el río, como pude com-
probarlo por propia experiencia penosa, al haber dormido dos o tres noches
sin mosquitero, suponiendo entonces que In picadura de este insecto ameri-
cano no era tan ponzoñosa como la del mosquito del Mediterráneo. El bote
o barca está construido con cubierta como los buques, la longitud es de 62
pies y seis pulgadas, once de ancho; la longitud de la parte cubierta tiene
diecisiete pies; el conjunto de la tripulación lo integran un piloto, un
timonel, un cocinero y diez hombres para impeler el barco con pértigas.
La canoa grande llan.ada bongo se con!ltruye de un árbol ahuecado en
forma cóncava con herramientas; tiene cuarenta y dos pies de longitud
y seis pies dos pulgadas de ancho; la tl'ipulación In componen un piloto,
un cocinero y cinco hombres para impulsarla con pértigas.

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El señor cónsul general Henderson llegó a Santa Marta con su esposa
y familia pero se quedó atrás por falta de embarcación. Todos los sir-
vientes, exceptuando uno mío, habían salido con nuestro equipaje el día
anterior en el bongo y la piragua por vía marítima para entrar a los lagos
que se comunican con el río Magdalena en Cuatro Bocas. El domingo por
la tarde el gobernador, coronel Saída (que insistió en que le acompañá-
semos a la aldea india de Gua va a unas dos leguas de Santa Marta) , el
coronel Campbell, el señor Cade y el señor M'Leland (socio del señor
Faribank), mi sirviente y yo, salimos de Santa Marta a caballo, escol-
tados por un destacamento de húsares y lanceros, con dirección a la grande
aldea india La Cervanos, donde debíamos de encontrar nuestros buques.
Esta escolta era necesal'ia, pues algunas de las tribus vecinas indígenas
estaban todavía en armas. Los uniformes de estos húsares y lanceros cons-
tituirian una novedad para cualquier europeo¡ ellos usaban cascos cubier-
tos de pieles de oso, chaquetas rojas, pantalones blancos pero sin botas,
las piernas desnudas, las plantas del pie protegidas con sandalias y pro-
vistas de largas espuelas. Nosotros criticamos mucho durante la revolución
francesa de 1794 los san s-culotes, pero yo nunca vi caballería sin botas;
los caballos eran pequeños pero briosos y de buen rendimiento. La Cer-
vanos está situada a siete leguas de Santa Marta, y encontramos algunas
partes de la carretera muy pedregosas, pendientes y malas, especialmente
en la costa, donde nos vimos obligados a cabalgar por rocas inmensas
durante la noche. El caballo del coronel Campbell se cayó con él, pero
afortunadamente resultó ileso. En Guava nos despedimos del coronel Saída,
expresándole muy sinceramente nuestra gratitud por toda la benevolencia
<;le que nos había hecho objeto durante los pocos días que permanecimos
en Santa Marta. Durante las tres o cuatro primeras leguas de nuestro
viaje, cruzamos a través de hermosas selvas, valiosas debido a la variedad
de maderas tintóreas que se transportan a Santa Marta para exportarlas
de ahí a Europa. Atravesamos diversos riachuelos en el camino hacia La
Cervanos y, como noveles viajeros del Nuevo Mundo, nos sentimos bastante
alarmados al ser prevenidos por los húsares de que había caimanes en
algunos de estos caños. Recuerdo perfectamente bien haber mantenido las
piernas y rodillas en alto como el sastre que cabalgaba en Brentford, y

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observando atentamente de derecha a izquierda en expectativa constante
de ver aparecer uno de estos monstruos voraces de anchas quijadas en la
superficie del agua; pero después al subir el río Magdalena, nos acostum-
bramos a la presencia de caimanes de tamaño gigantesco, aun cuando debo
confesar que nunca tuve el honor de cabalgar sobre el lomo de uno )le
~llos (1), ni me sentí muy inclinado a hacerlo. En este viaje estuve espe-
cialmente bien montado, gracias a la bondad del coronel Reenboldt, que
tuvo la fineza de prestarme un caballo brioso. El coronel era natural de
Hanover y estuvo algunos años antes al servicio del gobierno británico;
en la época actual comandaba un batallón extraordinario llamado caza-
dores de la guardia, acantonado entonces en Cartagena. En este instante
estaba en vía de Cartagena a Maracibo, "pour faire l'amour" a una linda
muchacha, con quien se casó más tarde; para lograr este dón, tuvo que
afrontar tantos peligros y riesgos como la mayor parte de los caballeros
andantes de antaño.

Para ir de Santa Marta a Maracaibo por tierra es necesario cruzar el


territorio perteneciente a una tribu poderosa de indios independientes lla-
mados guagiros, que dominan unas cuantas leguas de costa hacia el este
de Santa Marta, con dit·ección a Ríohacha, y los cuales no permiten a ningún
extranjero atravesar su territorio, sin iniciar antes hostilidades. El coro-
nel Reenboldt me contó que él tenia consigo un guía leal y que su plan
consistía en viajar solamente durante la noche y permanecer durante el
día oculto en la espesura sombría de la selva, pues los indios jamás están
en actividad durante la noche, pero están siempre vigilantes al amanecer.
El coronel llegó a Maracaibo sano y salvo -"omnia vincit amor",- y
recibió la debida recompensa por su constancia y valor.

Se considera al coronel Reenboldt como uno de los mejores oficiales


al servicio de Colombia y se ha distinguido a la cabeza de su extraordi-
nario batallón de tiradores expertos en muchas ocasiones, especialmente
en acción contra los indios cerca de los lagos, en enero de 1823, cuando
el general Morillo comandaba las fuerzas colombianas.

(1) Vha~ ''Lu Andanroe por Sur América" de Walerton.

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Tal como dije antes, los indios guagiros dominan una región conside-
rable de la costa del Atlántico, desde una parte pequeña hacia el oriente
rle Santa Marta hasta Ríohacha y Cojoro, en el golfo de Maracaibo, y en
el interior también se extiende muchas leguas. Parece bastante extraño
que esta nación de indios independientes no hubiese sido nunca conquis-
tada por los españoles, estando por todas partes rodeados por criollos que
viven en las provincias que ahora forman parte de la República de Co-
lombia. He oído decir que esta fue política de los españoles para mantener
a los indios guagiros independientes, por cuyo medio evitaban a los habi-
tantes de cualquier parte de las provincias comunicarse entre sí; esto, sin
embargo, es problemático.

La población de esta región se supone que llegue a cuarenta mil hom-


bres y pueden enviar a la lucha catorce mil hombres bien armados con
fusiles, lanzas, arcos y flechas; las flechas están envenenadas. La comarca
de los guagiros sostiene un comercio notable con los comerciantes de J a-
maica; ellos cambian mulas, ovejas, perlas, maderas tintóreas y cueros
por ron, brandy, municiones y baratijas. Ellos también tienen comercio
con la ciudad de Riohacha. Sus caciques o jefes se distinguen por una
montera de guerra hecha de piel de tigre, con los dientes incrustados en
la parte frontal y la piel adornada en la parte superior con plumas de
colores brillantes de los guacamayos y loros. El actual gobierno de Colom-
bia desea que todos los buques negocien con los indios guagiros anibando
ya sea a Maracaibo o a Ríohacha, para obtener permiso en la costa y pagar
un pequei'lo tributo pot· la carga, pues los colombianos no están en dominio
de todo el país. Yo no ct·eo que los comerciantes de Jamaica se hallen
Jispuestos a cumplir con esta orden del gobierno de Colombia.

Arribamos a La Cervanos de la Ciénaga cerca de las dos de la ma-


ñana muy cansados, pues no estábamos acostumbrados, por lo tanto, a
permanecer mucho tiempo encerrados a bordo de un buque. La parte de
la ciudad donde estaban acantonadas las tropas se hallaba bien asegurada
con fortalezas temporales construidas por cercos de estacas cubiertas de
barro con agujeros y un caballo de frisa para evitar el verse sorprendidos

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por los indios, que atacaron la ciudad dos veces durante los dos últimos
años; y en una ocasión fue arrastrada por la tempestad de modo especial,
produciendo la muerte de la mayor parte de la guarnición. La guarnición
constaba ahora de cien hombres del batallón de Antioquia y un destaca-
mento de húsares y lanceros. La ciudad en esta época contaba con unos
dos mil indios, pero había disminuido más de la mitad durante la guerra
debido al número de hombres que perdió en apoyo de la causa del rey de
España. Un cacique fue hecho prisionero diez días antes de nuestra lle-
gada e inmediatamente fue fusilado, pues ninguna de las partes conteo-
doras daba cuartel y los oficiales me contaron que había muerto con la
mayor sangre fria.

La primera noche que pasamos en La Cervanos fue de lo más incó-


moda; sin tener mosquiteros, estábamos completamente a merced de los
mosquitos que abundan en las cercanías de todos los lagos y en los climas
cálidos y que casi nos devoran. Considero esto como el mejor chiste del
caso -en verdad uno muy fino para mi joven secretario, que había estado
siempre empleado en el Foreign Office de Downing Street, pero que lo
aceptó con muy buen humor- y el presagio de una de las mayores como-
didades que teníamos que experimentar al navegar unas 800 millas, por
el río Magdalena hasta Honda. El coronel Campbell y yo como soldados
veteranos, no tentamos derecho a quejarnos. El oficial comandante del
destacamento estaba casado y su esposa, una hermosa joven de Cartagena,
le acompañaba. El nos dio un espléndido desayuno de acuerdo con la cos-
tumbre del país; chocolate espeso, carne salada de ternera desmenuzada
y huevos fritos y además plátanos y algunas frutas tropicales. Después
de la comida nos levantamos y dimos una vuelta por el fuerte y con gran
sorpresa mía, cuatro soldados me dirigieron la palabra en inglés; éstos
habían pasado muchos años al servicio de Colombia y estaban ahora en el
batallón de Antioquia; dos de ellos eran irlandeses, uno de High Wycombe,
de nombre Bucks y el cuarto de Yorkshire. Que los tres primeros estu-
viesen al servicio de Sur América no era de sorprender, pero haber en-
contrado uno procedente de Yorkshire era bastante asombroso. Hubiese
puesto en duda la anécdota del individuo a no ser por el dejo marcado de

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su entonación. Estos hombres se quejaban de tener el estómago lleno de
combates pero vacío de alimentos y que el gobierno les debía a ellos una
considerable suma de mesadas atrasadas; si ellos hubieran podido obtener
el pago de éstas, muy seguramente hubieran abandonado inmediatamente
el servicio en el ejército colombiano, manifestando que las campañas en
las inmensas llanuras de Sur América no eran cosa de chiste.

En el corral del comandante vi varios gallos de riña amarrados por


la pata con un cordel bastante largo para permitirles moverse. Los colom-
bianos son particularmente aficionados a la riña de gallos y llevan esta
pasión a tal extremo que me han contado apuestas que llegan a la suma
de 30.000 dólares por una pelea corriente. En mis viajes posteriores a
\
1.500 millas en el interior del país encontré indios que llevaban sobre la
espalda jaulas pequeñas con gallos de riña, caminando por las montañas
para llevárselos a los caballeros colombianos. El gallo está protegido con
espuelas de acero inglés cuyo valor es de tres dólares el par. Los oficiales
admiraron mucho la escopeta de dos cañones y la brújula de bolsillo del
coronel Campbell.

El lunes el coronel Campbell y yo bajamos al lago con nuestras esco-


petas; matamos cinco aves grandes del género de avefria, una hermosa
paloma torcaz del tamaño de un tordo y un milano de bello plumaje. Vimos
gran variedad de aves acuáticas pero no pudimos conseguir ninguna, pues
las orillas del lago son muy pantanosas. Deseoso de conservar la paloma
torcaz la disequé siguiendo las reglas del arte. En esta operación tuve
bastante éxito, aun cuando muy mortificado por el jején y los mosquitos;
como no tenía caja pequeña para poner el ave, a la mañana siguiente
encontré centenares de hormiguitas comiéndose la piel y por consiguiente
comprendi que mis esfuerzos para conservar las pieles de los pájaros no
tenian objeto. Mucho admiramos los lagos, la superficie de cuyas aguas
contrasta con las islas de bosques en donde las orillas se hallan cubiertas
de mangles que se elevan a una altura de 70 u 80 pies. En lontananza se
divisa, remontándose hasta las nubes, un ramal de los Andes, que va de
Santa Marta a Caracas; muchos de estos picos están constantemente cu-

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biertos de nieve. Lo que más particularmente llama la atención del viajero
al Nuevo Mundo es la condición gigantesca de la naturaleza -montañas
de inmensurable altura, llanuras, selvas, ríos y lagos de extensión y es-
pacio ilimitados; la mente se halla ocupada a toda hora con algo nuevo,
en la fo1:ma y colores que presentan las aves, fieras, insectos, árboles y
arbustos de este país extraordinario.

Como los mosquitos nos habían atormentado tánto la noche anterior,


resolvimos desquitarnos de ellos la próxima noche fumando tabaco, pues
el humo está demostrado que contrarresta el ataque de estos molestos y
perseverantes insectos. En Suramérica se recomienda mucho el fumar para
ahuyentar las fiebres intermitentes y otras fiebres perniciosas que se
contraen durmiendo cerca de las sabanas y grandes pozos de agua estan-
cada. Atribuyo a la costumbre mía de fumar el no haber contraído nunca
fiebre en mis viajes por Suramérica, Cerdeña y Sicilia o durante mi per-
manencia en el ejército de España. El viajero nunca debe empezar un
viaje temprano por la mañana sin su traguito (una copita de brandy que
lomaban los soldados alemanes) o una taza de café tinto cargado sin leche
y unos cuantos tabacos en el bolsillo, que se encienden generalmente en
brasas de la leña que hay en el bosque.

Nuestros barcos habían cruzado felizmente la barrera que separa la


entrada del lago al Atlántico, cuya travesía estaba a menudo acompañada
de peligros cuando soplan los vientos del mar con violencia y envían una
fuerte resaca sobre la varandilla. Anclamos en Pueblo Viejo, a unas dos
millas y media de distancia de La Cervanos de la Ciénaga, donde por pri-
mera vez contemplé la venta de pavos negros silvestres, buen alimento de
mesa y el paujay, o gallina silvestre del tamaño y forma de un faisán, de
plumaje negro y la cola salpicada de puntos blancos y una cresta negra
a manera de copete que lo adorna en forma elegante. Vagaban por la
ciudad muchos perros nauseabundos, sin pelo, del tamaño de un perro de
aguas. En verdad debía ser muy cómodo para el animal en este clima
cálido carecer de pelaje, pero su deshabillé no le sentaba bien. Ocurrió
en el barco un triste accidente a uno de los pequeños comerciantes que

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transportaban provisiones desde el interior, aguas abajo del Magdalena,
al cruzar los lagos hacia la costa. Su cargamento consistía en marranos
gordos que estaban acorralados tan estrechamente y tenían tan poco aire
para respirar, que cuando llegaron a Pueblo Viejo las dos terceras partes
de los pobres cerdos se habían asfixiado. Como no había tiempo que perder
cuando el termómetro marca de 80 a go•, encontramos al propietario y a
uno o dos de sus asistentes en la playa despresando y salando la carne de
puerco de estas víctimas prematuras, para los habitantes de Santa Marta;
ya que los habitantes de las grandes ciudades de Suramérica consumen
lo mejor y peor como la población inmensa de nuestras propias metrópolis.

Cerca de Pueblo Viejo me mostraron el campamento donde tuvo lugar


una severa acción entre las tropas colombianas, comandadas por el general
Cariguán, en la actualidad gobernador de Panamá, y los indios nativos
de estas dos aldeas, acompañados de unos pocos españo1es bajo las órdenes
del general Porrus, español, gobernador de la provincia en el año de 1820.
Los indios defendieron sus posiciones de la manera más desesperada y
perdieron casi mil hombres, que fueron muertos a bayoneta y lanza, y al
examinar sus cadáveres, pudo observarse que sus heridas eran en la frente.
Esta anécdota me fue relatada de sobre mesa por el honorable Pedro Geral,
ministro de relaciones exteriores de Francia en Bogotá, el cual había es-
tado en el campamento después del combate. Esa devoción a la causa del
rey de España y el determinado coraje debe ser admirado por todos, cuales-
quiera que sean los sentimientos políticos. Al día siguiente, con sólo cua-
trocientos hombres, atacaron a los colombianos con su valor proverbial,
pero fueron derrotados debido al corto número de ellos. En esa ocasión
vimos muy pocos jóvenes en las aldeas; la población consistía de ancianos,
mujeres y niños. Sus casas estaban construidas de bahareque y techadas
con hojas de palma. Encontramos un indio que había estado en Inglaterra
y hablaba un poco de francés e inglés. Sus compatriotas lo consideraban
como un prodigio. Algunos indios que estaban en los lagos con sus canoas
pescaban con redes, que se me asemejaron mucho a nuestras atarrayas y
que las arrojaban casi en la misma forma. En esta aldea compré dos tu-
canes dentro de una jaula grande de bambú por dos dólares y dos reales;

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eran éstos unos pichones muy bonitos. El tucán abunda en las provincias
de Santa Marta y Cartagena, hacia la costa, pero nunca los vi en el inte-
rior de Colombia. Se supone generalmente que el tucán se alimenta de
frutas, semillas, etc. y no es de rapiña. Pero un vendedor de pájaros en
Londres me aseguró que había tenido uno vivo casi durante año y medio,
al cual le permitía andar suelto por la tienda, hasta que descubrió que
había devorado un pinzón real que cantaba, que había escapado de la
jaula y desde entonces él lo alimentaba con pájaros muertos.

Al señor M'Leland, después de haber comprado algunas provisiones


adicionales para nosotros, le dimos la despedida y nos embarcamos en
nuestros buques el día martes 6 de enero. A esto hora, dos de la tarde, el
termómetro marcaba 870 a la sombra. Al pasar cerca de Cuatro Bocas,
vimos cuatro caimanes, los primeros que habíamos visto; el coronel Camp-
bell disparó a largo alcance con perdigones, pero las escamas son tan duras
que se cubren entre si de manera que los perdigones no tienen la más
mínima oportunidad de penetrar dentro de la carne. Yo me sorprendí al ver
caimanes en esta parte del lago, pues el agua es salobre y yo había supuesto
anteriormente que sólo se hallaban en el agua dulce de los lagos y ríos.
Después de esto, nos alarmamos mucho al ver uno de los indios saltar a
bordo con una garrocha que cayó al agua y esperábamos a todo momento
ver al infeliz devorado por un caimán; pero pronto cogió su objeto y subió
de nuevo a bordo. Supongo que el ruido que hacen los negros e indios
cantando y el golpe de las pértigas en el agua, asustan a los caimanes y
los mantienen lejos de los buques. Una hora o dos más tarde de esto, mi
perro favorito, Don, perdió el equilibrio y cayó al agua; Jo di por perdido,
pero los esfuerzos de uno de los negros a quien le había prometido un dólar
dieron buenos resultados, pues Don me fue 1escatado y ahora está vivo y
sano en Inglaterra. Encontramos muy útil a Jacko, el oso hormiguero que
había comprado en Jamaica, pues en el barco mataba las cucarachas, hor-
migas blancas, arañas etc. Estos insectos invaden constantemente nuestras
P' ovisiones y son especialmente incómodos. Por desgracia J acko tenia pro-
funda aversión a toda la raza canina; por lo tanto había una guerra perpe-
tua entre él y Don, que al fin fue fatal para Jacko, pues con gran pesar

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por mi parte me vi obligado a matarlo. Después de mi llegada a Bogotá,
casi se termina la vida de Don, a causa de un profundo mordisco en el
cuello. Había leído en algunos autores que el oso hormiguero carecía de
dientes; mi viejo pointer podría decir otra cosa muy distinta -ellos muerden
con tánta agudeza como un tejón y sus patas están provistas de garras
largas y fuertes.
Tuvimos poca brisa o ninguna para la navegación. A nuestra tripulación
negra, cobriza y morena le oí rezar a San Juan para que concediera brisas
favorables. Los lagos rara vez tienen más de veinte pies de profundidad
y en promedio unos seis o siete pies. Nuestro buque mayor calaba unos
dos pies y medio y el menor uno y medio. Comíamos a las seis en nuestros
camarotes o por la cubierta del buque grande y bebíamos a la salud de
nuestros buenos amigos de Inglaterra con una botella de clarete San Julián
y echamos anclas a las siete, en un lugar llamado Menciado, clavando las
pértigas en el lodo y amanando los botes en ellas. Por la noche hubo buenas
brisas que sirvieron para mantener alejados a los mosquitos y dormimos
profundamente sobre cubierta, después de haber pasado dos noches en la
costa tan incómodos. El bongo no apareció sino a las seis de la mañana y
se regañó al patrón, que demostró ser un tunante redomado.
El día siete, a las siete de la mañana, entramos a la Boca de Caño
G1·ande, que no tiene más de veinte yardas de ancho, timoneando de occidente
n stsr. Navegábamos entonces a una velocidad de cuatro nudos por hora.
Todos los negros e indios tomaban por la mañana temprano un vaso de
ron, y si se les agregaban unos cuantos cigarros, los individuos trabajaban
como esclavos de galeras durante tres o cuatro horas. Cicerón hubiera
podido arengar a estos negros boteros sin causar la menor impresión, pero
en cuanto ellos veían los cigarros y la damajuana de ron, les brillaban los
ojos y pronto se oían las canciones alegres y las largas pértigas se movían
con precisión y rapidez. Ellos están desnudos con excepción de un trapo
de tela que llevan al rededor de la cintura y un sombrero de paja. El coronel
Cumpbell mató una hermosa garza de color blanco lechoso o garza real.
Sobre el dorso de este animal se hallan las plumas que adornan la cabeza
de nuestras bellezas europeas. Observamos gran variedad de aves acuáti-

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cal> tales como gallinetas, espátulas escat·latas y un ave excelente, el
fl&mingo y cercetas, pero ellas se asustaban a ver los buques. Al cruzar
el Caño de Boca Grande entramos en otro lago, denominado Redonda y
después pasamos por Boca Sucia, que es un canal pantanoso. Después de
esto, el coronel vio dos monas coloradas y un mono rojizo que dan unos
alaridos esp¡mtosos y gruñen durante toda la noche, pero no están a tiro
de fusil. El plátano y la higuera silvestre crecen a orillas del lago y las
flores y enredaderas de algunos arbustos eran de los más hermosos y bri-
llantes colores. Por la tarde tomamos agua del lago, a las cuatr<5, y nos
pareció bastante fresca; vimos un enorme pájaro que los indios llaman
tixerana o cola de tijera. Por la tarde entramos al Caño de Clarín y
observamos gt·an número de monos colorados trepados en los árboles, pero
ninguno de ellos estaba a tiro de fusil, con excepción de uno al cual heri-
mos; este no cayó, pero se mantuvo colgado de la cola hasta que lo
herimos seis veces. Con mucha düicultad desembarcamos para buscar al
mono, que esperábamos se hubieran devorado los mosquitos, de los cuales
hay millones zumbando al rededor de nosotros. Al abrir y despellejar el
mono, los negros e indios observaron que era hembra y estaba grávida;
mas, sin embargo, oí decir que ellos habían preparado un plato delicado
para la cena: estos individuos tienen apetito de buitres y digestión como
la de un avestruz. Pasamos la noche en el Caño Abrito, que es fresco pero
algo infestado pot· mosquitos.

Jueves 8. Entramos a las cinco de la mañana a zarpar de Caño Abrito


y vimos por la costa una gran bandada de loros verdes; erré con mi
escopeta varios tiros pero más tarde maté un mirlo de la misma forma
y tamaño de una urraca de cola larga, ojos muy oscuros y cresta en la
parte superior del pico. A las ocho de la mañana entramos al Caño de
La Soledad, con temperatura de 79°. y llegamos a desayunar a Cuatro
Bocas. En las orillas de Cuatro Bocas encontramos una familia acampada;
t'Rta :;;e hallaba aquí durante unos días esperando vientos favorables para
c1 uzar los lagoR de Santa Marta; tenía un cargamento de arroz, gallinas
y plátanos. Una linda mulata de diecisiete años formaba parte del grupo
y observé que mi joven secretat·io estaba muy atento con ella; pero el

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desconocimiento de la lengua española constituía un serio obstáculo para
enamorar. Aquí tuvimos que ejecutar una desagradable maniobra al ver-
nos obligados a descargar los buques, sacando todo el equipaje pesado y
trasbordándolo a la playa arenosa, lo cual nos detuvo algunas horas; hubo
también una lucha desesperada entre Don y el oso hormiguero; en esta
Don salió con un fuerte mordisco en la cola, que fue curado por uno de
los indios aplicándole sal y tabaco en la herida. El alimento de los indios
y negros es arroz, plátano y carne salada de ternera en sancocho. Durante
las comidas Jos remos anchos que los boteros usan siempre cuando van a
atravesar el río se lavan y colocan en el fondo del champán hacia la p1·oa;
entonces la ración de alimentos se saca y divide en pequeñas partes para
los hombres que se la comen con los dedos. La mayor parte de las bodegas
tienen grandes conos de panela que sirven de postre. Hoy el coronel
Campbell mató lo que nos imaginamos que fuera un enorme pavo silves-
tre, pero más tarde averiguamos que se trataba de buitre de la ciénaga
o gallinazo del lago. Esta ave tenía cinco pies y medio de ancho de alas,
patas largas, rojas y muy fuertes; el plumaje del dorso y del pecho negro
y gris y blanco en la cabeza con dos espuelas curvas afiladas en la punta,
de casi una pulgada de largo desde la base de cada ala, con las cuales
golpean con fuerza terrible. Los indios nos habían dicho que el buitre se
podía comer, lo desplumamos y lo preparamos para la comida; no hay
nada qué decir de sabor, pues debo confesar que nunca había probado
una cosa tan dura, fuerte y mala; y el coronel y la señora Cade fueron
de la misma opinión. Esto resultó ser para nosotros un día de ayuno.
Antes de llegar al río Magdalena los buques encallaron, lo cual nos
obligó a permanecer inmóviles durante la noche. No nos habíamos cam-
biado la ropa desde que embarcamos en Pueblo Viejo, ni habíamos visto
choza ni sér humano, salvo la familia ya mencionada. Los mosquitos y
el jenjén resultaron muy fastidiosos esta noche, al acercanos a la playa.
Vi una gran cantidad de cocuyos por la noche, que proyectan una luz
fluorescente y los llaman luciérnagas.

Viernes 9 de enero. Entramos al río Grande o río J\1agdalena, río de


primera clase, aún en Sur América, donde los hay de corrientes poderosm¡.

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El Magdalena en este lugar me pareció que tuviese una milla y media
de ancho y el agua muy turbia. Las pendientes suaves de las colinas hacia
el S.O. a siete u ocho millas de distancia tienen mucho parecido a las
cascadas del Sussex. Estas fueron las primeras tierras que vimos cultiva-
das de algodón, maíz, cacao y caña de azúcar, desde nuestra salida de
Pueblo Viejo; estas se hallan a la orilla izquierda del río ~Iagdalena y
en estos terrenos la mayor parte del suelo rico y fértil permanece sin
cultivo y cubierto de selvas. Un poco más arriba del río divisamos exten-
sas sabanas con gran número de caballos pastando; en esta región hay
asimismo extensas granjas donde los propietarios mantienen de doscien-
tas a trescientas vacas lecheras y producen unas dos o tres arrobas (1) de
queso diario, gran parte del cual se envía a las ciudades de Cartagena y
Santa Marta. Los habitantes que viven junto al río eran generalmente
criollos y vimos muy pocos indios o negros. Las aves de corral se venden
aquí a dos chelines el par. El coronel Cnmpbell mató un loro verde con
plumas escarlatas en las alas, que resultó gordo y tierno. Los españoles
bloquearon el estrecho canal de Bocado1·es de la Buega, que es la vía
angosta entre el río Magdalena y los lagos, pal'a evitar que los colom-
bianos atacaran a Pueblo Viejo y a Santa 1\tarta. Este canal fue dominado
y los obstáculos removidos por los buques cationeros de los patriotas.

Hacia el medio día Tiegamos a la espaciosa ciudad de Soledad, situada


a milla y media del Magdalena, en la ribera izquierda, y se comunica
con el río por un caño o canal natural. Un comerciante mulato nos ofreció
bondadosamente habitaciones para pasar la noche y darnos la comodidad
de disfrutar de una camisa limpia, después de haber transcurrido cuatro
días con sus noches sin cambiarnos de ropa, en un clima tropical donde
el termómetro a la sombra marca a las tres de la tarde 83°. Divisamos
a Jo lejos la aldea de Bnrranquilla, pero por falta de agua no pudimos
desembarcar. Enviamos nuestras cartas de presentación con un mensajero
al señor Glenn, respetable comerciante inglés que residía allá. Vimos un
caimán muerto tendido sobre el lomo a la orilla del río; me imagino que

(1) LA Anobn lien (' v~intidnco libr•• ·

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tE:ndría de 14 a 15 pies de largo y debido a su hediondez llegó a ser un
vrcino desagradable. Las orillas del l\Iagdalena son hermosas a causa de
la abundancia de flores rojas y lilas de la clase de cámbulos que las
guat·necen.

En Soledad encontramos un negro llamado Luis Bramar, que había


estado durante tres años de tambor mayor en uno de nuestt·os regimien-
to~: como guardia de corps. El hablaba inglés muy bien y estaba empleado
como dependiente en la tienda de nuestro anfitrión. Nos fue muy útil y
entre sus conocimientos del inglés nos informó que había aprendido el
arte de preparar el ponche de huevos en nuestro país. Nosotros pusimos
a prueba su habilidad y nos regalamos durante la noche con esta bebida,
encontrándola tan excelente que le rogamos a don Luis le diese una
lección a nuestro cocinero Edle. Vimos aquí muchos caballos y mulas en
grandes barcazas para lavarlos; es el único cuidado que se les da a estos
animales, que prueba sin embargo, se¡· muy refrescante después de un
viaje. A los caballos, mulas y asnos les gusta por igual la calabaza; su
forraje habitual es el maíz, en los países cálidos. El señor Glenn, herma-
no del comerciante, vino a caballo de Bananquilla a visitarnos; él estaba
a media paga en el ejército de Meuron.

El gobierno colombiano le había concedido al señor Elbers, comer-


ciante alemán, el derecho exclusivo para navegar durante veinte años
por el río Magdalena con buques de vapor. En esta época un buque de
vapor de cuarenta caballos de fuerza, había entrado al ~fagdalena proce-
dente de los Estados Unidos. Este buque después subió únicamente unas
pocas leguas arriba de la ciudad de Mompox y a causa de su gran calado,
no pudo proseguir más adelante. Es de lamentar que el gobierno de Co-
lombia hubiese concedido el derecho exclusivo de navegación en los
principales ríos y lagos, a saber: el Magdalena, el Orinoco y el lago
de l\laracaibo a individuos particulares; la madre patl'ia del pasado sufre
el ejemplo pemicioso del sistema de monopolios. Estas grandes vías de
comunicación deben dejarse a disposición de todo el mundo y si este hu-
biera sido el caso, estoy seguro de que po1· esta época, a fines de 1825,

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muchos barcos de vapor estarían navegando en estos l'ÍOS y lagos. Si el
gobierno ha estado decidido a estimular los monopolios, que siemp1·e son
desventajosos para una nación comercial, hubiera sido más conveniente
haber hecho contratos con compañías respetables, que poseen capital sufi-
ciente para evitar cualquier obstáculo natural en la navegación de los ríos,
como esas grandes masas de troncos, los bajos fondos y bancos de arena,
etc. El Magdalena es la gran vía fluvial que comunica a las provincias
de Santa ~Iarta, Cartagena, Antioquia, Mariquita y Neiva y transporta
buques a tres días de distancia, por tierra, de Bogotá, capital de la repú-
blica. Dejo estas disquisiciones de economía política para que se juzgue
si es esta una razón fundamental para no conceder privilegios exclusivos.

Después de habernos provisto de una buena cantidad de camarones


secos, pollos, azúcar, chocolate, mermelada de naranja y de algunos vinos
fuertes catalanes, salimos de Soledad el ~ábado y pasamos por las ciuda-
des de Sabana Grande y Rey de Molino, distantes de cinco a ocho leguas
de Soledad. El arbusto de algodón silvestre está a orillas del río cargado
dP capullos maduros y reventones, que presentaban una apariencia bonita
y nueva. También observamos la vainilla, que la produce una planta tre-
padora que se enrosca al rededor de los árboles de la selva, y que p1·oduce
un efecto agradable. Esta planta medra mejor en el suelo húmedo, y de
ella gran cantidad se enviaba anteriormente a España para emplearla
en la sazón del chocolate. El número de enredaderas separadas y colgan-
tes de los árboles espaciosos, producen un efecto singular en estas vastas
selvas y algunas veces a distancia parecen cables pequeños de las vergas
dE> un acorazado. A veces las he encontrado tan densas y entrelazadas
entre sí que parecen impenetrables: algunas de e11as cuando están en
florescencia son especialmente agradables a In vista. Gran cantidad de
árboles frutales se adaptan bien para el trabajo de enchapado y presentan
una variedad de colores agradables cuando se pulen debidamente. Después
vi en Bogotá mod('los de ob•·as de ebanistería, tales como muebles para
las altas clast.>s socialt.>s, que me asomb1·aron completamente. Los colores
diferentes de las mader·as habían sido enchapados con mucho gusto; pero
lo!> criollos trabajan muy despacio y probablemente un hermoso tocador

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con cajones no se termine en menos de un año; y además debe darse el
dinero por anticipado al ebanista, pues este no tiene capital. Vimos el
esqueleto de un gran caimán y el coronel Campbell mató un pájaro de
hermoso plumaje llamado la amarilla o pechiamarillo; el dorso tenía un
bello color castaño, el pecho amarillo brillante y un hermoso copete rojo
en la cabeza; es como del tamaño de un mirlo y canta muy bien.

El río en esta parte había disminuido considerablemente en altura


y la coniente era más fuerte. Algunas de las granjas de las orillas daban
un aspecto rural bonito, al estar sombreadas por la palma real de perenne
follaje, que se remonta a considerable altura. Observamos en muchos
lugares unas cercas bastante fuertes de bambú, construidas en la margen
del río para proteger a los habitantes de los caimanes que tánto abundan
en el Magdalena. A pesar de estas precauciones, ellos de vez en cuando,
se dan maña para atrapar a alguien. Nos contaron en Barranca que
una mulatica de catorce años de edad había sido anebatada por la muñeca
mientras llenaba un balde y arrastrada bajo el agua por uno de estos
saurios. Tan pronto como los caimanes han saboreado la carne humana
se aficionan particularmente a ella y son feroces y atrevidos en el ataque
a la especie humana. Los nativos conocen esta circunstancia y procuran
por todos los medios capturar el caimán que se lleve a alguna persona,
cosa que es muy fácil de realizar, pues este monstruo anfibio es voraz
como el tiburón y tiene sus cuevas particulares que rara vez abandona.

Mi secretario y yo entramos al bongo para navegar más rápido que


el buque durante la noche y pasamos una sin dormir a causa de los
desesperados ataques de las diferentes especies de mosquitos que infestan
las orillas del Magdalena. A las tres de la mañana anclamos en la pequeña
aldea de Ponto Corvo y nos sentimos muy complacidos de poder huir de
nuestros perseguidores en la playa, los mosquitos, que ya cubrían todo el
bongo. Aquí dormimos en el suelo durante tres o cuatro horas basta la
llegada del buque y nos dimos cuenta de que el coronel Campbell también
había sufrido su penitencia como nosotros, durante la noche. Compré un
bonito loro verde en este lugar por tres dólares, que hablaba algunas

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frases en español con bastante claridad y era un buen patriota, pues se
le oía gritar "Bolívar" y muy a menudo decía "viva Colombia", "viva la
patria y nada para los españoles". Este loro lo llevé después a Inglaterra
y murió durante el invierno de 1825.

Hoy domingo, 11 de enero, a la una pasamos por Picua, pequeña aldea


sobre la orilla derecha del río y vimos una bandada de gallinazos, pequeño
buitre negro que se alimenta de mortecinos y cadáveres de caimán; tam-
bién vimos grandes árboles en forma de campana en la selvas. Cerca de
la aldea de Curé de San Antonio, observamos inmensas rocas y gran canti-
dad de pececitos que con frecuencia saltaban fuera del agua; nos imagina-
mos que estaban perseguidos por los caimanes. Se divisaban montañas
orientadas hacia el S.O. Entonces nos dirigíamos hacia el sur. El termó-
metro a la sombra marcó este día 86°. El coronel Campbell mató una
garza de color de paloma, casi de la mitad del tamaño de las garzas
del país, la cual tenía un redondel rojo alrededor de los ojos y patas ama-
rillas.

En esta parte del río hay muchas isletas pobladas todas ellas de
árboles gigantescos y hermosos arbustos, especialmente la mimosa. La
tierra da el aspecto de ser extraordinariamente rica y fértil; en algunas
partes hay hasta quince pies de profundidad de capa vegetal. El bejuco,
una enredadera, crece en estas selvas, es tan fuerte y resistente que los
nativos lo emplean pa1·a amarrar las vigas de sus casas y los bambúes
para cubrir los champanes o lanchones en los que viajan por el Magdalena
desde la ciudad de Mompox al intel"ior de las provincias. Vimos varios
monos colorados en los árboles y un par de guacamayos o macaguas
grandes de color escat·lata.

La noche la pasamos en la gran aldea de Barranca Nueva, situada


en la orilla izquierda del Magdalena, en la casa de correos que era el
mejor alojamiento que tuvimos desde que dejamos la casa del señor Fari-
bank en Santa :\1arta. Barranca Nueva es una plaza floreciente debido a
una considerable parte de productos que se transportan por el Magdalena,

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se descargan aquí y se llevan en mulas a Cartagena. Se emplea el mismo
medio de transporte de Cartagena a Barranca para el despacho de artículos
de lencería, vinos etc., procedentes de Europa, Estados Unidos y Jamaica.
Hay un canal natural entre Cartagena y Barranca para los lanchones
durante la estación de lluvias que dura tres meses. Un ingeniero ha ins-
pf'ccionado el terreno entre las dos ciudades y se espera que la comuni-
cación fluvial se mantendrá abierta durante todo el año a bajo costo. Los
campos se han despejado a alguna distancia alrededor de la ciudad y como
e!>tá en lo alto, por esta circunstancia se goza de una bella vista del
Magdalena hacia abajo y arriba de la ciudad.

En esta ciudad, el cónsul general Henderson tuvo la desgracia de


perdet· a su hijo, pt·imoroso joven de diecisiete años, tres semanas después
de nuestra salida. El se estaba bañando y me imagino que nunca se supo
bien si se ahogó o fue anebatado por un caimán. En esa ocasión un
sit viente que estaba con él hizo una descripción muy confusa del accidente
y entiendo se manejó de manera cobarde al abandonar al pobre joven.
Frente a Barranca Nueva había un isla, la cual parecía lugar predilecto
para los monos colorados que hadan gran ruido durante toda la noche.
Por la tarde el jefe de correos y unos veinte o treinta hombres y mujere~
l:l caballo y en mulas regresaban de un baile que se celebraba en una aldea
a unas dos millas de distancia. Las señoras cabalgaban a horcajadas cor.
las enaguas arriba de las rodillas. La población de Barranca Nueva eE
de unas mil almas. Por la noche disfrutamos todos de un baño refrescant(
en una parte panda del río, con un sirviente en vela para los caimanes e
cocodrilos. El coneo de Cartagena va de Barranca Nueva a Honda, a una
distancia de ochocientas millas en quince días. Se transporta en una canoa
larga con cuatro hombres y se impulsa por medio de pértigas día y noche
un hombre manejando el remo, otro piloteando y así se reemplazan con los
demás cada seis horas.

El día 12 salimos de Barranca Nueva a la seis y media de la mañana.


El jefe de correos había recibido esa mañana una carta en donde se le
anunciaba que dos miembros del congreso, procedentes de Panamá, esta-

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rían en Barranca Nueva dentro de seis días y se deseaba que se enviaran
a Cartagcm\ veinte caballos y mulas para <:>1 transporte de ellos, de su
comitiva y equipajes. Cuando estábamos subiendo a bordo conocimos al
coronel Johnstone y a otro oficial irlandés; el primero había estado cinco
años al servicio de Colombia y había luchado en casi todos los combates
contra el general español Mot·illo, habiendo estado gravemente herido.
Como era oficial de campo en el batallón de Albions, compuesto de soldados
ingleses, el coronel estaba en uso de retiro a media paga y se preparaba
para ir a Inglaterra. Los oficiales en uso de retiro del servicio colombiano
que no hayan sido heridos, reciben solamente una tercera parte del sueldo.
El coronel Todd, anteriormente encargado de negocios de los Estados Uni-
dos ante la república de Colombia se hallaba aquí, en viaje para Norte
América pero no le vimos.

