Sie sind auf Seite 1von 92

TEORÍA DEL DERECHO

Manuel Segura Ortega


CAPÍTULO I.
1. La filosofía del derecho: concepto.
Intentar dar una definición de lo que sea la filosofía del Derecho no es, en modo alguno, una tarea
fácil. Realizar una definición es siempre algo comprometido que entraña evidentes riesgos,
principalmente que lo que se pretende definir no quede perfectamente delimitado, bien porque los
términos utilizados sean excesivamente genéricos, en cuyo caso más que aclarar se producen
confusiones, o bien, porque si la definición es demasiado concreta podrían quedar fuera de ella
algunos elementos que son partes integrantes del concepto. Sin embargo, a pesar de estas
dificultades, creo que es posible y útil formular una definición de la filosofía del Derecho; por eso
no coincido con Bobbio cuando afirma que “buscar una definición de filosofía del Derecho es una
inútil pérdida de tiempo”, y no lo es porque puede servir para esclarecer su propio sentido. En
cualquier caso, considero que hay que intentarlo y si después se produce el fracaso nunca se habrá
perdido el tiempo o, por lo menos, podrá llegarse a la conclusión -a la que nosotros no llegaremos-
de que no es posible definir la filosofía del Derecho.
El primer problema que se plantea a la hora de definir la filosofía del Derecho es el de determinar
con carácter previo cuál es el sentido que tiene el término filosofía entre otras razones porque el
concepto que se tenga de filosofía condicionará la propia noción de filosofía del Derecho. ¿Qué es
la filosofía? ¿cuál es su función? ¿cuáles son sus límites? ¿dónde se encuentra su justificación o
razón de ser? son todas ellas cuestiones que exigen una respuesta precisa. Como ha dicho Jaspers
“qué sea filosofía y cuál su valor, es cosa discutida. De ella se esperan revelaciones extraordinarias
o bien se la deja indiferentemente a un lado como un pensar que no tiene objeto. Se la mira con
respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el
superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que por tanto
debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil que es una
desesperación el ocuparse de ella. Lo que se presenta bajo el nombre de filosofía proporciona en
realidad ejemplos justificativos de tan opuestas apreciaciones”. No obstante, lo cierto es que existen
una serie de problemas que reclaman la atención del hombre. Si echamos una ojeada a la historia
podrá observarse que desde hace muchos siglos determinados problemas que afectan al espíritu
humano han tratado de ser resueltos ofreciendo para ello las más diversas soluciones. Ciertamente,
esta diversidad de soluciones y respuestas puede provocar cierta perplejidad e incluso -por qué no
decirlo- un cierto grado de desconfianza hacia una disciplina que no ha sido capaz a lo largo de su
historia de ofrecer una respuesta uniforme. Además, hay que tener en cuenta que desde algunos
sectores se ha insistido repetidamente en la definitiva “muerte de la filosofía” considerando que se
trata de una actividad estéril e ilusoria que carece de toda utilidad. No obstante, aunque las
respuestas respecto de determinadas cuestiones hayan sido diferentes podría decirse que hay
algunos elementos que son constantes, por ejemplo, el empleo de la razón para acceder al
conocimiento y el acuerdo existente en torno a la propia presencia de los problemas. Por más que
las soluciones y respuestas ofrecidas hayan sido diferentes e incluso contradictorias el hecho de que
exista una total coincidencia a la hora de abordar determinados problemas es suficientemente
significativo.
Hay que partir de un hecho irrefutable: la actividad filosófica es una actividad que se ha
desarrollado a través de los siglos y todavía hoy se mantiene porque existen problemas que no
pueden ser solucionados en otras ramas del saber. No vamos a entrar aquí en la polémica de si la
filosofía es un saber sustantivo o adjetivo pero, desde luego, sí creemos que es un saber distinto y
autónomo que tiene su particular método de conocimiento. Esto no significa que se trate de un saber
superior, simplemente es diferente porque también es diferente su modo de aprehensión de la
realidad. Lo que se acaba de decir plantea la cuestión de cuáles son las relaciones entre la filosofía y
las diferentes ciencias. En principio hay que decir que no sólo es deseable sino también
absolutamente imprescindible que los contactos entre ambos saberes sean muy estrechos ya que si
esto no fuera así se correría el riesgo -tantas veces ha sucedido- de desarrollar una actividad sin
ninguna conexión con la realidad. En definitiva, no se puede olvidar que el objeto de la filosofía
coincide plenamente, al menos en un sentido, con el de las diferentes ciencias. El profesor Legaz
señalaba acertadamente que “la filosofía no puede tener un campo de acción distinto del de la
ciencia. Cuando más contacto con el saber científico tenga un filósofo, tanto más sólida y eficaz
será su filosofía. Quien abandona la ciencia termina o en la retórica o en el solipsismo”. Ahora bien,
aun siendo cierto que el campo de acción de la filosofía es el mismo que el de la ciencia lo que sí es
diferente es el modo de enfrentarse a él. Por ello hay que reconocer que la ciencia es insuficiente
para resolver determinadas cuestiones; obsérvese bien que estoy hablando de insuficiencia y no de
deficiencia y aquí la utilización de uno u otro término tiene una importancia decisiva. En efecto, si
se habla de insuficiencia es porque la ciencia si quiere permanecer dentro de sus límites no tiene
más remedio que guardar silencio ante determinados problemas y si el científico aborda
determinadas cuestiones lo hará en cuanto filósofo pero nunca como científico. Sin embargo, lo
cierto es que no hay contradicciones entre la filosofía y la ciencia, simplemente son disciplinas que
analizan la realidad desde puntos de vista diferentes.
Uno de los interrogantes que se plantea a la hora de hablar de filosofía es el de sus resultados, es
decir, hay que preguntarse si es posible llegar a la verdad. Creemos que la respuesta debe ser
negativa si entendemos la verdad en términos absolutos; no existe, por tanto, una verdad filosófica
inmutable, pero esto no priva de sentido a la actividad filosófica pues ésta es una constante que
impulsa al espíritu humano a replantearse continuamente los problemas aunque ello implique que la
solución de los mismos no pueda ser total (aunque sí parcial, esto es, llegar a verdades lo
suficientemente satisfactorias. aunque no absolutas, como para que se instauren de una forma fiable
y sólida). Hasta ahora venimos hablando de la existencia de determinados problemas e incluso se ha
dicho que la razón de ser y la justificación última de la filosofía se encuentra en la existencia de
verdaderos problemas que no pueden resolverse en el ámbito de la ciencia. Pues bien, ha llegado el
momento de señalar, aunque sólo sea sumariamente, cuáles son esos problemas o esas cuestiones de
las que la filosofía se ocupa. Los temas de la filosofía podrían resumirse en tres palabras clave:
conocer, ser y obrar. En primer lugar, el problema del conocimiento. ¿Puede el hombre realmente
conocer? ¿a través de que vías? ¿qué relación hay entre el sujeto que conoce y el objeto sobre el que
se proyecta el conocimiento? En definitiva, se trataría de plantearse la cuestión de si los seres
humanos pueden llegar a la aprehensión de la realidad. En segundo lugar, el problema del ser. ¿Cuál
es la naturaleza de los diversos seres? ¿cómo se manifiesta su existencia? ¿en qué consiste la
esencia?, etc . Y, por último, los problemas relativos a la existencia del ser humano y sus acciones.
¿Cómo debe comportarse el ser humano? ¿sus acciones pueden se calificadas de buenas o malas?
¿conforme a qué criterios?, etc . Puede observarse que todas estas cuestiones requieren una
respuesta y, por ello, el ser humano no puede renunciar a plantearse todos estos problemas ni, desde
luego, permanecer indiferente frente a los mismos. En conclusión, podría decirse que la filosofía es
un saber autónomo (distinto del saber científico) que trata de dar una respuesta crítica a los
problemas que plantea la existencia humana desde una perspectiva que pretende la superación de
los meros datos empíricos aunque, naturalmente, tenga que contar con ellos. La filosofía es ante
todo reflexión crítica y es precisamente en esta actitud crítica donde se encuentra su auténtica
justificación.
Una vez analizada la noción de filosofía vamos a tratar de hacer lo mismo con el Derecho.
Conviene advertir que hay muchas dificultades para determinar lo que es realmente el Derecho. Se
trata, cuando menos de una noción que no se presenta como evidente ante nuestros ojos. Es casi
obligatorio hacer referencia a un pasaje de la obra de Hart (El concepto de Derecho) en el que
queda perfectamente reflejada la indeterminación y al confusión existente en torno al concepto del
Derecho. Dice Hart que “pocas preguntas referentes a la sociedad humana han sido formuladas con
tanta persistencia y respondidas por pensadores serios de maneras tan diversas, extrañas, y aun
paradójicas, como la pregunta ¿qué es el derecho? Aunque limitemos nuestra atención a la teoría
jurídica de los últimos ciento cincuenta años, y dejemos a un lado la especulación clásica y
medieval acerca de la “naturaleza del derecho”, nos daremos con una situación que no encuentra
paralelo en ningún otro tema estudiado en forma sistemática como disciplina académica autónoma.
No hay una vasta literatura consagrada a contestar las preguntas ¿qué es química? o ¿qué es
medicina? como la hay para responder a la pregunta ¿qué es derecho? Unas pocas líneas en las
primeras páginas de un manual elemental es todo cuanto debe considerar el estudiante de aquellas
ciencias; y las respuestas que se le dan son de un tipo muy diferente al de las que recibe el
estudiante de derecho. Nadie ha pensado que es esclarecedor o importante insistir en que la
medicina es “lo que los médicos hacen respecto de las enfermedades”, o “una predicción de lo que
los médicos harán”, o declarar que lo que comúnmente es reconocido como una parte característica,
central, de la química, por ejemplo, el estudio de los ácidos, no es en realidad parte de ella. Sin
embargo, en el caso del derecho, se han dicho con frecuencia cosas que a primera vista parecen tan
extrañas como esas, y no sólo se las ha dicho sino que se ha insistido en ellas con elocuencia y
pasión”.
Probablemente, lo primero que hay que preguntarse es la razón por la que resulta tan difícil definir
el Derecho. A mi juicio existe un motivo fundamental que tiene directa relación con la multiplicidad
de significados que se dan al término Derecho. En efecto, se habla de Derecho entendiendo por tal
la norma o un conjunto de normas, o asignándole el sentido de facultad o, en fin, como criterio de lo
justo. El problema es que en todos estos casos se está haciendo referencia a una misma realidad; lo
único que sucede es que es contemplada desde perspectivas diferentes. Y lo que ha ocurrido con
demasiada frecuencia es que se ha tratado de definir el Derecho atendiendo exclusivamente a un
determinado aspecto; de ahí, que como decía Hart, sea posible encontrar definiciones tan dispares
sobre la realidad jurídica.
No obstante, creemos que es posible llegar a la comprensión del Derecho y dar una definición del
mismo siempre que se tengan en cuenta los distintos aspectos en que se manifiesta el fenómeno
jurídico. En ocasiones se ha dicho que si se procede de esta forma se corre el riesgo de desembocar
en el eclecticismo con lo que una definición realizada de este modo no serviría para aclarar la
naturaleza del Derecho. Sin embargo, consideramos que seguir este camino no tiene que conducir
necesariamente a una postura ecléctica, antes al contrario, supone el único enfoque correcto o, si se
prefiere, el más adecuado para aprehender la realidad jurídica. La consideración del Derecho como
norma, hecho social y valor está muy extendida y casi todos los autores suelen hacer referencia a
estos tres aspectos a la hora de definir el Derecho. Así Reale afirma que “un análisis en profundidad
viene a demostrar que tales significados corresponden a tres aspectos básicos, discernibles en
cualquier aspecto de la vida jurídica: un aspecto normativo (el Derecho como hecho, o en su
efectividad social e histórica) y un aspecto axiológico (el Derecho como valor de justicia)”. En
primer lugar, aparece el aspecto normativo. Es indiscutible que el Derecho se expresa en normas y
este elemento normativo es el dato primario que ofrece la experiencia jurídica; de ahí, que a través
de él pueda identificarse el fenómeno jurídico. Pero, además, el Derecho pretende regular las
relaciones sociales que se dan entre los miembros de un determinado grupo, es decir, sólo puede
entenderse como inmerso en la realidad social. Y, por último, el Derecho está inspirado en valores y
pretende igualmente la consecución de determinados valores. En este sentido, puede afirmarse que
ningún sistema normativo es neutral; a través de sus prescripciones se pretende la consecución de
determinados fines y sus normas siempre quieren ser la plasmación de valores específicos.
Por consiguiente, creemos que cualquier definición que prescinda de alguno de estos tres elementos
no podrá captar jamás el fenómeno jurídico en su totalidad. De acuerdo con las consideraciones
anteriores, y sin perjuicio de lo que se dirá en los capítulos siguientes, podría definirse el Derecho
del siguiente modo: un sistema de normas que regula las relaciones del grupo social según
determinados criterios de justicia y que trata de imponerse por la fuerza cuando los sujetos
obligados se resisten a su cumplimiento. En esta definición aparece uno de los elementos que
creemos fundamental para la comprensión del fenómeno jurídico: se trata de la fuerza. Esta es una
característica específica del Derecho que nos permitirá diferenciarlo de otros sistemas normativos y
cuya importancia es decisiva por muchas razones.
Hemos tratado de delimitar por separado lo que entendemos por filosofía y por Derecho. Ahora ha
llegado el momento de unir ambos términos y formular una definición de la filosofía del Derecho.
En principio, hay que decir que la filosofía del Derecho no es sino una rama de la filosofía,
concretamente aquella que tiene por objeto una parcela determinada de la realidad. Esto significa
que los caracteres de la reflexión filosófica sobre el Derecho son los mismos que los de la reflexión
filosófica general y, por tanto, que cuando se hace filosofía del Derecho se pretende dar una
respuesta total, omnicomprensiva e integradora del fenómeno jurídico. A tener de todo lo expuesto
podría decirse que la filosofía del Derecho es una disciplina de carácter autónomo que pretende
como tarea fundamental la determinación del concepto del Derecho en sus rasgos universales y, por
consiguiente, con independencia de sus concreciones históricas, que reflexiona críticamente sobre la
actividad de los juristas planteándose el problema de la posibilidad del conocimiento jurídico y que,
finalmente, valora la realidad jurídica empírica proponiendo al mismo tiempo modelos ideales, esto
es, estableciendo cómo debería ser el Derecho.
Ya sabemos en qué consiste la filosofía del Derecho pero antes de proseguir es necesario referirse al
propio origen histórico de la expresión “filosofía del Derecho” pues nos permitirá comprender
mejor cuáles son sus temas (contenido) y, en definitiva, cómo se ha configurado esta disciplina a lo
largo de la historia.
2. La filosofía del Derecho: origen histórico de la expresión.
Como es sabido, el término filosofía del Derecho es relativamente reciente si tenemos en cuenta que
su plena incorporación sólo se produce bien entrado el siglo XIX. Sin embargo, es evidente que
antes de la aparición de este término se había reflexionado sobre el Derecho. En este sentido no
cabe duda que siempre ha existido una filosofía del Derecho ya que la presencia del Derecho en el
seno de las sociedades humanas es un hecho incuestionable. El Derecho es una realidad que afecta
de modo decisivo a la existencia humana y, por ello, no es de extrañar que los hombres se hayan
planteado cuestiones tales como su necesidad, su fundamento o su finalidad. Sin embargo, lo que se
trata de determinar aquí no es si los hombres han reflexionado filosóficamente sobre el Derecho
sino si la expresión “filosofía del Derecho” supuso o no un cambio en relación con la reflexión
anterior.
Por lo que respecta a este asunto es bien conocida la tesis mantenida por el profesor González Vicén
en un magnífico trabajo que ya resulta de obligada referencia. Para este autor el cambio de
denominación de Derecho natural a filosofía del Derecho tiene una importancia decisiva y no es,
desde luego, un mero cambio terminológico; “si la denominación Derecho natural desaparece es
porque desaparece también una forma determinada de especulación sobre el Derecho y que la nueva
denominación de “filosofía del Derecho”, lejos de ser fruto del capricho, expresa el nacimiento de
nuevos problemas y de una nueva metodología en la reflexión filosófica sobre el Derecho. O dicho
con otras palabras: como símbolo y designación de un nuevo entendimiento de la realidad jurídica y
de los modos de su aprehensión teórica, la “filosofía del Derecho” es, expresado brevemente, un
concepto histórico”. El cambio fundamental se produce sobre todo a la hora de considerar el
Derecho como un producto histórico y real que efectivamente regula las relaciones entre los
hombres; “filosofía del Derecho es el nombre que se busca y se consolida -pudiera haber sido otro-
para denominar una nueva especie de pensamiento filosófico, condicionado por el hecho
fundamental de que el Derecho deja de ser entendido como parte de un orden universal del ser
descubrible por la razón, para ser concebido como obra humana determinada por factores históricos
reales” y, en otro lugar, se señala que “el punto de partida de la filosofía del Derecho es, en efecto,
la convicción de que, como las demás conformaciones que constituyen el universo irreversible
llamado “presente”, así también el Derecho es un producto histórico, y como tal, contingente y
condicionado. Es decir, el Derecho no es algo descubrible de una vez y para siempre por el discurso
racional, ni por tanto, algo formulable a priori, sino un orden real de las relaciones humanas que, al
igual que las demás objetivaciones culturales, se nos presenta siempre como manifestación concreta
de la vida de las comunidades históricas”.
Sustancialmente estamos de acuerdo con la tesis sostenida por González Vicén y, por consiguiente,
en contra de aquellos que consideran que la filosofía del Derecho es solamente la continuación de la
vieja iuris naturalis scientia y que, por tanto, la aparición de este término no supone un cambio
significativo ni en el modo de pensar ni en la metodología utilizada. En una posición intermedia se
ha situado el profesor Pérez Luño para quien “la noción de filosofía del Derecho no se identifica
con la de Derecho natural, pero tampoco presenta una ruptura con respecto a la función que éste
históricamente desempeñara” y si “el Derecho natural ha tenido como misión tradicional el servir de
criterio inspirador y limite crítico- valorativo de todo Derecho existente; la filosofía del Derecho
aparte de una función gnoseológica, posee una dimensión deontológica que representa la concreción
histórica de la herencia iusnaturalista”.
De cualquier modo, aun aceptando que la filosofía del Derecho es un concepto histórico (como
nosotros lo hacemos) lo que más nos interesa no es constatar el cambio radical y profundo que se
produce en el tránsito del Derecho natural a la filosofía del Derecho sino averiguar las causas por
las que se produce esta transformación. En el análisis de estas causas es necesario tener en cuenta
los acontecimientos históricos que tienen lugar en las primeras décadas del siglo XIX. No se puede
olvidar que el ser humano es historia y que todos sus anhelos, inquietudes y reflexiones vienen
determinados por el entorno que le rodea de modo que si se prescinde de esto, resultará difícilmente
comprensible todo lo que hace en cualquiera de los ámbitos en que se desarrolla su existencia.
Según Legaz, tres son los supuestos histórico-conceptuales de los que procede la moderna filosofía
del Derecho: la laicización del pensamiento jurídico por obra del protestantismo, la consiguiente
separación del racionalismo y la ontologización del Derecho positivo llevada a cabo por la Escuela
histórica y el positivismo posterior. De estos tres supuestos sólo nos interesa por el momento la
llamada ontologización del Derecho positivo. Consiste básicamente en considerar que el único
Derecho existente es el Derecho positivo, esto es, los diferentes ordenamientos jurídicos que
regulan efectivamente las relaciones de una determinada comunidad. El Derecho natural había sido
considerado hasta entonces -en sus distintas versiones- como el auténtico y verdadero Derecho de
modo que los distintos Derechos positivos tenían entidad jurídica en la medida en que sus preceptos
derivaban de ese Derecho natural que tenía un carácter inmutable y del cual se predicaba una
validez absoluta. Pero la atención de la reflexión filosófica se había dirigido principalmente hacia
ese Derecho ideal e intemporal olvidando -salvo algunas excepciones- los Derechos concretos,
históricos, efectivos, que servían de hecho para la regulación de las relaciones entre los seres
humanos. Pues bien, a partir del siglo XIX esta visión del mundo del Derecho desaparece
definitivamente. El punto de arranque de todas las direcciones doctrinales se sitúa en el Derecho
positivo por más que éste sea entendido de maneras diferentes. El objeto de la reflexión filosófica
no es ya un Derecho ideal sino el Derecho o los Derechos tal y como se manifiestan históricamente.
La consecuencia inmediata de todo ello es el reconocimiento expreso de que el Derecho, todo
Derecho, no puede tener en ningún caso un carácter absoluto.
De acuerdo con lo que se acaba de afirmar parece indiscutible que el cambio del Derecho natural a
la filosofía del derecho es verdaderamente trascendental. Y para comprender este cambio o, si se
prefiere, ruptura, hay que hacer referencia a uno de los hechos que probablemente ha tenido mayor
significación en la historia y evolución del pensamiento jurídico: se trata de la codificación. La
codificación que se inicia en Europa a lo largo del siglo XIX es la “culpable” del giro intelectual
que determina una nueva concepción del fenómeno jurídico porque posibilita, entre otras cosas, el
establecimiento de un Derecho fijo formulado en reglas generales que viene a poner fin a la caótica
situación jurídica anterior. A partir de ahora no es necesario acudir a un Derecho natural o racional
puesto que los códigos son la expresión de la más pura racionalidad. El Derecho natural -en su
versión racionalista- se ha convertido en Derecho positivo; las normas incluidas en los códigos
recogen en buena parte las aspiraciones del iusnaturalismo racionalista y por este motivo el Derecho
natural pierde su razón de ser. Después de la codificación sólo tiene sentido hablar de Derecho
positivo puesto que el Derecho natural ya ha sido realizado; desde esta perspectiva, el proceso
codificador viene a ser la vía de comunicación -aunque involuntaria- entre el iusnaturalismo y el
positivismo jurídico que triunfa en el siglo XIX. Algunas veces se ha dicho que la doctrina
iusnaturalista fracasó definitivamente dando paso al positivismo jurídico que se constituye como
una doctrina que se enfrenta abiertamente al iusnaturalismo. La segunda parte de esta proposición
es indudablemente cierta pero respecto al “fracaso del Derecho natural” conviene hacer alguna
precisión. Es cierto que la doctrina iusnaturalista es abandonada por lo que se refiere al método de
aproximación al fenómeno jurídico e incluso respecto a la propia determinación del mismo, pero no
es menos cierto que en el terreno de la práctica no se puede hablar de fracaso del Derecho natural
sino más bien del triunfo de la mayoría de sus principios. Lo que los nuevos Derechos codificados
ofrecen o pretenden ofrecer a los ciudadanos es la plasmación de los ideales de la doctrina
iusnaturalista. Por ejemplo, la separación de poderes, la protección de determinados derechos (antes
naturales) o la afirmación de la igualdad de los ciudadanos ante la ley son algunas de las ideas que
el iusnaturalismo racionalista había defendido con ardor y que, a partir de ahora, serán
efectivamente realizadas. Naturalmente, el afirmar esto no significa que el tránsito del Derecho
natural a la filosofía del Derecho no supusiera cambios importantes. Lo único que se pretende es
situar el problema en sus justos términos.
Por otra parte, la filosofía del derecho que se impone frente al Derecho natural anterior como un
modo de reflexión diferente no va a estar exenta de algunos de los excesos que con muchísima
razón se imputaron a la teoría del Derecho natural. Concretamente, podría decirse que el carácter
absoluto que se había asignado al Derecho natural durante muchos siglos va a ser trasferido ahora al
Derecho positivo lo que provocará, al menos en algunas corrientes de pensamiento, un legalismo
exacerbado y, consiguientemente, una visión poco crítica respecto de la realidad jurídica.
Ya se ha dicho que la filosofía del Derecho es un concepto histórico y que el cambio de
terminología supuso también un cambio decisivo respecto de la reflexión anterior sobre el Derecho.
Sin embargo, ello no significa que el Derecho natural (las distintas doctrinas iusnaturalistas) no sea
filosófica del Derecho. Indudablemente, el Derecho natural es una forma de hacer filosofía del
derecho; lo único que sucede es que tiene unas características determinadas. Se trata de una
concepción filosófica sobre el Derecho que, por otra parte, ha sido la dominante hasta finales del
siglo XVIII. Esto quiere decir que hay otras formas posibles de filosofía del derecho, esto es, que el
derecho natural no constituye, en modo alguno, la única filosofía del Derecho pero es, desde luego,
reflexión filosófica puesto que pretende dar una respuesta total y completa respecto del fenómeno
jurídico. Aclarada esta cuestión vamos a tratar de señalar esquemáticamente los caminos
fundamentales a través de los cuales se ha construido la filosofía del Derecho pues ello tiene una
relación más o menos directa con la aparición de la filosofía del Derecho en sentido estricto.
Puede decirse que ha habido dos vías principales en la construcción de la filosofía del Derecho. En
primer lugar, nos encontramos con aquellos que consideran a la filosofía del Derecho como una
filosofía aplicada. Según esta concepción y siguiendo a Bobbio puede hablarse de una filosofía
general o, mejor, de las diversas soluciones que las distintas corrientes filosóficas dan a los
diferentes problemas. Una vez aceptada una determinada orientación se trataría de aplicar algunos
de sus principios fundamentales para la solución de los problemas que plantea el Derecho. Para
Bobbio “esta concepción de la filosofía del Derecho presenta un grave inconveniente: la llamada
aplicación se convierte a menudo en una trasposición extrínseca, cuando no forzada, de soluciones
de un campo al otro, con la consecuencia de que los problemas generales del Derecho no son
estudiados partiendo desde la experiencia jurídica misma, sino de las soluciones dadas a problemas
aún más generales y en todo caso distintos”. Este modo de hacer filosofía del Derecho
correspondería a lo que Bobbio denomina filósofos-juristas, esto es, a aquellos que no tienen
contacto con la experiencia jurídica y que, además, no tienen sólidos conocimientos sobre el
Derecho.
La segunda vía de acceso a la filosofía del Derecho sería la que -por seguir con la terminología de
Bobbio- se construye “desde abajo” por los juristas que sí tienen un contacto directo con el mundo
del Derecho y cuyos conocimientos sobre el mismo son bastante completos. No obstante, a pesar de
la utilidad que puede tener la distinción que hace Bobbio hay que aceptarla con ciertas cautelas y en
ningún caso debe ser interpretada en su estricta literalidad pues si así se hiciese se correría el riesgo
de deformar la realidad. En efecto, en muchas ocasiones, por lo que se refiere al primer grupo (los
filósofos-juristas) no se ha procedido del modo descrito por Bobbio, esto es, trasladando un sistema
filosófico para aplicarlo a la realidad jurídica, y lo mismo podría decirse respecto de los juristas-
filósofos. Por ello lo ideal sería encontrar una vía intermedia que no caiga en ninguno de los dos
extremos. Tan poco provechoso es trasladar sin más una concepción filosófica para aplicarla
forzadamente al Derecho, como partir exclusivamente de la experiencia jurídica. Como ha dicho
Atienza “la filosofía del Derecho podría entenderse ahora como una filosofía que no está construida
ni desde arriba ni desde abajo, sino “desde el medio”: la función esencial de los filósofos del
Derecho tendría que ser la de actuar como “intermediarios” entre los saberes y prácticas jurídicas,
por un lado, y el resto de las prácticas y saberes sociales -incluida la filosofía-, por el otro”. No se
trata de un simple juego de palabras, ni tampoco de conciliar posturas enfrentadas; es simplemente
la mejor forma de hacer filosofía del Derecho.
Por otra parte, creo que el problema no radica en la “competencia”, sino en el “método”. Con ello
nos estamos refiriendo a la cuestión de si la filosofía del Derecho debe ser elaborada por juristas o
filósofos. Probablemente la pregunta no debía plantearse como una disyuntiva “o filósofos o
juristas” pues desde nuestra perspectiva ambos son igualmente aptos para hacer una buena filosofía
del Derecho. Para realizar esta labor es necesario, desde luego, poseer una formación filosófica pero
al mismo tiempo es igualmente imprescindible conocer la realidad jurídica. Por eso decíamos que la
distinción de Bobbio entre filósofos-juristas y juristas-filósofos puede ser, en algunos casos,
demasiado tajante. Fernández-Galiano ha señalado que “si el filosofar es primariamente, función de
los filósofos, no es menos cierto que estos habrán de tener un previo conocimiento de la realidad
jurídica tal como ésta se manifiesta en la esfera de los hechos, so pena de elaborar una filosofía
reducida a puras elucubraciones abstractas sin contacto con aquella realidad. Para construir una
auténtica filosofía del Derecho es menester, por tanto, un sólido conocimiento de la realidad jurídica
-formación del jurista-, puesta al servicio de una metodología filosófica”.
Es posible que se diga -y con muchísima razón- que este modo de hacer la filosofía del Derecho es,
sin ninguna duda, el más difícil de todos puesto que requiere una formación y unos conocimientos
muy amplios. Sin embargo, no encontramos otro mejor y, desde luego, parece que los otros caminos
para construir la filosofía del Derecho, ya sea desde arriba o desde abajo, son insuficientes porque
solamente llegan a conseguir una visión parcial que, naturalmente, es bien distinta, según se adopte
uno u otro camino. Todo lo que llevamos dicho no implica ni mucho menos situar a la filosofía del
Derecho fuera de la actividad filosófica y, por tanto, distinta de la ciencia jurídica cuyas
pretensiones y fines son diferentes a los de la filosofía jurídica. Lo único que queremos resaltar es
que la filosofía del Derecho -una buena filosofía del Derecho- no puede prescindir de los datos que
le suministra la ciencia. Sobre las relaciones entre la filosofía del Derecho y la Jurisprudencia
hablaremos en el capítulo siguiente.
3. Sentido de la filosofía del Derecho: su justificación.
Por razones obvias que se cifran en nuestra dedicación a esta disciplina consideramos que la
filosofía del Derecho es necesaria. Sin embargo, parece que es casi obligatorio plantear la cuestión
de si la filosofía del Derecho tiene algún sentido. Y la pregunta no se refiere sólo al momento
presente sino que puede extenderse a épocas históricas bastante lejanas. Se trata de determinar si
eso que hoy conocemos con el nombre de filosofía del Derecho tuvo una plena justificación en el
pasado y si todavía hoy sigue teniéndola. La pregunta no es en ningún caso ociosa pues como se
decía páginas atrás se ha llegado a hablar de la “muerte de la filosofía y esto que se ha planteado en
el ámbito de la filosofía general afecta también a la filosofía del Derecho y requiere, desde luego,
una respuesta clara. Si leemos las respuestas dadas por diversos filósofos del Derecho y juristas a
las encuestas que se han realizado hasta ahora podemos decir que existe una casi total coincidencia
a la hora de justificar la filosofía del Derecho. Y dicha coincidencia, aunque no debe ser suficiente,
sí es por lo menos altamente significativa. En última instancia supone estar de acuerdo en la
necesidad que el ser humano tiene de reflexionar críticamente sobre determinados problemas que
plantea la existencia del Derecho y que no pueden ser resueltos por otras disciplinas. Es sintomático
que la respuesta haya sido generalmente afirmativa -aunque, naturalmente, hay excepciones- porque
significa que, con independencia de la posición que se adopte, se encuentra siempre una
justificación a la filosofía del Derecho porque hay, cuando menos, un núcleo de problemas que, por
decirlo de alguna forma, quedarían reservados a nuestra disciplina. Es cierto que muchas veces se
ha reducido el ámbito de la filosofía del Derecho pero por lo menos hay una serie de cuestiones
cuyo tratamiento es considerado “competencia exclusiva” de la filosofía del Derecho. Se trata
fundamentalmente de los valores y de la crítica. Parece que nadie niega que la filosofía del Derecho
tiene una función eminentemente crítica y que a ella le corresponde el análisis de los valores
jurídicos. Esta función crítica es, sin ninguna duda, la más importante y relevante pero al mismo
tiempo la filosofía del Derecho cumple otros cometidos ya que puede servir de fundamento a la
ciencia jurídica en la medida en que delimita el campo de lo jurídico y aporta los conceptos básicos
de los que se sirve la ciencia.
Al igual que se decía respecto de la filosofía, podría afirmarse que la filosofía del Derecho se
justifica por la existencia de los muchos problemas que plantea el Derecho. Tales problemas exigen
una respuesta y como tal respuesta no puede encontrarse en la ciencia habrá que buscarla a través de
otras vías. Esto no significa en modo alguno un desprecio hacia la ciencia jurídica sino únicamente
reconocer sus propias limitaciones. Esta insuficiencia tiene que ser colmada a través de otro tipo de
reflexión: la reflexión filosófica cuya pretensión fundamental es trascender los datos que ofrece la
ciencia. En definitiva se trata de delimitar con precisión -en la media de lo posible- los campos de
actuación de la ciencia y la filosofía. La ciencia jurídica tiene pleno sentido pero hay que darse
cuenta de sus limitaciones, por eso -dice Legaz- “la filosofía del Derecho responde a la insuficiencia
de la ciencia jurídica para dar una solución a las preguntas que se plantea el espíritu del ser humano
-en tanto que ser humano y en tanto que jurista- y que exigen una respuesta”. Y tales limitaciones
son fundamentalmente dos: “el hecho de que la ciencia jurídica no puede por sí misma explicar ni
sus supuestos básicos sobre los cuales ella se asienta, ni puede aclarar tampoco las ideas de valor
que dan sentido al Derecho”.
La filosofía general y la filosofía del Derecho en particular se presenta como una exigencia a la que
los hombres no pueden renunciar y por más que se haya pretendido su eliminación, y aún hoy se
siga pretendiendo, no parece que tal posibilidad tenga viabilidad. E incluso los ataques que se
producen tienen siempre un carácter positivo en el sentido de que vienen a revitalizar la propia
actividad filosófica. Todo esto hace necesario que se formule la pregunta de si la filosofía del
Derecho tiene alguna utilidad, es decir, cuáles fueron las funciones que cumplió en el pasado y
cuáles son las que cumple en el presente. En una palabra, se trataría de determinar para qué (con
qué fin) se hace la filosofía del Derecho. Con carácter preliminar hay que plantearse la cuestión de
si la utilidad es una condición imprescindible sin la cual no puede existir la filosofía del Derecho o
si, por el contrario, no es necesaria dicha utilidad. De todo lo que se ha dicho anteriormente se
infiere que la filosofía del Derecho está plenamente justificada con independencia de su utilidad.
Como ha dicho López Calera “la filosofía del Derecho surge casi de la vida misma y tiene una
última razón de ser en esa profunda necesidad del hombre de comprender y racionalizar el Derecho
más allá de su pura facticidad, habida cuenta de que el Derecho compromete por medio de la fuerza
su libertad, sus bienes e incluso a veces su misma vida”. Una de las acusaciones que con más
frecuencia se ha dirigido a la filosofía del Derecho ha sido la de su inutilidad o falta de practicidad.
Sin embargo, aun cuando la utilidad no es decisiva, creemos que no se puede achacar a la filosofía
del Derecho falta de utilidad pues ello supondría no darse cuenta de la indudable influencia que ha
tenido en determinados cambios que transformaron la realidad política y jurídica. La filosofía del
Derecho, por tanto, ha cumplido unas funciones importantes y todavía hoy las sigue cumpliendo.
Además, puede decirse que su utilidad se ha proyectado en diversas áreas; por una parte, ha servido
de apoyo a la propia ciencia jurídica proporcionándole en última instancia las bases para su
fundamentación y, por otra, también ha servido para el desarrollo de las condiciones de existencia
de los hombres, habiendo contribuido de manera decisiva a los cambios y transformaciones sociales
a través de los cuales la situación del ser humano (en cuanto miembro de la comunidad) ha
mejorado considerablemente. Basta observar el curso de los acontecimientos históricos para darse
cuenta como un buen número de planteamientos teóricos han sido aplicados a situaciones concretas.
También es cierto que, en algunas ocasiones, se han producido retrocesos importantes y que algunas
doctrinas sólo han servido para justificar el poder político y el Derecho como expresiones de la pura
fuerza. No obstante, si hacemos un balance de conjunto, éste debe ser positivo. Pero no sólo la
historia sirve para justificar plenamente la filosofía del Derecho; si nos atenemos al momento
presente, puede observarse que la filosofía del Derecho puede y debe cumplir unas importantes
funciones, especialmente teniendo en cuenta el período de crisis y transformación a que se ven
sometidas nuestras sociedades.
Si todo lo que acabamos de decir es cierto cabría preguntarse, entonces, el por qué de estos recelos
hacia la filosofía del Derecho y por qué se considera que ésta no tiene ninguna utilidad. Creo que la
actitud de quienes acusan a la filosofía de falta de utilidad puede ser explicada de un modo
satisfactorio si nos colocamos en su lugar. Habitualmente lo que sucede es que se buscan unos
resultados inmediatos y como, obviamente, tales resultados no se producen con la inmediatez
pretendida se llega a la conclusión de la inutilidad. Con razón se ha dicho que “es necesario poner
en guardia frente al espejismo o la tentación a que pueden sucumbir algunos filósofos del Derecho
al creer o pretender que sus teorías deben ejercer de manera inmediata una influencia práctica” y,
por este motivo, “se impone mantener una imprescindible distancia entre las urgencias inmediatas
de la práctica y la reflexión teórica”. Esto no significa que la filosofía del Derecho no pueda servir
de instrumento de cambio; la penetración y el influjo de las ideas es siempre un proceso lento y, por
eso, lo único que quiere decirse es que es necesario el transcurso de un cierto período de tiempo
para que se produzca este tránsito de la teoría a la praxis.
Otra de las argumentaciones que a menudo se ha manejado para la negación de la filosofía del
Derecho (y de toda filosofía) es su pretendido carácter emotivo o ideológico y, en consecuencia, la
falta de rigor tanto en sus planteamientos iniciales como en sus conclusiones. En sentido estricto,
los que defienden argumentos de este tipo no llegan propiamente a la negación de la filosofía, sino
que reducen considerablemente su ámbito entendiendo que la filosofía sí quiere constituirse como
un auténtico saber sólo puede ser teoría de la ciencia. El mundo de los valores debe ser sustraído a
cualquier consideración racional y todo lo que se diga acerca de ellos sería simplemente el resultado
de la expresión de un estado emocional, es decir, la razón no sería el instrumento adecuado para
conocer una realidad (la de los valores) que en sí misma es irracional. Si se sigue este camino,
aunque no se diga expresamente, toda filosofía y también, por tanto, la filosofía del Derecho carece
de sentido. Decíamos hace un momento que la filosofía del Derecho debe tener -y de hecho ha
tenido- una función crítica y que su justificación última se encuentra en la búsqueda de valores que
sirvan para fundamentar y dar sentido a la realidad jurídica. Si se elimina esta dimensión crítica se
elimina también la propia actividad filosófica. Estas tesis que podrían ser calificadas de
reduccionistas (pues reducen y limitan considerablemente las posibilidades de la razón humana) han
sido defendidas en algunos sectores de la llamada filosofía analítica y en ningún caso parecería
exagerado afirmar que si se adopta esta posición la filosofía del Derecho perdería su razón de ser y,
en consecuencia, dejaría de ser necesaria. Como ha dicho Elías Díaz, “el positivismo lógico, las
filosofías analíticas más en general, han supuesto una necesaria revalorización de fondo de los
tratamientos científicos y también un importante estímulo para el establecimiento de una
metodología rigurosa en las ciencias sociales… Pero junto a ello -que es enormemente importante,
incluso para la misma filosofía-, el positivismo lógico ha contribuido asimismo a forjar la imagen
de una total imposibilidad e innecesariedad actual de la filosofía”, lo que ya no es -añadiríamos
nosotros- nada positivo. En el fondo, en todas estas corrientes de pensamiento lo que subyace es un
auténtico temor a la posibilidad del error o de la equivocación prevaleciendo en todo caso una
actitud extremadamente cautelosa que desemboca necesariamente en una excesiva limitación de las
posibilidades de la razón humana.
Ciertamente, la dimensión crítico-valorativa que se manifiesta en la actividad filosófica es la más
conflictiva y, sin duda, la que con mayor facilidad se presta a la polémica. Pero esto es una
consecuencia inevitable del carácter esencialmente problemático que tiene la reflexión filosófica y
que obliga constantemente a un replanteamiento incesante de las diferentes cuestiones. Por otra
parte, no hay que olvidar que si se prescinde de este aspecto crítico-valorativo se está aceptando la
realidad tal y como nos viene impuesta; si negamos la crítica y la valoración aceptamos lo que hay
simplemente como algo inevitable. Sin crítica no hay cambios y sin cambios no hay progreso y el
progreso se presenta precisamente como la muestra más evidente de la experiencia vital del ser
humano; el ser humano, la vida auténticamente humana, no puede permanecer indiferente frente a
todo aquello que le rodea. Para concluir con este epígrafe reproducimos unas palabras del profesor
López Calera que nos parecen sumamente acertadas: “negar la posibilidad de una filosofía jurídica
y política es hacer el juego a todos aquellos que quieren que nada cambie, que todo siga igual.
Afirmar la posibilidad de una filosofía jurídica es proporcionar un instrumento teórico de carácter
crítico y progresivo que servirá al establecimiento de determinados cambios sociales. Además,
negar esa posibilidad de la reflexión filosófica significaría negar al ser humano mismo, que necesita
a veces superar el mero dato o la mera conclusión científica”.
4. El problema del Derecho natural.
Ya se ha dicho que el término “filosofía del Derecho” sustituye a partir del siglo XIX al hasta
entonces denominado Derecho natural. Toda la reflexión filosófica anterior sobre el Derecho se va a
desarrollar en el seno de las diferentes concepciones iusnaturalistas. En principio, hay razones más
que suficientes para abordar el problema del Derecho natural aunque sólo sea someramente; por
ejemplo, el hecho indiscutible de que fue durante muchos siglos la única doctrina que trató de dar
una respuesta total al problema del fundamento del Derecho. Es inútil trata de resumir aquí las
discusiones que ha originado la doctrina iusnaturalista, entre otros motivos, porque a lo largo de la
historia ha aparecido formulada de las formas más diversas. Precisamente, esta diversidad ha sido
utilizada frecuentemente como uno de los argumentos decisivos contra la existencia del Derecho
natural y, desde luego, consideramos importante es destacar las funciones que históricamente ha
desempeñado la doctrina del Derecho natural. Desde los inicios de la idea iusnaturalista en el
pensamiento griego siempre ha estado latente una pretensión fundamental: el Derecho positivo no
constituye, no puede constituir la última palabra sobre el Derecho y, consiguientemente, debe ser
sometido a crítica. Ciertamente, la doctrina del Derecho natural ha tenido en ocasiones un carácter
conservador, en el sentido de que ha servido para justificar el orden existente, pero, también ha
cumplido la función de cuestionar el orden impuesto y, desde esta perspectiva, ha contribuido
decisivamente a importantes cambios.
Delgado Pinto ha dicho con acierto que “entre los aspectos perdurables de la tradición iusnaturalista
se encuentra la idea fundamental de que el conjunto de reglas por el que se rige la convivencia
humana es algo abierto a fundamentación racional; es decir, que dichas reglas no se constituyen
como tales únicamente porque se apoyan en la fuerza de la tradición o son impuestas por el poder,
sino que les es inherente también la pretensión de valer como justas o rectas, como racionalmente
fundamentables”. Esta es la idea más importante que ha aportado la tradición iusnaturalista y parece
que nadie le pretende negar, ni tan siquiera aquellos que critican abiertamente al Derecho natural.
En este sentido, ha dicho Aranguren que “el viejo nombre de Derecho natural puede no gustar (es lo
que me ocurre a mí) porque ni es estrictamente “natural” (dado con la naturaleza), ni es
estrictamente Derecho (positivo). Pero apunta a una actitud demandante que lleva en su seno la
pretensión jurídica. Y, como hemos visto, mantiene el Derecho abierto a la realidad histórica,
cultural, política y social”.
Creo que hay muchos motivos para criticar la doctrina del Derecho natural en sus distintas
versiones; por ejemplo, la creencia en la existencia de un orden de carácter inmutable y permanente
y, consiguientemente, válido para todo tiempo y lugar, o la excesiva rigidez en la pretendida
derivación de los Derechos positivos respecto del natural o, en fin, la negación del carácter jurídico
de aquellos ordenamientos que contradicen los “preceptos” del derecho natural. Pero con
independencia de todas estas críticas, sí estamos de acuerdo en lo que es más importante en la
doctrina iusnaturalista: su actitud crítica e inconformista frente al Derecho establecido. En cualquier
caso, la función que históricamente ha cumplido la doctrina del Derecho natural es demasiado
importante como para prescindir de su análisis y, además, no se puede olvidar que durante muchos
siglos ha sido la única que ha tratado de ofrecer una respuesta total respecto de la realidad jurídica.
1. Caracteres de la doctrina del Derecho natural.
Conviene advertir que la expresión “Derecho natural” no tiene una significación precisa ni en la
actualidad ni tampoco en el pasado. Ello se debe a que los dos términos que componen la expresión
pueden ser entendidos de maneras muy diversas. En este sentido basta con observar las diferentes
corrientes iusnaturalistas que han aparecido a lo largo de la historia para darse cuenta de las
importantes discrepancias que se han producido entre ellas. No obstante, lo que aquí se pretende no
es señalar las diferencias sino tan sólo las características comunes. Antes de realizar esta labor
parece procedente asignar a la expresión Derecho natural una significación que -con todas las
matizaciones posibles- pueda ser compartida por todos los defensores de la idea del Derecho
natural. En esta línea el profesor Rodríguez Paniagua ha dicho que “el Derecho natural ha sido
entendido de hecho sobre todo como la expresión del ideal del Derecho…, como una doctrina
acerca de cómo debe ser el Derecho, acerca del deber ser del Derecho”. No cabe duda que esta es
una de las constantes que puede apreciarse en cualquier doctrina del Derecho natural. El Derecho
natural se ha presentado como un ordenamiento que está más allá de los diferentes Derechos que
sirven para la regulación concreta de las relaciones entre los seres humanos y, desde este punto de
vista, podría decirse que se trata de un ordenamiento perfecto ya que no estaría sometido a las
variaciones coyunturales que son fruto del capricho de la voluntad de los seres humanos. En
cualquier caso, nos encontramos ante un Derecho que tiene una existencia real y cuya pretensión
inmediata consiste en dar sentido a los distintos ordenamientos positivos.
Como puede suponerse los caracteres que a continuación expondremos tratan de ofrecer una visión
amplia de la doctrina iusnaturalista. Las generalizaciones pueden resultar imprecisas e incluso a
veces se corre el riesgo de caer en la simplificación pero, en todo caso, permiten captar con mayor
claridad una determinada corriente de pensamiento. Las líneas maestras de la concepción
iusnaturalista podrían resumirse en las siguientes ideas:
a) Dualismo jurídico: la doctrina del Derecho natural es dualista porque defiende la existencia de
dos Derechos diferentes: el natural y el positivo. Este punto de partida tiene una importancia
decisiva ya que supone que la aproximación al fenómeno jurídico se realiza de un determinado
modo. El conocimiento sobre el Derecho no puede alcanzarse partiendo exclusivamente de la
experiencia jurídica, esto es, de los Derechos históricos ya que éstos no representan la auténtica y
genuina realidad jurídica. El Derecho natural es el Derecho por excelencia, tiene carácter jurídico y
no es sólo la expresión de un mero ideal.
b) Derivación de los Derechos positivos: si como se acaba de decir, el Derecho natural es el que
representa de un modo completo la realidad jurídica, los Derechos positivos deben encontrar su
fundamento y justificación en dicho Derecho natural. Esto significa que el Derecho natural no es
solamente el modelo que sirve para configurar los diferentes ordenamientos positivos, sino también
la rezón de su validez de manera que el carácter jurídico del Derecho positivo depende, en mayor o
menor medida, de su adecuación respecto del natural. O dicho con otras palabras; mientras que el
Derecho natural existe siempre de un modo incondicional, los Derechos positivos necesitan cumplir
determinados requisitos.
c) Carácter universal del Derecho natural: el Derecho natural no tiene una validez limitada a un
determinado grupo o comunidad sino que afecta por igual a todos los seres humanos y, en
definitiva, también puede ser conocido por todos como consecuencia de su origen. Ello quiere decir
que deriva de una realidad que se impone inexorablemente a todos los hombres. Tal realidad viene
representada por la naturaleza. Como es obvio, la naturaleza ha sido entendida de maneras muy
diferentes pero lo que importa destacar aquí es que se constituye como el factor fundamental que
determina el contenido del Derecho natural.
d) El Derecho natural como límite de la actividad del legislador. Al tratarse de un ordenamiento
superior, el Derecho natural trata de cumplir la función de limitar la actuación del legislador en el
sentido de que éste no estaría autorizado para establecer normas que, de una u otra forma,
conculquen los preceptos del Derecho natural. Esto quiere decir que la voluntad del legislador no es
-o, por lo menos, no debe ser- omnipotente sino que, por el contrario, está sujeta a determinados
límites. La consecuencia de una irregular actuación del legislador en el sentido indicado es la falta
de validez de las normas que surgen en oposición al Derecho natural. Aquí es donde puede
apreciarse con mayor nitidez el carácter crítico de la doctrina iusnaturalista. En última instancia, su
misión más importante ha sido la crítica a los diferentes Derechos positivos y, consecuentemente, la
necesidad de que tales Derechos sean suficientemente justificados.
