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1 Algún autor como Legaz ha sostenido que hablar de “voluntad de la ley”, a diferencia de la “voluntad del legislador”
es una impropiedad. Si la ley es voluntad sólo puede ser voluntad del legislador. La ley no quiere nada, sino lo que ha
querido hacerle querer quien la estableció.
la realidad. Desde un punto de vista ideal, es posible defender esta tesis pero hay que darse cuenta
de cómo se desarrolla en la práctica la actividad de interpretación. En mi opinión, el juez goza de
una libertad total y de entre toas las interpretaciones posibles puede adoptar cualquiera de ellas. La
realidad nos muestra que unas veces se utiliza un criterio literal, otras se emplean unos u otros
razonamientos lógicos o, en fin, se utilizan varios criterios al mismo tiempo cuando ello es posible.
Creo que Kelsen ha demostrado con impecable maestría que “la interpretación de una ley no
conduce necesariamente a una decisión única, como si se tratara de la única correcta”. Según
Kelsen, “la teoría usual de la interpretación quiere hacer creer que la ley, aplicada al caso concreto
siempre podrá librar una decisión correcta, y que la corrección jurídico-positiva de esa decisión
tiene su fundamento en la ley misma”, pero “es un esfuerzo inútil pretender fundar jurídicamente
una de esas posibilidades con exclusión de las otras”. Pensemos, por ejemplo, en el recurso del
argumento a contrario y en la analogía. Se trata de dos criterios antagónicos de modo que la
utilización de uno u otro conduce a resultados totalmente diferentes y, sin embargo, no puede
decirse que el juez a la hora de decidir cuente con una regla que le diga cuál de los dos
procedimientos debe utilizar. Como dice Kelsen “así como no se puede obtener, partiendo de la
constitución, mediante interpretación, la única ley correcta, tampoco puede lograrse, a partir de la
ley, por interpretación, la única sentencia correcta. Por cierto, que se da una diferencia entre estos
dos casos, pero la diferencia es de cantidad, no de calidad, consistiendo exclusivamente en que la
limitación impuesta al legislador en lo tocante a los contenidos de la ley, es mucho menor que la
limitación impuesta al juez; el legislador es relativamente mucho más libre en el acto de creación de
Derecho que el juez; pero éste también es creador de Derecho y también es relativamente libre con
respecto de esta función”.
Ahora bien, la conclusión a la que se ha llegado no puede considerarse ni mucho menos
desalentadora; es simplemente la consecuencia necesaria e inevitable de la actividad interpretativa y
quien quiera ver en ella los peligros del más absoluto caos, en realidad, pretende ver un fantasma
que no existe. Creo sinceramente que si se hace un atento examen de la realidad, es decir, de cómo
se interpreta y se aplica el Derecho, no se puede llegar a otra conclusión. Sin embargo, debo
confesar que yo también me estoy apartando un poco de la realidad porque sólo se ha hecho
referencia a la interpretación y aplicación del Derecho proporcionando una visión demasiado
optimista de lo que el Derecho puede ofrecer.
2.2. Relación entre norma y sentencia.
En efecto, de mis palabras podría deducirse que el juez puede encontrar en las normas en la mayoría
de los casos una guía segura para alcanzar su resolución. Pero nada más lejos de la realidad. Y no
me estoy refiriendo exclusivamente a las llamadas lagunas; desde luego, no cabe duda que las
lagunas existen; negar su existencia aduciendo para ello que pueden ser colmadas por el juez en el
proceso de aplicación del Derecho no deja de ser ingenuo. Pero con independencia de las lagunas,
lo cierto es que las normas generales no pueden prever todos los hipotéticos y futuros casos que la
vida pueda plantear. La realidad social es mucho más rica de lo que cualquier legislador adelantado
pueda pensar. Esta afirmación basada en la mera observación de los hechos tiene una consecuencia
importante: la vinculación del juez a la ley ha disminuido considerablemente. Engisch lo ha dicho
acertadamente: “aunque el principio de la legalidad de la justicia y de la administración permanece
inalterable en sí, las leyes están estructuradas de tal manera en todas las ramas del Derecho, que el
juez y los funcionarios de la administración no pueden encontrar y fundamentar sus decisiones
mediante subsunción en conceptos jurídicos fijos cuyo contenido pueda ser descubierto a través de
la interpretación, sino que están llamados a formular valoraciones independientemente y de esta
manera a decidir o actuar como si fueran legisladores”.
Este fenómeno se produce porque existen diferentes formas de expresión legal que tienen como
consecuencia que quien aplica la ley adquiere mayor independencia frente a ella. Pensemos, por
ejemplo, en los llamados conceptos jurídicos indeterminados. Se puede decir que en el campo del
Derecho no hay prácticamente conceptos determinados; la gran mayoría son conceptos al menos
parcialmente indeterminados y esto significa que es el juez en el momento de la aplicación el que
tiene que determinar su sentido y para realizar esta labor no cuenta con ningún tipo de criterio que
venga proporcionado por la norma.
En un sentido parecido se ha expresado Hart, cuando habla de la textura abierta del Derecho. Para
Hart, esta textura abierta del Derecho significa que “hay áreas de conducta donde mucho debe
dejarse para que sea desarrollado por los tribunales o los funcionarios que procuran hallar un
compromiso a la luz de las circunstancias entre los intereses en conflicto, cuyo peso varía de caso a
caso”. Todo lo que se acaba de decir recogiendo las opiniones de algunos destacados autores, pone
de manifiesto que la conexión entre la norma general y la decisión judicial es más bien escasa o, por
lo menos, no es tan estrecha como se pretendía. Si esto es así -y parece que últimamente casi nadie
lo pone en duda- lo que hay que preguntarse es cuál es el papel que desempeña el juez en el proceso
de aplicación del Derecho.