En cuanto navegamos río arriba con una brisa agradable, cerca de


la costa maté una iguana de cuatro pies y medio de largo de cabeza a
cola del género saurio. El patrón nos dijo que era un manjar delicado,
por lo tanto se lo entregamos a Edle, el cocinero, para que hiciera un
fricasé para la comida con salsa blanca; nosotros lo encontramos exce-
lente, pues era gordo y blanco como una gallina. El coronel Campbell y yo
salimos en la canoa con nuestros fusiles cuando había menos agua y mata-
mos tres papagayos rojos de gran tamaño. Desembarcamos y nos dirigimos
hacia un laguito donde los indios nos indicaron que era un lugar de caza
de aves. En nuestro camino vimos una diversidad de pavos negros silves-
tres en los árboles; yo le disparé a uno y lo herí pero logró escapar. El
coronel Campbell en el lago, donde vimos gran variedad de gallinas silves-
tl·cs, mató un chorlito pardo que tenía ol pico encorvado de unas cinco
pulgadas de longitud. En un palo, a orillas del río estaba colocada una
cabeza de tigre que parecía haber sido muerto últimamente, los colmillos
eran largos y gruesos y tenia una mueca espantosa. Nos dirigimos a un
co1 ral de ganado que estaba protegido fuertemente con una cerca formada
por guaduas grandes para evitar que las fieras se apoderaran del ganado.
En un rancho cercano encontramos una negra muy ocupada haciendo
quesos de leche sin descremar; tomamos con mucho agrado un tt·ago de

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suero que nos pareció muy caliente, después anduvimos por lugares poco
ventilados a causa del espeso follaje de árboles y arbustos. En este rancho
vimos una pica o lanza larga con que se guían los toros, que son muy
bravos. Nosotros estábamos allí muy precavidos durante nuestro paseo, a
causa de las numerosas serpientes venenosas que invaden los bosques y
lugares pantanosos, especialmente las culebras cascabel y las equis, cuya
mordedura pronto es mortal, si no se aplica el específico empleado por los
nativos del país. En algunos árboles observamos que se habían hecho
grandes agujeros por los lados, los que, según se nos dijo se hacían con
el fin de preparar colmenas, pues había abejas silvestres cuyo producto es
muy provechoso aquí, donde hay tánto altares y retablos constantemente
iluminados con cirios en ciudades y aldeas, en homenaje a la Virgen y a
todo el calendario de santos.
Hoy pasamos el día en las aldeas de Barranca Vieja y de Yuel, situa-
das ambas a la orilla izquierda del río. Las aves gorjeaban y el panorama
de la selva era grandioso. El termómetro a la sombra a la una de la tarde
marcaba 87° y a las tres de la tarde 89°. Un indio brincó al agua en
busca de su sombrero de paja, el cual obtuvo sin peligro alguno; estos
hombres nadan admirablemente. Una balsa inmensa, cargada de caballos
y mulas, que iba bajando el río pasó junto a nosotros; estaba esta protegida
por una cerca de guaduas. Vimos una bandada de guacamayos rojos, que
viajan siempre en parejas y algunas veces sus cabezas escarlatas se ven
asomar por entre el follaje de los árboles en donde, según se nos dijo,
hacen los nidos.
Pasamos la noche en la aldea de Yubertin y al anochecer fuimos de
paseo a la plaza, donde encontramos grupos de personas de diferentes
tonalidades de color moreno, jugando cartas en mesitas al rayo de la
luna, apostando dulces. Los negros, indios, mulalos, zambos y criollos
parecían estar tan interesados en esos juegos como los jugadores profe-
sionales apostando miles en una casa de juego de Londres. Nos sorprendió,
o tal vez nos mortificó bastante notar que estos jugadores no hacían ningún
caso de nosotros. Los hombres de esta aldea eran todos pescadores, y ob-
servamos mucha cantidad de pesca de forma y color semejante al escarcho

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de dos a tres libras de peso colgada en cuerdas secándose al sol. Como
habíamos colocado nuestros mosquiteros antes de la puesta del sol, lanza-
mos un desafío a estos insaciables chupadores de sangre, que podían oírse
afuera zumbando, volando en todas direcciones y tratando por todos los
medios de encontrar un agujero en las cortinas. Un criado debe estar
pxeparado para cerrar el mosquitero inmediatamente que uno se mete a
In cama, pues de otro modo se cuelan estos atormentadores y pican y dan
serenata toda la noche. No conozco nada más atormentador que las picadas
de mosquito en un clima tropical. Es casi imposible abstenerse de rascar
la picadura, la cual se irrita inmediatamente y algunas veces es sumamente
dolorosa. Los nativos aplican sobre la irritación tabaco empapado en ron
y yo comprobé que alivia mucho la inflamación.

Salimos de Yubertín al despuntar el día y vimos una serpiente verde


y negra de unos siete pies de longitud deslizándose entre los arbustos de
la orilla del río. Antes de tene1· tiempo para coger las escopetas ya había
desaparecido. A las doce y media del día pasamos la ciudad de Tenerife.
Esta plaza ha sufrido mucho a causa de la lucha de los colombianos por
la causa de la libertad. La iglesia y las casas mejores fueron quemadas por
los patriotas en 1812, pues los habitantes eran godos, vocablo que se apli-
caba a los españoles por ser descendientes de los godos. En una canoa
grande vimos un enorme pescado llamado bagre, de unos tres y medio
pies de longitud con manchas negras a los lados, una cabeza grande apla-
nada y boca ancha, ojos pequeños y barba fuerte. El bagre es un magnífico
alimento y su carne es muy nutritiva. Uno de los indios pescó una tortu-
guita de agua. Otro caimán de gran tamaño apareció muerto a orillas del
río y una nube de gallinazos estaban devorándolo. Entre estos, observamos
dos de las especies denominadas rey de los gallinazos. Se dice que el
gallinazo corriente se retira de su presa como un súbdito obediente y ob-
serva cuando el rey de los gallinazos aparece. Esto en general puede ser
cierto, pero en esta ocasión, supongo, el espíritu de rf:publicanismo se
había extendido a esta tribu plumosa y ya no se trataba al rey con el
mismo respeto, pues dos 1·eyes estaban con todos sus súbditos comiendo
sin ceremonia y con tánta jovialidad como el rey Arturo en medio de sus

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caballeros. Hoy por primera vez vimos el ave cabecinegra; se trata de un
pájaro de gran tamaño, que en pie mide cuatro pies de altura, el cuerpo es
blanco, la cabeza negra y el cuello rojo brillante. Era tan arisco que nunca
pudimos tenerlo a tiro de fusil. También vimos bandadas de loros verdes,
periquitos, que hacían mucho ruido al volar. Había tal cantidad de peces en
la parte panda del río que parecía como si la canoa fuera a cortarlos.
Esto ocurría cerca de la aldea de Plato; aquí contamos treinta caimanes
nadando a unas doscientas o trescientas yardas de nuestra barca; en gene-
ral sólo las cabezas aparecen sobre la superficie del agua. Plato es una
aldea notablemente limpia y bonita, por lo tanto resolvimos pasar la noche
alli.

Por la noche dimos nuestro paseo acostumbrado por la aldea, fuimos a


dar a una casa donde había dos muchachos negros tocando violín, una
muchacha tocando tambor y un mulato el triángulo. Nos causó gran sor-
presa oír a estos músicos morenos tocar algunos valses con gran gusto y
expresando el deseo de que salieran a bailar; pronto se formó un circulo y
empezó el baile. Mi joven secretario bailó un vals con dos o tres bonitas
mulatas y algunos aldeanos bailaron durante una hora o dos. Era mu¡
agradable el ver la manera graciosa de esas niñas de ocho o diez años
cómo bailaban, colocando los brazos en forma variada de actitudes elegan-
tes. Los criollos, indios y negros tienen un oído excelente para la músicB.
Con frecuencia he recordado esta noche con placer; la noche era fresca y
agradable, la luna esparcía sus rayos sobre nosotros, todos parecían esta:
embriagados de alegría y contento. Grupos de niñitos desnudos reían sen-
tados con las piernas cruzadas a nuestro alrededor, lo mismo que los baila-
t·ines parecían disfrutar de la novedad de la escena. Tal vez seria dudosf
si la brillante asamblea de Almacks sintiera la alegría de estos hijos de ll
naturaleza tan puros. Se servían tandas de ron y pasteles entre los bailes
El termómetro marca hoy 93° a las tres de la tarde. Al salir de Plato po:
la mañana temprano una muchachita mulata le trajo al coronel Campbel
de regalo una taza de leche fresca y algunas frutas. El coronel habit
estado charlando con ella la noche anterior y le había regalado una chu·
chería; y para ella demostrarle su gratitud le hizo este regalo.

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Le regalamos el pasaje a una muchacha zamba desde este lugar hasta
1\tompox. La canoa o piragua en donde ella iba río abajo se volcó durante
la noche al chocar con un gran tronco que flotaba sobre el río; todo se
perdió; la muchacha y la tripulación se salvaron nadando hacia la playa.
Esta joven damita parecía sufrir su infortunio con mucha filosofía, pues yo
la oí con frecuencia cantando. Durante el viaje maté una garza que medía
cinco pies de punta a punta de las alas. Vimos gran cantidad de patos y
gansos silvestres y lagartos de color verde brillante a las orillas del río;
estos reptiles son muy rápidos y ágiles en sus movimientos. A los nativos
les gustan mucho los perros y los tienen por cantidades en todas las aldeas;
sus ladridos durante la noche mantienen alejado al jaguar o trigrc de
manchas negras, al leopardo rojo y a otras fieras carnívoras. Oí decir que
la rabia canina no se conocía en Sur América. El agua del río Magdalena
está siempre muy turbia. Pasamos la aldea de Sombrone a la orilla izquier-
da del rio y dormimos en San Pedro, a siete millas de distancia de Plato.
El termómeti·o a las tres de la larde indicaba en la sombra 92° y en el
sol 112°. Disparamos cuatro veces hoy a los caimanes muy cerca del bongo
con perdigones y posiblemente les dimos, pues inmediatamente se sumer-
gieron y no los volvimos a ver más; yo me imagino que uno de los rifles
del señor Staudcnmcyer a una distancia moderada hubiera podido atravesar
las escamas. Dormimos esta noche en el Sitio del Demonio, a causa de la
nube constante de diablillos que en forma de mosquitos invade este Jugar.
Partimos de aquí a la salida del sol del día 15 de enero.

Esta mañana el segundo patrón o capitán de la canoa se cayó al agua


y tomó más de la necesaria para aplacar la sed; inmediatamente vimos
un enorme caimán o cocodrilo que se dirigía hacia él; golpeando las pérti-
gas contra el agua y los indios y negros haciendo un ruido enorme, logra-
mos mantenerlo alejado mientras le arrojamos un cabo al patrón y lo
sacamos sano y salvo a cubierta; el caimán y el remojón le volvieron la
serenidad al caballero completamente. El coronel Campbell encontró varios
huevos de caimán a punto de empollar. La navegación por el río se volvió
ahora muy monótona debido a gran número de troncos de árbol que flota-
ban en el agua, los cuales estrechaban el curso de la navegación formando

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corrientes y remolinos, y como no soplaba ninguna brisa la tripulación se
vio obligada a remolcar encima de esos palos, debido a que el agua era
bastante profunda en las demás partes del río. Mienti·as impelian el buque
\ con las pértigas con abundante transpiración, bebían grandes cantidades
de agua sin experimentar malos efectos; esto puede atribuirse quizás al
calor del agua. En el curso del día observamos varias bandadas de palomas
silvestres y gran cantidad de milanos blancos. El termómetro a las tres
de la tarde, a la sombra, marcaba 93°. Al medio día tuvimos una agradable
brisa del S.O. y unas cuantas gotas de lluvia, las primeras que recibimos
desde que desembarcamos en el continente de Sur América. Acampamos
por la noche en Pinto, pequeña aldea de 300 habitantes. Los agricultores
aquí son ganaderos, algunos tienen hasta 100 cabezas de ganado. Por la
noche fuimos a visitar al segundo alcalde o magistrado, y compramos tres
pieles de tigre por seis duros españoles. Una de estas pieles perteneció a
un tigre que se había llevado una pica del alcalde hacía algún tiempo y
en el ataque con este feroz animal murieron tres de sus mejores perros.
Los cazadores de jaguares los matan a veces a bala, pero generalmente
prefieren emplear para tal fin una lanza de siete pies de largo con un
hierro ancho en la punta, muy afilado en los bordes. El alcalde manifestó
que nuestro gran tigre había atravesado el río a nado tres meses antes y
al amanecer llegó al centro de la aldea; los pert'os dieron la alarma con
incesantes ladridos; cuando el alcalde regresó con sus esclavos, atacó al
intruso y lo mató. Los jaguares y caimanes son enemigos mortales, los
primeros les hacen la guerra perpetua a los últimos. Siempre que el tigre
sorprende dormido a un caimán sobre la arena caliente, él lo ataca por
debajo de la cola, que es una parte blanda y gorda y la más vulnerable y
tal es su sobresalto que difícilmente se mueve o resiste; pero si el caimán
agarra a su enemigo en el agua, su elemento más propio, entonces los
papeles se cambian y po1· lo general el tigre se ahoga y perece devorado;
conocedor de esta inferioridad, cuando tiene que atravesar un río lanza un
tremendo rugido en la orilla del río antes de entrar al agua con la espe-
ranza de asustar al caimán y alejarlo. En este paraje había gran cantidad
de tigres gallineros que se llevaban los cerditos, las cabras y las aves;
sus pieles tienen manchas negras, son suaves y muy hermosas y constitu-

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yen un artículo comercial en Europa. Una vaca gorda vale aquí unos veinte
duros españoles; se sacan con frecuencia dos arrobas (1) de cebo para
hacer velas.

Salimos de Pinto a las seis de la mañana, a esa hora habla 78° de


temperatura; en la noche hubo mucho rocío y una niebla espesa por la
mañana. Antes de salir se entonaban siempre oraciones por uno de los
indios o negros y en la última parte de la plegaria se unía toda la tripu-
lación y rezaban en coro. Como el día era nublado, sali con el coronel
Campbell en la piragua de cacería y desembarcamos en un bonito pat·aje
donde habla un choza indígena rodeada por gran variedad de árboles fru-
tales de mucha belleza, cubiertos de capullos de flor, botones y frutas
maduras. Los señores en Inglaterra habrían considerado estos árboles de
valor incalculable como ornamento para sus parques, pero aquí les echan
hacha sin piedad, sin mandato alguno ni peligro de denuncia por daño.
Vimos aquí diversas especies del mono llamado mono mochino, de cola
muy larga, la cual emplean para saltar de árbol en árbol con sorprendentE:
actividad. Los perseguimos durante algún tiempo, deseosos de dispararles.
Permanecimos cuatro horas en estos bosques y aun cuando están cubiertos
d~ espeso follaje, y de vez en cuando encontrábamos un sendero indígena
claro, sin embargo el calor era tan intenso que nos ocasionó gran fatiga
la caminada. Metimos en nuestros talegos a un mono colorado, de barba
larga e hh·suta como la de un fraile capuchino; dos grandes guacamayos,
uno escarlata y el otro azul brillante y amarillo; dos periquitos verdes, un
hermoso halcón culebrero, llamado así porque mata las serpientes, con un
anillo negro en el cuello; una oropéndola, una mirla del tamaño de un
tordo, con plumas anaranjadas en el pecho y parte de la cola; una enorme
garza; un pato real silvestre; un halcón amarillo con la cabeza de color
castaño. Consideramos esta excursión como un magnüico día deportivo.
Sentimos algún remordimiento por haber matado el mico macho; él parecía
mirarnos con mirada piadosa y de reproche, como si quisiera decir "¿ Quó
hice yo para merecer la muerte?" y al morir, su larga barba le daba el

(l) Un~• tinru~ntA llbn~e

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BANCO DE LA REPUBLICA
BIBLIOTECA LUIS-ANGEL ARANCO
CATALOGACION
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aspecto de un anciano. Vimos una espátula de color escarlata, pero se
mantuvo fuera de nuestro alcance. Llegamos a las seis de la tat·de a Rin-
conada, una casa abandonada, ambos estábamos rendidos, después de tánto
ejercicio y sin haber comido nada desde las seis de la mañana. Aquí dormi-
mos. El amo de la casa era un criollo, hombre muy industrioso; hacía tres
años logró que le concedieran mil yardas a lo largo de la orilla del río y
todo cuanto pudiera cultivar en la parte posterior, pagando pequeños diez-
mos a un sacerdote de Mompox. Durante este tiempo él había construido
un trapiche; bonito edificio y muy ordenado; sus plantaciones de caña de
azúcar, cacao y plátano se hallaban cultivadas en la forma más ventajosa.

El sábado 17 de enero llegamos a la ciudad de Mompox a las cuatro


de la tarde. Teníamos cartas de presentación para un respetable comer-
ciante colombiano de esa ciudad, llamado Pino. Esperábamos que se nos
hubiera ofrecido alojamiento, pero por desgracia el señor Pino en esa
ocasión estaba muy enfermo y no nos pudo recibir. Visitamos después al
señor Lynch, inglés que había sido oficial en el ejército colombiano y
actualmente se hallaba establecido como comerciante en Mompox. Muy
amablemente nos ofreció parte de su casa, la cual aceptamos gustosos. En
esta ciudad, es necesario hacer otra descripción de las balsas planas, deno-
minadas champanes para navegar en el Magdalena cuando el río está muy
pando y se procede a remontat·lo. Es un caso singular pero bien conocido,
que estos champanes tienen la misma forma y construcción de los buques
hechos por los indios o aborígenes del país para la navegación del río antes
de haber sido conquistado por los españoles. Todas las mejoras y medios
de transporte fueron revisados por los antiguos españoles; puesto que
evidentemente la política y el gran objetivo de la Corte de Madrid era
e¡ue las diferentes provincias de estas extensas colonias del Nuevo Mundo
tuviesen entre sí la menor comunicación posible, con el fin de mantenerlas
en la ignorancia de su poderío y recursos. Por consiguiente, el viajero
encuentra numerosos obstáculos y dificultades en la navegación de los ríos,
el cruce de las llanuras y la subida a las montañas de este inmenso país.
Confío en que la edad del barbarismo haya terminado al fin y que antes
de algunos años, el viajero y el comerciante puedan atravesar este vasto

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continente desde el Atlántico hasta el Pacífico con facilidad. La naturaleza
ha contribuido con su parte hacia la J'ealización de este fin, pues ningún
país posee tan buenos ríos navegables como los de Sur América. La cons-
trucción de champanes cuesta una suma considerable de dinero; por uno
espacioso se pagan tres mil dólares. St construyen muchos en :\Iompox.
Nuestros bogas estaban borrachos y pendencieros; mientras estábamos
aquí, hubo una pelea entre ellos a machete o sea cuchillos largos, en la
cual hubo un muerto y cinco heridos; no hubo demanda ni investigación
ni diligencia activada por el poder c1vil. En verdad estos bogas contumaces
de Mompox deben únicamente manltncr:;e en orden por el poder militar,
que castiga la delincuencia sin demora. La negrita no nos demostró mucho
su gratitud; a ella le habíamos dado pasaje desde Barranca Nueva, pues
la picarona trató de engañar a mi cocinero en la venta de unos doscientos
huevos de tortuga, que él había desendo comprar. Las tortugas principal-
mente ponen sus huevos en este mes.

l\lompox era y e:; un gran emporio de comercio, pero al igual que la


mayor parte de la!< ciudades de la república de Colombia, había sufrido
mucho durante la última guerra. Su ~1tuación céntrica y ventajosa a
orillas del Magdalena, entre Cartagena, Santa Marta y las provincias de
Ar.tioquia, Mariquita y Bogotá, debe en toda época asegurar un mercado
considerable en el tránsito de mercancías, y los productos del interior de
las provincia~, tales como cacao, maderas tintóreas, azúcar, café, oro en
¡¡oJvo, pita (una cla~e de lino fuerte), etc. Un cargamento de madera
tintórea de clo~cientas se~enta libras vale en Mompox ocho dólares y el
precio de un huen caballo es de do~cientos dólare~. Mompox tiene una
población de una~ ochocientas alma<~, de todo~ colores, pero la mayoría
l'On negros y zambo~. Los bogas, o la tl'ipulación de los champanes que
los impulsan río arriba, ::.on un conjunto de individuos tan borrachos y
lli!<ipado~ como los puede haber en d mundo; la mayor parte reside en

t:~ta ciudad. Har un juez civil, dos alcaldes, un goLernadot· militar cou
d rango de coron('l y una pequeña guarnición de ~c~enta hombre!i, cuya
principal ocupacion C!' tratar de mantener el orden dentro de Jos mismos
ltogas. Aquí huy una fábrica de cadl'nas de oro, el cual procede de la

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provincia de Antioquia; estas cadenas son finas y bonitas y no hay la
mtnor mezcla de aleación en el metal. Mompox tiene bonitas iglesias y
muchos conventos; estos últimos han sido cerrados por el gobierno actual,
y los miembros de la comunidad se hallan en libertad, algunos de ellos
están en los conventos de Bogotá, que conservan su propiedad y prodi-
gan asilo a los viejos frailes de los conventos provinciales que han sido
!>uprimidos. Las casas de la calle principal son buenas, de un piso de
11ltura y tienen aspecto limpio y pulcro por haber sido blanqueadas oca-
sionalmente. Las calles por la noche estaban iluminadas con grandes fa-
roles de papel: recientemente se habla impartido esta orden por el gobier-
1:~ debido a la tentativa hecha para asesinar al señor Pino. Hay un mue-
lle extenso a la orilla del río y una muralla de milla y media de longitud,
veinte pies de altura y tres pies de espesor, para proteger el muelle y
la ciudad de las inundaciones del río en la época lluviosa. El mercado
en Mompox es bueno; se puede conseguir carne abundante y fresca,
g-1·an variedad de pescado, frutas y legumbres; las toronjas y piñas son
muy buenas. La gente tiene pájaros enjaulados que se llaman turpiales,
de color negro y amarillo, son como los ruiseñores de este país; son muy
costosos cuando cantan bien. Yo pagué dieciséis dólares por uno, pero su
gorjeo era hermoso. El pájaro murió después en Bogotá, debido a que el
clima era muy frío para él. El calor es muy fuerte en Mompox, debido a
su baja situación: el termómetro el día 22 de enero a las dos de la tarde
marcaba 889 con algo de brisa.

El coronel Ramos y sus oficiales comieron con nosotros el día 20;


este es un gran caballero que ha estado durante mucho tiempo al servicio
de Colombia; habla sido condecorado con la insignia de tres órdenes,
entre ellas la del Libertador de Venezuela. Los buenos patriotas de Mom-
pox ofrecieron considerable resistencia a Morales, general español que,
como de costumbre, cuando lograba dominar la plaza, mataba gran núme-
1 v de sus habitantes. La fiesta de San Sebastián es aquí un día muy

alegre; las negras y mulatas se divierten entre sí arrojando harina so-


bre las cabezas de los negros. Tomamos una bebida fresca muy agradable
llamada guarapo, hecha de zumo de caña de azúcat· hervido con agua.

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El día 23 salí a caballo con mi secretario para ir a una pequeña
aldea cuatro millas distante de 1\lompox. Aquí observamos la manera
curiosa de cultivar repollo, cebolla, etc. Se hace una cerca fuerte de
guadua de cinco pies de altura; dentro de ella se deposita una capa
fina de tiena y una pequeña cantidad de estiércol de ganado, en esta
forma se siembra la semilla de repollo y cebolla. Las plantas que vimos
eran grandes y hermosas y el cultivo de legumbres en esta forma tiene
estas ventajas: que ni los cerdos ni las gallinas pueden llegar hasta
eHas; las eras se riegan por la mañana y por la noche. El coronel Camp-
bell se encontró aquí con el señor 1\Ianning, antiguo amigo suyo, a quien
había conocido en Barcelona, España. El señor Manning venía de Bogo-
tá con destino a Cartagena, después de haber efectuado una operación
mercantil.
Se habían alquilado dos champanes y una piragua o una pequeña
canoa, al señor Pino. El señor Linch había advertido a nuestra churrusca
tripulación de bogas que nos proponíamos salir de Mompox el viernes 23.
Pero los esfuerzos del señor Linch y los nuestros fueron infructuosos
para enganchar la tripulación, pues la mayor parte de ellos estaban
borrachos y dispersos por la ciudad. Es una mala costumbre la que tie-
nen aquí de anticiparles todo el jornal a los bogas antes de la embarca-
ción, pues como nuestros marineros ingleses, estos hombres rara vez
abandonan la playa hasta cuando hayan gastado el último real en aguar-
diente (licores) y chicha (una clase de sidra fuerte). Las provisiones para
la gente del champán las consigue el empleado que suministra la tripu-
lación y se las distribuye el patrón o capitán del champán cada dla. La
r:lción consta de ternera salada, plátanos y algunas veces anoz. Estas
se cocinan en la popa del buque y se les dá en grandes vasijas de metal;
ellos lavan los remos y los colocan en el fondo del buque para formar
una mesa; cuando ésta se halla servida, ellos comen con los dedos: a la
mayor parte les dan un terrón de panela como postre. El mayor de los
champanes tenía sesenta pies de longitud por siete de ancho y dos pies
sobre el borde del agua; el centro de convexidad es de seis pies, seis pul-
gadas; está hecho de guadua fuerte y flexible y está techado con hojas

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de palma y sujetas entre sí con bejucos fuertes. El conjunto de hombres
para un champán de este tamaño es así: el patrón, el piloto que dirige
con un largo remo en la popa y veintidós hombres que emplean pértigas
de veinte pies de longitud; parte de ellos se halla en la cubierta y el
resto en la proa del champán: la pértiga se ajusta contra la espalda
que, debido a ello, se vuelve dura y callosa. Los bogas llevan una vida
o muy indolente o muy laboriosa, pudiendo impeler el champán contra la
corriente desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde bajo
un sol tropical y con solo hora y media para el almuerzo y la comida.
En la operación de impulsar el buque, sus movimientos son algo lentos,
algunas veces rápidos y regularizados por la voz de uno o más hombres.
Este ruido al principio es desagradable pero pronto se acostumbu úno
a él y no se acuerda de ello como el molinero de su molino. Lo que no
;;e pasa fácilmente desapercibido es la sacudida cuando los bogas cam-
bian la monotonía de sus movimientos por una cla!'e de bt·inco corto o
baile que impide completamente la lectura o escritura: con frecuencia
c¡;:han agua sobre la embarcación para refrescarla. A los bogas, a causa
de sus esfuerzos y constante caminar sobre las cubiertas calientes, se les
hinchan las piet·nas y con frecuencia vimos en las aldeas a jóvenes invá-
lidos por esta clase de trabajo y por falta de atención médica aclecuada,
rc•nstituyendo así una carga para sus familias. Creo que la navegación
para remontar el río, estando encerrado todo el día en un champán con
Jos bogas, el intenso calor del clima, las nubes de mosquitos de diferentes
clases y tamaños, de las cuales hay cinco, y el dormi1 en las orillas ca-
lientes de los ríos, es una peregrinación mala e incómoda que tiene que su-
frir el sér humano. Como este es el caso, al viajero no le queda otra al-
ternativa que acortar la penitencia lo más rápidamente posible; para tal
fin, recomiendo encarecidamente llevar consigo dos o tres banilitos de
ron y dos o trescientos cigarros y darles a los bogas, siempre que trabajen
bien, dos o tres ciganos y un vaso de ron por la mañana y otro por la
noche. Estos poiH'es infelices verdaderamente lo merecen, porque impeler
durante tantas horas bajo un ~ol abrasador es un trabajo exlraordina-
t i:~mente pesado y sin duda mataría a cualquier europeo en pocos días.

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Le regalé el pasaje de l\Iompox a Honda al capitán Hughes, primo
del caballero dueño de las minas de cobre, quien estaba a media paga
en un regimiento de Lanceros, y que había sido educado en Irlanda por
el general Devereux para el servicio colombiano. El pobre Hughes, que
se había quedado sordo en sus campañas, difícilmente hablaba español y
estaba, según creo, falto de aquello que es nuestro mejor amigo en todo
<'1 mundo.

A las siete de la mañana del sábado 24, salimos de Mompox con


gran alegría. Las orillas del río eran planas, pero estaban pobladas de
bonitos ranchos rodeados de platanales. El termómetro a la sombra, en
este día y a las cuatro de la tarde, marcaba sso. Uno de nuestros monos
{teníamos dos a bordo) saltó a la playa y dos o tres bogas fueron a lo~
boRques en su búsqueda. Lo trajeron muerto. Con sus machetes o largas
peinillas, que siempre llevan consigo, lo habían herido cuando trataba de
subir a un árbol. En nuestra excursión de caza vimos pelícanos de color
escarlata en posición conveniente de buen tiro. Al ir bordeando, y mien-
tras caminábamos cruzando algunos vallados y pasto muy alto, con el afán
de conseguir el ave, nos íbamos deslizando silenciosamente para lograr
cazarlos. De repente oímos un gran ¡·uido y un crujido en los vallados
e inmediatamente supusimos que un jaguar o tigre había saltado y se
disponía a atacarnos. Rápidamente aprestamos nuestros fusiles dispuestos
a defendernos como pudiéramos, pero fuimos agradablemente desilusiona-
dl1s al echar un vistazo a una garza silvestre que pasó apresuradamente
por nuestro lado y que había sido molestada en su retiro sombreado.

Hoy navegamos seis leguas aguas arriba y dormimos en la orilla


cruesta a la aldea de Guama, que se halla a la orilla derecha del río
l\1agdalena. Había nubes de mosquitos en esta orilla arenosa y el t·io
u<taba lleno de caimanes, los cuales hacían mucho ruido durante toda
la noche chapaleando y golpeando el agua en persecución de los peces,
impidiéndonos dormir, por estar nuestros catre~ muy cerca al río. Los
Logas nos advirtieron que los caimanes rara vez salían del agua por la

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noche, lo cual era una noticia agradable pues hubiera sido una visita
muy inoportuna.

Continuamos el viaje al despuntar el día, seis de la mañana. El ter-


mómetro a la sombra marcaba 789. El coronel Campbell tuvo hoy la
suerte de matar una cabeza negra, caza que durante mucho tiempo ha-
bíamos tratado de hacer. El ave era muy aligera y tuvimos mucho tra-
bajo para capturarla, pues parecía correr tan rápidamente como un
avestruz, ofreciendo resistencia con su largo pico, cuando uno de los
bogas lo alcanzó en una parte panda y lo golpeó con su larga pértiga.
Este curioso pájaro medía diez pies de ala a ala y seis pies del pico a las
patas; parado media cinco pies de altura; sin plumas en el pescuezo, su piel
era sencillamente tosca. Caminaba de manera tan majestuosa que por eso
había adquirido el nombre de El Capitán. Nuevamente dormimos en una
orilla arenosa, y como el viento había derribado Jos mosquiteros, estos in-
sectos nos chuparon la sangre con toda libertad. Salimos al despuntar el
día. La pierna mía estaba tan hinchada e irritada a causa de las pica-
duras de los tiranos, que no pude por eso acompañar al coronel Campbell
en su excursión de cacería.

Llegamos a El Peñón a las diez de la mañana, donde permanecimos


E:l resto del día para contratar dos bogas más y reparar el techo de la
piragua. Después del almuerzo el coronel Campbell salió de caza y trajo
al buque un lindo monito, llamado tití, de color negro y gris claro, el
pecho y la barriga de color chocolate y la cara lampiña de aspecto agra-
dable; además una ave zancuda acuática, de alas ama1·illas brillantes, y
un enorme halcón que durante algún tiempo había sido el terror de las
aves de cona! de la aldea. Por la noche una india vieja le trajo al coro-
nel Campbell unos huevos de regalo por el servicio que le había prestado
al matar el halcón. Los muchachitos bailaban alrededor del pájaro muer-
to en demostración de alegria por su ejecución. El termómetro a la una
de la tarde marcaba en la sombra 829. Los padres tenían la peculiaridad
en esta aldea de hacer rezar n sus hijos tres veces al día; ellos se arro-

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dillaban y entonaban las oraciones en español. Comimos algo del ave ca-
beza negra en la comida; era la suya una carne áspera y dura.

Por la tarde presenciamos una procesión religiosa con seis faroles


de papel colgados de palos, una cruz y un cuadro pintarrajeado. La pro-
cesión dio la vuelta a la iglesia y recorrió la aldea de un extremo a otro.
Figuraban en ésta unas sesenta personas entre hombres, mujeres y ni-
ños, y un indio anciano que marchaba a la cabeza cantando las vísperas.
Luego el mismo indio nos contó que esta ceremonia se hacia dos o tres
veces a la semana para mantener alejados a los espíritus malignos. Nos
hospedamos bien en casa del alcalde. Durante el gobiemo español El Pe-
ñón perteneció al rey de España y le pagaban un tributo anual; en la
actualidad pagaba algo menos el gobierno de ahora. Casi frente a El
Peñón hay un pequeño caño o canal que se comunica con un lago llamado
Zapatoza, pero es únicamente navegable por canoas cuando el l'ÍO está
crecido durante las lluvias periódicas. Nos dijeron que la superficie de
este lago estaba poblada de gallinetas silvestres.

En esta aldea vimos el árbol de guayaba de cuyo fruto se hace una


jalea del mismo nombre y gran cantidad de esta se envía a Europa. La
plaga o sea el jején se encuentra únicamente en algunas partes especia-
les del Magdalena, y estos caballeritos ejecutan la operación de chupar
sangre durante el día. Los meses de marzo, abril, septiembre y octubre
son los peores para los mosquitos, pues es la temperatura lluviosa. El
termómetro a las dos la tarde marcaba a la sombra 909.

Salimos de El Peñón a las cinco de la mañana. A orillas del t·ío ha-


bía gran cantidad de bambúes espinosos, cuyas espinas agudas tenían
J.ulgada y media de longitud, sin hojas y de veinte pies de altura. El
señor Cade mató un pájaro curioso, de aspecto parecido al halcón; el
cuerpo de color chocolate, la cola de once pulgadas de longitud y de
rolor verde bordeada de blanco, el pico amarillo y el ojo de un bello
color carmesí.

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A las cinco de la tarde llegamos a San Pedro y salimos al dia si-
guiente a las cinco de la mañana. Compramos algunos capones aquí por
tres reales (un chelín y seis peniques cada uno). Vimos enormes monta-
ñas al S. E. en lontananza. El termómetro a las doce marcaba en la
sombra 889. Pasamos por Braquela de Morales, pequeño atajo no nave-
j!'able durante todo el año. Nuestro cocinero había sufrido tanto a causa
de los mosquitos, que llegamos a temer que a causa de las picaduras y
la irritación de las mismas, sus actividades culinarias quedaran tempo-
J almente suspendidas. Hoy escuchamos a una nueva egpecie de monos

charlando en los árboles; eran pequeños, de color castaño oscuro y con


tayas en el cuerpo. Dos patos reales atravesaron nadando este brazo del
río con su pollada. Ellos son como la mitad de nuestros patos domésticos
y los caimanes nunca los molestan. Las aldeas a orillas del Magdalena son
por lo general muy aseadas, mucho más que las de la parte sur de los
países de Europa, y siempre hallamos a los habitantes apacibles y deseo-
~os de servir a los extranjeros.

Dormimos esa noche en la playa y al cabo de pocas horas nos des-


pertaron de nuestro sueño tranquilo los bogas, anunciando la proximidad
de una tempestad. Este anuncio produjo un desorden general ocasionado
por el transporte de nuestras camas bajo el toldo del champán, ya que
tl:'mpestades en los climas tropicales son más espantosas que en Europa.
La lluvia cae a torrentes y los relámpagos son vivos y centelleantes; el
trueno retumba en las montañas distantes con majestad aterradora. A
causa del gran dolor que tenía en la pierna izquierda, pasé el resto de
1.. noche muy incómodo. Salimos al rayar el día, aun cuando sufl'imos
alguna demora en poner a flote el champán, que se había embarrancado.

A las tres de la tarde llegamos a una bonita aldea muy notable lla-
mada Morales. La vista que se divisaba desde ésta era extensa, circun-
dada por una cadena de montañas elevadas, bellamente cubiertas de árbo-
les en la cima. Nos hospedamos en la casa de una viuda que estaba en
condiciones holgadas y que tenía dos hijas muy bonitas, la mayor de las
cuales se había casado hacia un año. Nos consideumos muy afortunados

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ele haber sido tan bien recibidos por la viuda. Nos levantamos a las cua-
lro de la mar1ana y enviamo~ nueslra~ camas al champán. Pronto empe-
zamos a sospechar que se aproximaba una tempestad, a juzgar por las
miradas sombrías y ariscas de nuestros bogas, si bien ignorábamos aún
completamente el motivo del disgusto. El champán pequeño se quedó atrás
en busca de reemplazo para dos enfermos y un fugitivo. Después de
haber navegado corto trecho en el champán grande, nuestro patrón nos
informó con gran sorpresa nuestra que era dudoso cuándo podría seguir
d viaje el pequeño champán, pues los hombres estaban muy disgustados
de no haber descansado un día en Morales. En tales circunstancias, creímos
conveniente regresar a la aldea. Ante esta decisión me pareció observar
que los ojos de mi joven secretario brillaban de gusto y por los aconte-
cimientos subsiguientes me convencí de que no estaba equivocado en mi
juicio. La menor de las hijas del ama de casa, se había prendado de él
y le había regalado dos anillitos de oro; parecía que en ella encontraba
una compañía más agradable que la aburridora monotonía del champán.
En esta ocasión él se consideró como "gar~on de bone fortune". El sem-
blante de la más joven era completamente como el de una gitana, con
rasgos delicados, ojos negros y la astucia peculiar de estas tribus erran-
tes; ella estaba comprometida para casarse con su primo, elegante joven
criollo. Nos vimos obligados a hacerles una severa reconvención verbal a
nuestros bogas y amenazarlos con dar parte al gobierno de Bogotá y en-
viarlos como soldados al Perú, cosa que los alarmó bastante. Conseguimos
tres hombres nuevos, en reeemplazo de los dos enfermos y del desertor.
a quienes convinimos en pagar treinta y seis duros españoles. La pobla-
ción de Morales cuenta con ochocientas almas. De aquí se envía una gran
cantidad de chocolate a Cartagena. Hay bonitas hileras de palma real
sembradas a lo largo de la playa del río, frente a Morales, y también
hay muchas en las casas que mejoran la apariencia de la aldea. Las
aldeas están siempre rodeadas de bosque, y sus plantaciones de caña de
azúcar, etc., a distancia, mantienen alejados a los cerdos. Al despedirnos
dt> la distinguida dama y de sus hijas, aquella nos nos dijo en español:
"Adiós caballeros, no se olviden tan pronto de las pobres muchachas de

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Morales, cuando hayan conocido a las bellas señoritas de Bogotá". Creo
que ellas lenian razón en su conjetura, aunque pude observar, no obs-
tante, que uno de nuestros pasajeros estaba muy triste durante el día.
Estas muchachas, verdaderamente, eran las más bonitas que habíamos
conocido desde nuestra llegada a Colombia. En Morales vimos varias mu-
jeres y un hombre con bocio, larga inflamación en el cuello, que se supone
es motivado por tomar agua del Magdalena. Salimos de Morales el 31
de- enero a las cinco de la mañana. No pude caminar hacia el buque sin
nyuda, debido al dolor de la pierna izquierda. El termómetro a las tres
de la tarde marcaba 92° a la sombra, y en el sol 116°.

Llegamos a Vadillo a las seis de la tarde, día de mucho trabajo. Ha-


bía una gran muchedumbre de gentes estacionadas a orillas del río mi-
l ando el champán; al preguntarles, supimos que al día siguiente, do-

mingo, por ser la fiesta de la Candelaria habría una importante feria.


A esta festividad y feria asisten muchos habitantes de la ciudad de Cimi-
tí, de la provincia de Cartagena, a seis leguas de distancia de la aldea
de Vadillo y al extremo de un lago que se comunica con el río Magdalena.
En las cercanías de Cimití, la gente lava la arena en busca de oro en
polvo, del cual obtienen considerables cantidades que envían a Mompox
para su venta. Por la noche la aldea es extraordinariamente alegre: gru-
pos aquí y allá de hombres y mujeres, con sus vestidos de fiesta, juegan
baraja apostando dulces, o bailan. Aquí vimos la danza negra o africana;
la música consiste en pequeños tambores, y tres muchachas que palmo-
tPan exactamente al compás, algunas veces rápido, otras lento, se unen
al coro mientras que un hombre cahta versos improvisados y en aparien-
cia con mucha habilidad. De una canción patriótica recordamos estas pa-
labras:

Mueran los españoles picarones til·anos;


Vivan los americancs republicanos.

En una de estas danzas favoritas, las actitudes y movimientos son


muy lascivos. Las bailan un hombre y una mujer. Al principio del baile

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la dama es esquiva y tímida y huye perseguida por el caballero; pero al
fin se hacen buenos amigos. Este eH un baile más voluptuoso que el fan-
dango de la vieja España. Algunos de los cimitenses bailaban especial-
r.lente bien. Hacían tanto ruido los danzantes hasta las tres o cuatro de
b mañana, que difícilmente pudimos pegar los ojos; nos sorprendió ver
a varios de nuestros bogas que habían estado impeliendo los champanes
al rayo del sol durante trece horas en el mayor jolgorio del baile. En
Cimití las mujeres lucían hermosas cadenas de oro con cruces en el cue-
llo y grandes zarcillos en las orejas. Pocos días después de nuestra Jle-
gada a Vadillo habían matado en el vecindario un enorme tigre que había
ptoducido grandes estragos en el ganado. Los champanes se pusieron en
movimiento a las cinco de la tarde. El coronel Campbell y el señor Cade
s&lieron en la piragua de cacería y mataron dos pavos silvestres, varios
pares de becardones y un pájaro carpintero de gran copete escarlata. El
termómetro a las dos la tarde marcaba 88° a la sombta. Pasamos la noche
en la orilla del río. Los caimanes y peces cada vez eran más escasos. Sa-
limos al despuntar el día. En este día vimos a gran distancia las monta-
ñas de la sierra Simitena, en la provincia de Antioquia: parcelan ser
de gran altura.

Llegamos a las siete a San Pablo, donde pasamos la noche. En las


cercanías las orillas del río eran muy empinadas, llenas de agujeros, en
los cuales los vencejos construyen sus nidos. El terreno aquí no es tan
1 ico ni arcilloso, sino algo cascajoso, con una suave ondulación hacia las
montañas. Aquí dejamos a uno de nuestros bogas que se sentía enfermo
ele disenteria; yo le dí un poco de calomel y ruibarbo del botiquín que
llevaba; pero temo que mi experiencia sea tan mala como la del doctor
Sangredo, pues el pobre individuo se puso peor y no pudo continar el
viaje. Salimos al despuntar el día. En algunas de las orillas vimos gran
''ariedad de hermosas mariposas de todcs colores y tamaños; no nos
tomamos la molestia de coger ninguna, porque no estábamos provistos
de cajas pequeñas o cajones para colocarlas, y si no se guardan bien se
llls comen las hormigas blancas.

