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Agradecemos su valioso apoyo a Acción Cultural Española AC/E, Dirección de Asuntos Culturales
de la Cancillería Argentina, Editorial Atrasalante, Institut Ramon Llull, Ministerio de las Culturas,
las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile y Plan Nacional del Libro y la Lectura del Ministerio
de Cultura y Patrimonio del Ecuador
Laura Niembro
Directora de Contenidos
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 5
Elvira
Aguilar ©Alfredo Rodríguez
MÉXICO
Soy la décima de once hijos de los mismos padres. Y también la décima de los quince
hijos de mi padre. A punto de darme a luz, a mi madre le informaron que el parto sería
difícil. Mi padre prometió que si el alumbramiento se daba bien, fuera hombre o mujer,
me llamaría Guadalupe. Mi mamá, por su parte, le ofreció a San Martín de Porres, que
si le permitía salir con vida y cargar en brazos a un hijo sano, este llevaría su nombre
independientemente del sexo.
Un 25 de enero nací. No lloré pronto, me puse morada, fuera de eso, todo bien. Mis
padres cumplirían su promesa: me llamarían Guadalupe San Martín, pero mi madre
miró el calendario; el 25 de enero era día de Santa Elvira. Pensó que la santa se pondría
triste si yo no llevaba su nombre, por eso me llamo: Elvira Guadalupe San Martín.
Aprendí a leer y a escribir hasta los siete años y medio, pero antes, armaba cuentos
con figuritas de revistas. Luego escribí una canción para mi madre, y pequeños cuentos
que sucedían en el agua: la bahía, el río, el mar. A la hora de la siesta de mis padres, mis
hermanos y yo leíamos poesía. Mi libro preferido era el Romancero gitano, de García
Lorca.
Mi primer cuento “formal”, lo escribí a los doce años: mi propia versión de la vida
de Marilyn Monroe, y con él descubrí el poder de la ficción: el único poder que me atrae.
6 FIL GUADALAJARA
Pensar en el cuento
1. Antes de escribir un cuento me pasa por la cabeza la película completa. Una
vez que comienzo a escribir, la película cambia de escenarios, se adhieren
personajes, y la banda sonora aparece y me seduce.
3. Los mejores cuentos son los que voy contándome mientras troto sobre la bahía
de Chetumal o sobre las márgenes del río Hondo; luego los olvido.
5. Siempre llevo conmigo una libreta y apunto ideas, escenas, frases, nombres
de futuros personajes, conversaciones escuchadas sin querer, mas no puedo
escribir a mano un cuento completo… Lo hice en mis años de juventud.
7. Una vez, hace muchos años, escuché en una película que para escribir se
necesitan recuerdos, y si no se tienen, se inventan. A veces cierro los ojos e
invento, luego los abro y escribo la realidad de la ficción.
8. Para escribir bien se necesita escribir mucho, leer, viajar, platicar, ser curioso,
irreverente, disfrutar la música, la pintura y todas las artes.
9. Confío en otros ojos. Entiendo que los míos pueden ver hermoso cada texto
salido de mi imaginación, por eso someto mi trabajo al escrutinio ajeno,
experimentado y bien intencionado de gente que sabe del oficio.
10. Me cuesta mucho elaborar las dos frases finales de un cuento, de manera que
invierto en ello mucha energía y tiempo. Esas frases deben dejarme con una
carga emocional muy fuerte para que me sienta satisfecha.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 7
“Romeo, mi amorcito”
Doña Julieta derramó lágrimas de sangre el día que entregó a Romeo en la
explanada de la Bandera. La ciudad de Chetumal lo despidió como si se tratara
de un héroe local. La banda de música, en traje de gala, le tocó Las Golondrinas;
las águilas doradas que custodian el reloj del parque, emprendieron el vuelo; los
niños hicieron sonar sus matracas mientras dos helicópteros sobrevolaban el lugar
y aventaban papel de colores picado. Todos lloramos.
Tenía yo seis años. Mi madre tomó un auto que había en la casa y nos llevó a la
Laguna Encantada; allá se conocieron.
¡Pobres animales, ustedes, que atentan contra esta criaturita!, gritó indignada,
y cuando se indignaba, sus ojos se convertían en un par de lanzapuñales.
Cuando llegamos a casa le contamos a papá lo ocurrido y dijo que ella estaba
loca, muy loca, pero que en fin, si quería terminar de romper el carrito, muy su
gusto, que si no lo había vendido, era porque de tan viejo, nadie se interesaba en él.
Respecto a Romeo, mencionó que si no le bastaba a mamá con sus hijos, “bien”
hacía en traer otra bocota más que alimentar, que la bestia estaba bien para un par
de zapatos y dos cinturones, y que si a ella le había gustado mucho, sería bueno que
le pusiera Romeo, que porque hacían “pareja”.
8 FIL GUADALAJARA
Papá quería a mi madre, pero los años, la cotidianidad y la falta de privacía
tornaban difícil la convivencia. Llevaban una relación basada en gritos y desaires,
recuerdo que por largas temporadas dejaban de dirigirse la palabra.