2.3. Ideología e interpretación.
Conviene señalar ante todo que la interpretación no es en ningún caso una actividad neutral. De
todos modos, el término ideología que se utiliza para titular este epígrafe no se emplea en el sentido
peyorativo de imagen falsa o deformada de la realidad. Lo único que se pretende señalar es que en
la actividad interpretativa se manejan de una u otra forma elementos ideológicos que responden a
determinadas concepciones del mundo. El que interpreta las normas atribuye un determinado
sentido a lo interpretado y tal interpretación no puede presentarse como la única posible o la
absolutamente correcta. El sujeto que interpreta y aplica el Derecho al realizar su labor, no efectúa
operaciones lógicas o, al menos, no efectúa solamente operaciones lógicas. Su función es sobre todo
creadora. Parece que la doctrina moderna se mantiene unánime en este punto. Cuando el juez
realiza la labor de individualización de una norma general, crea una norma nueva que tiene unos
ingredientes diferentes a los de la norma general. Toda norma individual que resuelve una
determinada controversia contiene siempre algo más que no aparecía expresado en la norma
general; contiene especificaciones y determinaciones que no están, que no pueden estar, en una
regla general. Esto, desde luego, tiene lugar en todos los casos, es decir, aún en aquellos en los que
parece que la norma es clara y no se presentan dificultades especiales de interpretación. Pero la
mayoría de los casos sí presentan siempre aspectos en los que hay, cuando menos, cierta penumbra.
Si el Derecho tiene -como dice Hart- una textura abierta resulta evidente que es el juez el que debe
terminar de un modo definitivo con las indeterminaciones que están presentes en los textos legales.
Y la pregunta que surge inmediatamente es la de cuál es el procedimiento o los procedimientos que
se deben seguir para llevar a cabo esta actualización del Derecho. Lo primero que se nos ocurre es
que, puesto que esta labor no puede llevarse a cabo partiendo exclusivamente de las normas
generales, es necesario buscar otras vías más allá de la propia legislación. Si la pérdida de
vinculación del juez a la ley -en el sentido que anteriormente se indicó- es un hecho, es preciso
hablar de instancias extralegales que serían las que determinarían el fallo judicial en alguna medida.
Y aquí es donde realmente aparece todo el dramatismo del problema. Si el juez goza de una
amplísima libertad ¿cómo controlar su actividad para que ésta no sea arbitraria o irracional?
Adviértase que he planteado la cuestión en tono de pregunta porque lo que hay que cuestionarse
seriamente es si es posible controlar la actividad del juez
A principios de siglo adquirió muchísimo renombre el famoso juez Magnaud, cuyas sentencias
causaron un auténtico revuelo. Este juez francés se jactaba de que sus decisiones eran adoptadas
siempre al margen de la ley, guiándose exclusivamente por el sentido común. Este incumplimiento
de algunos de los dogmas considerados fundamentales produjo un gran escándalo en su tiempo
(inicios del siglo XX) y aunque no es mi intención proponer como modelo al juez Magnaud, hay
que darse cuenta de un hecho que muchas veces se pasa por alto, cuando se habla de esta figura: se
trata de que sus decisiones, a pesar de los pesares, fueron decisiones válidas que resolvieron litigios
concretos. Y esto tiene importancia a los efectos del posible control de la actividad judicial al que
acabo de referirme hace un momento.
Con demasiada frecuencia se olvida uno de los aspectos más decisivos en la tarea que tiene que
desarrollar el juez y es su propia personalidad, El juez no puede decidir nunca al margen de ésta; su
propia formación, su modo de vida y su ideología juegan un papel importante. Ross se ha referido a
este aspecto con gran acierto al afirmar que “el juez es un ser humano. Detrás de la decisión que
adopta se encuentra toda su personalidad. Aun cuando la obediencia al Derecho (la conciencia
jurídica formal) esté profundamente arraigada en el espíritu del juez como actitud moral y
profesional, ver en ella el único factor o móvil es aceptar una ficción. El juez no es un autómata que
en forma mecánica transforma reglas y hechos en decisiones. Es un ser humano que presta
cuidadosa atención a su tarea social tomando decisiones que siente como correctas, de acuerdo con
el espíritu de la tradición jurídica y cultural. Su respeto por la ley no es absoluto. La obediencia a
ésta no es su único motivo”.