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Dormimos en una casa solitaria, situada en una buena posición, ro-
deada de extensas plantaciones de cacao y platanales, etc. El propietario
habla vivido aquí doce aiios. Las mazorcas de cacao en Jos árboles pare-
cen pequeños melones ordinarios y tienen un color rojizo, están llenos
de granos, de los cuales se obtiene el chocolate. E l teeneno a orillas del
Magdalena es particularmente ventajoso para el cultivo del árbol de ca-
cao, pues es rico y húmedo. Frente a la casa había un naranjo que fue
l'embrado hace siete años. Tenía diez pies de circunferencia. Ya me sentía
mejor de las piernas y podía andar cojeando con un par de bastones.
Compramos aquí once pollos capones por treinta y tres reales y una
curiosa honda con bolas duras de arcilla, usadas para matar guacamayos,
loros y periquitos cuando ellos invaden los cacaotales y platanales. El
amo de la casa nos informó que había matado un león hacía poco tiempo,
pero yo después descubrí que pertenecía a la especie del leopardo, el co-
lor era de león pero bastante pequeño con la cola semejante al del león
africano. Este hombre era adicto a la causa de la Independencia y le
había regalado al ejército patriota una cantidad considerable de chocolate,
cuando bajaba del río Magdalena para atacar a las tropas españolas. En
nuestra travesía hoy por el río, la proa del pequeño champán chocó contra
nuestro toldo con gran violencia cerca de donde estaba el coronel Camp-
belll; si le hubiera golpeado el impacto probablemente le habría fractu-
rado dos o tres costillas.

Nos causó gran complacencia la proeza de mi pointer Don, que salió


victot·ioso de una pelea contra cuatro perros de la aldea, cada uno tat1
grande como él, lo cual produjo gran asombro entre los bogas. Una
requeña balsa de vástagos amarrados entre si cruzó junto a nosotros en
el río; no había nadie a bordo. Los bogas generalmente regresan de
Honda a Mompox en estas balsas. No vimos ni un caimán en todo el
día. Dormimos en una isleta pero nos vimos obligados a regresar al bu-
que por una tempestad; los mosquitos no nos mortificaron en esta oca-
sión. Nos divertimos mucho con los micos, que hacían toda clase de ma-
romas en los árboles, se colgaban de la cola mientras que los pequeños

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se agarraban de los costados de los mayores. Observamos también que
un mico por lo general dirigía el camino, seguido por Jos otros con guías
y retaguardia. El termómetro a las dos de la tarde marcaba a la som-
bra 85°.

Pasamos la noche del siete de febrero en las espaciosas orillas llama-


das Peñones de Barbacoas, donde tuvo lugar una batalla entre españoles
y patriotas el 29 de enero de 1819, y en la cual estos últimos obtuvieron
una completa victoria. El coronel Campbell y el señor Cade fueron a vi-
sitar las posiciones de Jos dos partidos; yo no pude acompañarlos a causa
de mi cojera. Los árboles de la selva eran especialmente altos en esta
parte del río. Nosotros desenterramos tres docenas de huevos de tortuga
en la arena y vimos gran cantidad de nidos colgantes de los pájaros que
se llaman oropéndolas: su forma es muy curiosa y los cuelgan de las ex-
tremidades de las ramas, con un pequeño orificio a cada lado. Esta cons-
trucción colgante es una defensa contra los micos a quienes les agradan
mucho los huevos y los pichones. La oropéndola anda en bandadas. Los
troncos de los árboles en los cuales estas aves construyen sus nidos, son
bastante altos y de corteza notablemente suave, no tienen ramas cerca
del suelo, sino a treinta o cuarenta pies de altura, de modo que ninguno
de los bogas pudo trepar a cortar alguna rama y dejar que cayera uno
o dos nidos; por lo tanto sentí gran desilusión al no poder satisfacer mi
curiosidad con el examen interno de su estructura. La oropéndola es un
ave negra de cola amarillo anaranjado; algunas de ellas tienen el tama-
ño de una pequeña paloma. Nos sentimos muy perturbados durante la
noche pot· el t•ugido de dos tigres o jaguares que se encontraban a corta
distancia, pero algunas fogatas impedían que se aproximaran más cerca.

El domingo 8, desembarcamos en la aldea de San Bartolomé y per-


manecimos aquí un día en busca de bogas de reemplazo; el patrón los
consiguió ofreciéndole nueve dólares de sueldo a cada uno. El termómetro
n las dos de la tarde marcaba a la sombra 88° y al colocarlo en el piso
nrenoso del cuarto bajó 30 en diez minutos. Le hicimos una visita a un
anciano franciscano, perteneciente a uno de los conventos de Bogotá. El

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nos contó que había ingresado a la orden en 1783; era conversador y
comunicativo. Mandamos a buscar una botella de clarete y le hicimos
tflmar al buen padre tres o cuatro copas; y no obstante sus gestos, que
hicieron sonreír a nuestro anfitrión, que nos guiñó el ojo, creo que lo
encontró más agradable que la cerveza de Adán, de la cual es muy posible
que él hubiera despachado muchas botellas en su época. El fraile residía
en San Bartolomé por motivo de salud. La guarida de un caimán de die-
ciocho pies de largo se hallaba cerca de esta aldea; muchos cerdos y pe-
rros al ir a beber agua al rlo habían sido arrebatados por él y los habi-
tantes trataban de ejercer su ingenio para matarlo, pero hasta ahora
toda tentativa habla quedado frustrada. Nos señalaron a este caimán en
<'1 momento de atacar a un pequeño de aquéllos que estaban en las ori-
llas, al cual arrebató hacia el río en un abrir y cerrar de ojos. La gente
era muy prudente para acercarse a esa parte del río bajo su dominio.

Salimos de San Bartolomé a las cinco de la mañana. El termómetro


marcaba a esa hora 79° dentro de la casa. Dormimos esa noche en el
sitio de Guerapata en la quinta orilla del Magdalena. Aquí encontramos
dos grandes champanes que acababan de llegar de Honda en dos días y
medio. Esta notic1a nos regocijó mucho pues vimos la esperanza de ter-
minar pronto nuestro viaje monótono y cálido al remontar el río. Los
champanes estaban cargados de tabaco y cigarros de Ambalema, que está
situada arriba de Honda y en la cual había una fábrica de tabacos per-
teneciente al gobierno, muy próxima al río, en la provincia de Mariquita.
El señor M'Namara, que habla sido anteriormente Comisario General del
general Devereux en la División del servicio de Colombia, habla comprado
grandes cantidades de tabaco en especulación para enviar a Hembro y
este cargamento hacía parte de ello. El tabaco de Ambalema se considera
como el mejor de Colombia y es casi igual al que se cultiva en la isla
de Cuba. El prec1o era cinco dólares por arroba para el de mejor calidad,
t:l inferior se vendía a tres dólares.

Un teniente coronel, un mayor colombiano y un joven irlandés eran


lo!l pasajeros del champán. Este grupo tomó vino con nosotros; el mayor

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nos informó que él habfa estado en Bogotá para ser juzgado por una
corte marcial general, acusado de haber vendido ochenta equipos comple-
tos de armas al general español Morales; él fue honorablemente absuelto
de esta acusación. Nuestro buen amigo Paddy se sentía como en su casa;
tenía un fuerte dejo y hablaba muy mal el español: se sentía perfecta-
mente libre y descansado con sus compañeros militares de pasaje y se
hacia pasar asimismo como uno de los socios en el negocio del tabaco.
Cuando más tarde encontramos al señor M'Namara en Honda y le conta-
mos que habíamos dejado a su socio bien en el camino, él se mostró muy
sorprendido y al explicarle nuestro encuentro en el champán rió cordial-
mente y nos aseguró que Paddy solamente era su criado.

Salimos a las cuatro y media de la mañana. El termómetro a las


tres de la tarde marcaba 83° grados a la sombra. Hay pocos bancos de
arena o isletas en esta parte del río y los guijarros son grandes. En este
día tuvimos una buena brisa y vimos en el banco de arena donde dormi-
mos la huella fresca de la pata de un jaguar y oímos un rugido en la
noche. Aquí encontramos un huevo de caimán que lo reventó uno de los
bogas; yo lo envié después a Inglaterra. Me contaron una historia curiosa
del caimán cuando está incubando sus huevos: que la hembra devora a
toda la cria que no alcanza a lanzarse al agua, pues el uso inmediato de
sus largas patas es el único medio de defenderse de ese afecto maternal.

Llegamos a Nare por la noche y el alcalde nos consiguió una casa


desocupada para nuestro hospedaje. Una milla antes de llegar a Nare,
hay una fuerte corriente de agua que desemboca en el Magdalena; su
curso es a través de las montañas y por la ciudad de Ríonegro. Nuestros
bogas nos dieron de esta agua en sus cantimploras; es muy clara y mu-
cho más fría que la del Magdalena. Este río es únicamente navegable en
piraguas a dos dias de viaje del Magdalena; los cargamentos se sacan de
las canoas y se transportan por las montañas a las espaldas de los hom-
bres, hacia el interior de la provincia.

Me contaron aquí que hada poco tiempo un caimán había arrebatado


u una mujer que estaba lavando a orillas del rio. Su esposo pescó el cai-

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mán con un arpón provisto de una carnaza fresca, y al día siguiente
wcontró parte del cuerpo de su esposa en el interior del vientre del ani-
mal. Este monstruo había devorado también seis perros. Aquí vimos por
primera vez un rebaño de cabras, indicio seguro de que nos aproximába-
mos a una región montañosa.

Mientras estaba sentado frente a nuestra casa a las diez de la noche,


lodos acostados menos yo, pensando en mis amigos de Inglaterra, ví en
el techo de la casa vecina a un hombre tratando de herir con una lanza
alguna cosa. Me puse en observación y vi a un mono grande en el techo.
Esta persona me dijo que el señor Jocko venía con frecuencia por la
noche a robarse las gallinas y ya había logrado llevarse muchas aves.
El mono era muy listo para su enemigo y había escapado.

El día 12 de febrero al despuntar el alba, salimos de Nare dejando


dos bogas enfermos. En este dia vimos un champán grande y una pira-
gua que bajaban el río. Por lo general viajan por el centro del río. Los
tripulantes, con sus largas pértigas sujetas en la popa, reman hacia aba-
jo y van cantando alegres canciones. Esta alegría se comprende fácilmen-
te, pues los bogas regresaban a ver a sus familias en Mompox y la nave-
gación río abajo, con su coniente, es simplemente un pasatiempo para
ellos.

Permanecimos durante la noche en una isleta. No les dimos su ración


de ron a los bogas por la mañana, pues ellos no les ayudaron a nuestros
shvientes a preparar las camas por la noche en el champán en medio
ck una fuerte tempestad. El coronel Campbell padecía mucho dolor de-
bido a un nacido irritado que tenía en el brazo derecho. Cogimos algunas
hermosas mariposas, pero al día siguiente las encontramos muertas. Las
hormigas blancas estuvieron muy ocupadas preparando los esqueletos de
las mariposas. El termómetro a las tres de la tarde marcaba a la sombra
82°. Dormimos en un banco de arena. Cayó más lluvia. Acababa de em-
pezar la temporada de lluvias que terminó con nuestros campamentos de
gitanos.

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Por la noche vimos en una isla centenares de loros y periquitos que
venían a reposar en unos árboles de higuera; todos iban en parejas y
antes de cerrar los ojos para dormir por la noche, media hora antes ha-
cían tanto ruido como una bandada de cornejas. Conté treinta pares de
loros volando al mismo tiempo en el aire. Estuvimos muy fastidiados
durante los últimos dos o tres días con las plagas de jején que lo ator-
mentan a úno especialmente cuando está leyendo o escribiendo. Pasamos
e~te día en la aldea de Buena Vista, a la orilla izquierda del río. El pa-
norama era hermoso a causa de las diferentes cadenas de montañas cuyas
bases surgían audazmente del río, y estaban cubiertas de árboles de som-
brío y de bellos arbustos. El termómetro a la una de la tarde marcaba
a la sombra 84°.

Pasamos la noche en un extenso banco aguijarroso y pusimos las


cobijas sobre el techo del mosquitero con la esperanza de protegernos de
la lluvia. Los bogas nos recomendaron no pasear por Jos bosques adya-
ce'1tes, pues había en esos lugares muchos tigres. En estos días teníamos
más o menos lluvia. Dormimos en una casa que había construido recien-
trmente el coronel Acosta. Había diversas cajas llenas de azadones, zapa-
picos, et., que habían llegado de Cartagena, pues se proyectaba una nueva
c"\rretet·a a través de la enorme propiedad del coronel, desde este lugar
hasta Guaduas, lugar delicioso, gran aldea a un día de distancia de Hon-
da sobre la carretera a Bogotá. Aquí también debía de edificarse una
!'ueva bodega u oficina de aduana para las mercancías que iban a Bogo-
tá, y si el proyecto de la nueva carretera se llevaba a cabo, al termi-
narse, se economizarían dos días de navegación por el :Magdalena y se
acortaría así la distancia a Bogotá. El viaje por tierra también se redu-
ciría desde este lugar y se evitaría la pendiente de las montañas. Esta
nueva vía de comunicación debía quedar terminada al cabo de diez meses,
pero sospecho que transcurrirían dos o tres años antes de darse al ser-
vicio público. Había diversas pieles de jabalíes monteses colgando en la
habitación, las cuales procedían de jabalíes cazados con lanza por el hom-
bre que vivía aquí, quien me dijo que frecuentaban estos lugares en

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manadas de uno a dos centenares, y algunas veces causaron muchos da-
iiN; al maíz, arroz, legumbres, etc. Había tres nidos colgantes de oropén-
dola cerca a la casa, pero no pudimos subir al árbol, pues tenía doce
pies completos de circunferencia, unos cuarenta pies sin ramas y tan
resbaloso como el hielo. Aquí oímos un pajarito llamado bugío de plumas
grises, del tamaño de una mirla, cuyo canto es una nota suave melancó-
lica y canta toda la noche. Partimos de la casa al despuntar el día.

El río se volvió ahora muy correntoso en algunos lugares y la mitad


de anchura que tenía en Mompox. Tuvimos gran dificultad en la direc-
tión de nuestros champanes debido a los chorros (o remolinos); los bogas
~e vieron obligados a saltar a la playa con cables y frecuentemente arro-
jarse al agua. El 17 dormimos en una isleta y llegamos a las dos de la
tArde con mucha satisfacción y regocijo a la bodega u oficina de adua-
111\S de Bogotá, situada en la margen derecha del río. El termómetro a

la una de la tarde marcaba 83° a la sombra. El señor M'Namara nos


visitó durante el día. El residía en Honda, procurando conseguir trans·
porte para el resto del tabaco que había comprado al gobierno de Co-
lombia. Nunca podré olvidar la deliciosa sensación y emoción que expe-
rimenté al levantarme temprano en la primera mañana de nuestra llega-
tia a la bodega y meditar que me hallaba ahora libre del encierro en un
champán caluroso durante doce horas al día con los bogas, mosquitos y
toda clase de olores desagradables. Me sentí verdaderamente cual pájaro
que escapa de la jaula y cojeando con dos bastones, con mi corazón liviano
como una pluma, escuchando el ruido raro de la guacharaca y la varie-
dad de cantos de los pájaros a una milla de distancia: se le da a la
guacharaca este nombre por el sonido onomatopéyico de su canto pecu-
liar. Tiene más o menos el tamaño de nuestro faisán, la misma forma,
d(• color chocolate en el pecho y lomo, pero en este es algo más oscuro.
Tine diversidad de plumas blancas en el pescuezo y un copete rojo en la
cabeza.

Si la novedad de la escena llamó nuestra atención, otro tanto ocurr1o


con la de los habitantes, igualmente emocionados al vernos y contemplar

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nuestro acompañamiento. Un muchacho indio estaba encantado con una
lámpara perteneciente al coronel Campbell. La luz de esta la reflejaban
tres vidrios cilindrados, colocados en ángulos obtusos y con la parte cén-
trica de colores. Nuestros mapas de Sur América fueron admirados ex-
traordinariamente por los habitantes residentes a orillas del río, al seña-
larles nosotros los nombres de sus ciudades, aldeas y provincias.

El viernes, día 20, fuimos a comer con el señor M'Namara y a su


mesa encontramos a uno de los principales magistrados del Distrito, per-
sona muy inteligente, encargado de tres o cuatro oficinas públicas más.
La comida fue muy abundante e hicimos algunos brindis pomposos por la
prosperidad y las relaciones futuras entre Inglaterra y Colombia. Pasa-
mos la noche en casa del señor M'Namara.

A una milla río arriba en la orilla opuesta se halla la ciudad de


Honda, en cuyas cercanías hay hermosas cascadas. Estas cataratas im-
petuosas interrumpen el silencio de este lugar, y si pudiera juzgar por
el incesante esfuerzo que hacían los pájaros por gorjear se creería que
la tribu alada se mantenía en constante agitación a causa del rugido
ele las aguas. Honda parece haber sido una ciudad muy notable antes
de que su mayor parte hubiera ~ido destruida por el terremoto que tuvo
lugar en 1807. El cataclismo ocurrió durante la noche y quinientas per-
sonas perdieron la vida en esta catástrofe espantosa. La iglesia principal
y muchas de las mejores casas están aún en ruinas. El río Gualí desem-
boca en el Magdalena en la ciudad de Honda, procedente del interior de
In provincia de Mariquita. El río cruza por un lecho de arena negruzca
que le da al agua una apariencia de color obscuro, aun cuando es clara
y de buen sabor¡ pero los nativos prefieren el agua del Magdalena des-
pués de dejarla reposar para depositarla en sus recipientes o jarras. Un
largo y elevado puente atraviesa el río Gualí donde se une a la ciudad.
Honda es la capital de la provincia de Mariquita, la cual se extiende a
distancia considerable sobre la orilla izquierda del río Magdalena y está
separada de la provincia de Antioquia y del valle del Cauca por un

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ramal considerable de los Andes. Parte de éste forma las famosas mon-
tañas del Quindio, que más tarde crucé a pie, en diciembre de 1824. Un
caballero me regaló una pequeña cantidad de canela, que habla sido reco-
lectada de los árboles silvestres que crecen en esta provincia. Hasta ahora
yo no sabia que esta valiosa especia se encontrara en Sur América. Aqu! vi
unas pieles de animal que los nativos llaman león, o lión, y al examinarlas
completamente confirmé la opinión que se trataba de una especie de leo-
pardo. Las cataratas situadas arriba de Honda constituyen un serio pro-
Llema para la navegación del r!o, pues Jos bogas se ven obligados a
descargar los champanes y transportar los cargamentos por tierra arriba
del salto. Los champanes muchas veces se pierden cuando tratan de pasar
el salto, pues la corriente es tan rápida que los arroja contra las rocas
con gran violencia. Un bote sufrió estas consecuencias dos meses antes
de nuestra llegada a la bodega. Un natural de Honda me contó que el
rlo podría hacerse navegable con seguridad con un gasto aproximado de
cinco mil dólares y sin embargo nunca se ha hecho. La gente de Honda
sufre mucho de bocio (o gargantas inflamadas), y los habitantes pre-
~:entan en general un aspecto poco saludable. Una de las causas puede
ser que la plaza es excesivamente cálida, rodeada por todas partes de
altas montañas que le dan un allpecto romántico, pero al impedir el aire,
aumenta el calor. El termómetro a las diez de la noche marcaba 82°. Se
calcula que la población tenga unos cuatro o cinco mil habitantes.

El viernes el coronel Ayala nos invitó a una gran comida en su con-


dición de Gobernador de la provincia. El primer plato fue olla podrida,
~"guido de otros veinte pintos más, tres a la vez, hasta que me senti
completamente asfixiado por los deliciosos olores. El postre fue excelente
y unas cuantas garrafas de vino añejo de Málaga pusieron fin al ban-
quete. Una de las personas que nos servían a la mella era el cuñado del
Gobernador. Después de la comida nos contó un cuento uno de los invi-
tados, que me hizo recordar una parte de las aventuras del Simbad de
los Mil y una Noches, a saber: "que habla una gran roca de imán cercu
de la ciudad de Mariquita y que cuando los viajeros o arrieros pasaban a

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cierta distancia de allí, se quitaban las espuelas y las riendas de las mu-
las para evitar que fueran atraídos". En verdad ví un pedazo de la roca
que tenía el señor M'Namara, el cual tenía la condición del imán.

El domingo 22, el Gobernador y su esposa nos visitaron en la bodega.


La dama era de complexión rubia y natural de la ciudad de Cúcuta, había
acompañado a su esposo en algunas de las campañas contra los espa-
ñoles.

Ella había sufrido grandes penalidades y había dado a luz a un mno


en una canoa al cruzar un río, cuando trataba de escapar de las tropas de
Morillo.

Los rasgos de la región son especialmente escarpados en las ce1·canías


de Honda. Alguna·s de las rocas presentan un aspecto fantástico; las
montañas de granito en la parte posterior de la bodega parecen muros
perpendiculares de inmensa altura. Hay cuatro o cinco hombres armados
para proteger la propiedad almacenada en esta gran barraca que se llama
aduana.

El día 23 la mayor parte de nuestras mulas llegaron de Guaduas,


las cuales debían transportarnos a nosotros junto con nuestro equipaje
a la ciudad de Bogotá. Estuvimos ocupados casi todo el día haciendo los
preparativos necesarios para el viaje. Mi canuaje y algunos de los obje-
tos más grandes debían quedarse atrás en la bodega para ser transporta-
dos a través de las montañas por indios cargadores; debían desarmarse
para llevar las piezas separadas. El capitán Ilughes y mi lacayo inglés
se quedaron en la bodega para hacerse cargo del equipaje pesado. Salimos
el martes por la mañana a las siete, y antes de nuestra partida, vimos al
señor M'Namara navegando río abajo con un cargamento de tabaco en
un enorme champán con dirección a Santa Marta: más tarde supe que
se había ahogado en el Magdalena. Su hijo, joven apuesto, al servicio de
Colombia, hacia poco tiempo había sido ahorcado en el peno! de la verga

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en un navío de guerra español por orden del general Morillo, por haber
contestado de un modo jocoso a ciertos reproches que el general le hizo
por haber servido a la causa de la Independencia. Este hombre era de
un temperamento tristemente feroz, si la mitad de los actos de crueldad
desenirenada que se dicen o relatan acerca de él por los oficiales colom-
bianos, merece crédito. Morillo era natural de la isla de Puerto Rico o
de las islas Canarias, de humilde nacimiento, pero poseedor de algún ta-
lento, gran actividad y mucha perseverancia.

Encontramos la manera de leer, aun bajo el sol tropical, muy agra-


dablemente, después de la reclusión en el champán. Ahora considerábamos
todos nuestros sufrimientos casi terminados, aun cuando el paso de la
mula era terriblemente malo y en general corría a lo largo del borde de
profundos abismos. Los viajeros pronto pierden el miedo al descubrir que
las mulas de este país son unos animales extraordinarios. Estas están
bien amaestradas para subir y bajar montañas y accidentados precipicios.
Avanzan con gran cautela y firmeza, sentando sus pequeños cascos en
los huecos hechos en los senderos al pasar y volver a cruzar constante-
mente. Sus esfuerzos al subir bordeando Jos peldaños o bajando, son ver-
daderamente sorprendentes, rara vez ellas lo tumban a úno y la mejor
seguridad consiste en dejarle la rienda suelta al cuello de la mula y dejar-
l~s seguir su propio sendero, el cual recorren con gran maestría, nunca
tratando de caminar en línea recta pero siempre siguiendo el serpenteo
de los caminos con mucha paciencia. Una buena mula es de valor incalcu-
lable en este país.

Viajamos una o dos leguas a corta distancia de las orillas del Mag-
dalena pero por montañas de considerable altura sobre el nivel de río.
A diferentes trechos divisábamos bonitas vistas del río formando remo-
linos y corrientes espumosas, al chocar con enormes rocas. Al girar re-
pentinamente hacia el oriente, viajamos legua y media por el lecho de
un riachuelo que después abandonamos, y empezamos el ascenso de una
E'mpinada colina para llegar a una clase de posada (o fonda pequeña),
donde nos desmontamos para almorzar. Aquí vimos al señor Jones du-

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rante unos cuantos minutos; iba en camino hacia Inglaterra, contratado
por la casa de Powles, Herring & Co. que concedió el primer empréstito
inglés a este país. Observé en la casa a un joven con el brazo en cabes-
trillo, y al preguntarle la causa me refirió que había sido herido grave-
mente en el brazo por un jaguar (o tigre) hacía un mes. El relató que
estaba caminando por la selva cuando de repente el perro que iba con
él empezó a )adrarle a algo que veía en una caverna obscura rodeada de
maleza; que al acercarse a la entrada, se le aventó un tigre contra él
con gran violencia agarrándolo por el brazo derecho y en la lucha, ambos
cayeron a un pequeño precipicio; él perdió entonces el conocimiento, pero
al recobrarlo vio que el tigre lo había abandonado, y que su brazo estaba
sangrando y muy lacerado. Expresamos nuestra sorpresa de que el jaguar
no lo hubiera matado; él entonces encogiéndose de hombros observó: "La
bienaventurada Virgen María lo había salvado".

Nada hay que sea tan hermoso como el panorama alpino al subir
las montañas desde el Magdalena; las colinas interrumpidas estaban por
todas partes cubiertas de árboles hasta la cima y diversos tiachuelos
diáfanos cruzaban el sendero,

Precipitándose de la altura rocosa,


saltando centellea agreste y gozosa,

corrientes en las cuales con agrado calmamos nuestra sed. Estas monta-
ñas están coronadas de árboles bonitos y majestuosos, cuyas raíces están
cubiertas de arbustos de color verde obscuro que proporcionan reposo a
la vista. Aquí y allá se ven ranchos de indios rodeados de pequeñas par-
celas cultivadas en la forma más romántica y en lugares aparentemente
inaccesibles. La caña de azúcar, los platanales y el arroz es lo que los
indios cultivan principalmente. La forma singular de las montañas de
las diferentes cordilleras de los Andes, constituye un nuevo aspecto para
el ojo europeo; sus laderas agudas y sus picos elevados le hacen pensar
a úno que hubo algunas convulsiones volcánicas extraordinarias de la
naturaleza y de esta manera quedaron desfiguradas esas estupendas

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moles. Por la tarde al ascender a una altura considerable, encontramos
la temperatura mucho más fresca y en algunos llanos cerca de la carre-
tera, cruzamos algunas haciendas grandes y pequeñas y vimos vacas y
rebaños de cabras paciendo en un pasto excelente. Observamos grandes
helechos en la cúspide de las montañas.

A las cuatro llegamos a la cumbre de la cordillera de montañas que


separan al río Magdalena del valle de Guaduas, cuya aldea divisamos en
lontananza. Le dije adiós al río sin el menor pesar, y si se me hubiera
impuesto el castigo de la mujer Lot, amenazándome si miraba hacia atrás,
no hubiera tenido gran tentación para hacerlo y no hubiera tenido mérito
al librarme de ser convertido en estatua de sal.

A las seis de la mañana llegamos a la pulcra y bella aldea de Gua-


duas, acompañados por el coronel Acosta y su hermano, quienes habían co-
rrido un par de millas a caballo para encontrarnos. A juzgar por el
aspecto general del valle, creímos que habíamos llegado al fin al Paraíso
Terrenal, especialmente al vernos cómodamente alojados en la casa del
coronel Acosta y ante la espectativa de una buena comida y vinos pre-
parados para nosotros, sin mosquitos ni jején que impidieran nuestras
actividades. Casi toda la región de Guaduas en varias leguas a la redonda,
pertenece a este oficial, y los habitantes ganan sumas considerables de
dinero suministrándole mulas para el transporte de mercancías del río
Magdalena a Bogotá. En el valle se crían en gran cantidad caballos y
mulas. El coronel Acosta presta atención especial a la cría de éstos y
quiso que yo le aceptara un hermoso caballo gris de regalo, lo cual de-
cliné.

Nuestro anfitrión era altamente estimado por su liberalidad y hos-


pitalidad para con todos los viajeros, tanto si eran nativos o extranjeros
que le hubieran sido presentados. Se le consideraba completamente como
un patriarca de este valle feliz; los habitantes confiaban sus querellas a
su arbitramento, que generalmente se ingeniaba para terminar en forma
amistosa y a satisfacción de todas las partes. Como Guaduas se halla a

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una temperatura más cálida que Bogotá, los inválidos vienen aquí con
frecuencia en busca de buen clima y aires saludables, que pronto les de-
vuelven la salud. El Barón de Humboldt ha calculado que Guaduas se
halla a 5.082 pies sobre el nivel del mar.

A las ocho de la noche llegaron veinticinco mulas con parte de nues-


tro equipaje. Pasamos la noche más agradable durmiendo en buenas camas
que nos facilitó nuestro hospitalario anfitrión. Nos levantamos temprano
y después del desayuno fuimos a visitar un convento que había sido an-
teriormente ocupado por frailes de la orden de San Francisco: su ubi-
cación era notablemente bella -estos buenos padres nunca la escogen
mala-, sobre una bonita colina por donde corría un alegre arroyuelo a
través de las verdes praderas. El gobierno colombiano les había confis-
cado sus rentas y el convento estaba ahora desocupado, salvo una pe-
queña parte del edificio que la tenían destinada a escuela pública conforme
al plan de Láncaster. 40 muchachos asistían a las clases¡ me dijeron que
algunos de ellos leían perfectamente bien y al examinar su caligrafía
observé que era en general buena y cursiva. La capilla del convento an-
terior era pequeña y aseada y conservaba todos sus ornamentos.

A mi regreso el coronel Acosta me mostró un curioso animal, llamado


el perezoso, de dos uñas, que él deseó lo trajera yo a Bogotá. Tiene el
tamaño de un pequeño tejón¡ de color gris borroso salpicado de manchas
castañas, provisto de dos garras largas encorvadas en las patas delanteras
y tres en las posteriores. Sus movimientos eran muy lentos y en aparien-
cia se movía con dificultad, pero no le oímos quejarse ni chillar como si
sufriera al arrastrarse¡ se colgaba de sus largas garras. El perezoso es
completamente inofensivo y st> alimenta de hojas de árbol pero es ente-
ramente un animal tan feo que no sentí deseo de llevármelo. El termó-
metro a las dos de la tarde marcaba 76° 30'¡ a las seis de la tarde 73• 30'.
El clima varia poco en esta aldea agradable y en época lluviosa rara vez
baja a 70•. El clima y el terreno del valle de Guaduas proporcionarían
una situación agradable para emigrantes europeos, que están mal adap-
tados para establecerse en las ardientes orillas del río Magdalena. Sali

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con mi perro pointer, pero sin escopeta; encontré dos o tres bandadas de
perdices y tuve dos buenas ocasiones. Estas aves son de mayor tamaño
que las codornices, con su plumaje jaspeado de blanco y negro, y de
forma muy semejante a aquélla: se consideran como un manjar para la
mesa. La población de Guaduas y sus corregimientos cuenta con unas
35.000 almas. Esta plaza, por su clima y suelo excelentes, así como por
su ventajosa situación sobre la gran carretera que comunica con la ca-
pital, será sin duda dentro de pocos años un lugar de importancia. En
este valle se cultivan la caña de azúcar, el café y el plátano, y además
los prados son extensos y fértiles. Esta fue la primera vez que vimos
ovejas en este continente: son pequeñas, de lana larga, color castaño y
blanco, su carne es sabrosa como la del carnero de Gales. El sacerdote
llamado Lee vino a la casa del coronel por la noche: era un hombre inte-
ligente y muy adicto a la causa de la Independencia, pues había sido muy
perseguido por el gobierno español, al cual consideraba el peor de Europa,
y así mismo tan perjudicial para la vieja España como para sus primiti-
vas colonias. Su abuelo era irlandés, comerciante que vino de Cádiz y
había estado preso por el general español Morillo por estar de parte de
los patriotas. El sacerdote era un gran deportista y buen agricultor: tenía
ochenta toros gordos, vi algunos de éstos al día siguiente en sus potreros.
Estos no tuvieron la desgracia de encontrarse en el mercado de carne de
Londres una semana antes de Navidad. No se les permite estar en el
hato con las vacas seis meses antes del engorde. El ganado no es corpu-
lento pero su forma es bonita, de cabezas hermosas y especialmente rectas
en la parte posterior y de pequeño morrillo. El sacerdote nos refirió que
una persona podría viajar quinientas millas por la orilla izquierda del rlo
Magdalena con dirección N. O. hacia Panamá, sin encontrar una simple
choza o granja, lo cual considero cierto. Aquí en Guaduas hay una fá-
brica de sombreros de paja.

El jueves nos levantamos a las seis de la mañana y nos fuimos todos


a bañar a un pequeño arroyo cerca al convento, que es muy refrescante.
La última noche que estuvimos en la casa del coronel Acosta dio un baile
a los habitantes más notables de Guaduas para diversión, en donde tu-

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vimos la oportunidad de ver la clase de baile de la alta sociedad. Entre
los invitados había hermosas jovencitas, especialmente dos hermanas de
Bogotá que se lucieron con sus parejas en el baile español de contradanza,
valses y fandango. Yo le obsequié al coronel Acosta un morral de cacería,
algo de pólvora inglesa, con lo cual se sintió muy complacido. El admiró
mucho nuestras escopetas de dos cañones, especialmente una mía de
marca Smith de la Calle Prince.

El viernes 27 salimos de Guaduas a las nueve de la mañana con mu-


cho pesar después de haber disfrutado considerablemente los dos días
que pasamos con el coronel, quien acompañado de su amigo el sacerdote
Lee, y su hermano, insistió en acompañarnos una legua o dos por el
camino hacia Bogotá, a pesar de nuestras protestas. Esta costumbre se
halla muy generalizada en todo el país y se considera como una muestra
de respeto del anfitrión y sus amigos para con sus huéspedes. En algunas
provincias me vi acompañado por caballeros hasta el límite de sus fincas,
distantes tal vez de tres a cuatro leguas. Muchos de los caballeros de este
país tienen vastos dominios, cuyos límites son pequeños riachuelos. El
termómetro a las siete de la mañana marcaba 73• a la sombra. Al des~o
pedirnos del coronel y del sacerdote, nos desmontamos de las mulas y nos
abrazamos mutuamente según la costumbre española, poniendo los brazos
al rededor de las espaldas y diciendo: "adiós, mis buenos amigos". El pa-
norama montañoso es siempre bonito y variado. Cruzamos algunas mon-
tañas terriblemente escarpadas y ríos cuyos puentes habían sido cons-
truidos de barro con habilidad e ingenio. Llegamos a las cuatro de la
tarde a la aldea de Villeta. El alcalde y la mayor parte de los habitantes
conspicuos salieron a recibirnos a caballo, y estaba preparado para nos-
otros un agasajo en la casa del alcalde. El termómetro en Villeta a las
cuatro de la tarde marcaba 76• y el clima se considera dos o tres grados
más cálido que Guaduas, pues está situada más bajo y no es tan seco,
debido a lo cual se cultiva aquí el arroz en abundancia para el mercado
de Bogotá. Encontramos la carretera de Guaduas a Villeta mucho mejor
que la de Bodega a Guaduas, pero siempre era mala. Hay osos negros en
estas montañas: el coronel Acosta tenía pieles de dos o tres que él había

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matado en algunas de sus expediciones deportivas: aquí hay también Cop
de Bruyere (o becada) en estas selvas, pero no se dejó ver. A legua y
media de Villeta cruzamos el Río Negro; la bajada y subida de las orillas
es muy penosa y llena de zarzamoras. Aquí presencié uno de los puentes
curiosos de guadua que se tienden sobre los ríos en algunas provincias:
no tenía la apariencia fuerte, auncuando hecho con mucho ingenio.

Llegamos a las cinco de la tarde a una especie de posada de nombre


El Curador, donde pasamos la noche. Las carreteras en este sitio son es-
pantosas y en algunos lugares tuvimos mucha dificultad para lograr que
lus mulas cruzaran el pantano cuando nos desmontamos para ayudarles.
El señor Cade trató de pasar a caballo uno de estos lodazales y fue tum-
bado por la mula de lado y ambos, mula y jinete, presentaban una triste
figura cuando salieron a tierra firme. Esta es una de las grandes ca-
rreteras a la capital. Uno de mis criados compró en un rancho indio por
dos reales un animalito llamado leoncito: es exactamente de la misma
forma de un león en miniatura, con sobre nombre felpudo y una cola
mechuda: de tamaño mayor que el de una ardilla, de color gris, bonitos
ojos negros y el pelo como seda. Este animalito era muy manso; yo lo
llevé a Bogotá donde se murió de frío (1). Sentimos mucho frío por la noche
en El Curador y con mucho gusto utilizamos nuestras cobijas y cerramos
bien las ventanas y ajustamos bien los postigos.

Habíamos subido a una considerable altura, casi a nivel con la sa-


bana de Bogotá, que está entre 9.000 y 10.000 pies sobre el nivel del mar,
de acuerdo con las medidas hechas por el Barón de Humboldt. A los
lados de la carretera había mojones de piedra en los cuales se había
grabado el número de leguas hasta Bogotá y la altura del lugar sobre
el nivel del mar. Nos sorprendió ver a los arrieros de regreso del mercado
de Bogotá bajando las cuestas empinadas y las rocas montados a caballo,
con tanta indüerencia como un bolsista haría su viaje camino a Bath, y
ésto con frecuencia en mulas que parecen medio muertas de hambre. En

( 1) La leonclta et, a~n creo, una cepeeie de mono.

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esta carretera encontramos algunos toros con cargas en el lomo y cuerdas
atravesadas por las narices a manera de riendas; vimos también tres o
cuatrocientos caballos y mulas que regresaban de Bogotá, donde habían
estado en el gran mercado del viernes.

El domingo por la mañana nos pusimos en movimiento hacia la gran


aldea de Facatativá, en la sabana de Bogotá. Vimos varios soldados per-
tenecientes al cuerpo de guardia del rey haciendo ejercicios cerca de la
carretera; ellos se veían muy bien de lejos. En nuestro camino olmos
algunos micos colorados chillando, lo que no esperábamos encontrar en
un clima tan frío. Llegamos temprano a Facatativá; por el camino en-
contramos al doctor Maine y a dos caballeros ingleses que estaban espe-
rándonos allí para acompañarnos hasta la capital de Colombia.

No hay nada digno de importancia en Facatativá. Fuimos a un baile


por la noche, muy inferior a nuestro baile de Guaduas.

El lunes por la mañana nos encaminamos a buen tiempo para la ca-


pital, distante a siete leguas de Facatativá; pero toda la carretera es a
través de la sabana de Bogotá, donde se ven a derecha e izquierda semen-
teras de maíz e inmensos potreros donde abunda el ganado. Cruzamos el
río Bogotá por un largo puente de piedra y vimos una gran cantidad de
patos silvestres volando; la cacería de éstos, según comprobé más tarde,
es un buen deporte en algunas de las lagunas de esta sabana. Divisamos
una hermosa vista de Bogotá a distancia de tres o cuatro leguas. Está
situada al píe de una cadena de montañas que cierran el límite de la
sabana de Bogotá; la hermosa catedral y los conventos de Guadalupe y
Monserrate en la cumbre de las dos colinas son objetos llamativos y cons-
picuos.

Un caballero inglés nos hizo montar en buenos caballos ingleses y


como la carretera en general era de suave césped, galopamos con mucha
satisfacción olvidando nuestros sufrimientos y trabajos al contemplar en

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lontananza la vista de Bogotá, a donde llegamos a las tres de la tarde.
Nos hospedamos en casa del doctor Maine, que nos dio un suntuoso al-
muerzo preparado por un cocinero francés e invitó a mucha gente entre
nativos y extranjeros para que nos conocieran. El día siguiente lo em-
pleamos recibiendo visitas de felicitación por nuestra llegada sin contra
tiempos a Bogotá, de los ministros y otros funcionarios públicos. El co-
ronel Campbell y yo visitamos al Honorable Pedro Gua!, ministro de
Relaciones Exteriores, y le entregamos las cartas que le envió por nuestro
conducto el señor Canning. Fuimos recibidos con mucha cordialidad por
el señor Gua!, que hablaba el inglés notablemente bien, pues había apren-
dido el idioma en los Estados Unidos, donde había residido dos o tres
años. El ministro nos informó que nos haría saber al día siguiente cuando
su Excelencia el Vice-Presidente nos concediera audiencia pública.

Como era düícil encontrar una casa suficientemente espaciosa para


mi alojamiento, y el Mariscal de Campo Urdaneta (Presidente del Senado)
esperaba dejar su residencia, situada en la plaza mayor, dentro de dos o
tres semanas, por haber sido nombrado al Comando de la Provincia de
Maracaibo, accedí a la invitación obligante del doctor Maine a permanecer
con él hasta cuando el Mariscal de Campo saliera de Bogotá.

El 8 de marzo el coronel Campbell, el señor Cade y yo fuimos reci-


bidos en audiencia pública por su Excelencia el Vice-Presidente de la
República de Colombia en su Palacio de la plaza mayor. El nos recibió
en su trono bajo una especie de dosel de rico terciopelo rojo, rodeado de
los ministros, oficiales militares y navales, funcionarios públicos, etc. de
la República. Fuimos presentados a su Excelencia por el Ministro de Re-
laciones Exteriores y después de las ceremonias habituales, nos despedi-
mos con aparente satisfacción mutua.

El día 10 estuvimos ocupados devolviendo una gran cantidad de vi-


sitas, entre otras, una del Obispo de Mérida, cuya mano tuvimos el honor
de besar; al realizar esta ceremonia observé en uno de los dedos de Su
Ilustrísima un anillo con una magnifica esmeralda. Estas esmeraldas se

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explotan en las célebres minas de Muzo a unos cuatro días de VIaJe de
Bogotá y situadas al N. O. El Obispo era un miembr o del Senado y en
esa época residía en Bogotá para desempeñar sus funciones senatoriales.
También encontramos en esta mañana el fuego mágico de varios pares
de ojos negros brillantes de mujer, que hacían contraste con el color lila
y rosa de sus trajes por superarse y todos estos encantos aumentaban
con la gracia de los bucles color azabache, formando así el encanto del
conjunto. No pude menos de recordar lo que las hermosas jóvenes de
1\lorales nos hablan dicho y se lo recordé a mi secretario.

