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Sección de reseñas
Directora de esta sección: Yvette Bürki (U. Bern, Suiza)
Soledad Chávez Fajardo. Reseña de Lara, Luis Fernando 2013. Historia mínima de
la lengua española. México: El Colegio de México. Infoling 5.55 (2017) <http://
infoling.org/informacion/Review224.html>
1. Un hito glotopolítico.
Soledad Chávez Fajardo
Luis Fernando Lara presenta a Ramón Menéndez Pidal como una figura intelectual
fundamental dentro de la generación del 98 (y lo que esto, histórica e ideológicamente
implica), así como una figura clave en la fundación de un modelo historiográfico que se
ha impuesto, por su indiscutible solidez, en la forma de hacer historia de la lengua
española hasta el día de hoy. Del momento que Lara quiere cambiar este paradigma con
una propuesta historiográfica otra habrá, sin lugar a dudas, un hito glotopolítico. Vamos
por partes: este modelo de historia de la lengua española pidaliana se ha estructurado
como una historia nacional española, en donde se nos presenta, incluso, una elevación
de Castilla, más que “una historia de la lengua compartida” con Hispanoamérica, sobre
todo. Lara, por el contrario, sostiene que la historia de la lengua española, con referencia
a Hispanoamérica, se ha construido siempre como un capítulo marginal, al que solo se
le concede un capítulo en las obras generales y no integrada a la historia a partir del
siglo XVI3 . Pues la propuesta de Lara será presentar, por un lado, una historia de la
lengua española “sin el sesgo nacional característico españolista” y, por otro lado, que el
español de América se presente como materia de estudio y no como parte de la propia
historia. Su propósito, entonces, será dar cuenta de una historia que sea libre de la
tradición castellanista, heredera de Menéndez Pidal y de Lapesa (empero, “sin dejar de
valorar su magisterio”, afirma Lara).
Veamos algunos casos en la Historia mínima que reflejan esta óptica nueva y crítica:
por ejemplo, con referencia a las Glosas emilianenses insiste Lara en que “son
documentos, más bien, de una situación de los romances en la península en la época, en
que hay constantes vacilaciones, ultracorrecciones e ignorancia. Son documentos, por lo
tanto, de lo que debe haber sucedido por todas partes y en ese sentido tienen su
verdadero valor” (p. 137), más que los primeros documentos “del castellano”. O las
referencias críticas
–características del discurso de Lara– por ejemplo, respecto a esa suerte de
imperialismo en la lengua, por medio de sus entidades españolas: “El estatuto
académico de 1870 definió a las academias hispanoamericanas como meras sucursales
de la española, sin libertad para organizarse por sí mismas” (p. 452). Además, con estas
academias correspondientes entendidas como “sucursales”, no se ha apreciado un
trabajo de investigación, desarrollo y divulgación, digamos, estrictamente lingüístico
respecto a las propias variedades de español: “[las academias correspondientes] casi no
tuvieron ningún papel en el estudio [de] sus propios dialectos, ni en la elaboración de
ideas propias acerca de la lengua durante el siglo XIX y la mayor parte del XX. La
Española se fue convirtiendo cada vez más en parte del aparato político del Estado
español” (p. 452). De hecho, nuestro autor concluye su libro insistiendo en este tipo de
reflexiones, por ejemplo, respecto a qué se ha entendido como lengua ejemplar:
“España ha supuesto siempre que el español de Castilla es la lengua ejemplar. Durante
siglos los miembros de la Real Academia y de las academias hispanoamericanas han
pensando lo mismo. Esta idea es monocéntrica: sólo reconoce un centro de irradiación
y de establecimiento de los criterios de corrección, que es la Academia madrileña;
reproduce el esquema colonial de una metrópoli española y una periferia
hispanoamericana” (p. 496). Es más, Lara insiste en su postura, la cual se adscribe a la
tesis de que la lengua española es policéntrica: “Cada país forma un centro de
irradiación y de establecimientos de normas para su propia comunidad, y ninguno puede
suponer que su español sea mejor o no deba imponerse sobre los otros” (p. 499) y
multipolar: “algunos de los centros de la lengua española son más poderosos en su
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difusión del español que otros y se convierten en polos de difusión” (p. 501), aspectos
que refuerzan la tesis anteriormente referida, de la instalación de una tradición culta, la
cual, en lengua española, debería ser necesariamente policéntrica y multipolar.