Existen, pues, una serie de factores que no están contenidos en la ley y que influyen en la decisión
del juez. El juez ocupa una determinada posición social y conoce hasta cierto punto las aspiraciones
y valoraciones que están vigentes en el seno del grupo; todo este cúmulo de factores no puede dejar
de incidir en su decisión. En definitiva, el juez tiene que realizar constantemente valoraciones que
no tienen su apoyo en la ley. Ahora bien, hay que tener en cuenta un hecho importante: las
resoluciones de los jueces no pueden ser exactamente iguales. Puesto que tiene la posibilidad de
elegir entre distintas interpretaciones y como los factores que influyen en su decisión no pueden ser
sentidos del mismo modo por todos, ello genera un inevitable variabilidad en las resoluciones. La
educación del juez, su ideología y sus creencias influyen en sus decisiones. Pretender lo contrario
es, sin duda, una aspiración legítima, pero utópica por irrealizable. Pensemos, por ejemplo, en las
decisiones judiciales que son apeladas y modificadas por un tribunal superior. Estamos en presencia
de dos resoluciones fundamentadas jurídicamente y que, sin embargo, son distintas. Si existiese una
única solución tales situaciones, por otra parte, frecuentes, no podrían tener lugar. Además, aún
antes de que se produzcan las resoluciones puede saberse de antemano que tendrán un sentido
diferente dependiendo de la ideología de juez. Hace poco tiempo surgió una polémica en los
Estados Unidos respecto del nombramiento de un juez para el Tribunal Supremo. Se decía en los
periódicos que el nombramiento que se pretendía realizar habría supuesto un retroceso y una
paralización del avance jurídico porque el juez profesaba una ideología ultraconservadora. También
es bastante usual calificar a un juez como progresista o conservador y en el fondo de tales
calificativos lo que late es el convencimiento de que la participación de uno u otro en el proceso de
aplicación del Derecho llevará a soluciones diferentes. En definitiva, lo que estamos reconociendo
es el papel creador fundamental que desarrolla el juez y las múltiples posibilidades que éste tiene de
orientar su actividad en uno u otro sentido. Incluso la doctrina del llamado uso alternativo del
Derecho que ha surgido en el seno del pensamiento marxista, aun cuando sigue afirmando que el
Derecho es un instrumento de la clase dominante considera que es posible llegar a cambios
sustanciales a través de la actividad de los jueces. Por consiguiente, el Derecho tendría un grado tal
de indeterminación que es posible utilizarlo bien como instrumento represivo o bien como
instrumento transformador de la sociedad y de las relaciones que en su seno se producen.
Ya se ha dicho que aunque la vinculación del juez a la ley ha disminuido considerablemente, el
principio de la obediencia al Derecho sigue jugando un papel importante aunque, en muchos casos,
limitado por determinadas circunstancias. De cualquier modo, al juez no puede satisfacerle el hecho
de que su resolución sea acorde con la ley, sino que también debe presentarse como justa, razonable
o correcta. Es cierto que, desde un punto de vista formal, las resoluciones de los tribunales parecen
acomodarse totalmente a la legalidad e incluso el proceso de interpretación y aplicación de las
normas se presenta como una mera operación de carácter lógico-deductivo. Para ello basta observar
que las resoluciones de nuestros tribunales siguen respondiendo a este esquema: considerandos,
resultandos y fallo. Pero detrás de esta apariencia formal hay otras muchas cosas porque -como ha
dicho Ross- “el juez tiene que saber cómo justificar técnicamente mediante argumentos
interpretativos, la solución jurídica que considera justa o deseable. Pero sería un error aceptar los
argumentos técnicos como si fueran las razones verdaderas. Estas deben ser buscadas en la
conciencia jurídica del juez o en los intereses defendidos por los abogados. La función de los
métodos de interpretación es establecer límites a la libertad del juez en la administración de justicia.
Ellos determinan el área de soluciones justificables”.
Parece que todas las doctrinas modernas sobre la interpretación y aplicación del derecho dan una
primacía absoluta al hallazgo de una decisión justa, razonable o deseable, preocupando mucho
menos los aspectos formales de la misma, entre otras razones porque es muy raro que exista una
sola manera de concebir la legalidad de la solución. En este sentido, Recasens afirmaba que “lo
único que se puede formular con validez universal y necesaria es la regla siguiente. En cada caso el
juez debe interpretar la ley de aquél modo y según el método que lleve a la solución más justa entre
todas las posibles, incluso cuando el legislador impertinentemente hubiese ordenado un
determinado método de interpretación”.
2.4. El camino de la decisión: problemas que plantea.
La búsqueda de la solución más justa parece haberse convertido en el punto de partida de la
actividad judicial. Sin embargo, esta actitud que, desde luego, defiendo y me parece la única
aceptable plantea dos graves problemas que tienen importantes consecuencias: la obediencia al
Derecho y el hallazgo de la decisión justa.
En primer lugar, se plantea el problema de la obediencia al Derecho, es decir, ¿qué ocurre si la
resolución adoptada choca frontalmente con lo dispuesto por las normas jurídicas? La posibilidad
de enfrentamiento entre la legalidad y la resolución judicial es, en algunas ocasiones, más frecuente
de lo que a primera vista pudiera suponerse. Y digo esto porque lo normal es que el juez trate de
presentar su resolución como una decisión que está de acuerdo con el orden jurídico y para ello
muchas veces tiene que recurrir a las ficciones. Podrían oponerse innumerables ejemplos pero hay
uno que siempre ha llamado mi atención y que es relatado por Perelman. A principios del siglo
pasado se produjo un enfrentamiento de los jueces ingleses con la legislación vigente que establecía
la pena de muerte para todos los culpables de crimen mayor. Y entre los crímenes mayores la ley
enumeraba cualquier robo superior a 40 chelines. Y sucedió que durante años, los jueces estimaron
en 39 chelines el valor de todo robo con la obvia intención de no imponer la pena de muerte. Hasta
que un día en un proceso que tuvo lugar en 1808, se evaluó en 39 chelines el robo de 10 libras
esterlinas que eran exactamente 200 chelines. Fue en ese momento cuando la ficción estalló y la ley
tuvo que ser modificada poco después. Dice Perelman que “el que recurre a la ficción jurídica
manifiesta una revuelta contra la realidad jurídica. Es la revuelta del que cree que no tiene las
condiciones necesarias para modificarla, pero que se niega a someterse a ella, porque le obligaría a
tomar una decisión injusta, inadecuada o no razonable”.