2. Iusnaturalismo y positivismo jurídico.
En sentido estricto, el positivismo jurídico es una corriente de pensamiento que se inicia en el siglo
XIX y que surge en abierta oposición frente al iusnaturalismo. Se trata de una concepción que
también intenta dar una respuesta total respecto del fenómeno jurídico pero que difiere radicalmente
de la doctrina iusnaturalista en el punto de partida, en el método y, consecuentemente, en las
conclusiones. Al igual que sucedía con el iusnaturalismo, tampoco la doctrina positivista tiene un
carácter homogéneo. Por esta razón, es posible encontrar doctrinas que, aun cuando puedan ser
calificadas de positivistas, no tienen entre sí muchos puntos de contacto. No obstante, hay algunas
ideas que son comunes a todas las doctrinas del positivismo jurídico y que podrían resumirse en las
dos siguientes: en primer lugar, la afirmación de que sólo existe un Derecho. Frente al dualismo
iusnaturalista, el positivismo se presenta como una doctrina monista: el único Derecho que existe es
el positivo y fuera de él no puede hablarse en sentido propio de Derecho. Y, en segundo lugar, la
fundamentación o razón de ser del Derecho (positivo) no puede ser buscada más allá de los datos
que ofrece la experiencia. La justificación del Derecho hay que encontrarla en los factores que
determinan su creación y no en pretendidas realidades meta jurídicas. Claro que la pregunta ¿qué es
Derecho positivo? no es contestada de un modo uniforme. Mientras que para unos el Derecho
positivo viene representado por el conjunto de normas que han sido creadas por el Estado
(positivismo legalista), para otros el Derecho no procede de la voluntad estatal sino que surge en el
seno de la sociedad de un modo más o menos espontáneo (positivismo sociologista). Pero, en
cualquier caso, ya se conciba como expresión de la voluntad estatal o como expresión de la
voluntad social, el Derecho aparece como un dato positivo que tiene una entidad real. La doctrina
positivista analiza el Derecho tal como es y no se plantea la cuestión de cómo debería ser. A tenor
de lo expuesto es fácil comprender el por qué de la hostilidad del positivismo hacia la doctrina
iusnaturalista. Esta va a ser calificada como una doctrina metafísica que se construye al margen de
la realidad y que, por tanto, no puede servir para explicar adecuadamente el fenómeno jurídico.
El iusnaturalismo y el positivismo aparecen, pues, como doctrinas contradictorias y antagónicas que
difícilmente pueden conciliarse. En este sentido, la historia nos muestra una continua pugna entre
ambas tendencias. No obstante, hay que darse cuenta de la evolución que seguido el pensamiento en
las últimas décadas. La tradicional polémica entre iusnaturalismo y positivismo jurídico parece
haberse superado y a ello han contribuido -por qué no decirlo- los representantes de ambas
corrientes. Cuando menos puede hablarse de un acercamiento entre posturas iusnaturalistas y
positivistas y como consecuencia del mismo se observa el surgimiento de una nueva posición que
pretende extraer lo positivo de ambas doctrinas. En este sentido, ha dicho Delgado Pinto que
“comienza a generalizarse una nueva actitud representada por muchos teóricos del Derecho que no
aceptan ser calificados como positivistas, pero tampoco admiten claramente el Derecho natural, sino
que afirman encontrarse en una posición más allá de la disyuntiva o “iusnaturalismo o positivismo
jurídico”. Un ejemplo -sigue diciendo Delgado Pinto- de esta nueva postura la encontramos en una
actitud bastante extendida ante los llamados derechos humanos. Son muchos los que defienden la
existencia de unos derechos humanos dotados de validez objetiva, con independencia de su
reconocimiento por el Derecho positivo. Y, sin embargo, rechazan el Derecho natural, en el que
antaño encontraron su origen y fundamento. Reconocen que aquella función de mantener viva la
conciencia de ciertos valores o principios de justicia cuya validez se encuentra sustraída al arbitrio
del poder político, que ayer cumplió el iusnaturalismo, sigue siendo hoy necesaria; pero al mismo
tiempo consideran que dicha función debe ser hoy asumida y defendida por otras teorías que no
presenten los inconvenientes que hacen inaceptable el Derecho natural en sentido estricto”.
Para concluir con este tema, creemos que es necesario manifestar cuál es nuestra postura al
respecto. Advertimos de antemano que la contestación no va a ser tajante, es decir, no se trata de
determinar si se es o no iusnaturalista o positivista, Creemos que las etiquetas son peligrosas porque
habitualmente sólo sirven para encorsetar el pensamiento lo que, desde la perspectiva de la
actividad filosófica no es nada recomendable. Bobbio decía con razón que “una de las mayores
preocupaciones de un filósofo del Derecho al comienzo de su carrera era la de indicar la orientación
propia, justificarla, defenderla de los ataques ajenos. Contaba más la etiqueta que el vino”.
Procuraremos que en nuestro caso el vino sea más importante que la etiqueta.
De acuerdo con lo que se ha dicho anteriormente parece que en el momento actual no tiene mucho
sentido seguir hablando de la disputa entre iusnaturalismo y positivismo jurídico, entre otras
razones, porque el problema viene planteado en unos términos muy diferentes. Desde nuestro punto
de vista, el problema que ha tratado de solucionar la doctrina del Derecho natural (el problema del
Derecho justo, del Derecho que debe ser) sigue planteado y, consiguientemente, hay que dar una
respuesta. Decíamos en otro lugar que la filosofía del Derecho se justifica por su actitud crítica y
por su referencia a valores. El ser humano no puede dejar de valorar críticamente la realidad
jurídica y esta función corresponde plenamente a la filosofía jurídica. En este sentido, la teoría de la
justicia o axiología jurídica es la parte más importante de la filosofía del Derecho. Lo único que
afirmamos con decisión es la necesidad de tener en cuenta la realidad histórica a la hora de formular
propuestas de deber ser, es decir, los criterios no pueden ser de carácter inmutable sino que han de
tener cuenta el devenir histórico. Hecha esta salvedad, consideramos que sigue teniendo pleno
sentido formularse la pregunta de si el Derecho es justo y, desde luego, poner en tela de juicio el
propio orden establecido.
CAPÍTULO II.
1. Contenido de la filosofía del Derecho.
Decíamos en el capítulo anterior que existe un consenso bastante generalizado a la hora de justificar
la filosofía del Derecho. Pues bien, lo mismo podría afirmarse respecto de los temas que suelen ser
analizados por nuestra disciplina lo que, en cierto modo, puede causar extrañeza por la complejidad
del objeto sobre el que se proyecta: el Derecho. Sin embargo, y a pesar de la complejidad del
objeto, lo cierto es que existe unanimidad a la hora de analizar un reducido número de problemas
por más que las respuestas que se ofrezcan a cada uno de ellos sean diferentes. Por lo que se refiere
al contenido de la filosofía del Derecho, esto es, los temas que le son propios, no pretendemos, en
modo alguno, introducir ninguna novedad. Por eso, nuestro esquema responde, en líneas generales,
a los propuestos por la mayoría de los filósofos del Derecho sin que otorguemos una especial
relevancia a las distintas terminologías que se utilizan.
Desde nuestro punto de vista, la filosofía del Derecho está dividida en tres partes: la ontología
jurídica o teoría del Derecho, la teoría de la ciencia jurídica y la axiología jurídica o teoría de la
justicia. Veamos seguidamente en qué consiste cada una de ellas.
1.1. Teoría del Derecho.
La teoría del Derecho u ontología jurídica tiene como misión fundamental la determinación del
concepto del Derecho. Trata de averiguar en qué consiste el Derecho y, en este sentido, se presenta
como una disciplina “preliminar” pues delimita el objeto sobre el que se va a producir la reflexión
filosófica. Por consiguiente, la primera tarea del filósofo del Derecho es determinar claramente los
contornos del fenómeno jurídico. La mayoría de los filósofos del Derecho están de acuerdo a la
hora de plantear este problema como uno de los más característicos de su actividad; así, por
ejemplo, dice Bobbio que “el problema fundamental de la Teoría del Derecho es el determinar el
concepto del Derecho”. Para Legaz “el problema del concepto universal del Derecho es el cometido
propio de la filosofía del Derecho, aquel para cuya respuesta nació la filosofía del Derecho”. Para
del Vecchio “la definición del Derecho in genere, es una investigación que trasciende de la
competencia de todas y cada una de las Ciencias jurídicas particulares: y constituye precisamente el
primer tema de la filosofía del Derecho”. Las citas podrían multiplicarse pero parece innecesario;
basta con estas muestras en las que queda patente el acuerdo existente en torno al tema.
Probablemente, la primera pregunta que hay que plantearse es la de por qué este tema corresponde a
la filosofía del Derecho y no a la ciencia jurídica. La respuesta hay que hallarla -como ya se señaló
en otro lugar- en el distinto enfoque de cada una de esta disciplinas. La ciencia jurídica no puede
responder a la pregunta de qué es el Derecho en universal porque siempre realiza un análisis parcial
del fenómeno jurídico. La filosofía del Derecho, por el contrario, pretende dar una respuesta total de
modo que una vez establecido lo que sea el Derecho, esta noción debe valer para todo Derecho
posible. Esta visión total y última es la que caracteriza a la reflexión filosófica. Hay que insistir
nuevamente en que tanto la ciencia del Derecho como la filosofía del Derecho tienen su razón de
ser y a pesar de las relaciones que entre ellas se producen esto no impide que puedan ser
diferenciadas con claridad. Y por lo que se refiere al modo de responder a la pregunta ¿qué es el
Derecho? no se produce ninguna confusión. Como ha dicho Delgado Pinto “la ciencia jurídica,
como cualquier otra ciencia, parte de su objeto, en este caso el Derecho vigente, como algo
constituido y delimitado con seguridad; y los conceptos que utiliza vienen determinados por su
función de aprehender, interpretar y exponer ordenada o sistemáticamente el Derecho dado en orden
a facilitar la praxis jurídica. Por el contrario, la filosofía del Derecho se hace problema de las
nociones científico-jurídicas precisamente porque no parte del Derecho como un objeto ya
constituido y seguramente determinado frente a todos los demás, sino que, al revés, su tarea consiste
en reconstruir mentalmente el proceso en virtud del cual el Derecho se constituye como una
realidad determinada y como objeto de conocimiento”. A la vista de esto parece que la filosofía del
Derecho se mueve en un terreno mucho menos seguro, pero tal inseguridad es una consecuencia
inevitable de la actividad filosófica y, por tanto, no es algo que pueda considerarse negativo.
¿Cuáles serían, en concreto, los problemas que debe abordar la teoría del Derecho? Hemos dicho
que su tarea fundamental consiste en la determinación del concepto del Derecho. Pues bien,
precisamente al realizar esta tarea pueden ir desgranándose los distintos temas que conforman su
entorno. El primer tema que ha de abordarse es el de la diferenciación del Derecho respecto de otros
órdenes normativos. Por una parte, la Moral y, por otra, las reglas del trato social. Este es uno de los
temas clásicos de la filosofía del derecho; se trata de aislar el fenómeno jurídico y ver cuáles son sus
características fundamentales. Junto a la normatividad jurídica existen otras normatividades que
vinculan igualmente las voluntades de los hombres. Es necesario diferenciarlas y al mismo tiempo
analizar los puntos de contacto que puedan darse entre las mismas. Desde nuestro punto de vista,
Derecho, Moral y reglas del trato social constituyen tres órdenes normativos diferentes, cada uno de
los cuales tiene sustantividad propia. Esta afirmación no implica, en modo alguno, negar las mutuas
y recíprocas conexiones que tienen lugar entre estas tres normatividades.
A la teoría del Derecho también le corresponde el análisis normativo del Derecho en una doble
vertiente. Por una parte, desde la consideración de la norma jurídica o de las diferentes normas
jurídicas (estructura, características, clases, relaciones entre ellas, etc) y, por otra, desde la
perspectiva total del ordenamiento jurídico como sistema (formación del mismo, unidad,
coherencia, plenitud, etc). También debe ocuparse la teoría del Derecho del problema de la validez
jurídica (en qué consiste, cuál es su fundamento, cuáles son sus relaciones -si las hay- con la
eficacia y la justicia del Derecho, etc). Finalmente, la teoría del Derecho debe analizar los
problemas derivados de la realización del Derecho, esto es, de su aplicación (cómo deben obtenerse
las decisiones concretas que resuelven conflictos, cómo deben interpretarse las normas, qué
funciones desarrollan los sujetos que aplican el Derecho, etc). Como puede observarse, hemos
hecho una enumeración sucinta de los diferentes temas que deben ser estudiados por la teoría del
Derecho. Los capítulos siguientes de este libro están precisamente dedicados a desarrollar con más
detalle todos estos problemas.
1.2. Teoría de la ciencia jurídica.
Páginas atrás habíamos afirmado que si la filosofía del Derecho quiere cumplir plenamente su
función debe estar en contacto con la ciencia jurídica. Aunque son saberes distintos no son, en modo
alguno, antagónicos y, por eso, cuanto más contacto se tenga con la ciencia jurídica más acabada y
completa será la filosofía que se construya. Pues bien, esta conexión entre filosofía del Derecho y
ciencia jurídica se hace patente en esta parte de nuestra disciplina que recibe el nombre de teoría de
la ciencia jurídica. La descripción de la misión de la teoría de la ciencia jurídica ha sido hecha por
Elías Díaz de un modo completo. Siguiendo a este autor podría decirse que la teoría de la ciencia
jurídica consiste en “la reflexión crítica sobre la ciencia del Derecho y sobre la actividad científica
de los juristas; estudio de la metodología y de los procedimientos lógicos utilizados en la
argumentación jurídica y en el trabajo de aplicación y realización del Derecho. Desde ahí,
determinación de los elementos y componentes específicos de la ciencia jurídica, planteamiento
radical de su mismo carácter científico (puesto con frecuencia en tela de juicio y negado en
ocasiones), análisis comparativo con las demás ciencias sociales y situación de aquélla en el
panorama general de los conocimientos científicos generales, constituyéndose también, en este
sentido, como epistemología y teoría crítica sobre el conocimiento sobre el Derecho”. La teoría de
la ciencia jurídica debe dedicarse, por consiguiente, a resolver los problemas epistemológicos,
lógicos y metodológicos que plantea la ciencia del Derecho.
La primera tarea que debe realizarse con carácter preliminar consiste en el establecimiento de los
propios fundamentos de la ciencia jurídica, es decir, debe determinarse si la actividad del jurista
tiene o no carácter científico. Al mismo tiempo le corresponde el análisis del desarrollo histórico de
la ciencia jurídica o, mejor dicho, de los diferentes modelos de ciencia que han sido propuestos a lo
largo de la historia. Y, por último, debe determinar el propio objeto de la ciencia del Derecho. A
primera vista, puede parecer que la teoría de la ciencia jurídica quedaría fuera de la actividad
filosófica y sería más bien ciencia. Sin embargo, a pesar de los contactos que tiene esta parte de la
filosofía del Derecho con la ciencia jurídica no debe producirse confusiones. La teoría de la ciencia
jurídica actúa en un plano distinto lo que justifica plenamente que se pueda hablar de actividad
filosófica. Su función es eminentemente crítica y utiliza preferentemente un lenguaje prescriptivo
frente al lenguaje descriptivo de la ciencia.
1.3. Axiología jurídica.
La axiología jurídica o teoría de la justicia es la parte más importante de la filosofía del Derecho y
donde ésta cobra pleno sentido. Casi todos los autores consideran que este tema de la filosofía del
Derecho es el más decisivo y trascendental. ¿Cuál es el objeto de la axiología jurídica? Puede
decirse que su objeto específico son los valores que se encuentran incorporados al Derecho positivo
aunque también le corresponde la formulación de propuestas ideales. La axiología jurídica, trata de
hacer abstracción del mismo en el sentido de que propone casi siempre un modelo ideal de Derecho.
Como dice del Vecchio, “la investigación deontológica se desarrolla de un modo autonómico, y
comprende la indagación del ideal, y la crítica de la racionalidad y legitimidad del Derecho
existente. La filosofía del derecho, en esta específica función suya, investiga cabalmente aquello
que debe o debiera ser en el Derecho, frente a aquello que es, contraponiendo una verdad ideal a
una realidad empírica”.
Es evidente que el Derecho persigue siempre la realización de determinados valores y, en este
sentido, puede afirmarse que nunca es neutral. Toda legalidad está apoyada siempre en un sistema
de legitimidad. Si observamos la historia puede llegarse a la conclusión de que los valores no tienen
un carácter absoluto y, desde luego, cambian en razón de las circunstancias. Pero lo que es
innegable es la pretensión que siempre se da en el Derecho de plasmar determinados valores por
más que éstos sean entendidos de manera diversa. Desde la perspectiva de la axiología jurídica
deben ser analizados críticamente los valores que están incorporados al Derecho y al mismo tiempo
debe ofrecerse otro modelo de derecho. Es evidente, al menos para mí, que el Derecho positivo no
constituye la última palabra sobre lo jurídico. La actividad crítica sobre el Derecho existente es
inevitable entre otras razones porque ningún Derecho por perfecto que sea puede llegar a satisfacer
todas las aspiraciones de una determinada comunidad.
De entre todos los valores jurídicos hay uno que se ha situado siempre en el vértice: se trata de la
justicia. El hecho del establecimiento de un determinado Derecho no significa que éste sea justo. Y
la pregunta fundamental surge inmediatamente: ¿es posible determinar de un modo racional la
justicia o injusticia del Derecho? o, dicho en otras palabras, cuando hablamos de un Derecho como
justo o injusto ¿expresamos simplemente nuestras preferencias personales? o, por el contrario, ¿es
posible encontrar criterios que tengan validez objetiva? Las respuestas que se han dado a estas
preguntas han sido muy variadas a lo largo de la historia del pensamiento jurídico y a ella se han
consagrado los más eminentes filósofos y juristas. El tema de las relaciones entre Derecho y justicia
ha sido, en efecto, uno de los problemas que más ha preocupado al espíritu humano. Siguiendo al
profesor Legaz pueden distinguirse cuatro posiciones doctrinales diferentes:
En primer lugar, el positivismo que sería una tesis separatista en el sentido de que el problema de la
justicia es meta jurídico; “jurídicamente sólo tiene sentido hablar de justicia dentro del Derecho
positivo”. En segundo lugar, el idealismo que equipara la justicia y el Derecho formalmente. Según
esta tesis la justicia absoluta se realiza históricamente en el Derecho positivo. En tercer lugar,
estaría el formalismo crítico que formalmente también separa (como el positivismo) Derecho y
justicia, pero considera que la idea de justicia se presenta como un criterio de valoración del
Derecho. Por consiguiente, sería posible tanto la existencia de un Derecho justo como de un
Derecho injusto. Y, por último, la doctrina iusnaturalista que equipara (al igual que el idealismo)
Derecho y justicia. La diferencia con el idealismo radica en que el Derecho positivo no realiza
absolutamente la justicia, sino que pierde su condición jurídica si no realiza la idea de justicia. No
se puede hablar de Derecho injusto porque es una contradicción y hablar de Derecho justo es una
inútil redundancia.
Desde nuestro punto de vista, ninguna de estas posiciones consideradas estrictamente es plenamente
satisfactoria. La que más está de acuerdo con nuestro modo de pensar es la del formalismo crítico
porque admite la posibilidad de un Derecho justo y de un Derecho injusto. Sin embargo, en la
actualidad todas estas posiciones han sido matizadas y revisadas produciéndose un cierto
acercamiento entre ellas. En este sentido, puede recordarse lo que se dijo en otro lugar sobre la
aparición de una corriente de pensamiento que pretende superar el tradicional antagonismo entre
iusnaturalismo y positivismo jurídico.
De cualquier modo, creemos que se puede hablar de justicia racionalmente; la justicia no es la
expresión de un estado emocional; por eso, no estamos de acuerdo con Ross cuando dice que
“invocar la justicia es como dar un golpe sobre la mesa: una expresión emocional que hace de la
propia exigencia un postulado absoluto. Esta no es una manera adecuada de obtener comprensión
mutua. Es imposible mantener una discusión racional con quien apela a la justicia, porque nada dice
que pueda ser argüido en pro o en contra. Sus palabras constituyen persuasión, no argumento”; y, en
otro lugar, afirma que “la justicia, en consecuencia, no puede ser una pauta jurídico-política o un
criterio último para juzgar una norma. Afirmar que una norma es injusta, como hemos visto, no es
más que la expresión emocional de una reacción desfavorable frente a ella. La declaración de que
una norma es injusta no contiene ninguna característica real, ninguna referencia a algún criterio,
ninguna argumentación. La ideología de la justicia no tiene, pues, cabida en un examen racional del
valor de las normas”.
La posición de Ross, como también la de algunos otros autores, responde al ideal de una ciencia
neutral, libre de valoraciones y, aunque esta concepción ha tenido importantes consecuencias y
efectos beneficiosos, no es menos cierto que también ha tenido algún efecto perjudicial. Como ha
dicho Zuleta, la imagen de una ciencia libre de valoraciones “ha cumplido, sin embargo, con
funciones evidentes pero no igualmente provechosas para los valores sostenidos por el ethos
científico de la modernidad. Al separar hechos y valores ha contribuido a consolidar una idea del
poder político vaciada de contenido ético y a justificar la indiferencia del científico frente al
problema de su responsabilidad social. Al mismo tiempo, ha justificado la prescindencia del
científico respecto a las cuestiones últimas, relativas al sentido de la existencia que en todas las
épocas operaron como el impulso más fecundo y decisivo para el propio progreso de la ciencia”.
Por tanto, consideramos que es posible realizar argumentaciones racionales acerca de la justicia. El
espíritu humano no puede renunciar a valorar críticamente el Derecho existente porque, en
definitiva, privar al hombre de esta posibilidad significa no tener ninguna confianza en la razón. No
cabe duda que la axiología jurídica es la parte de la filosofía del Derecho que plantea mayores
problemas, pero la presencia de dificultades no puede ser un obstáculo a la hora de la elaboración de
una teoría de la justicia. Ciertamente, no pueden encontrarse criterios absolutos e intemporales
(salvo los elementos formales de la noción de justicia), pero sí es posible hallar criterios racionales
que den un contenido material a la idea de justicia.
Dentro de la axiología jurídica concedemos una especial importancia a la teoría de los derechos
humanos o fundamentales y consideramos que uno de los temas prioritarios es encontrar su
fundamento, su razón de ser. La libertad, la autonomía, la dignidad y la igualdad son algunos de los
valores que los derechos fundamentales tratan de plasmar y realizar. Hoy más que nunca parece que
el reconocimiento, la garantía y la efectiva realización de los derechos humanos constituye una de
las tareas más urgentes de todo Estado auténticamente democrático.
Otro de los temas que debe ser abordado en el seno de la axiología jurídica es el problema de la
justificación y necesidad del Estado. Desde hace algunos años los problemas que derivan de la
existencia del Estado están recibiendo un amplio tratamiento. Habría que contestar una de las
preguntas que ha sido planteada con insistencia durante muchos siglos: ¿por qué tiene que existir el
Estado? y, una vez admitida esta posibilidad, ¿cómo puede llegar a justificarse? Naturalmente, hay
que dar buenos argumentos para defender la idea de la necesidad del Estado, pues no basta con
afirmar que el Estado ha existido siempre y que precisamente por eso es necesario. Si se contesta de
este modo lo único que se hace es constatar la presencia del Estado como un hecho histórico de
carácter irremediable. Pero esto no es suficiente; hay que demostrar que la existencia del Estado
proporciona mayores ventajas que inconvenientes. Desde nuestro punto de vista, el Estado, a pesar
de sus carencias, es algo valioso porque impide el ejercicio de la violencia, establece la paz y
proporciona seguridad a los seres humanos. Estas serían a nuestro entender las tres razones
fundamentales por las que el Estado es necesario.
Sin embargo, es evidente que hay muchos tipos de Estado y no todos ellos -aun reconociendo su
necesidad- pueden legitimarse sobradamente. En definitiva, se trataría de determinar qué tipo de
Estado es el que puede satisfacer de un modo más pleno las aspiraciones de los individuos. Desde
nuestro punto de vista, el Estado mejor es aquel que garantiza la igualdad jurídica, política y
económica y protege adecuadamente los derechos fundamentales. Hay una tensión constante entre
dos tipos de Estado -probablemente estamos simplificando en exceso-: los que garantizan la
igualdad económica pero vulneran la libertad y los que garantizan la igualdad jurídica y protegen
las libertades individuales pero sin conseguir una igualdad económica. La pregunta que hay que
hacerse en el momento actual es si es posible que tales tensiones desaparezcan y se pueda llegar a
un sistema en el que igualdad jurídica, política y económica sea una auténtica realidad. Por último,
también sería competencia de la axiología jurídica el análisis de otros valores que están presentes en
el Derecho como la seguridad, la paz, el bien común, etc
Hemos hecho una somera descripción de las distintas partes en que se divide la filosofía del
derecho. Para concluir sólo nos resta hacer una advertencia importante. Cada uno de los sectores de
la filosofía jurídica (teoría del Derecho, teoría de la ciencia jurídica y axiología jurídica) tienen una
relativa autonomía. Hablamos de relativa autonomía porque estas tres partes no pueden ser
tajantemente separadas, pues entre ellas se producen constantes conexiones. Además, no debemos
olvidar que la filosofía del Derecho debe tener pretensiones totalizadoras y, por eso, su división en
diferentes partes sólo tiene sentido a la hora de localizar los distintos problemas que plantea la
realidad jurídica.
1.4. Historia de la filosofía del Derecho.
Hemos dividido la filosofía del Derecho en tres parcelas y, sin embargo, aparece ahora como
contenido típico de la misma otra “parte” que es la historia de la filosofía del Derecho o historia del
pensamiento jurídico. Hay que decir que, en sentido estricto, no es una parte de la disciplina ya que
en ella se abordan los problemas ontológicos, axiológicos, lógicos y epistemológicos; pero el
tratamiento se hace desde una perspectiva histórica bien analizando el pensamiento de un autor o
bien señalando las características comunes de una determinada corriente doctrinal. El problema
fundamental que se plantea a la hora de elaborar una historia del pensamiento jurídico es el de
determinar qué método se sigue. Básicamente hay dos posibilidades: la primera -que podría
llamarse clásica o tradicional ya que habitualmente se ha procedido de este modo- consiste en la
exposición de las doctrinas siguiendo para ello un orden cronológico y tratando de clasificar las
diferentes doctrinas en un número reducido de corriente. El segundo método consiste en hacer la
historia de la filosofía del Derecho tema por tema. En este sentido se ha manifestado, por ejemplo,
Bobbio cuando dice que “el mejor método de hacer la historia de la filosofía del derecho es el de
dirigirse a las doctrinas del pasado tema por tema, problema por problema, esto es, de no olvidar en
el tratamiento de cada tema los precedentes históricos”. Entre nosotros es partidario de seguir este
método el profesor Hernández Marín. Los dos métodos tienen sus ventajas y sus inconvenientes. El
primero proporciona una visión más amplia del pensamiento jurídico y, desde un punto de vista
estrictamente pedagógico, nos parece más formativo, pero también es cierto que se corre el riesgo
de tratar doctrinas que nada tiene que ver entre sí por lo que se refiere a los contenidos temáticos. El
segundo sistema tiene unas pretensiones más limitadas y entre sus ventajas destaca sobre todo la
posibilidad de acotar con mayor precisión los distintos temas, pero presenta un grave inconveniente:
puede perderse la perspectiva histórica.
Consideramos que ambos métodos son válidos y cada uno de ellos tiene su razón de ser aunque nos
inclinamos por el sistema tradicional de varias razones. El segundo sistema está pensado sobre todo
para los profesores y los investigadores, es decir, para aquellos que tienen una sólida formación; por
tanto, construir de este modo la historia de la filosofía del Derecho no plantea ningún problema. Sí
plantea problemas, sin embargo, desde el punto de vista del estudiante pues puede suceder que
pierda su visión histórica, esto es, que no se sepa situar a un autor o a una corriente de pensamiento
en el momento histórico en que se desarrolla lo que, sin duda alguna, no es nada aconsejable. Es
necesario insistir en el hecho de que el pensamiento de los distintos autores no puede explicarse ni
ser bien entendido al margen de las circunstancias históricas en que se produce. Además, hay
muchos conceptos que sólo pueden ser comprendidos si se tiene en cuenta el momento histórico en
que aparecen. Por todo ello, es más conveniente seguir el orden cronológico en la exposición de las
diferentes doctrinas sobre la realidad jurídica.
2. La ciencia del Derecho.
En el capítulo primero se dieron algunas razones para la justificación de la filosofía del Derecho. Se
dijo que la filosofía del Derecho es un saber que tiene un ámbito específico que no se confunde con
el propia de la ciencia jurídica. En efecto, la diferencia fundamental entre ciencia y filosofía del
Derecho radica en la diferente perspectiva desde la que se contempla el fenómeno jurídico. La
ciencia jurídica estudia el Derecho de un modo parcial o, si se prefiere, fragmentario ya que su
análisis se limita al análisis de una parte del ordenamiento jurídico, o como mucho se estudia el
Derecho francés o el Derecho español pero nunca el Derecho sin más adjetivos. En las páginas que
siguen vamos a tratar de determinar qué es la ciencia del Derecho, cuál es su objeto y cuál es su
función. Pero, con carácter previo hay que plantearse la cuestión de si es posible realmente un
conocimiento “científico” sobre el Derecho. Es un problema que ha recibido un amplio tratamiento
a lo largo de la historia y las respuestas que se han ofrecido han sido de lo más variadas. Por
consiguiente, antes de hablar del objeto, método y función de la ciencia jurídica parece procedente
dirigir nuestra atención hacia aquellas posiciones que han negado el estatuto científico a la
Jurisprudencia.
2.1. La negación de la ciencia del Derecho.
La actitud crítica frente a la realidad jurídica se ha desarrollado con mayor o menor virulencia en
diferentes épocas históricas. En este sentido, muchas obras literarias son una buena muestra de la
actitud sarcástica y burlona respecto del Derecho. Sin embargo, lo que aquí nos interesa es
examinar aquellas posturas que han sido defendidas por juristas y que, de una u otra forma, han
negado la posibilidad de un conocimiento científico sobre el Derecho. Entre todas ellas hay una que
es la más conocida y que resulta de obligada referencia. Nos referimos a la doctrina de un jurista
alemán del siglo pasado: Kirchmann. En el año 1847 pronunció este autor una conferencia que
llevaba por título Die Wertlosigkeit der Jurisprudez als Wissenschaft (La falta de valor de la
Jurisprudencia como ciencia) en la que negó rotundamente que lo que hacen los juristas pueda
recibir el nombre de ciencia. El éxito de este opúsculo se debe, entre otras razones, al momento
histórico en el que surgió y, probablemente, si hubiese aparecido medio siglo después no habría
gozado de tantísima fama. Los argumentos de Kirchmann son bien conocidos: el primero de ellos y,
sin duda alguna, el más decisivo se refiere al objeto de la Jurisprudencia. La característica
fundamental de tal objeto es la variabilidad y la contingencia. La conclusión que se extrae de esta
comprobación es la imposibilidad de construir ciencia respecto de un objeto que carece de fijeza y
permanencia. “La tierra -dice Kirchmann- sigue girando alrededor del sol, como hace mil años; los
árboles crecen y los animales viven como en tiempo de Plinio. Por consiguiente, aunque el
descubrimiento de las leyes de su naturaleza y su poder haya requerido largos esfuerzos, tales leyes
son, por lo menos, tan verdaderas para la actualidad como para tiempos pasados, y seguirán
siéndolo para siempre. Muy otra es la situación de la ciencia jurídica. Cuando ésta tras largos años
de esfuerzos, ha logrado encontrar el concepto verdadero, la ley de institución, hace ya tiempo que
el objeto se ha transformado. La ciencia llega siempre tarde en relación con la evolución progresiva;
no puede nunca alcanzar la actualidad. Se parece al viajero en el desierto: divisa lejos opulentos
jardines, ondulantes lagos; camina todo el día y a la noche están todavía tan alejados de él como por
la mañana”. Por todo ello, en cuanto la ciencia “hace de lo contingente su objeto, ella misma se
hace contingencia; tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en
basura”. Adviértase que la crítica de Kirchmann se proyecta exclusivamente sobre el objeto de la
Jurisprudencia y no sobre la actividad de los juristas, es decir, si la labor que realizan los juristas no
tiene carácter científico ello no se debe, en ningún caso, a su incapacidad intelectual sino a la
imposibilidad de aprehensión del objeto: “si en efecto es verdadera mi afirmación de que la
jurisprudencia carece de valor científico, es desde luego, evidente que la culpa de que ello sea así no
puede alcanzar a las personas, a los cultivadores de la ciencia”.
La afirmación de Kirchmann de que el objeto de la Jurisprudencia es variable puede ser aceptada
sin grandes reparos. Quizás, convendría señalar que no todo en el Derecho es contingente y que, en
consecuencia, hay algunos elementos que son permanentes. Pero, a pesar de ello, la variabilidad del
objeto no significa necesariamente la imposibilidad de construir ciencia. En este sentido, puede
decirse que Kirchmann tiene una visión demasiado estrecha, por no decir ingenua, de lo que es la
ciencia. Para este autor sólo hay un modelo de ciencia, la ciencia natural y puesto que no se pueden
aplicar al Derecho los esquemas propios de las ciencias naturales (en esto Kirchmann tiene razón)
se concluye afirmando que el Derecho no puede ser objeto de conocimiento científico. Kirchmann
compara constantemente los resultados y los avances sorprendentes de las ciencias naturales con los
escasos logros de la Jurisprudencia. Las ciencias naturales operan siempre sobre objetos inmutables
y por eso pueden formular leyes generales que tengan validez absoluta; además se basan en la
observación y en la experimentación cosa que no sucede con el Derecho. Esta es la causa de la falta
de progreso de la Jurisprudencia. Veamos qué es lo que dice Kirchmann: “el principio de la
observación, de la subordinación de la especulación a la experiencia, al que en el fondo debe
también su valor la jurisprudencia de los clásicos romanos, fue adoptado por todas las ciencias, y
los resultados de este nuevo método lindaron pronto en lo maravilloso. Los descubrimientos se
sucedieron unos a otros. Si antes lo que un siglo creyera firmemente establecido por especulaciones
ilusas se veía arrumbado, en el siguiente, por otras especulaciones de no menor calibre, ahora en
cambio, se estaba en posesión de un suelo firme. Los trabajos y descubrimientos de un siglo
continuaban siendo, en los que le seguían, la base firme sobre la cual proseguía la obra, que ha
alcanzado ya las asombrosas dimensiones que conocemos. La jurisprudencia, en cambio, desde la
época de Bacon, ha permanecido por lo menos estacionaria. Sus reglas, sus conceptos, no han
encontrado desde entonces expresiones más agudas. No hay en ellos menos controversias, sino más.
Incluso allí donde la investigación más paciente creía haber llegado por fin a un resultado seguro e
inconmovible, apenas transcurre una década sin que vuelva a iniciarse la discusión desde un
principio”. En conclusión, la pretendida ciencia del Derecho no puede ofrecer ningún tipo de
certeza; al ser su objeto variable también lo son sus resultados lo que, en última instancia, quiere
decir que carece de toda utilidad. Además, tampoco sirve para la resolución de los conflictos que se
producen entre los ciudadanos. ¿Qué diríamos -se pregunta Kirchmann- de un matemático al que
dos personas pidieran la solución de sus cálculos divergentes, si pretendiera recurrir a un
compromiso alegando que las operaciones de cálculo son demasiado largas e inseguras?” Pues bien,
esta es la sorprendente respuesta que suelen ofrecer los juristas. Variabilidad del objeto, ausencia de
progreso, falta de certeza e inutilidad son los argumentos fundamentales que utiliza Kirchmann para
negar la posibilidad del conocimiento científico sobre el Derecho. En definitiva, la posición de
Kirchmann viene a establecer la imposibilidad de construir ciencia de lo variable y singular.
Obviamente, las críticas posteriores han restado valor a su doctrina sobre todo desde que se ha
aceptado la existencia de otros modelos de ciencia diferentes al modelo imperante en el siglo XIX.
De cualquier modo, con independencia de los argumentos que utiliza Kirchmann -ya se ha dicho
que no son muy convincentes- la pregunta sigue en el aire. El profesor Atienza en un sugestivo
análisis de la postura de Kirkman -aunque no estamos de acuerdo con la conclusión- viene a darle la
razón por lo que se refiere a la cuestión de fondo: “la auténtica raíz del problema es la falta de
prestigio social de los juristas y de la labor teórica que desarrollan, carencia que se pretende superar
usufructuando el rótulo de científico. Nos encontramos, pues, con un nuevo caso de definición
persuasiva, como lo prueba el hecho de que la polémica ha quedado circunscrita a los juristas de
países de Derecho continental, y no se plantea en los del common law, donde los juristas gozan de
un prestigio indiscutido. En otras palabras, von Kirchmann tenía razón -y la sigue teniendo- al
sostener que la jurisprudencia no es una ciencia (aunque no pueda decirse lo mismo de sus
argumentos)”; por tanto, para Atienza “la jurisprudencia es una técnica, y no puede dejar de serlo,
pero aceptar esto no implica relegarla a un plano de menor importancia, sino situar el problema en
sus términos exactos”. A lo mejor, el problema del carácter científico de la Jurisprudencia debería
ser planteado en unos términos diferentes. En este sentido, se ha manifestado el profesor
Calsamiglia cuando dice que “conviene tener en cuenta que el conocimiento no es necesario que sea
científico para resultar importante y útil. En una sociedad como la actual, impregnada de ideología
utilitarista, la dogmática existe porque tiene una función social relevante. Cuesta creer que una
actividad de tanta envergadura sólo sea financiada para mantener un gremio parasitario.
Probablemente se paga a los juristas y se dedican fondos estatales para su formación porque su
actividad -sea científica o no- reviste importancia”. En definitiva, lo verdaderamente importante
sería aumentar nuestro conocimiento y no que éste sea calificado de científico o no científico. Claro
que desde esta perspectiva el problema tampoco es solucionado, es decir, aunque prescindamos del
calificativo “científico” lo que se sigue planteando es si la actividad de los juristas sirve para
alcanzar el conocimiento y, en su caso, aumentarlo.
Conviene advertir, no obstante, que la crítica a la ciencia jurídica no es algo que pertenezca
exclusivamente al pasado. Todavía hoy desde diferentes sectores se insiste en la imposibilidad de
construir una ciencia del Derecho. Aunque se utilizan argumentos distintos a los de Kirchmann se
llega a la misma conclusión. Sin embargo, vamos a dejar a un lado las tesis negadoras para entrar en
el análisis de aquellas otras posiciones que afirman la posibilidad de la existencia de una auténtica
ciencia del Derecho.
2.2. Diferentes modelos de ciencia jurídica: el problema del método.
Las tesis que defienden la existencia de la ciencia jurídica no tienen un carácter homogéneo. La
nota común se cifra en la creencia de que la actividad de los juristas constituye un conocimiento
científico pero, por lo demás, hay notables diferencias respecto al método o métodos que se deben
utilizar e incluso respecto al propio objeto de la Jurisprudencia. Esta diversidad en la consideración
científica del derecho no sólo se produce en la actualidad, sino que su origen puede situarse en los
inicios del siglo XIX que es cuando nace la ciencia jurídica moderna. Siguiendo al profesor
Hernández Gil podría afirmarse que la ciencia jurídica ha adoptado dos posturas fundamentales a
partir del siglo XIX: “una primera, en el clima del positivismo generalizado del siglo XIX, consistió
en parecerse a las ciencias de la naturaleza. Invocar entonces la que hoy consideramos como una
categoría de las ciencias era invocar la ciencia misma, porque en esa sola región del saber -la de la
naturaleza y la magnitud- el conocimiento se había hecho científico al despojarse de todas las
reminiscencias míticas e ideológicas conforme a los reputados nuevos planteamientos”.
Recordemos que este modelo de ciencia era el que manejaba Kirchmann y, por eso, no podía
aplicarse a la realidad jurídica.
Posteriormente empezará a hablarse de varios tipos o clases de ciencia con lo cual desaparece el
monolitismo que había imperado hasta ese momento. “Trascurre muchos decenios -sigue diciendo
Hernández Gil- hasta que logra elaborarse una segunda concepción fundante de la ciencia jurídica.
Su propósito, dicho en pocas palabras, es el contrario de la anterior: consiste en diferenciarla de las
ciencias de la naturaleza. El problema estriba en alcanzar la especificidad de lo jurídico y de su
conocimiento; en ser éste científico y, sin embargo, no quedar reducido al conocimiento propio de
las ciencias de la naturaleza, sino contraponerse a él de manera diferenciadora”. A este cambio, que
supone el abandono de la concepción unitaria de la ciencia, contribuyeron de una manera muy
especial las obras de Windelband, Dilthey y Rickert con su clasificación entre ciencias naturales y
ciencias culturales o del espíritu. A partir de ahora se considera que además de las realidades
naturales existen otros objetos para cuya aprehensión es precisa la aplicación de métodos
específicos, objetos que no tienen la permanencia de las realidades de la naturaleza. Es posible, por
tanto, construir una verdadera ciencia sobre aquellas realidades que afectan al mundo de la cultura,
de los hechos culturales.
De acuerdo con esta nueva concepción puede hablarse de una ciencia jurídica, esto es, de una
ciencia que se proyecta sobre un objeto variable con características singulares. Admitida, pues, la
posibilidad de una ciencia del Derecho, lo primero que hay que determinar es su objeto. En razón
del mismo puede hacerse una clasificación de los dos modos fundamentales de entender la ciencia
jurídica. No pretendemos, desde luego, ofrecer un amplio panorama de las distintas concepciones
acerca de la ciencia jurídica. Por ello, todo lo que se diga a continuación es forzosamente una
síntesis sin ánimo de exhaustividad. Esquemáticamente, y aun a riesgo de simplificar, puede decirse
que existen dos tendencias fundamentales: las posiciones formalistas o normativitas y las posiciones
empiristas.
Las tesis formalistas consideran que el objeto de la ciencia del Derecho viene representado por las
normas jurídicas, por el conjunto de normas que forman un ordenamiento jurídico. Si el jurista
quiere realmente hacer ciencia sobre el Derecho deberá dirigir su atención hacia las normas que son
las únicas que sirven para explicar el fenómeno jurídico. Una doctrina que podría encuadrarse
dentro de esta visión es la defendida por Kelsen, el cual con la pretensión de obtener la “pureza”
construyó una ciencia basada exclusivamente en normas; la ciencia del Derecho desde esta
perspectiva sería, utilizando la terminología kelseniana, una ciencia del deber ser, una ciencia
normativa.
Para las posiciones empiristas, por el contrario, la ciencia del Derecho no es normativa; aunque el
Derecho tiene estructura normativa lo verdaderamente importante y decisivo son los hechos a través
de los cuales se expresa. La misión de la ciencia jurídica no es describir normas ya que éstas no
representan la genuina realidad jurídica. Una doctrina característica de esta concepción es la
mantenida por uno de los representantes más destacados del llamado realismo jurídico escandinavo:
Alf Ross.
Como ya habrá advertido el lector, en el fondo de esta polémica lo que subyace es una disputa
metodológica, es decir, se trata de establecer el método más adecuado para llegar a conocer la
realidad jurídica. En principio, parece que nos encontramos ante dos visiones totalmente
antagónicas en relación con la ciencia jurídica y, evidentemente, adoptar una u otra postura conduce
a resultados diferentes. A la vista de todo ello no sería aventurado afirmar que el panorama que se
nos ofrece es bastante desalentador. Sin embargo, a esta conclusión sólo puede llegarse si se realiza
un análisis superficial. La existencia de dos concepciones contrapuestas puede ponernos en el
camino adecuado para resolver el problema y, en todo caso, como con razón ha señalado Elías Díaz,
“no pueden considerarse como inútiles y estériles las explicaciones, razonamientos, críticas y
argumentos dados por una y otra de las dos principales partes de esta continuada polémica de
métodos mantenida a lo largo del pasado siglo y del actual. Su utilidad se muestra al menos en el
surgimiento de un consenso cada vez más generalizado y de una cada vez más difundida conciencia
actual que se orienta decididamente hacia la superación de los monismos metodológicos extremos y
hacia la afirmación de un necesario pluralismo metodológico”.
Antes de continuar hay que preguntarse por las razones de fondo que han motivado esta disputa
metodológica entre las corrientes formalistas y empiristas. Cuando se abre camino la idea de que el
Derecho, a pesar de sus características singulares, puede ser objeto de conocimiento científico la
tarea más urgente que se plantean los juristas es la de hallar un método que sirva para analizar la
realidad jurídica. Y la mejor forma de aproximarse al Derecho consistiría en la utilización de un
único método con la exclusión de todos los demás para evitar interferencias o distorsiones con la
intención de que el Derecho no puede ser confundido con ningún otro tipo de realidad. La
pretensión, por tanto, de ambas tendencias era la de emplear un método único (monismo,
metodológico). Sin embargo, parece que este modo de proceder está destinado al fracaso como lo
demuestra el hecho de la falta de acuerdo. En consecuencia, podría afirmarse que la ciencia del
Derecho es al mismo tiempo una ciencia normativa y empírica. Si se sigue este camino pueden
superarse los antagonismos y obtener una visión completa de la realidad jurídica. El profesor Peces-
Barba ha dicho en este sentido que la ciencia del Derecho es una ciencia normativa pero también
una ciencia empírica “porque el contenido material de las normas exige recurrir a hechos -vida
humana social y más radicalmente el hecho fundante básico del poder-, es decir, exige recurrir a la
experiencia para explicar las normas jurídicas. Las normas no se pueden basar en la fantasía del
legislador sino que se basan en la realidad”. De cualquier modo, lo cierto es que la clasificación que
hemos hecho no responde siempre a la realidad, de modo que -siguiendo a Elías Díaz- podría
hablarse de modelos predominantemente formalistas o predominantemente empiristas (finalistas en
la terminología de Elías Díaz). Quizás, hay que preguntarse si la adopción de esta postura (la del
pluralismo metodológico) no supone caer en el eclecticismo o, dicho con otras palabras, tratar de
superar posiciones que en sí mismas consideradas son irreconciliables. Creo que la respuesta debe
ser negativa, entre otras razones, porque no veo donde se encuentra la imposibilidad de la
utilización de dos métodos para aplicarlos a una misma realidad.
No obstante, admitida esta posibilidad se puede optar por un modelo determinado. Mis preferencias
se inclinan por aquellas posiciones que son “predominantemente” formalistas porque el dato
primario que se ofrece al jurista es la norma o, mejor dicho, el conjunto de normas que forman el
ordenamiento jurídico. Esto significa que el estudio del jurista debe dirigirse preferentemente a las
normas, pues a través de ellas se manifiesta el fenómeno jurídico. Sin embargo, esta atención
primaria al dato normativo no implica desconocer la realidad social sobre la que va a operar la
norma. El Derecho se establece para la regulación de relaciones sociales; su sentido radica
precisamente en evitar los conflictos o, en su caso, una vez producidos éstos, resolverlos atendiendo
a los intereses en juego. En este sentido se ha afirmado que “el trabajo del jurista siempre conectado
con la realidad social, no consiste simplemente en una labor de análisis formal de las normas, sino
que ineludiblemente reenvía a una comprensión de fondo de la misma realidad social en la que el
Derecho va a aplicarse, así como al análisis de las vías de comunicación que entre normas y
realidad social se establecen a través de esa aplicación del Derecho”. Pero aunque todo esto es
cierto, el jurista en tanto que jurista tiene que trabajar con normas que se le imponen desde fuera
apareciendo en este sentido como “dogmas” de los que no puede prescindir para desarrollar su
tarea.
Para concluir con este tema vamos a hacer algunas consideraciones sobre los resultados que ha
producido esta disputa metodológica. Por una parte, ha servido para clarificar posiciones y al mismo
tiempo para obtener un mayor riesgo metodológico, pretensión que ha estado latente en todas las
corrientes doctrinales. Pero, quizás, el resultado más decisivo consiste en haber puesto de
manifiesto la imposibilidad de lo que podría llamarse el reduccionismo metodológico, esto es, la
pretensión del empleo de un único método como si fuera el único correcto para la aprehensión de la
realidad jurídica. Este “descubrimiento” ha tenido una consecuencia importante: el convencimiento
existente en torno a la necesidad del pluralismo metodológico al que se aludió anteriormente.