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3. Norma lingüística.
Destacamos, además, el rastreo histórico que Lara hace de las políticas lingüísticas.
Tomemos el caso de posturas casticista o purista ante el uso de la lengua. La primera, el
casticismo, se fija y refuerza en pleno neoclasicismo: “es una ideología defensiva, pero
dispuesta a la creación de neologismos, necesarios para significar todas las experiencias
nuevas” (p. 400-401), junto con la segunda, el purismo: “más rígida y empobrecida
[…] refractaria a la evolución histórica y al contacto e influencia mutuas con otras
lenguas” (p. 401), herencia directa de las lecturas de Malherbe en la España del XVIII,
algo que Lara justifica con una pertinente radiografía de la época: “si se considera que
la España del siglo XVIII, sumida en la confusión entre la conservación de sus valores
tradicionales, fuertemente sometidos por la moral católica, y la necesidad de adoptar los
nuevos, que procedían de la Ilustración francesa, era un terreno fértil para que
aparecieran individuos que sublimaban su temor al pensamiento ilustrado y su odio al
dominio francés atacando la influencia de la lengua y buscando la pureza lingüística y
moral del español” (p. 403).
Estrechamente relacionada con esta dicotomía normativa y tal como nos referimos hace
unos párrafos atrás, Lara se encargará de definir qué entiende por tradición culta,
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El mismo autor, empero, argumenta las razones de por qué, muchas veces, se centra en
el caso de Nueva España: “Como no hay todavía suficiente investigación de la caída
demográfica en el resto del continente y, en cambio, en cuanto a México se dispone de
suficientes datos, se tomará lo sucedido en la Nueva España como ejemplo” (p. 255);
“Por eso y puesto que el autor de este libro es mexicano y, en consecuencia, dispone de
mayor información a propósito de este territorio, se tratará la influencia del náhuatl
sobre la expansión del español por México, para ilustrar el conjunto de fenómenos
semejantes que deben haberse producido en el resto de Hispanoamérica” (279).
Asimismo, nos respondemos nosotros, junto con el autor, sobre todo por estas falencias,
que ya no se puede elaborar una historia de la lengua por medio de una autoría, por lo
que, si bien estamos ante una historia con autoría singular (Luis Fernando Lara) se
aboga, en las investigaciones venideras, por un trabajo colectivo, sobre todo por la
complejidad de que uno solo pueda abarcar un trabajo de investigación con estas
características, justamente, por aspectos como el que acabamos de criticar.
6. Textualizaciones, escritura.
Destacamos, además, la inclusión de fragmentos relacionados con producciones
textuales, sean literarias o no. Por ello valoramos, por su función de ejemplificar o
clarificar ciertos aspectos, algunos fragmentos como los que se toman de El cerco de
Numancia de Cervantes, para ilustrar la segunda guerra púnica. En las referencias
breves, pero fundamentales, a la historia de la lengua latina, aplaudimos que haya
fragmentos de la Eneida o el detallado espacio que le da a Probo. Especial atención le
da Lara a una de las más grandes y primeras textualizaciones: el Cantar del mío Cid.