Cuando se aplicaban la ley del hielo, a nosotros nos tocaba hacerla de pelotitas
de ping pong: dice mi papá que aquí tienes tu gasto. Dile a tu papá que es poco. Dice
él que no tiene más. Dile que cómo tuvo para comprarse una guayabera de seda.
Te manda a decir papá que si quieres más dinero que vendas a tu “hijito preferido
y boca chica”.
Me gustaba traer amigos para que lo vieran. Un día la maestra se animó y trajo
a todo el grupo. Después, todos los alumnos de mi escuela desfilaron por la pileta
de Romeo. Él, como siempre, muy seriecito. Yo estaba orgulloso del cocodrilo.
Me volví popular, importante. En pago al saurio, me dediqué a cazar ratones para
darle de comer. Lo alimenté varios días hasta que mi madre se dio cuenta y gritó
asqueada: “¡No. No. No! Romeo, mi amorcito, no puede comer ratones. ¡¿Cómo
ratones?! ¡¿Cómo carajos ratones?! Desde hoy comerá sólo frutas y verduras”.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 9
La madre de mi madre se instaló en la casa. La demanda de divorcio seguía su
curso. Mi padre alegaba que su esposa no cumplía con sus obligaciones de mujer y
que descuidaba a sus hijos por ocuparse de un animal.
10 FIL GUADALAJARA
También sembramos un naranjo en miniatura que daba frutitos sin semilla de
sabor agridulce, muy ricos; esos eran enviados a la casa-hogar de niños huérfanos.
Papá se resignó a lo que llamaba “su mala suerte”, se olvidó del divorcio y
volvió a casa. La abuela abordó su camión rumbo a Mérida, y apenas puso un pie
en su tierra vendió la historia de Romeo al Diario de Yucatán.
El mismo día que mamá salió bajo libre bajo fianza, se organizó el adiós en la
explanada de la Bandera.
En mi afán por impedir que se llevaran al cocodrilo, corrí a casa, tomé las tijeras
y me corté el cabello, después me rasuré la cabeza con la máquina de mi padre, y se
lo ofrecí a San Martín de Porres, protector de los animales, pero fue en vano.
Cuando doña Julieta regresó y miró lo que yo había hecho, preguntó por qué.
Se lo dije y se conmovió: “Ay, mi amorcito, pero, ¿cómo lo hiciste? ¿Qué lindo! Ven,
ven con mamá. Te voy a poner semillitas de tomate, dicen que son muy buenas,
hacen crecer el cabello prontito”. No, muchas gracias, grité, me puse una gorra, salí
corriendo y desaparecí, como hasta la fecha.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 11
Rosina
Conde ©Juan José Díaz Infante
MÉXICO
Nací en Mexicali en 1954, y no vi llover sino hasta los cinco años. Empecé a leer y
escribir desde muy niña, no porque pensara que fuera escritora —ni si quiera sabía
que existieran—, sino porque me encerraba en mí misma para olvidarme de mis
hermanos: me escondía en el clóset de mi recámara, donde me ponía a escribir o leer
libros que tomaba a escondidas del librero de mi madre. Este juego se volvió luego
un hábito que cultivé en la secundaria y la preparatoria, y, cuando estudié letras,
entendí que podía dedicarme a la escritura como oficio, no solo como escritora, sino
como editora y docente.
12 FIL GUADALAJARA
Credo cuentístico
1. Cuida la economía del lenguaje. A diferencia de la novela, cuya economía es
de prosperidad y abundancia, la del cuento es de ahorro y moderación.
3. Ve directo al grano; evita las perífrasis y redundancias para que tus personajes
tengan más campo de acción.
5. Evita los diálogos intrascendentes para que, cuando hablen tus personajes, lo
hagan para agregar información y no para decir lo que a nadie le importa.
10. Respeta a los lectores, pues son seres inteligentes y exigentes, que se dan
cuenta cuando los menosprecias.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 13
“Arroz y cadenas”
Dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho, dos
puntos al revés, una basta. ¿Cuántos aumentos tendrías que hacer en la siguiente
vuelta? ¿De qué tamaño será un bebé recién nacido...?, dos puntos al revés, una
basta. ¿A quién preguntarle sobre la medida correcta para hacer una chambrita?
Todo lo estás haciendo al tanteo, así como lo has hecho todo a lo largo de tu
vida sin entender nunca nada, siempre tanteando las miradas; los pasos por las
alambradas de los ranchos y los ejidos; las pláticas de tu padre con los hombres del
pueblo, y los comentarios de tu madre con sus amigas. Y ahora te has hartado. A tu
madre no puedes preguntarle nada, y menos ahora que está tan enojada contigo.