Este ejemplo, y otros muchos ponen de manifiesto que la obediencia que debe el juez al Derecho no
puede ser absoluta, no es en la práctica absoluta. Aquí parece que también existe acuerdo entre
todos los autores que últimamente se han ocupado del tema. Por ejemplo, Perelman, Recasens,
Esser, Engisch o más recientemente Kriele con su teoría de la obtención del Derecho. Incluso el
propio Larenz para el que las directivas metódicas tienen una gran importancia reconoce que “en
caso de conflicto, constantemente posible entre la fidelidad a la ley, que le está preceptuada, y la
justicia del caso, por él buscada, el juez sólo puede en último término, fallar según su propia
conciencia”. Ha señalado Larenz que toda la metodología jurídica reciente está de acuerdo en que
las resoluciones judiciales no están completamente preprogramadas en las leyes y que, por tanto, el
juez le queda un cierto margen de libre enjuiciamiento. Sobre la amplitud de este margen es donde
las opiniones se separan; unos, como Larenz, creen que este margen puede quedar reducido por las
indicaciones metódicas en tal medida que la resolución en la mayoría de los casos puede mostrarse
correspondiente a la regulación legal. Otros, como es mi caso, opinan que el juez puede
fundamentar “metódicamente” cualquier resultado por él deseado con lo cual habría que llegar a la
conclusión de que, en la mayoría de los casos, es el juez el que determina a través de la
interpretación cuál es el contenido de la ley.
En relación con el ejemplo citado por Perelman podría decirse que en estos casos de abierto
conflicto lo ideal o lo deseable sería que, para salvaguardar el principio de la separación de poderes,
el legislativo modificase la ley. Pero ocurre que la mayoría de las veces, o bien no lo hace, o tarda
mucho tiempo. Y durante este período transitorio, los jueces deben tomar resoluciones porque la
vida social sigue su curso y no espera nunca a que el legislador cambie determinados textos legales.
Pero esto que estoy diciendo tiene una consecuencia importantísima: el principio de la separación
de poderes ha quebrado; ya no responde a la realidad. Las relaciones clásicas entre los tres poderes
se estructuran de una manera diferente y por lo que se refiere a nuestro tema, este cambio ha
supuesto un acrecentamiento de los poderes de los jueces. Aceptar la quiebra de principios como el
de la separación de poderes, la vinculación y la obediencia del juez a la ley tiene, obviamente,
consecuencias importantes. Pero todas las consideraciones anteriores tienen que llevarnos
necesariamente a esta conclusión.
El segundo problema al que me refería anteriormente consiste en determinar cómo se puede llegar a
la resolución justa o razonable. En principio, me parece que no hay una única solución justa o
razonable. Debido a los muchos factores que inciden en la resolución judicial (personalidad del
juez, ideología, creencias, etc) se puede hablar de soluciones más o menos justas, más o menos
razonables. Además, en la decisión del juez no influye sólo su personalidad y todo el material
normativo del que puede disponer. Los jueces cumplen una función social y a la hora de dictar sus
resoluciones también tienen en cuenta el medio social en que tal decisión se va a insertar. En una
palabra, el juez no cesa de realizar valoraciones. Ahora bien, tales valoraciones no responden a su
puro capricho, no suelen ser arbitrarias; por eso, podría hablarse en alguna medida de criterios
“objetivos”. No obstante, creo que el problema de hallar la única decisión justa o razonable carece
de solución definitiva. Llegar a esta conclusión no puede considerarse, en modo alguno, como un
fracaso; es, por el contrario, un auténtico triunfo porque permite situar el problema en sus justos
límites. Casi todas las doctrinas recientes llegan a una conclusión semejante porque todas ellas se
mueven en un cierto plano de indeterminación lo cual es inevitable (con la única excepción de la
obra de Dworkin según la cual es posible llegar a una solución justa). Pensemos, por ejemplo, en la
tópica de Viehweg, o la más reciente de Struck, la nueva retórica de Perelman o la teoría de la
obtención del Derecho de Kriele. En todas ellas se ofrecen ciertamente criterios para llegar a la
decisión, pero son criterios que no tienen un carácter absoluto. De cualquier modo, estas doctrinas
han servido para poner de manifiesto la amplísima libertad que tiene el juez a la hora de decidir. Es
verdad que tales doctrinas no han podido escapar a la crítica, pero ésta en general ha pretendido
invalidar sus conclusiones al afirmar que no ofrecen criterios seguros para llegar a la resolución o,
en su caso, que los criterios ofrecidos dejan la puerta abierta a la arbitrariedad. No obstante, creo
que es imposible conseguir esa seguridad, lograr esa vía directa que lleve a una decisión única.
En el fondo de toda esta discusión, siempre está presente el mismo problema. Se trata de controlar
la actividad de aquellos sujetos que van a aplicar el derecho y lo que se pretende es que sus
decisiones no sean arbitrarias o irracionales. Para ello se le ofrecen una serie de métodos
interpretativos que servirían para alcanzar la racionalidad en la decisión jurídica. Esta pretensión es
muy loable y creo que está en el ánimo de todos. Pero una cosa es la pretensión en sí y otra muy
distinta considerar que la excesiva libertad del juez conduce inexorablemente a la arbitrariedad. En
la mayoría de las obras dedicadas a este tema se afirma que el juez debe gozar de libertad, mayor o
menor según los autores, pero al final siempre puede leerse la misma advertencia: atención, es
peligroso excederse en los límites de la libertad porque se corre el riesgo de que el juez manipule el
Derecho a su antojo. En el fondo, esta advertencia supone una cierta desconfianza hacia la
judicatura; es decir, si los jueces dictan habitualmente resoluciones más o menos justas, más o
menos razonables, ello se debe al establecimiento de límites; si tales límites no existieran reinaría el
caos más absoluto. Pero me parece que llegar a esta conclusión es apartarse de la realidad y, por
ello, considero que los peligros de los que continuamente se habla son más imaginarios que reales.