2.3. Función de la ciencia jurídica.
Se ha dicho hasta la saciedad que la misión de la ciencia jurídica consiste básicamente en la
descripción del Derecho vigente. El jurista teórico trata de ordenar y armonizar un determinado
sistema normativo procurando establecer las reglas fundamentales para su comprensión. Sin
embargo, aun siendo importante esta descripción del Derecho vigente no puede decirse que esta
tarea sea la única de la ciencia jurídica. No se puede olvidar que el análisis que realiza el jurista
teórico tiene una pretensión esencialmente práctica; toda su labor está orientada a la praxis puesto
que, en definitiva, de lo que se trata es de ofrecer criterios, reglas o pautas para la resolución de
problemas jurídicos. En este sentido, la ciencia jurídica (o dogmática jurídica si se prefiere) presta
una inestimable ayuda a los tribunales y aunque su función no es la aplicación del Derecho no cabe
duda que, de uno u otro modo, influye en los procesos de aplicación del Derecho. Por esta razón es
difícil de comprender la acusación que muchas veces se ha hecho a la Dogmática jurídica en el
sentido de calificarla como una actividad que no tiene ninguna conexión con la praxis jurídica. Tal
acusación no es de recibo entre otros motivos porque desconoce totalmente la influencia que ejerce
la ciencia jurídica sobre las resoluciones de los tribunales. Los sujetos que aplican el Derecho
(tribunales y funcionarios de la Administración) se sirven con frecuencia de las argumentaciones
que ofrecen los juristas teóricos. Ello significa que la comunicación entre los tribunales y los
juristas teóricos es constante.
De cualquier modo, habría que destacar con especial énfasis otra de las funciones que cumple la
ciencia jurídica y que a menudo se olvida. Se trata de su función de cambio respecto de la realidad
jurídica. Larenz se ha referido con acierto a esta función al afirmar que “la importancia de la
Jurisprudencia teórica para la praxis jurídica no se agota, sin embargo, en la ayuda que presta a la
jurisprudencia de los tribunales. Una de sus tareas más importantes consiste en que descubre
problemas jurídicos que hasta ahora no han encontrado solución en el Derecho vigente y, de este
modo, sugiere un cambio o de la jurisprudencia de los tribunales o de la legislación”. Desde esta
perspectiva, la ciencia jurídica no tendría un carácter descriptivo sino, más bien, prescriptivo. En
resumen, la función de la ciencia jurídica es triple: describe el Derecho vigente, sirve de guía para la
actividad de los tribunales y, por último, facilita la transformación del Derecho.
Antes de concluir conviene hacer una precisión importante en relación con la ciencia jurídica. Hasta
ahora se ha hablado siempre de la ciencia jurídica en singular. Si se ha procedido de este modo ello
se debe a razones puramente históricas. Tradicionalmente se ha utilizado el término de ciencia
jurídica (Dogmática jurídica) para referirse a un tipo de conocimiento científico sobre el Derecho.
Pero es obvio que es posible analizar el fenómeno jurídico desde otras perspectivas. Por eso, sería
más propio hablar de ciencias jurídicas en plural. Sin pretensiones de exhaustividad aquí sólo
vamos a hacer referencia a la sociología del Derecho. Se trata de una disciplina autónoma cuyo
nacimiento suele situarse en las primeras décadas del siglo XX y que en los últimos años
(especialmente después de la segunda guerra mundial) ha adquirido un gran desarrollo. Es, desde
luego, una disciplina científica, pero se diferencia de la ciencia jurídica en sentido estricto en el
modo de analizar el fenómeno jurídico. La sociología del Derecho tiene como pretensión
fundamental el estudio de la realidad jurídica desde la perspectiva de su incardinación en el seno de
los grupos sociales. Investiga el nacimiento del Derecho partiendo de la sociedad (de los grupos
sociales) y al mismo tiempo estudio los efectos que produce el Derecho en la vida social.
Obviamente, la sociología del derecho puede ser muy útil al jurista (a la ciencia del Derecho en
sentido estricto) porque sirve, entre otras cosas, para completar la visión que éste tiene del
fenómeno jurídico. Inversamente, el sociólogo de derecho debe tener en cuenta los trabajos del
jurista porque es evidente que el Derecho se manifiesta a través de normas. También desde el punto
de vista de la filosofía del Derecho es interesante tener en cuenta los resultados a los que llega la
sociología jurídica. Ya dijimos en otro lugar que el filósofo del Derecho no debe prescindir de la
realidad y, por consiguiente, ha de tener en cuenta tanto la ciencia del Derecho como la sociología
del Derecho, pero teniendo siempre presente que se trata de disciplinas diferentes que no se
confunden entre sí ni tampoco con la filosofía del Derecho.
Lo que ocurre en nuestro país es que por el momento -no sabemos si la proyectada reforma de los
planes de estudio introducirá una modificación en este sentido- la sociología del Derecho no se
encuentra en el plan de estudios de la carrera de Derecho. Desde nuestro punto de vista sería
deseable la existencia de una disciplina de este tipo en los estudios jurídicos. Sin embargo, esta
carencia no es razón suficiente para que el filósofo del Derecho se apropie de esta disciplina. Con
razón ha dicho Bobbio que “parece difícil que la enseñanza de la filosofía del Derecho se pueda
extender tanto como para abrazar también a la sociología jurídica sin correr el peligro de volverse
ecléctica y enciclopédica”.
CAPÍTULO III.
1. La determinación del concepto del Derecho.
1.1. Distintas acepciones del término Derecho.
Existen diversos procedimientos para acercarse a la realidad jurídica. Uno de ellos consiste en el
análisis del lenguaje en un doble sentido: por una parte, estableciendo el origen etimológico del
vocablo Derecho y, por otra, determinando las distintas significaciones que se atribuyen a la palabra
Derecho. Aun reconociendo el interés del análisis etimológico, vamos a centrar nuestra atención en
los diferentes sentidos que tiene el término Derecho. Si observamos cómo se utiliza la palabra
Derecho en el lenguaje de cada día llegaremos a la conclusión de que existen una pluralidad de
significaciones. La más elemental observación permite comprobar que el término Derecho se
emplea para designar realidades diferentes. Veamos a continuación cuáles son las distintas
acepciones del término Derecho: fundamentalmente pueden reducirse a cuatro.
En primer lugar, se utiliza la palabra Derecho como sinónimo de norma o conjunto de normas. Así
se habla del Derecho de un determinado pueblo (el Derecho español, el Derecho alemán…) o de
una parte concreta de un determinado ordenamiento jurídico (el Derecho procesal, penal, civil,…).
En tales casos, nos encontramos ante el Derecho en sentido objetivo.
Una segunda acepción se proyecta exclusivamente sobre los concretos sujetos que actúan en el
mundo de las relaciones jurídicas. En este sentido, el Derecho sería equivalente a la facultad o las
facultades de que dispone cada sujeto; se trata del Derecho en sentido subjetivo.
Una segunda acepción se proyecta exclusivamente sobre los concretos sujetos que actúan en el
mundo de las relaciones jurídicas. En este sentido, el Derecho sería equivalente a la facultad o las
facultades de que dispone cada sujeto; se trata del Derecho en sentido subjetivo. Cuando se utiliza
la expresión “tengo derecho a…” se está aludiendo a las posibilidades de actuación -ya sea en
sentido positivo o negativo- que cada sujeto tiene.
En tercer lugar, el término Derecho es utilizado como sinónimo de valor (singularmente, la justicia).
Cuando se dice “no hay derecho” se está pensando siempre en un determinado ideal de justicia.
Precisamente tal expresión sucinta en quien la formula un rechazo respecto de una determinada
norma o de una actuación del poder político que se presenta como contradictoria en relación con
dicho ideal de justicia. En este sentido, el término Derecho sería equivalente a justicia.
Finalmente, también se emplea el término Derecho como sinónimo de ciencia, esto es, cuando es
contemplado como un saber sustantivo que se proyecta sobre la realidad jurídica. Así, por ejemplo,
en las expresiones “carrera de Derecho” o “Facultad de Derecho” o cuando se dice “el Derecho es
una disciplina de carácter teórico”. En todos estos casos se está haciendo referencia a una parcela
determinada del saber humano.
Del análisis precedente se deduce que entre los distintos significados del término Derecho se
producen evidentes relaciones. Aunque las significaciones son diferentes hay entre todas ellas una
estrecha conexión. El principal problema que se plantea es el de determinar cuál de todos estos
sentidos es el más propio, esto es, el que refleja de un modo más fiel la realidad jurídica. Como
puede suponerse en esta cuestión es decisiva la posición doctrinal que se adopte y, por esta razón,
podría decirse que las respuestas han sido diferentes. Así, por ejemplo, para las concepciones
personalistas, el Derecho será fundamentalmente facultad, para las concepciones normativitas ley o
norma y para las concepciones eticistas lo justo. Ahora bien, aun respetando esta variedad doctrinal
creemos que el significado originario y más propio del término Derecho es el de norma, es decir, el
Derecho en sentido objetivo. La elección de este sentido como el más característico o fundamental
no responde a una opción arbitraria sino que se basa en una razón que consideramos sumamente
convincente: la imposibilidad de hablar de Derecho ya sea como facultad, valor o ciencia sin hacer
una previa referencia a la norma. Pensemos, por ejemplo, en el Derecho en sentido subjetivo. Se
dice que el sujeto tiene determinadas facultades, esto es, que puede realizar determinadas acciones o
exigir una determinada conducta. Parece que tales posibilidades de actuación tiene que estar
previamente establecidas en una norma. Por consiguiente, es la norma la que habilita al sujeto para
la realización de determinados actos de modo que no se puede hablar de facultad sin la previa
existencia de una norma que conceda tal facultad. Lo mismo podrá decirse respecto del Derecho
entendido como ideal de justicia. Aquí también es lógicamente necesaria la apelación a una norma
previa porque cuando se dice que “no hay Derecho a realizar una determinada acción” se está
pensando -aunque no se diga expresamente- en la violación o incumplimiento de una norma.
Precisamente, la falta de adecuación entre lo que la norma dispone y la acción ejecutada es lo que
impulsa al sujeto a manifestar una reacción desfavorable. Por último, también resulta obvio que
cuando se utiliza el término Derecho como sinónimo de ciencia ineludiblemente se está pensando o,
mejor dicho, se está contando con las normas, pues éstas son el objeto de la ciencia, el material del
que se sirve el científico para construir su saber. A tenor de todo lo que se acaba de decir puede
llegarse a la conclusión de que el Derecho es primariamente norma. Su verdadero sentido y
significado se encuentra a través de este aspecto normativo que es el que, en definitiva, permite que
se configure como objeto de conocimiento. Sin embargo, esta primera aproximación a la realidad
jurídica, aun siendo importante, no es suficiente. Simplemente hemos establecido cuál es el sentido
o la significación más importante del término Derecho, pero todavía queda mucho camino por
recorrer.
1.2. El problema de la definición del Derecho.
En el capítulo primero se indicó que la definición del Derecho es uno de los temas que más
interrogantes ha planteado a filósofos y juristas. Recuérdese en este sentido las expresivas palabras
de Hart en su obra “El concepto del Derecho”. Decíamos entonces que los problemas para la
comprensión de lo que es el Derecho se debían fundamentalmente al intento de definir éste teniendo
en cuenta sólo algunas de las facetas en que se manifiesta el fenómeno jurídico. Esta visión parcial
o reduccionista ha permitido la formulación de definiciones completamente dispares, cuando no
antagónicas. En consecuencia, y para evitar estos peligros, lo procedente sería tratar la realidad
jurídica procurando analizar todos sus elementos de modo que pueda llegarse a un concepto
omnicomprensivo y total del fenómeno jurídico.
La determinación del concepto del Derecho se presenta como una cuestión previa en el sentido de
que para calificar una determinada norma o un conjunto de normas como jurídicas hay que contar
antes con un criterio que sirva para diferenciar lo jurídico de lo no jurídico. Es cierto que muchas
veces los juristas parten del Derecho como una realidad que ya viene dada o impuesta sin que
aparentemente sea necesario preguntarse qué es el Derecho. El jurista acudiendo a la experiencia
jurídica califica determinadas acciones o comportamientos extrayendo eventualmente las
consecuencias que se derivan de tales acciones. Por ejemplo, si un sujeto mata a otro concurriendo
determinadas circunstancias, un jurista podrá afirmar que tal acción constituye un homicidio y que
el sujeto debe ser juzgado por un tribunal que después del correspondiente proceso deberá
imponerle una sanción. Sin embargo, no podrá pretender una actuación similar en el caso de que su
vecino no le haya saludado por la mañana al salir de casa ya que la acción descrita no puede ser
incluida en el ámbito del Derecho. En tal supuesto no afirmará que su vecino ha realizado un acto
contrario a Derecho y que debe ser juzgado y condenado por un tribunal. Como se ve el ejemplo
propuesto es exagerado y, manifiesto es que hay que contar necesariamente con un criterio previo
para saber cuando nos encontramos ante el Derecho. Es posible que tal criterio o tales criterios no
aparezcan explícitamente, pero consciente o inconscientemente siempre operan en la mente del
jurista.
Por todo ello, el establecimiento del concepto del Derecho se presenta como una tarea inexcusable y
preliminar. Sin embargo, conviene advertir que esta afirmación no es aceptada por todos. Por
ejemplo, hay autores que consideran que definir el Derecho no tiene ningún interés y que, en
definitiva, no sirve para nada. En este sentido, se ha manifestado Ross cuando dice que “las
infinitas discusiones filosóficas inherentes a la “naturaleza” del derecho están fundadas en la
creencia de que el derecho deriva su “validez” específica de una idea a priori, y que la definición
del derecho es por ello decisiva para determinar si un orden normativo dado puede exhibir
pretensiones al “título honorífico” de derecho. Si abandonamos estos presupuestos metafísicos y las
actitudes emotivas involucradas en ellos, el problema de la definición pierde interés”. No obstante,
consideramos que formular una definición completa del Derecho es de gran utilidad.
Antes de proseguir, conviene hacer algunas indicaciones sobre el tipo de definición que se pretende
realizar. La filosofía del Derecho -ya lo dijimos en otro lugar- tiene que formular una definición del
Derecho describiéndolo en sus rasgos universales, esto es, con independencia de sus concreciones
históricas, de modo que una vez establecido lo que sea Derecho tal concepto debe servir para todo
Derecho posible, es decir, para el Derecho que fue, para el Derecho efectivamente vigente y para el
Derecho futuro. Una definición de este tipo debe valer para toda experiencia jurídica posible. Esto
significa que si se quiere conseguir este objetivo la definición debe ser fundamentalmente de
carácter formal, esto es, sin hacer alusión a los contenidos pues es en tales contenidos donde se
produce una gran variabilidad. Como se ve, una definición de esta clase tiene unas pretensiones
ambiciosas en el sentido de que intenta establecer de una vez por todas lo que el Derecho es, lo cual
es enormemente positivo si se llega a conseguir. El único problema que se presenta es el de la
adecuación entre la definición y la experiencia jurídica, es decir, plantear un concepto de carácter
absoluto en el sentido indicado implica que el acierto ha de ser total porque si la experiencia
jurídica desmiente en algún caso la definición, ésta perdería inmediatamente todo su valor. Y dicho
esto pasemos a examinar la realidad jurídica.
A partir de ahora vamos a tratar de localizar el fenómeno jurídico y para ello hay que dar respuesta
a una serie de interrogantes: ¿qué tipo de realidad es? ¿dónde se encuentra? ¿de dónde procede? ¿a
quién afecta? ¿cuáles son sus fines?, etc . Lo primero que podría afirmarse es que el Derecho es una
realidad humana en un doble sentido; por una parte, porque afecta exclusivamente a los hombres y,
por otra, porque es un producto que surge y se crea a través de la voluntad humana, como obra
exclusivamente humana y, desde esta perspectiva, es una realidad que forma parte del mundo de la
cultura como las demás obras humanas. Su finalidad básica es la ordenación de la convivencia entre
los seres humanos; se refiere, por tanto, a la vida social. Como dice Recasens “el Derecho se
encuentra en el reino de la vida human. Se produce por los hombres, bajo el estímulo de unas ciertas
urgencias, y con el propósito de realizar unos fines cuyo cumplimiento se considera como lo justo y,
por lo tanto, como lo deseable en una determinada situación histórica… El Derecho aparece como
un conjunto de especiales formas de vida humana. Tales formas de existencia humana pertenecen,
por una parte, a la categoría de lo normativo, son formas normativas, son normas. Por otra parte,
son formas normativas de la vida humana colectiva; pertenecen a la categoría de lo colectivo”.
Hemos dicho que el Derecho pretende la ordenación de la convivencia; lo social o la nota de
socializad, si se prefiere, es inherente, consustancial al fenómeno jurídico. El Derecho no afecta a la
vida personal, entendiendo por tal la vida estrictamente individual, sino que está pensando siempre
en un determinado grupo o en la trascendencia que una determinada acción de un sujeto tendrá en la
esfera de actuación de los demás. Resumiendo podemos decir que el Derecho se encuentra en el
mundo de la cultura y que es una creación humana que tiene carácter normativo y que pretende la
regulación de la vida de los hombres en el seno de los grupos sociales.
Conviene detenerse, aunque sólo sea un momento, en la cuestión de cuáles son los factores que
determinan la creación del Derecho. Se ha dicho que el Derecho es una obra humana y el problema
que se plantea es si en su creación nos encontramos con una actividad completamente libre o si, por
el contrario, el espíritu humano se halla sujeto a condiciones que determinan la propia estructura de
la realidad jurídica. En definitiva, se trata de determinar si la realidad jurídica tiene o no autonomía.
Creemos que se puede hablar de una relativa autonomía, es decir, en la conformación del Derecho
influyen determinados factores de todo tipo (políticos, económicos, sociales, etc) que condicionan
del algún modo su propia existencia. Ahora bien, la presencia de tales factores no puede llevarnos a
la conclusión de la absoluta dependencia del Derecho respecto de otras realidades. En este sentido,
no compartimos la tesis defendida por Carlos Marx y sus seguidores según la cual el Derecho es un
simple reflejo de las relaciones de producción. Como es sabido, en la doctrina marxista el Derecho
(todo Derecho) depende de la estructura económica de la sociedad y, por esta razón, cuando tiene
lugar un cambio en las relaciones económicas también cambia el Derecho que lo único que hace es
plasmar aquellas relaciones. Además, el Derecho expresa siempre la voluntad de una clase y se
concibe como un mero instrumentos que utiliza la clase dominante (cualquiera que sea ésta) que ha
impuesto su modo de producción para asegurar su propia existencia.
Según esta concepción parece obvio que el Derecho no tiene ningún tipo de sustantividad; por ello,
no es extraño que se llegue a la conclusión de que, finalmente, el Derecho -cuando hayan
desaparecido las luchas de clases y alcanzada la sociedad comunista- desaparecerá. La posición
marxista contempla el Derecho como un fenómeno de carácter negativo. Desde luego, en este
sentido, no es una doctrina original ya que a lo largo de la historia ha habido algunas concepciones
que han tratado de ver en el Derecho única y exclusivamente un instrumento de dominación que
responde a los intereses de determinados grupos. Sin embargo, creo que una visión tan pesimista del
fenómeno jurídico se aleja bastante de la realidad. Es cierto que, en ocasiones, el Derecho fue
utilizado como un instrumento de dominación y nuestro pasado más reciente ofrece algunos
ejemplos que desgraciadamente confirman este hecho. Pero junto a esto, también habría que
reconocer que en otras ocasiones el Derecho ha sido un factor de progreso y ha contribuido a
mejorar las condiciones de la existencia humana. No es verdad, por tanto, que el Derecho vaya
siempre a remolque de la sociedad; a veces se convierte en un útil instrumento de cambio. Este
pequeño inciso sobre la doctrina marxista se ha hecho con la única intención de advertir al lector
que la consideración del Derecho como un fenómeno valioso no es aceptada unánimemente.
Pero volvamos nuevamente al problema de la definición del Derecho. La única manera o, por lo
menos, la más adecuada para llegar al concepto del Derecho se basa en la integración de los
diferentes elementos que constituyen su ser. Obsérvese que empleamos la palabra integración y la
utilización de este término tiene su importancia porque hay que tener en cuenta que los distintos
elementos o aspectos que configuran la realidad jurídica tienen una naturaleza dispar y heterogénea;
por ello, es necesario integrar todos esos elementos en un concepto unitario, es decir, no se trata de
una mera agregación sino de la búsqueda de una auténtica unidad. Antes de continuar, vamos a
ofrecer a título de ejemplo algunas de las definiciones que se han dado sobre el Derecho por
destacados autores en nuestra disciplina. Ello nos permitirá observar las evidentes semejanzas que
entre ellas se producen y al mismo tiempo nos facilitará la tarea de llegar a una comprensión total
del fenómeno jurídico.
Para el profesor Elías Díaz “el Derecho aparece, en efecto, como sistema normativo positivo,
dotado de coacción institucionalizada, que intenta organizar la sociedad según una cierta
concepción de la justicia”. Legaz, por su parte, lo define del siguiente modo: “una forma de vida
social en la cual se realiza un punto de vista sobre la justicia, que delimita las respectivas esferas de
ilicitud y deber, mediante un sistema de legalidad, dotado de valor autárquico”. En fin, para Reale,
“el Derecho es la ordenación heterónoma, coercible y bilateral atributiva de las relaciones de
convivencia según una integración normativa de hechos y valores”. Hemos escogido estas tres
definiciones -podría haber sido otras- con la intención de demostrar las similitudes que se producen
a pesar de que cada uno de los tres autores citados mantiene una concepción diferente respecto del
fenómeno jurídico. Ello nos indica que hay, por lo menos, algunos puntos básicos de coincidencia y,
en definitiva, que la existencia de una multiplicidad de concepciones filosóficas sobre el Derecho
no impide la aprehensión de la realidad jurídica.
1.3. Estructura tridimensional del Derecho.
La llamada teoría tridimensional del Derecho ha sido desarrollada de un modo completo por el
profesor Miguel Reale. Indudablemente, con anterioridad ha habido otras muchas concepciones que
-con independencia de la terminología utilizada- pueden considerarse como tridimensional. Sin
embargo, corresponde a Reale el mérito de haber insistido en lo que según su opinión se presenta
como un dato objetivo: “la estructura esencial de la experiencia jurídica, es tridimensional”. Esto
significa que los diferentes autores, a pesar de pertenecer a áreas jurídicas distintas, manifiestan su
coincidencia al menos en esta idea básica. Por esta razón, la estructura tridimensional del Derecho
nos sirve como punto de partida para la comprensión de la realidad jurídica y, al mismo tiempo, nos
indica los distintos aspectos en que se manifiesta el fenómeno jurídico.
Para comprender mejor en qué consiste la teoría tridimensional parece oportuno reproducir las
palabras de Reale: para el autor brasileño “donde quiera que haya un fenómeno jurídico hay
siempre necesariamente un hecho subyacente (hecho económico, demográfico, de carácter técnico,
etc); un valor que confiere determinada significación a ese hecho, inclinándolo o determinando la
acción de los seres humanos en el sentido de alcanzar o preservar cierta finalidad u objetivo; y,
finalmente, un regla o norma que representa la relación o medida que integra uno de aquellos
elementos en el otro; el hecho en el valor. Tales elementos o factores (hecho, valor y norma) no
existen separados unos de otros, sino que coexisten en una unidad concreta. Más aún, esos
elementos o factores no sólo se exigen recíprocamente sino que actúan como los elementos de un
proceso de tal modo que la vida del Derecho resulta de la interacción dinámica y dialéctica de los
tres elementos que la integran”.
Hay que tener presente que las tres dimensiones del Derecho (norma, hecho y valor) se encuentran
íntimamente relacionadas y, de una u otra forma, cuando se habla de Derecho siempre se está
haciendo referencia a estas tres realidades. Comencemos por el aspecto normativo. El Derecho se
expresa a través de normas cuya significación primaria consiste en la pretensión de que se realicen
determinados comportamientos o, en sentido negativo, que determinadas conductas no tengan lugar.
Con carácter general, y sin perjuicio de lo que se dirá en el capítulo quinto, puede afirmarse que las
normas son siempre la expresión de un deber ser (todas las normas sin excepción y, por tanto,
también las que no son jurídicas). Esta naturaleza normativa del Derecho permite situar a éste fuera
del mucho físico e implica, entre otras cosas, la posibilidad de inadecuación entre la conducta que
aparece prescrita por la norma y la conducta efectivamente realizada. Se presupone, por tanto, que
la descripción que lleva a cabo la norma no tiene un correlato necesario en los hechos, es decir,
existe la posibilidad de que el sujeto se comporte de manera diferente. Sólo en este sentido se
afirma que las normas son expresión de un deber ser.
En segundo lugar, nos encontramos con el aspecto fáctico del Derecho. Ya dijimos que el Derecho
tiene la intención de regular las relaciones que se producen en el seno del grupo social, esto es, se
refiere a la vida social. Y para realizar tal regulación debe contar con la existencia de determinados
hechos. Hay ciertas realidades fácticas que aparecen como el sustrato de las diferentes regulaciones
jurídicas. Naturalmente, los hechos tienen una naturaleza de lo más variada pero no todos ellos
tienen trascendencia jurídica. La atribución de significación jurídica a un hecho se produce como
consecuencia de una consideración axiológica, es decir, a un determinado hecho se le otorga valor.
Ya se ha dicho que el Derecho no es neutro a los valores. Cuando se realiza la regulación de
determinadas conductas siempre se pretende la consecución de un objeto concreto y esto es algo
que se puede apreciar en todos los casos. Detrás de todas las normas jurídicas se puede descubrir
siempre un sustrato axiológico.
En consecuencia, las tres dimensiones de norma, hecho y valor se presentan de una manera unitaria
e irrescindible. Un ejemplo servirá para demostrar la presencia de estos tres aspectos en toda norma
jurídica. Pensemos en la norma que castiga el homicidio. Tal regla prescribe que la conducta
consistente en la privación de la vida a un ser humano no debe tener lugar. La pretensión de la
norma en este caso es la evitación de un determinado comportamiento; sin embargo, ello no
significa que en la práctica tal conducta no se realice, es decir, la consecuencia de la norma no es la
ausencia de homicidios (aspecto normativo). En segundo lugar, la regulación normativa tiene
presente un suceso (un hecho) que produce una modificación de la realidad: la muerte de un hombre
por la intervención de otro sujeto (aspecto fáctico). Y, por último, a este hecho se le atribuyen
consecuencias desagradables para el homicida al considerar que la vida humana debe ser protegida
frente a cualquier ataque, es decir, la consideración de la vida como algo valioso implica la
presencia de una sanción que trata de disuadir a los ciudadanos para que no realicen este tipo de
acciones. Es cierto que esta triple dimensión no aparece tan clara en todas las normas jurídicas pero,
a pesar de ello, un análisis en profundidad de cualquier regla jurídica demuestra la inexcusable
presencia de estos tres elementos.
Naturalmente, es posible aislar estos elementos y estudiar por separado alguno de ellos pero
siempre teniendo en cuenta las relaciones que se producen con los otros. El análisis de cada uno de
los aspectos de la realidad jurídica da lugar a diferentes disciplinas. No obstante, no se debe olvidar
que estos tres factores pueden ser considerados desde distintos puntos de vista, esto es, tanto desde
el plano filosófico como desde el plano científico. Así, el estudio del Derecho en su aspecto
normativo daría lugar a la ontología jurídica o teoría del Derecho (análisis filosófico) y a la ciencia
del Derecho en sentido estricto o Dogmática jurídica (plano científico). El Derecho como hecho
sería estudiado desde el plano filosófico por lo que Reale ha llamado la culturología jurídica, esto
es, el Derecho como objeto cultural o producto de la vida social y, desde el punto de vista científico,
por la sociología del Derecho y la historia del Derecho. Finalmente, el Derecho como valor
correspondería a la axiología jurídica (plano filosófico) y a la Política del Derecho (plano científico)
al proporcionar criterios para la elaboración práctica del Derecho. De cualquier modo, no todos
coinciden a la hora de aceptar esta duplicidad de puntos de vista. Por ejemplo, para el profesor Elías
Díaz la filosofía del Derecho se ocupa preferentemente de los valores mientras que el análisis del
Derecho como norma y como hecho correspondería propiamente a disciplinas científicas: la ciencia
del Derecho y la sociología jurídica.
En conclusión, podría decirse que una definición del Derecho que pretenda ser completa debe tener
en cuenta necesariamente las tres dimensiones básicas que se dan en el fenómeno jurídico e intentar
su integración en una unidad esencial. Ciertamente, se puede conceder mayor o menor importancia
a uno u otro elemento; ello dependerá de la propia posición doctrinal, pero lo que no parece
recomendable es eliminar alguno de ellos porque en tal caso no es posible la comprensión total del
Derecho. Esto es lo que ha ocurrido con algunas posturas reduccionistas cuya pretensión
fundamental ha sido la descripción de la realidad jurídica atendiendo exclusivamente a un
determinado aspecto y, por este motivo, la visión obtenida del Derecho ha sido siempre parcial e
incompleta.
1.4. Derecho y seguridad.
Ya se indicó que el Derecho pretende la ordenación de la convivencia social y tal ordenación, para
ser efectiva, exige ineludiblemente la presencia de una cierta seguridad. Las ideas de orden y
seguridad forman parte de la noción del Derecho, pues nunca se puede hablar de Derecho si no
existe un cierto orden y una determinada seguridad. La seguridad es un valor jurídico cuya
realización por parte del Derecho aparece como una tarea urgente e inexcusable. Pero no es sólo una
valor jurídico en el sentido de la pura expresión de un deber ser, esto es, como algo que el Derecho
debe conseguir. Si se concibe sólo de este modo podría pensarse en un Derecho que no proporciona
seguridad, es decir, un Derecho en el que el valor seguridad no se ha realizado en modo alguno.
Pero parece que realizar esta afirmación es una contradicción. Como ha dicho Elías Díaz “en su
forma más primaria e inmediata, pero dotada ya de un cierto contenido, el valor “seguridad
jurídica” aparece, no como algo que el Derecho debe hacer, sino como algo que el Derecho, tal y
como es, irremediablemente hace en su funcionamiento normal: montar un cierto orden, crear y
hacer funcionar un determinado tipo de organización en una sociedad, institucionalizar en definitiva
un concreto sistema de seguridad” y, en otro lugar, se dice que “la mera existencia de un Derecho
produce seguridad; puede decirse, desde esta perspectiva, que el valor seguridad, aunque sólo sea en
ese momento incipiente, es algo que aparece irremediablemente cuando comienza a hablarse de lo
que el Derecho es y de lo que el Derecho hace en la sociedad”.
Por supuesto que la seguridad que puede ofrecer el Derecho es variable, pero lo que aquí se afirma
es que es necesario un mínimo de seguridad sin la cual no es posible la existencia del Derecho.
Todo Derecho establece, por consiguiente, un determinado orden y al mismo tiempo señala los
límites de las actuaciones de los sujetos en las relaciones sociales. El Derecho organiza la sociedad
instaurando un determinado orden y asignando a los diferentes miembros del grupo social una
concreta posición que les permite conocer el marco dentro del cual pueden actuar lícitamente. La
seguridad jurídica consiste básicamente en saber cuál va a ser la reacción de los órganos del Estado
frente a las diferentes conductas de los ciudadanos. Estos pueden saber a qué atenerse si existe un
sistema normativo que fije sus derechos y deberes y que establezca con certeza qué es lo que se
puede hacer y qué acciones están, por el contrario, prohibidas. Como se puede observar la seguridad
de la que aquí se habla es la seguridad del grupo y no la puramente individual o personal. La
seguridad, por tanto, va implícita en la idea de Derecho, al menos una mínima seguridad. La
negación de la seguridad viene representada por la arbitrariedad que supone una actuación al
margen de cualquier tipo de norma (ausencia de Derecho) o bien una actuación que vulnera las
reglas jurídicas de un determinado sistema normativo. Se ha convertido en un tópico afirmar que es
mejor la seguridad que proporciona el Derecho, cualquiera que sea el contenido de éste, que no la
total arbitrariedad, esto es, la ausencia de Derecho. En efecto, parece que es mucho mejor o, si se
prefiere, menos malo, la existencia de una cierta seguridad que no la más absoluta arbitrariedad.
Podría decirse que en los seres humanos está presente un anhelo de certeza que necesita ser
colmado y el Derecho es, precisamente, el instrumento que sirve para la consecución de este fin.
Ahora bien, todo lo que se ha dicho hasta ahora no implica que la realización de la seguridad sea la
única función que debe cumplir el Derecho. Además, la seguridad que el Derecho proporciona no es
siempre la misma y para demostrar esto basta observar la configuración de los distintos
ordenamientos jurídicos. Si existen distintos modelos de seguridad lo que habrá que decidir es cuál
de ellos resulta preferible. En definitiva, se trata del clásico tema de las relaciones entre seguridad y
justicia que aquí, por no ser de este lugar, no vamos a abordar. Solamente me limitaré a señalar
cuáles son algunos de los interrogantes que tales relaciones plantean. El Derecho, todo Derecho,
proporciona siempre seguridad, pero es obvio que puede tratarse de una seguridad radicalmente
injusta. El principal problema que se plantea es el de la posible contradicción entre seguridad y
justicia de modo que la realización de una impida la presencia de la otra. Sin embargo, aún
reconociendo que se pueden producir tensiones, creo que constituye un auténtico sofisma la
afirmación de que la existencia de seguridad imposibilita la realización de la justicia o, en sentido
contrario, que la realización de la justicia conduce inevitablemente a la inseguridad o al caos. Es
perfectamente posible la armonización de justicia y seguridad y los Derechos auténticamente
democráticos son una buena prueba en este sentido.
De cualquier modo, creo que sí puede afirmarse la precedencia lógica de la seguridad respecto de la
justicia de manera que mientras es posible hablar de la existencia de seguridad sin justicia, la
justicia sin seguridad no puede existir. Esto significa que la justicia, para realizarse -en mayor o
menor medida, según los casos-, necesita un previo sistema de legalidad que establezca una cierta
seguridad. Si tal sistema de legalidad no existe nos encontraríamos en el reino de la más pura
arbitrariedad y como antes se dijo la arbitrariedad constituye, precisamente, la negación del
Derecho. Además, la presencia de un sistema de legalidad no supone sólo el establecimiento de un
marco dentro del cual los ciudadanos se pueden sentir seguros, es decir, no sólo los ciudadanos
están sometidos a la legalidad, sino también, y de manera muy especial, todos los órganos del
Estado. Esto permite a los ciudadanos sentirse seguros en relación con los otros ciudadanos pero
también con los órganos del Estado (con su actuación) al saber que éstos tienen que actuar
siguiendo determinadas reglas lo cual elimina o tiende a eliminar la arbitrariedad.
En conclusión, la seguridad es la condición previa, el requisito imprescindible sin el cual no es ni
tan siquiera imaginable la existencia de una organización jurídica. Por tanto, aun cuando la
seguridad no sea, desde el punto de vista axiológico, el valor supremo (podría decirse que el valor
supremo viene representado por la justicia) sí es, desde luego, la base necesaria de cualquier sistema
jurídico.
2. Caracteres del Derecho.
Ya hemos visto que el Derecho tiene una triple dimensión normativa, fáctica y axiológica y que su
existencia lleva aparejada, cuando menos, una cierta seguridad. A partir de ahora vamos a
considerar el Derecho atendiendo exclusivamente a su aspecto normativo, aspecto que, como ya se
dicho páginas atrás, es el que permite, al menos primariamente, identificar el fenómeno jurídico. De
lo que se trata es de determinar cuáles son las características que pueden predicarse de todo Derecho
y para ello vamos a proceder partiendo del Derecho como un todo, esto es, como un conjunto de
normas. No pretendemos, por tanto, analizar los diferentes tipos de normas jurídicas sino el sistema
jurídico en su conjunto. Probablemente, lo primero que debe señalarse es la falta de acuerdo entre
los distintos autores respecto de aquellos caracteres que podrían ser considerados como
fundamentales en el Derecho. Creo que esta falta de acuerdo se debe -como ocurre casi siempre- a
las diferentes perspectivas o puntos de vista desde los que es contemplado el fenómeno jurídico. A
mi juicio, tres son las notas que sirven para caracterizar al Derecho: la generalidad, la imperatividad
y la coercibilidad. De todos estos caracteres sólo hay uno -la coercibilidad- que es poseído de modo
exclusivo por el Derecho mientras que los otros también están presentes en otros sistemas
normativos distintos del Derecho.
2.1. Generalidad.
Bobbio ha señalado acertadamente que la caracterización del Derecho a través de la llamada
generalidad adolece de insuficiencia e imprecisión. Esta imprecisión se produce como consecuencia
de una incorrecta utilización del término generalidad ya que se usa como sinónimo de abstracción
sin caer en la cuenta de que generalidad y abstracción expresan ideas diferentes. Conviene, por
tanto, diferenciar claramente el significado de ambos términos. Pero, hecha esta aclaración,
sostendremos que las normas jurídicas son generales y abstractas, al contrario de lo que afirma
Bobbio.
Cuando se dice que las normas jurídicas son generales se quiere expresar la idea de que están
dirigidas a una pluralidad indeterminada de sujetos. El Derecho, desde luego, tiene que contar con
los seres humanos; ya se dijo que es un fenómeno exclusivamente humano, pero sus prescripciones
están formuladas del tal modo que, en principio, los sujetos aparecen indeterminados. O expresado
con otras palabras, lo que el Derecho hace es establecer determinadas figuras típicas tales como el
comprador, el vendedor, el deudor, el presidente del gobierno, el padre de familia, etc, y a cada una
de esas figuras les asigna una determinada posición. Pero cuando el Derecho realiza esta labor no
está pensando en personas determinadas. Se podría decir, en este sentido, que el Derecho es
impersonal.
La abstracción, por el contrario, no se refiere a los sujetos, sino a las acciones o conductas reguladas
por el Derecho. Decir, por tanto, que las normas jurídicas son abstractas significa que contemplan
una categoría o clase de acciones; por ejemplo, la compraventa, el mandato, la hipoteca, el
homicidio, etc . La realidad concreta es variable e incluso inaprehensible; se ha afirmado hasta la
saciedad que no hay dos contratos exactamente iguales o dos asesinatos realizados bajo las mismas
circunstancias; por eso, el Derecho debe proceder por abstracción intentando comprender en sus
normas una serie ilimitada de casos típicos que respondan a lo que normalmente sucede o resulta
más frecuente en la vida de un grupo social. Resumiendo, podemos concluir afirmando que las
normas jurídicas establecen figuras típicas (generalidad) y conductas típicas (abstracción).
Ahora bien, el problema que se plantea es determinar si tales caracteres -generalidad y abstracción-
están siempre presentes. En primer lugar, hay que hacer referencia a las llamadas normas
individuales. Parece que nadie duda, sobre todo a partir de la obra de Kelsen, que la sentencia
judicial, por ejemplo, es también una norma jurídica; tan norma como una disposición del código
civil o de la propia Constitución. Lo único que ocurre es que en este caso nos encontramos ante un
proceso de individualización y concretización. Sin embargo, la existencia de estas normas no
supone, en modo alguno, la negación de la generalidad y la abstracción. Aunque esto que estamos
diciendo puede parecer contradictorio con lo anterior vamos a tratar de dar una explicación
satisfactoria.
El Derecho se expresa de modo general y abstracto con la pretensión de alcanzar la igualdad que es
uno de los fines fundamentales que debe alcanzar todo ordenamiento jurídico y, al mismo tiempo
(recuérdese lo que se dijo en el epígrafe anterior) para proporcionar certeza y seguridad a los
ciudadanos. Sin embargo, las prescripciones generales de las que se sirve cualquier sistema jurídico
no tendrían ningún valor si no se actualizasen ante sujetos determinados y ante conductas concretas.
El Derecho está pensado para ser aplicado y sólo puede realizarse cuando los sujetos llevan a cabo
determinadas acciones. En este momento, las normas generales y abstractas deben ser aplicadas
teniendo en cuenta las particularidades del caso; es necesario un proceso de adaptación que tiene
lugar a través de la actividad de los jueces. Es cierto que la sentencia es individual porque se refiere
a un sujeto o a unos sujetos con nombres y apellidos y, además, es concreta, pues ordena la
realización de una determinada conducta o impone una sanción también determinada. Pero es obvio
que todo este proceso, por lo demás necesario y sin el cual el Derecho no tendría ningún sentido, se
realiza teniendo presente las normas generales y abstractas. Aunque el juez no aplica
mecánicamente las normas y a pesar de que su labor es creadora en algunos aspectos (veáse más
adelante los capítulos VIII y IX), no cabe duda que se encuentra vinculado al Derecho, a esas
disposiciones generales y abstractas. En conclusión, el tránsito de lo general a lo individual y de la
abstracción a la concreción supone la efectiva realización del Derecho, pero no impide que se pueda
afirmar que las normas son generales y abstractas.
Debemos preguntarnos ahora si es posible la existencia de normas particulares y concretas, esto es,
referidas a un determinado sujeto y a una conducta concreta. En principio, a pesar de que las
normas (casi la práctica totalidad de ellas) son generales y abstractas, es posible concebir normas de
este tipo y, en este sentido, podrían citarse algunos casos. Por ejemplo, al que se refiere del Vecchio
y que está contenido en la Constitución italiana: “se prohíbe la entrada y la permanencia en el
territorio nacional al ex rey de la Casa de Saboya, a su consorte y a sus descendientes varones”.
Pero, como el propio del Vecchio apunta “esto sucede sólo en casos rarísimos, excepcionales y no
corresponde a la naturaleza propia del Derecho; por eso dichas excepciones son sentidas casi
siempre con razón, como injusticias”. De cualquier modo, la presencia de este tipo de normas
supone simplemente la excepción que confirma la regla. Probablemente, si hubiésemos rotulado
este epígrafe con la denominación “caracteres esenciales del Derecho” habría que decir que la
generalidad no es esencial al Derecho puesto que es posible la existencia de normas jurídicas que no
posean esta característica. Pero no he empleado el término esencial intencionadamente porque, a mi
juicio, su utilización ha provocado muchas veces disputas estériles que han conducido a un callejón
sin salida. Creo que la existencia de determinadas excepciones no puede llevar a la negación de la
generalidad de las normas. Pensemos en un ejemplo, si se quiere un poco forzado, pero que puede
ser útil para aclarar nuestra posición. Si nos proponemos la tarea de señalar las características físicas
del ser humano podría hablarse, por ejemplo, de la capacidad auditiva o de la visión. Ahora bien, la
existencia de excepciones (sordos y ciegos) no nos autorizaría a afirmar que tales sujetos no son
hombres. O en un plano más espiritual, si la racionalidad es una característica del hombre, la
existencia de deficientes mentales tampoco podría llevarnos a la conclusión de la no pertenencia de
tales sujetos al género humano. Algo similar ocurre con el Derecho y por eso las posibles
excepciones (pocas en todo caso) no tienen mayor importancia.
1.2. Imperatividad.
La imperatividad es otro de los caracteres que tradicionalmente se han atribuido al Derecho aunque
conviene recordar que también ha habido teorías antiimperativas. Al igual que hicimos
anteriormente cuando hablemos de imperatividad estaremos pensando en todo el Derecho, es decir,
se trata de determinar si el Derecho en su conjunto es o no imperativo. Al utilizar este término se
quiere decir que el sistema jurídico al regular las relaciones del grupo al objeto de establecer un
orden no se limita a aconsejar o sugerir, sino que sus prescripciones constituyen auténticos
mandatos dirigidos a los ciudadanos con la pretensión de que sean cumplidos. Como dice del
Vecchio “el modo indicativo no existe para el Derecho, y cuando es usado en los Códigos y en las
Leyes (como acaece frecuentemente) tiene realmente un significado imperativo. También están
fuera del campo del Derecho los consejos y las simples exhortaciones; y, en general, toda las formas
atenuadas de imposición, no tienen carácter jurídico”.
Afirmar que los mandatos del Derecho tienen carácter imperativo significa que los sujetos a los que
van dirigidos tienen una previa obligación de obediencia, esto es, que tales mandatos son
obligatorios. También hay mandatos que no son imperativos pero, precisamente por eso, no tienen
carácter jurídico. No es concebible, por tanto, un Derecho si éste no manda u ordena
imperativamente determinados comportamientos. La imperatividad del Derecho queda
especialmente patente en las llamadas normas preceptivas y prohibitivas; sin embargo, hay otros
tipos de normas en los que no aparece tan claramente esta característica aunque esté también
presente. Todas las normas -absolutamente todas- ya sea inmediata o mediatamente son la expresión
de un mandato imperativo. Es cierto que en ocasiones están presentes en los textos legales
expresiones o proposiciones que no tienen carácter imperativo, pero en tales casos nos encontramos
simplemente ante enunciados que no tienen naturaleza jurídica y que, consiguientemente, no crean
en los supuestos destinatarios ningún tipo de obligación. Como ejemplo podría citarse la
Constitución española de 1812 en uno de cuyos preceptos se disponía que “el amor a la patria es
una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”, o
una ley francesa de 1794 que declaraba que “el pueblo francés reconoce la existencia del ser
supremo y la inmortalidad del alma”. Tales declaraciones, a pesar de estar incluidas en textos
jurídicos, no generan ningún tipo de obligación, no son imperativas y, consecuentemente, no son
Derecho.
El problema se ha planteado con determinados tipos de normas en las que a primera vista no
aparece la nota de la imperativa. Se trata de las llamadas normas derogatorias, permisivas y
declarativas o interpretativas. Las interpretativas sirven para aclarar el sentido de una norma
anterior y, en principio, parece que no mandan nada. Sin embargo, hay que entender que tales
normas tienen un carácter secundario o dependiente, de modo que sólo pueden ser comprendidas al
ponerlas en relación con la norma principal, con la norma aclarada. Lo mismo podría decirse
respecto de las normas derogatorias; éstas sólo adquieren significado cuando se tiene presente la
norma principal cuyos efectos se pretenden anular o limitar. Por lo que se refiere a las normas
permisivas hay que decir que muchos autores las niegan y, probablemente, con bastante razón. Pero,
aun admitiendo que existan tales normas, nos encontramos como en los casos anteriores con reglas
que tienen un carácter secundario y que, por tanto, sólo se entienden vinculadas a otras normas. Lo
que suelen establecer las normas permisivas es una simple excepción respecto de otra norma más
general que impone una determinada conducta, esto es, permiten que el sujeto obligado a realizar
una determinada conducta pueda realizar otra cuando se dan determinadas circunstancias, pero
también aquí puede apreciarse la existencia de un mandato imperativo.
Para la determinación de los caracteres del derecho es imprescindible tener una visión total del
mismo y, por eso, no parece oportuno realizar un análisis de las normas jurídicas de un modo
aislado. Todas ellas forman una unidad y para comprenderlas correctamente hay que tener presentes
las múltiples conexiones que entre ellas se producen. No obstante, como ya se advirtió
anteriormente, la presencia de algunas excepciones -en el caso de la imperatividad no se dan- no
tiene demasiada trascendencia.
2.3. Coercibilidad.
Probablemente, la característica de la coercibilidad o coactividad es una de las que mayores
polémicas ha suscitado en la doctrina. Las disputas se han producido sobre todo a la hora de
determinar si tal característica es o no esencial al Derecho. Aquí no se va a seguir esta línea de
argumentación; se ha dicho con razón que “la coacción desempeña un importante papel en el
Derecho y en todas las teorías jurídicas, con independencia de que conceptualmente sea considerada
como esencial o no esencial”; por eso, lo que pretendemos es analizar cuáles son las relaciones
entre el Derecho y la fuerza y cuál es el modo en el que ésta aparece en el Derecho. Hay que tener
presente que todos los autores -independientemente de que la consideren esencial o no- creen que la
fuerza está presente de uno u otro modo en el Derecho. Por ejemplo, Darbellay afirma que “la
coacción no constituye ni la realidad ni la esencia del Derecho o del poder, pero aparece como su
auxiliar indispensable”.
En primer lugar, debemos hacer referencia a una distinción que tiene cierta importancia y que ya se
ha convertido en moneda corriente. Me refiero a la diferenciación de los términos coacción y
coercibilidad. Cuando se emplea el término coacción se está aludiendo al momento preciso en el
cual se utiliza la fuerza para doblegar la voluntad del sujeto que se resiste al cumplimiento de una
determinada norma jurídica. La coercibilidad, por el contrario, significa lisa y llanamente la
posibilidad del ejercicio de la fuerza. Mientras que la coercibilidad sería sólo la posibilidad
potencial de la utilización de la fuerza, la coacción representa el acto de fuerza efectivo respecto de
un determinado sujeto o sujetos. Obviamente, no se trata de dos conceptos idénticos aunque en
ambos casos la fuerza aparece como el elemento central.