Igual había sucedido aquella tarde después de que empezaras a sangrar, cuando
bajaste del cerro: estaba tan enojada de que te hubieras escondido a tu regreso
de la escuela, que ya no pudiste preguntarle, ni pudiste decirle que estabas llena
de vergüenza y de pánico por haber sangrado en el salón de clases, en el camión y
en el cerro, escondida, con las piernas chorreadas y pegajosas por esa sangre que
se te embarraba por todas partes, en los muslos y en las manos, manchando con
un hilito apestoso desde la ingle hasta las calcetas. Porque esa sangre no tenía el
mismo olor que la que te salía de la nariz cuando aumentaba el calor en el verano,
o la que te brotaba de la uña cuando te cortabas con el cuchillo en la cocina o con
las ramas del monte. Esa sangre tanía un olor dulzón y penetrante, y te agobiaba
desde la nariz hasta la garganta como si se fuera a quedar allí para toda la vida,
palpitando en tus anginas. Y tu madre te había gritado: “¡Babosa; pero si eres una
babosa! ¿Ahora creés que hay que cuidarte como al anillo de matrimonio?, o ¿a
poco crees que tú eres la única que sangra en este pueblo?”. Ahora que la panza
te crecía, las reclamaciones no se habían hecho esperar y habían llegado al límite
de lo soportable. Tu padre había depositado toda la responsabilidad sobre ella,
así que ni siquiera había oportunidad de dialogar con él. Su plan era que, si no
lograban entenderse, te fueras de la casa. Lo que ellos no sabían es que no te irías,
dos puntos al revés, te quedarías allí hasta lo indecible aunque insistieran en tu
desfachatez y tu falta de decencia, basta, orgullo o como quisieran llamarle. “Si no
me quieren ver, tápense los ojos”, le habías dicho en una ocasión a tu madre, dos
puntos al derecho, quien se te quedó mirando como lela, “no me importa lo que
piensen de mí”. “No te importa...”, balbuceó ella y ya no dijiste nada.
14 FIL GUADALAJARA
culpable y cínica. ¡Seguramente creían que corriéndote ibas a lograr convencerlo
de que se casaran! Porque eso era lo que tu madre había deseado siempre, que
se casaran y los liberaras de la carga, del peso de mantenerte y soportarte, y los
dejaras solos..., basta.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 15
Herculano y don Manuelito, que si no le hacías caso al primero, quizás el segundo te
llamara más la atención, aunque, a esas alturas, una no está para elegir, una debe
fijarse primero en el futuro, pensar en la seguridad de los hijos y de la vejez, en tener
un hombre que, finalmente, si no está en la casa, mejor, porque para eso están
las esposas, para atenderlos; la amante es más divertida, más libre, más cómoda,
en fin, y, ¿para qué desear un hombre en tu casa, todos los días, jodiéndote y
molestándote?, preguntaba tu madre, “mira tu padre cómo me trata, cómo llega,
todo borracho por las tardes, los fines de semana, apestoso, sucio; de pilón, hay
que lavarle y plancharle y darle de comer, además de soportar sus babosadas.
La amante, en cambio, sólo ha de ver al hombre cuando ya no soporta su casa y
encuentra en ella el consuelo y el descanso que no halla en su mujer. Así, tienes
una suma de dinero segura y la tranquilidad de que no lo tienes que soportar todos
los días. ¡Ya quisiera yo que tu padre fuera rico y tuviera sus mujeres por allí, para
librarme de él de vez en cuando! Yo no sé por qué no le hice caso a don Filiberto
cuando tenía tu edad y era bonita y podía darme el lujo de coquetearles a varios
y escoger como lo pudiste haber hecho tú antes de apantallarte con el mugroso
Alberto. Ya, de perdida, no hubieras dejado que te embarazara. Me hubieras
preguntado cómo hacerle, si es que andabas de caliente; me lo hubieras dicho a
tiempo, ¡y esa panza no te habría crecido nunca! Cuando menos, no ahorita”.
Dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho,
dos puntos al revés, una basta. ¿Cuántos aumentos tendrías que hacer antes de
poder salirte de esa maldita casa? Porque tus padres te odiaban, eso estaba bien
claro. Pero también estaba claro que no te irías, cuando menos no ahora, y si no
querían verte, que se voltearan cuando pasaran por tu lado, porque no iba a ser tan
fácil botarte como lo había hecho Alberto. Aunque, tal vez era lo mejor que podría
haberte sucedido, porque, ¿qué tal si el Alberto le entraba a la borrachera como tu
padre y se convertía en un hombre igual a él? ¿Te interesaba, realmente, casarte
ahora? Porque antes, naturalmente que sí te interesaba hacerlo. ¿Y por qué tu
madre quisiera que tu padre fuera rico y tuviera amantes? ¿Por qué no dijo: “Ojalá
tu padre fuera rico y yo fuera su amante”?
Estaba claro que desde chica habían tratado de inculcarte que buscaras
un ricachón entre los del pueblo; pero, como todos eran casados tendrías que
buscártelo de amante. ¿Por qué?, ¿qué ganarían ellos con eso? Dos puntos al
derecho, dos puntos al revés, una basta; porque, para joderte trabajando, con las
labores que tenías en el ejido bastaba..., una basta. “A ver cuándo me trae a su
hijita...”, le había dicho don Manuelito a tu padre con su tonito malicioso el día aquel
en que fueran a comprar cera, velas, petróleo, azúcar, hilaza, cordón y otras cosas
para tu madre, dos puntos al revés, “sería bueno que me la dejara aquí trabajando,
mientras se hace mujercita y la esconde, don Feliciano”. ¡Todos eran unos morbosos!