De cualquier modo, la imposibilidad de llegar a una interpretación única a partir de las normas
suscita inevitablemente cierta perplejidad en los ciudadanos. Estos podrían preguntarse con razón
cómo es posible garantizar la seguridad y la certeza en las relaciones sociales si en las decisiones
jurídicas influyen factores de tan diversa naturaleza. De toda la exposición precedente puede
deducirse que la seguridad jurídica, aún reconociendo su existencia, debe ser concebida de un modo
diferente. Según la concepción tradicional, la seguridad jurídica significa entre otras cosas la
previsibilidad de las decisiones futuras; puesto que existe un sistema jurídico perfecto y acabado es
posible prever todas las soluciones futuras mediante simple deducción de disposiciones generales.
Pero en el momento presente sólo puede hablarse de una seguridad y certeza relativas. No es
posible saber de antemano qué sentido va a tener la resolución judicial; a lo único que se puede
llegar es a la formulación de juicios de probabilidad.
Pero a pesar de que ha quebrado el concepto tradicional de seguridad jurídica, ésta sigue existiendo
y es, desde luego, un valor jurídico importante. Por consiguiente, lo que hay que hacer es reformular
su sentido. En mi opinión, la seguridad jurídica se manifiesta en dos aspectos fundamentales: en
primer lugar, significa la posibilidad de acudir a un órgano jurisdiccional, a una instancia que decida
el caso planteado. Esto ya constituye una garantía para los ciudadanos porque elimina la
arbitrariedad y supone que la resolución de conflictos es decidida siempre fuera del ámbito privado.
En segundo lugar, la seguridad jurídica posibilita el establecimiento de la paz jurídica que no es otra
cosa que la certeza -aquí sí puede hablarse de certeza absoluta- de que finalmente habrá una
decisión definitiva que ya no podrá ser modificada por ninguna instancia. Esto sí proporciona
seguridad y además aparece como el requisito imprescindible para la existencia de cualquier tipo de
orden jurídico. Por consiguiente, la existencia de una jurisdicción y el establecimiento definitivo de
la paz jurídica serían las dos funciones que debe cumplir la seguridad jurídica.
Antes de concluir este capítulo parece oportuno hacer algunas consideraciones finales que sirvan
para atemperar el rigor de algunas de las afirmaciones que se han realizado. No quisiera que el
lector sacara la falsa conclusión de que la interpretación del Derecho puede llevar a la consagración
de cualquier tipo de disparate. Lo que he pretendido señalar con especial énfasis es que el intérprete
puede “jurídicamente” elegir entre distintas opciones y que tal elección es decisiva en el momento
de adoptar la resolución. Por otra parte, afirmar que la personalidad del juez desempeña un
importante papel en el proceso de interpretación del Derecho no significa que le esté permitido
cualquier tipo de comportamiento, pero no cabe duda que su tarea es esencialmente creadora en el
sentido de que finaliza la obra del legislador al actualizar el Derecho en las situaciones concretas.
La imagen del juez como la representación de una pura máquina parece que no responde a la
realidad ni en la actualidad ni en el pasado. Montesquieu se equivocaba cuando afirmó que “los
jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres
inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”. Esta descripción de
Montesquieu sirve, precisamente, para darse cuenta de lo que no son los jueces.
CAPÍTULO IX. La aplicación del Derecho.
Este tema se desarrollará muy resumidamente, pues no supone una aportación importante, más allá
de la cuestión sobre si es o no fuente de Derecho las Sentencias judiciales. En el siglo XIX y debido
fundamentalmente a las concepciones jurídicas dominantes se consideró que la aplicación del
Derecho no planteaba ningún tipo de problemas. Sin embargo, en la actualidad se ha convertido en
una de las cuestiones que mayor interés despierta entre los juristas. Conviene ante todo determinar
con exactitud en qué consiste la aplicación del Derecho. Generalmente, cuando se utiliza esta
expresión se está pensando siempre en la actividad que desarrollan determinados sujetos a los que el
Estado reconoce capacidad para establecer de un modo definitivo cuál es el sentido de las normas
jurídicas y cuáles son las consecuencias que deben producirse ante determinados comportamientos
de los ciudadanos. En una palabra, suele creerse que la aplicación del Derecho corresponde
exclusivamente a los jueces y a los funcionarios de la administración. Sin embargo, aquí sólo nos
encontramos ante una forma de aplicación del Derecho; si se quiere la más importante ya que, en
última instancia es la realizada por personas cualificadas, pero, desde luego, no es la única. En
efecto, el Derecho es aplicado habitualmente por sus destinatarios (los ciudadanos) sin que sea
precisa la intervención de los órganos del Estado. Puede decirse que la gran mayoría de los
ciudadanos suelen cumplir con carácter general las normas jurídicas. En sus relaciones cotidianas el
ciudadano respeta las prohibiciones, celebra contratos, cumple con sus obligaciones fiscales,
devuelve los créditos, etc; es decir, realiza el contenido de las normas jurídicas, aplica el Derecho.