Puede decirse que la coacción, entendida en el sentido que acabamos de indicar, no está siempre
presente en el Derecho pues es evidente que el cumplimiento de las normas no requiere la
realización constante de actos coactivos. Sin embargo, la coercibilidad (posibilidad de ejercicio de
la fuerza) forma parte de la propia naturaleza del Derecho; si un orden jurídico no cuenta con la
posibilidad de compulsión, de imposición forzosa e inexorable no podría hablarse de Derecho, sino
de otra cosa. Ya veremos en el capítulo siguiente como esta característica es la que sirve para
diferenciar el Derecho respecto de otros sistemas normativos; de ahí que su presencia sea
fundamental pues es el criterio que, en última instancia, fija los contornos del fenómeno jurídico.
El Derecho, por tanto, considerado como totalidad no puede ser concebido sin la presencia del
elemento de la fuerza aunque ésta no tenga que actualizarse en todo momento. Parece obvio que los
mandatos imperativos en los que el Derecho consiste no podrían llevarse a efecto si frente a una
voluntad rebelde no se cuenta con la posibilidad de utilizar la fuerza. En consecuencia, el Derecho
no tolera, no admite la resistencia de los sujetos que se encuentran obligados y para ello despliega,
siempre que sea necesario, la compulsión. De cualquier modo, la fuerza de la que aquí se está
hablando no es la fuerza bruta, sino que se trata de una fuerza reglada y controlada que sólo puede
ser empleada por determinados órganos autorizados y dentro siempre de los límites que establecen
las propias normas.
Al igual que ocurría respecto de la generalidad e imperatividad se ha hablado también de la
existencia de determinadas normas en las que no estaría presente la característica de la coercibilidad
(se han utilizado también otra serie de argumentos para demostrar que la coercibilidad no es
necesaria, pero aquí vamos a prescindir de ellos). Se trata fundamentalmente de aquellas normas en
virtud de las cuales se contraen determinadas obligaciones (personalísimas) que no pueden ser
cumplidas mediante el ejercicio de la fuerza. Pensemos, por ejemplo, en la obligación de un artista
que se ha comprometido a realizar una determinada obra. Es obvio que sólo él puede cumplir tal
obligación y, si se niega, nadie podrá imponerle por la fuerza la realización de la conducta a la que
se ha obligado, esto es, la creación de la obra de arte. Pero en tal caso, el Derecho también utiliza la
fuerza puesto que le obliga a una conducta sustitutoria (el pago de una indemnización). Aunque la
obligación primaria no se haya podido realizar, el orden jurídico reacciona inexorablemente
imponiendo una sanción. En conclusión, en tales supuestos no puede decirse que el Derecho no
emplee la fuerza; utiliza si se quiere una fuerza distinta pero, al fin y al cabo, la reacción del
Derecho consiste en una compulsión.
En definitiva, el Derecho para cumplir sus fines y si quiere que sus reglas queden suficientemente
garantizadas frente a todos los sujetos -los que las cumplen y los que las violan- debe contar con la
posibilidad de recurrir a la imposición forzosa. En otro caso no tendría ningún sentido.
Hemos hecho un análisis de los distintos sentidos que tiene el término Derecho, así como de las
dimensiones básicas en que se manifiesta. El estudio de todos estos elementos y características se ha
realizado con la pretensión de poder formular una definición completa del fenómeno jurídico. Pues
bien, ha llegado el momento de proponer un concepto del Derecho. La definición, de acuerdo con
todo lo que se ha dicho podría ser la siguiente: el Derecho es un conjunto de normas generales,
heterónomos e imperativas que proporciona seguridad en el seno del grupo social y que regula las
relaciones de dicho grupo otorgando significación o sentido a una serie de hechos según ciertos
criterios de justicia y que se impone inexorablemente cuando ello es necesario a través de la fuerza
frente a los sujetos que se resisten a su cumplimiento.
CAPÍTULO IV. De la Moral.
Ya hemos visto en qué consiste el Derecho, cómo se manifiesta y cuáles son sus características. Sin
embargo, es obvio que el Derecho no constituye el único orden normativo regulador de conductas;
junto a él aparecen también otra serie de normas que vinculan igualmente las voluntades de los
seres humanos, normas que en determinadas ocasiones generan en los sujetos un mayor sentimiento
de adhesión que las jurídicas y que, en todo caso, son distintas. El presente capítulo está dedicado al
estudio de esas otras normatividades distintas de la jurídica. Nos referimos a la Moral y a las reglas
del trato social. Creemos que se trata de dos órdenes normativos que tienen sustantividad propia
porque pretenden la consecución de fines específicos. Es evidente que entre Derecho, Moral y
reglas del trato social se producen determinadas relaciones. Esto significa que su propia
configuración depende muchas veces de las influencias que reciben unas de otras. No obstante, y a
pesar de reconocer las recíprocas conexiones que existen entre estas tres normatividades, creo que
es necesario mantener una actitud cautelosa frente a ciertas tendencias -sobre todo por lo que se
refiere al Derecho y la Moral- que acentuando en exceso las relaciones y conexiones están
contribuyendo a que se produzca nuevamente una auténtica confusión.
1. Confusión entre Derecho y Moral: desarrollo histórico de sus relaciones.
Lo primero que hay que advertir es que la diferenciación entre Derecho y Moral es relativamente
reciente. Ha sido necesario que transcurran muchos siglos para llegar a una delimitación precisa de
ambas esferas y aún hoy -como se acaba de señalar- puede apreciarse el intento de volver a la
confusión primitiva. Rodríguez Paniagua ha dicho en este sentido que “el logro de esta
diferenciación ha sido una tarea extremadamente laboriosa para la humanidad y todavía hoy
continúa siendo polémica”. En las sociedades primitivas las normas de conducta se manifiestan de
una forma indiferenciada a través de la costumbre. El ser humano primitivo se sabe sometido a un
orden que le viene impuesto por la divinidad; en las costumbres se manifiestan preceptos religiosos,
morales, jurídicos, etc, sin que se tenga clara conciencia de cuáles son los límites de cada uno de
ellos. La procedencia divina de las normas, la tradición y la autoridad desempeñan un papel
decisivo en el sentimiento de vinculación. Lentamente se irá produciendo un proceso de
racionalización que confiere a esas normas un sentido diverso. Lo que es mero hábito, repetición de
conductas y sometimiento incondicional e irreflexivo se va convirtiendo poco a poco en
comportamientos o conductas sentidas como auténticamente obligatorias. Pero, de todos modos, la
confusión y la mezcla de preceptos queda bien patente.
Avanzando un poco más no puede decirse que en el pensamiento griego se encuentre una distinción
entre la Moral y el Derecho; en cierto modo, éste aparece integrado en aquélla porque “las normas
emanadas del Estado (es decir, el Derecho positivo) se entienden todavía, principalmente, como
consejos para el recto vivir, para el logro de la felicidad, unidas a las normas morales”. El problema
ético en el pensamiento griego tiene prioridad sobre cualquier otro; al fin y al cabo, el Estado tiene
un fin predominantemente ético que pretende alcanzar la perfección del individuo. En Roma, el
Derecho adquiere una singular importancia produciéndose un desarrollo independiente del mismo.
Parece, por tanto, que es el momento oportuno para deslindar la esfera jurídica de la moral. Sin
embargo, los romanos tampoco llegaron a plantearse la distinción entre Moral y Derecho como un
problema específico aunque esta afirmación sigue siendo hoy bastante discutida. Es posible -como
dice del Vecchio- que “los romanos tuvieran un concepto o, por lo menos, una intuición fina y
exacta de los límites del Derecho. Pues en verdad procedieron siempre de un modo seguro en las
aplicaciones prácticas; y a veces también entrevieron la distinción teórica, diciendo por boca de
Paulo: Non omne quod licet honestum est (no todo lo que es lícito jurídicamente, es también
conforme a la Moral)”. No obstante, junto a este tipo de máximas que parecen distinguir lo moral de
lo jurídico también es posible encontrar otras en las que se produce una completa confusión. Tal
ocurre, por ejemplo, con uno de los tres principios recogidos por Ulpiano en el Digesto: el honeste
vivere. En efecto, aunque el honeste vivere aparezca en el Digesto como un precepto jurídico, es
evidente que tiene un carácter exclusivamente moral. Por consiguiente, no parece que pueda
afirmarse categóricamente que los romanos distinguieran el Derecho de la Moral.
Por lo que se refiere al pensamiento cristiano es posible apreciar ciertos atisbos que permiten hablar
de una cierta diferenciación de la Moral y el Derecho. Se ha dicho que “era más fácil que esta
distinción se lograra dentro del cristianismo que, además de introducir la diarquía Iglesia-Estado,
dejando al individuo en la necesidad de orientarse entre una y otro, le da una independencia y una
dignidad, que lo eleva muy por encima de la vinculación al Estado que tenían como perspectiva los
griegos y los romanos antes de la asimilación del cristianismo”. Sin embargo, tanto en la Patrística
como en la Escolástica, la posible distinción se hace considerando al Derecho como sometido a la
Moral. Como dice del Vecchio: bajo la influencia de la Patrística y la Escolástica “se produjo el
fenómeno inverso del que aconteciera ya en Grecia. En ésta, el Derecho había sido en cierto modo
absorbido por la Moral, y por consiguiente, había asumido caracteres y formas morales. Ahora, en
cambio, la Moral asume forma jurídica, casi legalizada; el Derecho es concebido como regla
universal del obrar, hasta comprender dentro de sí a la Moral. En el ámbito del Derecho se formulan
distinciones (por ejemplo, entre Derecho humano y el Derecho perfecto e imperfecto) que
corresponden de algún modo a la diferencia entre Moral y Derecho”. Las obras de Santo Tomás o
de Suárez son una buena muestra en este sentido. En ellas se contienen algunos de los caracteres
que sirven para diferenciar la Moral y el Derecho pero, en todo caso, tal problema no es tratado de
un modo sistemático.
Es necesario esperar todavía algún tiempo para que la distinción entre Derecho y Moral se
produzca. Se reconoce comúnmente a Tomasio como el autor que por primera vez en la historia
realiza una distinción clara y contundente. Su obra Fundamenta iuris naturae et gentium de 1705
desarrolla explícitamente y con gran detalle las distintas perspectivas de la Moral y el Derecho así
como los criterios que determinan su distinción. La influencia posterior de Tomasio ha sido
considerable a pesar de que su doctrina pueda ser objeto de serios reproches. Es cierto que los
criterios que ofrece Tomasio se formulan de un modo absoluto, a veces no tiene en cuenta aspectos
decisivos e incluso desde la perspectiva actual determinadas afirmaciones podrían calificarse como
ingenuas. Pero con todo ello es indudable que Tomasio acertó plenamente al menos en lo
fundamental. Hay que tener muy en cuenta la época histórica en la que surge su obra. Podría decirse
que nos encontramos en el momento idóneo para que se produzca la distinción entre Derecho y
Moral. No hay que olvidar que la finalidad de Tomasio fue esencialmente práctica; fue un espíritu
moderno, liberal y tolerante que trató de sustraer a la acción del Estado ciertas parcelas de la
libertad individual. Lo que Tomasio reclamó de un modo especial fue la libertad de conciencia. Las
luchas que habían ensangrentado Europa durante el siglo XVII (especialmente la guerra de los
treinta años) habían tenido lugar como consecuencia de una pretendida defensa de la fe. Poco a
poco se va abriendo camino la idea de que el Estado no debe intervenir en los asuntos de conciencia
y a Tomasio le corresponde el mérito de haber defendido ardorosamente dicha idea. Vamos a
examinar sucintamente la doctrina de este autor.
Para Tomasio existen tres principios que informan la conducta del hombre cada uno de los cuales da
lugar al correspondiente sistema normativo. Tales principios son lo honesto, lo decoroso y lo justo.
El principio de la Ética es lo honesto y su máxima fundamental es “lo que quieras que otros hagan
para sí mismo, hazlo tú para ti”; el principio de la Política es lo decoroso y su máxima “lo que
quieras que otros hagan contigo, hazlo tú con ellos”. Por último, el principio de la Jurisprudencia
(Derecho) es lo justo y su precepto fundamental se expresa del siguiente modo: “no hagas a otros lo
que no quieras que te hagan a ti”. A partir de aquí se establecen las diferencias entre Derecho y
Moral. La Moral es positiva, se refiere exclusivamente a las acciones internas, y el cumplimiento de
las obligaciones que generan sus preceptos no puede realizarse mediante el empleo de la fuerza. El
Derecho, por el contrario, está formulado negativamente, comprende exclusivamente las acciones
externas de los hombres y, consiguientemente, la obligación jurídica es esencialmente coactiva. Más
adelante se analizará y criticará con más detalle la doctrina de Tomasio. Por el momento sólo nos
interesa destacar que estos criterios -con las correcciones y matizaciones oportunas- son los que, en
definitiva, servirán para distinguir Derecho y Moral. Como ha dicho del Vecchio “a pesar de los
defectos de esta teoría, en ella concurren en germen todos los elementos para trazar una distinción
entre el Derecho y la Moral. Tomasio captó el punto fundamental, esto es, vio que la Moral se
refiere ante todo a la conciencia subjetiva, mientras que el Derecho versa sobre un orden objetivo de
convivencia”.
La obra de Kant va a seguir el camino abierto por Tomasio insistiendo en la exterioridad del
Derecho frente a la interioridad de la Moral y destacando de un modo especial lo que según Kant
constituye el fundamento de la obligación moral: el motivo del obrar. “La mera coincidencia -dirá
Kant- o no coincidencia de una acción con la ley, sin consideración al motivo del obrar, se llama la
legalidad de la acción; aquella coincidencia o no coincidencia, en cambio, en la que la idea de la
obligación impuesta por la ley es, a la vez, el motivo del obrar, se llama la moralidad de la acción.
Las obligaciones derivadas de la legislación jurídica sólo pueden ser obligaciones externas, ya que
esta legislación no exige que la idea de la obligación, la cual es de naturaleza interna, sea por sí
misma fundamento de determinación del arbitrio del actor, y como, por otra parte, precisa de un
motivo del obrar adecuado a la ley, sólo puede unir a ésta motivos externos. La legislación ética, en
cambio, convierte en obligación acciones internas, pero ello no con exclusión de las externas, sino
que se refiere a todo lo que es obligación en absoluto. Pero justamente por ello, porque la
legislación ética incluye en su ley el motivo interno de la acción, la idea de la obligación, un
carácter que no puede darse en la legislación externa, la legislación ética no puede ser una
legislación externa”. La consecuencia de todo esto -al igual que ocurría con Tomasio- es que
solamente sobre las acciones externas puede ejercerse la coacción; de ahí que “al Derecho se halla
unida en sí la facultad de ejercer coacción sobre aquél que lo viola”.
Examinemos, por último, la posición de uno de los autores más significativos del siglo XX: Hans
Kelsen. En su doctrina, el Derecho y la Moral se distinguen en base a dos criterios fundamentales:
por una parte, la consideración del Derecho como orden coactivo y, por otra, el diferente
fundamento de la validez de las normas jurídicas y las morales. Veamos qué dice Kelsen al
respecto: “no cabe reconocer una diferencia entre Derecho y Moral con respecto de qué sea lo que
ambos órdenes sociales ordenan o prohíben, sino únicamente en cómo ellos obligan o prohíben una
determinada conducta humana. El Derecho sólo puede ser distinguido esencialmente de la Moral
cuando es concebido como un orden coactivo; es decir, cuando el Derecho es concebido como un
orden normativo que trata de producir determinada conducta humana, en cuanto enlaza a la
conducta opuesta un acto coactivo socialmente organizado; mientras que la Moral es un orden
social que no estatuye sanciones de este tipo; sus sanciones se reducen a la aprobación de la
conducta conforme a la norma, y a la desaprobación de la conducta contraria a la norma, sin que en
modo alguno entre en juego el empleo de la fuerza física”. El segundo criterio de distinción se
refiere al fundamento de la validez de las normas; así, “según la índole del fundamento de validez
cabe distinguir dos tipos diferentes de sistemas de normas: un tipo estático y uno dinámico. Las
normas de un orden del primer tipo valen -es decir, la conducta humana determinada por ellas es
vista como debida- por su contenido; en tanto su contenido puede ser referido a una norma bajo
cuyo contenido el contenido de las normas que constituyen el orden admite ser subsumido como lo
particular bajo lo universal”. La Moral sería, en este sentido, un sistema estático de modo que el
motivo de la validez de sus normas hay que referirlo al contenido. El Derecho, por el contrario,
tiene según Kelsen un carácter esencialmente dinámico, lo cual significa que “una norma jurídica
no vale por tener un contenido determinado; es decir, no vale porque su contenido puede inferirse,
mediante un argumento deductivo-lógico, de una norma fundante básica presupuesta, sino por haber
sido producida de la manera determinada por una norma fundante básica presupuesta. Por ello, y
sólo por ello, pertenece la norma al orden jurídico, cuyas normas han sido producidas conforme a
esa norma fundante básica. De ahí que cualquier contenido que sea, puede ser Derecho. No hay
comportamiento humano que, en cuanto tal, por lo que es como contenido, esté excluido de ser el
contenido de una norma jurídica”.
Hemos hecho referencia a Kelsen no sólo porque ha sido uno de los juristas más importantes del
siglo XX, sino también porque su doctrina en este tema representa la defensa de uno de los
postulados clásicos del positivismo: la separación -que no distinción- entre Derecho y Moral. Este
breve repaso histórico sólo ha pretendido mostrar algunas de las posiciones fundamentales respecto
del problema de la distinción entre Moral y Derecho. Como se ve pueden adoptarse básicamente
tres posturas: la confusión entre Derecho y Moral, la mera distinción y, por último, la separación
absoluta entre ambos órdenes normativos.
Aquí se sostendrá una posición intermedia reconociendo que el Derecho y la Moral son diferentes
pero sin que ello implique una separación tajante y radical. Creo que en el momento presente no es
sostenible tal separación y la mayoría de los autores suelen situarse en esta línea. Incluso, los
autores que podrían ser calificados de positivistas admiten las vinculaciones y conexiones que
tienen lugar entre Derecho y Moral. Un ejemplo en este sentido vendría representado por la doctrina
de Hart en lo que él hha llamado -quizás con expresión no muy feliz porque se presta a confusiones-
contenido mínimo del Derecho natural. Me parece que es necesario afirmar con especial énfasis que
la incomunicación entre Derecho y Moral, además de no responder a la realidad, no produce ningún
efecto beneficioso. Dicho esto pasemos a examinar las diferencias entre el Derecho y la Moral.
2. Derecho y Moral: criterios de distinción.
Se acaba de decir que en la actualidad parece que no puede defenderse la total separación entre
Derecho y Moral porque las recíprocas influencias que se dan entre ambos sistemas son notables.
Pero tales vinculaciones tampoco deben llevarnos a la confusión. Lo procedente, por tanto, es
señalar no sólo los puntos de contacto sino también las diferencias. Los criterios que aquí se van a
utilizar tienen su punto de partida en las doctrinas de Tomasio y Kant, si bien es imprescindible
matizar algunas de sus ideas al objeto de conseguir la mayor claridad posible.
2.1. Interioridad y exterioridad.
La distinción de Tomasio entre actos internos (de los que se ocupa la Moral) y actos externos (de los
que se ocupa el Derecho) carece de todo fundamento. En efecto, no parece posible hablar de actos
puramente externos ya que cuando una determinada acción se manifiesta externamente hay que
entender que con anterioridad ha tenido que existir una previa deliberación del sujeto que realiza el
acto. Si tal deliberación no tiene lugar no podría hablarse en sentido propio de actos humanos.
Podría decirse, aunque también con ciertas reservas, que hay actos puramente internos en la medida
en que no llegan a exteriorizarse (por ejemplo, actos de puro pensamiento). Sin embargo, no hay
actos exclusivamente externos porque, como se acaba de indicar, todo acto tiene necesariamente
una dimensión interna. Todo esto significa que el Derecho sólo toma en consideración los actos que
se exteriorizan pero valorando siempre su carga interna. En sentido contrario, tampoco es cierto que
la Moral sólo se ocupe de los actos internos. Ciertamente en ella lo más decisivo es la intención del
sujeto o, como diría Kant, el motivo del obrar, pero, desde luego, no es verdad que la Moral se
despreocupe por completo de los resultados de la conducta, esto es, de su exteriorización. Teniendo
en cuenta estas precisiones y, como señala Elías Díaz, “se propone diferenciar hoy, con terminología
bastante generalizada, entre actos interiorizados (que no se exteriorizan) y actos exteriorizados (que
no niegan su dimensión interna). De este modo, el Derecho se referiría solamente a los actos
exteriorizados y en tanto en cuanto que se exteriorizan, aunque apreciando y valorando debidamente
su carga interna cuando sea necesario. La Moral, en cambio, intervendría tanto en los actos
interiorizados como en los exteriorizados”.
Esta distinción entre actos interiorizados y exteriorizados permite apreciar una primera diferencia
entre el Derecho y la Moral que, en cierto modo, tiene relación con los fines que pretenden
conseguir ambas normatividades. Cuando menos, ya sabemos que hay ciertos comportamientos que
quedan sustraídos a la regulación jurídica; son todos aquellos que podríamos calificar como actos de
conciencia. Ahora bien, hay otros muchos actos con significación moral que no permanecen
inmanentes al sujeto, de modo que la realización del acto produce una modificación exterior, es
decir, la acción moral se exterioriza -y esto sucede la mayoría de las veces con la única excepción
indicada de los actos de conciencia- y produce determinadas consecuencias. En tales casos, sigue
planteándose el problema de cuál es el criterio para distinguir los actos comprendidos en el ámbito
jurídico y aquellos que regula la Moral.
2.2. Autonomía y heteronomía.
Otro de los caracteres diferenciales entre la Moral y el Derecho vendría representado por la distinta
fuente de procedencia de las normas. Así, se dice que la Moral es autónoma y el Derecho
heterónimo. La autonomía de la Moral significa que es el propio sujeto el que crea la norma, es
decir, la propia voluntad del individuo establece la regla de conducta y, consiguientemente, la
obligación que surge es aceptada libremente. En el Derecho, por el contrario, las normas proceden
de una voluntad extraña al sujeto y la validez de las mismas no depende de la aceptación de sus
destinatarios. Como se ve es una diferencia importante que tiene su origen en la doctrina de Kant.
Para Kant la Moral es autónoma y formal; autónoma porque es el individuo el que dicta las normas
y formal porque no establece ningún contenido, esto es, sólo nos dice con qué intención debe obrar
el sujeto, pero no cuáles son las acciones que hay que realizar. En principio, no se plantean
problemas especiales respecto de la comprensión de lo que es la autonomía y la heteronomía. No
obstante, conviene hacer algunas precisiones.
El sentido originario (etimológico) de la autonomía se cifra en la creación de normas por parte del
sujeto. Hay que advertir que esto no significa caer en un puro subjetivismo, es decir, no se trata de
que el sujeto cree la norma conforme a sus intereses o preferencias personales. Las normas morales,
aún afectando al individuo como tal, deben tener la pretensión de universalización. Tal es el sentido
que tiene la autonomía en la doctrina kantiana de modo que la voluntad del individuo tiene carácter
o significación moral cuando establece su propia ley pero sólo a condición de que pueda
transformarse en ley universal. Por otra parte, la autonomía debe ser entendida también como la
libre aceptación de las normas por parte del sujeto. Aunque éste es un sentido derivado o secundario
adquiere una singular importancia si observamos cómo se forjan las ideas morales. La idea de una
total autonomía en el sentido de que cada individuo es capaz de crear su propio universo moral debe
ser rechazada; es decir, no hay ningún sujeto que cree ex novo un sistema moral completo. Lo que
ocurre la mayoría de las veces es que aceptamos determinadas normas morales que tienen una
fuerza especial porque son sentidas como vinculantes por la mayoría del grupo social al que se
pertenece. Por consiguiente, tales normas proceden de una voluntad extraña; en este sentido son
heterónomos pero lo que sí es necesario, para que pueda hablarse de conducta auténticamente
moral, es la libre aceptación por parte del sujeto. El individuo hace suyas tales normas y desde ese
momento son sentidas como obligatorias. De cualquier modo, se puede seguir afirmando que la
Moral es autónoma -al menos en parte- en el sentido primigenio del término, esto es, como
auténtica creación de normas por parte del sujeto. Es cierto que solemos aceptar ideas morales cuya
procedencia es extraña a nuestra voluntad, pero también es obvio que el individuo puede enfrentarse
abiertamente contra la concepción moral dominante en el grupo, contra eso que se llama moralidad
social. En estos casos parece indudable que se produce una auténtica creación; el individuo rechaza
determinadas normas morales y crea otras nuevas que son las únicas respecto de las cuales se
produce la vinculación. Además, aún admitiendo que la mayoría de los preceptos morales no
proceden siempre de nuestra conciencia no cabe duda que ésta es la que, en última instancia, da
significación plena a tales preceptos de modo que siempre se incorpora algo nuevo que pertenece a
la cosecha propia de cada individuo.
También hay que tener en cuenta otro aspecto que tiene gran importancia y que se refiere al distinto
modo de vinculación que producen las normas morales respecto de las juristas. En las primeras es
imprescindible que haya una libre aceptación por parte del sujeto; en caso contrario, no puede
hablarse en sentido propio de comportamiento moral. Esto quiere decir que es necesario que se
produzca una adhesión íntima del individuo respecto de la norma para que pueda nacer la
obligación y en este sentido es fundamental o esencial que el sujeto goce de libertad plena. La
norma moral sólo es válida cuando tiene lugar esta libre aceptación; sólo en este caso obliga
realmente. Como ha dicho, Recasens “la Moral supone y requiere libertad en su cumplimiento, pues
para que una conducta pueda ser objeto de un juicio moral, es preciso que el sujeto la realice por sí
mismo, que responda a una posición de su propio querer. Aquello que yo hago -o mejor dicho, que
ocurre en mí- independientemente de mi querer, ni es moral ni es inmoral; es algo ajeno a toda
estimación ética” y, por esta razón, “a los valores morales no se puede ir conducido por la policía,
porque no se llega; a ellos hay que ir por el propio esfuerzo, libremente, por propia vocación”. En el
ámbito del Derecho, por el contrario, no es necesaria la aceptación por parte del destinatario de la
norma, esto es, el Derecho sigue siendo válido aunque no haya adhesión y aceptación por parte de
los ciudadanos. Todo ello tiene una consecuencia importante que afecta al propio conocimiento de
las normas. Las normas jurídicas de un determinado ordenamiento no pueden ser conocidas en su
totalidad por los ciudadanos pero, a pesar de ello, se puede exigir su cumplimiento. Se trata del
clásico principio recogido en todos los ordenamientos que se formula del siguiente modo: la
ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento. Ello significa que el desconocimiento de una
determinada norma por parte del sujeto no le libera de la obligación que la norma impone. En el
ámbito moral, por el contrario, tal principio no tiene vigencia y las razones son obvias. Si como se
acaba de decir las normas morales sólo son válidas cuando hay una libre aceptación, es evidente que
tal aceptación no puede tener lugar respecto de una norma que no se conoce. Por eso, tales normas
no generarían ningún tipo de obligaciones respecto de aquellos sujetos que las ignoran.
Precisada ya la idea de autonomía vamos a hacer lo mismo respecto de la heteronomía. La
significación del término heteronomía se refiere también al origen de las normas. Se dice que el
Derecho es heterónomo porque sus normas proceden de una voluntad extraña a la del sujeto: el
Estado o la sociedad en el caso de las normas consuetudinarias. En todo caso se trata de normas que
proceden de una voluntad externa y cuya propia existencia no depende de una voluntad externa y
cuya propia existencia no depende de la aceptación o no aceptación de los sujetos a los que van
dirigidas. Planteada así la cuestión parece que el Derecho se presenta siempre como un orden
heterónomo. Ahora bien, la heteronomía no debe ser entendida en el sentido de total desconexión
del Derecho respecto de los ciudadanos. En los sistemas verdaderamente democráticos hay cauces
que facilitan la participación del ciudadano y que permiten que el Derecho sea un producto que
responda, en mayor o menor medida, a las aspiraciones de los individuos. Por otra parte, también es
posible, aunque a través de una vía indirecta, la propia modificación de las normas jurídicas como
consecuencia de actos de los ciudadanos.
A todo esto habría que añadir otra consideración de cierta importancia. Aunque es verdad que el
Derecho se impone desde fuera a sus destinatarios y que su existencia no deriva del juicio positivo o
negativo que respecto de él tengan los individuos no se puede olvidar que la propia validez del
Derecho depende en gran medida de su eficacia que no es otra cosa sino la aceptación social más o
menos generalizada de lo que disponen sus normas. Un rechazo, una falta de aceptación constante
desemboca inevitablemente en la pérdida de validez del Derecho. Por eso, podría decirse que lo
ideal es que el Derecho sea lo menos heterónomo posible; sólo de esta forma podrá conseguirse que
sea mayoritariamente aceptado. Como ha dicho Elías Díaz “a nivel individual probablemente el
Derecho se nos aparecerá siempre como algo heterónomo, pero visto desde la perspectiva de la
sociedad, lo cual es de importancia básica, cuanto más autónomo sea un Derecho (cuanto más
partícipe de verdad en su construcción toda la colectividad) mucho más perfecto será, es decir, será
mucho más eficaz y estará mucho más legitimado”.
Para concluir, podríamos mencionar dos situaciones en las que la heteronomía del Derecho
aparecería bastante mitigada. En primer lugar, en el ámbito del Derecho privado se reconoce a los
particulares la capacidad de creación de normas en base al llamado principio de la autonomía de la
voluntad. En estos casos los sujetos que participan en la relación pueden establecer las
estipulaciones que estimen convenientes dentro siempre de los límites que marca la ley, pero,
respetando tales límites, hay un ámbito de libertad y, por tanto, de creación muy amplio. Este tipo
de normas surgidas de la voluntad de los particulares no serían, por consiguiente, heterónomas. Si
se quiere es un campo limitado que sólo afecta a una parcela muy específica del mundo jurídico,
pero al menos en este ámbito desaparece la heteronomía aunque sólo sea parcialmente. La otra
situación, más hipotética que real, de disminución de la heteronomía del Derecho podría tener lugar
en un sistema de democracia directa. Cuando las normas jurídicas no son elaboradas por
representantes, sino directamente por los ciudadanos habría que hablar de auténtica autonomía al
menos respecto de aquellos ciudadanos que hayan dado su voto afirmativo para la aprobación de
una determinada norma. No obstante, la democracia directa hoy por hoy no se presenta como un
sistema que tenga mucha viabilidad.
2.3. Individualidad y bilateralidad.
La bilateralidad o alteridad es uno de los caracteres que tipifican al Derecho y que sirve para
distinguirlo de la Moral. Significa básicamente que el Derecho toma en consideración las conductas
cuando éstas afectan al grupo social. Para la existencia del Derecho es imprescindible la referencia a
otro sujeto porque el orden jurídico lo que pretende es regular las conductas de los individuos en el
seno del grupo social estableciendo las límites de actuación de cada sujeto al objeto de que no se
produzcan colisiones. Por ello es impensable la presencia del Derecho en el hipotético caso de un
ser humano aislado; aquí no podría hablarse de Derecho sino sólo de Moral. Al afirmar que la Moral
posee la nota de la individualidad se quiere decir que toma en consideración los actos humanos en
relación con el sujeto mismo que los cumple; como dice Recasens “la Moral valora la conducta en
sí misma, plenariamente, de un modo absoluto, radical, en la significación integral y última que
tiene para la vida del sujeto, sin ninguna reserva ni limitación. En cambio, el Derecho valora la
conducta desde un punto de vista relativo, en cuanto al alcance que tenga para los demás y para la
sociedad. El campo del imperio de la Moral es el de la conciencia, el de la intimidad del sujeto. El
terreno sobre el cual se proyecta y quiere actuar el Derecho es el de la coexistencia y cooperación
sociales”.
Como consecuencia de esta diferente perspectiva suele afirmarse también que el Derecho tiene un
fin social mientras que la Moral tendría un fin personal en el sentido de perseguir todo aquello que
afecte a la perfección del individuo. O dicho con otras palabras: frente al fin inmediato o temporal
del Derecho, la Moral perseguiría un fin último o trascendental en la medida en que enfrenta al
individuo consigo mismo. No obstante, conviene advertir que esta distinción de fines no puede
considerarse como absoluta porque, aunque en el ámbito de la Moral hay una preferencia hacia ese
fin último del ser humano, no es menos cierto que también se interesa por otros fines más
inmediatos y que incluso afectan al ser humano en su relación con los demás.
2.4. Coercibilidad.
De todos los criterios que pueden utilizarse para distinguirse el Derecho y la Moral el de la
coercibilidad es el más decisivo, el que permite saber inequívocamente cuándo nos encontramos
ante normas jurídicas o ante normas morales. No insistiremos demasiado sobre su significado ya
que en el capítulo anterior nos ocupamos con más detalle de esta característica. Ahora sólo nos
interesa señalar que la coercibilidad sólo está presente en el Derecho. Si el Derecho regula la
conducta de los seres humanos en sus relaciones con los demás estableciendo los límites de la
actuación de los diferentes individuos parece claro que el cumplimiento de sus normas no puede
quedar al arbitrio de los destinatarios de modo que si éstos se resisten podrá utilizar la fuerza frente
a estas voluntades rebeldes. En el ámbito de la Moral, por el contrario, no es posible forzar al
cumplimiento de los deberes morales. Ya se ha dicho que la Moral exige en todo caso la libre
aceptación de la norma por parte del sujeto lo cual implica al mismo tiempo la libertad de
cumplimiento. Podríamos decir aún más; una conducta realizada por el hombre si no es sentida
como obligatoria y no es cumplida libremente no tendría carácter ético. La Moral, desde luego,
manda imperativamente determinados comportamientos pero deja libertad al sujeto para que adopte
la decisión. Sin embargo, el Derecho exige a todo trance que se realice lo que sus normas prescriben
forzando al sujeto si es preciso para conseguir esta finalidad. Este modo de forzar se concreta en
una sanción que, o bien hace efectivo el cumplimiento de la norma o, si ello ya no es posible, se
traduce en una acción sustitutoria. Lo que el Derecho no tolera en ningún caso es que la violación
de sus preceptos quede sin consecuencias.
Ahora bien, lo que acabamos de decir no debe hacernos creer que en el ámbito de la Moral no
existan sanciones e incluso también puede producirse una cierta presión por parte del grupo social
para que determinadas normas morales sean cumplidas. Lo único que ocurre es que tanto la sanción
como la posible presión tienen una naturaleza peculiar y en todo caso es algo distinto de lo que
sucede en el ámbito jurídico. El profesor Legaz lo explicaba con toda claridad: el carácter coactivo
del Derecho es indiscutible; “la Moral, en cambio, no posee esta cualidad del mismo modo que el
Derecho. Y no es que la norma moral carezca de toda sanción y de una determinada coacción; pero
es que ni la sanción ni la coacción que son propias de ella van implicadas en la estructura misma de
la norma moral… La norma moral no establece sanciones ni amenaza con ellas; no dice “debes
amar al prójimo, pues de lo contrario sufrirás remordimientos de conciencia y además serás
castigado en la otra vida”, sino que dice simplemente que se debe amar al prójimo, pues de lo
contrario sufrirás remordimientos de conciencia y además serás castigado en la otra vida”, sino que
dice simplemente que se debe amar al prójimo”. Pues bien, esto es exactamente lo contrario de lo
que sucede con el Derecho. En las normas morales sí existe, por consiguiente, sanción, pero tal
sanción -dice Legaz- “viene superpuesta a la norma como una especie de añadido. Que el ser
humano, cuando comete una acción contraria a la ley moral, sienta gravada su conciencia con el
peso de la culpa, que experimente el remordimiento, que sea castigado con penas en la otra vida o
recompensado con la felicidad eterna si obra bien, todo eso es perfectamente plausible y tiene una
justificación absoluta, pero no entra para nada en la estructura ontológica de la norma moral, la cual
se agota en establecer aquello que debe ser o no ser. Lo cual es justamente lo contrario del Derecho,
el cual dejaría de ser Derecho si no estableciese aquellas consecuencias jurídicas que constituyen la
sanción de la conducta indebida”.
Por tanto, en el Derecho va implícita necesariamente la sanción al menos considerado éste como
totalidad, mientras que en la Moral la sanción es algo “accidental”. Pero, además, hay otra
diferencia importante entre la sanción moral y la jurídica: la primera es completamente
indeterminada mientras que la segunda es absolutamente precisa. En efecto, en las relaciones
jurídicas es fundamental -es un postulado de la seguridad jurídica- que los individuos sepan cuáles
pueden ser las consecuencias de sus acciones. Esto significa que las sanciones están
predeterminadas en las normas de modo que a cada comportamiento se le imputa una sanción
precisa. En la Moral, por el contrario, la sanción aparece mucho más difícil y depende en gran
medida de la propia conciencia del sujeto infractor. Podría hablarse en este sentido de sanción
objetiva en el caso del Derecho y sanción subjetiva en el caso de la Moral lo cual demuestra que la
dimensión del Derecho es esencialmente objetiva mientras que la dimensión de la Moral es
esencialmente subjetiva.
En conclusión, la posibilidad del ejercicio de la fuerza es el rasgo distintivo fundamental entre el
Derecho y la Moral; más en concreto -como ha señalado Elías Díaz- “la existencia de un aparato
coactivo organizado, capaz de garantizar el cumplimiento de las normas y, cuando ya no resulte
posible, capaz de imponer sanciones al infractor de las mismas. Se logra así como resultado de la
institucionalización jurídica de la coacción, la coacción organizada que es el rasgo típico del
Derecho. Este sería así, en cierto modo, la autoorganización de la coacción, de la fuerza. Más allá
de las sanciones informales y, en cierto modo, espontáneas propias de la ética, aparecen pues las
sanciones jurídicas impuestas a través de un órgano formalizado e institucionalizado”.
3. Comunicabilidad entre Derecho y Moral.
Las vinculaciones entre Derecho y Moral son recíprocas entre otras razones porque ambos sistemas
normativos están referidos a la conducta humana. Sólo nos queda por examinar cuáles son las
relaciones que tienen lugar entre ambas normatividades. Tradicionalmente se ha venido sosteniendo
que las relaciones entre Derecho y Moral son de coherencia de modo que no puede haber
contradicciones entre los preceptos morales y los preceptos jurídicos. El Derecho se construye por
hombres que tienen determinadas concepciones morales y naturalmente tales concepciones
aparecen reflejadas de una u otra forma en las disposiciones jurídicas. Esto parece que es
indiscutible y una prueba en este sentido es la coincidencia de contenido que se produce entre los
preceptos de ambos órdenes normativos. Pensemos, por ejemplo, en el precepto que prohíbe el
homicidio o el que ordena la restitución de las cosas ajenas; en ambos casos se trataría de conductas
prohibidas u ordenadas tanto por el Derecho como por la Moral (coherencia total). Otras veces el
Derecho simplemente ofrece al sujeto varias posibilidades de actuación. Habitualmente, los
ordenamientos jurídicos se configuran de manera tal que los deberes morales puedan ser cumplidos
sin que por ello se violen normas jurídicas. El sistema jurídico -se dice- debe posibilitar el
cumplimiento de las obligaciones éticas. Como ha dicho del Vecchio “el Derecho traza una esfera
dentro de la cual estará comprendida la necesidad ética: pero el Derecho no dice cuál sea entre las
acciones jurídicamente posibles, la moralmente necesaria”. Con carácter general no hay nada que
objetar a esta argumentación, pero creo que no puede aceptarse con carácter absoluto porque hay
supuestos en los que el conflicto o la contradicción entre lo que dispone la Moral y lo que prescribe
el Derecho puede tener lugar. Con ello se plantea el problema de cuál debe ser la actitud del sujeto
en el caso de que una contradicción de este tipo se produzca.
Parece que las alternativas son solamente dos: o se siguen los imperativos de la conciencia, en cuyo
caso habrá que soportar las consecuencias jurídicas desfavorables, o bien, se cumpla la norma
jurídica vulnerando el precepto moral. En definitiva, se plantea la cuestión de determinar qué orden
normativo debe prevalecer. Hay razones más que suficientes para sostener que la Moral debe
prevalecer sobre el Derecho. Tales razones tienen su fundamento en las diferentes características del
Derecho y la Moral. Si la Moral es autónoma -al menos en parte- y si vincula la voluntad del sujeto
a través de la libre aceptación de la norma, parece que sus mandatos deben ser preferidos y, en todo
caso, son prioritarios. Por otra parte, como la Moral tiene una dimensión predominantemente
personal frente al carácter social del Derecho habrá que concluir afirmando la superioridad de la
primera frente al segundo.
Todo ello significa que el Derecho debe estar subordinado a la Moral pero adviértase bien que tal
subordinación no supone en modo alguno privar de validez a los preceptos jurídicos contrarios a la
Moral. Como regla práctica del obrar la subordinación del Derecho a la Moral implicará en muchos
casos un auténtico conflicto, especialmente cuando el sujeto opte por el cumplimiento de los
imperativos de la conciencia. El individuo podrá sentir una vinculación mucho más fuerte respecto
de las obligaciones morales y podrá considerar que un Derecho o un determinado conjunto de
normas jurídicas son moralmente inicuas, pero todo ello no afectará a la propia existencia del
Derecho.
Es cierto que el Derecho suele recoger siempre una serie de exigencias éticas mínimas que, de una u
otra manera constituyen el reflejo de la moralidad vigente en el grupo. Por eso se puede decir que lo
normal es que las relaciones entre Derecho y Moral sean de coherencia. No obstante, vuelvo a
insistir en la idea de que es posible la colisión entre ambas normatividades y en tales casos sólo
cabe actuar de acuerdo con los dictados de la concidencia. La resistencia de los sujetos frente a
normas consideradas moralmente inicuas puede provocar un cambio o una modificación de tales
normas pero, en cualquier caso, hasta que tal modificación se efectúe habrá que seguir hablando de
Derecho aunque éste sea inmoral. Creo que se trata de dos problemas que no deben ser confundidos.
Sólo resta por examinar la cuestión de la obediencia al Derecho desde la perspectiva de la Moral,
esto es, habrá que preguntarse si hay una obligación ética de obediencia al Derecho y caso de existir
cuáles son las condiciones que deben producirse. No obstante, este problema será objeto de análisis
en el capítulo siete cuando hablemos de deber jurídico y, por tanto, por el momento no diremos aquí
nada más.
4. Las reglas del trato social.
Al lado de las normas morales y jurídicas nos encontramos con otra serie de normas cuya función es
igualmente la regulación de la conducta humana. Son reglas que se refieren a nuestro
comportamiento en relación con el resto de los miembros del grupo social y que tienen un carácter
vinculante pues su contenido se presenta como algo debido. Tales reglas han recibido nombres muy
variados tales como convencionalismos sociales, usos sociales, usos convencionales, etc, y también
reglas del trato social que es la denominación que nosotros utilizaremos porque otros términos o
bien son imprecisos, o en su caso, no reflejan plenamente el sentido de esta norma. Recasens ha
dicho razón que utilizar la expresión “convencionalismos sociales” es poco afortunado “porque tal
denominación evoca la idea de convenio, la cual es precisamente todo lo contrario de la esencia de
estas normas pues lejos de derivar de una convención, aparecen preconstituidas ante el individuo.
También se las ha designado con el título de “usos sociales”; y, aunque es exacto que se manifiesten
a través de costumbres, esta denominación tiene el inconveniente de que mediante la costumbre se
hacen también ostensibles otros tipos normativos completamente diversos (como, por ejemplo,
principios morales y preceptos jurídicos)”.
La existencia de las reglas del trato social se presenta como algo indiscutible y una primera
intuición permite afirmar que tienen ciertas similitudes con el Derecho y también con la Moral, no
obstante lo cual, representan un tipo de normas con características propias que tratan de cumplir una
finalidad especifica. Vamos a ver a continuación cuáles son esas características para señalar después
sus diferencias respecto de la Moral y el Derecho.
4.1. Caracteres.
Muchos de los caracteres propios de las reglas del trato social también están presentes en el
Derecho. En primer lugar, habría que citar la bilateralidad o alteridad (o si se prefiere, socializad).
Al igual que ocurre con el Derecho, la existencia de estas reglas requiere la presencia de otros
sujetos, sin los cuales no tendrían ningún sentido. El ámbito de vigencia de tales reglas es el grupo
social; se cumplen pensando en los demás y únicamente se exige una conducta u observancia
externa sin que sea necesaria una íntima adhesión del sujeto respecto de la norma. En segundo
lugar, también podría hablarse de la generalidad aunque con un sentido peculiar. en efecto, las
reglas del trato social están dirigidas de un modo indeterminado a todos los miembros de una
comunidad y habitualmente son observadas por la mayoría del grupo, por la generalidad; lo único
que ocurre es que el contenido de las reglas varía en función del sector o grupo al que se pertenezca.
Salvo algunas reglas de carácter universal, como puede ser, por ejemplo, el saludo, el resto se
refieren siempre o, mejor dicho, sólo tienen validez dentro de un círculo social determinado.
Aunque la regla en sí sea la misma lo que varía es su forma de expresión. Pensemos, por ejemplo,
en las reglas del vestir, del hablar o del comer. Estos tres tipos de reglas vinculan a todos los
miembros del grupo social pero su concreta manifestación es diferente en razón del círculo social o
profesional al que pertenezca.
Otra de las características de estas reglas es su impersonalidad. Esta nota significa que “las reglas
del trato social se plasman en unos comportamientos no atribuibles a una persona en concreto, a
nadie en particular, sino difusamente al grupo como conjunto. Impersonalidad que se refleja en la
utilización, para referirnos al uso, del pronombre impersonal se”. Así, por ejemplo, “los padres al
iniciar la educación del hijo, se preocupan porque no adquieran hábitos contrarios a las prácticas
sociales y les reprenden advirtiéndoles que eso no se dice o que así no se come”. Por consiguiente,
las conductas aparecen referidas siempre al grupo y aunque inicialmente tiene que haber algún
sujeto que comience a realizar un determinado comportamiento que después se extiende al resto de
los miembros de la comunidad, la personalidad o identidad de tal sujeto es irrelevante.
Hemos dicho que las reglas del trato social son auténticas normas que vinculan las voluntades de los
individuos. El incumplimiento de tales reglas, por tanto, determinadas reacciones del grupo que se
traducen en sanciones. Al igual que ocurría con la Moral tales sanciones aparecen indeterminadas
de modo que la reacción del grupo será distinta dependiendo del sujeto que haya violado la regla.
Además, tampoco existe la posibilidad de ejercer la fuerza frente a un comportamiento rebelde. La
ausencia de coacción es pues compartida tanto por la Moral como por las reglas del trato social. Tal
ausencia de coacción debe ser entendida en el sentido de la inexistencia de órganos
institucionalizados encargados de imponer forzosamente lo prescrito por estas reglas. Del análisis
precedente se deduce que las reglas del trato social poseen caracteres que son comunes tanto a la
Moral como al Derecho. Esta singular mezcla ha determinado que algunos autores consideren que
no es posible llegar a una auténtica diferenciación de las mismas respecto del Derecho y la Moral y,
en definitiva, se afirma que no tienen sustantividad propia. Tal es la postura sostenida, por ejemplo,
por del Vecchio o por Radbruch.
Para del Vecchio a pesar de que cuando empieza a avanzar la diferenciación entre Moral y Derecho
“queda en el medio social una especie de zona gris en la que hay una serie de deberes con carácter
en parte moral y en parte jurídico, esto no significa que debamos admitir una tercera forma de
valoración ética, distinta de la Moral y del Derecho; pues, lógicamente, la referencia de la
obligatoriedad no puede ser más que o subjetiva u objetiva (que es como decir intersubjetiva)”. En
conclusión, “las normas de cortesía, de decencia, de etiqueta, de decorum (que es como decir
intersubjetiva)”. En conclusión, “las normas de cortesía, de decencia, de etiqueta, de decorum (al
que hizo particularmente referencia Tomasio) no son en rigor especies autónomas de normas, sino
que entran necesariamente en una u otra de las dos categorías antedichas”.
Radbruch llega a una conclusión similar. Para este autor, “el decoro social está respecto al Derecho
y la Moral en una conexión histórica mejor que sistemática. Es la protoforma común en que todavía
se contienen indistintos el Derecho y la Moral”. También para Radbruch no es posible hablar de una
tercera normatividad: “los conceptos culturales referidos a un valor pueden definirse con ayuda de
la idea a que se orientan. De esta manera hemos determinado a la Moral como la realidad cuyo
sentido estriba en desarrollar la idea de lo bueno y al Derecho como la realidad que tiene el sentido
de servir a la Justicia. Una idea, empero, a la que el decoro social pudiera orientarse, no se
encuentra” y, por eso, “el decoro social no puede coordinarse a los otros conceptos culturales,
carece de sitio en el sistema de los conceptos de la cultura”. Nosotros creemos, por el contrario, no
sólo que las reglas del trato social constituyen un orden normativo autónomo e independiente
-cuestión de la que trataremos inmediatamente-, sino también que es posible su diferenciación
respecto del Derecho y la Moral.