Y la vez aquella en que te encontraron sobre los chícharos con Alberto, ¿no habían
16 FIL GUADALAJARA
sido ellos quienes los hicieron pensar más allá de los simples besos que se daban?
Una basta. “Cuando nazca el bebé se les va a quitar lo amargados”, te había dicho
Pepita, “luego te buscas un hombre mayor y responsable que te mantenga y te
saque del ejido”. Pero, finalmente, todas pensaban igual que tu madre. “Cuando yo
me casé con tu padre”, dos puntos al revés, una basta, “lo hice toda ilusionada. Yo
siempre había soñado con mi vestido blanco, aunque fuera sencillo, y mi ramo de
azahares”, y la mirada de tu madre se perdía en los puntos de tu tejido que se iban
amontonando en las agujas conforme aumentaba de longitud. “Pero la ilusión se
fue con el invierno, con las jodas del trabajo de la casa, la cocina; con aborto tras
aborto antes de que pudieras nacer tú. Tú les robaste a tus hermanos todo lo que
no les tocó a ellos. Luego, las borracheras de tu padre y sus explosiones contra mí
porque ya no pude tener más hijos, y el que hubieras sido mujer. Porque tú debiste
haber sido hombre, ¿te das cuenta? ¡Hombre, no mujer! Y me lo ha reclamado toda
la vida. Y si no fuera por mí te traería en los establos y en los rodeos y en las cantinas
junto con él. Entonces, yo le decía que para qué queríamos más hijos, si apenas
podíamos contigo. Además, para el caso, con una basta”, dos puntos al derecho,
dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho, dos puntos al revés. Nudo.
Fin de vuelta. Inviertes tu tejido y empiezas de nuevo.
Ahora, sólo puntos al revés para formar el arroz y las cadenas. Arroz y cadenas;
arroz y cadenas. ¿Acaso no se parece tu tejido a la vida de tu madre? Todo está
conformado por arroz y cadenas; puntos al derecho, puntos al revés, bastas,
nudos... Arroz cuando se casara; cadenas en su matrimonio; nudos en la garganta.
Puntos al derecho para ella y puntos al revés para ti y para tu padre. Basta. No, en
esta vuelta no hay bastas, sólo puntos al revés como los tuyos, porque tú sí puedes
tener hijos; cuando menos la panza ya creció y ya pasaste el límite para salvarlo,
aunque tu madre te diga que saliste como ella y que pronto lo vas a perder para
asustarte. Puros puntos al revés. Porque se va a salvar, ¿verdá? Pero, ¿a quién
preguntarle? Puros puntos al revés en esta vuelta..., puros puntos al revés.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 17
Jorge
Consiglio ©Magdalena Siedlecki
ARGENTINA
Nací en Buenos Aires en 1962 y estudié la carrera de letras. Empecé a leer y a escribir
poesía en la adolescencia. Creo que los primeros poetas que me deslumbraron
fueron los españoles de la Generación del 27. Recuerdo el enorme impacto estético
que me provocaron los textos de Cernuda, de Vicente Aleixandre y de Rafael Alberti.
De la poesía pasé a la narrativa, pero, de todas formas, creo que este primer paso
lírico se transformó en un punto de abordaje hacia la literatura en general. En otras
palabras, en mis relatos resuena un eco que proviene de la poesía, una mirada –
una huella estética− que nunca abandoné. Este rasgo se manifiesta, creo, en una
sintaxis particular que caracteriza a mis textos y en el uso que hago del silencio.
18 FIL GUADALAJARA
Credo cuentístico
Disfruto de la lectura y de la escritura de cuentos, ya sean clásicos, fieles a una
estructura inalterable, o relatos menos ortodoxos, en los que se quiebra la
progresión dramática y las escenas no evolucionan hacia un final sorpresivo.
El primer acercamiento al género lo tuve en mi casa paterna, y me llegó a través
de la oralidad. Mi papá trabajaba en el centro de la ciudad; nosotros vivíamos
en un suburbio. A la noche, en la sobremesa, él contaba su día. Los hechos eran
nimiedades. Narraba asuntos cotidianos –su relación con los compañeros de
oficina, las intrigas, las charlas junto a la máquina de café−. Sin embargo, algo en
sus maneras hacía que esos relatos fueran especiales. Cada historia, sin negar lo
trivial, ganaba espesor, multiplicaba su sentido.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 19
“La noche anterior”
Campo abierto. Pasaron cuatro horas del mediodía. El sol conserva su fuerza
intacta, aunque el viento –con ráfagas que son un veneno, una fuerza enemiga– lo
desdiga de tanto en tanto. Un olor a carne asada enciende todavía el paladar de
los hombres. Lo unta con un vago sabor a fiesta. Algunos se ocupan en silencio
de sus armas. Las estudian como si escondieran un secreto. Otros, ensimismados
o ausentes, fuman y se dedican a mirar la forma cruda del horizonte. Un enorme
y solitario algarrobo ofrece algo de hospitalidad; el resto del paisaje es una lenta
condena para el ánimo. Hay un polvo que cubre todo –desde las crines de los
caballos hasta la comida– y lo vuelve menos cierto. Es una tierra espesa y blancuzca
que se mete en los entresijos de la materia y la debilita.