Sólo excepcionalmente, cuando no es posible llegar a la resolución de los conflictos, se acude a la
autoridad jurisdiccional para que ésta decida la controversia o el litigio de un modo definitivo. Por
tanto, se puede hablar de dos formas de aplicación del Derecho: la que tiene lugar de un modo
directo por parte de los ciudadanos, que por ser estos iletrados en muchas cuestiones e inexpertos en
la aplicación del Derecho, no resultaría muy acertado, y la que realizan los jueces y funcionarios de
la administración, personas instruidas en los asuntos que se dirimen y expertas en la aplicación de la
norma jurídica. No obstante lo anterior, la primera es, sin ninguna duda, la más frecuente y sirve,
entre otras cosas, para apreciar el grado de eficacia de un determinado ordenamiento jurídico. La
aplicación judicial, por el contrario, tiene un carácter extraordinario ya que sólo se lleva a cabo en
contadas ocasiones (llegada la necesidad de aclarar definitivamente un conflicto mediante juicio).
Por tanto, en esta última versión de la aplicación de la ley, el juez se encuentra ante una situación
concreta, tiene que resolver un determinado caso y para ello cuenta con un conjunto de normas que
le indican, aproximadamente, qué camino debe seguir. Al mismo tiempo debe tener en cuenta los
hechos que se han producido al objeto de enjuiciarlos y extraer las posibles consecuencias jurídicas.
Normas y hechos se le presentan, pues, como los elementos que condicionan su actividad. Pero
además de estos dos elementos hay que contar también con la propia personalidad del sujeto que va
a realizar la operación de aplicación. Se ha dicho con razón que “al estudiar la aplicación judicial
del Derecho frecuentemente se considera que es un proceso en el que intervienen dos elementos:
hechos y textos jurídicos, olvidando un tercer factor que es fundamental: el actor de dicha
aplicación, es decir, el juez”. El factor humano es decisivo en el proceso de aplicación del Derecho
y tiene tanta o más importancia que los otros dos elementos ya que, en definitiva, será el juez el que
determinará el sentido de las normas y los hechos.
La primera cuestión que hay que resolver con carácter preliminar es si la labor de aplicación del
Derecho implica creación, es decir, si el juez crea o no Derecho. En este sentido, hay que hacer una
distinción entre los sistemas de common law y los sistemas de Derecho continental. En los
primeros, la labor creadora del juez no sólo no es discutida, sino que además aparece reconocida
expresamente. Por el contrario, en los sistemas de Derecho continental (como el nuestro) no se le
reconocen al juez funciones creadoras; sin embargo, ello no quiere decir que en la práctica los
jueces no cumplan esta función. Creo que en la actualidad son ya muy pocos los que niegan que la
aplicación del Derecho implica siempre y en todo caso creación. Desde la obra de Kelsen ha
quedado definitivamente claro que la sentencia es una norma individual creadora de Derecho por
más que su eficacia tenga límites bien precisos. Sobre este punto me parece que las discusiones han
concluido. En un reciente trabajo del profesor Ruiz Miguel se señala, por el contrario, que la disputa
entre aplicativitas y creativitas sigue subsistiendo, habiendo adquirido, si cabe, unos tintes más
dramáticos. En mi opinión, tal disputa ya no existe; al menos no se cuestiona que la labor del juez
es creadora. Lo que evidentemente sí sigue subsistiendo es la disputa metodológica, pero éste es un
problema que aunque tenga relación con el anterior puede ser analizado con independencia.
Por consiguiente, puede decirse que la norma individual que es consecuencia del fallo judicial no es
la simple repetición de lo contenido en la norma general sino que añade siempre algo nuevo.
Cuando tiene lugar la aplicación del Derecho estamos en presencia de una individualización; las
prescripciones o prohibiciones que aparecen formuladas de una manera general tienen que
actualizarse en el caso concreto planteado, es decir, hay que pasar de una norma general a una
norma individual y en este tránsito de lo general a lo concreto se produce una auténtica creación por
parte del juez. Reconocer y defender la función creadora del juez plantea indiscutiblemente muchos
problemas (recuérdese, en este sentido, lo que se dijo en el capítulo anterior) pero, en cualquier
caso, creo que representa una visión más acertada de la realidad jurídica, es decir, de lo que
realmente hacen los jueces en su trabajo diario.
Hasta ahora se ha venido hablando de la aplicación del Derecho dando por supuesto que el sujeto
encargado de realizar esta operación cuenta con una serie de normas que le sirven de orientación. Se
ha dicho que tales normas, al estar formuladas de una manera general, no proporcionan siempre una
respuesta segura y que el margen discrecional del que dispone el juez es muy amplio. Pero, en
cualquier caso, aunque la relación entre la norma y la sentencia no sea tan estrecha como se
pretendía, lo cierto es que las normas cumplen una función orientativa. Sin embargo, ahora nos
encontramos ante una situación completamente diferente; cuando se constata la presencia de una
laguna nos hallamos ante un caso para el que las normas jurídicas no ofrecen ninguna respuesta; es
decir, hay un vacío normativo que debe ser llenado por el juez.. Si en el proceso “normal” de
aplicación del Derecho era posible hablar de creación por parte del sujeto que lleva a cabo la
individualización de normas generales, con mucha más razón deberá afirmarse que en los supuestos
de lagunas la función del juez es esencialmente creadora.