4.2. Diferencias respecto del Derecho y la Moral.
Comencemos, en primer lugar, por señalar las diferencias entre Moral y reglas del trato social.
Ambos sistemas tienen carácter normativo y el contenido de sus preceptos aparece como
obligatorio. También en ambos resulta imposible el ejercicio de la fuerza de modo que la
observancia de sus preceptos no puede ser impuesta frente a aquellos sujetos que se nieguen a
cumplirlos. A pesar de ello, y como ya quedó señalado, la imposibilidad del ejercicio de la fuerza no
significa que tales órdenes normativos no contengan sanciones. Estas son las semejanzas; veamos
ahora las diferencias. Las reglas del trato social son heterónomas pues su procedencia es ajena a la
voluntad del sujeto. Además, lo que exigen tales reglas es un mero cumplimiento externo; no es
necesaria la adhesión íntima del sujeto respecto de la norma. Recuérdese que en el ámbito moral el
nacimiento de la obligación sólo se produce si hay una libre aceptación por parte del sujeto.
Por otra parte, podría decirse que la obligación moral es absoluta mientras que las obligaciones que
derivan de las reglas del trato social son relativas. Lo que se quiere decir con esto es que las normas
morales acompañan al sujeto siempre y sus mandatos deben ser observados en cualquier lugar y en
cualquier situación. Por el contrario, las reglas del trato social no obligan incondicionalmente de
modo que si el individuo sale del círculo al que pertenece queda liberado de su observancia.
Recasens lo explica acertadamente mediante un ejemplo: “refiriéndome a las costumbres nacionales
o locales, puedo decir que al salir de viaje las dejo en mi tierra y no me obligan; quedo libre de
ellas; y, en cambio, debo someterme a las reglas del país que visito. Por el contrario, las normas
morales gravitan sobre el individuo, en todo momento; y además, su validez es por entero
independiente de que los demás sujetos las cumplan o no”.
Este distinto modo de obligar de unas normas y otras nos permite afirmar que las reglas del trato
social no constituyen -como habitualmente se dice- una subespecie de la Moral porque su
cumplimiento o incumplimiento no afecta para nada a la dignidad moral del sujeto. Un par de
ejemplos citados por Recasens nos darán una idea de la veracidad de esta afirmación: “puede
ocurrir que un sujeto perfectamente moral esté en déficit respecto de las reglas del trato: lo cual le
ocurriría a San Francisco de Asís, que encarnó una ejemplaridad de conducta moral y que, en
cambio, era un inadaptado a las reglas del trato; en otro aspecto, algo de esto les sucede en ficción a
tipos creados por Charles Chaplin en sus películas, que representan un espíritu puro y, sin embargo,
el perpetuo desentonante en el trato social. Por otra parte, todos conocemos personas muy correctas
en el cumplimiento de las normas del trato social, que, sin embargo, llevan por dentro un alma
encanallada”. En consecuencia, Moral y reglas del trato social pretenden la consecución de fines
diferentes y, por ello, los valores que sustentan ambas normatividades son igualmente distintos. En
conclusión, ambos tipos de normas tienen un sentido diferente.
Examinamos seguidamente las diferencias respecto del Derecho. En principio, parece que entre el
Derecho y las reglas del trato social sólo se producen coincidencias. Así, por ejemplo, el carácter
heterónomo de sus preceptos, su referencia al grupo social y la atención preferente a los aspectos
externos de la conducta. No obstante, es posible señalar una diferencia fundamental que marca la
línea divisoria entre ambos sistemas normativos. Pero antes de indicar esta diferencia vamos a
analizar algunos de los criterios que se han utilizado para distinguir el Derecho de las reglas del
trato social.
Se ha dicho que la diferencia podría hallarse en el distinto origen de las normas. Así el Derecho
procedería del Estado mientras que las reglas del trato social tienen su origen en la sociedad. Este
criterio, sin embargo, no puede ser empleado puesto que hay normas jurídicas (el Derecho
consuetudinario) que no tienen su origen en el Estado sino precisamente en la sociedad. También se
ha manejado como criterio de distinción el diferente contenido de las normas. Habría según, esta
tesis, materias reguladas exclusivamente por el Derecho y materias reguladas por las reglas del trato
social. Pero parece que la distinción por razón del trato social, y otras muchas veces se produce una
constante fluctuación entre las regulaciones de modo que materias reguladas habitualmente por las
reglas del trato pasan al ámbito de lo jurídico o viceversa. Por esta razón, el criterio del contenido
tampoco puede ser decisivo.
Por último, otras doctrinas -que, a mi juicio, son las que han resuelto satisfactoriamente el
problema- consideran que la diferencia fundamental entre Derecho y reglas del trato social se
encuentra en el carácter coactivo del Derecho, entendiendo por tal la posibilidad de que las normas
jurídicas sean efectivamente realizadas a través de un aparato o de una organización encargada de
imponer inexorablemente lo que ellas disponen o, en su caso, una sanción sustitutoria. La presencia
de esta fuerza organizada que aparece como irresistible sólo tendría lugar en el ámbito jurídico. Esta
es la tesis sostenida entre otros por Kelsen, Weber y Recasens aunque con diferentes matices. Tanto
Kelsen como Weber creen que la existencia de un aparato coactivo es lo que caracteriza al Derecho;
la diferencia entre ellos se encuentra en que en la doctrina de Kelsen ese aparato coactivo aparece
encarnado exclusivamente por el Estado, mientras que Max Weber niega la necesidad del carácter
estatal de dicho aparato. En este sentido afirma que “lo decisivo en el concepto del Derecho es la
existencia de un cuadro coactivo. Este, naturalmente, en modo alguno tiene que ser análogo al que
hoy en día nos es habitual. Especialmente, no es ni mucho menos necesaria la existencia de una
instancia judicial… Existe, naturalmente, Derecho lo mismo cuando está garantizado políticamente
que cuando lo está en forma hierocrática; y asimismo cuando esa garantía se encuentra en los
estatutos de una asociación, en la autoridad del patriarca o en uniones o comunidades de
compañeros”.
La posición de Recasens es bastante parecida a pesar de que él insiste en señalar que las doctrinas
de Kelsen o de Weber aunque se han aproximado no han conseguido apresar mentalmente lo
esencial de la distinción. Para el autor español “la sanción por el incumplimiento de las reglas del
trato social es sólo expresiva de una censura -que puede llegar hasta excluir del círculo social
correspondiente al infractor- pero no es jamás la imposición forzosa de la observancia de la
norma… Por el contrario, lo esencialmente característico del Derecho es la posibilidad de imponer
forzosamente, de modo inexorable, irresistible, la ejecución de la conducta debida, o de una
conducta sucedánea prevista en la misma norma”. En conclusión, podría decirse que la
característica de la coercibilidad sirve para distinguir el Derecho tanto de la Moral como de las
reglas del trato social.
Parece que resulta congruente afirmar de acuerdo con todo lo que se acaba de decir que las reglas
del trato social constituyen un orden normativo independiente que tiene características propias y
que, consiguientemente, no puede quedar subsumido ni en la Moral ni en el Derecho. Sin embargo,
por unas u otras razones se ha venido negando sustantividad a tales normas. Un primer camino
consistiría en afirmar la imposibilidad de distinguir tales reglas respecto del Derecho que es lo que
sucede en las doctrinas de Radbruch y del Vecchio a las que nos referimos páginas atrás. Otra vía
consiste en reconocer que tales normas son diferentes a las jurídicas o a las morales pero que, en
definitiva, vendrían a ser una subespecie de la Moral porque las reglas del trato tienen en última
instancia un valor moral.
Tal es la tesis que sostiene, por ejemplo, Legaz y Fernández-Galiano que sigue a éste último. Para
Legaz “los usos sociales representan normas que traducen a menudo un valor moral; son pues,
moral social; y por ser normas sociales poseen una estructura normativa análoga a la jurídica, de la
que sólo le separa el detalle, todo lo importante que se quiera, de que por su contenido no cuentan a
su disposición con el aparato coactivo formalizado”. Para Legaz, cuando se incumple una regla del
trato social en el fondo lo que se está haciendo es violar una norma moral. Fernández-Galiano
utiliza argumentos similares. Incluso cuando nos encontramos ante reglas sociales “en las que no se
da en absoluto ese trasfondo ético puesto que las conductas exigidas son totalmente indiferentes al
valor moral, como llevar corbata o comportarse en la mesa con unos determinados modales” podría
decirse que “la observancia de tales usos también, en el fondo, se asienta en razones éticas, ya que
la sumisión a esas reglas -por muy “formales” que sean- es expresión de la consideración que
debemos a los demás por imperativo de la Moral”.
Sin embargo, creo que los argumentos que ofrecen estos dos autores no son suficientes para
demostrar que las reglas del trato no tienen sustantividad porque también pueden utilizarse respecto
del Derecho, es decir, podría afirmarse que el incumplimiento de las normas jurídicas supone
igualmente, y con carácter general, la violación de preceptos morales ya que en casi todas las
normas jurídicas puede hallarse un trasfondo ético. Pero de ello no se deduce que el Derecho no
tenga sustantividad propia. Y si esto no ocurre en la esfera jurídica tampoco vemos razones
suficientes -si se quiere mantener la coherencia- para que suceda en el ámbito de las reglas del trato
social.
En consecuencia, creemos que Recasens -que es el único que entre nosotros defiende la
sustantividad de las reglas del trato como normatividad específica- que, además, del Derecho y la
Moral, se puede hablar de una tercera normatividad distinta, independiente y autónoma.
CAPÍTULO V.
1. La norma jurídica: estructura y clasificación.
Antes de comenzar es necesario hacer referencia al distinto sentido que tienen los términos norma y
ley a pesar de que habitualmente aparecen como equivalentes. En efecto, en el ámbito del Derecho
y de la Moral las expresiones norma y ley se utilizan indistintamente. El problema surge cuando
observamos que también en el campo de las ciencias naturales se emplea el término ley; los
científicos formulan leyes que se refieren a los acontecimientos que tienen lugar en el mundo físico.
Pero resulta claro que las leyes científico-naturales tienen un sentido diverso a las leyes jurídicas o
morales. En el primer caso nos encontramos ante una simple descripción que expresa únicamente
qué es lo que sucede cuando se produce un determinado hecho. En el mundo de la naturaleza está
presente el llamado principio de causalidad en virtud del cual cuando se dan determinadas
circunstancias tiene que producirse “necesariamente” un concreto fenómeno. La estructura de la ley
sería “si es A, es B”; por ejemplo, si un cuerpo es calentado se dilatará. El efecto de dilatación se
producirá siempre que concurra la circunstancia (en este caso la presencia del calor). En el mundo
del Derecho las normas responden a una estructura diferente y su fórmula sería “si es A, debe ser
B”, de manera que si se produce un determinado hecho debe tener lugar una consecuencia, pero tal
consecuencia no se produce necesariamente. Por ejemplo, si alguien mata a otra persona, debe ser
castigado con una pena de privación de libertad. En este supuesto nos encontramos ante una
prescripción dirigida a sujetos que tienen libertad y, por consiguiente, es posible que las leyes
físicas son expresión de un ser, las normas jurídicas (y también las morales) son expresión de un
deber ser. Podría decirse que ambos tipos de leyes establecen una relación entre hechos, pero es
obvio que el modo de vinculación de los mismos es esencialmente diferente.
Aclarada esta cuestión vamos a ver en qué consisten las normas jurídicas y cuál es su estructura.
Como puede suponerse existe una gran variedad de normas lo cual dificulta llegar a un concepto
unitario. Incluso si examinamos las diferentes normas que forman parte de un determinado
ordenamiento sin la pretensión de realizar una definición, sino solamente tratando de ver cuáles son
sus elementos o cuál es su estructura, no parece que las dificultades disminuyan. Probablemente, lo
que sí puede decirse es que todas las normas jurídicas (absolutamente todas) son siempre
expresiones de un deber ser en el sentido de que simplemente disponen que algo debe suceder, por
ejemplo, que una determinada conducta no debe realizarse (lo cual no significa que de hecho no se
realice) o que si se ha realizado (lo cual no significa que de hecho no se realice) o que si se ha
realizado debe imponerse una sanción (que tampoco tiene lugar “necesariamente”). Vamos a
referirnos en primer lugar a una de las doctrinas fundamentales que se han desarrollado en torno a la
estructura de la norma jurídica: la sustentada por Hans Kelsen que ha sido seguida por un número
considerable de autores.
Para este autor, las normas jurídicas pueden reducirse a un juicio o proposición hipotética en la cual
se producen la previsión de un hecho (H) al que se atribuye -se imputa- una consecuencia (C) según
la fórmula si es H debe ser C. En el esquema kelseniano la consecuencia que debe producirse cada
vez que se realiza el comportamiento descrito en la norma corresponde siempre a una sanción. Es
más, el elemento más importante de la norma jurídica viene representado por la sanción. En este
sentido, Kelsen invierte el orden de importancia en los elementos de la norma jurídica.
Tradicionalmente, se habían clasificado las normas en primarias y secundarias: las primarias son
aquellas que regulan los comportamientos, mientras que las secundarias son las que establecen la
sanción para el supuesto de que las primeras no sean observadas, es decir, pervivirían para asegurar
o garantizar lo prescrito por la norma primaria y, desde esta perspectiva, tendrían un carácter
instrumental. Pues bien, para Kelsen la norma primaria es la que establece la sanción y la
secundaria la que regula la conducta. La norma jurídica aparece como un juicio de deber ser que se
fundamenta en el principio de imputación, es decir, en la atribución de una consecuencia a una
condición. La consecuencia es la sanción y la condición lo ilícito. Y lo ilícito lo es simplemente
porque le es imputada una sanción. Por tanto, el deber ser de la norma no se refiere al
comportamiento del sujeto, sino al hecho de que a este comportamiento debe aplicarse una sanción.
La doctrina de Kelsen ha sido objeto de numerosas críticas y ello motivó la revisión de algunas de
sus ideas. En efecto, se ha dicho que el esquema propuesto por Kelsen si es H debe ser C sólo servía
para un tipo de normas y que, en consecuencia, existen otros tipos de normas a los que resulta
inaplicable, por ejemplo, las normas de organización, las interpretativas, las permisivas, etc . Como
consecuencia de tales críticas, Kelsen modifica el concepto de deber ser (sollen) ampliándolo
considerablemente. Así, por sollen había que entender no sólo deber o deber ser, sino también estar
permitido (dürfen) y poder o tener posibilidad (können). Pero al producirse esta ampliación el
elemento de la sanción aparece atenuado y plantea, cuando menos, la posibilidad de la existencia de
normas sin sanción. Sin embargo, Kelsen no admite tal posibilidad y para evitar los peligros de la
ampliación del sollen distingue entre lo que él llama normas dependientes y normas independientes.
Las independientes son completas y responden al esquema si es H debe ser C, mientras que en las
normas dependientes falta algún elemento. Son normas dependientes las permisivas, las
derogatorias, las que regulan los procedimientos judiciales y administrativos, etc . Lo que sucede es
que la unión de varias normas dependientes da lugar a una norma completa. Kelsen lo explica del
siguiente modo: “cuando una norma obliga a determinada conducta, y una segunda norma estatuye
una sanción para el caso de no observancia de la primera, ambas se encuentran entrelazadas entre sí
esencialmente… Si un orden jurídico contiene una norma que prescribe una determinada conducta y
otra que enlaza al incumplimiento de la primera una sanción, la primera norma no constituye una
norma independiente, sino que está esencialmente ligada a la segunda; ella determina sólo
negativamente la condición a la que la segunda enlaza la sanción; y si la segunda determinara
positivamente la condición a la cual ella enlaza la sanción, la primera sería, desde el punto de vista
de la técnica legislativa, superflua”. Todo esto quiere decir que las normas jurídicas no pueden ser
consideradas de un modo aislado sino en conexión con el resto de las normas que forman parte del
sistema. Por esta razón, el esquema propuesto por Kelsen puede seguir considerándose válido. De
ahí que “un orden jurídico, aunque de ninguna manera todas sus normas estatuyan actos coactivos,
puede con todo ser caracterizado como un orden coactivo, en cuanto que todas las normas que de
por sí no estatuyan actos coactivos, y que, por tanto, no imponen obligaciones, sino que sólo
faculten o permiten positivamente la producción de normas, son normas no independientes que sólo
valen en conexión con una norma que estatuye un acto coactivo”.
Desde esta perspectiva podría decirse que el esquema si es H debe ser C resulta aplicable a todas las
normas jurídicas bien directamente o bien indirectamente. Por otra parte, este esquema pone de
manifiesto que en realidad no se debe hablar de dos tipos de normas diferentes, es decir, una que
regula la conducta y otra que establece la sanción o la consecuencia jurídica. Más bien se trata de
los dos elementos que están presentes en toda norma jurídica. Por eso la clasificación entre normas
primarias y normas secundarias debe ser matizada en este sentido. Además, y como ha puesto de
relieve Bobbio, los términos primario y secundario tienen diversos significados lo cual ha influido
en que la distinción entre normas primarias y secundarias no sea del todo clara.
A pesar de las correcciones que ha realizado Kelsen todavía siguen persistiendo las críticas. A
continuación vamos a hacer una sucinta referencia a la posición de Hart que es otro de los autores
que ha tratado este tema con especial detalle. Su postura es diferente a la de Kelsen aunque, a mi
juicio, existe un punto de convergencia que tiene gran importancia y del que hablaré dentro de un
momento.
Hart distingue dos tipos de normas en todo sistema jurídico: las primarias y las secundarias. El
Derecho puede ser caracterizado “como una unión de reglas primarias de obligación con las reglas
secundarias”. Las normas primarias son aquellas que determinan de un modo directo cuál debe ser
el comportamiento de los ciudadanos, es decir, se refieren a la conducta (son normas de conducta).
Las normas secundarias son reglas que se refieren a las normas primarias, son normas de
organización y aseguramiento del propio sistema. No tienen por objeto la conducta humana de un
modo directo, aunque mediatamente también se refieren a determinados comportamientos. Como
dice Hart, ambos tipos de normas se encuentran en niveles distintos y así “mientras las reglas
primarias se ocupan de las acciones que los individuos deben o no hacer, estas reglas secundarias se
ocupan de las reglas primarias. Ellas especifican la manera en que las reglas primarias pueden ser
verificadas en forma concluyente, introducidas, eliminadas, modificadas y su violación determinada
de manera incontrovertible”.
Hart distingue dentro de las normas secundarias tres tipos diferentes. En primer lugar, las normas
de reconocimiento cuya función es identificar las normas primarias y verificar su validez. En
segundo lugar, las normas de modificación o de cambio cuya función es la regulación del proceso
de transformación de las normas primarias. Y, por último, las normas de adjudicación que
regularían la aplicación de las normas primarias identificando a los individuos que pueden juzgar y
determinando el procedimiento que debe seguirse. Según Hart, lo característico de todas estas reglas
es que no imponen deberes, sino que confieren potestades. De cualquier forma, conviene hacer un
par de precisiones: en primer lugar, la distinción entre normas de conducta (primarias) y normas de
organización (secundarias) puede ser fuente de múltiples confusiones porque planteada en estos
términos parece que las normas de organización no se refieren a conductas. Sin embargo, es obvio
que tales normas aunque se refieran a otras normas (las primarias), también regulan conductas.
Pensemos, siguiendo la terminología hartiana, en las normas de cambio; tales normas se refieren
directamente a las normas primarias, pero indirectamente regulan la conducta de aquellos sujetos a
los que se atribuye la facultad de crear nuevas normas o modificar las ya existentes. Lo mismo
podría decirse respecto de las normas de adjudicación; también tales normas se refieren de un modo
inmediato a las reglas primarias, pero igualmente regulan la conducta de aquellos sujetos a los que
se habilita para imponer sanciones. En segundo lugar, tampoco es totalmente exacto que en las
llamadas normas de conducta (primarias) sólo esté presente la idea de obligación, puesto que tales
normas -además de regular comportamientos- atribuyen facultades y potestades a los destinatarios.
El análisis de las doctrinas de Kelsen y Hart nos permite hablar de tres elementos fundamentales
que aparecen en las normas jurídicas: la imposición de determinados deberes a través de la
regulación de conductas, la atribución de poderes o facultades y la distribución de competencias y,
por último, el establecimiento de determinadas consecuencias para el caso de la no observancia de
lo dispuesto por las normas. Estos tres elementos están presentes tanto en la obra de Hart como en
la de Kelsen. Entre sus doctrinas se producen notables diferencias, por ejemplo, Kelsen sigue
acentuando especialmente el papel que desempeña la sanción en la norma jurídica, cosa que no hace
Hart, pero a pesar de estas discrepancias -y como se decía más arriba- creo que hay un punto de
unión o convergencia entre los dos autores. Se trata de la necesidad de comprender la norma
jurídica teniendo en cuenta la estrecha conexión que se produce con el resto de las normas del
sistema, esto es, la imposibilidad de comprender la norma jurídica si se la considera de un modo
aislado. Este es el espíritu que subyace en la distinción que hace Kelsen en la segunda edición de su
Teoría pura del Derecho entre normas independientes y dependientes y es también lo que lleva a
Hart a afirmar que el Derecho puede ser caracterizado “como una unión de reglas primarias de
obligación con las reglas secundarias”. En definitiva, debemos decir que el Derecho es un sistema
complejo de reglas que requiere para su comprensión una perspectiva integradora y totalizadora.
Para terminar vamos a referirnos a las distintas clases de normas jurídicas. Algunos tipos fueron ya
mencionados en el capítulo tercero al hablar de los caracteres del Derecho. Como puede suponerse
son muchos los criterios clasificatorios que pueden utilizarse. Aquí no pretendemos realizar una
clasificación exhaustiva sino simplemente señalar los criterios más comunes.
1. Por razón del lugar que ocupan en el ordenamiento jurídico (jerarquía formal) pueden
distinguirse varios tipos. En primer lugar, la CE que es la norma superior del sistema en la que se
contienen los principios básicos del orden jurídico y en la que se establece la organización de los
poderes públicos. En segundo lugar, las leyes (en nuestro ordenamiento hay dos tipos: orgánicas y
ordinarias) que desarrollan los preceptos constitucionales y, por último, las disposiciones generales
de la Administración que son normas que desarrollan las leyes ordinarias (decretos, órdenes
ministeriales, etc).
2. Por razón del ámbito espacial de validez puede hablarse de normas internacionales que son las
que tienen vigencia en dos o más Estados y las nacionales cuyo ámbito de validez se limita al
Estado que las ha promulgado. Dentro de las nacionales se pueden distinguir las estatales, las
autonómicas y las locales dependiendo de que su procedencia sea del Estado, de las comunidades
autónomas o de los ayuntamientos.
3. Por razón del ámbito temporal de validez, nos encontramos con normas de vigencia limitada o
ilimitada. Lo normal es que las normas sean de vigencia ilimitada, es decir, el legislador no
establece un plazo determinado a partir del cual la norma deja de estar en vigor. Obviamente, esto
no significa que las normas tengan una duración eterna ya que pueden perder su vigencia bien a
través de la derogación o a través del desuso. Las normas de vigencia limitada son aquellas que se
dictan para un período de tiempo determinado; por ejemplo, todas las leyes presupuestarias son de
vigencia limitada.
4. Por razón del origen puede hablarse de normas legales, consuetudinarias, jurisprudenciales y
negociales. Las legales proceden del Estado, las consuetudinarias de la sociedad, las
jurisprudenciales de la actividad de los tribunales y las negociales de la voluntad de los particulares.
5. Por último, en razón de la forma de imperio se distingue entre normas taxativas y dispositivas.
Las primeras establecen de un modo total el contenido de la relación de manera que los particulares
deben atenerse a lo que dispone la norma para que nazca la relación. Por ejemplo, el matrimonio
debe celebrarse siguiendo determinadas formalidades y las normas que establecen las obligaciones
de los cónyuges no pueden ser modificadas por la voluntad de los particulares. Por el contrario, las
normas dispositivas son aquellas que establecen una determinada regulación que sólo se aplicará si
las partes no establecen otra diferente. Por ejemplo, nuestro código civil dispone que el régimen
económico del matrimonio es la sociedad de gananciales siempre que los cónyuges no hayan
estipulado un régimen distinto.
2. Validez, eficacia y legitimidad de las normas jurídicas.
Se trata de tres nociones fundamentales que deben ser perfectamente distinguidas. Como punto de
partida sostendremos que es posible afirmar que una norma puede poseer cualquiera de estas tres
propiedades con independencia de la otras. Ello significa que se trata de tres cualidades
completamente diferentes. Se ha dicho muchas veces que lo ideal es que las normas jurídicas sean
al mismo tiempo válidas, eficaces y legítimas (justas) y naturalmente nosotros suscribimos esta
afirmación pero conviene tener presente que esta triple concurrencia no tiene que producirse de un
modo necesario.
Como venimos haciendo hasta ahora vamos a analizar en primer lugar -aunque sea brevemente- las
diferentes respuestas que se han dado en torno a este tema. Puede hablarse de tres concepciones
claramente diferenciadas: las concepciones normativas, las fácticas y las axiológicas. Dentro de las
concepciones normativas, las fácticas y las axiológicas. Dentro de las concepciones normativas la
de Kelsen es probablemente la más representativa. Para este autor decir que una norma es válida
significa lo mismo que decir que existe: “con el término “validez” designamos la existencia
específica de una norma”. La validez de la que habla Kelsen es una validez ideal que pertenece al
mundo del deber ser y no a la esfera de los hechos. Por eso es un error identificar la validez con la
eficacia; afirmar que “una norma valga quiere decir algo distinto a afirmar que ella es aplicada o
obedecida en los hechos, aun cuando entre la validez y la efectividad pueda constituirse cierta
relación”. Por consiguiente, la validez es una propiedad que tiene la norma con anterioridad a su
aplicación: “una norma jurídica adquiere validez ya antes de ser eficaz; es decir, antes de ser
obedecida y aplicada; el tribunal que aplica en un caso concreto una ley, inmediatamente después de
haber sido dictada, y, por ende, antes de que haya podido ser efectiva, aplica una norma jurídica
válida”. En consecuencia, las normas valen porque han sido creadas de una determinada forma, de
manera que la validez de una norma descansa siempre en otra norma superior. El fundamento de la
validez no puede encontrarse en los hechos (esto es, en la eficacia) ni en el contenido de la norma.
Pero como la búsqueda del fundamento de las normas no puede llegar hasta el infinito será
necesario buscar una norma última que fundamente todas las normas del sistema. Tal norma es
denominada por Kelsen norma fundamental y se trata de una norma presupuesta; su validez no
puede ya derivar de una norma superior, ni puede volver a cuestionarse el fundamento de su
validez. Puede observarse que la explicación de Kelsen se sitúa siempre en el mundo de las normas
y aunque la existencia de la norma fundamental es uno de los aspectos de su doctrina que ha
recibido más críticas puede decirse que su postura acerca de la validez se presenta como una
respuesta que pretende ser completa.
Las concepciones fácticas también consideran que validez significa existencia del Derecho, pero tal
existencia no puede ser afirmada hasta el momento en el que puede verificarse la correspondencia
del contenido de las normas con el comportamiento real de los sujetos a quienes van dirigidas. Se
produce, pues, una identificación entre validez y eficacia. La validez no es, en ningún caso, una
cualidad de las normas que pueda predicarse a priori. Entre los defensores de esta tesis podría
citarse como autor más representativo a Ross. Para él, “en términos generales la existencia (validez)
de una norma es lo mismo que su eficacia. Afirmar que una regla o un sistema de reglas existe es lo
mismo que afirmar la ocurrencia de un complejo de “hechos sociales” en un sentido amplio que
incluye también condiciones psicológicas. Así, el término validez, en esta conexión nada tiene que
ver con ningún enunciado normativo de un deber de obediencia al Derecho, en el sentido moral de
la palabra. Esta idea, característica del pensamiento iusnaturalista y cuasi positivista no tiene cabida
en una teoría del Derecho basada en principios empiristas”. Las normas jurídicas sólo tienen sentido
si lo que prescriben sucede realmente en los hechos y como tal acontecimiento tiene lugar en el
momento de la aplicación, sólo entonces podrá determinarse si una concreta regla es válida. En este
sentido dice Ross que “en contra de las ideas generalmente aceptadas es necesario insistir en que el
Derecho suministra normas para el comportamiento de los tribunales, no de los particulares. Por lo
tanto, para hallar los hechos que condicionan la vigencia de las normas debemos atender
exclusivamente a la aplicación judicial del Derecho, y no al Derecho en acción entre individuos
particulares. Por lo tanto, para hallar los hechos que condicionan la vigencia de las normas debemos
atender exclusivamente a la aplicación judicial del Derecho, y no al Derecho en acción entre
individuos particulares”. El fundamento de la validez, por tanto, hay que encontrarlo en los hechos,
lo cual quiere decir que la validez es una cualidad sobrevenida que se constata siempre en un
momento posterior al de la creación de la norma. Lo único que se puede hacer son predicciones
acerca de lo que harán las tribunales respecto de una determinada norma pero sin que en ningún
caso se tenga la certeza absoluta de que tal norma será aplicada. También en esta postura hay
coherencia interna, tanto la pregunta ¿qué significa validez? como la pregunta ¿cuál es el
fundamento de la validez? son respondidas permaneciendo en la esfera fáctica.
Por último, las concepciones axiológicas tratan de responder solamente a la cuestión del
fundamento de la validez quedando en un segundo plano la significación del término. Para estas
doctrinas la afirmación de que las normas son válidas depende enteramente del contenido de las
mismas. Si tal contenido se ajusta a una determinada concepción de la justicia puede afirmarse que
el Derecho es válido, que existe o, lo que es lo mismo, que tiene fuerza vinculante para obligar a los
sujetos a los que va dirigido. En caso contrario, si no se produce esta coincidencia de contenido, se
decreta la invalidez del Derecho. Probablemente, es la doctrina iusnaturalista, al menos en su
versión tradicional o clásica, la que ha mantenido esta posición. Puede observarse que en esta
tercera corriente se identifica la validez con la legitimidad y, en definitiva, se reduce la validez
jurídica al problema de la justicia o injusticia de las normas.
En las posiciones que acabamos de analizar aparecen confundidas la validez, la eficacia y la
legitimidad con la única excepción de la doctrina de Kelsen en la que, sin embargo, no se da una
respuesta satisfactoria al problema del fundamento de la validez. Sin embargo, la atribución de
significado al término validez es incorrecta. Digo que la fundamentación es adecuada porque,
efectivamente, la validez de las normas jurídicas se apoya, en última instancia, en un puro hecho: el
Poder. Pero la significación del término validez no está referida a los hechos sino exclusivamente a
las normas. Las normas existen, son válidas, antes de ser aplicadas. El hecho de que lo que ellas
disponen sea o no realizado en la práctica, bien de un modo espontáneo o a través de la aplicación
judicial del Derecho, no afecta para nada a su específica existencia.
Por lo que se refiere a la doctrina de Kelsen creo que acierta en el significado de la validez pero
falla en su fundamento. Las normas son válidas porque forman parte de un determinado sistema
jurídico, más concretamente, porque han sido creadas siguiendo un determinado procedimiento
establecido por otras normas. La descripción de comportamientos que realizan las normas y,
eventualmente, las consecuencias previstas para el caso de una conducta contraria no significa
necesariamente que todo ello tenga que suceder en los hechos. Por eso Kelsen tiene razón cuando
dice que las normas son válidas antes de ser aplicadas. Podría decirse que la pretensión de las
normas es influir en los comportamientos de los seres humanos de forma que lo que en ellas se
dispone tenga después un reflejo directo en los hechos y en los comportamientos reales. Parece que
esto es indiscutible pero creo que también podría aceptarse sin discusión que este tránsito desde el
“deber ser” al “ser” tiene lugar en un momento posterior al de la creación de la norma y, por este
motivo, no determina su propia existencia. El fallo en la doctrina de Kelsen se produce en el
fundamento último de la validez porque se apela a una norma ficticia con la intención de evitar el
paso del “deber ser” al “ser” y sobre todo para mantener la coherencia. Ahora bien, creo que si se
afirma que el fundamento último de la validez de las normas (aunque ellas sean expresión de un
deber ser) se encuentra en el hecho del Poder, no se produce ninguna incoherencia, es más, creo que
es la explicación más razonable.
Decir que las normas son válidas es lo mismo que afirmar que ellas existen, pero su existencia no
depende, en modo alguno, de su eficacia. En este punto, aunque Kelsen distinguió claramente
validez y eficacia tuvo que hacer algunas concesiones en el sentido de considerar a la eficacia como
condición de la validez. Sin embargo, me parece que llegar a esta conclusión no es necesario y, por
tanto, es posible afirmar que la validez de una norma subsiste con total independencia de su
eficacia. Según Kelsen “una norma jurídica sólo es considerada como objetivamente válida cuando
el comportamiento humano que ella regula se le adecúa en los hechos, por lo menos hasta cierto
grado. Una norma que en ningún lugar y nunca es aplicada y obedecida, es decir, una norma que
-como se suele decir- no alcanza cierto grado de eficacia no es considerada como una norma
jurídica válida”. Pues bien, creo que ésta no es la conclusión que debe extraerse; una norma que en
ningún lugar y nunca es aplicada y obedecida es una norma jurídica válida si ha sido creada de
acuerdo con el procedimiento establecido y por el órgano competente. Si esta norma no es eficaz
(no se aplica nunca) dejará de ser válida pero, en cualquier caso, siempre podría decirse que existió
durante un determinado período de tiempo. Obviamente, las normas jurídicas pueden dejar de ser
válidas por diversos motivos pero lo que aquí se discute es si inicialmente una norma que nunca se
aplicó puede considerarse válida. Yo creo que la respuesta debe ser afirmativa. Por eso es posible
decir que validez y eficacia (y también legitimidad) son totalmente independientes.
Una vez analizadas las diferentes posiciones doctrinales estamos en condiciones de formular una
definición de validez, eficacia y legitimidad sin que se produzcan confusiones. Comencemos por la
noción de validez. Aquí se hablará de validez en un sentido de vigencia puramente formal. Decimos
que una norma es válida cuando ha sido creada por el órgano competente a través del procedimiento
establecido por otras normas que forman parte del sistema. En este supuesto la norma nueva se
integra en el ordenamiento jurídico ocupando dentro del mismo una determinada posición. Para que
la norma sea válida se han de cumplir una serie de requisitos que afectan al órgano, al
procedimiento y, finalmente, a la materia que es objeto de regulación. Estos son los tres requisitos
que suelen ser apuntados por la doctrina como imprescindibles para que pueda hablarse de validez.
En primer lugar, la norma debe ser creada por el órgano competente. En el epígrafe anterior hemos
dicho que hay distintas clases de normas por razón del lugar que ocupan dentro del ordenamiento
(por su jerarquía). Pues bien, la elaboración de las normas está encomendada a diferentes órganos
que son los únicos legitimados para realizar esta labor. Por ejemplo, una ley -ya sea orgánica u
ordinaria- sólo puede ser aprobada por el parlamento; los decretos proceden del consejo de
ministros, las órdenes ministeriales competen a los ministros, las sentencias a los jueces, etc .
Quiere ello decir que un ministro no puede aprobar una ley porque no es el órgano legitimado para
ello; si lo hiciese podríamos decir que dicha norma es inválida. En segundo lugar, para que la norma
sea válida es necesario que el órgano que dicta la norma sea competente por razón de la materia.
Volviendo al ejemplo anterior, el consejo de ministros que es competente para dictar decretos no
podría regular a través de este tipo de normas los derechos y libertades fundamentales de los
ciudadanos ya que esta materia queda fuera de su competencia. Por último, también es necesario
que las normas sean elaboradas siguiendo el procedimiento establecido. Para la elaboración de todas
las normas se fijan siempre unos cauces determinados que deben ser observados por el órgano que
crea la norma. Si se violan las reglas de procedimiento, aún concurriendo los dos requisitos
anteriores, la norma resultante sería igualmente inválida. Además de estos tres requisitos y en base
al llamado principio de jerarquía normativa también es necesario que la norma no vulnere lo
dispuesto por otra norma de rango superior. Por ejemplo, una ley no puede contener preceptos
contrarios a la CE puesto que ésta ocupa el lugar supremo en la escala normativa. Cumplidos todos
estos requisitos puede decirse que una norma jurídica es válida.
La eficacia de las normas se refiere exclusivamente al cumplimiento real del Derecho en el seno de
la sociedad. Por tanto, sirve para comprobar el grado de aceptación que las normas tienen entre los
sujetos. Básicamente la eficacia consiste en la conformidad o adecuación de la conducta de los
destinatarios con lo que la norma prescribe. Ahora bien, la eficacia puede ser entendida en un doble
sentido: bien como la correspondencia de los comportamientos de los miembros del grupo con lo
que las normas disponen, o bien, como la efectiva reacción desfavorable por parte de los órganos
del Estado frente a aquellos individuos que no cumplen espontáneamente el contenido de la norma.
Si la norma se cumple habitualmente y si a los sujetos que la transgreden se les impone la sanción
prevista podrá decirse que nos encontramos ante una norma eficaz. No obstante, y como ya se dijo
más arriba, es perfectamente posible que una norma válida sea al mismo tiempo ineficaz. Pensemos,
por ejemplo, en una determinada norma respecto de la que se produce un rechazo generalizado de
los miembros de la sociedad porque la regulación que establece choca con el sentir mayoritario del
grupo. En tales casos habrá que afirmar que la norma es manifiestamente ineficaz e incluso esta
falta de aceptación generalizada puede provocar la pérdida de la validez de la norma aunque ello
tenga lugar en un momento posterior. De todos modos, parece que esta posibilidad no puede
llevarnos a confundir la validez y la eficacia. Por otra parte, no se puede olvidar que la eficacia tiene
siempre un carácter relativo. Con ello quiero decir que es una cualidad que nunca puede predicarse
de un modo absoluto ni en sentido positivo ni negativo, es decir, es poco probable que exista una
norma que sea eficaz en todos los casos o, en sentido contrario, que carezca en absoluto de eficacia.
Por eso, con carácter general puede decirse que las normas son más o menos eficaces lo cual
depende de una serie de factores cuyo estudio no es de este lugar.
Finalmente, hay que hacer referencia a la legitimidad o, si se prefiere, a la justicia de las normas.
Probablemente es el problema que más dificultades entraña y que más espinoso se presenta. Una
norma jurídica puede ser válida, eficaz y, sin embargo, injusta. Todas las normas pretenden siempre
la consecución de determinados valores, singularmente el de la justicia. Lo ideal, como ya se dijo en
otro lugar, es que las normas además de ser válidas y eficaces sean también justas. Precisamente,
esta cualidad de la justicia se presenta como uno de los factores que condicionan de un modo
decisivo la eficacia de las normas. Parece que una regulación justa tiene que producir una mayor
aceptación del Derecho por parte de los ciudadanos. Ciertamente, resulta difícil determinar cuándo
nos encontramos en presencia de una norma justa; parece más fácil determinar la injusticia de una
norma -y no siempre- que su justicia. Aunque no se pueden realizar afirmaciones absolutas es
posible por lo menos señalar algunas de las ideas que deben presidir toda regulación jurídica. Por
ejemplo, la protección de la dignidad de la persona, la promoción de la igualdad o la defensa de la
libertad serían las tres condiciones mínimas que debieran aparecer como la base de todas las normas
jurídicas. No obstante, hay que insistir en la idea de que la falta de legitimidad de la norma no
implica la pérdida de la validez, ni tampoco afecta directamente a su eficacia. En conclusión,
validez, eficacia y legitimidad son nociones que pueden y deben distinguirse con absoluta claridad.
3. El ordenamiento jurídico.
3.1. Unidad.
Hasta ahora venimos hablando de las normas jurídicas, de sus elementos, estructura, características,
etc . La norma jurídica es la unidad básica del sistema, la célula primaria. Es el momento de
considerar el conjunto de las normas jurídicas desde la perspectiva de su incardinación en el
ordenamiento jurídico. Es evidente que el ordenamiento jurídico, esto es, el conjunto de normas que
están vigentes en un determinado Estado, no consiste simplemente en una mera agregación de
normas. Entre los distintos preceptos que forman parte de un ordenamiento se producen
determinadas conexiones y relaciones de coordinación y subordinación, lo cual nos permite hablar
de una cierta unidad, de una articulación orgánica y homogénea. De la misma manera que una
composición musical no es la mera suma de una serie de sonidos, así también el ordenamiento
jurídico no constituye una simple adición de normas. Detrás de esa multiplicidad de normas de
distinto rango, con ámbitos de validez diferente y relativas a las materias más diversas subyace una
unidad que nos autoriza a hablar de la existencia de un auténtico sistema. La unidad es una de las
características típicas de todo ordenamiento jurídico y consiste básicamente en la posibilidad de que
todas las normas que forman parte del sistema puedan ser referidas a una norma fundamental de la
cual derivan su validez. Esto significa que todas las normas están relacionadas en una estructura
jerárquica de modo que las normas de rango inferior deben su validez a las superiores y así
sucesivamente hasta llegar a la norma última. Se trata de lo que Kelsen denominó la construcción
escalonada del orden jurídico. Si las normas de un determinado ordenamiento jurídico están
ordenadas jerárquicamente puede decirse que tal ordenamiento es unitario. Todas las normas
guardan una relación de subordinación entre sí con la única excepción de la norma ultima: la CE
que es la única que no deriva su validez de ninguna otra norma. Naturalmente, la posición que
ocupa cada norma depende de la escala normativa de la que se parta; así, un decreto es una norma
subordinada a la ley pero al mismo tiempo es jerárquicamente superior respecto de una orden
ministerial; una ley orgánica es superior a una ley ordinaria pero inferior a la CE, etc . Todos los
ordenamientos jurídicos, por tanto, están concebidos de acuerdo con el principio de jerarquía
normativa que es el que confiere unidad al sistema.
3.2. Coherencia.
Otra de las características fundamentales del ordenamiento jurídico es la coherencia. En sentido
estricto significa ausencia de contradicciones, esto es, las normas que forman parte de un mismo
sistema no pueden prescribir la realización de conductas que son incompatibles entre sí, o no
pueden ordenar un determinado comportamiento y al mismo tiempo prohibirlo. Sin embargo, la
realidad nos muestra que no hay ningún ordenamiento jurídico en cuyo seno no se produzcan
contradicciones. Naturalmente, la pretensión del legislador es que todas las normas del sistema sean
coherentes y que entre ellas no se produzcan conflictos. Pero, efectivamente, tan sólo se queda en
una pretensión. Hay que tener en cuenta que los ordenamientos jurídicos son cada vez más
complejos y además el número de normas aumenta vertiginosamente. A ello habría que añadir los
múltiples modos de producción del Derecho que se traduce en la participación de un gran número
de sujetos en la creación de normas jurídicas. Todo esto hace imposible la consecución de una
coherencia absoluta. Claro que el problema se plantea cuando se produce la contradicción, esto es,
cuando surge la antinomia y de lo que se trata es de contar con una serie de criterios o pautas que
permitan eliminar los conflictos normativos de modo que la coherencia vuelva a ser restablecida.
El primer problema que se plantea es determinar con exactitud cuando nos encontramos ante una
antinomia. Para ello es preciso que dos normas aparezcan como incompatibles entre sí pero
naturalmente con esto no basta. Siguiendo a Bobbio, para que pueda hablarse de antinomia es
necesario que las dos normas incompatibles entre sí pertenezcan al mismo ordenamiento jurídico y
al mismo tiempo que tengan el mismo ámbito de validez. Pueden distinguirse cuatro ámbitos
diferentes de la validez de una norma: temporal, espacial, personal y material. Dada esta variedad es
imprescindible que las dos normas tengan el mismo ámbito de validez. Un par de ejemplos citados
por Bobbio servirá para aclarar la cuestión: la norma que establece “está prohibido fumar en la sala
de cine” no es incompatible con la norma “está permitido fumar en la sala de espera” porque ambas
normas tienen un ámbito de validez espacial diferente aun cuando contengan prescripciones
contradictorias. La norma que establece “está prohibido fumar a los menores de 18 años” no es
incompatible con la norma “está permitido fumar a los adultos” porque ambas tienen un ámbito de
validez personal distinto.
Las antinomias pueden tener un carácter total o parcial; total cuando las normas tienen exactamente
el mismo ámbito de validez y parcial, cuando tienen un ámbito de validez en parte igual y en parte
diverso. Sea como fuere, una vez determinada la existencia de una antinomia ha de procederse a su
resolución. Es necesario decidir cuál de las dos normas incompatibles debe aplicarse y para ello hay
que contar con una serie de criterios. Tradicionalmente se habla de tres criterios diferentes que
pueden servir para la resolución de los conflictos normativos, criterios que, por otra parte, vienen
recogidos de una u otra manera en cualquier ordenamiento jurídico. Se trata del criterio
cronológico, el criterio jerárquico y el criterio de especialidad.
En primer lugar, tenemos el criterio cronológico que se resume en la fórmula lex posterior derogat
priori, es decir, la norma que es posterior en el tiempo es la que debe prevalecer. Las razones para la
utilización de este criterio son bastante evidentes y no exigen una detallada explicación. Se supone
que el legislador, cuando aprueba una norma pretende desde ese momento que tal norma sea la que
regule una determinada situación. Si existía una norma anterior que ahora se muestra incompatible
hay que presuponer que la voluntad del legislador ha cambiado y que, por tanto, en el futuro deberá
aplicarse la nueva norma. Si se diese preferencia a la norma anterior la capacidad creadora del
legislador quedaría seriamente limitada, cuando no eliminada, y además se impediría el progreso
jurídico y con ello, la necesaria adaptación de las normas jurídicas a la cambiante realidad social.
El segundo criterio para la resolución de antinomias es el jerárquico y se expresa en la fórmula lex
superior derogat inferiori, lo cual quiere decir que entre dos normas incompatibles debe prevalecer
aquella que ocupa una posición jerárquicamente superior. También este criterio se presenta como
razonable y además es la base de la unidad del sistema. Como decíamos hace un momento todas las
normas derivan su validez de otras normas que ocupan siempre un lugar superior dentro del
sistema; por ello es lógico que lo dispuesto por normas jerárquicamente inferiores no pueda
prevalecer frente a la regulación de una norma superior. Sin embargo, conviene advertir que en
algunas ocasiones esta incompatibilidad de normas de distinto rango es más aparente que real pues
lo que se produce, en última instancia, es una colisión de normas que se encuentran al mismo nivel.
Todo esto hay sido desarrollado por el profesor Villar Palasí en lo que él ha llamado la teoría de los
grupos normativos. Las normas inferiores suelen desarrollar el contenido de normas superiores
concretando y especificando las líneas generales que aparecen descritas en la norma de superior
rango. Por ejemplo, un reglamento de la administración desarrolla una ley ordinaria. Si tal
reglamento aparece como incompatible respecto de otra ley ordinaria diferente habrá que decir que
la colisión tiene lugar en realidad entre dos leyes ordinarias.
Por último, nos encontramos con el llamado criterio de especialidad que tiene un carácter material
frente al carácter formal de los dos anteriores. Se condensa en la fórmula lex specialis derogat
generali y significa que debe prevalecer la ley especial o excepcional sobre la general. En realidad,
una norma especial lo que suele hacer es limitar el ámbito de validez de una norma general y, por
tanto, crear excepciones respecto de lo dispuesto por una regla general. En este supuesto, la
incompatibilidad no es total porque la norma general no es eliminada completamente sino tan sólo
parcialmente.
Por lo que se refiere a la utilización de estos criterios no puede decirse que existan reglas absolutas
y, en general, la adopción de uno u otro dependerá de la situación concreta planteada.
Probablemente, el criterio jerárquico debe prevalecer sobre el criterio cronológico y sobre el de
especialidad (aunque podría haber alguna excepción). En relación con la elección entre el criterio
cronológico y el de especialidad no puede afirmarse tajantemente que uno de ellos deba prevalecer
sobre el otro y, por tanto, será necesario el examen detallado de los distintos casos para
pronunciarse en uno u otro sentido.
Los tres criterios que acabamos de mencionar sirven habitualmente para la resolución de las
antinomias. Sin embargo, es posible pensar en la existencia de dos normas incompatibles respecto
de las cuales no pueda aplicarse ninguno de estos tres criterios. Aunque no es muy frecuente podría
darse el caso de dos normas incompatibles entre sí que tengan el mismo rango, que sean ambas
generales y que hayan sido aprobadas al mismo tiempo. Si se produce esta situación es obvio que
habrá que acudir a otro criterio para decidir cuál de las dos normas en conflicto debe prevalecer. El
problema es que tal criterio no existe o, por lo menos, no existe un criterio que sea reconocido como
vinculante. Por consiguiente, la única posibilidad es que el sujeto que va a aplicar el Derecho realice
una actividad interpretativa teniendo en cuenta los intereses y fines que persiguen ambas normas.