(cap. VIII), donde se establece una maravillosa síntesis del poema respecto a su
escritura y a la dificultad de establecer qué castellano es. Así como referencias a
personajes históricos en relación con una semblanza más real, como equiparar al Cid
con un condottiero. Ya, con las primeras textualizaciones en nuestra propia tradición,
destacamos fragmentos de los romances de Don Rodrigo, del Juramento de Santa
Gadea, del Libro de Alexandre, de obras de Berceo, de Don Juan Manuel, de Sem Tob
o del Arcipreste de Hita. Misma cosa con extractos del Arte de trovar de Enrique de
Villena o del Amadís. También comparaciones, como la escritura de sonetos entre
Petrarca y Pedro de Padilla, carísimas al momento de ver cómo se genera esta
introducción en la tradición hispánica. Así como la maravillosa comparación entre
epistolarios del siglo XV entre una carta con distancia comunicativa (Hernán Cortés a
Carlos V) o de proximidad (Diego de Ordaz a su sobrino). Con la entrada de los siglos
de oro, encontramos sonetos de Boscán, de Garcilaso o extractos la Tragicomedia de
Calisto y Melibea, así como fragmentos de poesías de Góngora y sor Juana Inés de la
Cruz. A propósito de esta última, destacamos las primeras textualizaciones en
Latinoamérica que nos entrega Lara, desde las primeras cartas de Cristóbal Colón,
pasando por los catálogos de Francisco Hernández (catálogos del mundo natural, en
particular el de las plantas), de Juan de Cárdenas (hierbas medicinales); de Carlos de
Sigüenza y Góngora (estudios cosmográficos e hidrológicos) y de Alejandro Malaspina
(mapas marinos, noticias del mundo natural).
Recalcamos, por lo demás, la importancia que Lara le da a algunos autores, como
Quevedo y Cervantes. Del primero, partes del Buscón, así como constantes
ejemplificaciones y reflexiones de su obra. Del segundo, hay un amplio espacio
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7. Tradiciones discursivas.
Destacamos, además, cómo organiza Lara su historia de la lengua a partir de la
relevancia de estas textualizaciones, marcando cada una de sus apariciones, en tanto
esquemas o patrones de género, es decir, como tradiciones discursivas. Lara, entonces,
hace historia de la lengua por medio de estas tradiciones discursivas, por lo que va
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refiriéndose a las que se van consolidando, como el discurso jurídico, con Alfonso X o
la inclusión de nuevas tradiciones discursivas, como las novelas de caballería en el XV
(cap. XV) o el esplendor, en los siglos de oro, con el Quijote o con ejemplos de un
discurso elevado que solo podría generar una reflexión satírica del metalenguaje, con
Quevedo (cap. XVII). Así como la crisis en el lenguaje literario barroquizante (cap.
XVII), con ejemplos extremos, como los de Francisco de Soto Marne o fray Félix
Valles, frente a las indicaciones de estilo de un Bartolomé Jiménez Patón, cuyo
desenlace sería, ni más ni menos, que la fundación de la RAE (cap. XVIII). O la
aparición de discursos extendidos a las ciencias, con la obra de Diego Mateo Zapata,
Tomás Vicente Tosca o Juan Caramuel. Misma cosa, dentro de la consolidación del
neoclasicismo, al rechazo a todo discurso barroquizante, incluso el de los siglos de oro,
hasta llegar a la prohibición de los auto sacramentales barrocos, como los de Calderón,
en la época de Carlos III. Lo mismo con la importancia de la prensa y del epistolario en
el XIX para dar cuenta del sustento ideológico y el estado de las cosas en España e
Hispanoamérica o la interesante inclusión de tradiciones discursivas populares, como
las adivinanzas o coplas.
8. Estandarización.
Quizás uno de los aspectos más destacables de esta Historia mínima sea el tratamiento
de la estandarización como proceso esperable en la consolidación de lo que entendemos
por Estado moderno, a partir de la conformación de las grandes monarquías europeas.
Por ejemplo, cuando en el siglo XII empieza a manifestarse una conciencia propia de
hablar de los castellanos (cap. VIII) o, en el capítulo X, cuando se insiste en la fase de
institucionalización del castellano en el reinado de Alfonso X, con la escritura de leyes
en esta lengua, siendo que “lo importante para él no era fijar una lengua, declarar una
lengua oficial, sino aprovechar aquellas lenguas que, para lograr el entendimiento con
sus súbditos y los trovadores que llegaban a vivir por cierto tiempo en su corte, le
resultaban más eficaces” (p. 185). Institucionalización que empezará a determinarse con
Nebrija (cap. XII), a partir de la necesidad de un arte que fije la lengua y contribuya a
conservarla; asimismo, un arte contribuya a dar al Estado “el lustre que corresponde a
los grandes imperios, como Grecia y Roma” (p. 234), por lo que Nebrija, según Lara, da
vida a un nuevo valor: la identidad de la lengua, “un valor que no solo la identifica, sino
que la instituye como unidad” (p. 235). O casi, simultáneamente, su
internacionalización (cap. XVI): “El deslumbrante florecimiento de la tradición culta
del español, que en el siglo XVI y después en el XVII se destaca en relación con toda la
evolución anterior, y realmente pone una marca de calidad en los años posteriores de la
lengua, unido al predominio político de España sobre Europa hizo que el español
comenzara a influir sobre las demás lenguas; es decir, se invirtió la relación de
influencia, por ejemplo hacia el francés y el italiano […] el español se volvió una
lengua que cualquier europeo culto debía saber hablar” (p. 334) o que se impusiera
como lengua oficial en la administración española, con Felipe V (p. 371), así como el
mandato, en 1768, de publicar solo en español, con el objetivo de acelerar la integración
lingüística.