Las consideraciones que se harán a continuación parten del convencimiento de que la existencia de
las lagunas en el Derecho es algo inevitable y, además, en determinadas ocasiones, pueden
representar un factor de progreso para el propio desarrollo jurídico. Sin embargo, es necesario
mencionar que existen doctrinas que niegan la existencia de lagunas del Derecho, si bien, no se
adentrará en su exposición por no suponer un cambio de orientación en la aplicación del Derecho
actual. Queda ahí indicada su existencia.
En relación con la noción de laguna puede decirse que existe un acuerdo bastante amplio entre los
distintos autores que se han ocupado del tema. Primariamente el término laguna se utiliza para hacer
referencia a una falta o carencia en relación con un todo. La primera idea que surge al hablar de
lagunas del Derecho es la de la ausencia de normas que regulen una determinada situación; por
tanto, la utilización del término laguna suele llevar aparejada la idea de un fallo por parte del
legislador. Este ha omitido una regulación que se presenta como necesaria para un determinado
caso, es decir, el juez no cuenta con una regla precisa y expresa para resolver una determinada
controversia. La laguna supone, sobre todo, una ausencia de regulación; no obstante, es necesario
precisar con más detalle los límites dentro de los cuales puede hablarse en sentido estricto de
laguna. Fundamentalmente, hay que referirse a los denominados conceptos jurídicos
indeterminados; aquí no hay ausencia de regulación sino que simplemente se concede un amplio
margen de libertad al sujeto encargado de llevar a cabo la actividad hermenéutica; lo que pide el
legislador es que el juez que va a aplicar una norma o un conjunto de normas especifique para un
caso concreto las determinaciones generales contenidas en una regla. Pero es obvio que aquí no nos
encontramos ante ninguna laguna porque la norma sí ofrece una respuesta, aunque a primera vista
pueda parecer poco clara. En consecuencia, sólo hablaremos de laguna allí donde no sea posible
encontrar una norma que resulte aplicable para un caso concreto.
Las consideraciones anteriores nos permiten llegar a la formulación de un concepto de las lagunas
jurídicas. La definición que propongo es la siguiente: una laguna es la ausencia de regulación por
parte del Derecho (podría decirse mejor del ordenamiento jurídico para evitar mayores
complicaciones) de una situación o caso determinado que requiere imperiosamente una respuesta
concreta que no se halla especificada o explicitada en dicho ordenamiento jurídico y que es
necesario buscar en el proceso de aplicación a través de la actividad integradora del juez.
La definición propuesta es, no obstante, muy general. Voy a tratar de analizar sus distintos
elementos al objeto de alcanzar la mayor claridad posible. En primer lugar, la ausencia de
regulación. Al utilizar esta expresión no me estoy refiriendo exclusivamente a la ley o al Derecho
legislativo, sino en general a todas las fuentes que en un determinado sistema jurídico se hallan
reconocidas como tales. Por consiguiente, se quiere decir que el ordenamiento jurídico en su
conjunto no ha previsto un determinado caso. En segundo lugar, se trata de una situación que es
“jurídicamente relevante” y que está necesitada de una respuesta concreta que no proporciona el
ordenamiento jurídico (obsérvese que no empleo el término solución que es el que ha dado lugar a
numerosos equívocos). Naturalmente, la apreciación de que una situación es “jurídicamente
relevante” entraña inevitablemente un juicio de valor por lo que la presencia de una laguna es algo
que hay que determinar caso por caso. Canaris se ha referido con acierto a este problema al afirmar
que “en cada caso la constatación de la laguna resulta de un juicio de apreciación; se trata, pues, de
un proceso teleológico y no de lógica formal”. Pero de esto no debe inferirse que cuando se afirma
la existencia de una laguna se esté adoptando una posición crítica frente al Derecho vigente, esto es,
que la constatación de la laguna presuponga un juicio negativo sobre el Derecho establecido y, por
tanto, que se postule su transformación. Por último, la situación que no encuentra respuesta en el
ordenamiento jurídico debe ser solucionada por el sujeto encargado de aplicar el Derecho, es decir,
la laguna debe ser eliminada.
Una posible clasificación de las lagunas, que no tiene la pretensión de ser exhaustiva, es la
siguiente. En primer lugar, hay que hablar de lagunas primarias y secundarias. La primarias son
aquellas que existen desde el momento en que aparece una regulación normativa, es decir, en la
previsión hecha por el legislador respecto de un determinado asunto se ha producido un olvido que
luego se constata en el proceso de aplicación del Derecho. Por tanto, se puede afirmar que en las
lagunas primarias la regulación efectuada por el legislador es defectuosa o insuficiente desde el
principio porque ha omitido la referencia a un caso o a una circunstancia que tiene relevancia
jurídica. Las lagunas secundarias son, por el contrario, aquellas que se origina con posterioridad al
nacimiento de la regulación de que se trate como consecuencia de una alteración de las
circunstancias. Habitualmente tales lagunas aparecen cuando se producen progresos técnicos ya que
éstos posibilitan la creación de nuevas situaciones o nuevas figuras que no pudieron ser previstas.
Las lagunas secundarias o sobrevenidas suelen producirse en aquellos períodos en los que tienen
lugar grandes transformaciones.