El clima de Bogotá es especialmente provechoso para la complexión


de las mujeres, pues el calor excesivo y el frío nunca se sienten aquí,
excepto en las estaciones de lluvia cuando puede haber dos o tres grados
más bajos. El termómetro a la sombra raramente sube a más de 70•, o
por debajo de ss• y casi todo el año el clima es semejante al de Inglaterra
a fines del mes de mayo, y en toda época es agradable montar a caballo
o pasear. De este último ejercicio puedo hablar por experiencia propia.
Yo acostumbraba caminar la mayor parte de los días de tres a cuatro
leguas españolas, con gran sorpresa de los nativos, quienes no podían
nunca comprender cómo un caballero teniendo caballos en sus establos
prefería hacer caminatas a pie y en más de una ocasión, un indio o agri-
cultor me ofreció caballo para ir al mercado de Bogotá, imaginándose
que el caballero había perdido su caballo y se veía reducido a la necesidad
de ir a pie a casa. En verdad nadie en Colombia que tenga medios para
mantener un caballo, anda a pie, y un agricultor bogotanó disfruta mucho
del placer de oír el tintineo de sus grandes espuelas de plata o acero
(aun cuando generalmente sin medias y con sandalias en el pie) como
cualquier corneta de húsares joven al sentar plaza por primera vez en
el ejército. Está muy de moda que los caballeros cabalguen por las calles
dt> Bogotá, especialmente los domingos, y los extranjeros se sorprenden
df' ver los caballos a buen paso o trote con el caballero perfectamente
sentado en la silla. Hay hombres que se ganan la vida enseñándoles a los
caballos este paso. El método que emplean es poniendo cuerdas al rededor
de la cuartilla del caballo, con lo cual sólo se le permite dar el paso corto

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y en poco tiempo éste llega a ser su paso normal. Los frenos son extre-
madamente fuertes y las alfombras de la silla de color escarlata o algún
color alegre con bordados de plata al rededor. Se pagan grandes sumas
de dinero por caballos de buen paso, algunas veces hasta mil dólares (o
5'. 200). Los caballos negros son muy estimados; el mariscal de campo
Urdaneta me regaló un potro negro, que me dijeron lo había comprado
por 800 dólares. La cría de caballos no es muy grande pero es activa,
dificil y posible de producir gran cuidado. El oficio de herrero debe ser
lucrativo en este país, pues se cobran cinco pesos por herrar un caballo.

La policía de Bogotá es mala en muchos aspectos y requiere mucho


un jefe activo a la cabeza. Caminando por la Calle Real (o calle princi-
pal), donde están ubicados los principales almacenes, se siente úno dis-
gustado a toda hora al presenciar mendigos mostrando sus llagas, espe-
cialmente piernas enfermas; algunas de ellas de inmenso tamaño a causa
de una enfermedad llamada elefantiasis. Recuerdo un idiota, muchacho
de dieciseis años, que cada mañana lo t.raia su mamá a la calle y le
permitía arrastrarse por el suelo y coger a los peatones por las piernas,
haciendo horrorosas contorsiones y gestos con la cara. Los gallinazos (o
pequeños buitres negros) son los verdaderos basureros de esta ciudad y
después de un día de mercado en la plaza mayor se ve gran cantidad de
ellos saltando al rededor, tan mansitos que usted puede casi tocarlos con
la mano o con el bastón, devorando la suciedad y los despojos de res que
quedan del mercado. Las calles las lavan ocasionalmente los fuc.>rtes agua-
ceros. La ciudad está construida sobre una pendiente y el agua baja en
torrentes por las cunetas arrastrando consigo la suciedad a un pequeño
río que rodea la capital. Unos cuantos faroles de gas serian un gran pro-
greso para Bogotá y le permitirían al pasajero pasear de noche con más
comodidad y seguridad bajo los muros sombl'ios de los monasterios, con-
ventos y casas, sin temor de recibir un machetazo o de que lo ahoguen
en el agua del Bogotá. La mitad de la extensión de la ciudad está ocupada
por grandes conventos con mucha área para jardines. Las. comodidades
que se esperan para el progreso llegarán al fin y estoy convencido de que
los colombianos lentamente se librarán de todas estas incomodidades.

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Muchas personas que vienen de la costa, o que suben el Magdalena
hasta Bogotá, sufren de fiebres intermitentes, causadas por el cambio
repentino del clima; este malestar con frecuencia es monótono, acaba
mucho al paciente y deprime el ánimo, pero si no se le suministra quinina
a tiempo puede ser fatal. El señor Cade y yo tuvimos la suerte de li-
brarnos de ese mal. El coronel Campbell tuvo una especie de ataque
fuerte, que el doctor Maine, muy hábil como médico, pronto le curó.
Mucho ejercicio y una botella de vino madera añejo es el mejor antídoto
para la fiebre; yo tomaba ambas cosas cada día. En esta época no se
pueden comprar buenos vinos en Bogotá; una clase de vino claro de uva
con algunos vinos malos españoles era lo que había en las tiendas de los
comerciantes. El europeo también encuentra dificultad para respirar poco
tiempo después de su llegada a Bogotá, debido a la gran altura sobre
el nivel del mar por el aire de la atmósfera enrarecido. Un lacayo inglés
a quien traje, sufría mucho durante los primeros cuatro o cinco meses
que residió en la capital, pues todo el tiempo estaba enfermo de fiebres
intermitentes. Los viajeros a menudo sufren de fuertes rebotes biliosos
al ir de Bogotá a Cartagena; es por lo tanto prudente permanecer unos
cuantos días en Guaduas temperando un poco, y tomar dos o tres dosis
de sales de Cheltenham.

El día 11 de abril comimos todos con el señor Robinson, comerciante


americano que tenía considerables reclamaciones ante el gobierno de Co-
lombia por almacenes, etc., suministrados durante la guerra. Entre los
manjares muy surtidos del señor Robinson, que era un bon vivant, nos
dio un fricasé de pollo que le habían enviado desde Nueva York en latas,
estaba excelente; lo cual prueba que nuestros amigos transatlánticos sa-
ben algo de gastronomía.

Hoy por la mañana fuimos a caballo a visitar una quinta (o casa de


campo) a una milla de Bogotá, de propiedad del señor Arrubla, uno de
los más ricos comerciantes de esta plaza. Algunas de las habitaciones
estaban arregladas con gran gusto y de mucho costo, y daban sobre un
jardín agradable de plantas, dividido en eras llenas de gran variedad de

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flores, especialmente de claveles y clavellinas. El resto del terreno for-
maba pequeñas colinas sembradas de mielgas finas que crecían abundan-
temente; todo el terreno podría regarse a gusto. Esta propiedad la vendió
después el señor Arrubla al señor Henderson, cónsul general británico.
La mañana estaba magnífica, clara y cálida y podíamos ver sin ninguna
dificultad las montañas del Tolima, de la forma de un cono de azúcar,
cuya cumbre está perpetuamente cubierta de nieve. El Tolima forma parte
de la cordillera de montañas del Quindío y está distante de Bogotá a seis
días de camino.

Lunes y jueves fueron días de recibir visitas al Vice-Presidente y al


Ministro de Hacienda, Castillo. El lunes recibimos al ministro de hacienda
y el jueves al Vice-Presidente. Como Castillo era casado, generalmente
hablábamos de las hermosas mujeres en las conversaciones; pero la pa-
reja parecía estar tan enamorada entre sí y mantenían tan estrecha inti-
midad, que tratar de separarlos era una empresa tan formidable como
tratar de romper un escuadrón de guardia de corps. Las botellas de cer-
veza, el ron de Jamaica y los vinos dulces españoles, y las confituras
eran los refrescos de la noche. La cerveza que venía importada de Ingla-
terra se consideraba como un gran lujo y el ministro de hacienda era tan
aficionado a ella como pudiera serlo cualquier John Bull. En las veladas
del Vice-Presidente no había damas; el juego era la principal atracción
y nunca tomé parte en él por no sentirme inclinado.

Una circunstancia que yo lamenté bastante, fue la de que muchos


jóvenes de buenas familias y educación liberal, pasaban de un extremo a
otro, con poca o ninguna religión; su imaginación estaba envenenada por
la lectura de las obras de Voltaire, Jean Jacques Rousseau y otros libre-
pensadores, debido a lo cual ponían en ridículo todo cuanto era de estima
de los españoles. Llegará el tiempo, espero, en que se pondrá remedio a
este mal y confío y tengo fe en que la Sociedad de la Biblia establecida
en Bogotá antes de mi partida, haga mucho bien en este sentido.

El juego y un tabaco en la boca constituyen la principal felicidad


para un gran número de criollos de Sur América. Se siente úno inclinado

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a creer que la excitación producida por úno es contrarrestada por el efec-
to soporífico del otro; más a pesar del predominio del juego, no recuerdo
ningún caso de suicidio cometido por ningún nativo durante todo el tiempo
que estuve en Bogotá con una población de 40.000 almas. Es un verda-
dero consuelo para alguien poder disipar el pesar y la tristeza con tanta
facilidad. Un extranjero después de su llegada, se sorprendió de encontrar
~n las calles a una hermosa mujer muy bien vestida fumando tabaco con
la mayor despreocupación; aun cuando la dama tenía un lindo sombrero
colocado coquetamente a un lado de la cabeza, con un hermoso collar de
perlas, los dedos llenos de anillos, una bata de seda negra adornada con
numerosos abalorios cubriendo su esbelta figura, su sorpresa fue todavía
mayor al mirar hacia abajo y descubrir que estaba sin zapatos ni medias;
los pies aun cuando estaba descalza, estaban muy limpios y aseados. A
estas damas les disgusta ir calzadas tanto como a un caballo le gusta
andar suelto hasta que tiene cinco o seis años de edad y muchos de los
jóvenes elegantes admiran a estas damiselas sin medias ni zapatos, "De
gustibus non disputandum est". El fumar entre las damas de la alta
clase, sólo se hace en secreto, pero me dijeron que hace cuatro o cinco
años se veían a muchas fumando en los bailes públicos.

La guarnición de Bogotá estaba compuesta de un cuerpo de húsares


para la guardia de Su Excelencia el Vice-Presidente, un cuerpo de arti-
llería y un bonito batallón de voluntarios nacionales, el cual estaba for-
mado por todos los nativos de Bogotá y tenía una banda de música
admirable. La artillería y los voluntarios eran las mejores tropas; pero
no puedo decir lo mismo de los húsares, que estaban pésimamente mon-
tados, hombrecitos feos y nada apuestos; pero peleaban con firmeza y
habían experimentado grandes penalidades y fatigas. Había un nuevo
batallón de línea en la guarnición de aquí. Por lo que pude saber, el hos-
pital militar estaba mal administrado y los soldados enfermos carecían a
menudo de medicinas y de alimentos adecuados y vino. No había instru-
mental quirúrgico y no se podían conseguir medicamentos para los en-
fermos a menos que la fórmula del doctor fuera firmada por el comisario
de la división. Si ocurría que estaba ausente de la casa, que era el caso

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más frecuente, el paciente debía esperar su regreso y uno de los asistentes
médicos me aseguró que había perdido últimamente tres soldados a causa
dE: esta demora. Hace falta una junta · médica para el ejército. Entiendo
que el Presidente Bolivar se preocupa mucho por sus soldados enfermos,
les visita constantemente en los hospitales y no ahorra sacrificio ni dinero
para procurarles cuanto sea necesario para el restablecimiento de la salud
de los inválidos. Esta es la manera efectiva de estar bien servido y los
soldados creen que nunca hacen demasiado por un general que obra como
un padre bondadoso para con ellos. A Bolívar lo adoran sus tropas. Pero
deben hacerse grandes asignaciones para esta nación en la infancia, y
esperemos que poco a poco se corrijan estos abusos bajo la vigilante
administración del grande e infatigable Bolívar y del hábil Vice-Presidente
actual.

El día 20 de abril comimos todos en casa del doctor Merizalde, mé-


dico colombiano. Las mesas, como de costumbre, crujían bajo el peso de
los platos españoles. Dos bandejas grandes de jalea tenían inscritos los
nombres del coronel Campbell y el mío y el siguiente escrito: "Vivan los
comisionados ingleses". El doctor había sentado la fama de hospitalidad
ejemplar y fue el primer bogotano con quien comimos después de nuestra
llegada.

El mercado en Bogotá se realiza en la plaza mayor y es verdadera-


mente digno de verse; se cree que se gasten allí cada viernes unos 10.000
dólares; y el extranjero se divierte mucho observando desde las gradas
del atrio de la catedral, al criollo, mulato, mestizo, indio y negro, éste
último forma la mayor parte de los esclavos, todos ocupados comprando
y vendiendo. Una parte de la plaza se destina a los carniceros, otra a los
vendedores de aves, aves silvestres y de caza, y un tercer estante para
frutas y legumbres; hay unos aparadores en el cuarto lugar reservados
para la venta de algodón en rama y telas de lana fabricadas en algunas
a~ las provincias. Los indios y los campesinos jóvenes en esta época se
sent!an algo temerosos de venir al mercado, pues el gobierno habla dado
la orden de reclutar algunos soldados. Las frutas tienen bonita apariencia

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y son buenas, en los mismos aparadores se ven granadas, ptnas, cerezas,
fresas silvestres y cultivadas, melocotones, manzanas, chirimoyas, gran
variedad de melones, zapotes, mangos, en resumen, una gran porción de
frutas de las que se cultivan en el norte de Europa y las de los climas
tropicales estaban a la venta. Esto al principio llama la atención del ex-
tranjero, pero a dos días de viaje de Bogotá, al bajar, se encuentra úno
en un clima completamente indio, cálido. La carne sería excelente si los
carniceros no le quitaran todo el gordo para fabl'icar velas; generalmente
vale tres peniques la libra. Habiéndole explicado a mi cocinero, a manera
de queja, que no les daba a mis invitados ninguna variedad de sopas, él
dio como explicación que no podía comprar en el mercado carne de ternera
para hacer sopas blancas, pero él me pidió permiso para comprar una
vaca con el ternero, venderla nuevamente y sacrificar el ternero. Al adop-
tar este plan sorprendí a los nativos en mis comidas dándoles sopas
blancas, filetes, lomos de ternera y cabezas de ternera, etc., que ellos
jamás habían probado. Los agricultores no quieren matar nada que sea
joven, en consecuencia, no se puede comprar ternera, cordero, cabrito o
lechoncitos. También compramos bueyes y los dividimos entre las familias
inglesas, para poder tener carne con gordo, cortada al estilo inglés.

Las damas de alto rango de Bogotá son generalmente de pequeña


estatura, pero bien formadas, y pueden vanagloriarse de tener pies tan
lindos y tobillos pequeños como cualquier mujer del mundo, éstos están
siempre cubiertos por hermosas medias finas de seda y calzado lujoso.
Como las mujeres de España, caminan ellas con gracia y dignidad y son
csí mismo coquetas y juguetonas con sus abanicos. El traje matinal pa-
rece de momento extraño, pero después pensé que les cala bien. La cabeza
y las espaldas están cubiertas con un manto negro o azul sin ningún adorno
y algunas veces se dobla bajo el mentón, pero deja la cara descubierta y
un pequeño sombrero de copa acabado en forma cónica, puede decirse
lileralmente que estaba colocado sobre el moño de la cabeza; se ponía a
un lado pero como ninguna cabeza cabía dentro de él, a menudo me sor-
prendí de que no se les cayera. Son sus batas de seda negra bien ajusta-
das y muy adornadas con abalorios del mismo color. Con este atuendo

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las damas van siempre a la iglesia. El furor del sombrerito de copa y
del manto, creo que pasará pronto de moda pues algunas de las damas,
antes de salir de Bogotá paseaban por las calles con enormes sombreros
franceses adornados con muchas flores artüiciales y vestidas con batas
de seda de vivos colores y chales sobre sus espaldas, ante el asombro y
mortificación de algunos de los sacerdotes que consideraban como pecado
recitar sus oraciones con ropa tan llamativa. El vestido apropiado para
pasear por la tarde es un sombrero bonito de paja con flores artificiales
colocado en la misma forma que el negro, un chal de abrigo Norwich y
batas de algodón o zaraza fabricadas en Inglaterra. En sus tertulias y
bailes las damas visten a la moda francesa con mucho gusto y van ador-
nadas con profusión de perlas, esmeraldas y otras piedras preciosas, para
cuya compra ellas hacen grandes sacrüicios. En general tienen muy buen
oído para la música, pero hay una falta lamentable de maestros y buenos
instrumentos musicales, debido a las düicultades y gastos enormes para
subir un piano desde la costa hasta la capital y tal vez cuando llega, pro-
bablemente salga costando f, 200. Las damas bailan bien y con mucha
gracia; las contradanzas españolas se prestan especialmente para exhibir
las düerentes actitudes del cuerpo. El vals es también un baile favorito.
En mis visitas matinales a las damas las encontré sentadas sobre cojines
colocados sobre alfombras al estilo oriental y ocupadas bordando en tam-
bores; una negrita esclava acurrucada cómodamente en un rincón del
cuarto, estaba lista a obedecer las órdenes de su ama. Observé que los
criollos o descendientes de los españoles trataban a los esclavos de sus
hogares con mucha bondad e indulgencia, permitiéndoles conversar con
ellos de modo más familiar de lo que nosotros acostumbramos con nues-
tros sirvientes en Inglaterra. Con respecto a la moral de las señoras de
Bogotá, creo que ellas pueden ostentar tanta virtud como las damas euro-
peas. De vez en cuando, a decir verdad, se oye hablar de algún desliz pero
yo respondo como su paladín, y afirmo que han sido calumniadas en algu-
nas obras que han sido publicadas por viajeros, sobre las costumbres de
los naturales de Sur América; pues si una mujer se condujera mal y se
llegare a saber su falta de virtud, sería expulsada de la buena sociedad,
cosa que no ocurría bajo el dominio del gobierno español, cuya política

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consistia en desmoralizar el pueblo y corromper su mente y hacerles in-
sensible su propio yugo.

La pasión del juego fue muy estimulada por el virrey y capitán ge-
neral de la provincia de Venezuela. Prueba de ello fue que uno de los
ministros colombianos me aseguró que entre los papeles pertenecientes
al capitán general encontrados en Caracas por los independientes, cuando
evacuaron la plaza, habla una cuenta por 40.000 dólares a cargo del rey
de España por mantener una mesa de juego y dar comiditas para atraer
adictos.

El día seis de abril el doctor Maine invitó a muchos colombianos a


comer y en esa ocasión me senté junto al coronel García. Nuestra con-
versación versó sobre varios acontecimientos de la guerra civil y la gran
lucha de los suramericanos para lograr su independencia. El coronel me
dijo que durante la guerra, habla caldo prisionero en manos de los espa-
ñoles y habla sido enviado de la costa a Bogotá, sufriendo grandes pe-
nalidades en su larga marcha a la capital, habiendo llegado casi muerto
de hambre. El coronel fingió entonces cambio en sus ideas pollticas, fue
puesto en libertad y colocado en un puesto humilde en el ministerio de
guerra. Durante este periodo él trató de comunicarse con Pola Salava-
rrieta, una de las más adictas patriotas de la causa y que más tarde fue
fusilada en Bogotá por orden del virrey, al descubrirse su correspondencia
con los independientes, y el coronel Garcia fue enviado una vez más a
prisión, bajo sospecha de haber sido cómplice con la herolna Pola. Mien-
tras estuvo en la cárcel esta intrépida mujer trató de enviar una hoja de
papel dentro de una naranja al coronel, en la cual estaban escritas estas
palabras: "diga que nunca me conoció ni que nunca se comunicó con
migo". El coronel siguió su aviso y afirmó ante el consejo de guerra y
habiendo sido corroborado por la declaración de Pola, fue absuelto por
mayoría de números del consejo de guerra, pero todavía estuvo firme-
mente encarcelado y vigilado. El coronel Garcla logró escapar por fin,
sobornando con 600 dólares al cabo de guardia, que también se escapó
con él. Por la noche al hacer la ronda con las llaves y acompañado por

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un soldado para ver que todos los prisioneros estuvieran sanos y salvos
en su celda, él de repente le dijo al soldado: "oigo ruido arriba", y quiso
que fuera arriba a ver lo que pasaba. Durante la ausencia corrió a la
prisión del coronel, abrió la puerta, le dio una capa y una gorra militar
saliendo inmediatamente a la parte exterior del patio de la prisión. Aquí
un centinela gritó: "¿quién vive?" a lo cual el cabo inmediatamente dio
el santo y seña, simulando al mismo tiempo encender su cigarro y la
linterna; él apagó la luz para que el centinela no conociera al coronel;
después abrió la puerta exterior de la prisión y salió marcialmente con
el coronel García. Ellos viajaron esa noche por las montañas unas siete
leguas españolas (casi treinta millas) y el intrépido cabo fue ascendido
más tarde a teniente al servicio de Colombia por recomendación del co-
ronel. Muchos caballeros de Bogotá me contaron que la conducta de Pola
cuando iba a ser fusilada por los españoles, causó la admiración de todos.
Ella demostró el más decidido valor pero con conducta digna y sus últi-
mas palabras fueron: "por el éxito de la causa de mis compat1·iotas opri-
midos". Esta dama era joven y hermosa y en la época de su muerte estaba
comprometida en matrimonio con un coronel colombiano. El coronel Gar-
cía me envió de regalo la más bonita piel de jaguar (o tigre) de seis
pies de longitud, de animal capturado en trampa y no tenía marcas de
lanza u orificios de bala.

El 10 de abril hicimos una excursión para ver el Salto de Tequenda-


ma, después de haber tomado una merienda fría en la quinta del señor
Robinson. Los participantes eran: el coronel Campbell, el señor Robinson,
el Barón Elben, el señor Santamaría, padre, el doctor Maine, el señor
Cade y yo. Salimos de Bogotá a las cuatro de la tarde, a las seis llegamos
a la aldea de Soacha, situada al S. O. de Bogotá. Pasamos la noche en
casa del fraile Candia, guardián de la orden de San Francisco. El padre
Candia nos recibió con mucha amabilidad y hospitalidad y en sus modales
no hubo nada monástico; por el contrario, pronto se apercibe úno por su
franqueza y buena educación que denotan que él ha vivido mucho en el
mundo y todos nos sentiamos como en casa después de nuestra llegada.
El padre Candia era un celoso adepto de la causa de la Independencia,

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durante el período en que el país estuvo ocupado por las tropas españolas
bajo el general Morillo. Parecia tener de treinta a cuarenta años de edad,
con un semblante dulce pero al mismo tiempo inteligente, fuertemente
definido su buen carácter. Las casas de la aldea de Soacha parecian lim-
pias y cómodas; la alegría que se observaba entre los felig-reses, era la
mejor prueba de que nuestro anfitrión, tenía un espíritu libre de fanatismo
y avaricia. El padre Candia nos dio una magnüica cena con profusión de
dulces, carnes y frutas.

A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje al Salto que dista


unas dos leguas de Soacha. A media legua de esta aldea pasamos por la
hacienda o finca llamada Canoas cuyo dueño deriva una considerable
renta por la venta del trigo que se cultiva en estas tierras que se consi-
deran las mejores de la sabana de Bogotá y se vende al precio más ele-
vado del mercado. El acercarnos al pie de las montañas, nos sentimos muy
complacidos al contemplar la belleza y exhuberancia de la naturaleza en
esta parte de la sabana de Bogotá. El río del mismo nombre la serpentea
con una corriente tranquila y apacible y el panorama era variado por la
apariencia singular del trigo y la cebada en diferentes grados de madurez.
Se siembran dos cosechas por año. Rebaños de ovejas y hatos de ganado
y caballos, se veían paciendo en extensos prados y había grandes canti-
dades de patos silvestres volando con afán de dirigirse a las grandes
lagunas situadas hacia el oeste de donde estábamos. No llevaba el ter-
mómetro conmigo, pero imagino que la temperatura en Canoas sería de
unos 10•, lo cual es bastante agradable para el cuerpo humano. Al subir
entre 500 o 600 pies sobre la sabana de Bogotá, la vista era espléndida
al abarcar las sinuosidades del río, las inmensas lagunas al oeste, muchas
aldeas y la ciudad al fondo al pie de las cordilleras escarpadas de mon-
tañas. Todos nos quedamos durante algún tiempo en este lugar para re-
crear la vista ante el hermoso panorama.

La población de esta magnífica sabana de Bogotá es reducida, cuando


se considera la riqueza prodigiosa de su suelo y la extensión de más de
60 millas de norte a sur y un promedio de 30 millas de ancho; pero todas

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estas grandes ventajas naturales, deben aumentar por lo menos diez veces
y probablemente dentro de pocos años estará tan poblada como antes de
la conquista del país por Gonzalo Jiménez de Quesada, cuando esta sa-
bana estaba cubierta en todas direcciones de aldeas indígenas. Con un
clima y suelo propio para europeos cómo sería de sorprendente producir
los cultivos agrícolas de manera adecuada! Sin duda la emigración euro-
pea a Sur América aumentará cuando los gobiernos estén bien estable-
cidos y haya tolerancia en asuntos religiosos¡ entonces y sólo entonces
veremos el gran poderío físico de las fértiles mesetas de Sur América
progresar, ya que poseen quizás los climas mejores del mundo, aun cuando
Sl' hallan tan cerca del ecuador. El Barón de Humboldt menciona en sus
viajes que un hombre con un temómetro en la mano puede escoger su
propio clima en Sur América¡ pues subiendo o bajando puede encontrar
la temperatura exacta que más le convenga a su constitución.

Desde la altura ya indicada, empezamos a descender hacia el Salto


d~> Tequendama. El descenso era muy quebrado y resbaloso y malo en
algunos lugares, a través de una selva magnífica pero sombría que nos
protegía de los ardientes rayos del sol. Al bajar más hacia abajo todo
era silencioso, excepto el grato gorjeo de un turpial, que se oía ocasional-
mente, y nuestros ojos quedaron deslumbrados por el brillante plumaje
dl>l grupo de pájaros que vivían tranquilos en estas nobles y agrestes
selvas. El señor Cade sufrió una mala caída al bajar la montaña, pues
Sl' le volteó la silla. En una altura pequeña dejamos los caballos con
nuestros sirvientes y después de bajar 200 o 300 pies, apareció el Salto
a nuestra vista. Lo forma el río Bogotá, de unas 68 yardas de anchura,
que se precipita entre dos montañas hasta llegar al borde del abismo,
desde donde toda la mole de agua, de unas veinticinco yardas de anchura
y diez de diámetro, se precipita hacia el gran abismo en el fondo. Estas
brechas en las cordilleras se llaman barrancas; las partes laterales son
casi perpendiculares y constan de capas de granito de color rojizo. La
altura de esta cascada es de unos 1.200 pies y en la cumbre de estas
masas de granito, las montañas están cubiertas de inmensos árboles que
aumentan la grandiosidad del panorama. En el fondo del abismo hay un

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valle. Nosotros vimos papagayos y periquitos volando al rededor; éstos
nunca los vi en la sabana de Bogotá. El Barón de Humboldt calculó esta
caída desde la barranca entre unos 600 pies; algunos científicos de Bogotá
creen que son muchos más; quién tenga la razón no pretendo determi-
narlo, pero ciertamente iba acompañado de los mejores matemáticos
franceses e ingleses para medir las alturas y tomar observaciones, etc.
Es difícil describrir la emoción que se experimenta al contemplar
esta enorme mole de agua que se precipita hacia el abismo; sorpresa y
placer mezclados de pavor; yo permanecí al borde del abismo durante
algunos minutos en muda admiración al contemplar este maravilloso pa-
norama. El agua en su descenso tenía la apariencia de una fuerte tem-
pestad de nieve y los rayos del sol al ponerse en contacto con el rocío,
producían variedad de colores. La cuesta hacia el lado del bosque en
dirección opuesta a la cascada, donde nos hallábamos, tenia 75•, La co-
lumna de agua se disminuye mucho cuando llega al fondo, lo cual atribuía
el Barón de Humboldt a que mucho del caudal se evaporaba por el aire
en su descenso. Mucho me sorprendí al contemplar en la profundidad
del abismo y no ver sino una insignificante corriente que continuaba su
curso hacia el este por el sur y del oeste hacia el norte para desembocar
en el río Magdalena. Los bosques están bien provistos de venados, pues
en ellos se encuentra gt·an cantidad de chusque, al cual son muy aficio-
nados estos animales. También hay otra planta muy propia para la ceba
en estos bosques, que se llama plagador; un buey alimentado con ésta se
engorda en dos meses. Vimos un pájaro llamado jilguero, del tamaño de
una mirla, el lomo y el pecho de color verde brillante, el pescuezo y la
cola rojos y el pico largo y encorvado, la parte superior de la mandíbula
blanca, y la inferior negra; el cual producía un hermoso canto.
Regresamos a Soacha al rededor de las once, donde nuestro buen
padre Candia nos babia preparado un espléndido almuerzo, pues nuestra
larga jornada nos había aguzado el apetito, de lo cual dimos buena cuen-
ta. Después de haber descansado dos o tres horas nos despedimos ami-
gablemente de nuestro anfitrión, montamos en nuestros caballos y regre-
samos a Bogotá muy complacidos de nuestra excursión.

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Dos o tres días después de este paseo, un curioso y magnífico regalo
me hizo el honorable Pedro Gua!: se trataba de un ídolo de los indios
hecho de oro sólido hallado en el lago de Guatavita. Tenía cuatro pulgadas
de altura y cinco onzas de peso. No parece, a juzgar por este ídolo, que
los indios adoraran la belleza en esos días, pues las facciones de este
dios eran verdaderamente horrorosas y su cuerpo no había sido fundido
en molde griego. Este ídolo era el de mayor tamaño que se había encon-
trado en el país y era de oro puro. Del lago de Guatavita, donde se halló
este ídolo, no diré nada por el momento pues yo fui a visitarlo más tarde.
El señor Pepe París me regaló una pequeña serpiente de oro encontrada
también en esta laguna.

Durante la semana siguiente fue el domingo de Ramos, hubo muchas


procesiones religiosas por las calles y los santos de las díferentes iglesias
eran muy sociables y se visitaban entre si. Su Excelencia el Vice-Presi-
dente, los ministros, generales, y jueces, etc. asisten a esta procesión con
grandes cirios en la mano. Yo ví a Su Excelencia con los grandes fun-
cionarios del Estado y todo el estado mayor, algunos de ellos protestantes,
arrodillarse devotamente sobre las lajas duras ante el altar de la Virgen
Maria y del Niño Jesús, que estaban colocados en una carroza magnífica,
precisamente frente a la puerta del señor Castillo. Había una multitud
hacia los lados en esta procesión religiosa, compuesta por las personas
de los frailes alegres y rollizos, canónigos de la Catedral, seminaristas y
clérigos, portando grandes cirios de cera; la guardia posterior integrada
por militares a pie y a caballo y multitud de gente contemplándola. En
los intervalos se habían colocado bandas de música a lo largo de la colum-
na de gente en movimiento. Algunos de los niños de las altas clases so-
ciales en esta ocasión están vestidos de ángeles para servirles a los
santos. A mí no me agradó mucho ver al sobrino del Ministro de Hacien-
da, un enfant gaté, lindo muchachito de siete u ocho años de edad que
había estado por la mañana equipado soberanamente como un angel
sirviéndole a la Virgen María, jugando por la tarde en las calles con
algunos muchachitos zarrapastrosos y haciendo más ruido que todos ellos
juntos. Vi al general Barón D'Eben un día regresar de una larga pro-

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cesión de los frailes de la orden de Santo Domingo, en la cual el Barón
tuvo el honor de portar el estandarte del santo. El general se quejaba de
tener calor y sed y de estar cansado por haber participado de una gran
cantidad de consuelo espiritual, pero de muy poca parte del consuelo cor-
poral que le hubiera servido a "tout ensemble" para salir bien librado.
Rabia conocido al Barón D'Eben en Inglaterra de capitán de los húsares
de York; más tarde llegó a ser capitán del décimo de húsares.

En la noche del 16 de abril, la gran Catedral, las iglesias y todos


los conventos estaban iluminados espléndidamente con cirios; el altar
mayor resplandeciente con innumerables luces presentaba un aspecto muy
imponente al acercarse a él desde el otro extremo de la catedral y los
ojos quedaban encandilados por los ornamentos resplandecientes de oro
y plata, santos dorados y ricos mantos de terciopelo, bordados con la ma-
yor habilidad por las monjas, en el centro de los cuales se hallaban la
Virgen y el Niño Jesús; el vestido de la Virgen estaba adornado con
muchas piedras preciosas. Ante este altar ví a muchas personas de todas
las clases sociales arrodilladas devotamente rezando sus oraciones. A un
lado de la iglesia ví a un hombre y a una mujer arrodillados con los bra-
zos en cmz; supe que eran pecadores penitentes que en castigo por sus
pecados, habían determinado permanecer durante hora y media o dos en
esta posición; a veces se desmayaban a causa del cansancio excesivo. Ha-
bía también un hombre desnudo hasta la cintura que se flagelaba con
cordeles por sus pecados cometidos. A mí me pareció que él tenía cuidado
de no golpearse muy duro, aun cuando a juzgar por sus quejidos y lamen-
taciones, parecía que expel"imentara un castigo horrible. También se ven
por las calles caminando mujeres vestidas con hábitos religiosos, sin ser
miembros de ninguna comunidad religiosa; a estas mujeres se les llama
"beatas" (o benditas). Yo nunca pude comprender exactamente por qué
las mujeres usan estos hábitos, salvo que ellas crean que les lucen bien; he
encontrado con frecuencia algunas de las más bonitas muchachas con este
hábito religioso que en realidad no se ve muy elegante. Las calles estaban
excesivamente colmadas de gentes que iban a vísperas a las diferentes

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iglesias, y se les oia a muchos entonar sus oraciones en voz alta mientras
iban caminando.

El día Viernes Santo era un gran día de caza en Bogotá; habla una
reunión de jauría de perros en la ciudad para la cacería del venado en
las montañas adyacentes. Los perros eran una especie de galgos ordina-
rios, que son muy rápidos y cazan por el olfato. Pero la correría por los
desfiladeros de las montañas entre precipicios escabrosos era propia para
romperse la crisma y requería nervios muy bien templados. El pobre ve-
nado tenia muy poca ventaja, pues algunos de los jinetes llevaban cara-
binas consigo y ocupaban posiciones en los desfiladeros de las montañas
para saludarlo con un tiro al pasar; también llevaban lazos consigo. A
veces hacian una fuerte correría cuando el ciervo era ojeado por las
montañas y conducido a la sabana de Bogotá. El coronel Johnstone, del
ejército colombiano, era sumamente aficionado a la caceria del ciervo y
había traído varias parejas de perros jateos a Bogotá. El ciervo cazado
hoy me lo mandó el señor Pepe París de regalo. Era un hermoso animal
de cuernos ramificados, pero no tan grande como nuestro venado rojo y
de color algo más obscuro. La carne de venado era tosca y mala, bastante
inferior a la de los gamos engordados en los parques de nuestros caba-
lleros ingleses. Habla también en la selva pequeños corzos. El gamo tiene
dos cuernos pequeños sin ramüicaciones, desviados hacia fuera de su
base. Su Excelencia el Vice-Presidente, conocedor de mi afición hacia los
animales, tuvo la bondad de enviarme un ciervo domesticado. Era un ani-
mal noble y tan manso que podía alimentarlo en la palma de la mano
cualquier persona. Me vi obligado a deshacerme de él. Tenia el ardid de
subir las escaleras y entrar deliberadamente en mi alcoba y mirarse en
el espejo grande; en una de estas ocasiones les dio mucha dificultad a
mis sirvientes para hacerlo salir del cuarto sin dañar los muebles. A él
le gustaba mucho la cebada.

Ninguna de las tropas se había distinguido tanto entre los nativos


colombianos durante la larga guerra sanguinaria mantenida entre Bolivar
y Morillo como la caballería desordenada -cosacos sería tal vez el tér-

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mino más apropiado- de las llanuras del Apure, que están cruzadas por
el río del mismo nombre con su curso sinuoso¡ quienes por su intrepidez,
gran actividad personal, excelente equitación y notable habilidad en el
empleo de las largas lanzas, llegaron a constituir al fin completo pavor
y miedo entre las tropas españolas, especialmente entre la caballería.
Estos hombres estaban acostumbrados desde su juventud a llevar una
vida errante, siempre a caballo y cuidando grandes hatos de ganado en
estado casi salvaje, que se alimenta en estas inmensas llanuras y al igual
que la gente que vive en las inmensas pampas o dehesas de Buenos Aires,
se hallan frecuentemente expuestos a privaciones. El llanero tiene pocas
necesidades¡ puede vivir durante varios meses alimentándose de carne de
ternera fresca, que le proporciona en todo momento su lazo; él corta la
came en trozos y la asa sin sal. Si algún caballo se cansa, pronto consigue
otro de la manada suelta que se cría en las sabanas. Sus armas y av!os
constan de una larga lanza, algunas veces una pistola en un cinturón de
cuero y un freno fuerte de hierro para su caballo, pues no tiene silla, un
S(lmbrero de paja adornado con una escarapela y unas cuantas plumas
d!: guacamayo y loro verde, una ruana delgada, calzones azules y un par
de espuelas de acero grandes de rodaja y zandalias hechas de cortezas
de árbol, para proteger los pies, y por último, pero no de menos impor-
tancia en estas inmensas llanuras, su lazo para enlazar el ganado. Un
notable regimiento de espléndidos húsares españoles, bautizado con el
nombre del amado Fernando "los húsares de Fernando séptimo", quedó
casi destruido por estos cosacos de las llanuras del Apure. Esto se debió
en gran parte a que estos húsares estaban abrumados de armas y equipo,
cada uno portaba una lanza, espada, carabina y un par de pistolas, con
todos los arreos y uniforme de un húsar húngaro, que estaban muy mal
preparados para una campaña en un clima tropical. Los llaneros al car-
gar contra el enemigo, ponían la cabeza y el cuerpo sobre la nuca del
caballo, llevaban las lanzas en posición horizontal, en la mano derecha
casi a la altura de la rodilla. Los húsares de Fernando se velan obligados
a cortarles la cola a sus caballos, como la de los de las diligencias en
Inglaterra, y algunas veces les dejaban simplemente un pequeño muñón
sin pelo, pues los llaneros en muchas ocasiones habían galopado hacia un

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húsar y lo desmontaban al instante agarrando al caballo por la larga
cola, anojándolos de lado por la sacudida repentina y después remataban
al jinete en el suelo.

Los llaneros estaban comandados por el valeroso general Páez, actual-


mente gobernador de la provincia de Caracas; unos cuantos soldados de
los más viejos formaban generalmente la guardia de Bolívar. Un oficial
de Bogotá, edecán de Páez me relató su historia, que era bastante extraor-
dinaria. El general Páez era hijo de un pequeño comerciante de la pro-
vincia de Valencia, y en una ocasión, cuando aún no tenia diecisiete o
dieciocho años de edad, fue enviado por su padre con unos cuantos cente-
nares de duros españoles para el pago de algunas mercancías. El se montó
a caballo y tuvo la precaución de ir armado con un par de pistolas. En el
camino se vio atacado por dos ladrones, también a caballo; de repente sacó
su ~istola, declarando que le dispararía al primer hombre que se atreviera
a ponel'le las manos. Esta amenaza la puso inmediatamente en ejecución
iln uno de los rufianes que intentaba apuñalearlo. El otro ladrón, al ver
caer .a su compañero, huyó. Páez se alarmó mucho por haber matado al
ladrón, resolvió no regresar al hogar y abandonó el país. Poco tiempo
después se contrató como sirviente en casa de un noble, que tenía grandes
propiedades de tierra en Caracas. En esta colocación él se manejó tan
bien, que gradualmente se captó la entera confianza de su amo y se hizo
mayordomo o administrador y estaba en este cargo al estallar la guerra
civil; él cobijó entonces la causa de la independencia y por su intrepidez,
juicio, y el celo que desplegó en todas ocasiones, pronto llegó a ,<;er el gran
favorito de Bolívar y rápidamente elevado al rango de general.

El general Páez es casi como el Blucher del ejército colombiano, espe-


cialmente entre sus cosacos de las llanuras del Apure, quienes tenían la
mayor confianza en él como caudillo y partidario. El general en una carga
estaba comunmente entre las primeras filas contra el enemigo y como era
un Jinete admirable, muy hábil en el manejo de la lanza como en el lanza-
miento del lazo, y aun cuando no era alto, era notablemente fuerte. Su
lanza en la mayor parte de las ocasiones causó estragos entre los españoles

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a quienes nunca perdonó, a causa de sus crueldades para con los criollos.
Como puede muy bien suponerse, la educación del general Páez no había
sido muy esmerada; tenía mucho de la rudeza y modales incultos del sol-
dado raso; pero desde su nombramiento para el alto comando que ~enía
en la actualidad, oí decir que tuvo grandes dificultades consigo mismo.
El ahora hablaba bien francés y un poco de inglés. Tenía mal carácter,
pero su corazón era de temperamento ardiente; era muy generoso y como
todos sus paisanos le gustaba vestir bien.

Me contaron dos o tres anécdotas de Páez, que definen el carácter del


individuo. En una ocasión él pilló en una escaramuza a un mayor español
de caballería que se defendió con coraje, pero cuando el general estaba a
punto de arrojarle la lanza, exclamó: "Oh, general, si usted hubiera es-
tado tan mal montado como yo, le hubiera vencido". A lo cual repuso el
general: "Cambiaremos caballos y renovaremos el combate". Esto fue
aceptado por el mayor, quien tan pronto como se encontró montado en el
caballo del general, salió galopando a toda velocidad, perseguido por su
enemigo, el cual al ver que perdía terreno en el caballo del mayor, le arrojó
el lazo, enlazó al mayor y lo derribó de la montura; pero el general pensó
que esto no era un lance equitativo y como ,su enemigo se había defendido
bien en el primer encuentro, le dio cuartel, favor que raramente concedía
el general a sus lanceros. En otra ocasión, poco después de la llegada de
Morillo a Colombia, uno de sus hombres le trajo prisionero a uno de los
húsares de Fernando Séptimo. Ellos usaban largas barbas para despertar
pavor. Páez interrogó en tono airado, por qué le habían dado cuartel? A
lo cual repuso el llanero, "Que él estaba siempre dispuesto a matar a los
soldados españoles, pero su conciencia no le permitía rematar a un fraile
capuchino" - señalando las barbas largas del húsar- . A lo cual Páez,
riendo, le explicó a su lancero que no eran frailes sino soldados corrientes
de caballería y deseando que en lo futuro no le trajera ningún fraile ca-
puchino. Sin embargo, él le perdonó la vida al húsar, el cual entró al
servicio de Colombia. Antes de partir de Colombia, el general Páez había
sido elegido senador; es posible que él no gane tantos laureles en el senado
como los que conquistó en las llanuras del Apure contra los españoles.