Dentro de la tienda principal, el coronel Roca busca una palabra para definir
eso que le arde en el pecho. Piensa. Se acaricia su barba de príncipe. Al rato, se
distrae con un par de voces graves que se enredan en un diálogo. Son los soldados.
Hablan de cosas sin importancia, de todo lo que se dice para que el tiempo pase.
Hablan tonterías. El más alto de los soldados, que viste una chaqueta deslucida,
afirma que sabe cómo enloquecer de amor a las mujeres, sostiene que en la
manera de mirarlas está la clave, con firmeza, con autoridad. El otro, que tiene las
orejas arrepolladas y el pelo lacio y grasoso, niega con la cabeza. Y cuando habla
grita. Su voz es un graznido. Dice que no hay mirada que valga, que él no se fía
de nadie. Se dispersa, se enreda con sus argumentos. Termina contando cómo su
hermano perdió un brazo en una pelea. Un perro negro con hocico de lobo le ladra
al cielo, que hoy es casi perfecto, después gira un par de veces sobre sí mismo y se
acuesta enrollado sobre la tierra. El coronel Roca procura concentrarse en su labor.
Escribe una carta. Tiene una letra redonda y elegante. Avanza lentamente, muy
lentamente. Es meticuloso hasta la exasperación. El sonido de su pluma contra el
papel se pierde en el sopor de la tarde.
20 FIL GUADALAJARA
El soldado tarda en responder. Toma una bocanada de aire. Dudar no es lo
correcto, lo sabe, pero así reacciona. No encuentra la forma exacta de comunicar
el mensaje al superior. Roca espera. Un temblor imperceptible le llena los labios
de vida, y su cara, ahora, es otra, como si se plegara sobre sí misma. Observa a su
interlocutor sin pestañear. Parece que lo odiara.
El soldado dice:
–Disculpe, coronel... Hace rato que hay una india frente a la guardia. Insiste en
verlo. Dice que es la hermana de Yanquetruz, del cacique Yanquetruz.
Roca se para con dos movimientos. Se le amontona el malhumor en la frente.
Es una nube que lo cierra, que lo determina.
–No tienen honor: mandan a negociar a una hembra.
La mujer apenas se mueve. Oscila levemente. Cada tanto se rasca la base del
cráneo. Puede sentir la ruta de los piojos sobre la piel y el recelo de los soldados. La
mujer no tiene nombre. La Mala, dicen cuando la quieren nombrar. El coronel Roca
levanta ahora la vista, pero no se para. Está sentado en una silla de paja enana.
–¿Qué quiere? –le pregunta.
La Mala usa mal el español; sin embargo, no son vanos los esfuerzos que hace
para ser clara. Nombra a su hermano. “Yanquetruz, cacique Yanquetruz”, dice. Y
cuenta sobre el humo que es la primera claridad alrededor de la hoguera; sobre el
rumbo errático que define las mudanzas; sobre el ir y venir de su gente; sobre el
hondo desapego por lo que llama, sin saber ella misma bien qué está nombrando, el
cuerpo de la tierra. “El cuerpo de la tierra –dice, y agrega–: y el cuerpo de las cosas”.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 21
Después, habla sobre el arbitrario designio de los días. Cuenta –como puede,
montada en palabras que son una tropilla de caballos en huida– los giros indómitos
de la vida que levanta polvo hasta en el momento mismo de la muerte. Los soldados
la miran, distantes. No les importa lo que esa mujer pueda decir. Solo el coronel
Roca parece preocupado por entender. Aprovecha un silencio y pregunta:
–¿Qué me quiere decir?
El coronel Roca escucha, atento. Intuye que debe definir. Se repasa los dientes
con la lengua. Cierra el puño.
–Me comprometo a darle una respuesta. Mañana, antes del mediodía, sabrá
usted lo que pienso –dice, y da por concluida la entrevista.
Ahora camina bajo un cielo que, por primera vez en su vida, se le antoja
perpetuo. “Está fresco”, dice. Y el campo se le va encima con los últimos ruidos de la
noche. Un grillo, el sonido lejano de los caballos, un golpe de viento entre las hojas.
Roca siente la vigilia como una picadura en la frente. No puede dejar de pensar en
la india. “Mujer de porquería –se queja–. Hablarme a mí de distancia”.
22 FIL GUADALAJARA
Al coronel Roca le gustaría fumar. Se lleva a la boca una brizna de pasto
y la mastica. Anda con paso lento. Estudia el golpe de sus botas contra la tierra.