Creo que la decisión sólo puede consistir en una de estas dos opciones: o se da preferencia a una
norma sobre la otra en cuyo caso una de ellas queda eliminada, o bien se intenta la conciliación de
ambas normas con lo cual se produciría una modificación parcial de las dos. La tercera opción
podría ser eliminar ambas normas pero creo que tal decisión no sería viable, es decir, dos normas
incompatibles no se anulan mutuamente.
3.3. Plenitud.
El llamado dogma de la plenitud del ordenamiento jurídico adquiere especial relevancia cuando se
inicia el proceso codificador en Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX. En esta época
se considera que los códigos elaborados por el legislador son perfectos; en ellos se contiene la
respuesta a todos los problemas que en la práctica se puedan plantear. La plenitud del ordenamiento
jurídico vino a significar primariamente la ausencia de lagunas; el Derecho sólo es completo si en él
no hay lagunas. Al mismo tiempo se cree que la producción del Derecho es monopolio del Estado y
por esta razón la afirmación de la plenitud tenía como finalidad evitar la utilización de fuentes que
no tuviesen su origen en el poder estatal. Y para ello se llega al convencimiento de que el Derecho,
todo el Derecho, se encuentra exclusivamente en los códigos. Como dice Bobbio, “el Derecho
estatal debía regular todos los casos posibles: si hubiese habido lagunas, ¿qué debía hacer el juez
sino recurrir a fuentes jurídicas extraestatales, como la costumbre, la naturaleza de las cosas o la
equidad? Admitir que el ordenamiento jurídico no era completo, significaba introducir un Derecho
concurrente, romper el monopolio de la producción jurídica estatal”.
Sin embargo, creo que la plenitud del ordenamiento jurídico no debe ser entendida como ausencia
de lagunas sino tan sólo como la posibilidad de eliminación de las mismas. Es decir, el Derecho no
ofrece una respuesta concreta para todos los posibles casos, pero lo que sí debe ofrecer -y en eso
consiste la plenitud- son los medios adecuados para que las lagunas desaparezcan del ordenamiento
jurídico. En este sentido decía Carnelutti que esta propiedad del ordenamiento jurídico (la plenitud)
“no debe entenderse en el sentido de la inexistencia de lagunas, sino en el sentido de la exigencia de
su eliminación”. Para comprender mejor la significación de la plenitud hay que hacer una distinción
que fue propuesta por Conte y que resuelve satisfactoriamente el problema. Un ordenamiento puede
no ser completo, y de hecho ningún sistema lo es, pero sí tiene que ser necesariamente cerrado. Esto
significa que en cualquier ordenamiento jurídico no se encuentran solucionados todos los casos en
el sentido de la existencia de una norma o un conjunto de normas que hayan previsto una situación
concreta. Sin embargo, sí se puede afirmar que todos los casos tienen solución porque el sistema
ofrece determinadas reglas para colmar las lagunas.
Hay que tener en cuenta que los jueces tienen siempre la obligación de resolver cualquier
controversia que se les plantee. En este sentido puede recordarse el famoso artículo cuatro del
código civil francés donde se disponía que le juge qui refusera de juger sous prétexte du silence, de
l´obscurité ou de l´insuffisance de la loi pourra être poursuivi comme coupable de déni de justice.
Esta fórmula es la que se introdujo en la mayoría de los códigos (art. 357 de nuestro código penal y
1.7. de nuestro código civil). Pero naturalmente, el cumplimiento de esta obligación requiere que el
ordenamiento jurídico habilite los medios necesarios. Y ello se consigue a través del
establecimiento de un orden preciso de fuentes a las que el juez debe atenerse para la resolución de
los casos y al mismo tiempo con la indicación de los recursos de integración que puede utilizar
cuando tiene lugar una laguna. Si todo esto sucede podremos decir que el ordenamiento jurídico es
pleno o, si se prefiere, cerrado.
4. Las fuentes del derecho.
La expresión fuentes del Derecho es bastante equívoca porque con la misma se puede hacer
referencia a realidades distintas. De todos los sentidos con que es empleado este término nos
interesa destacar fundamentalmente dos que vienen a responder a la clásica distinción entre fuentes
materiales y fuentes formales. En sentido material la expresión fuente del Derecho se utiliza para
aludir a los grupos en los cuales se origina o se crea el Derecho y como puede suponerse tales
grupos son de lo más variado. Por citar sólo algunos ejemplos, en este sentido serían fuentes
materiales el Estado, la sociedad en general, la comunidad internacional, determinados grupos
sociales como corporaciones profesionales o sindicatos, etc . En sentido formal, la expresión fuente
del Derecho alude a los modos de expresión o formas en que se manifiesta el Derecho (ley,
costumbre, sentencia, etc). Podría decirse que hay cierta correspondencia entre las fuentes
materiales y las fuentes formales en la medida en que éstas últimas serían el camino o el cauce de
expresión de las primeras. No obstante, las fuentes formales no se limitan exclusivamente a fijar a
través de diversos procedimientos los actos de producción del Derecho sino que también cumplen
una misión propia. En este sentido, decía Legaz, que “las fuentes formales poseen un valor
funcional propio, pues contribuyen a integrar y desarrollar el orden jurídico según direcciones que
pueden ser completamente distintas, aun cuando se esté en presencia de una misma fuente material.
Así, el predominio de la ley o el del Derecho judicial impone un sentido completamente distinto al
orden jurídico; y, sin embargo, la ley y la sentencia o práctica judicial son constataciones de una
misma fuente material, que es el Estado”.
Antes de enumerar las distintas fuentes del Derecho y el papel que desempeña cada una de ellas es
necesario referirse a los dos tipos de sistemas jurídicos que se han desarrollado en el ámbito del
mundo occidental. Se trata de los llamados sistemas de common law y los sistemas de Derecho
continental. Entre ambos sistemas se producen notables diferencias tanto por lo que respecta a la
importancia concedida a cada una de las fuentes como por lo que se refiere a los modos de creación
y manifestación del Derecho. En los sistemas de Derecho continental, esto es, los que se basan en la
tradición romanística, se ha dado una primacía absoluta a la ley. Esta aparece como la fuente
suprema del Derecho y aunque no se excluyan otras fuentes (como, por ejemplo, la costumbre),
éstas tienen un carácter secundario. En los sistemas anglosajones, por el contrario, el Derecho no se
manifiesta sólo a través de las leyes de los parlamentos y las disposiciones de la administración,
sino principalmente a través de los usos y costumbres y de la actividad de los tribunales. Ello no
quiere decir que no existan también leyes, pero éstas tienen en todo caso un valor secundario. La
fuente principal del Derecho es la costumbre; los llamados precedentes judiciales (que son
decisiones que recogen usos y costumbres anteriores) juegan un papel importantísimo y el Derecho,
en última instancia, es hecho por los jueces.
Naturalmente, no se puede decir a priori cuál de los dos sistemas es mejor o más perfecto. Ambos
tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Por ejemplo, suele afirmarse que en los sistemas de
Derecho continental existe una mayor certeza en la medida en que el Derecho al estar recogido en
códigos puede ser conocido por todos y al mismo tiempo se evita la arbitrariedad de los jueces. Por
su parte, en los sistemas de common law parece que las decisiones de los jueces (a los que se
reconoce un auténtico poder de creación de Derecho) al no estar sometidas a la rigidez de la ley
pueden ser más acordes con la realidad social y con las aspiraciones de los individuos; en definitiva,
el Derecho sería mucho más flexible en el sentido de la posibilidad de su constante adaptación. Por
consiguiente, estamos en presencia de dos sistemas diferentes que responden a tradiciones jurídicas
diversas y, en última instancia, al modo de ser o a la mentalidad de cada pueblo. Por otra parte, no
debe creerse que entre ambos existe una total incomunicación y, en este sentido, puede decirse que
tanto uno como otro sistema han recibido grandes influencias.
Dicho esto pasemos al examen de las distintas fuentes advirtiendo que de las mismas sólo se va a
ofrecer aquí una idea muy elemental. En primer lugar, nos encontramos con la ley. En sentido
estricto, este término se refiere exclusivamente a las normas que emanan del parlamento al cual se
reconoce la capacidad de creación del Derecho. En un sentido más amplio, por ley se puede
entender toda disposición de carácter general elaborada por los órganos del Estado a través de un
determinado procedimiento (se incluirían aquí las disposiciones de la administración, esto es, todas
las normas jurídicas con rango inferior a la ley). Como características típicas de la ley suelen
señalarse la generalidad, su elaboración a través de un concreto procedimiento previamente
prefijado y su origen estatal.
En segundo lugar, la costumbre de la cual puede decirse que ha sido la fuente principal del Derecho
durante un largo período de la humanidad. El Derecho consuetudinario tiene un carácter espontáneo
y su origen se encuentra en la sociedad de un modo indeterminado. Para que pueda hablarse de
costumbre en sentido jurídico es necesaria la concurrencia de dos requisitos: por una parte, la
repetición habitual y constante de un determinado comportamiento y, por otra, la convicción, por
parte de los miembros del grupo de que tal comportamiento es obligatorio.
En tercer lugar, la jurisprudencia. Por tal hay que entender la forma de creación del Derecho que se
realiza por los tribunales. En nuestro sistema, la jurisprudencia no es, en sentido estricto, fuente del
Derecho. Pero en el terreno de los hechos parece que nadie puede negar el importante papel que
desempeña. Y no me estoy refiriendo exclusivamente a la jurisprudencia en sentido restringido, esto
es, a las sentencias del Tribunal Supremo, sino, en general, a las decisiones de todos los tribunales.
Cuando se aplica el Derecho tiene lugar un proceso de individualización que es necesariamente
creativo.
Por último, hay que citar el poder creador de los particulares a través de la llamada autonomía de la
voluntad. El negocio jurídico también es fuente del Derecho, aunque su eficacia tenga un ámbito de
validez sólo limitado a las partes que intervienen en la relación jurídica.
Estas son las cuatro fuentes principales del Derecho. La importancia y el orden de prelación entre
ellas (sobre todo las tres primeras) es algo que depende fundamentalmente de las características del
sistema jurídico.
CAPÍTULO VI.
1. Derecho objetivo y Derecho subjetivo.
En el capítulo tercero decíamos que el término Derecho tenía una pluralidad de significados. Uno de
los sentidos en que es utilizado el término alude a las facultades de actuación que tienen los
diferentes sujetos. Cuando se emplea la expresión “tengo derecho a” nos estamos refiriendo al
Derecho en sentido subjetivo. El Derecho regula las relaciones que se producen en el seno de la
sociedad, sus destinatarios son los diferentes individuos que integran el grupo social. Las normas
ordenan determinados comportamientos, prohíben otros, asignan competencias, atribuyen poderes,
imponen obligaciones, delimitan esferas de licitud, etc . Toda esta ordenación de la convivencia
humana va dirigida a los individuos y coloca a éstos en una posición determinada frente a los
demás. Si decimos todo esto es para demostrar la mutua y recíproca vinculación que existe entre el
Derecho objetivo y el derecho subjetivo. En este sentido, podría decirse que se trata de conceptos
complementarios en la medida en que uno no es concebible sin el otro.
Ya dijimos en otro lugar que la significación primaria del término Derecho es la que identifica a éste
con la norma o conjunto de normas, esto es, el Derecho objetivo. La noción de derecho subjetivo es
lógicamente posterior a la de Derecho objetivo. No se pueden concebir facultades de actuación si no
existe previamente una norma que confiera tales facultades. Parece que esta afirmación puede
aceptarse sin grandes discusiones y por eso la mayoría de los autores suelen coincidir en este punto.
Además, tal afirmación no se ve desmentida por el hecho de que muchas veces la idea del derecho
subjetivo tenga una mayor presencia en la conciencia del sujeto. En efecto, los seres humanos
suelen contemplar el mundo jurídico desde la perspectiva de “sus derechos” relegando la norma a
un segundo plano. Como dice Recasens “si en lugar de estudiar la relación lógica entre la norma y
el derecho subjetivo, nos fijamos en el orden cronológico en que tales ideas han solido aparecer en
la conciencia humana, entonces tendremos que hacer una observación diferente… Esta observación
consiste en que, de ordinario, el ser humano piensa lo jurídico primero como derechos subjetivos
suyos; y que sólo después, por operaciones mentales de reflexión, medita sobre la norma. Nada de
extraño tiene que así ocurra, pues el orden de conexión lógica de las ideas no suele coincidir con el
orden de su aparición en la conciencia, y, así, es frecuente que los primeros principios en la
estructura lógica son los últimos con los cuales tropieza el entendimiento humano. El a priori lógico
constituye a menudo un a posteriori psicológico. Y esto es lo que muchas veces ha pasado con los
dos sentidos de la palabra derecho: aunque lógicamente corresponde la prioridad, la primacía, a la
idea del Derecho como norma, sin embargo, la conciencia ha pensado de ordinario el derecho como
facultad, esto es, en sentido subjetivo”.
Por consiguiente, podemos decir que la noción de Derecho objetivo precede a la de derecho
subjetivo. Ahora bien, parece que el derecho entendido como norma no tendría ningún sentido si no
es conectado con los sujetos a los que va dirigido y es indiscutible que tales sujetos tienen
determinadas facultades o poderes que cuando son ejercitados no hacen sino realizar o actualizar lo
dispuesto por las normas. El Derecho no sólo impone obligaciones sino que también confiere
facultades y poderes; sin la presencia de tales facultades es impensable la existencia de un orden
jurídico. Conviene advertir que en estos momentos no me estoy refiriendo al concepto técnico-
jurídico de derecho subjetivo, pues tal noción -como veremos inmediatamente- tiene una aparición
tardía en el pensamiento jurídico; pero aun siendo esto así, la idea de derecho subjetivo como
facultad que corresponde al sujeto ha estado presente siempre aunque no abarcase a la totalidad de
los individuos. Ha habido épocas en las que no se reconocía la titularidad de derechos a una buena
parte de la población, pero incluso en tales situaciones había por lo menos un grupo de individuos
que sí tenían derechos. Aunque pensemos en un sistema jurídico radicalmente injusto y despótico,
aún así habrá siempre individuos que ostenten una serie de derechos. Esto significa que el derecho
subjetivo va implícito necesariamente en la idea de Derecho objetivo.
Vamos a ver a continuación cómo aparece la noción de derecho subjetivo a través de la historia y
cuáles han sido las diferentes respuestas que se han dado acerca de su naturaleza.
2. La noción de Derecho subjetivo: su origen histórico.
Es necesario distinguir, en primer lugar, entre lo que podríamos llamar la idea del derecho subjetivo
y el concepto técnico-jurídico de derecho subjetivo. El concepto de derecho subjetivo tal como lo
conocemos hoy va a aparecer en un momento determinado de la historia; su posterior delimitación
conceptual responde a una serie de circunstancias históricas que determinará que se ponga más el
acento en el derecho subjetivo que en la norma. Pero antes de la aparición del concepto y de su
posterior depuración intelectual es evidente que la idea de Derecho subjetivo en un sentido
amplísimo y aunque no se emplee este término, no es extraña al pensamiento humano. Como se
decía más arriba, no se puede concebir un orden jurídico por rudimentario que sea si en él todos los
individuos o, por lo menos, una parte de ellos, no gozan de una serie de facultades cuyo contenido
aparece previamente delimitado en la norma. Incluso en los pueblos primitivos, esta idea está
presente. Existe un orden jurídico generalmente de carácter sobrenatural que regula las relaciones
del grupo y cuando se produce una transgresión los sujetos afectados pueden exigir una reparación.
Los miembros del grupo realizan una serie de actos que les colocan en una determinada “situación
jurídica”, la cual puede ser defendida a través de diversos medios. Existe, pues, la conciencia de que
determinados individuos pueden exigir la realización de determinados comportamientos y al mismo
tiempo se cree que algunos sujetos se encuentran en situaciones que no pueden ser atacadas y que
reciben una protección especial.
Aclarada esta cuestión, vamos a referirnos al concepto técnico-jurídico de derecho subjetivo. Por lo
que se refiere a su origen no puede decirse que exista acuerdo en la doctrina. Es bastante frecuente
situar el origen de esta noción en el pensamiento romano aunque esta idea no es unánimemente
aceptada. Por ejemplo, Michel Villey -al que seguiremos para la exposición del desarrollo histórico
de la noción de derecho subjetivo- considera que el origen de este concepto se encuentra en la obra
de Guillermo de Ockham, el cual “podría ser llamado el padre del derecho subjetivo”.
Se suele afirmar que los juristas romanos construyeron el concepto de derecho subjetivo en base a la
distinción entre facultas agendi y norma agendi, en el sentido de que la norma jurídica delimitaría
el ámbito dentro del cual el sujeto estaría facultado para pretender, exigir o realizar la conducta que
la norma le autoriza. Sin embargo, según afirma Villey, los juristas romanos cuando emplean el
término ius jamás lo hacen en sentido subjetivo sino que siempre se están refiriendo a la norma
objetiva. El término ius tendría un carácter objetivo; a través del Derecho se distribuyen cosas pero
“lejos de ser atributo, cualidad interna del sujeto, parte integrante de su ser” el derecho de cada cual
es simplemente una iura, son bienes, objetos de comercio… cosas que se poseen justamente”. La
palabra ius tanto en los juristas romanos, como en los glosadores y en Santo Tomás “significa la
parte justa, el id quod iusium est, pero no el poder”. Por eso, concluye Villey, no se puede afirmar
que los juristas romanos elaboraran un concepto de derecho subjetivo porque jamás pudieron
concebirlo como una cualidad o facultad del sujeto o como la atribución de un poder jurídico al
sujeto.
La primera formulación del concepto de derecho subjetivo tiene lugar en la obra de Ockham con
motivo de la polémica que mantuvo con el papa Juan XXII acerca de la propiedad de los bienes que
usaban los franciscanos. Como es sabido, una de las reglas que estableció San Francisco de Asís, en
el seno de la orden, fue la de la pobreza siguiendo el ejemplo de Jesucristo. Sin embargo, en la
práctica, a medida que fue extendiéndose la influencia de la orden, los franciscanos comenzaron a
poseer una serie de bienes de cierta importancia (iglesias, conventos, etc). Para solucionar esta
aparente contradicción se llegó a un compromiso a través de la promulgación de diferentes bulas en
las cuales se establecía que tan sólo tenían el uso de tales cosas, pero no la propiedad. Se trataba de
bienes que estaban a su disposición, pero oficialmente la proprietas, el dominium, correspondía a la
Sante Sede. Con esta solución de compromiso se hacía posible el cumplimiento de la regla de la
pobreza evangélica ya que los franciscanos sólo usaban tales cosas pero no eran propietarios. El
problema surge con la intervención de Juan XXII que condena las tesis de los exaltados de la orden,
los llamados “espirituales” que eran defensores radicales de la pobreza. La pretensión de Juan XXII
fue forzar a los franciscanos a que adquirieran el título de propietarios. Veamos cuáles son los
argumentos que ofrece Juan XXII y la reacción posterior de Ockham.
Los franciscanos seguían defendiendo en base a las anteriores bulas que solamente detentaban el
usus, pero no la proprietas, ni el ius utendi ni ninguna especie de ius. Esto le parece inadmisible a
Juan XXII y es lo que pretende reformar. Sería una ficción afirmar que los franciscanos no tienen
derechos. Si tienen el uso estable y asegurado de esos bienes y si tienen los frutos es evidente que
nos encontraríamos ante iura in re (ius utendi, ius fruendi). Luego, si esto es así, lo único que hay
que hacer es restituir la propiedad a los franciscanos. Es una auténtica ficción seguir manteniendo
-como se había hecho anteriormente- que la propiedad corresponde a la Iglesia. Incluso Jesucristo y
los apóstoles también tenían derechos, comían, bebían, tenían una bolsa; por consiguiente, existía
un ius utendi. En caso contrario -dice Juan XXII- habría que afirmar que Jesucristo ha robado su
bolsa o que ha sido injusto. “Para Juan XXII, y partiendo de su lenguaje, la pretensión de vivir fuera
del Derecho es inconcebible”.
Guillermo de Ockham va a responder al Papa tratando de demostrar que los términos jurídicos
utilizados en las bulas papales son incorrectos. Y para ello realiza un análisis de las diversas
significaciones de los términos que acaba con la definición del derecho subjetivo. El derecho en su
sentido técnico significa el poder que se tiene sobre un determinado bien y difiere esencialmente de
la simple licencia o de la concesión revocable. El derecho, en su sentido subjetivo es definido por
Ockham como “el poder (potestas) del que nadie debe ser privado a no ser por su culpa o por una
causa razonable y, si alguien fuera privado de él podría reclamarlo en juicio”. Por tanto, debe
distinguirse entre el uso de hecho (usus facti) del que gozaban los franciscanos y al que jamás
renunciaron y el auténtico derecho que supone siempre la existencia de un poder. Pues bien, es a ese
poder a lo que los franciscanos habían renunciado. Ya no se trata -como ocurría con los juristas
romanos- de definir el Derecho exclusivamente a través de la regla objetiva, sino de situarlo en el
sujeto como una auténtica facultad o poder.
Posteriormente, los autores de la Escolástica española recogerán este concepto de derecho subjetivo.
A partir de entonces de diferencia claramente entre la norma y la facultad o el poder que
corresponde al sujeto, lo cual dota a éste de una cierta autonomía. Con el iusnaturalismo racionalista
de los siglos XVII y XVIII, el concepto de derecho subjetivo entra a formar parte de la cultura
jurídica de un modo definitivo y además se invierte el orden de importancia entre derecho objetivo
y derecho subjetivo. Los derechos subjetivos son concebidos ahora como derechos naturales cuya
titularidad ostenta el individuo con independencia del Derecho positivo. El Estado que se crea a
través de un pacto, lo único que hace es proteger una serie de derechos que ya eran poseídos por el
ser humano en el estado de naturaleza. El Derecho, en sentido objetivo pasa ahora a un segundo
plano -lo cual, obviamente, no quiere decir que desaparezca- y se da una primacía absoluta a los
derechos subjetivos. En el fondo, este cambio tiene lugar como consecuencia de las propias
circunstancias históricas; la finalidad del iusnaturalismo racionalista es esencialmente política. Se
trataba de luchar contra los Estados absolutos y para ello nada mejor que defender la existencia de
una serie de derechos (naturales) que son intocables y respecto de los cuales el Estado debe aparecer
como mero garante. Todo este proceso culmina en las grandes declaraciones de derechos del siglo
XVIII que representan en el terreno de los hechos el triunfo del iusnaturalismo racionalista. Durante
el siglo XIX surgirán una serie de doctrinas que tratan de descubrir la naturaleza del derecho
subjetivo abordando el problema desde perspectivas bien diversas e incluso ha habido corrientes
que han negado abiertamente la existencia del derecho subjetivo aduciendo para ello distintos
argumentos. A continuación vamos a ofrecer un panorama de las doctrinas más significativas al
respecto.
3. La naturaleza del Derecho subjetivo: diversas teorías.
En la segunda mitad del siglo XIX van a surgir las dos doctrinas que podrían denominarse clásicas
en relación con la naturaleza del derecho subjetivo. Se trata de la doctrina de la voluntad defendida
fundamentalmente por Windscheid (aunque iniciada por Savigny) y la doctrina del interés cuyo
máximo representante fue Ihering. Para Windscheid, el derecho subjetivo no es sino la voluntad del
sujeto que se encuentra protegida por el ordenamiento jurídico. En este sentido el derecho subjetivo
es definido como “un poder o un señorío de la voluntad otorgados por el ordenamiento jurídico”.
Esto significa que es la voluntad o el querer del titular la que da sentido o significación al derecho
subjetivo. La voluntad del sujeto o sujetos se movería siempre al amparo de las normas jurídicas,
éstas son precisamente las que protegen la actuación del sujeto. En sentido contrario, podría decirse
que sin voluntad no es posible la existencia del derecho subjetivo pues ésta es la que lo sustenta
debiendo actualizarse en el instante en el que el derecho se ejercita. Esta es, resumidamente, la
doctrina defendida por Windscheid.
Como puede suponerse -y desde el mismo momento en que la doctrina fue formulada- las críticas
que se han realizado han sido muy numerosas. Fundamentalmente la crítica más importante y
decisiva se refiere a la existencia de derechos subjetivos aunque no haya ninguna voluntad efectiva.
Los ejemplos que pueden citarse son bastante numerosos; aquí nos limitaremos a señalar solamente
algunos. En primer lugar, hay determinados derechos que los sujetos tienen con independencia de
su voluntad e incluso contra ella; tal sucede, por ejemplo, en el ámbito de la legislación laboral en la
que está presente en algunas parcelas el principio de la irrenunciabilidad de modo que los
trabajadores, aunque manifiesten expresamente su voluntad de renunciar a determinados derechos
no por ello desaparecen. En tales supuestos, el derecho subjetivo sigue existiendo aun en contra de
la voluntad de su titular. Se ha dicho también que hay determinadas personas que no tienen una
voluntad efectiva a pesar de lo cual también son titulares de derechos. Pensemos, por ejemplo, en el
nasciratus, en los niños o en los deficientes mentales. Es indiscutible que tales sujetos tienen
derechos aunque para su ejercicio sea necesaria la representación legal de otras personas. También
hay determinados derechos subjetivos cuyo nacimiento se produce sin el conocimiento del titular
del mismo y, por supuesto, en tales casos tampoco podría haber una voluntad efectiva detrás del
derecho. Estas y otras objeciones hicieron que el propio Windscheid reconociera que su teoría era
insostenible al menos tal y como la había formulado inicialmente. Modernamente, del Vecchio ha
acogido la doctrina de Windscheid, aunque reformulando el sentido que debe tener el término
voluntad. Para este autor “cuando hablamos de derecho como posibilidad de querer no nos
referimos a una voluntad en acto, sino en potencia. A Windscheid, que definía el derecho como
“señorío de la voluntad”, se le objetó justamente que el señorío efectivo de la voluntad no es
rigurosamente necesario para que haya un derecho; se puede tener un derecho aun sin saberlo, o
hasta en contra de la propia voluntad… Pero todo ello no quebranta la doctrina expuesta porque
cabalmente a tenor de la misma, lo esencial al derecho no es la voluntad actual, sino la posibilidad
de querer atribuida al sujeto, y esta posibilidad subsiste aun en los casos expuestos”.
La teoría del interés fue defendida por Ihering, el cual había criticado la doctrina de Windscheid por
considerarla insuficiente. Sin embargo, muchas de las críticas que se dirigieron a Windscheid serían
nuevamente repetidas cuando Ihering formula su teoría. Para Ihering, el derecho subjetivo es “un
interés jurídicamente protegido”. En todo derecho, deben distinguirse dos elementos: por una parte,
el interés y, por otra, la forma de defensa de tal interés. De estos dos elementos el más importante es
el interés y, por consiguiente, si falta éste no puede hablarse de Derecho subjetivo. Ahora bien, al
igual que ocurría con la teoría de Windscheid podría decirse que en determinadas ocasiones hay
derechos subjetivos a pesar de que el titular del mismo no tenga ningún interés. Por otra parte,
existen intereses jurídicamente protegidos pero cuya protección no estaría en manos de los
individuos, es decir, intereses que no generarían el nacimiento de derechos subjetivos. Como dice
del Vecchio “es interés de cada uno que los delincuentes sean detenidos, que la contabilidad del
Estado funcione regularmente, que las fronteras de éste permanezcan seguras; y estos distintos
intereses son tutelados por las leyes. Pero no existe en todo ciudadano el derecho subjetivo
correspondiente, porque la facultad o pretensión para ello, falta en los particulares en cuanto tales”.
También se dijo que la noción de interés es sumamente imprecisa y que, en consecuencia, no podía
ser utilizada como el elemento esencial para definir el derecho subjetivo. Todas estas críticas hacen
que Ihering modifique su doctrina y al observar que hay intereses jurídicamente protegidos que no
derivan en derechos subjetivos propuso completar la definición de derechos subjetivo con la adición
de un nuevo elemento. El derecho subjetivo será según Bering “la autoprotección de un interés”, es
decir, se trata de un interés jurídicamente protegido pero sólo cuando esa protección le sea otorgada
o conferida al mismo interesado. En conclusión, para que exista derecho subjetivo es necesario,
además del interés, la posibilidad de que el sujeto pueda ejercer la protección de dicho interés.
Ahora bien, al modificar su doctrina Ihering no tiene más remedio que introducir el elemento de la
voluntad como característico del derecho subjetivo porque naturalmente para que tenga lugar la
protección del interés es necesario que detrás exista una voluntad efectiva que es la que hace valer
la pretensión y exige la protección. Con todo ello, Ihering llega, finalmente, a sostener una tesis que
no se diferencia mucho de la de Windscheid a pesar de que todos sus esfuerzos tenían como
objetivo evitar los inconvenientes que presentaba la doctrina de este autor.
Las críticas formuladas tanto contra la crítica de la voluntad como del interés llevaron a algunos
autores a tratar de conciliar ambos elementos y de este modo ofrecer una visión omnicomprensiva
del derecho subjetivo. Surgen así una serie de doctrinas de carácter ecléctico cuya pretensión
fundamental consiste en explicar el derecho subjetivo contando con los dos caracteres que se
pueden apreciar en él. De todas estas doctrinas la de Jellinek es, probablemente, la más conocida.
Según este autor, la voluntad y el interés no son, en modo alguno, incompatibles. Es más, una
concreta comprensión del derecho subjetivo exige tener en cuenta ambos elementos. Por eso “el
bien o el interés protegido por el derecho sólo se convierte en derecho subjetivo, cuando se pone en
conexión con la voluntad humana”. Por otra parte, la voluntad por sí sola no es suficiente: “todo
acto de la voluntad humana tiene que tener un contenido determinado. No se puede querer, en
general, sino que siempre se ha de querer algo, del mismo modo que tampoco vemos, oímos,
sentimos o pensamos en general, sino que, al igual que cualquier otra percepción sensible o
reflexión espiritual, también todas éstas tiene que tener un contenido. Por eso es psicológicamente
imposible que una voluntad, en general, sea reconocida u otorgada por el orden jurídico”. La
voluntad sería, según Jellinek, el medio a través del cual el bien o el interés se realiza y, por eso,
concluye con la siguiente definición: “el derecho subjetivo es el poder de la voluntad humana,
dirigido a un bien o interés, reconocido y protegido por el orden jurídico”. En el derecho subjetivo
habría, pues, dos elementos: el poder de la voluntad que es el elemento formal y el bien o el interés
que representa el elemento material. De cualquier modo, parece que esta doctrina tampoco puede
escapar a la crítica porque si bien resuelve la objeción de la existencia de intereses jurídicamente
protegidos que no generan ningún tipo de derechos subjetivos, sigue sin responder
satisfactoriamente a otras objeciones. En realidad, a esta doctrina podrían hacérsele las mismas
críticas que se formularon por separado respecto de la teoría de la voluntad y del interés. De ahí que
tampoco sirva para explicar satisfactoriamente la naturaleza del derecho subjetivo.
Otro autor que se ha ocupado especialmente del tema ha sido Kelsen tratando de demostrar que, en
realidad, “en el dualismo de Derecho objetivo y subjetivo se oculta el viejo dualismo de Derecho
positivo y Derecho justo o natural”. Kelsen va a criticar duramente tanto la teoría del interés como
la de la voluntad. La pretensión de estas doctrinas consistió básicamente en tratar de mostrar que el
derecho subjetivo es algo radicalmente distinto del Derecho objetivo y ahí radica precisamente su
fallo. Para Kelsen, el derecho subjetivo no es más que una forma o un aspecto del Derecho objetivo,
más concretamente, es la relación en que se encuentra un individuo respecto de una norma que
impone determinados deberes cuando esa norma está puesta a su disposición. Por eso, “el derecho
subjetivo no se encuentra, como tampoco la obligación jurídica, situado frente al Derecho objetivo
como algo de él independiente. Se trata también, como en la obligación jurídica, de una norma
jurídica que otorga un poder jurídico específico; de una norma jurídica que faculta a determinado
individuo. Que ese individuo tenga un derecho subjetivo, es decir, que tenga determinado poder
jurídico, significa solamente que una norma jurídica hace de determinada conducta de ese individuo
la condición de determinadas consecuencias… La esencia del Derecho subjetivo se encuentra en el
hecho de que una norma otorga a un individuo el poder jurídico de reclamar, mediante una acción,
por el incumplimiento de la obligación”.
Hasta aquí la doctrina de Kelsen no presenta especiales dificultades. La afirmación de que el
derecho subjetivo sólo puede ser comprendido por su referencia a la norma puede ser fácilmente
aceptada. Obviamente, la facultad o el poder corresponde a un sujeto porque previamente hay una
norma que se lo ha conferido. Ahora bien, esto es una cosa y otra cosa muy distinta afirmar -como
hace Kelsen- que los derechos subjetivos pueden no aparecer en la norma. En este sentido dice que
“no es función esencial del Derecho objetivo estatuir tales derechos subjetivos en sentido técnico, a
diferencia de la función consistente en estatuir obligaciones jurídicas. Constituye una configuración
posible pero no necesaria, del contenido del Derecho objetivo; una técnica particular de la que
puede servirse el Derecho, pero que de ningún modo está obligado a hacerlo. Se trata de la técnica
específica del orden jurídico capitalista, en cuanto éste garantiza la institución de la propiedad
privada, atendiendo, por lo tanto, en forma muy especial al interés individual”.
Creo que la conclusión de Kelsen no es acertada porque no responde a la realidad. Kelsen está
pensando en una concepción muy determinada del derecho subjetivo; se trata de la concepción
individualista que está presente en el iusnaturalismo racionalista que luego se plasmará en las
codificaciones, al concebir los derechos subjetivos como derechos absolutos. En este sentido, creo
que lo que realmente quiere decir Kelsen en el párrafo antes transcrito es que el derecho subjetivo o
los derechos subjetivos pueden configurarse de diferentes modos, lo cual es bien distinto a afirmar
que el Derecho objetivo puede sólo establecer obligaciones, esto es, imponer deberes sin que
existan derechos. La crítica de Kelsen a las concepciones tradicionales trata de poner de manifiesto
los elementos ideológicos que éstas manejan aunque sea inconscientemente, lo cual es
indudablemente cierto. Pero esto no significa que el propio Kelsen, a pesar de su pretensión de
pureza en la construcción del Derecho y de los diversos conceptos jurídicos, pueda sustraerse a la
influencia de dichos elementos ideológicos como, por otra parte, ha sido señalado por diversos
autores.
Hasta ahora, hemos analizado las doctrinas que tratan de explicar la naturaleza del derecho
subjetivo. También en la obra de Kelsen, aunque el derecho subjetivo aparezca sólo como un
aspecto del Derecho objetivo, se pretende dar una explicación. A continuación vamos a referirnos
muy brevemente a una serie de doctrinas que niegan la existencia del derecho subjetivo, esto es, que
niegan que el concepto pueda tener sustantividad propia. En primer lugar, merece especial mención
la tesis de Duguit, según la cual el derecho subjetivo representa exclusivamente un concepto
individualista y egoísta propio de una etapa histórica en la que triunfa el liberalismo. En sentido
propio, el derecho subjetivo sería una idea metafísica que no tienen ninguna correspondencia con la
realidad. Lo único que existe para este autor es el Derecho objetivo determinado por el principio de
la solidaridad social. El Derecho objetivo no conferiría derechos subjetivos sino que simplemente
determinaría las funciones sociales que corresponden a cada uno de los miembros del grupo social.
Puede observarse que la crítica de Duguit también se dirige contra una determinada concepción del
derecho subjetivo: la defendida por el iusnaturalismo de corte individualista. La único que ocurre es
que se considera que tal concepción es la única, lo cual no es cierto si se observa la evolución que
ha sufrido la propia categoría del derecho subjetivo.
En el marco de las doctrinas políticas ha habido dos que han negado claramente la existencia del
derecho subjetivo. Se trata de dos doctrinas antagónicas pero coincidentes al menos en este punto:
el nacionalsocialismo alemán y el comunismo soviético. Para los juristas soviéticos, los derechos
subjetivos serían simplemente una de las consecuencias de la existencia del sistema capitalista que
trata de proteger los intereses de la clase dominante, esto es, de la burguesía. Por otra parte, los
derechos individuales no tienen una existencia real, al menos no son disfrutados por la mayoría de
la población y por eso tendrían un carácter eminentemente formal. Es necesario conseguir una
auténtica igualdad económica y alcanzar la sociedad comunista en la cual, los llamados derechos
subjetivos, e incluso el Derecho objetivo deberán desaparecer.
También en la doctrina nacionalsocialista se niega el derecho subjetivo. Los derechos subjetivos
constituían una de las piezas clave del sistema liberal y, precisamente, como esta doctrina se
enfrenta abiertamente al sistema liberal, la noción de derechos subjetivos debía ser suprimida. En su
lugar, se propone el concepto de situación jurídica de miembro de una comunidad. El individuo sólo
tiene valor en la medida en que sirve a los intereses de la comunidad o del pueblo. La situación
jurídica de cada individuo está constituida por deberes y funciones pero no existen propiamente
derechos. El fin supremo viene representado por los ideales de la comunidad, los cuales no pueden
ser perturbados por los intereses o exigencias de los individuos. Tales exigencias sólo podían tener
sentido en la medida en que la satisfacción de un interés individual redunde en beneficio del interés
de la comunidad.
Para concluir esta apretada exposición vamos a ver las ideas del llamado realismo jurídico, tanto
americano como escandinavo. En ambas corrientes se produce igualmente la negación del Derecho
subjetivo. Para los realistas americanos la expresión derecho subjetivo, como otros conceptos de la
ciencia jurídica tradicional, no tiene ningún sentido en sí misma considerada. En general, el
Derecho se reduciría a la conducta efectiva de los tribunales. Por eso hay que sustituir las
afirmaciones usuales sobre derechos subjetivos por afirmaciones que se refieran a la conducta de los
tribunales. En la teoría tradicional, los derechos subjetivos derivan de las normas que atribuyen
determinadas facultades. Sin embargo, las normas no son los factores determinantes de las
resoluciones de los tribunales de ahí que el único modo de saber lo que es Derecho consista en
analizar el comportamiento real de los tribunales. A lo más que se puede llegar es a realizar
predicciones sobre lo que harán los tribunales en el futuro. La idea del Derecho subjetivo tiene una
notable carga metafísica y lo que pretende demostrar es la existencia de una entidad o realidad con
independencia de los hechos. Por eso, tal pretensión está destinada inevitablemente al fracaso.
Como puede observarse, el realismo americano es una corriente empirista que trata de dar una
explicación puramente fáctica del fenómeno jurídico.
El realismo escandinavo también es una corriente empirista y antimetafísica que trata de mostrar la
irrealidad de muchos de los conceptos jurídicos tradicionales, entre ellos el de derecho subjetivo.
Para estos autores el derecho subjetivo sería un puro concepto imaginario que no tiene ninguna
realidad a no ser la influencia que produce en la mente de los hombres. En este sentido Olivecrona
dice que “el término Derecho subjetivo no se utiliza para designar objeto alguno… La situación de
hecho, del mundo real, no se corresponde con un sistema de derechos. Si la palabra derecho
significa relación, debe tratarse de una relación de tipo suprasensible. Pero ¿cómo podría definirse
tal relación? Sólo en forma negativa, como una relación que no pertenece al mundo sensible, al
mundo empírico en que vivimos. Es una relación, pero no una relación fáctica… Decimos que
tenemos “derecho a esto”. La palabra derecho no significa nada, no designa nada. Pero la palabra en
sí, pasa, visual o auditivamente, a nuestra mente. Y estas dos representaciones -de la palabra y del
objeto- son los componentes de la idea del Derecho subjetivo. Sin embargo, nos hacemos la ilusión
de que el término derecho significa “poder” sobre el objeto, aun cuando se trate de un poder que no
podemos aprehender. Y esta ilusión surge de un trasfondo emocional”. Por consiguiente, el poder o
la facultad que aparece inmerso en la idea de derecho subjetivo es completamente imaginario, sólo
existiría en la mente de las personas. Naturalmente, la creencia de los individuos en la existencia de
tal poder actúa eficazmente sobre su psicología provocando determinados sentimientos de
obligatoriedad o vinculación. Lo único que tiene una existencia real son tales sentimientos, pero no
el Derecho subjetivo como tal.
En todas las doctrinas que venimos examinando hay una nota común: la negación de la existencia
del Derecho subjetivo. Sin embargo, ahora debemos preguntarnos qué es lo que queda en el lugar
del Derecho subjetivo. Tanto la tesis de Duguit como las doctrinas realistas han destacado la carga
metafísica de la idea del Derecho subjetivo. No obstante, y de un modo inevitable, el vacío que se
produce al eliminar del campo jurídico la noción de Derecho subjetivo debe ser llenado de alguna
manera. Duguit habla de la solidaridad social y de las funciones sociales que asigna el Derecho
objetivo; la perspectiva tradicional, por consiguiente, se modifica pero, en realidad, lo que se hace
es construir un nuevo concepto de Derecho subjetivo, aun cuando no se emplee esta terminología.
Lo mismo sucede en las corrientes realistas; el derecho subjetivo -se dice- es un concepto
imaginario que no tiene ninguna realidad y, sin embargo, influye de manera decisiva no sólo en las
relaciones de los ciudadanos entre sí, sino también en la conducta efectiva de los tribunales. El
propio Llewllyn, aun reconociendo que los Derechos subjetivos son sólo quimeras, afirma que
eliminarlos del mundo jurídico sería ignorar los hechos. Lo que se debe hacer, por tanto, es
reformular su sentido de manera que exista una correspondencia con la realidad y, por tal, hay que
entender -en el realismo americano- la conducta de los tribunales. Habría, por un lado, una serie de
hechos y conductas y, por otro, la práctica de los tribunales. Algo parecido sucede en el realismo
escandinavo: aunque la noción de derecho subjetivo sea producto de la imaginación, aunque sean
palabras sin sentido, es evidente que cumplen una función muy importante en todos los sistemas
jurídicos y lo que se propone como tarea no es la eliminación de estos términos, sino estudiar las
funciones que cumplen desde una perspectiva realista, labor a la que han dedicado sus esfuerzos
tanto Olivecrona como Ross.
4. El Derecho subjetivo.
4.1. Concepto.
A lo largo de las páginas precedentes se ha hecho referencia a algunos de los problemas que plantea
la noción de Derecho subjetivo. Después de este análisis nos encontramos en condiciones de
formular una definición. En primer lugar, el derecho subjetivo no puede ser entendido sin la
existencia de una previa norma que lo configure. Son las normas las que delimitan el campo de
actuación de los diferentes sujetos, ellas indican los cauces dentro de los cuales el individuo puede
realizar determinados comportamientos o plantear concretas exigencias. En segundo lugar, el
Derecho subjetivo está referido siempre a la facultad o poder que tiene el sujeto. La titularidad de
un Derecho subjetivo otorga al sujeto un concreto poder que le permite la realización de
determinados actos. La existencia de este poder o facultad en que se concreta el Derecho subjetivo
exige, en todo caso, la presencia de un deber correlativo por parte de otro o de otros. No tiene
ningún sentido hablar de la existencia de un derecho si al mismo tiempo no hay otro sujeto
obligado, es decir, alguien que tiene el deber de no impedir mi actuación, o bien el deber de llevar a
cabo una conducta determinada. Por supuesto, la presencia del deber es, en algunos casos, muy
notoria porque se proyecta sobre un individuo concreto; en otras ocasiones, tal deber aparece mucho
más difuminado, especialmente cuando los sujetos obligados son genéricamente el resto de los
individuos. Ahora bien, el deber siempre está presente.
A tenor de lo expuesto podría definirse el Derecho subjetivo del siguiente modo: “la facultad
atribuida por la norma a un sujeto de poder exigir de otro u otros ya una conducta concreta, ya una
conducta de abstención y no impedimento”. Puede observarse que en esta definición se pone el
acento en la exigencia, en el poder de exigir que es el factor decisivo en el Derecho subjetivo. Casi
todas las definiciones que se han formulado sobre el Derecho subjetivo suelen destacar este
elemento de la exigencia. Del Vecchio, por ejemplo, lo define como “la facultad de querer y de
pretender atribuida a un sujeto, a la cual corresponde una obligación por parte de otros”. Veamos a
continuación cuáles son los elementos que configuran el Derecho subjetivo.
4.2. Elementos.
En todo derecho subjetivo pueden distinguirse dos elementos fundamentales: el disfrute o ejercicio
del derecho y la pretensión o defensa del mismo. Podría hablarse también de un tercer elemento que
va implícito en la propia estructura del Derecho subjetivo: se trata de la existencia del deber u
obligación por parte de otro u otros sujetos. Ya hemos dicho que no puede hablarse de un Derecho
subjetivo sin la existencia de un deber correlativo; sería un auténtico sinsentido. Por tanto, sólo
hablaremos de Derecho subjetivo allí donde haya un deber.
El disfrute o ejercicio del derecho constituye el elemento interno y consiste en la posibilidad de
obrar que tiene el sujeto. El disfrute no es sino la utilización o el ejercicio del derecho que se posee.
Los derechos se tienen, precisamente, para ser ejercitados; esa es su finalidad y, en este sentido,
puede decirse que hay derechos que pueden extinguirse, desaparecer de la esfera del sujeto si éste
no los ejercita dentro de un determinado período de tiempo. Desde luego, puede suceder que un
sujeto sea titular de un determinado derecho y no lo ejercite pero, en cualquier caso, mientras se
tenga la titularidad subsiste la posibilidad de ejercicio.
La pretensión o defensa del derecho representa el elemento externo del Derecho subjetivo. La
pretensión se concreta en la posibilidad de exigir de otros una determinada conducta ya sea positiva
o negativa (de abstención). Tanto al hablar del disfrute como de la pretensión hemos utilizado la
expresión “posibilidad de” porque, en efecto, el sujeto no está obligado a “actualizar” ni el disfrute
ni la pretensión. Ya se ha dicho que se puede ser titular de un derecho sin ejercitarlo; pues bien, de
la misma manera, el sujeto puede no realizar la pretensión, esto es, ante un acto de otra persona
dirigido contra su derecho puede no plantear ningún tipo de exigencia. De cualquier forma, tanto el
disfrute como la pretensión subsisten, es algo que pertenece al patrimonio del individuo mientras se
ostenta la titularidad del derecho.
Estos dos elementos -disfrute y pretensión- están siempre presentes en cualquier derecho subjetivo.
Lo único que ocurre es que hay derechos en los que destaca más uno u otro elemento dependiendo
de la naturaleza de los mismos. Así, por ejemplo, en los llamados derechos relativos o de
obligación, el elemento dominante es la pretensión, mientras que en los llamados derechos
absolutos o erga omnes predomina el elemento del disfrute.
4.3. Clases.
Es posible utilizar distintos criterios para la clasificación de los derechos subjetivos. Aquí no
pretendemos realizar una clasificación exhaustiva de las distintas modalidades y por ello nos
limitaremos a señalar los criterios más comunes que son habitualmente manejados por la doctrina.
En primer lugar, atendiendo al sujeto pasivo sobre el que recae la obligación, los derechos pueden
ser absolutos o relativos. En el primer caso, la exigencia del titular puede hacerse valer de un modo
indeterminado frente a todos los sujetos (erga omnes), mientras que en los derechos relativos el
sujeto o los sujetos obligados aparecen perfectamente determinados. Los llamados derechos reales
constituyen el ejemplo típico de los derechos absolutos en tanto que los derechos de obligación son
relativos.
En segundo lugar, y en razón de las posibilidades de actuación del titular del Derecho, puede
hablarse de Derechos subjetivos simples y complejos. Los derechos simples son aquellos que se
agotan con la realización de una conducta concreta o que exigen una prestación determinada,
mientras que los derechos complejos confieren a su titular una variada gama de posibilidades que se
traducen en una serie de facultades. Un ejemplo de derecho simple sería el del comprador que tiene
derecho a que se le entregue la cosa o el derecho del vendedor a que el comprador le pague el
precio. Por su parte, el caso característico de los derechos complejos viene representado por el
Derecho de propiedad. El derecho de propiedad se concreta en una serie de posibilidades que ponen
a disposición del propietario un conjunto de facultades; así, el propietario de un inmueble puede
usarlo, venderlo, arrendarlo, hipotecarlo, donarlo, etc .
Por el ámbito de su ejercicio se puede distinguir entre derechos públicos y privados. Los primeros
son los que se ejercen frente al Estado, mientras que los segundos se ejercen entre particulares, esto
es, son propios del tráfico jurídico privado. Hay que advertir que la categoría de los derechos
públicos es relativamente reciente pues su origen se remonta a la segunda mitad del siglo XIX. El
nacimiento de esta categoría de derechos se debe principalmente al hecho de que al estado se le
asigna personalidad jurídica, es decir, el Estado también es titular de derechos y obligaciones y,
consecuentemente, los particulares pueden plantear exigencias frente al mismo. Fue Jellinek el que
contribuyó de un modo decisivo a la configuración de esta nueva clase de derechos. Este autor
distingue cuatro status diferentes en los que se encuentra el individuo frente al Estado y a cada uno
de ellos correspondería una serie de Derechos. Estas situaciones son: status subiestionis que
proporciona la seguridad personal al individuo (situación pasiva), status libertatis que reconoce la
autonomía del individuo e impide cualquier acción del Estado en esta esfera (situación negativa),
status civitatis que comprendería los llamados derechos civiles (situación positiva) y, por último, lo
que Jellinek llama el Status aktiver Zivität que comprendería los derechos políticos (situación
activa).