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JANCO DE lA REPUBLICA
BIBLIOTECA LUIS·ANGEL APA 'lCQ
CATALOGAClO~
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
El 19 de mayo, el coronel Campbell, el señor Cade y yo fuimos invi-
tados por nuestro amigo el padre Candia a visitar su convento de la orden
de San Francisco en Bogotá. El convento es un inmenso edificio; no re-
cuerdo haber visto ninguno tan enorme en España. Necesitamos casi dos
horas en nuestra visita, pero el padre Candia nos informó que el convento
de San Francisco en Quito, al sur de Colombia, se consideraba mayor que
éste. Todos los departamentos me parecieron bien organizados, constaban
de capillas, dos bibliotecas, una enfermería con cuarto de botiquín y refec-
torio, etc., y el padre Candia construía para los enfermos -monjes fran-
ciscanos y pacientes,- baños fríos y calientes que parecían bien planeados.
Había tres patios grandes; las paredes de los corredores del primer patio
estaban adornadas con grandes cuadros pintados al óleo con la historia de
San Francisco, fundador de la Orden. Estos cuadros en general estaban
mal pintorreados y el tema de alguno de ellos era bastante ridículo. Las
paredes del corredor hacia arriba, estaban adornadas con los retratos de
Jos frailes notables de esta Orden; entre el número de cuadros vi ci11fo
que habían ocupado la presidencia, Ganganelli fue el último y diversos
cardenales. El retrato de Ganganelli estaba bien pintado, el colorido era
bueno. En este convento hay también buenos cuadros pintados por nativos
de Bogotá, que pueden considerarse como el Murillo del país. Una Virgen
y el Niño Jesús es un cuadro agradable; hay tanta dulzura y ternura en
la expresión de la Virgen y la inocente sonrisa del rostro del Niño Jesús
que son admirables. El colorido es suave, los tintes claros y hay una carac-
terización llamativa de naturalidad y excelencia en toda la !Composición.
El pintor de este cuadro, Vásquez, ha estado en Europa estudiando las
grandes obras de los famosos pintores de Italia, y cuando estuvo en Italia
le ocasionó gran satisfacción al Papa, cuyo retrato pintó y por tal motivo,
le envió un anillo grande recamado de diamantes con su miniatura en él.
Las iglesias y conventos de Bogotá están llenos de sus cuadros, especial-
mente la capilla junto a la catedral; pero muchos de sus mejores cuadros
se hallan tan mal dispuestos a la luz que no se pueden ver con fa.~ ilidad.
Vásquez ha debido ser un genio de primera clase como pintor, y ha adqui-
rido mucha fama en su país en una época en que estas condiciones no eran
bien apreciadas y probablemente poco estimuladas. El pintó a principios

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del siglo pasado. En este convento nos mostraron la celda de uno de los
frailes que había sido Virrey de Nueva Granada y había vivido en Bogotá
durante algunos años con la pompa y esplendor de un príncipe, hasta que
se cansó de las vanidades del mundo, abandonó su posición y se recluyó
dentro de los muros del convento de San Francis.co, donde, a manera del
emperador Carlos Quinto, terminó sus días en paz. Los franciscanos son
una Orden pobre y no se les permite poseer tierras, casas u otras propie-
dades. Sospecho que ellos no viven mal; algunos de los frailes poseen fa-
mosas corporaciones.

Una mañana visité a la marquesa José María Lozano acompañado


de la esposa del general inglés. Nuestro principal objetivo era conocer la
casa, considerada como la mejor amoblada de Bogotá. Esto era efectiva-
mente cierto; en los apartamentos había un mobiliario antiguo muy valio-
so, y muchos artículos pequeños y grabados de Inglaterra y Francia. La
marquesa nos contó con un profundo suspiro, que a ella le gustaba mucho
el dinero y que durante el invierno le habían robado 40.000 dólares. Cinco
hombres enmascarados entraron a la casa a las diez de la noche, después
de haber encerrado a todos los esclavos, obligaron a la marquesa a que les
mostrara el lugar donde tenía guardados sus amados tesoros, de los cuales
se apoderaron y después muy deliberadamente amarraron a la anciana
marquesa abajo en una gran butaca y se despidieron dándole las buenas
noche. Los ladrones se quedaron sin descubrir, cosa que nada bueno dice
de la vigilancia policiva de la metrópoli. Su esposo, el marqués, era criollo
y tenia grandes fincas en la sabana de Bogotá y vivía principalmente en
una de sus quintas, siendo de hábitos muy retraídos y estudioso. Nunca
tuve el placer de conocer al marqués, que era muy culto y habfa estado
dos o tres veces en España.

Un comerciante me mostró un collar de perlas de Panamá, especial-


mente de un bello color, forma, tamaño e igualdad. Pedía 3.000 dólares por
el collar, pero como él tenía mucho de judío, sospecho que él hubiera estado
resuelto a dejarlo por 2.000 dólares si se le hubieran puesto en efectivo
en la mano. Las perlas se encuentran en las ostras en la costa cerca de

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Panamá, no son tan finas en color como las orientales, y a menudo se ama.-
rillan en pocos años. Creo que no hay ninguna parte del mundo donde se
hallen perlas ovaladas tan enormes y de tan bella forma como las de Pa-
namá, y cuando hacen juego, logran alcanzar precios muy elevados. Las
perlas que se encuentran en la costa de Ríohacha son de mejor color que
las de Panamá pero no alcanzan a tener el mismo tamaño. Los indios gua-
giros practican la pesca de perlas en esta costa.

El clima de Bogotá puede considerarse como una primavera perpetua.


Al mantener una cuenta diaria del termómetro durante tres meses en una
habitación, sin calefacción, en la sombra, casi nunca encontré una tempe-
ratura por encima de 70° o por debajo de 56°; y durante la estación de
verano por las mañanas de seis a diez, la temperatura es muy agradable.
Aún en las épocas lluviosas las mañanas por lo general son buenas; la
lluvia se presenta generalmente de 2 a 3 de la tarde, acompañada de vivos
relámpagos y truenos retumbantes, cosa que continúa hasta gran parte
de la noche. Un paseo por la mañana temprano después de una noche de
lluvia es muy agradable¡ los sentidos se recrean con la fragancia exhalada
de diversos arbustos aromáticos silvestres de los setos que hay a derecha
e izquierda de la canetera, cargados con profusión de rosas rojas que
florecen casi todo el año. También se fascina con el con¡cierto de varios
pájaros cantores en esta llanura, que así como nuestros pájaros europeos,
compensan su sobrio plumaje con la dulzura de su gorjeo. Entre éstos está
la mirla, muy semejante a nuestro pájaro inglés, auncuando de color más
claro y de mayor tamaño. No soy muy entendido en materia de flores,
pero nunca vi en ninguna parte de Europa tal variedad de claveles como
los que tienen las damas de Bogotá sembrados en tiestos alrededor de sus
balcones. Los colores son hermosos y algunas de las flores de gran tamaño.
Para guarnecer mi balcón como los de mis vecinos, compré cincuenta ties-
tos de claveles por un dólar y una dama muy entendida en plantas, tuvo
la amabilidad de escogérmelas. Pude después vanagloriarme de tener al-
gunas especies raras entre mi colección, de las cuales cuidaba con gran
esmero una sirvienta mulata que tenía. Una mañana cálida y clara ob-
servé los colibrfes revoloteando sobre las flores como libélulas, cogiendo

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los insectos y libando el néctar. Los diversos tonos que reflejaban los rayos
del sol sobre el dorso y el pecho eran de color púrpura y oro, proyectados
por el rápido movimiento de las alas de estos pajaritos, tan hermosos y
deslumbrantes a la vista. Hasta que vi el colibrí en Bogotá, yo nunca creí
que se encontrara en un clima tan frío; pero en mis solitarios paseos por
las montañas en la parte posterior de la ciudad, los he visto con frecuencia
a 400 o 500 pies de altura. En estas ocasiones sentí mucho no haber sido
botánico, pues estas montañas están cubiertas de arbustos y plantas; al-
gunas de ellas tan sumamente hermosas en la forma de su follaje y color
de sus flores, aun que no hubiera habido sino muy poca oportunidad para
hacer nuevos descubrimientos, pues el célebre botánico Mutis, que residió
durante muchos años en Bogotá, fue infatigable en sus investigaciones
sobre las plantas del Nuevo Mundo. Sus trabajos y labores, desafortuna-
damente para Colombia, fueron enviados a Madrid por el general Morillo.

Una mañana visité la quinta (o casa de campo) del coronel Bario


Nuevo, español, que comandaba el cuerpo de artillería de Bogotá. El co-
ronel era mecánico y sabía algo de matemáticas. Me agradó mucho observar
su ingenioso esfuerzo para hacer subir el agua de un pozo que tenia en
su patio por medio de una cañería aérea rudimentaria. Una rueda pequeña
giraba con gran velocidad empujada por un resorte, alrededor de la cual
se enrollaba la linea aérea, arrojando al mismo tiempo el agua dentro de
una cañería de madera en cantidad suficiente para llenar una gran olla (o
vasija de barro) en corto tiempo. El también había establecido una enorme
teneria en este lugar y ganaba mucho dinero curtiendo cueros. Me mostró
una hermosa capilla privada, con dos bonitos cuadros pintados por los
vascos; me sentí inclinado a comprarle los cuadros, pero el coronel pedía
mucho dinero pot· ellos.

Los perros son muy numerosos en las calles de Bogotá. Muchos de


ellos no tienen amo, comiéndose toda la basura que pueden encontrar, de
modo que el alcalde se ha visto obligado de vez en cuando, a enviar hombres
por la noche armados con lanzas para matar todos los que encuentren. En

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estas ocasiones estuve muy preocupado por mi pointer Don, que hubiera
podido correr la misma suerte por parte de estos destructores de la raza
canina.

Abril 29. Le devolví la visita al señor Rivera, director del Museo Na-
cional, que acababa de regresar de una expedición a orillas del rio Meta,
con el fin de medirlo y hacer observaciones astronómicas. El Meta se halla
distante de Bogotá a cuatro días a través de las montañas orientales, y
después de recorrer considerable distancia por la llanura inmensa, desem-
boca en el gran río Orinoco. El señor Rivera me mostró una especie de
latex procedente de un árbol, algo de leche y un poco de cera extraídos
de éste. También me enseñó un calabazo lleno de curacé (veneno) que le
regalaron a él algunos de los indios que viven a orillas del Meta y lo
emplean para aplicarlo en las puntas de sus flechas y lanzas.

El señor Rivera en su viaje había estado acompañado por dos o tres


naturalistas franceses, caballeros que estaban al servicio de Colombia y
asignados al Museo Nacional. El me dijo que había visto diversos pájaros
y pequeños animales muertos por los indios con las flechas envenenadas
y que la muerte era casi instantánea. Así mismo vi la hamaca de estos
indios llamada chinchorro; ésta estaba tejida ingeniosamente con fibras
de un árbol de palma, las cuerdas eran finas pero resistentes y muy pro-
pias para dormir en un clima cálido; y muy bonitas pieles de tigres galli-
neros que él había comprado a los indios. Tenia también una raiz llamada
barbasco, que se encuentra a orillas de este rio, una cocción de ésta mez-
clada con las aguas del Meta les permite a los indios coger grandes can-
tidades de pescado, que se envenena y flota sobre la superficie del rio.
Esto me recuerda a mi los días de mi juventud en Rugby, cuando yo le
hacia la guerra a un bando de peces en el río Avon, colocando cochlicus
indicus en los grandes estanques para emborrachar a los peces. Las raíces
de barbasco no producen ningún efecto a los caimanes o tortugas. En el
Meta hay un pececillo extraordinario llamado el caribe; tiene unas seis o
siete pulgadas de longitud y es tan feroz y voraz que inmediatamente
ataca a cualquier persona en el baño, y como son tan numerosos, es motivo

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de peligro meterse en el agua. Este pez es muy estimado por los indios
como alimento. El viento durante ciertos meses del año sopla siempre del
norte del río Meta.

Abril 26. Los comisarios británicos y el señor Cade tuvieron el honor


de comer con Su Excelencia el vice-presidente del Estado de Colombia.
Invitados para conocer al presidente del senado y de la cámara de repre-
sentantes, y muchos de los más distinguidos personajes de ambas cámaras,
varios generales, jueces y todo el estado mayor de la capital. La comida
fue de lo más suntuoso, pero no de lo más apropiado para el paladar
inglés; el pescado fue servido como último plato en lugar de ser el primero,
de acuerdo con nuestras costumbres. Me agradó muchísimo el plato favorito
español llamado olla podrida; constaba ésta de aves hervidas, tocino, carne
de vaca, carnero y una diversidad de legumbres todas revueltas en el mismo
plato, pero el arte de cocinar era sencillo y exento de ajo y aceite. Como
de costumbre en el intermedio de los platos, dábamos cortos paseos y des-
pués renovábamos el ataque a las aves y dulces que eran de sabor excelente
y muy agradables a la vista. Oí decir más tarde que los dulces con los
pasteles le habían costado al vice-presidente 400 dólares (80 libras ester-
linas). Se hicieron muchos brindis durante la comida por Su Excelencia
el vice-presidente y los diferentes miembros del senado y de la cámara de
representantes, algunos muy obligados para la nación inglesa. Los criollos
tienen un feliz acierto para expresar mucho en pocas palabras en sus
brindis y su lenguaje es en general elegante y apropiado. Me sentí verda-
deramente sorprendido al oir con cuánta libertad y propio dominio estos
caballeros expresaban sus sentimientos. El vice-presidente hizo los honores
de su mesa notablemente bien, acomodando a todos sus invitados a su gusto.

El comedor era largo y espacioso, pero angosto y en las paredes esta-


ban escritos los nombres de los generales colombianos y coroneles que
habian ca ido muertos por la causa de la independencia; así como la deno-
minación de los lugares donde se habían ganado las principales victorias.
Observé en la pared frente a donde yo estaba sentado, "Carabobo", cuya
victoria fue principalmente ganada por el valor de un batallón inglés,

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llamado en la actualidad "Regimiento de Carabobo"¡ tuve el honor de
proponer un brindis a la salud del presidente Bolívar, el cual fue acep-
tado con entusiasmo por todos y luego nos despedimos llenos de júbilo,
muy agradecidos a nuestro anfitrión y complacidos por la fiesta.

Al día siguiente hubo una terrible discusión en la cámara de ¡·epre-


sentantes, a causa de la moción presentada por uno de sus miembros para
investigar la conducta del presidente Herrera, acusado por cohecho en su
situación judicial, y que él debía abandonar la curul de la presidencia du-
nnte la investigación. Este señor Herrera se negó a hacerlo, y el tumulto
fue tan tremendo al fin que la cámara de representantes se vio obligada
a suspender la sesión sin llegar a resolver el asunto. El coronel Campbell
presenció todo el asnnto, y dijo que aquello parecía un patio de osos. En la
sesión de la cámara de ¡·epresentantes del día siguiente, el presidente
Herrera , fue depuesto y se nombró un comité especial para investigar su
conducta.
En esta semana el senado y la cámara de representantes aprobaron
un decreto por el cual se disponía de parte de los bienes de la Iglesia y
otras propiedades hipotecadas a diversas instituciones monásticas. El go-
bierno calculó reunir un millón de dólares por estos medios. El cuerpo
legislativo debiera haberse reunido el 2 de enero de 1824, pero no estaba
constitucionalmente instalado hasta algunos días de abril por carencia
del númet·o adecuado de miembros.

Durante este tiempo los gastos diarios del gobierno conespondientes


a los miembros que llegaban a Bogotá, ascendían a 11.868 dólares, a saber:

Para los miembros del senado ....................... . 2.136


ldem para la cámara ............................... . 9.732
11.868

Los miembros que no se hallaron en Bogotá el día de la sesión, eran


multados con rigor, a menos que estuvieran impedidos por causa de en-
fermedad.

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Unos cuantos días después de esto, el coronel Campbell y yo fuimos
invitados por el señor Pepe París, para ir con él a visitar la famosa laguna
de Guatavita, que él habla estado tratando de desecar durante los últimos
dos o tres años, con el fin de encontrar el tesoro de los ídolos indios de oro
al por mayor y también algunos lingotes de oro que se suponía habían sido
arrojados por los caciques indios en sus ceremonias religiosas, y disminuir
así la rapiña de sus conquistadores españoles. En Bogotá se constituyó una
compañia bajo la presidencia del señor Pepe París, para levantar los fondos
suficientes destinados al drenaje de la laguna de Guatavita. Las acciones
valían 2.000 dólares. Muchas de las compañías mineras de este país va-
lían en una época a alto precio, pero antes de salir de Bogotá habían
disminuido mucho de valor. Nuestro grupo constaba además de los ya
mencionados, del señor Rivera, mineralogista, y del doctor Cheyne, un
médico joven escocés que había llegado recientemente a Bogotá para ejer-
cer. El señor Cade desistió de ir.

Llegamos a las nueve y media a El Cedro, una casita de campo, donde


el señor Pepe París había preparado el almuet·zo. El Cedro se halla al
norte de Bogotá. Al salir de El Cedro, cruzamos algunas montañas hacia
el N. E. por una carretera muy mala y nos encontramos en un rico y fértil
valle, con aguas abundantes. Después empezamos a subir una cadena de
montañas y bajamos al extenso valle de Guatavita. Llegamos a la aldea
del mismo nombre a las cuatro de la tarde. Dista de Bogotá unas treinta
millas en dirección E. N. E. A corta distancia de la aldea de Guatavita
encontramos a un fraile franciscano que estaba reemplazando al párroco;
él estaba a caballo y le seguían unos cuarenta campesinos bien montados.
El fraile nos dirigió un corto discurso, deseándonos que nuestra llegada a
Colombia fuera de utilidad para su país y dándonos la bienvenida a Gua-
tavita. Después nos dirigimos a la casa cural, frente a la cual se habían
reunido todos los indios, pues esta aldea era indígena. Dos de ellos estaban
tocando el instrumento nacional, la chirimía (un pequeño tambor y una
flauta), otros estaban disparando buscaniguas y triquitraques. Los cam-
pesinos entraron a la casa del párroco en fila, después se descubrieron y
dieron tres vivas cordiales a los cuales nos unimos todos. Ellos gritaron:

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"Viva la nación inglesa, amigos de la república de Colombia". En la casa
del párroco nos proporcionaron todo lo necesario y alli pasamos la noche.
El beneficio eclesiástico de Guatavita es de 3.000 dólares por año.

Los indios de esta parte parecen una raza miserable, cuya mente ha
sido completamente dominada por la opresión y crueldad de los primeros
españoles de la conquista. Si usted les hace alguna pregunta a los indios
le contestan: "si mi amo -no mi amo"- en el tono más sumiso. Las chozas
de los indios en esta aldea eran sucias y los habitantes excesivamente
pobres.

En la sala del párroco me sorprendió mucho ver un grabado grande


de J orge Segundo montado sobre un brioso corcel; tal era la superstición
de la gente de este paia en una época que un sacerdote hubiera pensado
que su casa se manchaba teniendo el grabado de un príncipe hereje. El
riachuelo de Guatavita pasa cerca de esta aldea en dirección E. N. E.,
después se desvía alrededor hacia el S. S. O. por la aldea de Escuiba y
entra a la sabana de Bogotá cuyo nombre toma luego. En la aldea de
Guatavita, en sus alrededores, se encuentran hierro y carbón, este último
arde como el abeto o el carbón de kendal. También había aguas minerales
diversas cerca de la aldea; la temperatura de estas aguas era de 63 •.

Quince días antes de nuestra llegada, ocurrió un triste accidente a


uno de los indios que estaban adornando con flores una enorme cruz de
piedra frente a la casa cura!, en espera de la visita de los comisarios bri-
tánicos. Una enorme piedra de la cruz cedió y cayó sobre la cabeza del
pobre indio dejándolo muerto en el acto. El pobre hombre dejó una esposa
y dos hijos. Nosotros naturalmente hicimos una suscripción para ella y
se la dejamos en manos del fraile franciscano.

Salimos de Guatavita a las siete de la mañana del dla martes y lle-


gamos a las nueve a almorzar a la choza construida por el señor Pepe
París cerca del lago. En nuestro camino a esta aldea pasamos por un
lugar donde en otra ocasión existía la ciudad indígena de Chilacho, que

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antes de la conquista del país por los españoles estaba totalmente habitada
por indios que comerciaban en oro y plata. Después del almuerzo nos
dirigimos al lago de Guatavita, distante un cuarto de milla. La vista de
la laguna por el lado donde se estaban haciendo las excavaciones es muy
agradable auncuando algo triste; parece de forma redonda como la de una
marmita, rodeada de montañas por todas partes, de unos doscientos o
trescientos pies de altura y cubiertas de bosques en las cumbres; el agua
de la laguna era tan diáfana como un cristal -no se veía en ella el menor
remolino y era muy limpia-. A un lado de la laguna me mostraron a mi
los escalones hechos por los indios para subir y bajar cuando loa caciques,
nobles y sacerdotes del pueblo venían a celebrar sus ritos idólatras para
apaciguar los espíritus malignos, que ellos creían vivían en las aguas de
Guatavita. Cruzamos el lago en una balsa pequeña. Al hacerlo noté espe-
cialmente que íbamos por las partes más pandas para tratar de descubr ir
algunos ídolos de oro, pero todo fue en vano. El centro del lago tiene unos
veintisiete pies de profundidad y es donde se supone que haya mayor can-
tidad de oro. En la otra parte de la laguna observamos una hilera de
grandes pilotes que habían sido puestos por los españoles cincuenta años
después de la conquista del país, con el mismo fin del de nuestro buen
amigo Pepe París, pero únicamente para desaguar una parte de la laguna
que era bastante panda, lo que los españoles lograron hacer y obtuvieron
considerable cantidad de oro, ya que una quinta parte de éste sumó 8.000
dólares, los cuales fueron pagados a la Tesorería Real de Bogotá como
parte del Rey de España. Se encontró un documento oficial en los archivos
de Bogotá que confirma este hecho. El coronel Campbell y el doctor
Cheyne se bañaron en la laguna y encontraron el agua fria.

El corte hecho por Pepe París por el lado de la montaña, está en di·
rección E. N. E. Hace unos tres años que él empezó esta gran empresa; en
este tiempo se hicieron bastantes gastos, tratando de ejecutar un corte a
través de la montaña para darle salida al agua de la laguna, pero como
la brecha no tenia suficiente pendiente, las rocas y la tierra se desplo-
maron siete veces. Como su propósito no tenía oportunidad de éxito de
esta manera, se le aconsejó que cavaran un túnel subterráneo unos treinta

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pies más abajo que el lecho de la laguna, en la misma dirección en que él
había hecho las primeras grietas, las cuales en la época en que nos hallá-
bamos, ya casi había terminado; pero más tarde supe que le había ocurrido
una desgracia inesperada, de modo que temo que al pobre señor P epe París,
si no consigue un buen ingeniero de Inglaterra para dirigir sus excava-
ciones, le pasará como al perro de la fábula que arrojó el pedazo verdadero
que tenía en la boca para coger la sombra en el agua. Yo deseo cordial-
mente que tenga éxito al fin; él merece poseer una buena fortuna, siendo
un hombre tan liberal y de buen carácter, especialmente atento con los
extranjeros y un gran amigo de Bolívar, como también lo fue del difunto
capitán Cochrane, R. N. que tenía acciones en este proyecto, y había resi-
dido casi un mes en el pobre rancho construido por el señor París en las
montañas vecinas a la laguna, para vigilar y dirigir a los indios en su
trabajo. No dudo que pueda encontrar oro en la laguna de Guatavita si se
lograra alguna vez desaguarse, pero es dudoso que lo fuera en cantidad
suficiente para reembolsar a los tenedores de acciones y producirles re-
muneración. Una razón es, que los indios no pudieron poseer grandes can-
tidades de oro en estos distritos. Las minas de oro más cercanas se hallan
a cuatro días de distancia de Bogotá, en la provincia de Mariquita, y en-
tiendo que éstas no han sido nunca explotadas en ninguna forma; única-
mente la tierra y la arena se han lavado para obtener oro en polvo. En la
llanura donde se dice que está situada la ciudad de Mariquita hay segu-
ridad de encontrar trazas si se cava un poco la tierra de las calles y se lava
en una batea. Esto puede ser cierto; pero yo he encontrado algo de exage-
ración en estos cuentos. Mariquita está a dos o tres horas a caballo de la
ciudad de Honda, sobre una hermosa llanura. El venado y los tigres galli-
neros son numerosos en las cercanías de las selvas donde se halla la laguna
de Guatavita.

Durante el mismo día, nuestro grupo visitó la quinta del señor Mon-
toya (hermano del caballero que estuvo en Inglaterra para conseguir el
último empréstito colombiano); la ubicación era sobre un monticulo rodeado
de extensas mangas, en las cuales había una cantidad enorme de yeguas,
caballos y potros, pues la renta que producía la propiedad se obtenía

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principalmente por la venta de caballos de cría en su finca. El señor
Montoya era considerado como un comerciante muy rico de Bogotá y nos-
otros descubrimos que él vivía en la abundancia como sus propios caballos.
La dirección del hato parecía muy acertada; el mayordomo de la finca y
sus ayudantes a caballo hacían rodeos y los recogían en grandes pesebres
cubiertos de paja, para examinar si Jos animales habían recibido patadas,
mordiscos o heridas. A veces se pagan hasta doscientas libras esterlinas
por un caballo padre. Algunos de ellos eran hermosos, de muy buena lá-
mina pero pequeños. Una buena importación de caballos ingleses de pura
sangre, mejoraría mucho la cría en Colombia.

Al día siguiente nos despedimos del señor Montoya y nos encaminamos


hacia Zipaquirá para ver la gran explotación de sal cerca de esa ciudad.
Llegamos a las tres de la tarde y nos hospedamos en la casa del gober-
nador Barriga, coronel de la guardia nacional. La población de Zipaquirá
es de 6.000 habitantes y la del distrito de 14.000. Hay tres escuadrones de
lanceros (guardia nacional) en el vecindario, que hacen ejercicios todos
los domingos bajo la dirección del coronel Barriga. La salina es digna de
verse y en las excavaciones que se hacen en las montañas, aparece una
enorme mole de sal, mezclada con piritas y azufre; este artículo se envía
a grandes distancias, aún al Valle del Cauca y a la provincia del Chocó
en el Pacífico. Cerca de la plaza vimos después bueyes cargados de sal
procedentes de Zipaquirá. Una arroba de sal (25 libras) vale aquí seis
reales (dos chelines seis peniques). Los indios que llevan el agua salada
en pellejos desde la salina hasta los establecimientos de evaporación, ganan
dos reales por cuarenta cargas. Vimos aquí bonitas muestras de las piri-
tas, que son una mezcla de hierro y azufre y de las cuales se obtiene gran
cantidad en esta salina. En un promedio de años, estas salinas le pagan al
gobierno una renta neta de 120.000 duros; y lo que es más extraordinario
es el procedimiento que se emplea para extraer la sal, el cual no ha sufrido
ninguna variedad desde la época de los indios aborígenes que habitaban
en el país. Se llenan grandes ollas de barro de agua salada y se ponen sobre
el fuego -las montañas adyacentes poseen gran cantidad de combusti-
ble-. Tan pronto se evapora el agua se produce la sal. Se vuelven a

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llenar las vasiJas de agua salada hasta que ésta queda completamente
llena de la masa sólida de sal. Entonces se rompen las vasijas para obtener
la sal, lo cual ocasiona un gasto de 4.000 o 5.000 dólares por año. Yo creo
que el coronel J ohnstone y algunos otros extranjeros, han alquilado esta
salina del gobierno por el término de algunos años, y tienen la intención
de emplear vasijas de hierro para la evaporación del agua salada, con lo
cual se disminuiría considerablemente el costo de la operación. Esta es
una especulación que me gustada acometer, pues la demanda de sal au-
mentará a la par de la población. Hay también minas de sal a unas dos
leguas de Bogotá, pero el gobierno no permite la explotación. Los españoles
empezaron a construir una enorme iglesia en Zipaquirá hace veinte años;
el Virrey concedía anualmente la suma de 15.000 dólares, procedente de
las salinas para la construcción, pero todavía no se ha terminado ni la
mitad, ni es posible que lo sea. Los españoles a menudo empiezan empresas
gigantescas en España pero rara vez las terminan.
Las notables minas de esmeraldas de Muzo se hallan a veinte leguas
de Zipaquirá, y yo sentí mucho no haber podido acompañar al señor Pepe
París y al señor Rivera, que iban a salir al día siguiente para ir a visi-
tarlas, cuando este último caballero fuera a inspeccionarlas. Estas minas
también se han dado en arrendamiento a algunos caballeros por el término
de diez o veinte años. Poco antes de nuestra llegada a Zipaquirá un indio
había desenterrado sesenta pequeños ídolos indios de oro; uno de ellos me
fue obsequiado por un caballero del lugar, y yo a mi vez se lo obsequié al
coronel Campbell. Los nativos de la provincia de Antioquia son muy ex-
pertos para descubrir las tumbas donde están enterrados los indios antes
de la conquista, las cuales al abrirlas con frecuencia encuentran que con-
tienen un número considerable de ídolos de oro y ornamentos etc. Como
esta parte de la sabana de Bogotá es fértil en extremo, los enormes campos
están llenos de ganado en todas direcciones, que se engorda al cabo de
tres meses en estos ricos pastos. Una arroba de carne de vaca (25 libras)
vale aquí únicamente seis reales.
Al regresar a la capital al día siguiente, nuestros caballos y mulas
atravesaron el río Bogotá a nado y nosotros en una balsa cubierta de

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juncos. A la izquierda de la carretera divisamos la quinta de Su Excelen-
cia el vicepresidente; él poseía una magnífica finca rodeada de potreros.

A las diez del día nos detuvimos en la aldea de Chía en casa del
párroco, donde encontramos preparado para nosotros almuerzo según la
costumbre española. Constaba éste de huevos fritos y plátano, aves asadas,
carne salada y papas, etc. y terminado por una tacita de chocolate espeso.
No nos sorprendió nada el despliegue de platos preparados por el párroco.
Las fuentes, platos y tazas eran todos de plata maciza pesada. El sacer-
dote me dijo que al fin y al cabo eran más baratas que la porcelana, la
cual era muy cara y escasa en el interior del país. Aquí los señores Pepe
París y Rivera se separaron de nosotros para continuar su viaje a Muzo.
Chía es una gran aldea indígena; la mayor parte de las chozas se hallan
casi ocultas por huertos de manzanos, cuyas frutas se envían para su
venta al mercado de Bogotá. A las cinco de la tarde llegamos a casa, pero
no libres de un completo remojón, pues llovió muy fuerte durante todo el
tiempo, lo cual hizo que el camino se volviera muy resbaloso para los cascos
del caballo.
En esta semana presencié una corrida de toros en la plaza mayor
frente a mi casa, pero como yo ya había visto este espectáculo nacional en
España, donde los toros de Andaluc!a son especialmente bravos y activos,
los jinetes magníficos y a los toros se les permite campo libre en la arena,
me sentí bastante desilusionado del espectáculo. El toro fue llevado a la
plaza por un jinete, el cual sujetaba al toro con un lazo por los cuernos.
El lazo era bastante largo y le permitia al animal acometer al picador,
quien tenia una banderilla (o bandera) en la mano izquierda, que él on-
deaba para llamar la atención del toro; esto lo irritaba cuando él hacia
un ataque furioso al picador al embestirlo, pero hábilmente le arrojaba al
animal un venablo o dardo al cuello y saltaba a un lado. Al extremo del
dardo había un cohete, que se disparaba inmediatamente, con lo cue.l en-
furecían al toro en el ataque a su asaltante; en estas ocasiones el toro
no tenía ninguna ventaja, pues tan pronto como el jinete observaba que
el picador estaba en peligro de ser cogido, él retenía su caballo de freno
fuerte y el animal bien amaestrado inmediatamente giraba a un lado, fija·

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ba los pies en la mejor posición para resistir la arrancada del toro en su
esfuerzo para alcanzar al picador. Esta maniobra está tan bien ejecutada
por el jinete y el caballo, que con frecuencia he visto al toro caer de lado
con tanta violencia como si hubiera sido fulminado por un tiro. Al pre-
senciar el enlace de los caballos salvajes y del ganado en las inmensas
llanuras de Suramérica, el magnífico adiestramiento de los caballos me
ha llenado siempre de admiración, especialmente la posición que toma el
caballero, cuando el animal ha sido enlazado con el !in de derribarlo al
suelo sin caerse él. El lazo se sujeta en la cabeza de la silla con un anillo
fuerte de hierro. En una ocasión vi a un oficial vestido de uniforme que
había sido derribado por el toro; todos temíamos que fuera a perecer. Por
fortuna para él, el toro desahogó su furia contra el pobre caballo, que
quedó herido, mientras que el jinete escapó corriendo. Los muchachos
practican constantemente con un pequeño lazo en los patios de las ha-
ciendas, tratando de enlazar cerdos, gallinas etc. Un día vi en la gran
plaza de mercado una maniobra maravillosamente hecha a un cerdo, y
para evitar que el lazo que le había tirado un indio lo ahorcara, ejecutó la
maniobra por séptima vez y en la última logró enlazarlo.

Visité al señor Rivera en el Museo Nacional, donde vi la momia de


un cacique indio, que había sido recientemente desenterrada cerca de la
ciudad de Tunja. Estaba muy bien conservada. El cuerpo se encontró
envuelto en una tela grande de algodón de diferentes colores, y debió haber
sido enterrarlo antes de la conquista del país por los españoles, pues el
señor Rivera me informó que la tela de esa fabricación no se habla visto
nunca empleada por los criollos. El cuerpo se hallaba sentado y las rodi-
llas casi tocaban el mentón.

El sábado 11 de junio Su Excelencia el vicepresidente fue invitado


por mi a una comida en unión de veinticuatro miembros del senado y de
la cámara de representantes. Los ministros y algunos de los principales
funcionarios se hallaban también en el convite. Como esta fue mi primera
invitación pública desde mi llegada a Bogotá, estaba deseoso de que todo
saliera bien, lo cual fue en realidad, con la ayuda de unas cuantas botellas
de champagne que nos hicieron terminar la fiesta muy animados.

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En esta época vi a un hombre y una mujer que pasaban por frente a
mi casa, e iban a ser fusilados en la plaza de San Francisco; ellos llevaban
cruces; frailes franciscanos los acompañaban a cada lado, exhortándolos
a hacer oraciones al cielo por el perdón de sus pecados. Además estaban
custodiados por una escolta de soldados. Para satisfacer con mayor liber-
tad relaciones sexuales criminales, la mujer había ayudado a su amante
para cometer el asesinato de su esposa; pues fue primero apuñaleada en
la garganta y después ahorcada de una de las vigas de la casa. La mu-
chacha no tenia más de diecinueve años y su aspecto era bastante intere-
sante. Me contaron luégo que esta pareja culpable murió arrepentida.

Bogotá, como todas las ciudades de España, tiene un constante tañido


de campanas p:ocedente de las diferentes iglesias y conventos. A las nueve
de la mañana y seis de la tarde, cuando repican las campanas, la clase
baja del pueblo en las calles, se descubre y recita sus oraciones entre sí.
Ellos también se descubren al pasar por una iglesia o convento.

Tuve buenas 1·elaciones con el coronel Blanco, uno de los mejores


oficiales al servicio de Colombia; él era fraile cuando empezó la revolución
y en su carrera militar se distinguió mucho. Los rasgos del coronel Blanco
eran muy distinguidos, sus modales suaves y modestos y en la conversación
se le observaba gran cultura, especialmente con respecto a la moral y
condición física del Estado de Colombia. Cierto día el coronel desplegaba
todo el valor como granadero en el campo de batalla y al día siguiente se
le encontraba en el púlpito predicando con magnífica retórica y elocuencia
para darles ánimo a los soldados y aumentar su celo hacia la causa por la
cual luchaban. Tal caballero era el enemigo más formidable de los espa-
ñoles, y tenia doble vinculación por las pasiones de los soldados.

Un caballero me envió la piel de una serpiente que medí y tenía


veintitrés pies de largo sin la cabeza, que por desgracia había sido deca-
pitada por los indios. Su diámetro era considerable, pero la piel se había
encogido y no pude calcular las dimensiones. Estaba cubierta de escamas
de gran espesor. El color era carmelita terroso, mezclado con rayas negras.

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Esta serpiente la mataron en las llanuras de Casanare y pertenecía al tipo
de la boa constrictor. Su mordedura no es venenosa pero mata venados y
otros animales retorciéndolos y a causa de su gran fuerza los aplasta hasta
dejarlos muertos. No hay ningún país de Sur América, creo yo, donde
abunden tánto las serpientes. Afortunadamente los nativos poseen un anti-
doto para el veneno, el cual toman o lo aplican sobre la mordedura. Los
criollos hacen una relación curiosa para explicar la manerA como se des-
cubrió este antídoto. En la provincia de Antioquia estaba un indio traba-
jando en una selva, cuando le llamó la atención el combate que sostenían
un pajarito llamado halcón culebrero y una serpiente. El observó que tan
pronto era el halcón mordido por la serpiente durante la lucha, volaba
inmediatamente a un arbolito llamado guaco, comía algunas de sus bayas
y después de un corto intervalo renovaba la lucha con su enemigo y al
fin lograba matar la serpiente, la cual devoraba. Por supuesto se le ocurrió
a la mente del indio que la decocción de estas frutitas probablemente
servirían de especifico para la curación del veneno; en algunos casos,
cuando la gente ha sido mordida por culebras cascabel u otras serpientes
venenosas, aplican ese remedio. Después practicó el experimento en un
indio que había sido mordido por una serpiente coral y respondió satis-
fActoriamente a sus esperanzas. En las provincias donde abundan las ser-
pientes, especialmente en las de Buenaventura y Chocó, los indios y negros
llevan consigo siempre esta decocción, u otro antídoto para el veneno, pues
ellos corren gran riesgo de ser mordidos cuando están trabajando en las
selvas o en las plantaciones de cacao, ya que las piernas están al descu-
bierto y las plantas del pie protegidas únicamente por abarcas (1). Creo
que pocas culebras ataquen al hombre a menos que se acerque mucho a
ellas o trate de amenazarlas.

Por orden del rey de España, un reo condenado a la pena de muerte


por asesinato, era obligado a meter las manos dentro de un recipiente
donde se hubieran colocado previamente dos o tres de las serpientes más
venenosas; tan pronto mordían al hombre, él bebía algo de la decocción

( 1) Laa abarcas aon una especie de caludo que usan los montaileroe y otl'<lol, amarra-
du a lt>! pi ....

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de estas bayas y no sentía ningún mal en las heridas. Se le perdonaba la
vida, pero era condenado a trabajos forzados por el resto de sus días.
Cuando se toman grandes cantidades de sal, se considera también como
antídoto para las mordeduras venenosas. He oído decir que hay una clase
de animal pequeño del tipo de la comadreja que vive principalmente de
serpientes y sostiene batallas desesperadas con la cobra capella, y que
cuando éste recibe alguna mordedura, así como el halcón culebrero de
América, corre hacia una raíz particular, la come y después de un ratito
renueva el combate.

En Sur América hay gran variedad de micos con cola pero no hay
simios. Mis amigos conocedores de que yo era gran aficionado a las aves
y mamíferos fueron muy gentiles al enviarme gran cantidad. He tenido
cuatro o cinco monos de düerentes especies que me trajo una mañana el
señor Borrero, miembro del Congreso por la provincia de Neiva, situada al
S.O. de Bogotá y que ha sido dos veces gobernador. Algunos de estos monos
eran muy pequeños y en particular muy divertidos por su viveza y trave-
suras. Uno de ellos tenía todo el continente y modales de un anciano y era
el predilecto entre mis sirvientes. Tenía dos pies de altura, de grandes
ojos negros y melancólicos, piel fina y suave, de un color gris claro pla-
teado; tenía la cola larga y esponjada. Al comer y beber se sentaba erecto
a la mesa y usaba con gran habilidad el cuchillo y el tenedor, ocasional-
mente bebía en su copa. Su carácter era excelente, no era por lo menos
quisquilloso, como suelen ser por lo general estos animales, pero en todo
momento era serio y reposado. Estuve deseoso de llevar este mono a In-
glaterra, pero el clima de Bogotá fue demasiado frío para él y murió de
disentería.

Paseando por el campo vi algunos muchachos matando, o más bien,


aturdiendo pajaritos con un tubo de soplar o bodoquera que se dispara
con bolas duras de barro. Las bolas se arrojan por el resoplido a través
del tubo, que tiene dos pies de largo y media pulgada de diámetro y a
veinte o veinticinco yardas generalmente dan en el blanco. YO' les vi a ellos
lanzarle una bola a un pájaro que fue golpeado en la cola, pero logró

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escapar. Otro muchacho había matado seis o siete pájaros que llevaba en
la mano. Esta bodoquera se hace exactamente dentro de los mismos prin-
cipios que la grande que usan los indios salvajes arrojando pequeños dardos
envenenados contra la caza y sus enemigos, de las cuales haré una des-
cripción al hablar de la provincia de Popayán.

El día 17 de junio se celebró en Bogotá una fiesta de inusitada magni-


ficencia. Su excelencia el vicepresidente, todos los grandes funcionarios de
Estado y los militares, etc., asistieron con sus uniformes de gala y por la
tarde tuvimos corrida de toros en la plaza mayor.

El día 2 de julio, el coronel Campbell partió de Bogotá para Inglaterra.


Muchos de sus amigos y yo mismo le acompañamos algunas leguas por la
carretera y regresamos por la noche a Bogotá.

A mediados del mes un coronel negro, colombiano, llamado Infante,


fue enviado a prisión por la acusación de haber asesinado por la noche al
capitán Persone, un individuo de color. El cadaver del capitán fue hallado
a la mañana siguiente arrojado por un puente al final de una calle llamada
San Juan de Dios, y cayó a una pequeña corriente del río San Francisco,
con una herida profunda en la sien derecha. El coronel Infante había sido
esclavo en Venezuela; al estallar la revolución civil él huyó de su amo y
entró al servicio de Colombia. Debido a su valor había sido elevado al
rango de coronel. Mientras estuvo al servicio de los lanceros de corps bajo
el mando del general Bolívar, su disposición feroz lo convirtió en el terror
de todos los lugares donde había sido estacionado y en particular en el del
cuartel de la ciudad de Bogotá, donde residía hacía un tiempo. Se decía
comúnmente que el coronel tenía una cuadt·illa de malhechores negros
como él, que a toda hora estaban listos para actuar como instrumentos
de su venganza contra cualquier persona que tuviera la desgracia de incitar
su disgusto. Se suponía generalmente que Infante había estado en la
capital bajo la vigilancia del gobierno. El crimen que ahora se le imputaba
había sido cometido por celos; él sospechaba que el capitán era un rival
favorito de una de sus amantes. Los bogotanos se sintieron muy compla-

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cidos cuando supieron que el coronel había sido aprehendido. Algunos
meses después le vi fusilar por este crimen en la plaza mayor, frente a
mi casa.