Piensa que el proyecto de la nación es la materia de su propia sangre; es la energía
necesaria para que el brazo ordene un degüello. Es, para evitar cualquier equívoco,
la mismísima certeza. Tan claro es esto como la luz del día, como las aguas que
hacen anchos los ríos.
El coronel Roca viste un uniforme nuevo. Los botones dorados relucen. Mira
hacia arriba y se da cuenta de que su aspecto contradice el entorno. Dobla los labios
en una sonrisa. Piensa que el destino de la patria supone determinación y coraje.
Hace un comentario en voz baja que nadie llega a oír. Su mano, endurecida por el
rigor castrense, empuña, como única respuesta, el frío testimonio de la espada.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 23
Carlos
Martín Briceño ©Stefanía Rivadeneyra
MÉXICO
No confíes en nadie; nadie, aparte de tu familia, tiene motivos para quererte. Con
esas palabras mi madre solía prevenirme de la maldad humana. Los buenos pueden
contarse con los dedos de una mano. A la distancia, reconozco que estos consejos
ayudaron a desarrollar esa curiosidad que me lleva a descubrir las historias que
pululan a mi alrededor.
Para mí, Mérida nació en 1966, y me habita desde entonces. Igual que todos
sus pobladores, debo defenderme de su engañosa tranquilidad, como pueda. En
mi caso, a través de las letras. Quizá por eso mis relatos surgen de la cotidianidad,
de las relaciones de pareja, del horror al tedio, de ese mensaje universal que es
el sexo, de situaciones anómalas dentro de vidas aparentemente sosiegas. Llegué
a la literatura porque los Reyes Magos, en un arranque de esnobismo intelectual,
dejaron debajo de mi hamaca, en lugar de juguetes, historias de Salgari, Stevenson,
Mark Twain, Jack London, Dickens, Verne y Conan Doyle. El cine también me ha
ayudado abriendo mis horizontes. Varias veces, siendo un púber, entré al Olimpia
Vistarama a mirar películas con clasificación C.
En los últimos veinte años he publicado cinco libros de cuentos, uno de crónicas,
dos antologías y una novela. Me siento especialmente contento de Montezuma´s
Revenge que me dio el Premio Internacional Max Aub 2012, en Segorbe, España y
del libro De la vasta piel por el cual me otorgaron el Premio Nacional de Literatura
José Fuentes Mares 2018, en Chihuahua, México.
24 FIL GUADALAJARA
Sobre el oficio del cuentista
El cuento debe tener un arranque extraordinario que seduzca al lector desde el
principio. Especialmente en este género es válida la afirmación de que la buena
literatura se funda en la lucha permanente del escritor contra el lector para no ser
abandonado por este.
Creo que todos los cuentistas, cuando se lo proponen, son capaces de escribir
una buena novela, pero no todos los novelistas tienen la habilidad de construir un
buen libro de cuentos.
El cuento tiene que vivirse a través de los cinco sentidos. Se debe escuchar,
paladear, oler, tocar y mirar. Es tarea del escritor que esto suceda.
Los ambientes cerrados son escenarios idóneos para crear grandes cuentos.
Cárceles, islas, casas de campo, pueblos alejados de la civilización, hoteles en
medio de la nada, automóviles varados a media carretera y barcos a la deriva llevan
a los personajes a situaciones límite.
Por último, un lugar común pero cierto: todo cuentista ha de ser un lector
profuso, insaciable. La creatividad precisa ser alimentada.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 25
Cabeza de tortuga
Desde aquí alcanzo a escuchar a las palomas que revolotean en su patio. Como
cada domingo aguardo su señal.
La mirada inquieta del viejo llamó mi atención. Algo había de extraño en ese
parpadeo impaciente bajo las exiguas cejas grises. Con una confianza desmedida,
el hombre me tomó del brazo y, al tiempo que hablaba algo acerca de una hermana
enferma, guió mis pasos hacia el interior. En ese momento reconocí el olor artificial
de los diabéticos.
La casa, tal como había imaginado, era amplia. La humedad avanzaba en los
techos sostenidos por gruesas vigas de madera. Un tufo rancio llegaba de manera
intermitente hasta mí. Al fondo, tras un largo corredor, se apreciaba un patio con
veleta. Sin soltarme, esquivando un trío de pesados sillones Luis XV colocados
alrededor de una mesa con jarrón chino, llegamos a la sala. El Stainway deteriorado,
lleno de pálidas fotografías, floreros de cristal cortado y miniaturas de porcelana,
ocupaba casi toda la estancia.
—Espere usted aquí —señaló el viejo una mecedora y desapareció tras unas
puertas abatibles de cristal esmerilado.