En esta dinámica de la estandarización, son relevantes los datos que Lara va entregando
respecto a los procesos de codificación, como el Arte de trovar de Enrique de Villena, el
que “viene siendo una especie de primer tratado de fonética y escritura castellana” (p.
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la Calzada de su La lógica o los elementos primeros del pensar (1784). Algo similar
ocurrió con Antoine Luis Claude Destutt de Tracy, de cuya escuela e influjo surgen las
primeras gramáticas generales: la Gramática filosófica de la lengua española, de José
de Jesús Muñoz Capilla (1831), los Principios de gramática general (1826) y los
Elementos de gramática general (1835), de José Gómez Hermosilla y, en
Latinoamérica, específicamente en México, Del pensamiento y su enunciación
considerado en sí mismo (1852) de Clemente de Jesús Munguía; Apuntaciones sobre
gramática general (1877) de José Zalce o la Gramática teórica y práctica de la lengua
castellana, de Rafael Ángel de la Peña (1898). Sin dejar de lado al mismo Andrés Bello
quien, en el prólogo de su Gramática, deja ver el conocimiento que tuvo de esta
corriente de gramática general. Es esta Gramática, la de Bello, según Lara, la gramática
más importante y con la mayor repercusión “incluso, hasta nuestros días” (p. 432),
misma cosa el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de Rufino
José Cuervo (comenzado en París en 1872, su primer tomo se publicó en 1886).
Asimismo, valiosas son las reflexiones en torno al castellano, por ejemplo, en relación
con su importancia transversal: “El castellano, además, no se gestaba como lengua
exclusiva de los letrados y los eruditos, sino como lengua del pueblo, compartida con
aquellos, ejercida desde el trono: una lengua popular, en el sentido más legítimo de la
palabra” (p. 199), algo que se ejemplifica con algunos autores clave, como el marqués
de Santillana (cap XII) con la reivindicación de la poesía popular en castellano y, al
mismo tiempo, al componer en versos de arte mayor. Un ejemplo emblemático, en este
caso, lo confirmamos con el Quijote (cap. XVI), símbolo internacional de la lengua
española, afirma Lara. Así como la cientificidad en el discurso, con la producción de
textos, sobre todo en el siglo XVIII, con la llegada del racionalismo (cap. XVII) y la
presencia de los novatores, como Diego Mateo Zapata (medicina), Tomás Vicente Tosca
(matemáticas y arquitectura), Juan Caramuel (matemáticas, lingüística, arquitectura),
entre otros.
Así, como, finalmente, la consolidación de la estandarización: “producto de la
formación de comunidades y espacios de comunicación, determinados por la
consolidación de los estados nacionales mediante la educación pública universal, la
formación de culturas nacionales, el poder de difusión de noticias, ideas y valores de la
prensa, el cine, el [sic.] radio y la televisión, los aparatos jurídicos, las redes carreteras
y de ferrocarril que comunican localidades, etc.” (p. 491). Pues Lara sigue celebrando el
castellano y lo califica como la más temprana y adelantada lengua de cultura entre las
modernas de Europa a fines de la Edad Media, puesto que se usó, antes que otra lengua,
para nuevas tradiciones discursivas como la filosofía, la teología y el pensamiento
orientado a la ciencia: “el latín se implantó en el resto de Europa como lengua de
comunicación culta, a diferencia de lo que sucedía en España, en donde el conocimiento
transmitido por el árabe y la fuerte presencia de la civilización musulmana
contribuyeron a determinar su horizonte histórico de tal manera, que el castellano
resultaba la solución más práctica para transmitir el conocimiento, reducido el latín al
uso clerical y diplomático” (pp. 198-199).