Julio 30. Di un baile de disfraces y una cena a su excelencia el vice-


presidente, a los ministros y a todos los miembros del Congreso, así como
también a toda la gente elegante de Bogotá. Con el fin de reunir entre
los invitados a lo más selecto posible, dos damas de alto rango me dieron
la lista de las personas que debía invitar. El baile de disfraz demostró ser
muy lucrativo para todos los sastres, que estuvieron muy ocupados, por
primera vez, en la confección de pantalones cortos. Nos causó gran hila-
ridad ver a un joven francés aparecer con un par de pantalones blancos
de seda y un distinguido caballero presentó sus excusas por no asistir al
baile debido a que los sastres tenían tánto trabajo entre manos que no
pudieron terminarle sus calzones.

Agosto 9. Sólo placer y alegría hubo durante toda la semana prece-


dE-nte: cada día hubo un banquete, o un baile, o una tertulia, o un concierto.
El día 7 su excelencia el vicepresidente y todos los funcionarios de estado
civiles y militares, fueron con mucha ceremonia desde palacio a la catedral
mayor a dar gracias por la victoria de Boyacá, ganada por Bolívar contra
el general español don José María Barreiro, en agosto del año de 1819. El
general fue después fusilado con otros treinta y ocho oficiales españoles,
en la plaza mayor; y como un fraile había sido turbulento y activo defensor
de Jos españoles, fue agregado al número de fusilados, cuyo número fue
de cuarenta. Es realmente espantoso cuando se reflexiona en la forma
sanguinaria como se hacia la guerra en esta época entre las partes canten-
doras. La muerte del general Barreiro, creo que fue muy lamentada por las
damas de Bogotá. En una ocasión él comandó la guarnición de Bogot,,
era notablemente bien parecido, no tenía más de treinta años y era hombre
de gran valor: era llamado "el Adonis de las mujeres". Cuando lo subieron
al cadalso demostró gran firmeza.

La importante victoria de Boyacá le dio a Bolívar la posesión de toda


Nueva Granada. El entró a Bogotá el 11 de agosto. El virrey Sámano

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habla huido de la capital acompañado de la Real Audiencia, de la Guardia
de Honor de la guarnición y de algunos civiles, hacia el rio Magdalena,
en vía a Cartagena, dejando en su precipitada huida una considerable suma
de dinero en la casa de moneda (medio millón de dólares), muchos docu-
mentos oficiales, mucho equipo militar y también su gran bastón de puño
de oro. La captura de Bogotá fue de la mayor importancia para Bolívar
en este período crítico; su ejército, reducido pero valeroso, habla sufrido
excesivamente a causa de la largas jornadas, vida difícil y mucho combate.
Yo conocí al coronel Mamby del batallón de Albions, quien me contó que
habían entrado a la vanguardia con las tropas de Bolívar y que no tenían
ni un par de zapatos ni medias en todo el batallón; los oficiales iban de
alpargates (1).

En la noche del día 7 su excelencia el vicepresidente, dio un espléndido


baile y una cena a toda la gente conspicua y a los extranjeros de Bogotá;
este alegre baile duró hasta las primeras horas de la madrugada. Había
mujeres muy hermosas en este baile, muchas de ellas estaban divinamente
vestidas "a la francaise". En esta fiesta vi una gran cantidad de señoras
con tapados, o vestidos con la cabeza cubierta que permanecían en otru
habitación y eran únicamente espectadores de la fiesta. El vicepresidente
es un buen bailador y le gusta mucho divertirse.

Al día siguiente invité a comer al señor Restrepo, ministro del interior,


quien trajo consigo una pieza de oro que pesaba una libra y cuarto,
encontrada en una mina de la provincia de Antioquia. Esta es la muestra
más grande que yo habla visto, pero después en la tesorerla me enseñarota
una de puro oro macizo que pesaba algo más de cuatro libras, la cual fue
hallada en una mina de la provincia de Venezuela, la más rica de Colombia
y que pertenece al señor Gua! y al señor Arrubla. La vista de este tesoro
servirá de estímulo para los ánimos abatidos de los tenedores de acciones
en diferentes compañías mineras formadas en Méjico, Colombia y Perú.
Con paciencia, perseverancia y cuantioso capital, algunas de estas especu-

(1) Una especie de borc<a'ul.. fabricarloe de fibras de fique y a menudo de junquillo.

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lnciones tal vez resulten provechosas; pero sospecho que muchos de los
anuncios de minas indicados como pertenecientes a compañías mineras,
eJdsten únicamente en la imaginación de quienes los han inventado. La
gí'nte europea se forma las ideas más extravagantes acerca de los tesoros
de Sur América, probablemente debido a la lectura de libros que relatan
los tesoros de las galeras españolas que acostumbraban a llegar a Cádiz
anualmente, cargados con algunos millones de dólares, procedentes de
Veracruz y de La Habana. Pero deben recordar que el producto de las
mejores minas de Méjico y del Perú y una parte considerable del tesoro,
pertenecían a comerciantes e individuos particulares. Me diverti mucho con
el cuento que me relató un oficial inglés al servicio de Colombia, de uno de
sus soldados que era irlandés: -Paddy caminaba un día por las calles
de Caracas, cuando por ventura vio un dólar en el suelo; dándole un punta-
pié lo echó de Indo con mucho desprecio, exclamando:

-Recorcholis!, vine a las Américas en busca de oro, no me mancharé


los dedos con una simple moneda de plata!

El señor Restrepo, ministro del interior, pertenece a una magnífica


familia de la provincia de Antioquia y se había graduado de abogado.
Hablaba francés e inglés tolerablemente bien, este último lo había apren-
dido en los Estados Unidos. El había sufrido mucho durante la guerra
civil y durante largo tiempo había estado preso por los españoles; en este
lupso se había visto obligado a ejecutar trabajos forzados en las fortalezas.
Estaba ansioso de extirpar todos los prejuicios mezquinos absorbidos por
las clases media y baja del pueblo bajo el gobierno de los virreyes españc.
les, frailes y sacerdotes, y no había hombre de conducta tan ejemplar como
la de este ministro. Nunca se le veía en una mesa de juego; empleaba el
tiempo ahora escribiendo la historia de la guerra civil, que había culminado
con la libertad de su patria. No conozco a nadie mejor preparado para el
desempeño de esta ardua tarea, pues posee m~cho juicio, discriminación,
gran industria y mente despejada. La obra será editada en Inglaterra;
me contó que ya habla terminado la primera parte.

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Por la noche debíamos asistir a una función de teatro representada
por jóvenes aficionados; desafortunadamente el galán joven que iba a
representar uno de los principales papeles, mientras hacía el ensayo se
le disparó la pistola que estaba cargada hiriéndolo en la cabeza. La joven
con quien estaba comprometido en matrimonio se libró, pues él le había
dado el arma a ella y en broma había apretado el gatillo sin saber que
estaba cargada. El teatro de Bogotá es muy bonito y está muy bien orna-
mentado, pero por falta de comediantes estuvo cerrado durante mi perma-
nencia en la ciudad, salvo en una o dos ocasiones en que se celebraban
bailes y también estaba siempre abierto durante el carnaval.

En esta semana asistí a la iglesia de San Pablo para presenciar los


exámenes públicos de algunos de los estudiantes del colegio patrocinado
por su excelencia el vicepresidente, el obispo de Mérida, Jos ministros de
hacienda y del interior y algunos de los miembros del Senado y de la
Cámara. Los principales temas de los exámenes eran administrativos y de
relación entre el Senado, la Cámara de Representantes y el Ejecutivo. Los
alumnos eran asimismo examinados en teología, matemáticas, historia
moderna y lógica, la de Aristóteles fue refutada. Hay dos colegios públicos
en Bogotá, en los cuales se educa la juventud que viene de todas las partes
de la república. Los estudiantes vestían togas y birretes; los de un colegio
con banda blanca y los del otro con roja. Bajo el gobierno español el Colegio
de San Bartolomé estaba destinado a la educación de los hijos de la noble-
za y el otro para la clase media; en la actualidad no hay diferenciación.
Los edificios son muy espaciosos pero no ofrecen ningún gusto en la
arquitectura.

El día 3 de agosto se inauguraron las sesiones del Senado y de la


Cámara. Yo asistí por la noche a la Cámara y oí un corto discurso del
presidente a los miembros despidiéndose de ellos.

El 9 de agosto todas las tropas de la guarnición se establecieron en


el trayecto de legua y media de la carretera de Maracaibo, donde se cele-
braba un simulacro de batalla en honor de la victoria de Boyacá. El vice-

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presidente comandaba parte de las tropas y el coronel París las otras. El
terreno que era montañoso y a intervalos cubierto de grandes rocas, resul-
taba bastante ventajoso para el movimiento de tropas ligeras; y al estar
en un declive, el efecto era muy propicio para los espectadores estacionados
abajo en la carretera. Ocurrieron dos o tres accidentes causados por algu-
nos hombres de la milicia que habían cargado sus cañones con piedras
pequeñas, por cuyo medio algunos artilleros resultaron gravemente heridos.
Cuando los espectadores supieron esto, todos se mantenían a distancia
respetable de los ejércitos contendores. Grande fue nuestro asombro al
observar al coronel Blanco, antes fraile, en el campo, a caballo, acompa-
ñado del juez de la Corte Suprema de Justicia, "en la grupa" ¡tras él!
¿Qué pensaría la buena gente de este país si ellos vieran a Lord Chance-
llor cabalgando en la gurupera del ayudante general en la revista de
Houslow ante su majestad? Aquí nadie se preocupaba por eso. Afortunada-
mente el día fue notablemente agradable; muchas damas fueron a caballo
a presenciar el simulacro de combate. Al terminar la batalla el vicepresi-
dente ofreció un refrigerio en el campo, con abundancia de champagne,
y a los soldados se les dio su rancho con magnüica concesión de chicha.
En la mañana de este día el vicepresidente almorzó al estilo de los llane-
ros o lanceros de las llanuras de Apure. Las porciones de carne de buey
eran asadas por los soldados y se le presentaban a él en una broqueta de
madera de la cual llevaba la comida a la boca con los dedos, pero en esta
ocasión se concedió sal y pan.

El 13 de agosto el coronel Infante fue condenado a fusilamiento, por


sentencia de la corte marcial, a causa de la muerte del capitán Personé.
Era preciso que esta sentencia fuera confirmada por el juez de la Corte
Suprema de Justicia y por el vicepresidente.

El domingo 22 de agosto fui con la esposa del general inglés a la casa


del coronel Narváez, cuya esposa iba a ser la madrina de una linda mucha-
cha de diecisiete años que iba a tomar hábitos para ingresar de monja en
la Orden de la Concepción, aquella tarde. A las tres y media la señorita,
vestida elegantemente de blanco, adornada con profusión de perlas y

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esmeraldas etc., iba acompañada del coronel Narváez, sus padres, parientes
y amigos. La señora del general inglés y yo salimos en comitiva de la
casa del coronel hacia el convento, mientras una banda de música tocaba
en las calles y se disparaban cohetes frente al convento a nuestra llegada.
Todos permanecimos sentados en una de las capillas,· cerca de la puerta
que conducía a su futura morada; por esta puerta debía trasponer pronto
por última vez; en este momento la pobre joven conversó animadamente
con sus parientes y amigos y de vez en cuando sorprendí una mirada de
sus bellos ojos expresivos; no pude evitar el mirarla con compasión, de-
testando con toda mi alma esta costumbre que entierra en vida a un sér
en la flt>r de la juventud y belleza. Estas reflexiones me hicieron sentir
muy abatido y muchos de los convidados, al aproximarse el momento de
la ceremonia, se acercaron y parecían absortos en profundas meditaciones.

Tan pronto se terminó la oración la joven regresó con los sacerdotes


y golpeó a la pequelia puerta del convento por nueve veces, la cual fue
abierta por la señora abadesa y ella ingresó a su tumba viviente. A través
de una puerta rechinante al abrirse, vi veinte monjas, cada una con una
velita encendida y quienes al recibir a la nueva reclusa se retiraron ento-
nando himnos acompañados de música de órgano, que despertaba un pode-
roso efecto de melancolía en el espíritu. El acompañamiento se retiró en
seguida al refectorio del convento, donde nos habían preparado chocolate,
dulces, horchata, limonada, etc. Tuve el placer de conversar durante algún
tiempo con la señora abadesa, quien me hizo diversas preguntas acerca
de Inglaterra, de nuestras costumbres y hábitos. Ella tenia un velo negro
cubriéndole el rostro, pero me imagino que no era muy Joven. En otro
apartamento había refrescos para los sacerdotes y algunos caballeros, pero
por un gran favor fui admitido en el refectorio. Al cabo de media hora
recibimos la orden de regresar a la capilla, donde la nueva monja vestia
el hábito de la Orden y creo que le lucia más que cuando la vi con todos
los ornamentos de la moda. Le cortaron todos sus bucles y una capucha
ordinaria muy ajustada le cubl"fa parte de la frente, de los lados de la
cara y se hallaba sujeta bajo el mentón. La capucha y el resto de su hábito
eran de franela blanca fina con un rosario largo a cuyo extremo había

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un crucifijo colocado a su lado. El coronel Narváez le preguntó a la pobre
muchacha si no se arrepentía de sus votos, a lo cual ella repuso con una
sonrisa melancólica:

-De ningún modo.

Una monja anciana que estaba en pie junto a ella observó significa-
tivamente:

-¡Ella no sabe lo que ha hecho!

Después nos despedimos de la joven novicia.

A través de las verjas de los balcones que rodean la capilla pude


observar muchos pares de ojos negros centelleantes, que supe pertenecían
a las jóvenes novicias. Durante una semana o diez días después de tomar
hábitos una joven, sus parientes pueden verla y conversar con ella, pero
después de ese término queda prohibida toda comunicación, excepto la
de la madre, cuyas visitas se limitan a una vez mensual. La Orden de la
Concepción es menos severa que las otras, tanto que a las monjas de esta
comunidad se les permite tener sirvientas.

Agosto 22. Fuimos a una gran partida de caza, acompañados del señor
Anderson, ministro americano, a la aldea de Fontibón, distante de Bogotá
unas tres leguas, para cazar patos silvestres. El coronel Desmanard, caba-
llero francés agente de la Casa Powles, Herring & Co., nos dio un exce-
lrnte déjeuner a la fourchette en Fontibón, que él había llevado de Bogotá.
Empezamos, pues, nuestras operaciones contra los patos silvestres, cercetas
y trullos, y cobramos en pocas horas cuarenta piezas; muchas quedaron
heridas y las perdimos por falta de un buen perdiguero. Mi joven secre-
tario, el señor Illingsworth y yo, nos metimos en el agua hasta la cintura,
aun cuando nos previnieron no hacerlo algunos caballeros de Bogotá, quie-
nes nos pronosticaron que podríamos contraer fiebres intermitentes al dia
siguiente; pero el anhelo por el deporte es mejor que la prudencia y al
dia siguiente nos hallábamos todos bien, con excepción de estar algo acalo-
rados debido al ejercicio violento que habíamos practicado.

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Los patos silvestres se hallan en cantidades prodigiosas en las lagunas
de la Sabana de Bogotá, pero es difícil lograrlos en las extensas superfi-
cies de agua donde no hay <'Obertizo de juncos o arbustos. Vi varios pares
de becardones pero eran silvestres y ariscos; hay becadas pero el plumaje
del lomo era más oscuro que el de las mismas especies que visitan a In-
glaterra cada invierno. Los indios las cazan con trampas y asimismo cogen
los patos silvestres vadeando silenciosamente hasta cogerlos por el pes-
cuezo en el agua. Las cabezas están cubiertas con una clase de penacho
hecho de arbustos y cuando se hallan cerca del pato, lo tiran suavemente
de las patas fuera del agua y los ponen dentro de un gran morral que
llevan delante consigo. Penachos semejantes a los suyos se arrojan a flote
para acostumbrar a los patos a la vista de ellos. Los señores Desmanard
'! Illingsworth nos dieron una magnífica comida después del día de cacería,
a la cual asistieron algunos de los ministros con sus esposas, y un cónsul
general con su familia.

Durante mi residencia en Colombia el presidente :Bolívar se hallaba


et~ el Perú comandando el ejército independiente, compuesto de tropas
colombianas y peruanas, contra el ejército español bajo el comando del
virrey La Serna y el general Canteiac. Sentí mucho no haber tenido la
buena suerte de conocer personalmente a Bolívar, quien en la época actual,
sin menosprecio alguno para los demás altos oficiales de grandes dotes en
América, ha sido el más grande hombre y la personalidad más extraordi-
naria que jamás haya producido el Nuevo Mundo. Bolívar desciende de
una de las más antiguas familias españolas de Caracas, llamada "Los
Mantuanos" para indicar que proceden en línea directa de guerreros espa-
ñoles que fueron acompañados por Cortés, Pizarro, Gonzalo Jiménez de
Quesada y otros jefes en la conquista de Méjico, Perú, Colombia y Chile,
etc. Bolívar tenía unos cuarenta y un años de edad; se me dijo que apa-
rentaba mayor edad a causa de las grandes fatigas y privaciones a que
había estado expuesto en sus numerosas campañas por Sur América.
Bolivar en su físico, es de pequeña estatura pero musculado. bien formado
y capacitado para sufrir extraordinarias fatigas, que me han sido confir-
madas por uno de sus ayudantes de campo y por el coronel Santamaría,

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el cual, con otros oficiales de Bolivar, muchas veces se quedaba a la zaga
de su jefe en las largas y monótonas jornadas por las montañas y vastas
llanuras de Colombia y el Perú. Los ojos de Bolívar eran muy oscuros,
grandes y llenos del fuego de la inspiración que denotaban la energía de
su espíritu y su grandeza de alma; su nariz era aguileña y bien formada;
su rostro era largo y surcado prematuramente de arrugas debido a la
inquietud y ansiedad; su complexión era pálida. En sociedad BoHvar era
de modales vivos, buen conversador y lleno de anécdotas; poseía la feliz
habilidad, lo mismo que Bonaparte, de conocer en seguida el temperamento
del hombre y colocarlo en una situación donde su talento y habilidad fueran
más útiles para el país. Una de las raras virtudes pertenecientes al carácter
de Bolívar era su desinterés completo y poca consideración que se tenía
a sí mismo dentro de las más severas privaciones, siempre deseoso de
rf:partir cuanto tenía con sus compañeros de armas, aún hasta su última
camisa. Para confirmar esto no sería inoportuno relatar una anécdota de
él, que me contó otro de sus ayudantes de campo:

Poco después de su entrada a Bogotá, al terminarse la derrota de los


españoles en Boyacá, dio una gran fiesta a muchas de las primeras fami-
lias de la plaza. Antes de la comida se presentó un coronel inglés; Bolivar
al mirarlo, le dijo: "Mi bueno y valiente coronel, ¡qué camisa tan sucia
lleva usted para este gran banquete! ¿qué sucede?". El coronel repuso
"que él lo sentía profundamente pero debía confesar la verdad, pues era
ta única camisa que tenía". Al oír esto Bolívar se rio y mandó llamar a
su mayordomo, ordenándole que le diera al coronel una de sus camisas.
El hombre vacilaba y permaneció mirando al general, que dijo nueva-
mente, lleno de impaciencia: "¿Por qué no actúa usted como yo lo deseo?,
el banquete empezará pronto". El mayordomo balbució: "¡Su excelencia
sólo tiene dos camisas, una la tiene puesta y la otra la están lavando".
Esto hizo reir a Bolívar y al coronel a carcajadas; el general observó en
broma: "¡Los españoles se retiraron tan rápidamente de nosotros, mi
querido coronel, que me vi obligado a dejar mi equipaje pesado en re-
taguardia!".

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Es bien sabido el hecho de que Bolívar está en la actualidad más
pobre que cuando estalló la guerra civil. El tenía entonces las mejores
propiedades en las cercanías de Caracas, cultivadas por esclavos, donde
s~ prnducía P.xcelentc cacao, tabaco, añil, etc. El le dio la libertad a casi

todos sus esclavos mediante una condición única, la de no servir contra


la causa de la independencia. La mayor parte de los negros entraron al
servicio de Colombia y probaron ser excelentes soldados.

Bolívar decidió perseverar bajo las circunstancias más desalentadoras;


su pericia, habilidad y destreza para amalgamar los diferentes materiales
que constituyen ahora el Estado de Colombia; su valor y serenidad de
acción y su prudencia y previsión para captar instantáneamente todas las
v{'ntajas obtenidas de la victoria, nunca se alabarán como se lo merece;
y conducen a Bolívar por sobre todos al cenit en el templo de la fama.
No ha existido ningún hombre todavía, por grande que sea, que iguale
las cualidades de su cerebro, que no haya tenido su lado flaco y proyecte
alguna sombra sobre las partes más brillantes de su carácter. Bolívar es
de carácter bastante nervioso y con frecuencia en esas ocasiones emplea
expresiones duras, las cuales lamenta él profundamente después y se siente
deseoso de reparar Jos sentimientos de las personas a quienes hubiera
podido herir en estos momentos indiscretos. Pero jamás cobijó el pecho
de este grande hombre el rencor; y no exento de las atrocidades y cruelda-
des cometidas por los españoles contra sus tropas, jamás se sintió incli-
nado Bolívar a llevar contra sus enemigos une guerre a l'outrance. Bolivar
tiene fama de ser hospitalario y se complace en ver a sus amigos contentos
a su alrededor. El es moderado en su dieta y bebe el vino con moderación,
no toma licor, rara vez fuma y generalmente es el último en retirarse a
descansar y el primero en levantarse. El baile es una de sus diversiones
predilectas, que ejecuta con gracia y en estas ocasiones, se me cuenta,
que él cosecha multitud de sonrisas de las bellezas americanas. El Liberta-
dor, como Jo llaman, es un hombre galante y tiene fama de ser muy
afortunado. Bolívar es viudo, sin hijos; se casó en Madrid cuando joven
con una hija del marqués de Ulsturon. Hablaba francés e italiano bien,
por haber residido en esos paises; también hablaba un poco de inglés,

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que había perfeccionado en los últimos años por haber tenido siempre en
su estado mayor uno o dos oficiales ingleses y un médico de la misma
nacionalidad.

Bolivar se libró de ser asesinado en muchas ocasiones en forma mila-


grosa; durante su permanencia en Kingston, Jamaica, cambió de alcoba
por una que estuviera situada en un lugar más fresco, a donde pensaba
mandar su cama al día siguiente, pero cambió de plan y permaneció ahí
esa noche, dejando su hamaca colgada en su antigua habitación. Su secre-
tario se quedó en esta y fue herido de una puñalada en el corazón durante
la noche. El asesino fue capturado y se supo que era un negrito a quien
Bolívar había despedido de su servicio. El miserable fue ahorcado por
esta falta, pero se negó, con toda firmeza, a descubrir los nombres de las
personas que lo habian instigado a cometer el crimen; se supone general-
mente que en el momento del crimen había algunos agentes españoles
responsables de este acto nefando.

En otra ocas10n, en una de sus campañas cerca de San José, un


coronel colombiano desertó hacia las filas del enemigo y ofreció esa misma
noche guiat· a un grupo de españoles a la tienda de Bolívar, disfrazados
con los uniformes de las tropas criollas, con el objeto o de asesinarlo o de
tomarlo preso. La oferta fue aceptada por Morillo y el destacamento
llegó a los cuarteles generales sin düicultad. El coronel López, desertor,
tenía esa noche el santo y seña del ejército colombiano y afirmó a uno
d<> los jefes del estado mayor del presidente que él tenía algo de impor-
tancia para comunicarle a Bolivar, en relación con un movimiento que
intentaba hacer el enemigo, que había sabido por un desertor. El oficial
r~puso que él irfa inmediatamente a la tienda del general Bollvar a
informarle de la circunstancia; a lo cual el coronel López y su gente se
precipitaron contra él y a pocas yardas de distancia de la tienda le hicieron
una descarga; salieron después en huida y escaparon en la oscuridad de
la noche. Providencialmente Bolívar había salido de su tienda dos o tres
minutos antes y estaba a pocos pasos, en la parte posterior, cuando tuvo
lugar el ata'lue. Esto causó alarma general y mucha confusión por el

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momento; las tropas se alistaron creyendo que era un ataque nocturno
de los españoles y al examinar el catre de Bolívar se descubrió que había
sido perforado por tres o cuatro balas; indudablemente hubiera muerto o
quedado gravemente herido si hubiera estado allí.

La última escapatoria de asesinato fue en Lima, Perú, durante el


invierno de 1824: un coronel peruano se encontró asesinado por la noche
en la calle y el machete (o peinilla) estaba enterrado hasta el puño en el
cuerpo. Le trajeron el machete a Bolívar al día siguiente, quien observó
al examinarlo minuciosamente que habia sido afilado hacía poco. Al ver
esto, dio orden de traer ante él a todos los cuchilleros, tan pronto como
fuera posible. Al interrogarlos por separado, uno de los cuchilleros mani-
festó que un negro había estado en su almacén el día anterior para hacer
afilar dos machetes y que con toda seguridad conocería al hombre si lo
viera de nuevo. El general Bolívar dio entonces la orden a pequeñas
patrullas militares para recorrer las calles y coger a todos los negros o
reclutas para algun<.'s de sus batallones; y cuando le mostraron estos hom-
bres al cuchillero, pronto 1·econoció al negro que había estado en su almacen
para afilar los machetes. El negro confesó que había apuñalado al coronel
y que el otro machete había sido afilado para que el mayordomo del
general Bolívar asesinara a su amo y que lo encontrarían oculto en la
manga del saco del camarero. Se probó que esto era evidente, pero la
resolución del mayordomo había fracasado cuando estuvo a punto de come-
ter el horrible acto. Esta fue la relación que se hizo en Bogotá y se
agrega que los culpables habían sido inducidos a esta diabólica traición
por algunos de los realistas.

Confío en que los riesgos y peligros de Bolívar hayan terminado en la


actualidad; los españoles ya no poseen ni una pulgada de tierra en toda
Sur América, con excepción de El Callao, el cual ha sido noblemente defen-
dido por el general Rodit; pero por falta de provisiones este puerto será
al fin obligado a rendirse. Los españoles no tenían ni un sólo buque de
guerra en el Pacifico y estaban muy preocupados en esta época por un
ataque a las islas de Cuba y Puerto Rico, procedente de las fuerzas combi-

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nadas de Méjico y Colombia. En esta época Bolívar demostró ante el mundo
su desinterés al rehusar un regalo de dos millones de dólares que habían
sido votados para él por el Congreso ~neral del Perú, en pago de Jos
servicios que había prestado a la patria de los incas.

Las damas de Bogotá se adornan con esmeraldas de un magnifico color


V(:crde y sin fallas, lo cual es raro en estas piedras y las hace de un valor
incalculable. Estas esmeraldas proceden todas de las minas de Muzo, donde
se han encontrado las más grandes que hay en el mundo y están ahora
en poder del rey de España. Tiene una de un tamaño tan grande que su
majestad la tiene de pisa papel. Me contaron que el párroco de Muzo tenía
un chaleco cuyos botones eran pequeñas esmeraldas y que la mayor parte
de ellas las habían enconhado dentro del buche de los pollos y pavos que
las habían recogido picoteando por el terreno en busca de alimento.

La provincia de Nueva Granada se encuentra entre 5 y 12 grados de


latitud norte y 63 y 80 grados de longitud occidental. De acuerdo con las
medidas del barón de Humboldt, Bogotá está a 8.694 pies sobre el nivel del
mar y no más de 4° de latitud norte del Ecuador. Dice la tradición que la
Sabana de Bogotá fue en otra época una inmensa laguna: hay razón para
aceptar este aserto, pues está rodeada por todas partes de montaiias y el
río Bogotá se ve obligado a abrirse paso a través de un abrupto precipicio
denominado el Salto de Tequendama. La población de la capital está calcu-
larla en 40.000 almas. Esto podría considerarse como un cómputo moderado,
al juzgar la enorme área que ocupa la ciudad, pero al examinarla se encuen-
tra que la mayor parte de los lugares están llenos de grandes conventos y
d<! enormes jardines anexos a numerosas iglesias; las casas son también de
un solo piso, de poco;; habitantes, en proporción al espacio de terreno que
ocupan. En esta época la población de la capital ha aumentado rápidamente
y muchos extranjeros se congregan en la sede del gobierno. Esto ha hecho
duplicar y triplicar el precio del alquiler de las casas que tenía tres o cuatro
años antes y el valor de la propiedad se ha aumentado. Los bogotanos
empiezan a comprender la ventaja que obtienen al admitir extranjeros en
Colombia; toda la finca raíz en la vecindad de Bogotá adquirirá un precio

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eievado dentro de pocos años. Los dos pequeños arroyos de las montañas,
San Francisco y San Agustin, atraviesan la ciudad y desembocan en el río
Funza o t·io Bogotá, una o dos leguas más allá de la ciudad. La renta del
obispo de Bogotá era de 70.000 dólares por año, obtenida por diezmos,
regalos, multas, etc. El último obispo vivió como un príncipe temporal;
dándole a su mayordomo 100 dólares todas las mañanas para los gastos
del día; era hermano de un marqués de España. La renta de los canónigos
de la catedral era de 300 a 400 dólares. Además de la magnüica catedral
hay tres iglesias, ocho conventos, cuatro monasterios de monjas y un hospi-
tal público. La universidad fue fundada en el año de 1610 y desde esa
época los dos colegios ya mencionados han sido dotados con grandes rentas
para la educación pública. La biblioteca se fundó hace 50 años, pero la
mayor parte de los libros, en particular las obras de valor de los célebres
botánicos como Mutis, se enviaron a España durante la guerra civil. Hay
una casa de moneda en Bogotá y varios tribunales de justicia.

La sabana está bastante bien cultivada y los habitantes logran dos


cosecha¡; por año; lns siembras se hacen en los meses de febrero, marzo
y septiembre. He visto magnificas cosechas de trigo, cebada, alfalfa y
trébol holandés, este se desarrolla con gran fertilidad. El cultivo de la
a!falfa se beneficia principalmente con la ayuda del sistema de irrigación
s es un articulo que le produce grandes utilidades al propietario, pues
se vende para forraje de caballos en la ciudad; los arados y otros imple-
mentos agrícolas son de burda construcción y podrían mejorarse, lo cual
ocurrirá pronto, pues un coronel que estaba antiguamente a nuestro ser-
vicio habla llegado de Inglaterra con arados y trillas; un agricultor in-
glés y un cerrajero venían con estos implementos y el coronel había
comprado una hacienda a dos o tres millas de Bogotá. Tenía la intención
de proveer el mercado de carne grasa, buena mantequilla y otros produc-
tos domésticos poco conocidos antes en la capital de la Nueva Granada.

El clima ardiente de la costa resulta fatal para gran número de los


habitantes de las altiplanicies de Colombia y la población de la República
ha disminuido mucho durante la última guerra, pues ambos partidos en-

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vieron reclutas a Cartagena, Santa Marta, Maracaibo, Puerto Cabello y
otras ciudades cercanas al mar. El clima de las provincias de mayor
latitud les sienta muy bien a los negros y mestizos que vienen de la costa.

Al regresar el señor Rivera de Muzo, trajo dos cóndores, uno de estos


murió de cansancio del viaje poco después de llegar a Bogotá y al otro
lo alcancé a ver vivo. El cóndor pertenece a la clase de los buitres: es
un ave corpulenta y fuerte. La cabeza está desprovista de plumas y alre-
tiedor del cuello tiene un collar de color blanco suave de unas dos pulga-
da~ de ancho, como el del cisne; el plumaje del cuerpo es de color
castaño mezclado con plumas blancas, las piernas y talones de gran ta-
maño y robustez, las primeras tienen el espesor de la muñeca de un
hombre. Esta ave tiene casi cinco pies de altura, los ojos son de color
c1.1staño oscuro pero carecen de la fiereza de los del águila o del buitre.
Es muy destructor para las ovejas y cabras etc., y se ha sabido de algu-
nos que se han llevado hasta un ternero pequeño. Es arisco y dificil
para aproximársele. Estos dos fueron cazados con un lazo después de
haber engullido la carne de un buey muerto. La primera vez que ví a
esta ave acababa de comer y presentaba un aspecto torpe y estúpido. El
señor Rivera me regaló la cola de una culegra de cascabel, que contenía
diez articulaciones o cascabeles, lo cual denota que tenia diez años, pues
cada año aumenta un cascabel: estos suenan como alverjas secas dentro
de una caja. Esta culebra fue muerta de una manera bastante curiosa:
un hombre observó que la serpiente lo miraba, arrojó el sombrero cerca
de ella y mientras ésta fijaba sus ojos en el sombret·o, con una horqueta
de madera enganchó la serpiente por el cuello y la mató.

El coronel Rivera es un hombre extraordinariamente inteligente y


gt an deportista; él ha vivido mucho tiempo en su finca situada a orillas
del rio Magdalena. Me hizo una descripción de la forma como él atacaba
a los jabalies silvestres cuando iban en rebaños de uno a doscientos. El
primer objeto que deben tener en cuenta los cazadores es tratar de se-
parar a uno de ellos del grupo principal con la ayuda de sus perros, y
después atacar con la lanza para jabalies. Si el jabali mantiene la cabeza

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~1·ecta se le puede atacar sin mucho peligro, pero si la tiene agachada
le toca al cazador ponerse en guardia, pues está preparándose para lan-
zarse. Al hacerlo, es tanta la furia que derriba a Jos perros y a los hom-
bres, hiriéndoles gravemente con sus colmillos afilados. Los cazadores de
jabalí aprenden a conocer por las huellas de su rastro si los animales
están distantes o no. Las dantas (o asnos salvajes) se encuentran en
estas selvas, pero son ariscas y tienen el sentido del olfato tan fino que
muy pocas se llegan a matar.

A fines de agosto el coronel París, hermano del señor Pepe París y


comandante de la ciudad, comió conmigo. El vicepresidente le tenía mucha
estimación y lo consideraba como un bizarro oficial. El había actuado en
muchas campañas contra los españoles al comando del cuerpo de infante-
! ía. Me refirió que en una acción contra los pastusos en la provincia de

Pasto había perdido 210 hombres de 300 que tenia y había perdido 14
oficiales entre muertos y heridos. En diferentes acciones el coronel había
sido het·ido tres veces y perdido dos dedos de la mano derecha. Contó
que tres de sus soldados habían defendido una vez un estrecho sendero
durante mucho tiempo, para dar campo a que el grueso del ejército pu-
diera retirarse y cuando vieron que el enemigo les acosaba y que ellos
inevitablemente iban a caer presos, se abrazaron y lanzáronse a un abis-
mo donde quedaron destrozados. ¡Qué ejemplo glorioso de devoción para
su ratria! Muy semejantes a las epopeyas registradas en los anales
d.:! Gr<'cia y Roma. El coronel París cayó preso en manos de los espa-
ñoles, cuando el coronel Calgada que los comandaba, decidió que cada
prisionero en orden alternado debía de ser fusilado. Al echar las suertes,
~>1 coronel París tuvo la fortuna de escapar. Antonio Ricaurte, joven ofi-
cial (según su propia relación), comandaba un pequeño fuerte en la pro-
vincia de Venezuela en donde había un depósito de pólvora. Los españoles
todearon el fuerte, el cual estaba desprovisto de provisiones, éste quiso
q_ue la pequeña guarnición abandonara el fuerte por la noche y tratara
ele escapar. Por la mañana izó una bandera para indicat· a sus enemigos
q11e deseaba entregar el fuerte. Había preparado con anterioridad un

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rastro de pólvora que comunicaba con el polvorín, permitió la entrada
de las tropas españolas y sus oficiales hasta el fuerte, después disparó
al polvorín y estalló con todos los españoles.

La Constitución de la República de Colombia fue ratificada por el


Congreso en pleno durante 1821. Este conjunto de leyes se adapta mejor
para el gobierno libre de Colombia en su forma actual, que el sis-
tema de jurisprudencia español, que prevaleció mientras estas colonias
estuvieron sometidas a la Madre Patria, cuyo objeto primordial era di-
vidir y debilitar. Por medio de su política de astucia, mantuvieron en
estado de abyecta sumisión a diecisiete millones de personas de todas las
razas y colores, víctimas de las extorsiones rapaces de aquellos individuos
que enviaba la vieja España a América, con el propósito de recuperar
!<US fortunas decadentes. Durante esa época gobernaba en España el Prín-

cipe de la Paz (Godoy). Et·a bien sabido en todo el mundo que todas
las colocaciones del gobierno estaban a precio; y nunca se tuvo en cuenta
!'i el individuo estaba calificado o era idóneo para la colocación que de-
seaba obtener, con tal de que su bolsa estuviera suficientemente llena
para suministrar la suma convenida. La ignorancia y la superstición cons-
tituían los grandes apoyos del antiguo gobierno, pero esperemos que el
teino de estos males vaya pronto a su terminación y que un rayo de sol,
de sabiduría y tolerancia brille en estas fértiles praderas. La gente en
"erdad merece un buen gobierno después de haber expuesto valerosamente
sus vidas y haciendas para obtener esta bendición. Posiblemente se tar-
dará algún tiempo antes de que el pais se halle en situación adecuada a
la actual constitución.

El territorio de la república ha sido dividido en diferentes departa-


mentos y los deberes y obligaciones de los distintos funcionarios del go-
bierno han quedado claramente definidos. Se han establecido cortes de
justicia adecuadas, y en el curso del tiempo la jurisprudencia civil y
penal mejorará y la corrupción española quedará exterminada de estos
tribunales de justicia. Esta es una empresa hercúlea y puede llevarse a
rabo únicamertte en forma gradual. La demora y gastos que exigen los

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procesos, están sujetos a quejas tanto en el Nuevo como en el Viejo
Mundo¡ en verdad los abogados engordan con los litigios de la humanidad
en casi todas las partes del globo.

El objetivo principal que persigue el gobierno de ahora, es, hasta


donde las circunstancias lo permitan, mejorar a todas las clases socia-
les, tanto al indio como al negro; el primero ya no paga impuesto de
capitación como en tiempo de los españoles y el negro cuando era esclavo
fue bien tratado por sus amos. Mediante un decreto del Congreso de 1819,
todos nacen libres desde esa fecha y son estas leyes tan justas y eficien-
tes, que sería conveniente para otros gobiernos adoptar este plan. Conven-
dría que Colombia imitase tan íntimamente como fuera posible al gobierno
de los Estados Unidos en relación con los gastos de los ingresos nacionales
y disminuir sin demora en forma considerable las erogaciones causadas
por la guerra, pues ello representa la seguridad del país, en vez de con-
tribuir a expediciones contra la isla de Cuba, tratando por medios econó-
micos de remitir a Europa las sumas necesarias para pagar los próximos
dividendos de los empréstitos concedidos por Inglaterra. J ohn Bull hasta
ahora ha sido un sincero amigo y bien intencionado hacia Colombia, pero
estos sentimientos podrían cambiar, si observa que le ha estado ayudando
a un país cuyo gobierno en transacciones monetarias resulta estar a la
par con el Amado Fernando. La facilidad con que el nuevo gobierno ame-
1 icano ha conseguido dinero en Inglaterra, ha causado la prodigalidad;
pero los suramericanos descubrirán que el nuevo flujo de oro ha termi-
nado y que sus preciosas minas de metales deben reanudar su curso a
través del atlántico con el fin de sostener la personalidad del nuevo go-
bierno. Un ministro como el Duque de Sully se necesita mucho ahora en
Colombia, pues la integridad y gran aplicación a los negocios debiera ser
el rasgo predominante de los ministros de hacienda.

Los esfuerzos hechos por su excelencia el vicepresidente Santander


y el ministro del interior, señor Manuel Restrepo, para hacer cumplir el
decreto del Congreso en relación con la educación de todas las clases del
pueblo en esta extensa república, son dignos de alabanza. Me sorprendió

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gratamente encontrar durante mis viajes hacia el sur y el oeste una es-
cuela del método de Láncaster en todas las aldeas. Auncuando pequeñas,
t•lgunas de ellas están muy bien reglamentadas. En realidad las diversas
gentes de raza de color de Colombia, no carecen de inteligencia, pues he
visto en varios lugares acuarelas, mapas pequeños y juguetes ingeniosos,
lo cual prueba que el terreno es fértil y que lo único que se requiere es
quitar las zarzas y abrojos para lograr una buena cosecha. El gobierno
con mucha prudencia ha destinado la propiedad de los conventos menores
a la educación pública, y todas las instituciones monásticas regulares que
no tuvieren ocho miembros de la orden, residentes en los conventos, fue-
ran abolidas y la propiedad si proveyera de bienes muebles o de rentas
fijas, se aplicara a la dotación y apoyo de colegios y escuelas de las di-
ferentes provincias. Las primeras se necesitaban con urgencia; los hijos
de los caballeros residentes en las provincias del Chocó o Cauca, se velan
obligados a atravesar la cordillera de los Andes y viajar a gran distan-
cia para recibir educación en los dos colegios de Bogotá. Los obispos y
vicarios fueron exhortados por el gobierno ejecutivo para que ayudaran
a la formación de nuevas escuelas y el celo y la caridad con que muchos
dP los prelados obedecieron estas órdenes, redundó mucho en su crédito.

El Congreso ha atendido también a la educación de las niñas y se


han fundado escuelas en diferentes conventos de monjas. No puedo apro-
bar este sistema, pues las monjas de Sur América son por lo general
muy ignorantes, exceptuando las artes de bordados para los santos e
iglesias, la elaboración de flores artificiales y la confección de dulces.
Debido a la gran influencia que ejerce la mujer en nuestra sociedad, todo
cuanto se haga por su educación, es poco. Para lograr este último objetivo,
debieran fundarse escuelas para mujeres en las grandes ciudades de la
república y las maestras y sus ayudantes deben pagarse de las rentas
procedentes de los bienes confiscados a los eclesiásticos, por parte del
gobierno.