En razón de los valores que pretenden proteger podría hablarse de derechos fundamentales y no
fundamentales. La consideración de un derecho como fundamental suele implicar una especial
protección. Tal sucede, por ejemplo, en nuestro sistema con algunos de los derechos recogidos en la
CE respecto de los cuales puede solicitarse el amparo ante el TC.
CAPÍTULO VII.
1. Deber jurídico y deber moral.
El concepto de deber jurídico es, sin ninguna duda, uno de los que mayores problemas ha planteado
al pensamiento jurídico, de un modo muy especial en los últimos años. Puede decirse que es un
tema que, o bien ha permanecido intencionadamente en el olvido para evitar las complicaciones que
se derivarían de la formulación de un concepto autónomo e independiente de deber jurídico, o bien,
cuando ha sido estudiado se ha hecho desde la perspectiva de la Moral considerando que el deber
jurídico no tiene sustantividad propia de modo que sólo podría hablarse, en sentido estricto, de
deberes morales. Sin embargo, parece que este no es el camino adecuado si lo que se pretende es
llegar a una definición del deber jurídico.
Como se decía en el capítulo cuarto, la distinción entre Derecho y Moral es relativamente reciente;
probablemente, éste es uno de los motivos que ha influido a la hora de la no consideración del deber
jurídico como una categoría autónoma y, por eso, ya sea directa o indirectamente, el deber jurídico
ha aparecido como una pura derivación del deber moral. En otras ocasiones la explicación ha
tratado de realizarse recurriendo a argumentos psicológicos o sociológicos, pero nunca o casi nunca
-con la única excepción de Kelsen- se ha tratado de explicar el deber jurídico a través del Derecho
lo que, en principio, parece lo más razonable. Creo, por tanto, que es absolutamente necesario llegar
a una caracterización independiente del deber jurídico pues, en caso contrario, parece que no tendría
mucho sentido utilizar esta expresión. El profesor Rodríguez Paniagua ha dicho con acierto que
“partiendo de una verdadera diferenciación de conceptos (se refiere al Derecho y a la Moral), como
parece ineludible en la filosofía del Derecho de hoy, o se interpreta el deber jurídico como algo
específico, peculiar, diferenciado del simple deber moral, o, de lo contrario, habría que reconocer
que se trata de la duplicación de otro concepto, del de deber moral, a la que se puede renunciar, al
menos desde el punto de vista de la filosofía del Derecho, aunque se la conservara tal vez por
razones de técnica en ciencia jurídica”.
La tarea más urgente que tenemos que plantearnos es la de la delimitación conceptual de la noción
del deber jurídico. Adviértase que el calificativo jurídico añade algo al término deber; esto que
parece tan evidente ha sido olvidado en muchas ocasiones. Puede hablarse con carácter general de
la existencia de varios tipos de deberes. La conducta humana está regulada por normatividades
diferentes, cada una de las cuales trata de orientar el comportamiento de los individuos en un
determinado sentido. Esta orientación o determinación de la conducta puede realizarse de diferentes
formas y una de ellas es, sin duda, el establecimiento de deberes o la imposición de obligaciones. El
problema se presenta cuando sobre una misma conducta se superponen deberes de naturaleza
distinta y esto es algo que puede ocurrir con relativa frecuencia. Un ejemplo servirá para ilustrar
esta afirmación. Si alguien me presta una determinada cantidad de dinero es posible que sobre mí
graviten tres tipos de deber o de obligación. En primer lugar, desde la perspectiva de la norma
jurídica apareceré como deudor; la norma jurídica me impone la obligación de devolver al acreedor
la cantidad que he recibido y, por tanto, tendría el deber moral que me obliga a devolver el préstamo
recibido; mi conciencia me dice que es mi obligación devolver el dinero. Por último, desde la
perspectiva de las reglas del trato social es probable que también surja un deber que me obligue a
realizar esta conducta con la finalidad de que la estimación social que tiene el grupo de mí no se vea
menoscabada.
Puede observarse que en los tres casos el origen del deber tiene una procedencia distinta y además
el cumplimiento de la obligación también puede ser diferente. Esto significa que el sujeto puede
cumplir los tres deberes al mismo tiempo, dos de ellos, uno o ninguno, lo que viene a demostrar que
son independientes entre sí. Como ya habrá advertido el lector, también son diferentes las
consecuencias que se derivarían del incumplimiento del deber en cada uno de los tres casos
señalados. De todas formas, creo que la posibilidad de la existencia de deberes concurrentes
respecto de una misma conducta no puede llevarnos a la confusión; aun en estos casos es posible y
además necesario diferenciar estas tres clases de deberes.
En consecuencia, con lo que se dijo en el capítulo cuarto, si Derecho, Moral y reglas del trato social
son tres normatividades diferentes y autónomas es posible afirmar que existen tres tipos de deberes
que derivarían de cada uno de estos sistemas normativos. Realizadas estas aclaraciones previas,
tiene pleno sentido preguntarse acerca de la naturaleza del deber jurídico, de sus características y de
su fundamento. Hay, no obstante, otra cuestión a la que también prestaremos atención en este
capítulo y que se resume en el problema de la obediencia al Derecho desde la perspectiva moral, es
decir, se trataría de determinar si existe un deber moral de obediencia al Derecho y, en caso
afirmativo, bajo qué condiciones y en virtud de qué criterios. Hay que advertir desde ahora que se
trata de un problema completamente independiente que no afecta para nada a la esencia del deber
jurídico pues como tendremos ocasión de comprobar aquél subsiste con independencia de la actitud
que adopte el ciudadano frente al Derecho. A mi juicio, el tratamiento de este problema se ha
llevado a cabo generalmente de un modo incorrecto porque antes de entrar en él hay que contar con
un concepto previo de deber jurídico. Es el punto de partida imprescindible si queremos que no se
produzcan confusiones y, por esta razón, posponemos su estudio al final del capítulo. Acabo de
decir que es fundamental formular una noción de deber jurídico que nos indique en qué consiste y
de dónde deriva. Sin embargo, antes de realizar esta labor parece oportuno analizar cuáles han sido
algunas de las respuestas que se han dado respecto de este tema al objeto de que podamos estar en
condiciones de enfocar correctamente el problema.
2. La fundamentación del deber jurídico.
Han sido muchas las doctrinas que de uno u otro modo han tratado de explicar la naturaleza del
deber jurídico. El problema ha adquirido una gran importancia a partir del siglo XIX que es cuando
el llamado positivismo jurídico en sus distintas versiones se convierte en la corriente de
pensamiento dominante. Como es sabido, el positivismo jurídico separa totalmente los conceptos de
Derecho y Moral, y por ello no es extraño que a partir de este momento, el deber jurídico comience
a ser analizado como una categoría independiente. Aquí no vamos a analizar todas las doctrinas que
han surgido en relación con este tema; sólo nos proponemos señalar a grandes rasgos las posturas
más significativas tratando de destacar aquellos aspectos en los que se producen discrepancias.
En primer lugar, vamos a analizar aquellas doctrinas que consideran el deber jurídico como algo
sustancialmente idéntico al deber moral. En sentido estricto, ni tan siquiera se debería hablar de
deber “jurídico” ya que éste no tiene ningún tipo de sustantividad. El iusnaturalismo en sus distintas
versiones es la corriente que ha concebido el deber jurídico como un deber esencialmente moral.
Para esta doctrina lo único que existiría son deberes morales que se proyectan sobre el Derecho
positivo cuando éste es justo o, dicho con otras palabras, cuando sus preceptos derivan del Derecho
natural que es el auténtico y verdadero Derecho. Como ha dicho González Vicén, “en la doctrina del
Derecho natural va ya implícita una noción de la obligatoriedad jurídica, tan sencilla como el
mismo dogma de principio de la doctrina; el límite de la obediencia jurídica se encuentra en el
límite del Derecho natural, de tal suerte que un Derecho positivo es obligante por su coincidencia
con el Derecho natural en tanto que no se opone a él, mientras que si lo contradice pierde toda
fuerza de obligar”. Lo que tiene lugar en la doctrina del Derecho natural es una simple traslación del
concepto ético del deber al campo del Derecho positivo. La obligatoriedad del Derecho positivo
tendría, por tanto, un carácter derivado o secundario. Todo esto significa que existe una obligación
moral de obediencia al Derecho, pero no se puede hablar de obligación o deber jurídico. Cabe hacer
varias objeciones a esta doctrina. En primer lugar, su carácter absoluto en el sentido de que los
preceptos del Derecho natural son inmutables y evidentes por sí mismos; se establece una
vinculación necesaria del sujeto respecto de la norma en virtud de un contenido pretendidamente
invariable. Pero, la experiencia demuestra que es imposible determinar de una vez por todas aquello
que es absolutamente justo. En segundo lugar, esta doctrina al reducir el deber jurídico al deber
moral no puede explicar satisfactoriamente la propia naturaleza del Derecho porque éste se presenta
como un conjunto de preceptos heterónomos y coactivos. En consecuencia, ¿cómo se puede hablar
coherentemente de la existencia de un deber desde el punto de vista moral respecto de normas que
no proceden de la voluntad del sujeto? Por otra parte, si sólo existen deberes morales, el Derecho
quedaría absorbido por la Moral o, en todo caso, sería una manifestación de la Moral, lo cual -a mi
juicio- lleva inevitablemente a la confusión entre estos dos órdenes normativos. En conclusión, creo
que la doctrina iusnaturalista no puede dar una respuesta satisfactoria porque su propio punto de
partida se lo impide al considerar que no existen los deberes jurídicos.
Otro grupo de doctrinas tratan de explicar la naturaleza del deber jurídico a través de argumentos
psicológicos que se concretarían en el reconocimiento o aceptación de la norma por parte de los
sujetos a los que van dirigidas. La llamada teoría del reconocimiento que ha recibido distintas
formulaciones podría encajar perfectamente en este grupo. En un primer momento Bierling, que fue
uno de sus defensores, afirmaba que puesto que el Derecho es un conjunto de normas procedentes
de una voluntad extraña (el Estado) la única manera de explicar el deber o la obligación jurídica era
a través del reconocimiento de los individuos. El reconocimiento sería un acto individual en virtud
del cual el sujeto que está sometido a un orden jurídico considera a sus normas como obligatorias.
Según esta doctrina, la existencia del deber jurídico dependería del previo reconocimiento o
aceptación del sujeto. La doctrina así formulada fue objeto de numerosas críticas y ello hizo que el
propio Bierling hablara de un reconocimiento no de cada de los individuos, sino de un
reconocimiento “indirecto” por parte de la mayoría. La versión de esta doctrina que cuenta con más
seguidores es la del reconocimiento general que afirma que por tal hay que entender el
reconocimiento general que afirma que por tal hay que entender el reconocimiento que se presta al
ordenamiento jurídico en su conjunto o a sus principios fundamentales.
Puede observarse que en la teoría del reconocimiento hay una conexión evidente entre Moral y
Derecho ya que, en definitiva, también se tiende a transformar el deber jurídico en deber moral
puesto que la obligatoriedad de la norma jurídica nacería de la conciencia del sujeto o de los
sujetos; cuando éstos asumen la norma o el conjunto del ordenamiento jurídico hay un proceso de
interiorización que convierte preceptos heterónomos en autónomos. Sin embargo, tanto la teoría del
reconocimiento individual como la del reconocimiento general presentan graves inconvenientes. La
razón hay que encontrarla nuevamente en el punto de arranque de la doctrina. Los deberes jurídicos
son concebidos -aunque indirectamente- como deberes morales y, por eso, la doctrina no puede
pretender una validez general. Rodríguez Paniagua ha dicho que “la teoría del reconocimiento no
puede dar una fundamentación auténtica de la fuerza de obligar del Derecho, del deber jurídico.
Esto se hace especialmente visible en la teoría del reconocimiento general. Como el propio Welzel
ha dicho repetidamente en varios trabajos ¿por qué debe valer respecto a mí una norma por razón de
que otros la acaten? Pero el fallo fundamental a este respecto, afecta por igual a la versión del
reconocimiento individual, porque se refiere al significado, al valor del reconocimiento: de un
hecho, sociológico o psicológico, no puede surgir una verdadera obligación; una cosa es el
sentimiento del deber y otra cosa un verdadero deber”. En esta crítica que hace el profesor
Rodríguez Paniagua y Welzel se puede apreciar que el deber del que se habla es un deber moral. En
efecto, el hecho de que otros acaten las normas y se sientan vinculados no es motivo para que tales
normas valgan para mí. Pero aquí se está apelando a la conciencia del sujeto y mucho me temo que
el deber jurídico ni se origina en la conciencia del sujeto ni su existencia depende del
reconocimiento individual o general. Tanto la doctrina del Derecho natural como la teoría del
reconocimiento se mueven en el ámbito del deber moral y, por esta razón, no puede captar la
especificidad del deber jurídico.
Otro de los intentos de explicación del deber jurídico viene representado por la llamada teoría del
“derecho del más fuerte”. Se trata de una doctrina cuya primera formulación se encuentra ya en el
pensamiento griego y que ha sido defendida posteriormente con mayor o menor fortuna en
diferentes épocas históricas. En esta teoría no hay ningún tipo de reducción del deber jurídico al
moral, sino que se apela exclusivamente a un dato fáctico que viene representado por la fuerza. La
experiencia nos enseña que aquél que posee la fuerza está en condiciones de que sus mandatos o
prescripciones sea obedecidos. La obligatoriedad del Derecho descansaría en el hecho de la pura
fuerza. Es absurdo resistir o hacer frente al sujeto o a los sujetos que detentan el poder; incluso se
justifica la presencia de la fuerza como un hecho que vendría dado por la propia naturaleza. Es la
naturaleza la que enseña que el más fuerte debe dominar al débil; esto sucede entre los animales y
del mismo modo tiene lugar entre los hombres. Ahora bien, esta teoría tampoco responde
adecuadamente a la pregunta sobre la naturaleza del deber jurídico. Aparte de que su contenido
pueda ser criticado desde diversos puntos de vista, su fallo fundamental radica en que ni tan siquiera
entra en el problema, es decir, no pretende definir qué cosa sea el deber jurídico, sino que
simplemente se limita a describir -y no siempre con pleno acierto- lo que ha sucedido y sucede en la
realidad en las relaciones entre los seres humanos (la dominación de unos sobre otros a través de la
pura fuerza).
Otro grupo de doctrinas que podríamos calificar de jurídicas ve en la seguridad (jurídica) el
fundamento de la obligatoriedad del Derecho. La existencia del Derecho proporciona seguridad; el
orden jurídico sería un instrumento que sirve para alcanzar la paz y la seguridad que serían
realidades que por sí mismas justificarían la obligatoriedad de las normas. Podría decirse que
Hobbes es el representante más clásico de la teoría de la seguridad jurídica. El Derecho que procede
del Estado se justifica a sí mismo porque proporciona seguridad a los súbditos. Precisamente, el
límite de la obediencia al Derecho se encuentra en el cumplimiento de este objetivo de manera que
si desaparece la seguridad también desaparece el deber jurídico. Como se ve, es una explicación
más jurídica que las anteriores pero me parece que no llega tampoco a captar lo característico del
deber jurídico porque sus argumentos se dirigen no al propio Derecho en cuanto orden objetivado
de la conducta humana, sino a los fines o al fin que éste debe cumplir. Además, esta doctrina
procura presentar el valor seguridad no sólo como absoluto, sino también como desprovisto de toda
significación material, es decir, como un valor neutral y estrictamente formal lo cual no responde a
la realidad. Se ha dicho con razón que “la teoría de la seguridad jurídica es la ideología clásica de la
clase burguesa acerca de la obediencia jurídica. Y es que la teoría tiene como base una noción del
Derecho que responde a la estructura racional y calculadora de la conciencia política burguesa, con
su tendencia a organizar las relaciones humanas de un modo exactamente previsible, y su pretensión
de eliminar de la convivencia todos los elementos irracionales, es decir, todo aquello que, por ser de
naturaleza individual y concreta no es susceptible de ser reducido a fórmulas aplicables de
antemano y de modo siempre igual. Nadie tiene, por eso, de extraño que la teoría de la seguridad
jurídica se imponga de manera definitiva desde principios del siglo último, es decir, en la época en
que imprime su sello a la cultura occidental la burguesía capitalista industrial surgida de la
Revolución francesa”.
Hay otras muchas doctrinas que explican el deber jurídico de maneras diversas. Sin embargo, voy a
prescindir de su análisis para no alargar demasiado la exposición. Para concluir sólo voy a referirme
a la doctrina de Kelsen que es la que, a mi juicio, ofrece la explicación más satisfactoria porque
sitúa el problema en su justo lugar. Kelsen pretende explicar el deber jurídico en el contexto del
Derecho que es donde únicamente puede tener pleno sentido. La función primaria del Derecho
consiste en la imposición de obligaciones; de ahí que se pueda decir que toda norma supone siempre
un deber jurídico. Si Kelsen había definido el derecho subjetivo como un aspecto del Derecho
objetivo, respecto del deber jurídico va a hacer exactamente lo mismo. Para él, “la obligación no es
otra cosa que una norma jurídica positiva, que ordena la conducta del individuo, al enlazar con el
comportamiento contrario una sanción. Y el individuo se encuentra jurídicamente obligado a la
conducta así ordenada, aun cuando la representación de esa norma jurídica no le suscite ningún
impulso a cumplir la conducta exigida”. Se observa que la disposición psicológica del sujeto
respecto de la norma no tiene ninguna trascendencia; la obligación nace independientemente del
reconocimiento o la aceptación por parte del individuo.
Por otra parte, el deber jurídico tiene sustantividad propia y no puede ser confundido con el deber
moral: “el concepto de obligación jurídica se refiere exclusivamente a un orden jurídico positivo, y
no tiene ninguna implicación moral. Una obligación jurídica puede -pero no requiere- tener como
contenido la misma conducta que es debida según algún sistema moral, pero puede tener como
contenido la conducta opuesta, de suerte que, como se suele considerar en caso semejante, se suscita
un conflicto entre la obligación jurídica y el deber moral. Para evitar la posibilidad de semejante
conflicto se ha afirmado, inclusive, que el de obligación no es de ninguna manera un concepto
jurídico, por cuanto sólo la moral, pero no el Derecho, obliga, mientras que la función específica del
Derecho, a diferencia de la moral, radicaría en otorgar derechos. Si se reconoce, empero, que el
estar obligado a cierta conducta no significa sino que esa conducta está ordenada por una norma, y
si no se puede negar que el orden jurídico -como todo orden normativo- exige una determinada
conducta humana, entonces debe verse en la obligación una función esencial del Derecho”.
Para concluir con la doctrina de Kelsen, vamos a reproducir nuevamente sus palabras para luego
realizar un examen crítico: “si el verbo “deber” es utilizado para designar ese sentido que toda
norma tiene, no sólo el que obliga a determinada conducta, sino también el que permite
positivamente determinada conducta y el que faculta determinada conducta (recuérdese en este
sentido la ampliación del concepto de sollen que realiza Kelsen en la 2ª. edición de su Teoría pura
del Derecho de la que ya se habló en el capítulo quinto); es decir, si al afirmarse que “debe”
actuarse de determinada manera, sólo se dice que esa conducta se encuentra estatuida en una norma,
entonces es una obligación jurídica la conducta opuesta a aquella que constituía la condición del
acto coactivo; conducta ordenada en cuanto su incumplimiento es él mismo la condición de un acto
coactivo”.
A Kelsen hay que reconocerle el mérito de haber analizado el deber jurídico como una categoría
independiente. El error de la mayoría de las doctrinas que han tratado de descubrir la naturaleza del
deber jurídico se encontraría, según Kelsen, en la pretensión de hallar una explicación extrajurídica,
es decir, utilizando conceptos que no pertenecen al mundo del Derecho para explicar una categoría
jurídica y aquí es, precisamente, donde esta la contradicción. La única forma correcta de enfrentarse
al deber jurídico consiste en situarlo en el marco de la norma jurídica que es la que determina el
nacimiento del deber y le confiere una estructura peculiar. Por consiguiente, el deber jurídico no
puede confundirse con el deber moral; es más, no hay ningún tipo de conexión entre ambos deberes.
Además, los factores psicológicos de las normas jurídicas no afectan a la existencia del deber
jurídico como tal. Existe un deber jurídico porque hay una norma que lo ha establecido y que
dispone la imposición de una sanción para el caso de que el sujeto realice una conducta contraria a
la prescrita por la norma. No obstante, conviene hacer una precisión importante respecto de la
doctrina de Kelsen. El deber jurídico es siempre la expresión de una vinculación normativa que no
se refiere a los hechos; es decir, lo que la norma dispone es que “debe” imponerse una sanción
cuando tenga lugar una determinada conducta, lo cual no quiere decir que tal sanción se imponga
necesariamente en la práctica. Esta es una diferencia importante de la doctrina de Kelsen respecto
de las llamadas tesis empiristas tanto del realismo americano como del escandinavo. En estas
corrientes, el deber jurídico es explicado desde un punto de vista fáctico y únicamente significa la
predicción de lo que ocurrirá en los hechos cuando un sujeto realiza determinada conducta en virtud
de la decisión de un tribunal. Puede apreciarse que el sentido del deber jurídico es bien diferente en
una y otra doctrina.
Pero volvamos a la doctrina del Kelsen. El deber jurídico se fundamenta exclusivamente en la
norma. El único requisito para la existencia del deber es que nos encontremos con una norma válida
que pertenezca al sistema. Si esto tiene lugar puede hablarse de deber. Como es sabido, la validez de
las normas deriva siempre de otras normas superiores hasta llegar a la norma fundamental que es
una norma presupuesta. Como ya vimos en capítulos anteriores, un orden jurídico sólo es válido si
es mínimamente eficaz. Parece que en este punto es donde quiebra la doctrina kelseniana porque
para saber si un orden jurídico es válido hay que apelar a la eficacia, lo que significa que el deber
jurídico impuesto por las normas quedaría condicionado por ese grado mínimo de eficacia. Pero
parece que la eficacia sólo puede hacer referencia al reconocimiento o aceptación por parte de los
ciudadanos y, en todo caso, a la posibilidad de mantener el orden jurídico a través de la coacción
con lo cual nos situaríamos en el mundo de los hechos. Sin embargo -y como ya se indicó- este paso
del deber ser al ser es inevitable, al menos en el vértice del sistema jurídico y aceptarlo no es
contradictorio con la afirmación de que las normas y los deberes que ellas imponen valen porque
descansan en una norma superior. Sin embargo, Kelsen no llega a dar este paso y por eso su
doctrina puede ser criticada. Otro de los fallos que puede señalarse es la excesiva importancia que
concede Kelsen a la sanción dentro de la propia estructura del deber jurídico. Con ello no
pretendemos ni mucho menos eliminar el aspecto de la sanción en el Derecho, sino simplemente
otorgarle la importancia que tiene.
De cualquier modo, creo que la doctrina de Kelsen, a pesar de las críticas que se le pueden hacer, es
la que ha contribuido de un modo más decisivo a la construcción de una noción autónoma del deber
jurídico y, lo que me parece más importante, la que ha permitido de un modo definitivo la
separación del deber jurídico respecto del deber moral.
3. Noción del deber jurídico.
Puede afirmarse que en los últimos años se ha producido un cierto consenso respecto de la
necesidad de construir una noción independiente del deber jurídico como una categoría específica
del deber. Para ello se ha procurado evitar la confusión del deber jurídico respecto de otros tipos de
deberes que también vinculan y determinan la conducta de los seres humanos. A mi juicio, el
camino para conseguir esta meta sólo puede ser el del aislamiento y la separación radical aunque
esta postura no es unánimemente compartida. Por ejemplo, el profesor Rodríguez Paniagua
reprocha a Recasens el haber ido demasiado lejos en la depuración del concepto cuando dice que en
algunas expresiones utilizadas por Recasens “se percibe como un eco de los esfuerzos kelsenianos
por aislar y depurar lo jurídico de toda adherencia de cualquier otro tipo de realidad. Hasta este
punto creo que no hay por qué llevar los intentos de una elaboración independiente de una doctrina
del deber jurídico. Una cosa es la independencia, la sustantividad de un concepto, y otra distinta es
pretender aislarlo asépticamente de cualquier otro con el que pueda estar relacionado”. No obstante,
creo que es necesario aislar el deber jurídico. Se trataría de una labor previa que aparece como
inexcusable. Una vez que contemos con un concepto independiente y con sustantividad propia será
posible relacionar el deber jurídico con otros deberes pero, en ningún caso, antes. Además, la
elaboración de una noción de deber jurídico procurando que no entren elementos extraños no
implica ni mucho menos que se puedan reconocer las relaciones y mutuas vinculaciones que tienen
lugar respecto de otros tipos de deberes. En todo caso, éste es un problema distinto que debe ser
abordado con independencia.
Ahora podemos preguntarnos en qué consiste el deber jurídico. Como decíamos al principio del
capítulo el calificativo jurídico tiene una extraordinaria importancia porque delimita la propia
estructura y la esencia del deber. Significa, en primer lugar, que la explicación de la naturaleza del
deber jurídico sólo puede buscarse en el ámbito jurídico, en el mundo del Derecho. El deber jurídico
tiene su fundamento inmediato en la norma jurídica; poco importa a estos efectos cuál sea el
contenido del deber, lo verdaderamente decisivo es que una determinada norma del ordenamiento
prescribe una determinada conducta e impone una sanción en el caso de que tal conducta no se
realice. Como se ve la posibilidad de la exigencia del deber, forma parte de la propia estructura del
mismo. Como ha dicho Recasens “que alguien tiene un deber jurídico de comportarse de
determinada manera quiere decir que se halla situado en relación con la norma de tal modo que, si
no se conduce de aquella manera, podrá ser objeto de un acto de coacción impositiva de carácter
inexorable. O, lo que es lo mismo: la existencia del deber jurídico se determina porque la infracción
de la conducta en aquél señalada constituye el supuesto de una sanción jurídica (esto es, una de las
formas de la coercitividad inexorable). Donde no sea posible, a tenor de lo que se desprende de la
norma, el imponer una coacción inexorable al sujeto, es evidente que no hay un deber jurídico”.
El deber jurídico no tiene una fundamentación ética sino exclusivamente jurídica. Su existencia no
depende de la voluntad de los sujetos ni de su reconocimiento o aceptación y una prueba de ello es
que el desconocimiento del deber no afecta a la existencia del mismo. Los deberes impuestos por
una norma jurídica pueden tener un contenido similar a los impuestos por una norma moral pero su
cumplimiento es esencialmente diferente así como también lo es su modo de vinculación. Ello no
nos impide reconocer que lo ideal sería que los deberes morales y jurídicos fueran en gran medida
coincidentes. En este sentido ha dicho Rodríguez Paniagua que “desde el punto de vista del Derecho
lo que hay que desea es que esa coincidencia sea la máxima posible, ya que cuanto más repose el
cumplimiento del Derecho en la convicción, y no en la coacción, más perfecto será ese
cumplimiento; y aun cuando no siempre tenga que coincidir la convicción del deber jurídico con la
convicción del deber moral, no cabe duda que esta última, por ser íntima, personal, afectar al fondo
de la persona individual, es la que compromete de una manera más plena, y, por tanto, también la
que produce mejores y más completos resultados”.
La concepción que aquí se mantiene del deber jurídico está en consonancia y creo que es coherente
con la visión total del Derecho que venimos defendiendo. El Derecho pretende regular las
relaciones de la colectividad y para ello impone obligaciones y también confiere derechos, pero el
cumplimiento de sus prescripciones -esto es, lo que constituye el contenido del deber jurídico- no
puede quedar al arbitrio de los particulares y por eso dispone de un aparato coercitivo que le
permite imponerse frente a las voluntades rebeldes. A tenor de todo lo expuesto podría definirse el
deber jurídico del siguiente modo: la situación en que se encuentran los individuos como
consecuencia de la existencia de una norma jurídica que prescribe la realización de una conducta
determinada imponiendo una sanción cuando tiene lugar la conducta contraria.
4. La obediencia al Derecho: problemas que plantea.
Una vez que hemos establecido el concepto de deber jurídico podemos preguntarnos si hay o no una
obligación ética de obediencia al Derecho. Me gustaría que la cuestión quedase planteada en sus
justos términos evitando así todo tipo de equívocos. Ahora no vamos a hablar del deber jurídico;
éste, como ya hemos dicho, tiene una existencia objetiva de modo que desde la perspectiva del
Derecho y del Estado no se plantea ningún problema: los ciudadanos están obligados a cumplir las
normas jurídicas. La obligación jurídica nace por el mero hecho de la existencia de una norma y con
independencia de cuál sea la actitud del individuo. Por consiguiente, dentro del mundo del Derecho
no se puede encontrar una justificación para la desobediencia de las normas. Sin embargo, desde el
punto de vista de la Moral, la situación es bien distinta.
Tradicionalmente se ha venido afirmando que existe una obligación ética de obediencia al Derecho
siempre que éste reúna una serie de requisitos. En la versión iusnaturalista se exigía la adecuación
del Derecho positivo con el Derecho natural; en tal caso, surge una obligación moral de obedecer
las disposiciones jurídicas. Del mismo modo, cuando el Derecho es injusto, existirá igualmente una
obligación ética de desobediencia. Naturalmente, el principal problema consiste en determinar
cuándo un Derecho es injusto, es decir, dónde se sitúa el límite de la obediencia. Pero con
independencia de este problema sí podemos afirmar que existe un acuerdo total en la doctrina
respecto de la obligación ética de desobediencia al Derecho cuando éste es radicalmente injusto.
Cuando se produce un conflicto entre lo que ordenan las normas jurídicas y lo que prescriben las
normas morales, tal conflicto es resuelto en el sentido de dar prevalencia a las segundas. Esto
significa que es posible encontrar un fundamento ético absoluto para la desobediencia al Derecho.
Los imperativos de la conciencia son más importantes que las obligaciones que surgen de las
normas jurídicas. Como acabo de decir, esta afirmación es sostenida por todos los autores y por eso
no nos vamos a detener en su examen.
Lo que ya es más problemático es si existe una obligación ética de obediencia al Derecho o,
planteado en otros términos, si es posible encontrar un fundamento ético absoluto para la obediencia
al Derecho. La respuesta mayoritaria a esta cuestión ha sido siempre afirmativa. No obstante, vamos
a fijarnos en las opiniones discrepantes. Entre ellas destaca la del profesor González Vicén y se
encuentra expuesta en un trabajo que lleva por título “La obediencia al Derecho”. El carácter
polémico del trabajo ha dado lugar en nuestro país a varias respuestas que han tratado de refutar la
tesis principal de González Vicén, esto es, que no hay un fundamento ético absoluto para la
obediencia al Derecho. Veamos cuáles son los distintos argumentos que se utilizan.
La tesis de González Vicén podría ser resumida del siguiente modo: “mientras que no hay un
fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su
desobediencia”. Esta conclusión es una consecuencia lógica de la concepción que tiene González
Vicén de la obligación ética y del Derecho. Ni por su estructura formal ni por sus contenidos
materiales el Derecho puede fundamentar éticamente la exigencia de su cumplimiento. El esquema
de conducta exigido en la norma jurídica nos dice lo que son las consecuencias que tiene para la
persona o para el patrimonio su infracción, pero no, en un sentido ético, que debemos cumplirlo”.
Sólo hay obligación ética cuando ésta surge de la conciencia del individuo; las normas jurídicas son
heterónomas y además se presentan como un instrumento de dominación, y por eso “la obligación
ética no puede nunca basarse en la heteronomía de razones o motivos de índole práctica, sino sólo
en los imperativos de la conciencia individual”. Conviene advertir, no obstante, que González Vicén
considera que es posible que existan determinadas razones para la obediencia al Derecho; por
ejemplo, el temor a la sanción, la utilidad, razones de prudencia o incluso, por el hecho de que el
Derecho proporciona seguridad y certeza en las relaciones entre los individuos. Puede haber, por
tanto, muchas razones para la obediencia al Derecho pero, lo que nos dice González Vicén, es que
tales razones o motivos no tienen un carácter ético.
Puede apreciarse que el concepto que mantiene de obligación ética es restringido y por eso sí se
parte de esta noción es obvio que nunca puede justificarse la obediencia al Derecho desde un punto
de vista moral. Las críticas que se han formulado contra esta tesis han sido muy numerosas y aquí
no podemos reproducirlas. En un intento de síntesis podría decirse que otros autores mantienen una
concepción más amplia de lo que es la obligación moral y, en consecuencia, sostienen que del
mismo modo que hay un fundamento ético para la desobediencia al Derecho, también hay un
fundamento ético para su obediencia. Entre otras tal es la tesis sostenida por Eusebio Fernández que
hace una distinción entre dos tipos de obligación moral: “la obligación moral en su sentido estricto
o fuerte, que sería la basada en los imperativos de la conciencia individual y autónoma, y la
obligación moral en un sentido secundario o derivado, que sería la obligación moral que es fruto de
la aceptación por parte de la conciencia individual de una norma de origen heterónomo pero que
desde el momento de su aceptación se convierte en norma moral”. Esta distinción permite mantener
una visión más amplia y flexible de la obligación moral lo que posibilita la defensa de la idea de
que existe una obligación moral de obedecer al Derecho justo.
De cualquier modo, es posible que a través de este camino pueda desvirtuarse el sentido genuino y
auténtico de la obligación moral e incluso es probable que pueda llegarse a la confusión entre
Derecho y Moral. Aunque no comparto la concepción que mantiene González Vicén sobre el
Derecho sí estoy de acuerdo en la caracterización que hace de la obligación ética y, por eso, me
parece que en sentido estricto no hay una obligación moral de obediencia al Derecho. Hay, desde
luego, otra serie de motivos que pueden hacernos cumplir el Derecho; incluso si se quiere pueden
ser motivos con ciertas implicaciones morales pero, en sentido propio, y partiendo de una noción
restringida de deber moral creo que no existiría la obligación ética de obediencia al Derecho.
Naturalmente sí existe -y conviene insistir nuevamente en este punto- una obligación jurídica que
además cuenta con medios adecuados para su realización: el aparato coactivo del Estado.
Para concluir, vamos a referirnos muy brevemente a las distintas formas de desobediencia. En
primer lugar, podría hablarse de la desobediencia revolucionaria cuya pretensión fundamental es el
cambio total del sistema. Se rechaza en bloque todo el Derecho y no se acepta el sistema político.
Su característica más importante es que la modificación del sistema se realiza a través de medios
violentos, es decir, se utiliza la fuerza para derrocar el sistema establecido. En la actualidad las dos
formas típicas de desobediencia al Derecho son la objeción de conciencia, por un lado, y la llamada
desobediencia civil, por otro. Respecto a la caracterización de ambos tipos de desobediencia no
existe un total acuerdo en la doctrina, pues a veces se considera la objeción de conciencia como una
especie de desobediencia civil, mientras que otras se afirma que se trata de dos especies autónomas
e independientes de desobediencia. Vamos a señalar esquemáticamente en qué consiste cada una de
ellas y cuáles son sus diferencias.
La desobediencia civil supone la violación de una norma o de un conjunto de normas que tiene
como objeto la modificación de una determinada ley o una concreta acción de gobierno. Tendría,
por tanto, un carácter público y pacífico; su propósito es que se conozcan los motivos de la
desobediencia y servir de este modo como un medio de presión al objeto de conseguir la finalidad
pretendida. La desobediencia civil supone la aceptación del sistema (en esto se diferencia de la
desobediencia revolucionaria) de modo que lo que se pretende cambiar es sólo una determinada
norma o que el gobierno actúe en un sentido determinado. Otra de las características que suele
citarse como típica de la desobediencia civil es la aceptación de las consecuencias de la acción, esto
es, la sanción. Obviamente, la desobediencia civil supone siempre una actuación ilegal que tiene
determinadas consecuencias, las cuales son aceptadas por los desobedientes. En ocasiones, la
imposición de la sanción puede proporcionar una mayor publicidad a la acción de desobediencia y,
en este sentido, ayudar a la consecución del fin previsto. La desobediencia civil no está reconocida
como tal en ningún sistema jurídico por razones obvias. Todos los ciudadanos tienen la obligación
de cumplir las normas jurídicas y sería una contradicción aceptar que las normas de un sistema
jurídico pueden ser desobedecidas. De todos modos, lo que sí puede ocurrir, a veces, es que la
desobediencia civil sea tolerada de hecho por razones de índole política.
La objeción de conciencia también se presenta como la violación de una norma concreta porque
impone una obligación que es considerada como inmoral por el individuo. A diferencia de la
desobediencia civil, la objeción de conciencia tiene un carácter privado. El objetor no pretende que
su acción sea conocida, ni tan siquiera pretende que la norma sea modificada. Únicamente se niega
individualmente y por razones éticas a su cumplimiento aceptando una obligación alternativa.
Como puede suponerse, hay muchas clases de objeción de conciencia. En los sistemas democráticos
suelen reconocerse algunos tipos de objeción, por ejemplo, al servicio militar o a la realización de
ciertos actos médicos (la práctica del aborto). Una diferencia que suele señalarse entre la objeción y
la desobediencia civil se encuentra en los motivos. Mientras que la objeción descansa
exclusivamente en razones éticas, la desobediencia civil puede realizarse por motivos diferentes y
no solamente éticos. Cuando la objeción está reconocida en el ordenamiento jurídico se presenta
habitualmente como la excepción al cumplimiento de una norma general.
CAPÍTULO VIII.
1. La interpretación del Derecho.
Hasta ahora se ha venido contemplando el Derecho desde una perspectiva estática, esto es, como
conjunto de prescripciones de carácter general que tratan de ordenar las diversas relaciones que se
producen entre los miembros de un grupo social. Pero está claro que tales prescripciones generales
tienen que ser actualizadas para resolver los casos concretos que la vida jurídica presenta. Y para
llevar a cabo esta labor es absolutamente imprescindible comprender el significado de las normas.
Tal comprensión sólo puede tener lugar a través de la interpretación que consiste básicamente en la
atribución de sentido a las normas jurídicas. La interpretación del Derecho ha adquirido en los
últimos tiempos una importancia considerable pues todos han comenzado a darse cuenta de la
trascendencia que tiene esta actividad en las sociedades modernas. Hoy ya nadie sostiene que la
interpretación sólo afecta a un tipo de normas (las que son confusas y oscuras) sino que, por el
contrario, se afirma que todas las normas -absolutamente todas- deben ser interpretadas. Pero,
adviértase que esta afirmación no se hace sólo por el hecho de que en la actualidad las normas
jurídicas sean cada vez más complejas, sino que también se defiende la idea de que las normas
aparentemente claras y sencillas necesitan ser interpretadas. ¿Cómo se interpretan las normas? ¿qué
naturaleza tienen los actos que realiza el intérprete? ¿con qué criterios cuenta? ¿qué relación hay
entre la norma general y la sentencia judicial o la resolución administrativa? Estas son algunas de
las preguntas a las que se tratará de dar respuesta en este capítulo y en el siguiente. Pero antes de
continuar conviene hacer algunas precisiones sobre el modo en que vamos a proceder.
Suele afirmarse con bastante razón que las actividades de interpretación y aplicación del Derecho
tienen una relación tan estrecha, tan íntima, que normalmente no es concebible la una sin la otra.
Sin embargo, creo que es posible su diferenciación y, en determinadas ocasiones, puede tratarse de
actividades completamente independientes a pesar de que habitualmente la interpretación es una
operación que acompaña al proceso de aplicación del Derecho. Afirmo que pueden ser actividades
independientes porque es obvio que puede haber interpretación sin aplicación y esto sucede en
todos aquellos casos en los que el sujeto que interpreta no es un órgano encargado de aplicar el
Derecho. Pensemos, por ejemplo, en el trabajo efectuado por la ciencia jurídica. Recuérdese lo que
se dijo en el capítulo segundo en relación con las funciones de la ciencia jurídica. El jurista teórico
puede proporcionar criterios para la praxis jurídica y, en este sentido, su trabajo influye en la
actividad de los tribunales, pero en ningún caso aplica el Derecho sino que simplemente lo
interpreta.
Sin embargo, si cambiamos los términos de la proposición precedente sí puede decirse que no es
posible la aplicación del Derecho sin una previa interpretación. En mi opinión, la aplicación del
Derecho requiere necesariamente una previa interpretación porque es imprescindible captar el
sentido, comprender lo que las normas tratan de expresar. Cuando se aplica el Derecho ya no es tan
fácil diferenciar interpretaciones y aplicación porque, en cierto modo, la primera quedaría
subsumida en la segunda. Lo que sí parece claro es que la utilización del término aplicación del
Derecho supone la previa existencia de algo que hay que aplicar: las normas jurídicas y, por ello,
éstas se presentan como un prius ya dado o establecido. Lo mismo sucede cuando un actor o un
músico ejecutan una obra teatral o musical; ellos interpretan un material (la obra de teatro o la
composición musical) que les viene impuesto y que, desde luego, determina en alguna medida su
actividad. De igual modo, el jurista se encuentra con las normas jurídicas o, mejor dicho, con el
Derecho que es lo que tiene que aplicar y por ello su actividad también está determinada en alguna
medida por esta realidad que le vincula y que se viene impuesta.
Si he afirmado que la actividad del jurista está determinada sólo en alguna medida por las normas,
ello es debido a que en la operación de aplicación del Derecho inciden otros factores a la hora de
adoptar la decisión jurídica y no solamente las normas jurídicas. Más adelante, trataré de mostrar
cuál es el sentido de mi afirmación y cuáles son esos otros factores que influyen en la decisión
jurídica. Por el momento sólo me interesa que el concepto de interpretación quede suficientemente
claro. De cualquier modo, sí quiero hacer una observación que considero importante en la medida
en que va a determinar todo lo que se diga a continuación. A partir de ahora siempre que hable de
interpretación me estaré refiriendo a la que tiene lugar en el proceso de aplicación del Derecho, es
decir, a la que realizan los jueces y otros funcionarios que tienen encomendada esta misión.
Decía hace un momento que el sujeto que va a aplicar el Derecho a una situación concreta se
encuentra con algo que ya le viene dado desde fuera y en cuya producción no participa: se trata del
Derecho, del conjunto de normas generales que establece el poder legislativo y lo que se le pide
imperativamente es que aplique tales normas a los casos reales que se le presenten. Para realizar
esta operación el que va a decidir tiene que establecer el sentido o significado de la norma o normas
que aplicará, esto es, tiene que realizar una labor interpretativa. La interpretación consiste en
atribuir sentido o significación a algo, pero precisamente por eso implica necesariamente la adición
de algo nuevo a lo interpretado. El intérprete no es un mero ejecutor; al igual que el músico o el
actor crea su propia obra; no se limita, por tanto, a reproducir lo que ya está en las normas generales
sino que añade siempre algo nuevo que pertenece a su propia cosecha. Además, hay que tener en
cuenta que no se trata tan sólo de interpretar normas, sino también hechos que el juez no presenció
y que sólo conoce de una manera indirecta. Pues bien, también a los hechos hay que asignarles un
significado, un sentido. Con razón se ha dicho que “la interpretación es siempre una operación total.
No es posible llevar a cabo una tajante escisión entre los hechos y el Derecho, pues el Derecho está
predeterminado por la valoración que a los hechos se les dé y debe además adaptarse a ellos. No es
posible, por esta razón, situar la interpretación sólo en el campo de lo normativo. Mucho menos
posible es limitarla a la pura atribución de sentido respecto de una norma cuya aplicación está ya
decidida. De algún modo, las operaciones de selección de normas para operar sobre ellas, de
reconstrucción de la norma partiendo de los textos o de los hechos o signos a través de los cuales
externamente se manifiesta y de atribución de sentido o significado, son entre sí inescindibles”.
Por consiguiente, la operación de interpretación no se proyecta exclusivamente sobre las normas,
sino también sobre los hechos y de lo que se trata es de comprender globalmente estas dos
realidades. A la vista de lo expuesto, lo primero que hay que preguntarse es cuál es la naturaleza de
las operaciones que realiza el intérprete, es decir, sus actos ¿son de naturaleza cognoscitiva o
volitiva? En este punto ha habido una división profunda en la doctrina y naturalmente adoptar una u
otra posición tiene consecuencias distintas. Así, mientras que unos han considerado que la actividad
interpretativa sólo supone actos de conocimiento -ésta sería la posición de las concepciones
jurídicas clásicas-, otros piensan que fundamentalmente, se trata de actos de voluntad y no de la
razón. Tal es la tesis sostenida, por ejemplo, por Kelsen y los representantes del movimiento del
Derecho libre. En mi opinión, la actividad interpretativa es una mezcla de ambas cosas.
Evidentemente, la decisión es un acto de voluntad pero, para llegar a la misma es preciso un previo
proceso cognoscitivo. El que aplica el Derecho tiene que conocer previamente las normas y los
hechos y en función de ellos tomar la decisión. Como se acaba de indicar, optar por una u otra
postura lleva a resultados radicalmente diferentes sobre todo por lo que se refiere al papel que
desempeña el sujeto que participa en el proceso de aplicación del Derecho.
De todo lo que se ha dicho hasta ahora se infiere que la actividad interpretativa tiene una gran
importancia pues a través de ella se establece el sentido definitivo del Derecho, del conjunto de
normas que forman parte de un determinado ordenamiento jurídico. Ya hemos dicho que la
aplicación del Derecho requiere necesariamente una previa labor de interpretación. Pues bien, a
partir de ahora hay que hacer referencia a los distintos procedimientos de interpretación.
2. Criterios interpretativos.
La primera pregunta que hay que plantearse es la de cómo se interpretan las normas. Si se habla de
criterios interpretativos ello es porque la interpretación puede realizarse de diferentes maneras. No
hay, por consiguiente, un único método y desde este punto de vista la presencia de una multiplicidad
de criterios plantea problemas prácticos de considerable importancia. Sucede que ante un caso
concreto el intérprete siempre puede situarse ante una serie de opciones y según se adopte una u
otra opción la resolución del caso podrá ser diferente. Por eso, lo primero que hay que preguntarse
es si el juez, cuando resuelve un determinado caso, tiene libertad para adoptar cualquier criterio
interpretativo o si, por el contrario, está sujeto a una serie de reglas que determinan su actividad.
Antes de responder a esta pregunta vamos a analizar sucintamente los distintos criterios que existen
para la interpretación de las normas jurídicas. La doctrina alemana del siglo XIX distinguió cuatro
criterios que hoy ya podemos considerar como tradicionales o clásicos: gramatical, histórico, lógico
y semántico.
En primer lugar, el criterio gramatical que serviría para hallar el significado de las palabras. Podría
decirse que este criterio tiene un carácter preliminar en la medida en que sirve para delimitar,
aunque sea primariamente, el sentido de la interpretación. El Derecho se expresa a través del
lenguaje y por ello hay que utilizar las reglas gramaticales para ver cuál es el alcance de los
términos empleados en las normas jurídicas. No debe pensarse que esta tarea no presenta
dificultades pues la mayoría de las veces, el sentido de los términos empleados por el legislador no
tiene un carácter unívoco. Por ejemplo, hay determinados términos cuyo significado varía en
función del contexto en el que se utilicen y esto ocurre no sólo con el lenguaje vulgar sino también
con el lenguaje técnico. Naturalmente, la elección de un determinado significado tiene importantes
consecuencias a la hora de adoptar la decisión jurídica. Por otra parte, no debe olvidarse que el
lenguaje que se emplea en los textos jurídicos es siempre general y ello permite al sujeto que
interpreta, elegir entre distintas alternativas. Es lo que Hart ha llamado la textura abierta del
Derecho. Para este autor, el ámbito discrecional que deja el lenguaje puede ser muy amplio, “de
forma que aunque la decisión del juez puede no ser arbitraria o irracional, es, en realidad, una
elección”.
En segundo lugar, tenemos el criterio histórico que consiste en la investigación de aquellos datos
históricos que pueden servir para aclarar el sentido de una norma que sigue vigente, pero cuyo
origen se remonta a épocas pasadas. Analizar los precedentes normativos, las discusiones que se
produjeron en la elaboración de la norma así como los trabajos preparatorios puede ser de gran
utilidad para saber cuáles eran los objetivos que la norma pretendía cumplir.