También se puede hablar de lagunas voluntarias e involuntarias. Este tipo de lagunas dependen de la
voluntad del legislador. Las lagunas involuntarias no plantean ningún tipo de problemas: se trata
simplemente de un fallo o un olvido por parte del legislador ya que omite una regulación para un
caso determinado o un grupo de casos. Por ejemplo, las lagunas secundarias son siempre
involuntarias porque sólo aparecen después de haberse establecido una determinada legislación. Las
lagunas voluntarias, por el contrario, son queridas por el legislador. En el momento de creación de
la norma, el legislador intencionadamente deja ciertos casos fuera de la regulación con el objeto de
que sean los jueces en el proceso de aplicación los que resuelvan el problema atendiendo a aquellas
valoraciones sociales que en el seno del grupo son sentidas más intensamente.
Por último, se puede distinguir entre lagunas praeter legem e intra legem (o lagunas técnicas). En
realidad se trata de las dos caras de la misma moneda. Las lagunas praeter legem aparecen cuando
nos encontramos aten normas particulares que, precisamente, por eso, no pueden contemplar todos
los casos posibles. Hay por tanto, situaciones que quedan fuera de la norma particular. Las lagunas
intra legem o lagunas técnicas tienen lugar cuando la norma está formulada de un modo más general
y aunque regule la situación no lo hace de una manera completa, es decir, existe una norma que se
refiere a una situación determinada y que pretende la consecución de un determinado fin pero en
dicha norma no se establecen los medios necesarios para llegar a tal fin. Podría decirse que la norma
es incompleta porque no establece el camino para alcanzar las consecuencias jurídicas. En este caso
se trata de completar una norma ya existente mientras que en las lagunas praeter legem es necesario
crear una norma nueva.
Creo que las otras clases de lagunas de las que se habla, por ejemplo, formales y materiales,
subjetivas y objetivas, manifiestas y ocultas, normativas y de regulación, etc, pueden ser incluidas
en la clasificación que he realizado, bien como subtipos de las clases aludidas o bien como
variaciones terminológicas que se refieren a una misma realidad.
Una vez constatada una laguna, existen diversos métodos para colmarlas. Siguiendo la clásica
distinción de Carnelutti se puede hablar de dos modos de solucionar las lagunas: la autointegración
y la heterointegración. La diferencia fundamental entre ambos métodos está en el origen de la
solución: en la auto integración la solución viene de dentro del sistema mientras que en la
heterointegración su procedencia es externa. Las consecuencias de la utilización de uno u otro
método son aparentemente contradictorias pero en la práctica no hay tantas diferencias. Carnelutti
lo señalaba acertadamente: “Así colocados sobre el terreno de la lógica, la autointegración y la
heterointegración son los dos extremos de una antítesis: la primera es una solución rígida, la
segunda una solución flexible; la primera favorece la conservación, la segunda la evolución del
Derecho; la primera somete la justicia a la certeza, la segunda hace prevalecer la justicia sobre la
certeza; la primera se resuelve mediante la formación de preceptos abstractos, la segunda mediante
la formación de preceptos concretos. Sin embargo, en la realidad, también esta distinción se acorta
bastante”. Naturalmente, recurrir a uno u otro método es algo que no se puede determinar a priori
siendo necesario hallarse frente al caso concreto para decidir qué camino se elige. El método típico
de autointegración es la analogía (tanto la analogía legis como la analogía iuris) mientras que la
equidad es el método característico de la heterointegración.
Puede decirse que la autointegración, esto es, el recurso a la analogía (analogía legis) y a los
principios generales del Derecho (analogía iuris) es mucho más frecuente que la heterointegración,
entre otras razones, porque en todos los ordenamientos subsiste la pretensión de dar respuesta a
todos los problemas jurídicos sin necesidad de acudir a instancias que se encuentren fuera del
mismo. La idea de seguridad y el control de aquellos sujetos que aplican el Derecho sigue teniendo
una fuerza de atracción considerable, lo cual no es extraño si se piensa en cuáles son los ideales que
presiden toda regulación normativa. Aunque la autointegración suponga el reconocimiento de que
hay situaciones que escapan a la previsión del legislador (esto es, que hay lagunas), queda por lo
menos el consuelo de comprobar que la solución del caso viene proporcionada por una norma del
sistema. Pensemos, por ejemplo, en la analogía (analogia legis); es cierto que el juez debe valorar y
tiene que apreciar la “identidad de razón” existente entre el supuesto regulado por la norma y el
supuesto que la norma no contempla pero, una vez establecida la identidad, se aplica a una norma
que forma parte del ordenamiento jurídico. Lo mismo podría decirse respecto a la analogia iuris o
recurso a los principios generales del Derecho. En ambos casos lo decisivo es el juicio que realiza el
juez respecto de la atribución de las consecuencias previstas por una norma a otro supuesto que no
está regulado, pero una vez establecida la semejanza es el propio sistema jurídico el que ofrece la
solución.
Por el contrario, si se recurre a la heterointegración la respuesta ya no viene dada por el
ordenamiento con lo cual el control de la decisión se hace mucho más difícil. En el pasado, uno de
los procedimientos característicos de la heterointegración fue el recurso al Derecho natural, pero en
la actualidad, ningún ordenamiento reconoce esta posibilidad de acudir al Derecho natural y hay
muchas razones para ello. El otro medio típico de heterointegración es el recurso a la equidad que
ha sido entendida de muy diversas maneras. Por ejemplo, como un criterio corrector de la
generalidad de la ley (tal es el sentido en la doctrina aristotélica) o como criterio para atenuar el
rigor de la ley o, en fin, como auténtica fuente del Derecho. En los sistemas de Derecho continental
los llamados juicios de equidad tienen un carácter excepcional y, por tanto, se trataría de un recurso
extraordinario que sólo puede utilizarse en contadas ocasiones.