Puse la bolsa de merengues sobre el piano, muy cerca de una diminuta dama
victoriana con falderos y sombrilla a la que estuve a punto de tumbar. El polvo me
obligó a toser con insistencia. Me senté y vino hasta mi pensamiento Obdulia: a estas
alturas debía de estar furiosa por la tardanza; estas últimas semanas, a causa de su
estado, se había vuelto insoportablemente irritable. Mientras me balanceaba, erré
la vista por los ajados y sucios tapices de las paredes; alcancé a distinguir paisajes
26 FIL GUADALAJARA
bucólicos: escenas de caza, días de campo, familias de campesinos ocupadas en
la vendimia. La araña cenicienta, pendiente encima de mi cabeza, era de herrería
artesanal, pródiga en florituras. Algunos retratos amarillentos, colgados como al
desgaire, evidenciaban tiempos de bonanza. Bastaba dedicar unos minutos a esos
semblantes adustos para descubrir en sus miradas, la expresión inquietante que
heredarían a su descendiente. Mi oído distinguió́ entre los sonidos del patio, el
gorjeo apremiante de las palomas, el chirriar acompasado de un hamaquero, la
intermitencia de una gotera cercana. Tan entretenido estaba, que me sobresalté
cuando la voz del viejo resonó en la estancia.
—Oiga, ¿puede venir?
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 27
Fueron sólo unos segundos, pero mi imaginación trabajó a toda su capacidad.
Aquella voz imperiosa, el sexo oscilante del vejestorio, sus manos rugosas, todo
parecía surrealista. Justo cuando iba a preguntar qué debía de hacer, unos dedos
huesudos y fríos atenazaron mis caderas.
— ¿Listos? —dijo el viejo.
Fue entonces cuando el hombre emitió sonidos que no entendí, pero conforme
subieron de volumen se esclarecieron. Eran onomatopeyas. Emulaban los pitazos
de un tren y el rodar de vagones. Y como si llevaran implícito algún conjuro, me
convertí en la locomotora de un ferrocarril de carne que se dirigía hasta una puerta,
por cuyo dintel se filtraba una titubeante iluminación.
Una oleada de orines saturados de fármacos llegó a mi olfato. Debí respirar por
la boca para evitar la náusea que amenazaba con transformarse en vómito. A mi
derecha, en una palangana llena de agua turbia, nadaba una tortuga. De cuando
en cuando, el quelonio asomaba su fea cabeza de glande para observar nuestras
maniobras.
—La tenemos desde la infancia —se apresuró a decir el hombre.
Fingí sonreír.
A la vieja había que sostenerla con fuerza, como un fardo, para que no se
fuera de bruces contra el suelo. Al cabo sus ojos, antes semicerrados, se abrieron
y el semblante se le enrojeció más de una vez, al tiempo que emitía pujidos y
ventosidades. Fue cuando sucedió algo que, dadas las circunstancias, me pareció
accidental. El viejo rozó sus piernas contra las mías y sentí su erección. Quise
apartarme, pero en aquel baño estrecho y maloliente, donde las cucarachas
pululaban con libertad, un paso atrás significaba soltar a la vieja, dejarla a merced
de su propio peso.
Traté de convencerme que el frote que sentía sólo era casual. El hedor que
28 FIL GUADALAJARA
minaba el lugar cortó mis reflexiones. Cada vez era más difícil evitar la náusea, el
sudor empapaba mi camisa y me sentía incapaz de continuar.
—Aguante —exclamó el viejo como si adivinara mis pensamientos.
Bajé entonces la vista y me encontré de nuevo con aquella lisa cabeza que
emergía del agua, al tiempo que una mano, ¿la del hombre?, ¿la de la hermana?,
se abría paso en mi bragueta hacia mi endurecimiento. Una sonora descarga
de excrementos me hizo recordar a Obdulia y la razón de estar ahí. Como pude,
acomodé a la anciana en el bacín y, sin decir nada, olvidando los merengues sobre
el piano, me precipité a la salida.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 29
Diego
Muñoz
Valenzuela
©Eloísa Muñoz Fehrmann
CHILE
Nací una adormilada tarde de domingo del verano de 1956 en un pueblo de la zona
sur de Chile, donde confluyen elementos diversos: océano, río, bosques, sembradíos,
astilleros, poetas, locos, tejedoras de paja de trigo y de crochet, pescadores
artesanales, recolectores de cochayuyo, soñadores. Era imposible impedir que
aquel niño, con el paso de los años y con una gran biblioteca a mano, se convirtiera
en escritor. Allí, por osmosis, desarrollé la tolerancia y la capacidad de convivencia
entre mundos diferentes y hasta opuestos. Narrador de amplio espectro, activo
en todos los anchos de banda: novela, nouvelle, cuento, microcuento; en todas
las frecuencias que se extienden entre la frontera de la realidad antártica hasta la
fantasía más aventurera. El núcleo, no obstante, siempre es el mismo: la humanidad
con sus esplendores y tinieblas.
En 1973, siendo adolescente, fui marcado, como el país entero, a sangre y fuego.
El sueño utópico fue interrumpido por la pesadilla: desaparecieron amigos y amigas,
otros sufrieron persecución, tortura, exilio. Larga cadena que se prolongó por 17
años: terror, lucha, clandestinidad, peligro, altruismo, valor, solidaridad, odio, amor,
risa. La sobrevivencia generó muchas historias.