En tercer lugar, nos encontramos con el criterio lógico que supone la aplicación de razonamientos
lógicos a la función interpretativa. Al respecto conviene señalar que en los últimos años se ha
puesto en tela de juicio la posibilidad de aplicar la lógica al mundo del Derecho, al menos entendida
en su sentido tradicional como lógica deductiva y axiomática. En contraposición, se ha afirmado la
necesidad de construir una nueva lógica específicamente jurídica cuyo método y función sería bien
distinto al de la lógica clásica. Así, frente al carácter demostrativo de la lógica clásica se señala el
carácter argumentativo de la nueva lógica jurídica. Las obras de Vieweg, Perelman o Recasens
serían una buena muestra de esta nueva tendencia. A pesar de esta disputa lo cierto es que en el
lenguaje de los juristas se sigue hablando del empleo de argumentaciones lógicas en la actividad
interpretativa. Por ejemplo, los argumentos a maiore ad minus, a minore ad maius, a pari ratione, a
contrario, etc, serían algunos casos de utilización de razonamientos lógicos.
Por último, el criterio sistemático que consiste en descubrir el sentido de la norma teniendo en
cuenta sus relaciones con las demás normas, esto es, con el todo que forma el sistema. En la
interpretación las normas no pueden considerarse de un modo aislado sino que han de tenerse en
cuenta las conexiones y vinculaciones recíprocas que entre todas ellas se producen. Difícilmente
puede comprenderse el sentido de una norma si no se sabe cuál es el lugar que ocupa dentro del
ordenamiento jurídico. La utilización de este criterio permite obtener una visión conjunta de todo el
sistema jurídico y facilita la comprensión de la multiplicidad de normas que lo componen.
A todos estos criterios hace referencia nuestro código civil en su artículo 3.1. al disponer que “las
normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los
antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas,
atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”. Aparte de estos cuatro criterios
tradicionales se habla también del llamado criterio teleológico cuya pretensión radica en captar la
finalidad de la norma. Es un criterio que se utiliza fundamentalmente para conseguir la evolución
del Derecho que tiene en cuenta las necesidades sociales y que posibilita una visión dinámica de la
realidad jurídica. Se trata, sobre todo, de alcanzar la interpretación más justa o razonable y requiere
inevitablemente la formulación de juicios de valor por parte del intérprete.
Además de todos estos criterios se ha hablado también de dos modos diferentes de interpretar las
normas jurídicas. Me refiero a las denominadas direcciones subjetiva y objetiva. Según la primera
lo decisivo es retrotraerse en el tiempo y buscar la voluntad efectiva del legislador que dictó la
norma para averiguar su sentido. Como puede observarse la utilización del término interpretación
subjetiva no se refiere a la actividad del intérprete, es decir, no se trata de que el intérprete realice su
labor de acuerdo con criterios puramente personales. Lo que hay que hallar es la voluntad del
legislador; en este tipo de interpretación la utilización del criterio histórico adquiere una relevancia
fundamental hasta el punto de que se presenta como el más decisivo y puede decirse que fue la
forma de interpretación que dominó durante buena parte del siglo XIX. En la actualidad se
reconocen las importantes limitaciones que tiene esta forma de interpretación y, en todo caso, se
presenta como un medio supletivo o secundario. Los inconvenientes que se derivan de la utilización
de este método son fundamentalmente dos: por una parte, parece que hablar de voluntad del
legislador es recurrir a una auténtica ficción. Probablemente en las épocas absolutistas podría
averiguarse la voluntad del legislador pues éste era un órgano unipersonal (el monarca) pero hoy en
día la voluntad del legislador no es uniforme sino plural y no se puede afirmar que la suma de las
voluntades psicológicas efectivas de los distintos sujetos que participan en el proceso de creación
del Derecho pueda dar como resultado una voluntad única. Por otra parte, este tipo de interpretación
imposibilita en la mayoría de los casos la evolución del Derecho; tratar de aferrarse a una voluntad
pretérita sólo puede provocar el anquilosamiento del Derecho; éste debe, en todo caso, responder a
las necesidades sentidas por el grupo social y por eso resulta imposible determinar de una vez para
siempre el sentido de una norma o de un conjunto de normas.
La concepción objetiva considera, por el contrario, que lo que hay que hallar es una voluntad
objetiva en la propia ley1. Una vez que la norma ha sido creada se separaría de su autor para
adquirir una existencia independiente. A partir de este momento se hace necesario un continuo
proceso de adecuación y adaptación de la norma a las propias exigencias del grupo social. La
interpretación objetiva representa, en este sentido, un medio efectivo para promover el desarrollo
del Derecho. Ahora bien, seguir este camino plantea algunos interrogantes, fundamentalmente el
“peligro” de sustraer al poder legislativo su función más importante. Pero hay que tener en cuenta
que este “peligro” es una consecuencia inevitable de la propia actividad interpretativa, al menos tal
y como aquí se concibe. Más adelante volveremos a insistir sobre este tema.
Por último, debemos hacer referencia a otras clases de interpretación que fueron señaladas por la
doctrina tradicional. Se trata de la interpretación auténtica, la jurisprudencial y la doctrinal. La
diferencia entre ellas se cifra exclusivamente en el sujeto o sujetos que llevan a cabo la actividad
interpretativa. La interpretación auténtica es la que realiza el legislador aunque en sentido propio
aquí sólo cabría hablar de interpretación en un sentido derivado o secundario ya que en realidad lo
que viene a hacer el legislador es dictar una nueva norma para esclarecer el sentido de una norma
anterior. La interpretación jurisprudencial es la que realizan los jueces en el proceso de aplicación
del Derecho y la doctrinal es la desarrollada por los juristas (científicos) que no aplican el Derecho.
La única diferencia entre la interpretación jurisprudencial y la doctrinal es que ésta última no
resuelve casos reales y además no está sometida a la urgencia que tienen los jueces a la hora de
adoptar la decisión jurídica.
2.1. La libertad del intérprete.
Se acaba de hacer una descripción de los distintos métodos interpretativos y lo primero que se
observa es que el intérprete debe hacer en todo caso una elección, es decir, siempre que se encuentra
ante distintas alternativas. No hace falta decir que la elección del criterio determinará en buena
medida el contenido del acto interpretativo. La tarea más urgente que se nos presenta en este
momento es la de contestar la pregunta que se formuló hace un momento, esto es, ¿el juez tiene
libertad para adoptar cualquier criterio interpretativo o su actuación se encuentra determinada por
reglas? La mayoría de los autores suelen afirmar que la actividad interpretativa debe estar sometida
a una serie de criterios que el intérprete no puede violar. Parece que son muy pocos los que
defienden la libertad absoluta del intérprete; sin embargo, creo que esta idea tiene poco que ver con

1 Algún autor como Legaz ha sostenido que hablar de “voluntad de la ley”, a diferencia de la “voluntad del legislador”
es una impropiedad. Si la ley es voluntad sólo puede ser voluntad del legislador. La ley no quiere nada, sino lo que ha
querido hacerle querer quien la estableció.
la realidad. Desde un punto de vista ideal, es posible defender esta tesis pero hay que darse cuenta
de cómo se desarrolla en la práctica la actividad de interpretación. En mi opinión, el juez goza de
una libertad total y de entre toas las interpretaciones posibles puede adoptar cualquiera de ellas. La
realidad nos muestra que unas veces se utiliza un criterio literal, otras se emplean unos u otros
razonamientos lógicos o, en fin, se utilizan varios criterios al mismo tiempo cuando ello es posible.
Creo que Kelsen ha demostrado con impecable maestría que “la interpretación de una ley no
conduce necesariamente a una decisión única, como si se tratara de la única correcta”. Según
Kelsen, “la teoría usual de la interpretación quiere hacer creer que la ley, aplicada al caso concreto
siempre podrá librar una decisión correcta, y que la corrección jurídico-positiva de esa decisión
tiene su fundamento en la ley misma”, pero “es un esfuerzo inútil pretender fundar jurídicamente
una de esas posibilidades con exclusión de las otras”. Pensemos, por ejemplo, en el recurso del
argumento a contrario y en la analogía. Se trata de dos criterios antagónicos de modo que la
utilización de uno u otro conduce a resultados totalmente diferentes y, sin embargo, no puede
decirse que el juez a la hora de decidir cuente con una regla que le diga cuál de los dos
procedimientos debe utilizar. Como dice Kelsen “así como no se puede obtener, partiendo de la
constitución, mediante interpretación, la única ley correcta, tampoco puede lograrse, a partir de la
ley, por interpretación, la única sentencia correcta. Por cierto, que se da una diferencia entre estos
dos casos, pero la diferencia es de cantidad, no de calidad, consistiendo exclusivamente en que la
limitación impuesta al legislador en lo tocante a los contenidos de la ley, es mucho menor que la
limitación impuesta al juez; el legislador es relativamente mucho más libre en el acto de creación de
Derecho que el juez; pero éste también es creador de Derecho y también es relativamente libre con
respecto de esta función”.
Ahora bien, la conclusión a la que se ha llegado no puede considerarse ni mucho menos
desalentadora; es simplemente la consecuencia necesaria e inevitable de la actividad interpretativa y
quien quiera ver en ella los peligros del más absoluto caos, en realidad, pretende ver un fantasma
que no existe. Creo sinceramente que si se hace un atento examen de la realidad, es decir, de cómo
se interpreta y se aplica el Derecho, no se puede llegar a otra conclusión. Sin embargo, debo
confesar que yo también me estoy apartando un poco de la realidad porque sólo se ha hecho
referencia a la interpretación y aplicación del Derecho proporcionando una visión demasiado
optimista de lo que el Derecho puede ofrecer.
2.2. Relación entre norma y sentencia.
En efecto, de mis palabras podría deducirse que el juez puede encontrar en las normas en la mayoría
de los casos una guía segura para alcanzar su resolución. Pero nada más lejos de la realidad. Y no
me estoy refiriendo exclusivamente a las llamadas lagunas; desde luego, no cabe duda que las
lagunas existen; negar su existencia aduciendo para ello que pueden ser colmadas por el juez en el
proceso de aplicación del Derecho no deja de ser ingenuo. Pero con independencia de las lagunas,
lo cierto es que las normas generales no pueden prever todos los hipotéticos y futuros casos que la
vida pueda plantear. La realidad social es mucho más rica de lo que cualquier legislador adelantado
pueda pensar. Esta afirmación basada en la mera observación de los hechos tiene una consecuencia
importante: la vinculación del juez a la ley ha disminuido considerablemente. Engisch lo ha dicho
acertadamente: “aunque el principio de la legalidad de la justicia y de la administración permanece
inalterable en sí, las leyes están estructuradas de tal manera en todas las ramas del Derecho, que el
juez y los funcionarios de la administración no pueden encontrar y fundamentar sus decisiones
mediante subsunción en conceptos jurídicos fijos cuyo contenido pueda ser descubierto a través de
la interpretación, sino que están llamados a formular valoraciones independientemente y de esta
manera a decidir o actuar como si fueran legisladores”.
Este fenómeno se produce porque existen diferentes formas de expresión legal que tienen como
consecuencia que quien aplica la ley adquiere mayor independencia frente a ella. Pensemos, por
ejemplo, en los llamados conceptos jurídicos indeterminados. Se puede decir que en el campo del
Derecho no hay prácticamente conceptos determinados; la gran mayoría son conceptos al menos
parcialmente indeterminados y esto significa que es el juez en el momento de la aplicación el que
tiene que determinar su sentido y para realizar esta labor no cuenta con ningún tipo de criterio que
venga proporcionado por la norma.
En un sentido parecido se ha expresado Hart, cuando habla de la textura abierta del Derecho. Para
Hart, esta textura abierta del Derecho significa que “hay áreas de conducta donde mucho debe
dejarse para que sea desarrollado por los tribunales o los funcionarios que procuran hallar un
compromiso a la luz de las circunstancias entre los intereses en conflicto, cuyo peso varía de caso a
caso”. Todo lo que se acaba de decir recogiendo las opiniones de algunos destacados autores, pone
de manifiesto que la conexión entre la norma general y la decisión judicial es más bien escasa o, por
lo menos, no es tan estrecha como se pretendía. Si esto es así -y parece que últimamente casi nadie
lo pone en duda- lo que hay que preguntarse es cuál es el papel que desempeña el juez en el proceso
de aplicación del Derecho.
2.3. Ideología e interpretación.
Conviene señalar ante todo que la interpretación no es en ningún caso una actividad neutral. De
todos modos, el término ideología que se utiliza para titular este epígrafe no se emplea en el sentido
peyorativo de imagen falsa o deformada de la realidad. Lo único que se pretende señalar es que en
la actividad interpretativa se manejan de una u otra forma elementos ideológicos que responden a
determinadas concepciones del mundo. El que interpreta las normas atribuye un determinado
sentido a lo interpretado y tal interpretación no puede presentarse como la única posible o la
absolutamente correcta. El sujeto que interpreta y aplica el Derecho al realizar su labor, no efectúa
operaciones lógicas o, al menos, no efectúa solamente operaciones lógicas. Su función es sobre todo
creadora. Parece que la doctrina moderna se mantiene unánime en este punto. Cuando el juez
realiza la labor de individualización de una norma general, crea una norma nueva que tiene unos
ingredientes diferentes a los de la norma general. Toda norma individual que resuelve una
determinada controversia contiene siempre algo más que no aparecía expresado en la norma
general; contiene especificaciones y determinaciones que no están, que no pueden estar, en una
regla general. Esto, desde luego, tiene lugar en todos los casos, es decir, aún en aquellos en los que
parece que la norma es clara y no se presentan dificultades especiales de interpretación. Pero la
mayoría de los casos sí presentan siempre aspectos en los que hay, cuando menos, cierta penumbra.
Si el Derecho tiene -como dice Hart- una textura abierta resulta evidente que es el juez el que debe
terminar de un modo definitivo con las indeterminaciones que están presentes en los textos legales.
Y la pregunta que surge inmediatamente es la de cuál es el procedimiento o los procedimientos que
se deben seguir para llevar a cabo esta actualización del Derecho. Lo primero que se nos ocurre es
que, puesto que esta labor no puede llevarse a cabo partiendo exclusivamente de las normas
generales, es necesario buscar otras vías más allá de la propia legislación. Si la pérdida de
vinculación del juez a la ley -en el sentido que anteriormente se indicó- es un hecho, es preciso
hablar de instancias extralegales que serían las que determinarían el fallo judicial en alguna medida.
Y aquí es donde realmente aparece todo el dramatismo del problema. Si el juez goza de una
amplísima libertad ¿cómo controlar su actividad para que ésta no sea arbitraria o irracional?
Adviértase que he planteado la cuestión en tono de pregunta porque lo que hay que cuestionarse
seriamente es si es posible controlar la actividad del juez
A principios de siglo adquirió muchísimo renombre el famoso juez Magnaud, cuyas sentencias
causaron un auténtico revuelo. Este juez francés se jactaba de que sus decisiones eran adoptadas
siempre al margen de la ley, guiándose exclusivamente por el sentido común. Este incumplimiento
de algunos de los dogmas considerados fundamentales produjo un gran escándalo en su tiempo
(inicios del siglo XX) y aunque no es mi intención proponer como modelo al juez Magnaud, hay
que darse cuenta de un hecho que muchas veces se pasa por alto, cuando se habla de esta figura: se
trata de que sus decisiones, a pesar de los pesares, fueron decisiones válidas que resolvieron litigios
concretos. Y esto tiene importancia a los efectos del posible control de la actividad judicial al que
acabo de referirme hace un momento.
Con demasiada frecuencia se olvida uno de los aspectos más decisivos en la tarea que tiene que
desarrollar el juez y es su propia personalidad, El juez no puede decidir nunca al margen de ésta; su
propia formación, su modo de vida y su ideología juegan un papel importante. Ross se ha referido a
este aspecto con gran acierto al afirmar que “el juez es un ser humano. Detrás de la decisión que
adopta se encuentra toda su personalidad. Aun cuando la obediencia al Derecho (la conciencia
jurídica formal) esté profundamente arraigada en el espíritu del juez como actitud moral y
profesional, ver en ella el único factor o móvil es aceptar una ficción. El juez no es un autómata que
en forma mecánica transforma reglas y hechos en decisiones. Es un ser humano que presta
cuidadosa atención a su tarea social tomando decisiones que siente como correctas, de acuerdo con
el espíritu de la tradición jurídica y cultural. Su respeto por la ley no es absoluto. La obediencia a
ésta no es su único motivo”.
Existen, pues, una serie de factores que no están contenidos en la ley y que influyen en la decisión
del juez. El juez ocupa una determinada posición social y conoce hasta cierto punto las aspiraciones
y valoraciones que están vigentes en el seno del grupo; todo este cúmulo de factores no puede dejar
de incidir en su decisión. En definitiva, el juez tiene que realizar constantemente valoraciones que
no tienen su apoyo en la ley. Ahora bien, hay que tener en cuenta un hecho importante: las
resoluciones de los jueces no pueden ser exactamente iguales. Puesto que tiene la posibilidad de
elegir entre distintas interpretaciones y como los factores que influyen en su decisión no pueden ser
sentidos del mismo modo por todos, ello genera un inevitable variabilidad en las resoluciones. La
educación del juez, su ideología y sus creencias influyen en sus decisiones. Pretender lo contrario
es, sin duda, una aspiración legítima, pero utópica por irrealizable. Pensemos, por ejemplo, en las
decisiones judiciales que son apeladas y modificadas por un tribunal superior. Estamos en presencia
de dos resoluciones fundamentadas jurídicamente y que, sin embargo, son distintas. Si existiese una
única solución tales situaciones, por otra parte, frecuentes, no podrían tener lugar. Además, aún
antes de que se produzcan las resoluciones puede saberse de antemano que tendrán un sentido
diferente dependiendo de la ideología de juez. Hace poco tiempo surgió una polémica en los
Estados Unidos respecto del nombramiento de un juez para el Tribunal Supremo. Se decía en los
periódicos que el nombramiento que se pretendía realizar habría supuesto un retroceso y una
paralización del avance jurídico porque el juez profesaba una ideología ultraconservadora. También
es bastante usual calificar a un juez como progresista o conservador y en el fondo de tales
calificativos lo que late es el convencimiento de que la participación de uno u otro en el proceso de
aplicación del Derecho llevará a soluciones diferentes. En definitiva, lo que estamos reconociendo
es el papel creador fundamental que desarrolla el juez y las múltiples posibilidades que éste tiene de
orientar su actividad en uno u otro sentido. Incluso la doctrina del llamado uso alternativo del
Derecho que ha surgido en el seno del pensamiento marxista, aun cuando sigue afirmando que el
Derecho es un instrumento de la clase dominante considera que es posible llegar a cambios
sustanciales a través de la actividad de los jueces. Por consiguiente, el Derecho tendría un grado tal
de indeterminación que es posible utilizarlo bien como instrumento represivo o bien como
instrumento transformador de la sociedad y de las relaciones que en su seno se producen.
Ya se ha dicho que aunque la vinculación del juez a la ley ha disminuido considerablemente, el
principio de la obediencia al Derecho sigue jugando un papel importante aunque, en muchos casos,
limitado por determinadas circunstancias. De cualquier modo, al juez no puede satisfacerle el hecho
de que su resolución sea acorde con la ley, sino que también debe presentarse como justa, razonable
o correcta. Es cierto que, desde un punto de vista formal, las resoluciones de los tribunales parecen
acomodarse totalmente a la legalidad e incluso el proceso de interpretación y aplicación de las
normas se presenta como una mera operación de carácter lógico-deductivo. Para ello basta observar
que las resoluciones de nuestros tribunales siguen respondiendo a este esquema: considerandos,
resultandos y fallo. Pero detrás de esta apariencia formal hay otras muchas cosas porque -como ha
dicho Ross- “el juez tiene que saber cómo justificar técnicamente mediante argumentos
interpretativos, la solución jurídica que considera justa o deseable. Pero sería un error aceptar los
argumentos técnicos como si fueran las razones verdaderas. Estas deben ser buscadas en la
conciencia jurídica del juez o en los intereses defendidos por los abogados. La función de los
métodos de interpretación es establecer límites a la libertad del juez en la administración de justicia.
Ellos determinan el área de soluciones justificables”.
Parece que todas las doctrinas modernas sobre la interpretación y aplicación del derecho dan una
primacía absoluta al hallazgo de una decisión justa, razonable o deseable, preocupando mucho
menos los aspectos formales de la misma, entre otras razones porque es muy raro que exista una
sola manera de concebir la legalidad de la solución. En este sentido, Recasens afirmaba que “lo
único que se puede formular con validez universal y necesaria es la regla siguiente. En cada caso el
juez debe interpretar la ley de aquél modo y según el método que lleve a la solución más justa entre
todas las posibles, incluso cuando el legislador impertinentemente hubiese ordenado un
determinado método de interpretación”.
2.4. El camino de la decisión: problemas que plantea.
La búsqueda de la solución más justa parece haberse convertido en el punto de partida de la
actividad judicial. Sin embargo, esta actitud que, desde luego, defiendo y me parece la única
aceptable plantea dos graves problemas que tienen importantes consecuencias: la obediencia al
Derecho y el hallazgo de la decisión justa.
En primer lugar, se plantea el problema de la obediencia al Derecho, es decir, ¿qué ocurre si la
resolución adoptada choca frontalmente con lo dispuesto por las normas jurídicas? La posibilidad
de enfrentamiento entre la legalidad y la resolución judicial es, en algunas ocasiones, más frecuente
de lo que a primera vista pudiera suponerse. Y digo esto porque lo normal es que el juez trate de
presentar su resolución como una decisión que está de acuerdo con el orden jurídico y para ello
muchas veces tiene que recurrir a las ficciones. Podrían oponerse innumerables ejemplos pero hay
uno que siempre ha llamado mi atención y que es relatado por Perelman. A principios del siglo
pasado se produjo un enfrentamiento de los jueces ingleses con la legislación vigente que establecía
la pena de muerte para todos los culpables de crimen mayor. Y entre los crímenes mayores la ley
enumeraba cualquier robo superior a 40 chelines. Y sucedió que durante años, los jueces estimaron
en 39 chelines el valor de todo robo con la obvia intención de no imponer la pena de muerte. Hasta
que un día en un proceso que tuvo lugar en 1808, se evaluó en 39 chelines el robo de 10 libras
esterlinas que eran exactamente 200 chelines. Fue en ese momento cuando la ficción estalló y la ley
tuvo que ser modificada poco después. Dice Perelman que “el que recurre a la ficción jurídica
manifiesta una revuelta contra la realidad jurídica. Es la revuelta del que cree que no tiene las
condiciones necesarias para modificarla, pero que se niega a someterse a ella, porque le obligaría a
tomar una decisión injusta, inadecuada o no razonable”.
Este ejemplo, y otros muchos ponen de manifiesto que la obediencia que debe el juez al Derecho no
puede ser absoluta, no es en la práctica absoluta. Aquí parece que también existe acuerdo entre
todos los autores que últimamente se han ocupado del tema. Por ejemplo, Perelman, Recasens,
Esser, Engisch o más recientemente Kriele con su teoría de la obtención del Derecho. Incluso el
propio Larenz para el que las directivas metódicas tienen una gran importancia reconoce que “en
caso de conflicto, constantemente posible entre la fidelidad a la ley, que le está preceptuada, y la
justicia del caso, por él buscada, el juez sólo puede en último término, fallar según su propia
conciencia”. Ha señalado Larenz que toda la metodología jurídica reciente está de acuerdo en que
las resoluciones judiciales no están completamente preprogramadas en las leyes y que, por tanto, el
juez le queda un cierto margen de libre enjuiciamiento. Sobre la amplitud de este margen es donde
las opiniones se separan; unos, como Larenz, creen que este margen puede quedar reducido por las
indicaciones metódicas en tal medida que la resolución en la mayoría de los casos puede mostrarse
correspondiente a la regulación legal. Otros, como es mi caso, opinan que el juez puede
fundamentar “metódicamente” cualquier resultado por él deseado con lo cual habría que llegar a la
conclusión de que, en la mayoría de los casos, es el juez el que determina a través de la
interpretación cuál es el contenido de la ley.
En relación con el ejemplo citado por Perelman podría decirse que en estos casos de abierto
conflicto lo ideal o lo deseable sería que, para salvaguardar el principio de la separación de poderes,
el legislativo modificase la ley. Pero ocurre que la mayoría de las veces, o bien no lo hace, o tarda
mucho tiempo. Y durante este período transitorio, los jueces deben tomar resoluciones porque la
vida social sigue su curso y no espera nunca a que el legislador cambie determinados textos legales.
Pero esto que estoy diciendo tiene una consecuencia importantísima: el principio de la separación
de poderes ha quebrado; ya no responde a la realidad. Las relaciones clásicas entre los tres poderes
se estructuran de una manera diferente y por lo que se refiere a nuestro tema, este cambio ha
supuesto un acrecentamiento de los poderes de los jueces. Aceptar la quiebra de principios como el
de la separación de poderes, la vinculación y la obediencia del juez a la ley tiene, obviamente,
consecuencias importantes. Pero todas las consideraciones anteriores tienen que llevarnos
necesariamente a esta conclusión.
El segundo problema al que me refería anteriormente consiste en determinar cómo se puede llegar a
la resolución justa o razonable. En principio, me parece que no hay una única solución justa o
razonable. Debido a los muchos factores que inciden en la resolución judicial (personalidad del
juez, ideología, creencias, etc) se puede hablar de soluciones más o menos justas, más o menos
razonables. Además, en la decisión del juez no influye sólo su personalidad y todo el material
normativo del que puede disponer. Los jueces cumplen una función social y a la hora de dictar sus
resoluciones también tienen en cuenta el medio social en que tal decisión se va a insertar. En una
palabra, el juez no cesa de realizar valoraciones. Ahora bien, tales valoraciones no responden a su
puro capricho, no suelen ser arbitrarias; por eso, podría hablarse en alguna medida de criterios
“objetivos”. No obstante, creo que el problema de hallar la única decisión justa o razonable carece
de solución definitiva. Llegar a esta conclusión no puede considerarse, en modo alguno, como un
fracaso; es, por el contrario, un auténtico triunfo porque permite situar el problema en sus justos
límites. Casi todas las doctrinas recientes llegan a una conclusión semejante porque todas ellas se
mueven en un cierto plano de indeterminación lo cual es inevitable (con la única excepción de la
obra de Dworkin según la cual es posible llegar a una solución justa). Pensemos, por ejemplo, en la
tópica de Viehweg, o la más reciente de Struck, la nueva retórica de Perelman o la teoría de la
obtención del Derecho de Kriele. En todas ellas se ofrecen ciertamente criterios para llegar a la
decisión, pero son criterios que no tienen un carácter absoluto. De cualquier modo, estas doctrinas
han servido para poner de manifiesto la amplísima libertad que tiene el juez a la hora de decidir. Es
verdad que tales doctrinas no han podido escapar a la crítica, pero ésta en general ha pretendido
invalidar sus conclusiones al afirmar que no ofrecen criterios seguros para llegar a la resolución o,
en su caso, que los criterios ofrecidos dejan la puerta abierta a la arbitrariedad. No obstante, creo
que es imposible conseguir esa seguridad, lograr esa vía directa que lleve a una decisión única.
En el fondo de toda esta discusión, siempre está presente el mismo problema. Se trata de controlar
la actividad de aquellos sujetos que van a aplicar el derecho y lo que se pretende es que sus
decisiones no sean arbitrarias o irracionales. Para ello se le ofrecen una serie de métodos
interpretativos que servirían para alcanzar la racionalidad en la decisión jurídica. Esta pretensión es
muy loable y creo que está en el ánimo de todos. Pero una cosa es la pretensión en sí y otra muy
distinta considerar que la excesiva libertad del juez conduce inexorablemente a la arbitrariedad. En
la mayoría de las obras dedicadas a este tema se afirma que el juez debe gozar de libertad, mayor o
menor según los autores, pero al final siempre puede leerse la misma advertencia: atención, es
peligroso excederse en los límites de la libertad porque se corre el riesgo de que el juez manipule el
Derecho a su antojo. En el fondo, esta advertencia supone una cierta desconfianza hacia la
judicatura; es decir, si los jueces dictan habitualmente resoluciones más o menos justas, más o
menos razonables, ello se debe al establecimiento de límites; si tales límites no existieran reinaría el
caos más absoluto. Pero me parece que llegar a esta conclusión es apartarse de la realidad y, por
ello, considero que los peligros de los que continuamente se habla son más imaginarios que reales.
De cualquier modo, la imposibilidad de llegar a una interpretación única a partir de las normas
suscita inevitablemente cierta perplejidad en los ciudadanos. Estos podrían preguntarse con razón
cómo es posible garantizar la seguridad y la certeza en las relaciones sociales si en las decisiones
jurídicas influyen factores de tan diversa naturaleza. De toda la exposición precedente puede
deducirse que la seguridad jurídica, aún reconociendo su existencia, debe ser concebida de un modo
diferente. Según la concepción tradicional, la seguridad jurídica significa entre otras cosas la
previsibilidad de las decisiones futuras; puesto que existe un sistema jurídico perfecto y acabado es
posible prever todas las soluciones futuras mediante simple deducción de disposiciones generales.
Pero en el momento presente sólo puede hablarse de una seguridad y certeza relativas. No es
posible saber de antemano qué sentido va a tener la resolución judicial; a lo único que se puede
llegar es a la formulación de juicios de probabilidad.
Pero a pesar de que ha quebrado el concepto tradicional de seguridad jurídica, ésta sigue existiendo
y es, desde luego, un valor jurídico importante. Por consiguiente, lo que hay que hacer es reformular
su sentido. En mi opinión, la seguridad jurídica se manifiesta en dos aspectos fundamentales: en
primer lugar, significa la posibilidad de acudir a un órgano jurisdiccional, a una instancia que decida
el caso planteado. Esto ya constituye una garantía para los ciudadanos porque elimina la
arbitrariedad y supone que la resolución de conflictos es decidida siempre fuera del ámbito privado.
En segundo lugar, la seguridad jurídica posibilita el establecimiento de la paz jurídica que no es otra
cosa que la certeza -aquí sí puede hablarse de certeza absoluta- de que finalmente habrá una
decisión definitiva que ya no podrá ser modificada por ninguna instancia. Esto sí proporciona
seguridad y además aparece como el requisito imprescindible para la existencia de cualquier tipo de
orden jurídico. Por consiguiente, la existencia de una jurisdicción y el establecimiento definitivo de
la paz jurídica serían las dos funciones que debe cumplir la seguridad jurídica.
Antes de concluir este capítulo parece oportuno hacer algunas consideraciones finales que sirvan
para atemperar el rigor de algunas de las afirmaciones que se han realizado. No quisiera que el
lector sacara la falsa conclusión de que la interpretación del Derecho puede llevar a la consagración
de cualquier tipo de disparate. Lo que he pretendido señalar con especial énfasis es que el intérprete
puede “jurídicamente” elegir entre distintas opciones y que tal elección es decisiva en el momento
de adoptar la resolución. Por otra parte, afirmar que la personalidad del juez desempeña un
importante papel en el proceso de interpretación del Derecho no significa que le esté permitido
cualquier tipo de comportamiento, pero no cabe duda que su tarea es esencialmente creadora en el
sentido de que finaliza la obra del legislador al actualizar el Derecho en las situaciones concretas.
La imagen del juez como la representación de una pura máquina parece que no responde a la
realidad ni en la actualidad ni en el pasado. Montesquieu se equivocaba cuando afirmó que “los
jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres
inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”. Esta descripción de
Montesquieu sirve, precisamente, para darse cuenta de lo que no son los jueces.
CAPÍTULO IX. La aplicación del Derecho.
Este tema se desarrollará muy resumidamente, pues no supone una aportación importante, más allá
de la cuestión sobre si es o no fuente de Derecho las Sentencias judiciales. En el siglo XIX y debido
fundamentalmente a las concepciones jurídicas dominantes se consideró que la aplicación del
Derecho no planteaba ningún tipo de problemas. Sin embargo, en la actualidad se ha convertido en
una de las cuestiones que mayor interés despierta entre los juristas. Conviene ante todo determinar
con exactitud en qué consiste la aplicación del Derecho. Generalmente, cuando se utiliza esta
expresión se está pensando siempre en la actividad que desarrollan determinados sujetos a los que el
Estado reconoce capacidad para establecer de un modo definitivo cuál es el sentido de las normas
jurídicas y cuáles son las consecuencias que deben producirse ante determinados comportamientos
de los ciudadanos. En una palabra, suele creerse que la aplicación del Derecho corresponde
exclusivamente a los jueces y a los funcionarios de la administración. Sin embargo, aquí sólo nos
encontramos ante una forma de aplicación del Derecho; si se quiere la más importante ya que, en
última instancia es la realizada por personas cualificadas, pero, desde luego, no es la única. En
efecto, el Derecho es aplicado habitualmente por sus destinatarios (los ciudadanos) sin que sea
precisa la intervención de los órganos del Estado. Puede decirse que la gran mayoría de los
ciudadanos suelen cumplir con carácter general las normas jurídicas. En sus relaciones cotidianas el
ciudadano respeta las prohibiciones, celebra contratos, cumple con sus obligaciones fiscales,
devuelve los créditos, etc; es decir, realiza el contenido de las normas jurídicas, aplica el Derecho.
Sólo excepcionalmente, cuando no es posible llegar a la resolución de los conflictos, se acude a la
autoridad jurisdiccional para que ésta decida la controversia o el litigio de un modo definitivo. Por
tanto, se puede hablar de dos formas de aplicación del Derecho: la que tiene lugar de un modo
directo por parte de los ciudadanos, que por ser estos iletrados en muchas cuestiones e inexpertos en
la aplicación del Derecho, no resultaría muy acertado, y la que realizan los jueces y funcionarios de
la administración, personas instruidas en los asuntos que se dirimen y expertas en la aplicación de la
norma jurídica. No obstante lo anterior, la primera es, sin ninguna duda, la más frecuente y sirve,
entre otras cosas, para apreciar el grado de eficacia de un determinado ordenamiento jurídico. La
aplicación judicial, por el contrario, tiene un carácter extraordinario ya que sólo se lleva a cabo en
contadas ocasiones (llegada la necesidad de aclarar definitivamente un conflicto mediante juicio).
Por tanto, en esta última versión de la aplicación de la ley, el juez se encuentra ante una situación
concreta, tiene que resolver un determinado caso y para ello cuenta con un conjunto de normas que
le indican, aproximadamente, qué camino debe seguir. Al mismo tiempo debe tener en cuenta los
hechos que se han producido al objeto de enjuiciarlos y extraer las posibles consecuencias jurídicas.
Normas y hechos se le presentan, pues, como los elementos que condicionan su actividad. Pero
además de estos dos elementos hay que contar también con la propia personalidad del sujeto que va
a realizar la operación de aplicación. Se ha dicho con razón que “al estudiar la aplicación judicial
del Derecho frecuentemente se considera que es un proceso en el que intervienen dos elementos:
hechos y textos jurídicos, olvidando un tercer factor que es fundamental: el actor de dicha
aplicación, es decir, el juez”. El factor humano es decisivo en el proceso de aplicación del Derecho
y tiene tanta o más importancia que los otros dos elementos ya que, en definitiva, será el juez el que
determinará el sentido de las normas y los hechos.
La primera cuestión que hay que resolver con carácter preliminar es si la labor de aplicación del
Derecho implica creación, es decir, si el juez crea o no Derecho. En este sentido, hay que hacer una
distinción entre los sistemas de common law y los sistemas de Derecho continental. En los
primeros, la labor creadora del juez no sólo no es discutida, sino que además aparece reconocida
expresamente. Por el contrario, en los sistemas de Derecho continental (como el nuestro) no se le
reconocen al juez funciones creadoras; sin embargo, ello no quiere decir que en la práctica los
jueces no cumplan esta función. Creo que en la actualidad son ya muy pocos los que niegan que la
aplicación del Derecho implica siempre y en todo caso creación. Desde la obra de Kelsen ha
quedado definitivamente claro que la sentencia es una norma individual creadora de Derecho por
más que su eficacia tenga límites bien precisos. Sobre este punto me parece que las discusiones han
concluido. En un reciente trabajo del profesor Ruiz Miguel se señala, por el contrario, que la disputa
entre aplicativitas y creativitas sigue subsistiendo, habiendo adquirido, si cabe, unos tintes más
dramáticos. En mi opinión, tal disputa ya no existe; al menos no se cuestiona que la labor del juez
es creadora. Lo que evidentemente sí sigue subsistiendo es la disputa metodológica, pero éste es un
problema que aunque tenga relación con el anterior puede ser analizado con independencia.
Por consiguiente, puede decirse que la norma individual que es consecuencia del fallo judicial no es
la simple repetición de lo contenido en la norma general sino que añade siempre algo nuevo.
Cuando tiene lugar la aplicación del Derecho estamos en presencia de una individualización; las
prescripciones o prohibiciones que aparecen formuladas de una manera general tienen que
actualizarse en el caso concreto planteado, es decir, hay que pasar de una norma general a una
norma individual y en este tránsito de lo general a lo concreto se produce una auténtica creación por
parte del juez. Reconocer y defender la función creadora del juez plantea indiscutiblemente muchos
problemas (recuérdese, en este sentido, lo que se dijo en el capítulo anterior) pero, en cualquier
caso, creo que representa una visión más acertada de la realidad jurídica, es decir, de lo que
realmente hacen los jueces en su trabajo diario.
Hasta ahora se ha venido hablando de la aplicación del Derecho dando por supuesto que el sujeto
encargado de realizar esta operación cuenta con una serie de normas que le sirven de orientación. Se
ha dicho que tales normas, al estar formuladas de una manera general, no proporcionan siempre una
respuesta segura y que el margen discrecional del que dispone el juez es muy amplio. Pero, en
cualquier caso, aunque la relación entre la norma y la sentencia no sea tan estrecha como se
pretendía, lo cierto es que las normas cumplen una función orientativa. Sin embargo, ahora nos
encontramos ante una situación completamente diferente; cuando se constata la presencia de una
laguna nos hallamos ante un caso para el que las normas jurídicas no ofrecen ninguna respuesta; es
decir, hay un vacío normativo que debe ser llenado por el juez.. Si en el proceso “normal” de
aplicación del Derecho era posible hablar de creación por parte del sujeto que lleva a cabo la
individualización de normas generales, con mucha más razón deberá afirmarse que en los supuestos
de lagunas la función del juez es esencialmente creadora.
Las consideraciones que se harán a continuación parten del convencimiento de que la existencia de
las lagunas en el Derecho es algo inevitable y, además, en determinadas ocasiones, pueden
representar un factor de progreso para el propio desarrollo jurídico. Sin embargo, es necesario
mencionar que existen doctrinas que niegan la existencia de lagunas del Derecho, si bien, no se
adentrará en su exposición por no suponer un cambio de orientación en la aplicación del Derecho
actual. Queda ahí indicada su existencia.
En relación con la noción de laguna puede decirse que existe un acuerdo bastante amplio entre los
distintos autores que se han ocupado del tema. Primariamente el término laguna se utiliza para hacer
referencia a una falta o carencia en relación con un todo. La primera idea que surge al hablar de
lagunas del Derecho es la de la ausencia de normas que regulen una determinada situación; por
tanto, la utilización del término laguna suele llevar aparejada la idea de un fallo por parte del
legislador. Este ha omitido una regulación que se presenta como necesaria para un determinado
caso, es decir, el juez no cuenta con una regla precisa y expresa para resolver una determinada
controversia. La laguna supone, sobre todo, una ausencia de regulación; no obstante, es necesario
precisar con más detalle los límites dentro de los cuales puede hablarse en sentido estricto de
laguna. Fundamentalmente, hay que referirse a los denominados conceptos jurídicos
indeterminados; aquí no hay ausencia de regulación sino que simplemente se concede un amplio
margen de libertad al sujeto encargado de llevar a cabo la actividad hermenéutica; lo que pide el
legislador es que el juez que va a aplicar una norma o un conjunto de normas especifique para un
caso concreto las determinaciones generales contenidas en una regla. Pero es obvio que aquí no nos
encontramos ante ninguna laguna porque la norma sí ofrece una respuesta, aunque a primera vista
pueda parecer poco clara. En consecuencia, sólo hablaremos de laguna allí donde no sea posible
encontrar una norma que resulte aplicable para un caso concreto.
Las consideraciones anteriores nos permiten llegar a la formulación de un concepto de las lagunas
jurídicas. La definición que propongo es la siguiente: una laguna es la ausencia de regulación por
parte del Derecho (podría decirse mejor del ordenamiento jurídico para evitar mayores
complicaciones) de una situación o caso determinado que requiere imperiosamente una respuesta
concreta que no se halla especificada o explicitada en dicho ordenamiento jurídico y que es
necesario buscar en el proceso de aplicación a través de la actividad integradora del juez.
La definición propuesta es, no obstante, muy general. Voy a tratar de analizar sus distintos
elementos al objeto de alcanzar la mayor claridad posible. En primer lugar, la ausencia de
regulación. Al utilizar esta expresión no me estoy refiriendo exclusivamente a la ley o al Derecho
legislativo, sino en general a todas las fuentes que en un determinado sistema jurídico se hallan
reconocidas como tales. Por consiguiente, se quiere decir que el ordenamiento jurídico en su
conjunto no ha previsto un determinado caso. En segundo lugar, se trata de una situación que es
“jurídicamente relevante” y que está necesitada de una respuesta concreta que no proporciona el
ordenamiento jurídico (obsérvese que no empleo el término solución que es el que ha dado lugar a
numerosos equívocos). Naturalmente, la apreciación de que una situación es “jurídicamente
relevante” entraña inevitablemente un juicio de valor por lo que la presencia de una laguna es algo
que hay que determinar caso por caso. Canaris se ha referido con acierto a este problema al afirmar
que “en cada caso la constatación de la laguna resulta de un juicio de apreciación; se trata, pues, de
un proceso teleológico y no de lógica formal”. Pero de esto no debe inferirse que cuando se afirma
la existencia de una laguna se esté adoptando una posición crítica frente al Derecho vigente, esto es,
que la constatación de la laguna presuponga un juicio negativo sobre el Derecho establecido y, por
tanto, que se postule su transformación. Por último, la situación que no encuentra respuesta en el
ordenamiento jurídico debe ser solucionada por el sujeto encargado de aplicar el Derecho, es decir,
la laguna debe ser eliminada.
Una posible clasificación de las lagunas, que no tiene la pretensión de ser exhaustiva, es la
siguiente. En primer lugar, hay que hablar de lagunas primarias y secundarias. La primarias son
aquellas que existen desde el momento en que aparece una regulación normativa, es decir, en la
previsión hecha por el legislador respecto de un determinado asunto se ha producido un olvido que
luego se constata en el proceso de aplicación del Derecho. Por tanto, se puede afirmar que en las
lagunas primarias la regulación efectuada por el legislador es defectuosa o insuficiente desde el
principio porque ha omitido la referencia a un caso o a una circunstancia que tiene relevancia
jurídica. Las lagunas secundarias son, por el contrario, aquellas que se origina con posterioridad al
nacimiento de la regulación de que se trate como consecuencia de una alteración de las
circunstancias. Habitualmente tales lagunas aparecen cuando se producen progresos técnicos ya que
éstos posibilitan la creación de nuevas situaciones o nuevas figuras que no pudieron ser previstas.
Las lagunas secundarias o sobrevenidas suelen producirse en aquellos períodos en los que tienen
lugar grandes transformaciones.
También se puede hablar de lagunas voluntarias e involuntarias. Este tipo de lagunas dependen de la
voluntad del legislador. Las lagunas involuntarias no plantean ningún tipo de problemas: se trata
simplemente de un fallo o un olvido por parte del legislador ya que omite una regulación para un
caso determinado o un grupo de casos. Por ejemplo, las lagunas secundarias son siempre
involuntarias porque sólo aparecen después de haberse establecido una determinada legislación. Las
lagunas voluntarias, por el contrario, son queridas por el legislador. En el momento de creación de
la norma, el legislador intencionadamente deja ciertos casos fuera de la regulación con el objeto de
que sean los jueces en el proceso de aplicación los que resuelvan el problema atendiendo a aquellas
valoraciones sociales que en el seno del grupo son sentidas más intensamente.
Por último, se puede distinguir entre lagunas praeter legem e intra legem (o lagunas técnicas). En
realidad se trata de las dos caras de la misma moneda. Las lagunas praeter legem aparecen cuando
nos encontramos aten normas particulares que, precisamente, por eso, no pueden contemplar todos
los casos posibles. Hay por tanto, situaciones que quedan fuera de la norma particular. Las lagunas
intra legem o lagunas técnicas tienen lugar cuando la norma está formulada de un modo más general
y aunque regule la situación no lo hace de una manera completa, es decir, existe una norma que se
refiere a una situación determinada y que pretende la consecución de un determinado fin pero en
dicha norma no se establecen los medios necesarios para llegar a tal fin. Podría decirse que la norma
es incompleta porque no establece el camino para alcanzar las consecuencias jurídicas. En este caso
se trata de completar una norma ya existente mientras que en las lagunas praeter legem es necesario
crear una norma nueva.
Creo que las otras clases de lagunas de las que se habla, por ejemplo, formales y materiales,
subjetivas y objetivas, manifiestas y ocultas, normativas y de regulación, etc, pueden ser incluidas
en la clasificación que he realizado, bien como subtipos de las clases aludidas o bien como
variaciones terminológicas que se refieren a una misma realidad.
Una vez constatada una laguna, existen diversos métodos para colmarlas. Siguiendo la clásica
distinción de Carnelutti se puede hablar de dos modos de solucionar las lagunas: la autointegración
y la heterointegración. La diferencia fundamental entre ambos métodos está en el origen de la
solución: en la auto integración la solución viene de dentro del sistema mientras que en la
heterointegración su procedencia es externa. Las consecuencias de la utilización de uno u otro
método son aparentemente contradictorias pero en la práctica no hay tantas diferencias. Carnelutti
lo señalaba acertadamente: “Así colocados sobre el terreno de la lógica, la autointegración y la
heterointegración son los dos extremos de una antítesis: la primera es una solución rígida, la
segunda una solución flexible; la primera favorece la conservación, la segunda la evolución del
Derecho; la primera somete la justicia a la certeza, la segunda hace prevalecer la justicia sobre la
certeza; la primera se resuelve mediante la formación de preceptos abstractos, la segunda mediante
la formación de preceptos concretos. Sin embargo, en la realidad, también esta distinción se acorta
bastante”. Naturalmente, recurrir a uno u otro método es algo que no se puede determinar a priori
siendo necesario hallarse frente al caso concreto para decidir qué camino se elige. El método típico
de autointegración es la analogía (tanto la analogía legis como la analogía iuris) mientras que la
equidad es el método característico de la heterointegración.
Puede decirse que la autointegración, esto es, el recurso a la analogía (analogía legis) y a los
principios generales del Derecho (analogía iuris) es mucho más frecuente que la heterointegración,
entre otras razones, porque en todos los ordenamientos subsiste la pretensión de dar respuesta a
todos los problemas jurídicos sin necesidad de acudir a instancias que se encuentren fuera del
mismo. La idea de seguridad y el control de aquellos sujetos que aplican el Derecho sigue teniendo
una fuerza de atracción considerable, lo cual no es extraño si se piensa en cuáles son los ideales que
presiden toda regulación normativa. Aunque la autointegración suponga el reconocimiento de que
hay situaciones que escapan a la previsión del legislador (esto es, que hay lagunas), queda por lo
menos el consuelo de comprobar que la solución del caso viene proporcionada por una norma del
sistema. Pensemos, por ejemplo, en la analogía (analogia legis); es cierto que el juez debe valorar y
tiene que apreciar la “identidad de razón” existente entre el supuesto regulado por la norma y el
supuesto que la norma no contempla pero, una vez establecida la identidad, se aplica a una norma
que forma parte del ordenamiento jurídico. Lo mismo podría decirse respecto a la analogia iuris o
recurso a los principios generales del Derecho. En ambos casos lo decisivo es el juicio que realiza el
juez respecto de la atribución de las consecuencias previstas por una norma a otro supuesto que no
está regulado, pero una vez establecida la semejanza es el propio sistema jurídico el que ofrece la
solución.
Por el contrario, si se recurre a la heterointegración la respuesta ya no viene dada por el
ordenamiento con lo cual el control de la decisión se hace mucho más difícil. En el pasado, uno de
los procedimientos característicos de la heterointegración fue el recurso al Derecho natural, pero en
la actualidad, ningún ordenamiento reconoce esta posibilidad de acudir al Derecho natural y hay
muchas razones para ello. El otro medio típico de heterointegración es el recurso a la equidad que
ha sido entendida de muy diversas maneras. Por ejemplo, como un criterio corrector de la
generalidad de la ley (tal es el sentido en la doctrina aristotélica) o como criterio para atenuar el
rigor de la ley o, en fin, como auténtica fuente del Derecho. En los sistemas de Derecho continental
los llamados juicios de equidad tienen un carácter excepcional y, por tanto, se trataría de un recurso
extraordinario que sólo puede utilizarse en contadas ocasiones.

Das könnte Ihnen auch gefallen