Los articulos de exportación de Colombia constan de cacao, café, azú-


car, tabaco, algodón, cueros, maderas tintóreas, zarzaparrilla, quina, bálsa-

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mos, añil, pieles, etc. La prolongada y desoladora guerra última, disminuyó
considerablemente el comercio de exportación de algunas de las provin-
cias, especialmente la de Venezuela, donde muchas de las mejores hacien-
das han quedado arruinadas por falta de cultivo; los esclavos aprovechán-
dose del estado confuso del país, huyeron de sus amos y los pocos res-
tantes se vieron obligados a tomar armas en favor de los patriotas o
de los españoles. Durante una guerra civil es casi imposible a los pro-
pietarios mantener una causa neutral. Ellos se consideran como amigos
o enemigos de los partidos contendores y sus fincas sufren cuando la
provincia es el teatro de la guerra y sus amigos con frecuencia causan
más mal que los enemigos.

El Congreso y el gobierno de Colombia debieran de tratar por todos


los medios posibles de inducir a los extranjeros a que se establezcan en
el país y aumentar la población. Pues el elemento de trabajo que más
debe tenerse en cuenta es el que aporte verdadera riqueza para la nación,
ya que hay enormes distritos sin cultivar y casi deshabitados, los cuales
producen muy pequeña renta al gobierno. Ningún país necesita tanto de
paz prolongada como Colombia. En realidad esta ha hecho esfuerzos no-
bles y extraordinarios para afirmar su independencia, pero al hacerlo, se
ha visto obligada a agotarse y únicamente la paz puede proporcionarle
a su pueblo el restablecimiento de sus finanzas. Al sentirme bien inten-
cionado hacia Colombia, me agradará mucho cuando llegue el día en que
In espada vuelva a su vaina.

La gente en general tiene la cabeza despejada y rápida percepción


y bajo un gobierno del todo justo, llegarán a convertirse en ciudadanos
útiles.

El Congreso general de Colombia ha decretado algunas leyes buenas


para el comercio y los impuestos de aduana para algunos artículos ex-
tranjeros se consideran bastante bajos, pero queda mucho por hacer
todavía en los diferentes puertos marítimos para librarse de la corrup-
ción, demora y molestias que sufren todavía los comerciantes extran-

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jeros en las aduanas. Según el último tratado comercial celebrado entre
la Gran Bretaña y Colombia, el comercio de ambos países debe colo-
carse sobre la base de reciprocidad. Las importaciones que se hacen a
Colombia procedentes de Europa son muchas y de diversas clases; las
principales son artículos de lana y algodón procedentes de Manchester y
Glasgow, sedas y vinos franceses, lana en rama, lencería de Alemania,
toda clase de loza y muchos de los artículos vienen bajo la denominación
de mercancías de lujo y suntuarios.

Las fábricas de Colombia son pocas en la actualidad y la mayor


parte de ellas se hallan en Quito y en el sur de la república: consisten
estas en carpetas, algodón en rama, telas de algodón burdas y ruanas
(1) a listas, etc. Su excelencia el vicepresidente tuvo la fineza de enviarme
un gorro de dormir y un par de guantes fabricados en Quito que eran
de tejido muy suave y fino. Los naturales de Quito, cuya mayor parte
son indios, se consideran muy industriosos e ingeniosos. Me causó gran
sorpresa ver en Bogotá una alfombra gruesa magnífica de bellos colores
fabricada en Pasto; pero el transporte de una alfombra desde Quito hasta
Bogotá cuesta muchos cientos de pesos y por lo tanto, solo las personas
acaudaladas pueden hacerlo. Las ruanas más finas de algodón se fabrican
en la provincia de Pasto, pero esta ha sufrido mucho en su población a
causa de la resistencia tenaz de sus habitantes contra la causa de la in-
dependencia, por Jo tanto pocas ruanas se fabrican ahora allá.

En el mes de agosto el señor Elbers invitó al vicepresidente y a to-


dos sus amigos a un almuerzo en la quinta del presidente Bolívar, la
cual está situada a una milla de Bogotá en una pendiente suave al pie
de las montañas, en la parte posterior de la ciudad y desde donde se di-
visa una espléndida vista de la capital, de la extensa sabana, las grandes
lagunas y montañas que constituyen la grandeza del panorama en sus

(1) Una ruana ea una tela de paño cuadrada ¡rande, con un orificio en el centro
por el cual se introduce la cabeza; cubre loa brazoa y tu piernas cuando ae eatá cómoda-
mente a caballo.

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cercanias. El jardln está cultivado con mucho gusto, Jo mismo que algu-
nos arbustos en pequeña escala. Cerca de la casa hay un mirador desde
cuya cumbre el panorama que se divisa es extraordinario. En la parte
baja de este edificio hay un baño cómodo y frío. En este abrigado retiro
el gun Bolivar solia regocijarse, rodeado de sus amigos lntimos y a me-
nudo declaró que él prefería esta "maison de plaisance" a su hermoso
palacio. Esta linda quinta se la obsequiaron por sus servicios y fue muy
raro que la aceptase. El presidente daba a menudo aqul pequeños bailes
a algunas bellezas de Bogotá.

El almuerzo del señor Elbers fue soberbio y los corchos del cham-
pagne volaban en todas direcciones, transformando a los invitados en
gente bastante alegre y bulliciosa. Oí decir después que el champagne
que se habla consumido por los invitados, habla costado la suma de 300
dólares, probablemente con la ayuda de los sirvientes. El baile comenzó
a las siete de la noche y se mantuvo animado hasta muy avanzada la
noche; todo mundo regresó a su hogar altamente complacido por la di-
versión del dla, que en verdad fue una de las más agradables a donde
yo asistí en Colombia. El señor Elbers es un gran amigo de algunos de
los miembros del gobierno ejecutivo y ha tenido la fortuna de conseguir
algunos contratos ventajosos por parte de éste; entre otros, tal como lo
indiqué antes, el privilegio exclusivo de la navegación por el ría Magda-
lena con buques de vapor po1· el término de veinte años. Este caballero
desde entonces se casó con una dama colombiana de buena familia. En
el almuerzo un sirviente alemán del señor Cadiz fue herido en el pecho
por el capitán Clementi, sobrino de Bolivar, quien me refirió después que
el hombre habla sido insolente. Por fortuna el sirviente saltó hacia un
lado cuando le fue lanzado el puñal o si no con toda posibilidad le hubie-
ra rtravesado el cuerpo. En honor de la verdad debo decir que el capi-
tán Clt.>menti, era de carácter muy apacible; pero el bullicioso jugo
de la uva, y en especial el de las viñas de champagne es un mal promotor
de disgustos y con frecuencia cambia a un hombre de buen carácter en
uno peleador.

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Entre las diversiones de Bogotá, en especial las del domingo por la
tarde, están las riñas de gallos en las galleras, lo cual es un espec-
táculo muy elegante para todas las clases sociales y se hacen grandes
apuestas a los gallos. Un caballero inglés se sorprendió al visitar a un
señor y ver que tenía una o dos docenas de gallos de riña ingleses en el
patio de su casa, todos estaban amarrados de una pata por un cordel:
les daban agua limpia y con frecuencia los alimentaban a ciertas horas
del día con maíz. Todavía persisten las costumbres ridículas españolas en
Colombia de ofrecer al visitante cualquier cosa que admire en la casa;
ya que los colombianos han asumido un nuevo carácter, deben abandonar
estos cumplidos vacíos de sentido y ofrecer únicamente lo que ellos ten-
gan intención de regalar. El señor Cade y yo nos divertimos mucho una
mañana al recibir una tarjeta impresa del Subsecretario de Relaciones
Exteriores con la siguinte leyenda: "La señora de ............. tiene el
honor de ofrecer a la disposición de usted una niña que ha dado a luz".
Yo tengo media docena de hijos en Inglaterra y decliné el atento ofreci-
miento de recibir un nuevo bebé.

El día 13 de septiembre había hecho todos los arreglos para un


largo y monótono viaje, con el fin de visitar algunas provincias situadas
al sur del Estado de Colombia, para convencerme por observación per-
sonal de la situación de esta parte del país. Había oído decir que el Va-
lle del Cauca, que está casi todo rodeado por diferentes ramales de la
cordillera de los Andes, y que limita con el Pacífico, era el más bello del
territorio colombiano. El grupo de viajeros estaba formado por el señor
Cade, mi secretario, el cocinero Edle y dos sirvientes uno inglés y el otro
alemán, que habían estado ambos durante tres o cuatro años al servicio
de suboficiales y hablaban bien el español. El inglés era particularmente
activo y estaba muy familiarizado con el temperamento de los nativos y
muchas veces en nuestros viajes demostró ser de gran utilidad. Yo tenía
tres mulas propias y varias para transportar nuestro equipaje. Nos vimos
obligados a preparar provisiones de galletas, carne de vaca salada cortada
en tajadas finas, chocolte, etc., para un mes. Me dijeron que podía com-

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prar pollos y huevos hasta que llegásemos a seis o siete días del páramo
de Guanaco (un pico de Jos Andes), que Jos viajeros deben cruzar para
su viaje a Popayán. El honorable Pedro Gual tuvo la bondad de darme
una carta circular de recomendación para todos los magistrados de las
ciudades y aldeas que tuviera que recorrer, para que me ayudaran en
Jo que hubiere menester; después supe que los gobernadores de las pro-
vincias habían recibido cartas del gobierno, encareciéndoles que me pres-
taran toda clase de atenciones en la medida de sus fuerzas, las cuales
recibí en todas las circunstancias.

El 14 de septiembre a las tres de la tarde salimos de Bogotá acom-


pañados de algunos amigos durante corta distancia y el señor Pepe Pa-
rís fue hasta la aldea de Bojacá, antigua residencia de un cacique indio.
Aquí pasamos la noche colocando nuestras camas sobre mesas grandes
para evitar hasta donde fuera posible el ser atormentados por las pulgas
y otros bichos. Por un error la cama del coronel Narváez, quien debía dor-
mir esa noche en Cuatro Esquinas, a una legua de distancia, la trajeron
a nuestra casa y de ella tomó posesión mi amigo Pepe París que se había
retirado temprano a dormir. El coronel Narváez al descubrir la equivoca-
ción, envió un sirviente y una mula a llevarle la cama por la noche. Walter
(nuestro alemán), al encontrar que la cama estaba ocupada por el señor
Pepe París, le dio el recado que acababa de recibir, el cual entre dormido
y despierto y al oír algo acerca de la cama del coronel, sacó en conclu-
sión que su interlocutor era el coronel Narváez que venía a reclamar su
propiedad y tartamudeando algo en francés al sorprendido Walter, le
dijo: "Je vous demande millc pardons, monsieur. Je ne savais pas que
c'etait votre lit". El señor Cade y yo que nos hallábamos sentados en el
cuarto no pudimos evitar la risa ante esta escena ridícula entre Pepe
París y el antiguo húsar alemán.

Salimos de la aldea de Bojacá temprano por la mañana y dirigimos


rumbo hacia S.S.O. La región durante algunas millas se halla dividida
en pequeños valles cerrados por colinas sin árboles. Todos los valles son
potreros y están llenos de caballos y ganado. Almorzamos en una posada

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bastante buena, llamada Boca de Monte. Tan pronto como el viajero
abandona esta plaza, se empieza el descenso de la sabana de Bogotá por
una carretera rocallosa y abrupta hacia la región cálida. Aquí los bordes
de la selva adornan las montañas y después de bajar dos o tres horas
nos vimos obligados a seguir a pie en alguna parte, de nuevo oí el grito
de nuestros viejos amigos los micos colorados, ví los nidos colgantes de
las oropéndolas y los pájaros tropicales y mariposas volando a nuestro
alrededor. La perspectiva al descender de la meseta era verdaderamente
sublime. Los picos de la cordillera de montañas hacia el este, que forman
parte de la sabana de Bogotá en dirección hacia el Salto de Tequendama,
estaban ocultos entre las nubes. En lontananza divisamos unos cuantos
ranchos dispersos y en medio de ellos aparecía La :Mesa (1), pequeña
ciudad; en el fondo, entre la distancia intermedia, había grandes trayec-
tos de selva incendiada y humeante, la cual se había quemado con el fin
de limpiar el terreno para el cultivo. A nuestros pies se proyectaban aquí
y acullá los rasgos irregulares de la campiña, blanqueados por enormes
cascadas. Era de todas maneras un panorama digno del pincel de Salva-
dor Rosa. Al pasar por una selva sombría nuestro guía nos enseñó a la
izquierda de la carretera una enorme cueva donde habitaba un célebre
ermitaño que la había ocupado durante algunos años; se nos informó que
este virtuoso varón tenía la fama de hacer curaciones maravillosas a Jos
enfermos; y como tenía pocas necesidades vivía de frutas, raíces y agua,
jamás recibió ninguna remuneración por sus servicios.

Llegamos a La Mesa a las cuatro de la tarde. Me sentía enormemen-


te fatigado al haberme enfermado de disentería al abandonar la capital
y la distancia de la aldea de Bojacá a La Mesa es de unas ocho leguas
españolas (32 millas) . Los viajeros se sienten muy deprimidos durante
dos o tres días después de la salida de Bogotá a causa del cambio repen-
tino que experimentan en un clima cálido viniendo del clima tan frío de
la altiplanicie. Pasamos por la bonita aldea de Tenjo en nuestra ruta a

(1) La Meaa, Je llama ael a cauea de catar eítuadn 10brc una pequeña m08eta plana,

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La'Mesa, donde el general Briceño Méndez, a la sazón ministro de guerra
y su hermano coronel de húsares del cuerpo de guardia, tenlan una casa
de campo y extensas propiedades en las cercanias. Los fuegos que divisa-
mos en las selvas procedían de su finca que había sido rozada para el
cultivo del maíz. Las cosechas durante algunos años son excelentes, des-
pués de haber sido rozadas por el fuego. Las raíces de los árboles corpu-
lentos se van quitando gradualmente, aun cuando se dejan algunas y en
el e~pacio despejado por éstas, el terreno produce plátano, café y maíz
en abundancia. En nuestro camino encontramos gran cantidad de mulas
cargadas de frutas y lejOtumbres del clima tropical, con dirección al mer-
cado de la capital; supe que los indios y las clases bajas que vivían a
cinco o seis días de distancia de Bogotá, llevaban sus productos de las
pequeñas fincas allá. Al llegar a La Mesa por la tarde el termómetro
estaba a soo con una diferencia de 12° entre este lugar y la aldea de
Boj acá.

A nuestra llegada encontramos a su excelencia el vicepresidente que


habia ido a pasar unos ellas a la casa de campo del ministro de guerra,
y pasó la noche del día anterior en la casa del coronel Olaya de In mili-
cia de La Mesa, donde yo debía pasar la noche. El coronel Wilthew, un
joven inglés, ayudante de campo del vicepresidente, le pidió permiso a su
excelencia para acompañarnos hasta la ciudad de Tocaima, a lo cual con-
sintió amablemente. El coronel Olaya nos proporcionó buena alimentación
pet·o yo me sentia tan enfermo y tenía tanta sed, que no pude hacerle
los honores a la comida, lo cual pareció preocupar mucho al coronel que
era hombre muy hospitalario. El me refirió que cuando los españoles ocu-
paron por última vez a su patria, se había visto obligado a permanecer
oculto durantt tres años en las montañas adyacentes, cambiando con fre-
cuencia su escondrijo, pues los españoles enviaban a menudo tropas lige-
ras para explorar las montañas en busca de fugitivos y se habla visto
con frecuencia casi muerto de hambre. Su hijo mayor, apuesto joven de
unos veintiún años de edad, fue hecho prisionero y fusilado en la plaza
de La Mesa a pocas cuadras de su casa; las plantaciones de cacao, caña

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de azúcar y café de sus fincas, quedaron todas destruidas. El coronel
terminó su conversación diciendo: "No siento todos estos sacrificios, ya
que los colombianos hemos logrado al fin libertarnos del maldito yugo de
Jos españoles". El coronel tenía entonces una finca para la venta en las
orillas del río Bogotá por la cual pedía veinte mil dólares, incluyendo
todos los esclavos.

El mercado de esta plaza es bastante considerable pues la gente viene


de Tocaima, la Purificación y hasta de Neiva, capital de la provincia, dis-
tante a diez días de jornada. La gente de la provincia de Neiva cambia sus
pcoductos, tales como oro en polvo, pescado seco del Magdalena, frutas de
todas clases, pieles de tigre y otros cueros por el trigo que se cultiva en la
Sabana de Bogotá. En este cantón me dijo el coronel, que podía reunir 2.000
hombres de milicia todos provistos con armas de fuego y lanzas.

Nos despedimos de nuestro amable anfih·ión el jueves por la mañana,


113 de septiembre y al cabo de tres horas llegamos a la pequeña aldea de
Anapoima, donde fuimos a la casa del párroco¡ pues el coronel Wilthew lo
conocía un poco. Este buen sacerdote nos recibió de la manera más amable
e inmediatamente nos hizo prepara!' un magnífico almuerzo. A todos nos
llamó la atención la hermosura de una niñita de unos 8 o 9 años de edad,
hija del ama de llaves que también era una morena hermosa. El sacerdote
era extraordinariamente alegre y de buen humor y no se ofendió cuando
bromeando le hicimos ver la gran semejanza que había entre la niñita y él¡
que a propósito era para hacerle un cumplido, aun cuando él era bien
parecido, de grandes ojos azules, cosa que es muy rara en estas provincias.
Su carácter amable le había hecho ganar el respeto y la estima de la parro-
quia y de los vecinos. El era natural de los llanos de Apure, y por haber
d(;splegado en todas las ocasiones gran celo por la causa de la independencia,
el gobierno le había dado el beneficio eclesiástico de Anapoima. El resto do
n¡;estra jornada durante el día se hizo a través de una región montañosa y
muy quebrada¡ la mayor parte de esta estaba llena de bosques. El oído se
despeja considerab1emente al acercarse a la pequeña oiudad de Tocaima.

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Por la carretera encontramos a varias familias de regreso a Bogotá, que
habían ido a Tocaima a bañarse en las aguas minerales para mejorar la
salud.

A legua y media antes de llegar a Tocaima nos encontramos a orillas


del río Bogotá en un paraje deliciosamente fresco, comparado con el terrible
calor de la carretera, y en él se había construido un rancho indígena cubierto
de hojas de palma y de otros bejucos. El lugar se veía atestado de mulas
y arrieros que iban y venían de la capital; algunos estaban ocupados bañan-
do las mulas, otros durmiendo en el suelo o en sus hamacas colgadas de los
á1 boles y los demás ocupados en tomar una comida frugal bajo la sombra
del espeso follaje de las nobles ramas. El aspecto de estos diversos grupos
de hombres con pocas mujeres entre ellos, cuando se divisaban en un alto,
a corta distancia, era muy pintoresco y el panorama hubiera constituido un
magnifico tema para ser dibujado. Aquí encontré a un soldado irlandés que
regresaba a Bogotá con el equipaje de su amo, coronel al servicio de Co-
lombia, quien era paisano de éste; el coronel debía proseguir su viaje al día
siguiente, después de haberse restablecido de la salud en Tocaima.

Llegamos a esa plaza a las cuatro de la tarde. Me encontraba tan débil


y enfermo del ataque de disentería que empecé a sentir seria preocupación
de no poder continuar el viaje. Se requiere muy buena salud para que las
personas puedan emprender un viaje a través de estas llanuras tan escasa-
mente habitadas y también por las montañas de este país donde difícilmente
se puede conseguir servicio médico y medicinas; estoy convencido que casi
la mitad de la población perece debido a la carencia de atención adecuada.
Sin embargo, me decidí a descansar un par de días en Tocaima confiado en
mejorarme y poder proseguir mi viaje.

El alcalde de Tocaima le dio hospedaje a nuestra comitiva en la casa


de un anciano párroco, quien era de carácter completamente opuesto al
amable y hospitalario sacerdote de Anapoima.

El doctor Cheyne que estaba establecido en Bogotá y era el predilecto


di! las primeras familias de esta plaza, tuvo la amabilidad de darme algunas

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medicinas con las debidas instrucciones para tomarlas, en caso de que
alguien de la comitiva se enfermase en la carretera, de fiebres intermitentes
o disentería, y debido a ello encontramos inesperadamente una pequeña
cantidad de sales Emden que tuvo la precaución de agregar a las medicinas.
El coronel Wilthew me 1·ecomendó no tomar sino una buena cantidad de
sales durante los días que fuera a permanecer en Tocaima, consejo que
seguí y me encontré perfectamente restablecido y en capacidad para conti-
nuar el viaje.

La primera noche de mi llegada el comandante de la plaza me visitó


y expresó su deseo de conseguirme cualquier cosa que hubiera en la ciudad;
entre otros tópicos de la conversación él me contó que se había descubierto
cerca de Tocaima el esqueleto de un enorme animal y al mostrarme al día
siguiente algunos de los huesos, me percaté que pertenecían a un animal
antediluviano llamado mamut; el coronel me regaló una parte de un hueso
del fémur, que me guardó hasta cuando regresara a la ciudad de Tocaíma,
y yo lo llevé después a Inglaterra.

Tocaima es un lugar de balneario y en esta ocasión estaba llena de


visitantes e inválidos procedente de Bogotá. Las aguas minerales contienen
sulfatos, hierro y azufre. Las personas enfermas de reumatismo, escorbuto
y enfermedades venéreas, muy comunes en Bogotá, vienen a bañarse aquí
en las aguas minerales y como dicen los nativos, "a transpirar las enfer-
medades". Estas enfermedades las consideran los facultativos düíciles de
curarse en Bogotá, a causa del aire enrarecido de la atmósfera, que cierra
los poros e impide la transpiración. Muchos de los bogotanos acaudalados
van cada año a temperar un par de meses a Guaduas, La Mesa o Tocaima,
simplemente para cambiar de aires y curarse de sus enfermedades por la
transpiración. La población de Tocaima se computa en unas mil almas; hay
dos iglesias pequeñas y una escuela pública recientemente establecida por
el sistema de Láncaster.

Por la mañana temprano, el coronel Wilthew y el señor Cade fueron a


b&ñarse al rio Bogotá, que dista milla y cuarto de la ciudad. Como estaba
inválido no pude darme el placer de este lujo. Toda el agua que se trae a

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Tocaima procede del río y viene en grandes petacas (o jarras), a lomo de
hunos o traída por mujeres. Hay unos pocos caimanes en esta parte del
río Bogotá, pero no tan grandes como los del Magdalena. Encontramos el
termómetro, a medio día, en la sombra, a 86°. Tocaima está situada al 4°
16" latitud norte y 74°69" longitud oeste. Las mulas que vienen de la Sabana
de Bogotá a este clima ardiente, con frecuencia sufren una enfermedad
llamada insolación, causada por el inmenso calor del viaje. Para curarlas
de esta dolencia los arrieros hacen sangrar las mulas y les echan un poco
de aguardiente en las orejas y luégo se las vendan.

El domingo 19, a las seis de la mañana salimos de Tocaima acompa-


ñados por el comandante, el coronel Wilthew y varios oficiales colombianos
que residían allí para el restablecimiento de la salud, dejando a nuestro
anciano hospedero en cama. Al pasar por la entrada de la ciudad me sor-
prendió ver gran multitud de jóvenes y al llamarle la atención al comandante
de que yo suponía que se hicieran muchos robos en el vecindario, él repuso:
";Oh, no!, la gente aquí es honrada y pacifica; que estos prisioneros eran
únicamente jóvenes voluntarios de la provincia de Neiva que iban a engan-
charse a un nuevo regimiento de Bogotá y que estos voluntarios se recluían
por la noche para evitar la huida". Esta explicación nos divirtió mucho. Al
llegar al río Bogotá lo atravesamos en una piragua y como el río estaba
muy bajo a causa de la gran sequía, las mulas con nuestro equipaje pudie-
ron vadearlo a través. Aquí me despedí del coronel Wilthew, del comandante
y de los demás oficiales y continué con nuestro guia, que iba a pie. Viajamos
bien todo el día por una extensa llanura diseminada por pequeñas colinas y
el calor era terriblemente abrasador. Por la carretera encontramos más
voluntarios con las manos atadas, de modo que sospecho que quienes sirven
en el ejército de Colombia son únicamente voluntarios de nombre. Al lado
de la carretera observamos muchas crucecitas de madera en la cabecera de
las tumbas y muchas piedras colocadas encima de la tierra para evitar que
los tigres, muy numerosos en esta provincia, devoren los cadáveres. Como
no hay capillas cerca de las casas del pueblo, se ven obligados a enterrar
a sus parientes cerca de los ranchos y fijan al lado de la carretera en el
mismo lugar el entierro, para que todos los viajeros puedan entonar una

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orac10n por la salvación de las almas. En esta región vi por primera vez
madrigueras de conejos¡ estos son del mismo color de los que tenemos en
Europa, pero no tan grandes. Al acercarnos al río Magdalena vimos una
gran cantidad de pavos silvestres, pavos reales, guacamayos, periquitos, etc.
Todavía me sentía tan débil que no sentí deseos de ir tras ellos con mi
escopeta. El plumaje de algunas de estas aves era para mí desconocido, los
colores muy hermosos, en especial el de uno del tamaño de una alondra que
tenía el pecho completamente negro, con un copete en la cabeza de color
escarlata y la cola negra. Nos detuvimos en un ranchito limpio, hecho de
guadua; los lados estaban sin paredes para permitir la fácil circulación del
aire y el techo era de hojas de plátano secas¡ la cocina de la casa se halla
siempre separada del lugar donde se vive. Aquí nos detuvimos durante tres
o cuatro horas, las más ardientes del día. Una camilla mecedora o cuna
donde dormía un infante había sido construida ingeniosamente de láminas
de bambú plegables en la forma de una barquilla unida a un balón¡ a los
extremos de la cuna y a distancias iguales estaban adheridas cuatro cuerdas
pequeñas que se reunían en un punto y estaban colgadas a la viga del
rancho, de manera que al menor contacto se mecía y bajo la protección
de un mosquitero azul y blanco, el niño dormía de la manera más cómoda.

Toda la gente de esta provincia se quejaba este año (1824) del calor
inusitado. Septiembre por lo general es uno de los meses más cálidos en
la parte baja de Nueva Granada. Las cosechas de maíz, plátano, cacao, etc.,
se han perjudicado mucho debido a las lluvias habituales que caen durante
los meses de febrero, marzo y abril y las continuas sequías considerables
han destruido casi todas las cosechas. Al regresar por esta región, en enero,
encontré a casi todos los habitantes muriéndose de hambre y estaban obliga-
dos a conseguir provisiones a costo elevado en las aldeas de la Sabana de
Bogotá y de otras provincias distantes. Cerca de esta carretera vi por pri-
mera vez algunas conchas del interior muy grandes, que he oído decir, tienen
gran valor entre los conquiliólogos y también algunos arbustos enanos
cargados de flores brillantes de color escarlata.

A las seis de la tarde llegamos a orillas del río Magdalena, al paso


de Flandes (lugar de transporte a través del río), y encontramos la casa

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BANCO OE (A RtPUSUCA
BIBLIOTECA lUIS·ANGEL ARAtiCC
CATALOGAC.v.~
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llena de arrieros que iban hacia La Mesa; las mulas estaban cargadas de
cacao procedente de la ciudad de Neiva, capital de la provincia. Todos
estábamos muy cansados y auncuando nuestra posada no era muy buena,
pasamos allí la noche; pero la conducta de estos individuos fumando y
escupiendo y el olor de ajo y otras substancias malolientes, casi nos hacen
salir de la casa para refugiarnos en una casita de afuera. El calor de este
Jugar nos obligó a mantener la puerta abierta durante la noche. No nos
dijeron que ésta se empleaba como granero para depositar el maíz del
hacendado. Sin emba1·go una rama de esta familia, los cerdos, conocía
perfectamente bien esta circunstancia y nos atormentó toda la noche con
sus esfuerzos inveterados para robarnos el maíz. En Jos climas cálidos
los cerdos se alimentan durante la noche y en el día duermen y se revuel-
can en el fango. Este agricultor debía ser un hombre bastante acomodado,
a juzgar por el número de cerdos que él mantenía engordando con plá-
tanos en grandes zahurdas cerradas por talanqueras fuertes de guadua.
Los arrieros nos dijeron que hacía 15 días un caimán del río Magdalena
había arrebatado en las cercanías a una mujer de uno de los ranchos
vecinos.

El día 20 todos estábamos levantados a las cuatro de la mañana,


después tuvimos que hacer un trabajo muy pesado al hacer pasar nuestras
mulas y el equipaje por el río Magdalena. Esta operación nos entretuvo
casi tres horas; los arrieros no tienen en cuenta para nada el valor del
tiempo, creo con toda sinceridad que están blindados contra toda persua-
ción bondadosa que se les haga. Recomiendo a todas las personas impa-
cientes el viajar seis meses por Colombia si desean aprender a adquirir
paciencia, aun cuando tal vez les resultaría grave a algunos, pues nada
hay tan propicio para conservar la salud en un clima tropical como un
carácter suave y plácido. Las mulas atravesaron el río en grupos de cua-
tro o cinco tras de una canoa, cada una tenia un lazo al rededor de la
nuca el cual se amarraba a la cola de la siguiente. Estos inteligentes
animales eran muy partidarios de la natación y disfrutaban mucho. El
ruido de las guacharacas, loros, papagayos, periquitos, etc., junto a la
balsa, era más que suficiente para ensordecer a alguien, pues todas estas

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aves son muy ruidosas en particular al despuntar el día. Eran tan man-
sitas, por no habérseles nunca disparado, que el señor Cade casi tumba
dos o tres a las pedradas. El río Bogotá desemboca en el Magdalena dos
leguas abajo del Paso de Flandes y de ahí a Honda se llega en dos
días, donde el río se halla crecido a causa de las lluvias periódicas.

Después de haber cruzado el río con las mulas y el equipaje, lo de-


jamos a las 8 y nos detuvimos a almorzar en un ranchito de guaduas a
las 10 de la mañana. Tendimos nuestros catres a la sombra de los árboles
y salimos a las tres, habiendo mandado adelante el equipaje a la aldea
de El Espinal. La dirección que seguíamos era con rumbo al sur en una
inmensa llanura, pero el calor se hacia más benigno a causa de las brisas
agradables. En esta llanura ví pequeñas bandadas de perdices corriendo
cerca a la carretera; nos veíamos en dificultades para hacerlas levantar
el vuelo cuando íbamos tras ellas. Nuestro guía estaba ansioso de llegar
al lugar de la posada antes de obscurecer. Es muy difícil ver el camino
en esta inmensa llanura, donde no hay carreteras corrientes y sólo pe-
queños senderos que deben seguir las mulas, y como hay muchos que se
cruzan entre sí, es un verdadero rompecabezas para el individuo no cono-
cedor, saber cuál debe escoger. En estas llanuras resecas vimos muchos
hatos de ganado paciendo, parecían gordos y brillantes, a pesar de tener
el pasto la pariencia de estar seco. Encontramos por el camino muchos
naturales de las provincias de Mariquita y Neiva a caballo y a pie, las
mujeres cabalgaban en la misma forma que los hombres, su apariencia
y rostro eran mucho más atractivos y sus cuerpos mucho más desarro-
llados que los de las campesinas de la sabana de Bogotá, aun cuando
por lo general eran de tez pálida. Hay pocos negros en estas provincias
y los rasgos del pueblo son más europeos que indígenas. La ropa es ex-
tremadamente limpia y bonita; las mujeres usan un bonito manto de tela
de algodón sobre la cabeza, con el borde adornado de flores azules, un
chal blanco con cenefa de colores, enaguas de color escarlata; las medias
y los zapatos no están de moda; los hombres usan un sombrero de paja,
ruana blanca, pantalones azules y alpargates en los pies. Las mujeres
rara vez le miran a úno al pasar, lo cual mortiiicó mucho a mi joven

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secretario, pero generalmente dicen: "buenos días caballeros". Las telas
de algodón se fabrican en la provincia de Neiva.

Llegamos a la ciudad de El Espinal antes de anochecer, y como ge-


neralmente enviábamos un peón a buscamos alojamiento, a nuestra lle-
gada supimos que el alcalde nos había conseguido casa. El Espinal es
una aldea bonita y aseada, con una población de 1.600 habitantes. Reco-
rrimos la ciudad con el alcalde, el jefe de correos y otros dos o tres de
los grandes personajes; nos mostraron gran cantidad de ranchos de re-
ciente construcción. El alcalde nos hizo ver, que no perdía la esperanza
de vivir lo suficiente para ver a El Espinal transformado en una extensa
ciudad, ya que se hablan expulsado los godos (los españoles) del terri-
torio nacional. Esta ciudad fue reducida a cenizas por los españoles en
1816. El principal comercio de la plaza consiste en sombreros de paja,
tltsajo, sebo y cueros que se envían en balsas aguas abajo del Magda-
h:na. El Espinal se halla solamente a legua y media del río, en una her-
mosa llanura pero los labriegos difícilmente pescan, pues emplean todo
el tiempo en cuidar sus inmensos hatos de ganado.

El día 21 a las seis de In mañana partimos de El Espinal; por la


mañana recorrimos una bonita llanura interceptada por pequeños bosques
)' dulcificada por las suaves notas de diversos pájaros cantores. Pero
nuestro gran objetivo era atravesar los Andes antes de que se presentara
la época de lluvias, cuando las carreteras se presentan peligrosas y casi
intransitables y para realizar ésto era necesario prescindir del solaz del
campo. A las diez entramos n la pequeña aldea de El Guamo y nos hos-
pedamos en la casa del párroco, por la mejor de las razones, ya que
parecía la más cómoda de la plaza y también porque en ésta, los viajeros,
si tienen que pagar posada, e~tán seguros de obtener lo mejor de la re-
gión. El padre nos había preparado un buen almuerzo y lo encontrnmos
muy jocoso, de mucho ingenio y buen humor, tenía él unos treinta y cinco
años de edad. El arriero nuc:~tro se extravió en el camino y no llegó con
el quipaje sino hasta las doce. Inmediatamente después de nuestra llegada
n la villa, cruzamos un arroyuelo de aguas frias, y si no hubiera estado

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yo tan acalorado, hubiera tenido tentación de bañarme, pero por este
motivo, no me atravla a hacerlo. Este riachuelo se llama Luisa, sus are-
nas se lavan para extraer oro en polvo.

El resto del día lo pasamos contemplando a nuestra derecha la mag-


nífica vista de las montañas del Tolima, cuya cumbre está perpetuamente
cubierta de nieve; este es el pico más alto del ramal de los Andes que pasa
por Popayán y el Valle del Cauca hasta adentrarse en la provincia de
Antioquia. La horchata que nos ofreció el padre tenía un sabor agradable
y muy fresca; es una mezcla de melones, agua y azúcar. Los tigres ga-
llineros son numerosos en este vecindario y devoran gran cantidad de
ovejas, cabras y aves de corral. En medio de nuestra charla se oyó la
campana de alarma de la capilla; al escucharla, nos precipitamos hacia
la puerta acompañados del sacerdote, y supimos que uno de los ranchos
estaba en llamas; con gran esfuerzo logramos dominar el fuego y llevar
la alegría al corazón de los pobres aldeanos. Si este incendio hubiese
ocurrido por la noche, probablemente toda la aldea hubiera quedado con-
vertida en cenizas, pues durante esta estación de sequía del año, todo se
halla considerablemente reseco. El padre me enseñó, en su alcoba, la fi-
gura del cráneo de un monito que tenía en la mano derecha una guadaña,
la cual segaba horizontalmente al halarla por medío de un cordón. El
manifestó que esta figura representaba la muerte, y que con frecuencia
se la mostraba a las muchachas de su aldea como un recuerdo de la mis-
ma, pero, agregó, guiñando el ojo, estas muchachas piensan en algo muy
diferente.

Como no pudimos conseguir forraje para las mulas de carga, las


enviamos a la Villa de Purificación, distante del Jugar a unas seis leguas
y media españolas. Por consejo del cura, enviamos a un peón para que
viera al intendente y le llevara una carta que me había dado el inten-
dente de Bogotá, con el fin de conseguir lo necesario y otras mulas de
repuesto. Los labradores son grandes peatones en esta provincia y ca-
minan el doble de la distancia que recorre una mula cargada en veinti-
cuatro horas. Nurstro amigo el sacerdote insistió en que le acompañásemos

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a cenar, y como nuestro hospedaje era bueno, tanto el señor Cade como
yo, no nos opusimos a satisfacer los buenos deseos de nuestro anfitrión.
Nos dieron una sopa de fideos, olla podrida, tortilla y un postre líquido,
muy sabroso. Después de la comida, que fue la mejor que hicimos desde
la salida de Bogotá, hicimos una siesta de una hora y despidiéndonos de
este hospitalario sacerdote, nos encaminamos hacia Purüicación.

A las cuatro de la tarde llegamos al río Saldaña que corre en direc-


ción oriental y entramos al Magdalena a pocas leguas de este lugar. Aquí
nos vimos obligados a detenernos durante algún rato para conseguir una
piragua a fin de hacer la travesía; las mulas, como de costumbre, lo
atravesaron a nado. El Saldaña es un río bastante caudaloso y de aguas
muy claras. Los bogas nos dijeron que había buena pesca aquí y que de
vez en cuando un caimán del Magdalena hacia su aparición auncuando
nunca dejaba sus huevos aquí, debido según suponían, a la falta de arena
en las orillas. Como se acercaba la hora del crepúsculo, contratamos a
uno de los hombres de la balsa para que nos llevara a Purificación y
tuvimos la suerte de que aceptara, pues la carretera o camino de herra-
dura que atraviesa la extensa llanura en la obscuridad de la noche es
difícil. Así, pues, no llegamos al sitio de destino sino a las nueve de la
noche, terriblemente cansados; el señor Cade lo estaba tanto que inme-
diatamente se metió en el catre quitándose únicamente las botas. El peón
que habíamos enviado no había llegado aún con la carta para el inten-
dente, y mis criados me dijeron que habían durado dos horas en la calle
con las mulas del equipaje. El alcalde no quiso conseguirles hospedaje,
pues el peón no había traído la carta. Ante este predicamento, un español
que había sido sargento al servicio de Colombia, después de haber deser-
tado del ejét·cito de Morillo y retirado ahora a pensión, nos ofreció su
casa, que los criados aceptaron gustosos y aqul nos quedamos. El español
hnblaba algo de francés y me contó que había servido durante dos o tres
años a las órdenes de Napoleón y que su lema actualmente era: "cedunt
arma togae", pues ahora ejercía el oficio de sastre. Encontramos el café
cargado muy refrescante después de nuestro día de penalidades. Los sir-
vientes nos contaron que las mulas de carga estaban completamente

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agotadas y que se habían visto en apuros para hacerlas llegar a Purifi-
cación. Un gran aguacero cayó durante la noche, para regocijo de las
gentes que lo consideraban como gotas de oro, después de haber trans-
currido tres meses sin ninguno. El techo de la casa de nuestro posadero,
era tan defectuoso, que me ví obligado durante la noche a cambiar mi
catre de sitio. El español tenía unos cuarenta años y estaba casado con
una muchacha criolla muy bonita de unos catorce años, quien pasaba todo
el tiempo jugando a las cartas.

Purificación está graciosamente ubicada sobre una pequeña colina y


el río Magdalena cruza por su base; pero ahora no era aquella corriente
majestuosa que yo navegué en champanes. En esta época estaba bastante
bajo debido a la larga sequía. Encontramos a Purificación de calor in-
soportable aun después de la lluvia. A las seis de la mañana el señor
Cadc y yo nos fuimos a bañar a una parte panda del Magdalena, donde
los caimanes no pudieran acercarse sin ser vistos. Encontramos el agua
bastante limpia y en el río olvidamos completamente nuestro cansancio.
Los hombres de esta provincia se consideran como soldados excelentes;
son valientes, obedientes y enemigos decididos de los españoles y general-
mente van armados con una lanza larga. Hoy estuvimos de suerte; había
sido sacrificado un buey gordo y enviamos a nuestro hospedero acompa-
ñado por Edle para comprar parte de éste y con la ayuda de un bonito
l:>ag1·e (pez que ya había descrito), nos regalamos como concejales.

Por la mañana recibimos la visita del coronel García, a quien había-


mos conocido en Bogotá, y la del señor Márquez, miembro del Congreso
de Guayaquil. Estaban visitando a un amigo que vivía en esta aldea. El
coronel insistió en regalarme un sombrero de paja muy liviano, de alas
muy anchas para protegerme de los rayos del sol, que encontré especial-
mente cómodo en mis viajes, pues estaba usando un cascl} blanco inglés.
Algunas fogatas ardían en los bosques frente al Magdalena presentando
un gran espectáculo durante la noche, ya que las llamas se extendían a
distancia considerable.

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El alcalde me visitó por la mañana y me manifestó que el peón aca-
baba de llegar con la carta del intendente. El me presentó excusas por
hnber mantenido las mulas y el equipaje tanto tiempo en las calles y
me prometió proveerme de mulas descansadas por la mañana temprano,
que irían basta Neiva; le pagamos cuatro pesos por cada mula. En este
Jugar un caso particular atrajo mi atención: observé varias personas que
tenían manchas como los caballos en el cuerpo y en el pelo, y en la cabeza
tenían manchas blancas y negras en distintos lugares. Gozaban de buena
salud y no pude saber las causas que las originaba. Admiramos la lim-
pieza de las cercas de guadua al rededor de los jardines; estaban hechas
de estacas grandes de guadua enterradas en el suelo a ciertas distancias
y tubos de la misma amarrados con bejucos de los árbDles; tenían unos
cinco pies y medio de altura, muy durables e impedían que los cerdos y
las aves dañaran los jardines. El español nos informó que había gran
variedad de peces en esta parte del Magdalena; entre ellos se contaba
el bagre blanco no tan grande como el rayado de color obscuro, la dan-
celia, el potolo, el bocachico, el dorado y el puso renga, toda esta pesca
muy buena para la mesa.