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escritural que le permite jugar con prolepsis y analepsis (vid. final capítulo V y cap.
XVIII); asimismo, puede darse el gusto de escribir párrafos de 12 a 13 líneas sin puntos
y seguido (cfr. p. 199). Encontramos, además, un acercamiento familiar al lector, por
ejemplo, con exclamaciones, al explicar la fundación mítica de la identidad castellana
(p. 110); la sorpresa con ciertos datos, para lograr un efectismo en el lector (p. 119). Así
como comentarios amenos: “Las tradiciones discursivas de la prosa se ampliaron con la
aparición de las novelas de caballería (que tanto daño hicieron a don Quijote de la
Mancha)” (p. 217); “([…] parece que se les decía así a los habitantes de Cantabria,
güeros y de ojos claros)” (p. 340); “[…] y se dirigió a Napoleón como árbitro para
dirimir el litigio con su hijo. ¡A buen juez se encomendaron!” (p. 406); “Se convocó a
una asamblea nacional –por supuesto, sin representantes hispanoamericanos– y se
impuso la Constitución de Bayona” (p. 406). Así como dar manifiesta cuenta de sus
gustos, sin tapujos: “Pese a lo retorcido que son estos versos, y a la dificultad de la
lectura de la poesía de Góngora, he aquí estos bellísimos fragmentos” (p. 345); “Pues
una cosa es la lengua de los grandes escritores, como Góngora, Quevedo o sor Juana, y
otra la lengua de sus imitadores de mala calidad […] la mayoría de los que siguieron el
estilo barroco produjeron verdaderos adefesios” (p. 362); “Destaca entre los autores de
la época –y no por su calidad literaria, sino por la pobreza de sus ideas–Ignacio Luzán,
quien publicó en 1737 su famosa Poética o reglas de la poesía en general y de sus
principales especies” (p. 399). Hay mucho, además, de afán pedagógico, por ejemplo,
cuando explica las tradiciones discursivas como el cantar de gesta, da cuenta de su
continuidad y actualidad con el actual corrido mexicano. Destacamos, asimismo, ciertos
cuidados y detenimientos en ciertas temáticas, como con las jarchas, detalladamente
explicadas y ejemplificadas (pp. 108-109), lo mismo con las Glosas emilianenses (pp.
132-134), las explicaciones métricas, relacionadas con los cambios en las
composiciones poéticas en el siglo XV (cap. XII) o las sucintas pero eficaces
explicaciones de fonología y fonética en relación a lo expuesto por Villena (cap. XII).
Se da, por lo demás, un tiempo considerable para explicar el contexto lingüístico de
finales del siglo XIX y comienzos del XX para poder dar cuenta de los avances en la
historia de la lengua y cómo, claro está, se empezaron a confeccionar estos manuales de
historia de la lengua.
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Reseña de Luis Fernando Lara. Historia mínima de la lengua española
sus propios dialectos y los de los demás países y, de esta forma, no imponer centros,
sino irradiar la tradición culta de cada uno de estos (cfr. cap. XXII). Además, desde una
perspectiva histórica, es necesario, reclama Lara, por los pocos datos que se tienen,
hacer un estudio pormenorizado de cada una de las zonas hispanoamericanas. Sirva este
defecto, dice el autor, para hacer historia de estas: “Hacen falta muchos estudios sobre la
población de América entre los siglos XVI y XIX, así como sobre las características que
fueron tomando las sociedades hispanoamericanas” (p. 271).
Como se ve, entonces, y como una patente característica al hacer historia e
historiografía, quedan muchos aspectos por desarrollar, así como constatamos, después
de leer esta Historia mínima, cómo se enriquecen ciertos puntos de vista por medio de
nuevas formas de hacer historia.
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