No pudimos salir de Purificación hasta las diez; las mulas no lle-


e;aron del campo sino a las nueve y como a esta hora el calor era muy
fuerte, nos hicimos el cargo de que nos íbamos a asar durante este día,
así pues, teniendo la cabeza y el rostro tan bien protegidos con mi som-
brero de ala ancha, me sentía muy aliviado. Durante seis horas camina-
mos por unas llanuras cálidas y arenosas, sin encontrar una sola casa,
pero al fin hallamos un rancho solitario. Vimos aquí árboles cargados de
{rutas llamadas cerezas del tamaño de una ciruela pequeña de un sabor
6cido agradable y el color de una berenjena. Nos disponíamos a empren-
der un ataque deaesperado contra el árbol, pues nuestros labios estaban
resecos de sed, pero nuestro baquiano (o guia) nos trajo del rancho un
jarro lleno de cerezas y nos advirtió que éstas en gran cantidad eran
buenas cuando no estaban asoleadas, pero que si comíamos las frutas
recién cogidas, podlamos enfermarnos de disentería y nos recomendó no
comt>r muchas, consejo que seguimos con prudencia, pues es cosa muy

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grave enfermarse en estos Jugares donde se carece de atención médica
en cien o doscientas millas a la redonda. Al pasar por estas tierras vimos
grnn cantidad de palmas de dátil y si se hubieran agregado al paisaje
algunos grupos de árabes y mamelucos con sus camellos, me hubiera
imaginado encontrarme en un paraje de Egipto. Nos dimos cuenta de
la buena idea de viajar llevando nuestras hamacas en las mulas, pues al
llegar a un sitio de descanso para permanecer durante medio día, podía-
mos colgarlas dentro de los ranchos o entre dos árboles, y hacer nuestra
siesta cómodamente sin el peligro de ser atacados por reptiles venenosos.
Nos agradó mucho no recibir la visita de nuestros mortales enemigos los
mosquitos, muy escasos en la provincia de Neiva, lo cual se debe a la
aridez del país y a la escasez de bosques; en el trecho de las últimas
sesenta millas no encontramos ni ciénagas ni pantanos.

A las seis llegamos a la aldea indígena de Matayán, la primera que


encontramos desde nuestra salida de Bogotá. Las mulas con el equipaje
solamente llegaron a las ocho con gran pesar de toda la comitiva que
se vio obligada a esperar a que llegasen las cantinas. Los sirvientes se
quejaron amargamente de la calidad de las mulas y de la pésima dispo-
sición de los arrieros, pero estos pequeños inconvenientes son inevitables.
Nos hospedamos en una escuela indígena; la capilla y la parroquia aca-
baban de ser destruidos por el fuego pocos meses antes; la primera lo
fue a consecuencia de un rayo. Las aldeas indlgenas de estos lugares tie-
nen la apariencia de ser muy miserables. El maestro de escuela hizo
cuanto pudo por conseguirnos lo necesario, que era lumbre para cocinar
y huevos. El sacerdote nos envió de regalo una docena de éstos; por ellos
le pagamos seis peniques; el mismo precio de una gallina. El alcalde indio
cuando supo que íbamos a permanecer en Motayán durante la noche, se
esmeró cuanto pudo; él nos informó que ésta era también la costumbre
dr las tropas cuando iban hacia la aldea y me rogó informar de su con-
ducta ante el gobernador de Neiva. El sacerdote y varios de los indígenas
de esta aldea, tenlan bocio. En esta escuela se impartía educación a mu-
chachas y muchacos para que a¡>Tendieran a leer y algunos de los más
inteligentes a escribir.

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El día 24 las mulas con el equipaje estaban listas para continuar el
viaje a las siete de la mañana. Mediante grandes esfuerzos rara vez
logré que el equipaje estuviera listo antes de esta hora. El resto del día
lo pasamos viajando por un terreno muy abrupto y solitario y variado
de vez en cuando con selvas de palma y dátil, bastante bien regados por
riachuelos que vierten el curso de sus aguas en el gran río Magdalena,
a cuyas orillas llegamos por la tarde y lo atravesamos en canoas, mien-
tras las mulas lo pasaban a nado. Vimos otro destacamento de voluntarios
que iban con destino al N. O. y muchas cruces al lado de la carretera,
donde había gente enterrada, pero solo encontramos durante todo el día
dos ranchos indígenas. Nuestro equipaje se mantuvo bien; para arreglar
las cargas con propiedad, se requiere alguna experiencia y éstas se re-
partieron con bastante igualdad; sopló una brisa agradable que refrescó
la atmósfera. Pasamos la noche en un rancho a orillas del Magdalena y
armamos nuestros catres bajo unas palmeras cerca del río, pero nos
castigamos al haber escogido este lugar pues fuimos atormentados durante
toda la noche por el jején. Nos bañamos por la mañana temprano y al
suber que los caimanes eran pequeños y que rara vez atacaban a las
personas, nos complacimos nadando un poco por primera vez. Varias bal-
sas grandes procedentes de Neiva navegaban aguas abajo temprano, car-
gadas de cacao.

Salimos a las siete de la mañana y Jlegamos a Villa Vieja a las once


para almorzar. Nuestro equipaje no llegó sino hasta la una; dos de las
mulas siguieron un sendero errado y se perdieron durante algún tiempo;
por consiguiente decidimos pasar la noche en Villa Vieja, al observar la
aldea nos dimos cuenta de que era muy aseada y limpia y el alcalde muy
solícito, procurando satisfacer todas nuestras necesidades. El sacerdote
nos hizo una visita revestido. Manifestó que sólo hacia tres semanas que
residía en el lugar. El llegó con muy mala salud y ya estaba casi resta-
blecido a causa de los aires saludables del lugar. Observamos un pájaro
d~ color castaño atrapando moscas e insectos en la barriga de una vaca

que Pstaba echada. Esta aldea está cerca al Magdalena. Durante el día
sufrimos de un calor intenso, el termómetro a la sombra marcaba ss•.

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La <•scuela púhlira tenía la apariencia de <'Star hien manejada y los niños
!\< veíau sanos y lim¡>ios en su figura. Vimos otro grupo de cincuenta
reclutas, custodiados pot· quince homhn•s armados de lanzas.

A las seis y media levamos anclas para la ciudad ele N<•iva, capital
de la provincia y durante la mañana recibimos el beneficio de una llovizna
muy refrescante para los hombres y la cabalgata. Durante las cuatro
primeras horas no se vio ni una sola casa, aun cuando ya nos aproximá-
bamos a Neiva. Por fin divisamos un ranchito a cierta distancia de la
carretera, en las orillas de un riachuelo de aguas cristalinas, donde nos
<](:tuvimos para romper el ayuno. El campo al rededor tenía la apariencia
de un color obscuro profundo, pero a poca distancia cruzamos unos valles
agradables, cubiertos de bosque y con aguas abundantes. Este aliciente
no bastó para atraer a los habitantes. Los tigres gallineros, el venado y
clros animales montaraces recorrían el lugar tranquilos. Nuestro baquiano
llevaba siempre una totuma (o vasija de madera) en la copa de su som-
brero y cuando llegaba a un arroyo la llenaba de agua y nos daba a tomar.
El parecía se1· un conocedor del agua por el aire de satisfacción con que
nos decía al llegar a ciertos lugares: "agua muy fresca".

Después del almuerzo me fui a caminar solo pot· el valle y me recosté


n lo sombra de un árbol frondcso cerca a un riachuelo, cuando ele pronto
fueron intenumpidas mis meditaciones por el crujido de algunos at·buslos
muy cerca ele mí. Al volver la cabeza obset·vé un venado muy bonito,
gordo, a una distancia no mayot· ele doce yardas, que caminaba apacible-
mente fuera clel matorral y que venía a beber en el arroyo. Al vet·me
acostado en el suelo, se detuvo y me miró y salió trotando a ocultarse
en la espesut·a; le nía pequeños cuernos afilados sin ramificaciones. Si
hubiese tenido mi escopeta, me hubiese procurado algo ele carne de venado
para la comitiva. En la llanura ele la parle l'\Uperior del valle habla mu-
chos conejos y bandada!\ de perdices.

Cuando nos faltaba una legua para llegar a Neiva, salieron a reci-
birnos el Gobernador de la Pt·ovincia, coronel Vicente Vanegas, sus ayu-

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dantes y mi amigo el doctor Borrero, y encontrarnos una buena casa l'n
la plaza y una magnífica comida preparada para nosotro~ y nuestros
sirvientes, además de buen forraje pan1 las mulas. El doctor Bol'l'ero
vino exprofeso desde su finca a encontrarnos; aquella se halla situada al
S. E. de Neiva y está distante a unos dos días de viaje. Su intención era
también la de acompañarnos por el camino durante cuatro o cinco días
desde Neiva a La Plata donde vivía anteriol'l'nente su fa!llilia. El doctor,
que acababa de graduarse de abogado, era a la sazón uno de los miembros
del Congreso por la provincia de Neiva, había sido dos veces gobernadot
ele ésta; en clesempeño de tan alto cargo, había causado satisfacción ge-
neral a todas las clases de los habitantes, y por todos sus merecimientos
era un hombre muy popular y el enemigo más acénimo de Jos españolts,
aun cuando su padre et·a natural de E~paña. El doctor era especialmente
amigo de los ingleses y me contaron, que cuando se reunió el Congreso
General en Cúcuta él abrió una casa para todos los ingleses, en pat·ticular
para los oficiales británicos al servicio de Colombia. La energía, actividad
y valor que el doctor Borrero desplegó para despertar a los habitantes
de su larga apatía, e indicarles la conducta de opresión de los españoles,
lo hicieron el hombre más abonecible de ellos, por lo cual, el gobernador
español de la provincia de Neiva ofreció una suma considerable por su
cabeza y el doctor nos mostró el sitio en la plaza donde fue quemado en
efigie por los españoles. Después fue: hecho prisionero y enviado a tra-
bajos forzados de por vida a las fortificaciones de Cartagena, que era lo
mismo que sentenciarlo a una muerte lenta, pues la mala alimentación
y esta clase de trabajos en un clima tropical, acaban pronto con la exis-
tencia del hombre más fuerte. Borrero en\ un bon-vivant, aficionado a
la botella y, como la mayor parte de sus paisanos, adicto al juego. Pero
como compañero era vivaracho y chistoso y para servir a un amigo, es-
taba dispuesto a ir a través del fu~go y del agua, suponiendo que él no
hiciera lo suf iciente por alguien con quien hubiera trabado amistad. Por
fortuna, yo me hallaba incluido en esta clase y nunca podré olvidar las
muchas atenciones que me hizo durante mis viajes y más tarde al facili-
tarme armas, monteras, animales, hermosos pájat·os, etc., de la tl'ibu de

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los indios bravos (o indios salvajes), llamados los Achaguas, que viven
Pn las montmias a diez o doce días dt' viaje de Nt•iva hacia el oriente y
no lejos de las fu entes del Meta.

Tan pronto como el doctor Borrero me vio en la carretera, me hizo


prometer la permanencia del día siguiente en Neiva, pues el gobernador
estaba deseoso de atenderme y había invitado a todas las autoridades
civiles y militares para conocerme. Esta invitación ni el señor Cade ni yo
la pudimos declinar.

Al día siguiente nos fuimos a bañar al Magdalena. Hice preguntas


especiales acerca del peligro que pudiera haber de mis viejos amigos Jos
caimanes y supe que no eran mayores de cinco a seis pies de longitud y
que nunca acometían. Al oir esto me decidí a cruzar a nado el río Grande,
y alquilamos una canoa para que nos transportara a la orilla izquierda
del río, desde la cual tenía la intención de nadar hacia la derecha y traer
mi ropa en la canoa, tan pronto como el señor Cade se hubiera bañado. Al
empezar mi tarea me sentía muy bien hasta que me encontré en la mitad
del camino, donde la coniente es tan fuerte que me arrastró aguas abajo
sin poder, con todas mis fuerzas, ganar la orilla opuesta. Empecé en-
tonces, (aun cuando demasiado tarde) a arrepentirme de mi empresa y
para agravar, me imaginaba a cada momento que un caimán pudiera
hallarse en el río por casualidad y atacarme. Tanto me afectó esta idea a
la mente que si hubiera hecho ruido con los pies en el agua hubiese mirado
hacia atrás alarmado, esperando ver las anchas quijadas del monstruo
sobre el agua. Debido a los grandes esfuerzos que hacía contra la corriente,
empecé a cansarme y miraba hacía la orilla con vehemencia; por fortuna
cuando bajaba por el río fu! a dar a una parte donde había menos corrien-
te. Aquí descansé un poco y logré Jo que llaman los boxeadores, el segundo
aliento, hice renovados esfuerzos para llegar a la orilla deseada, Jo que
logré al fin, muy fatigado, y sin deseos por lo menos de volver a atravezar
a nado el rio Magdalena, en lo cual emplee media hora. Con toda proba-
bilidad soy el primer inglés que haya cruzado nadando este hermoso rio.
Después de esperar algún rato el señor Cade me trajo la ropa en una

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canoa y me felicitó por habe1·me librado de ahogarme o haber sido devorado
por los caimanes, pues él se alarmó mucho cuando observó que era llevado
por la corriente tan lejos.

Al regresar a nuestro hospedaje, vimos que nuestros amigos nos ha-


bían preparado un excelente almuerzo y me regañaron por haber atra-
vesado el río a nado, diciendo entre sí y encogiéndose de espaldas: "Los
ingleses son gente muy extraordinaria". Después del almuerzo yo le re-
galé al doctor uno de los mejores mapas de Suramérica de Faden hecho
en secciones, retuve la parte que comprendía el territorio de Colombia
hasta cuando nos volviéramos a encontrar en Bogotá, la cual le entregué
el próximo mes de febrero. El se sintió tan complacido por este obsequio,
que conió a darme un estrecho abrazo y luego fue a mo;;trarle el mapa
al gobernador y a sus amigos.

Hoy por la mañana llegaron a Neiva noticias por expreso, proceden-


tes de Bolívar en el Perú, en las cuales se informaba que había habido un
combate serio de caballería en donde los húsares y lanceros colombianos
habían derrotado completamente a los españoles bajo el comando del ge-
neral Canterac. Esta noticia exaltó tanto al doctor, que juró emborracharse
esa noche, lo cual él hacía con bastante frecuencia, aún sin tener ningún
acontecimiento tan extraordinario que le sirviera de excusa para ello. Las
escasas tropas que estaban aquí de guarnición se pusieron a disparar en
el aire "feu de J oie" y por la tarde hubo una función de fuegos artifi-
ciales, algunos de los cohetes eran muy bonitos. A las tres de la tarde
fuimos a comer con el gobernador, coronel Vanegas. El coronel tenía una
enorme cicatriz hecha a sable en el rostro, la que adquirió cuando quedó
abandonado en el campamento como muerto después de un combate. Era
considerado como un oficial muy valiente y durante algún tiempo estuvo
en el Estado Mayor de Bolívar, y en tal situación sirvió durante varias
campañas contra los españoles. En la comida conocimos al juez político, al
sacerdote, al jefe de correos, a un coronel de color (que había venido de
Bogotá para enseñar a la gente de la provincia el ejercicio corriente de
lanza), al doctor y a todos los grandes personajes del lugar.

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La comida, como de costumbre, fue muy abundante. Un pavo de ta-
maño prodigioso adornaba la mesa, y había una inmensa botella de aguar-
diente (o licor), además de diferentes clases de vinos españoles. Tuvimos
una fiesta muy alegre y bebimos por el éxito continuo de las armas de
Bolívar en el Perú. Creo que el doctor cumplió bien su promesa, pues tuve
gran dificultad al día siguiente para hacerlo salir de Neiva. Después supe
que había estado jugando toda la noche con el gobernador, el cura de la
parroquia y dos o tres amigos más. El doctor me contó que se fumaba en
promedio cuarenta tabacos al día durante todo el año, botaba la tercera
parte de la colilla del cigarro, pues afirmaba que ya había perdido su
aroma y para complacer este vicio de fumar con exceso, tenía que gastar
trescientos dólares por año, lo cual indica cuánto tabaco debe consumir la
población de Colombia y si las fábricas de tabaco estuvieran bien adminis-
tradas, debieran producir una gran renta al gobierno.

En la casa donde estuvimos hospedados en Neiva nos molestaron


mucho los alacranes. Encontramos uno inmenso a un lado de la albarda
de una mula que casi pica a uno de nuestros sirvientes. El doctor me trajo
por la mañana una totuma (vasija de madera) que era especialmente
bonita, doce pieles de tigre y de gatos de agua; éstos tenían casi el ta-
maño de un conejo; las pieles son de un color blanco muy bonito con
rayas de color castaño y tan suaves como el satín. Una de las pieles per-
tenecía a un tigre de gran tamaño. Las totumas eran fabricadas en la
pequeña ciudad de Timaná, de donde les viene el nombre de timanas, y
están adornadas con mucho gusto, con flores de brillantes colores; estas
vasijas reciben un barniz por todas partes, que los indios de la provincia
de Timaná extraen de un árbol; el fondo sobre el cual se pintan las flores
es de color rojo obscuro. El doctor había hecho poner su nombre alrededor
de la vasija de modo muy ingenioso. Estas vasijas son las manufacturas
más hermosas que he visto en Colombia y las flores son una copia exacta
de las naturales. Se pueden usar con agua caliente sin sufrir ningún daño.
El doctor me anunció lleno de satisfacción que pensaba contraer segundas
nupcias con una esposa joven: (el doctor tenía unos cincuenta años), él

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me rogó que fuera por su casa pero como ésta se hallaba a dos dias de
jornada fuera del camino, decliné la invitación, deseoso de cruzar Jos
Andes tan pronto como fuera posible.

La provincia de Neiva a la cual se halla unida la pequeña de Timaná


hacia el S. E., cuenta con unos 70.000 habitantes. Hay grandes cantidades
de oro en polvo que se obtienen en Timaná al lavar las arenas auríferas
de los riachuelos, algo de éste me trajeron para la compra. En esta pro-
vincia se cultiva un magnífico cacao, a orillas del río Magdalena y se
envía en balsas aguas abajo. La apariencia de los campe!'inos en toda esta
provincia es muy agradable, los hombres son altos, bien formados. de ropa
muy limpia, de rostro franco y noble y cuando van armados con sus lanzas
largas a caballo, son enemigos formidables; todos ellos detestan a los es-
pañoles. Ac1uí se pue,le comprar una oveja gorda por un dóla1·, una cabra
por dos chelines y un cabrito de buen tamaño por uno.

Llegó correo de Bogotá antes de salir de Neiva. Me sentí muy desilu-


sionado al no recibir cartas de Inglaterra; no había recibido ninguna desde
el cinco de mayo. No conozco nada que cause tanto placer en un país ex-
tranjero como t·ecibir noticias de los amigos y parientes, sobre todo cuando
se halla uno separado de ellos a tan grandes distancias; ahora estábamos
casi a 1.600 millas en el interior de Suramérica.

Decididamente decliné el ruego del doctor de permanecer otro día en


Neiva y después de hacer grandes esfuerzos, logré hacerlo salir a las diez
de la mañana montado en su caballo gris y con un sirviente negro montado
en una mula que le llevaba una vieja escopeta francesa cargada por si el
doctor quisiera hacer algún disparo a los pavos silvestres o perdices que
estuviesen cerca de la carretera. En Neiva conseguimos otro repuesto de
mulas, mucho mejor que las que nos alquilaron en Purificación y el hombre
de confianza entendía bien su negocio. Era imposible evitar la risa al
mirar al doctor, que iba a caballo con su vestido de viaje de la figura más
cómica que puede imaginarse. Imagínense a un hombre de ojos negros
grandes saltones enrojecidos, con una expresión desorbitada, nariz agui-

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leña de buenas dimensiones, boca no muy pequeña, con un cigano cons-
tantemente en ella, patillas largas y negras, mentón proyectado, cara larga
y ahí tiene usted la apariencia del doctcr. El estar sentado toda la noche
bebiendo y jugando no había mejot·ado en nada su fisonomía; en este
momento pudiera muy bien representar "el Caballero de la triste figura".
Usaba un enorme sombrero de paja con la escarapela colombiana, chaqueta
azul corta con rayas blancas, pantalones de color azul claro, botas de
montar con enormes espuelas; una espada larga francesa de dragones, con
empuñadura de bronce, sujeta a una correa de cuero, se balanceaba de
un lado a otro del caballo, un par de pistolas que asomaban de sus car-
tucheras, un cebador que colgaba de sus espaldas y ocasionalmente la
escopeta francesa que estaba colocada delante de él en la cabeza de la
silla. No debo omitir entre los atavíos del doctor una tercera pistola de
llolsillo de las que se cargan pot· la boca. El caballo gris verdaderamente
<:ra un buen animal, pero tan flaco como rocinante. El sirviente de color
del doctor, Candela, era una figura tan extraña como la de su amo e iba
siempre al pie de él ya sea para encenderle el tabaco o entregarle la es-
copeta.

Aun cuando yo no me encontraba muy bien, trotábamos alegremente


charlando con el doctor que siempre estaba muy animado y deseoso de
darme cualquier información con respecto a esta parte de Colombia hasta
que llegamos a un rancho solitario distante a tres leguas de Neiva a ori-
llas de río Frío. Nuestro amigo nos propuso que tomásemos nuestro al-
muerzo aquí e hiciéramos una siesta luégo, que él estaba muy deseoso de
hacer después de haber pasado la noche anterior jugando; y sospecho que
estuvo ganando, pues observé que los bolsillos de los pantalones y del cha-
leco estaban atestados de doblones y dólares que él tenia gran placer en
hacer resonat· para oir su sonido musical. En esta casa encontramos al
sacerdote de una aldea llamada Campo Alegre, quien iba a Neiva a escribir
sus cartas para luego ser enviadas esa noche a Bogotá. Pude observar que
el cura tenía unos treinta años, era muy inteligente y comunicativo. Me
informó que las fuentes del Magdalena naclan en el páramo de las Papas
a ocho días de jomada de una pequeña ciudad llamada Timaná. Me prc-

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guntó si al pasar por Purificación había probado un pescadito muy sa-
broso llamado ringa que se coge en el río Chiqui, cerca de esa ciudad y no
se encuentra en ningunas otras aguas de Colombia. Me t•efirió que en ese
mismo río había pequeñas tortugas cuyas conchas contenían pequeñas
perlas aun cuando no de buenos orientes.

En este mismo lugar divisamos una hermosa vista de las montañas


del Huila cuyos picos se hallan perpetuamente cubiertos de nieve; estas
montañas se hallan a seis días de viaje no muy lejos del Valle del Cauca
hacia el oeste. El sacerdote dijo que la posición de esta aldea era bastante
agradable, de donde le venía su nombre de Campo Alegre; había un ria-
chuelo de aguas transparentes que la circundaban bien provisto de peces,
P<'rO se lamentaba de la ociosidad de sus feligreses, quienes al tener éxito
en la pesca, se quedaban dos o tres días seguidos tendidos en sus hamacas
meciéndose de lado a lado en el cuarto y que nada sino únicamente el
hambre podía sacarlos de esa apatía e inactividad. Los jaguares (o tigres)
afirmó que eran muy destructores entre el ganado de esta región del país
donde él vivía, bajaban de noche y se llevaban las mulas y el ganado cor-
núpeta. Una pareja de tigres, hembra y macho, éste de gran tamaño, los
habían cogido en una trampa en su parroquia hace unas tres semanas des-
pués de haber ocasionado muchos daños. La trampa para los tigres se arma
de la siguiente manera: en una porción de terreno, retirado del lugar se
cerca con fuertes estacas, algunas veces a tres pies de profundidad y de
considerable altura para evitar que los tigres se salgan, dejando una
entrada de acceso para éstos; encima de esta abertura se halla suspendida
una gran plancha de madera que se comunica con otra que hay en el piso,
la cual cae y cierra la entrada tan pronto como el tigre penetra. En el
centro se amarra un cordero o marranito como carnaza y los aldeanos
vigilan por turnos en un árbol dut·ante la noche en las cercanías del lugar
para dar la alarma al capturar a su enemigo; después lo rematan con
armas de fuego y lanzas. Una trampa semejante a ésta se armó para un
enorme tigre macho, que durante los últimos dos meses había matado
cincuenta cabezas de ganado; pero la bestia era extraordinariamente as-
tuta y había evitado la celada preparada para su captura.

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En ciertas ocasiones los agricultores y campesinos se arman de lanzas
y acompañados de sus perros se reúnen para cazar a los jaguares. Tan
pronto como éste se siente acorralado por los perros se agazapa para la
pelea y cuando atrapa algún perro con sus garras el pobre animal gene-
ralmente muere. Los lanceros se mueven hacia adelante y toman posicio-
nes frente al tigre, colocan las lanzas en forma tal que puedan recibirlo
cuando da el salto, manteniendo los ojos firmes en los del animal y cuando
se dan cuenta de que está muy cansado de luchar con los perros, lo enfu-
recen para inducirlo a que de el salto contra ellos, lo cual efectúa en linea
semicircular, como los gatos, rugiendo espantosamente al mismo tiempo;
el lancero mantiene el cuerpo algo doblado y sujetando la lanza con ambas
manos, una descansa sobre el suelo, y por su destreza y rapidez lucha
generalmente por recibir el tigre en la punta de la lanza; entonces los
otros cazadores se precipitan y pronto lo rematan con las lanzas. Si por
desgracia cae el cazador al recibir el tigre en la punta de la lanza, su
condición es desesperada y con toda probabilidad perece víctima de la fiera
enfurecida antes de poder recibir auxilios. Esto ocune con rareza, pero
en tal caso, el único recurso que le queda es su machete (o peinilla) con
el cual trata de acuchillar al tigre por el vientre.

El coronel Banio Nuevo, de la artillería, me contó una anécdota rela-


cionada con una cacería de tigres. Cuando él vivia en su finca a orillas
del Magdalena, no lejos de Mal'iquita, un día el tigre le saltó encima, y
únicamente alcanzó a herirlo con la lanza; el animal se le acercó derri-
bándolo de un zarpazo; el hombre y la fiera sostuvieron una lucha terri-
blt, pero aquél desenfundó su machete causándole grandes heridas al ani-
mal en el vienti·e, el cual cayó muerto al fin a su lado. El cazador había
recibido muchas heridas de las ganas y colmillos del tigre, pero se restable-
ció y todavía era muy aficionado a la cacería de este animal.

Un señor médico de Popayán me refirió que lo habían llamado para


que examinara una heridu grave que a un lado de la cabeza tenía un
hombre y que había sido ocasionada pur un tigre que le había dado un
manotón con In gurru t•n la on>ja mientras aquel estaba aco:;lado dur-

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micndo. La mit·td de la ot·eja izquierda había sido desga¡ rada. El aniero
u quien esto le ocurró, al verse atacado <.n tal fotmu, saltó y llamó afa-
nosamente a sus compañeros pa1 a que le prestaran ayuda¡ entonces el
tigre alarmado huyó hacia la maleza. Esto demuestra que el tigre man-
chado americano ataca también a las personas sin provocación, aun cuando
no son tan bravos o feroces como el tigre rayado de bengala.

El sacerdote se quejó del actual gobierno y observó que había descu-


bierto en cuanto a él se refiere, el proverbio italiano que dice: "Chi serve
il comune, serve nessuno". Sostuve con el sacerdote un pequeño argumento
teológico, pues se mostt aba muy severo en su vituperio contra Enrique
Octavo, a quien él calificaba de ser un soberano lascivo, dogmático y dés-
pota, sin religión y exactamente tan cruel en su modo de ser como Felipe
Segundo Rey de España. Nuestro amigo el doctor se rió mucho de nuestra
conversación y me t·ecordó que debíamos montar en las mulas ya que
teníamos que recorrer alguna distancia antes de anochecer. Nos despedi-
mos del sacerdote, quien pareció muy complacido cuando le dije que espe-
raba tener el placer de verlo a mi mesa en Bogotá.

A las siete de la noche llegamos a un ranchito solitario en la juris-


dicción de El Lobo. Durante las últimas dieciséis millas, recorrimos una
inmensa llanura sin encontrar gota de agua. No pasamos una noche muy
agradable aquí¡ nuestros tres catres se tendieron en un pequeño hueco de
la habitación, que hallamos excesivamente caliente y como música el doctor
nos obsequió con un ronquido ruidoso y constante durante toda la noche,
que nos impidió al señor Cade y a mi pegar los ojos.

Salimos de El Lobo al miércoles, a las seis y media de la mañana y


llegamos a El Ancón a las 11, casa de campo perteneciente al señor Fer-
nández Méndez, pariente del doctor Bonero. El Ancón estaba graciosa-
mente situado sobre una suave loma, a un cuat"to de milla del río Magda-
lena, en medio de enormes pastales adornados de árboles centenarios. El
propietario de esta finca tenía ochenta años de edad pero era un anciano
de muy buen aspecto. Estaba casado en segundas nupcias con una hermosa

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mujet· de treinta y seis años, tenía cinco hijos, el más joven de catorce
meses. Supimos aquí que debido a los buenos oficios de nuestro amigo el
doctor, se había matado un ternero gordo para nosotros y los anfitriones
nos dieron la bienvenida de la manera más cordial y nos rogaron que
permaneciéramos en El Ancón durante tres o cuatro días para descansar,
antes de proseguir nuestro viaje por los Andes. Esta casa de campo era la
más espaciosa y de todos modos la mejor que habíamos visto desde nuestra
partida de Bogotá. Después de la comida, el doctor propuso que saliéramos
a cazar por los bosques de la finca que están llenos de jabalíes montaraces
y venados. El doctor y yo cogimos nuestras escopetas, mientras que el
señor Cade, un hermano de la señora de la casa y un esclavo negro nos
acompañaron a dar una batida a la caza. Caminamos mlly despacio hacia
el río, pues el hermano de la señora pensó que podríamos encontrar algu-
nos jabalíes monteces revolcándose en el fango a orillas del río. Se vio
que en efecto así era pero ellos nos husmearon antes de descubrirlos y
atravesaron el rio nadando; inmediatamente nos dirigimos hacia la orilla
y les disparamos tres veces con carga de perdigón y de posta, apuntándoles
a la cabeza; uno quedó herido pero logró cruzar la corriente, aun cuando
no tan rápido como sus compañeros y los vimos recogerse de prisa en una
orilla pendiente e intermnse en la espesura. Estos jabalíes salvajes son
muy apreciados po1· C<JO~·derarse magnífico alimento para la mesa y no
son tan grandes ni de color obEcuro como los de Alemania. Encontramos
huellas frescas de muchos venados pero no vimos ninguno.

Al regresar a la casa por entre las grandes plantaciones de plátano,


el esclavo nos mostró una se1 piente enroscada y dormida en apariencia.
Le dije al doctor que me agradaría dispararle, lo cual hice con el cañón
izquierdo de mi escopet"', en donde tenía tiro de posta, pero únicamente
la herí en la cola. Tan pl'onto como disparé se desenroscó y miró alrededor
y nos descubrió; se vino en seguida hacia nosotros rastreando con la ca-
beza erecta a unos tres pies del suelo. F:mpczamos todos a alarmarnos pero
el doctor ordenó que nos retirásemos a unas cuantas yardas detrás de un
árbol grande mientras él le disparó dos tiros, cuya acción fue inmedia-
tanH•ntc t'jecutacla y cuando la lwrpienlt· st• hallaha di!>lanlc a unas dit•z yar-

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das el doctor y yo le disparamos y casi la dividimos en dos partes, pues
cada tiro estaba cargado con seis o siete postas. Entonces gritamos vi.c-
toria y el señor Cade y el resto de la compañia que se habían r¿tirado por
estar desarmados, se acercaron a nosotros. Al examinar a nuestro enemigo
muerto, supimos que se trataba de una serpiente equis, por tener cruces
negras como equis en todo el lomo. Esta serpiente se considera entre los
criollos como una de las más atrevidas y venenosas de Suramérica. Medía
unos seis pies y medio de longitud y era tan gruesa como el puño. Si yo
hubiera sabido que era tan atrevida y venenosa, con toda seguridad no
hubiera interrumpido su siesta. El doctor afirmó que muchas personas de
la provincia habían perdido la vida a causa de la mordedura de la equis;
él había visto algunas de tamaño mucho mayor. Vimos algunos pavos sil-
vestres pet·o eran muy ariscos. El terreno donde estaban sembrados los
cacaotales estaban muy bien irrigados, en éstos había también buena can-
tidad de cocoteros. El cacao que se cultiva en esta finca se dice que tiene
un magnífico sabot· y logra precio alto en el mercado. Los árboles se
plantan en tdángulos a buena distancia entre sí. El sombrío es absoluta-
mente necesario para el desarrollo del árbol de cacao; por consiguiente se
planta siempre con otros árboles, especialmente el plátano. El árbol de
cacao tiene muchos enemigos dentro de los gusanos, insectos, venado, micos,
loros y la enorme ara (o guacamayo) etc. Aquí se encuentra también oro
en polvo y observamos muchos lugares donde los esclavos efectuaban el
maza morreo.

El señor F. Méndez me mostró la piel de un enorme leopardo rojo,


que habían matado la semana anterior; sus penos lo hicieron subir a un
árbol en donde lograron enlazarlo y después lo remataron con sus lanzas.
Este leopardo había devorado de treinta a cuarenta ovejas en unas pocas
semanas. Cuando iba a acostarme vi un enorme escorpión enroscado y
durmiendo entre las sábanas. Inmediatamente fui corriendo a donde el
señor F. Méndez para consultal"!e el medio más fácil para atraparlo. El
logró aganarlo por la~ t<>nazas pct·o el csc01·pión !\t' <>scapó y ante nuestro
gran desconsuelo logró meterse dentro de un agujero. Difícilmente pude
dormir durante la noche imaginándome que otro de estos arácnidos pu-

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diera hacerme una visita. La dueña de la casa había sido picada por un
alacrán unas tres semanas antes; ella me contó que casi se desmaya des-
pués de la picadura y que durante veinticuatro horas después había sufl-ido
de fuertes dolores de cabeza y perdido el apetito. La parte afectada por la
picadura debe con frecuencia bañarse con agua salada y darle al paciente
medicinas para refrescarlo.

Con gran dificultad madrugamos al día siguiente; nuestro respetable


anfitrión nos prometió que regresaría a Bogotá por esta misma vía y
deseaba persuadirnos de no cruzar las montañas del Quindío por donde,
afirmó él, nos veríamos obligados a sufrir grandes penalidades y fatigas
en el viaje. Atravesamos una vez más el río Magdalena al pie de Domingo
Aries, a dos leguas y media de El Ancón. A corta distancia se halla el río
País que desemboca en el Magdalena y es casi tan largo que por eso lleva
este nombre. Almorzamos en una posada El Remolino cerca al río País,
cuya agua era muy limpia y fresca.

Nos dimos cuenta que íbamos subiendo mucho y que el clima se hacía
cada vez más frío en unos 3° o 4•. Los rasgos de la región empezaban a
presentar distinta apariencia, pues eran más montañosos y cubiertos de
bosque, lo que hacía al paisaje muy romántico. Observamos varias pirá-
mides de tierra de seis o siete pies de altura que habían sido construidas
por la enorme hormiga negra; parecía como si la tierra hubiera sido
amasada. A orillas del río se veían las ruinas de una capillita dedicada a
la Señora del Amparo; pero esta imagen había sido trasladada a la parro-
quia de El Espinal, pues el sacerdote descubrió pronto que se obtendría
una renta considerable al tener en su poder este santo personaje. Esta
Virgen fue hallada por un hombre en los bosques; se le atribuían toda
clase de milagros. El río País es muy correntoso y tiene sus fuentes en el
páramo de Sierra Dientía, cuyas montañas están habitadas por una na-
ción de indios llamada los Paites, los cuales hablan muy poco español.

Hoy el doctor, que era nuestro guía, nos llevó sobre tremendos preci-
picios, donde, si nuestras mulas hubieran fallado el paso, hubiéramos que-

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dado completamente destrozados. En algunos lugares cerraba Jos ojos,
pues me causaba desvanecimientos mirar hacia derecha e izquierda; el
doctor llamaba esta canctcra jocosamente "el camino real de los godos".
Como para disculparse por haber perdido el camino, el doctor mató un
enorme pavo silvestre. Era una vista muy graciosa observar al doctor
treparse por los arbustos para dispararle al pavo, sin embargo, su viejo
fusil francés erró el tiro como unas diez veces, el ave permanecía tranqui-
lamente encaramada en el árbol. Entre cinco y seis de la tarde llegamos a
una granja llamada Monteleón, bien situada en una lengua de tierra, con
una bonita vista hacia un extenso valle. El propietario, era un hombre respe-
table, que acababa de llegar a esta finca pocos meses atrás, de donde había
estado ausente durante ocho años huyendo de los españoles, que le habían
robado y saqueado casi todas sus cosas y se hablan llevado hasta las puer-
tas y ventanas de su casa. Su esposa parecía una mujer notable y sus dos
hijas, de menos de veinte años, eran bonitas muchachas. Nos dimos cuenta
de que el pavo silvestre relleno de arroz y alguna bebida fuerte de ponche,
pusieron al doctor de un excelente humor. Todas las mañanas al empezar. yo
le ordenaba al cocinero que le diera al doctor un vaso de ron viejo de
Jamaica para sacarle el frío del estómago.

Hoy escuchamos el silbido de los micos por primera vez, en los bosques,
pero el follaje era tan espeso que no pude ver a ninguno. Son tan sagaces
y astutos, especialmente cuando están haciendo algún saqueo en las planta-
ciones de cacao, plátano, arroz y frutas, etc. En estas ocasiones ellos tienen
sus espías o vigilantes en los árboles, listos pata dar la alarma por si se
aproxima algún enemigo; y el doctor afirmó que se les había visto castigar
a estos centinelas cuando se descuidaban en sus puestos. El dueño de casa
nos dijo que parte de estos micos bajaban a los campos de maíz donde
algunos hombres estaban tt·abajando y que les robaban la comida que ellos
ocultaban en los arbustos para su alimento. Observamos que el ganado en
estas montañas era de mayor tamaño que los criados en la llanura, lo cual
se debe a que los primeros están menos atormentados por las moscas y
otros insectos y los pastos y forrajes se obtienen cómodamente en forma
continua y sin dificultad. Hay asnos de gran tamaño que se mantienen en

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esta región para la cría de mulas; estos se hallan bien alimentados con
maíz cuando son jóvenes para que se desarrollen fuertes y de buen tamaño.
OIJset·vamos algo muy curioso: unos collares gtandes hechos de conchas
del interior, puestos al rededor de las nucas de los tet neros y ovejas, cuyo
ruido evita que sean atacados por los cóndores y buitres. Los agricultores
matan estas aves envenenando las ovejas muertas con veneno de cucana.
Dormimos en el corredor exterior de la casa Esta había sido utilizada como
cuartel de las tropas que pasaban hacia el sur durante la ausencia del dueño
y todavía estaba llena de chinche~ y rulgas. Un oficial con un grupo de
reclutas procedente de Popayán que se dirigía a Neiva, llegó por la noche con
su escolta habitual; cocinaron y durmieton durante la noche bajo un árbol
frondoso cerca de la casa; yo invité al oficial a cenar conmigo, lo cual
declinó. A pesar de haberse colocado centinela alrededor del árbol, un indio
recluta trató de escapar durante la noche.

Salimos de este lugar muy temprano. pot la mañana. Yo monté en el


caballo gris del doctor, los lomos de mis dos mulas tenían mataduras debido
a haber cabalgado ('On sillas inglesas en lt•ffar de emplear las del país; la
silla inglesa es demasiado ancha en el cruce para el espinazo de la mula y
a causa del movimiento produce matadura~. Los atriet·os lavan las mata-
duras con jabón suave y aguardiente bil'n lll('<:<'lados. Almorzamos en una
pequeña aldea indígena de Pircolc, a cuaho leguas de Monteleón. En realidad
merece este nombre miserable ya que nutslro amigo, el doctor, con toda su
influencia y actividad no pudo conseguimoli ni un pollo ni un huevo. Al
acercarnos subimos una pendiente muy inclinada de una montaña y en su
cumbre habla una pequeña llanura, desde donde se divisaba una hermosa
vista del fértil valle por donde serpentea el l'Ío País con un curso rápido y
tonentoso; a la derecha se divisaba en lontananza la aldea indígena de
Cunicería, llamada así por los españoles debido n que hubo una gran
matanza de prisioneros en este lugar, hacía un siglo, por los indios arcais.
Los españoles habían caído prisioneros en un ataque ventajoso de los indios
que hicieron en la pequeña ciudad de La Plata, que tomaron y redujeron a
cenizas. De Pircole a La Plata hay cuatro leguas y media. Atravesamos un
hermoso panorama alpino y el valle de La Plata es casi como un pequeño

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paraíso, el clima excelente y el termómetro en un promedio anual no llega
a más de 70°. El pequeño río La Plata serpentea a través del valle muy
semejante a un arroyuelo de truchas en el sur de Gales.

En nuestro camino de Pircole a La Plata pasamos por la hacienda del


hermano del doctor Borrero, bien provista de ganado. El había ido a Neiva,
tenía el cargo de jefe de correos de La Plata. En los bosques de estas
montañas algunas veces se matan vem1dos blancos lechosos; hacía unos
pocos meses le enviaron de regalo al gobernador de Popayán dos domesti-
cados. Precisamente frente a la ciudad de La Plata cruzamos a píe un
curioso puente de guadua de un arco tendido sobre el mismo río, cuyas
aguas chocan y espumean contra enormes rocas y piedras. Los costados
del puente son tan empinados que llegan a formar ángulo agudo entre sí,
y la subida y bajada es tan fuerte que se colocan pequeños pedazos de
bambú cruzados a cortos intervalos para poder sentar los pies. ?.le contaron
que el coronel Mackintosh lo atravesó a caballo a toda velocidad cuando
atacó a los españoles apostados en La Plata, en una proeza difícilmente
creíble, cuando se observa el puente. El doctor y muchos de los habitantes
me aseguraron que esto había sido cierto. A mí me dio mucho trabajo aún
cruzarlo a pie; y si el puente hubiera cedido, el coronel Mackintosh se
hubiera despedazado. Nuestras mulas pasaron el río a nado a corta distan-
cia de la ciudad.

FIN DEL VOLUl\IEN I

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BANCO DE lA R~PUBllcft
818LIOTECA LUIS·ANGEL ARANGá
CATALOGACION
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