30 FIL GUADALAJARA
Credo cuentístico
El mecanismo de la escritura del cuento sigue pareciéndome enigmático, pues
contiene una magia que escapa a axiomáticas. No hay postulado que valga: todos
se derrumban con algún ejemplo. Eso confirma la vigencia del género y su poder
para cautivar lectores. Un buen cuento no devela fácilmente sus intenciones: se
rebela contra las apariencias, reniega de primeras vistas, tiene vocación por lo
misterioso, aquello que la trama disimula y sugiere.
El cuentista actúa como mediador con un mundo más complejo que el narrado,
para cuya descripción el lenguaje es insuficiente. Se requiere gatillar sugerencias,
generar una oblicua evocación que se traslada en penumbras hasta la conciencia
de los lectores generando inquietud, intriga, disconformidad.
A veces el cuento viene como una criatura completa, un ser que debe ser
alumbrado con urgencia. El período de gravidez es variable: días, semanas, meses,
incluso años.
La morfología del cuento viene a ser otro enigma. Puede especularse sobre
la extensión, la forma, la trama, pero algo escapa a la definición; cada nuevo
espécimen confirma una teoría y derriba otro centenar.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 31
Cruzar la calle
Me encanta visitar a Roberto cuando está internado. Es un maldito bastardo
loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un
par de botellas de fuerte bien ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se
han atrevido a revisarme. Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de
terno oscuro y corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con
el subdirector del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie
imagina cómo pudo terminar Medicina. Estaba total, absolutamente chalado. Quizás
por eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto de
corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar con
una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas.
Roberto es de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia
voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza
la calle. Vive justo enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme
terribles historias de maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena
tarde de domingo balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las
manos. “Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible”, dice con
el rostro más serio del mundo. “Yo estaba acostumbrado, igual que mis padres. El
problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a venir a la casa”. Todas estas
cosas te las cuenta con la naturalidad del que las estuviera viendo ahora mismo, con
una certeza de noticiario de televisión que a veces logra despertarme dudas.
A mí siempre me han gustado los locos, desde que era muy chico. Sobre todo
los predicadores locos, como ese que salta todo el día con la Biblia en la mano.
“Sécase la yerba. Cáese la flor...” anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes
del autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina
del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista
incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande.
Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran
esas, “¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!”. Y ahí mismo se
agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la ventolera. No sé
por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el abuelo estaba tan
chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante considerable. Cada vez que
venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus conferencias sobre viajes astrales
y congresos mixtos de espíritus y extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca
como podíamos. El viejo era bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o
aparecidos. Pero bastaba pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí
mismo. Era bastante divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero
requería un poco de estímulo.
32 FIL GUADALAJARA
A Roberto no lo conocí por loco. Lo vi tocar maravillosamente el saxo una noche
de club de jazz. Cuando terminó, lo invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy
rápido me di cuenta que algo andaba malísimo dentro de su cráneo. Loco como
un jabalí con sobredosis de heroína, pero así de simpático. Uno advertía ipso facto
que sus ojos miraban a otro mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que
los ataques le bajaban cuando se daba cuenta que en realidad vivimos en esa
selva que llamamos civilización. Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de
viejas gárgolas protectoras de las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de
anillos que valen tu presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar
las horripilantes creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética.
Tipejos capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio
de todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso
ni pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando anda
en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro. He aprendido a
conocerlo bien. Ya sé cuándo está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez
en sus ojos escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde
puedes ver el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido
y te dice “ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto, harto”. Se queda
mirándote con cara de “y tú, qué piensas”. ¿Qué le voy a decir yo desde mi aspecto de
pequeño burgués próspero? Lo invito a tomar café, le compro cigarrillos y charlamos
hasta tarde, acaso es fin de semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa
del canal donde estaba grabando un programa, que le dijo varias verdades al
subdirector de la revista donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño
del restorán donde cantaba por las noches.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 33
bienvenida, donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que
de imperialismo y más de sexo que de rectificaciones al socialismo.
Esos fulanos tienen tanto gusto como una rana ebria, me ha dicho más de una
vez Descartes en medio de sus sesiones de análisis filosófico. “Cojo, luego existo” es
su máxima preferida. Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición
apócrifa. Más bien es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar
a una locomotora con sus teorías. Yo sé cómo se llama y que era profesor de filosofía
en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz a
fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado chalado con
la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia. “Lo peor es
que no veo alternativa” me dice a veces “veo todo tan corrupto, tan contaminado
como un callejón sin salida y sinceramente prefiero estar aquí adentro que revolcarme
en la mierda, sabes”. Yo tal vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás
parezca indiferente, pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la
garganta al escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del
mundo ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. “Cuando no puedo más le pido
a Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen
posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer, aunque
sea por un instante”. Me mira desde el abismo de su alma para confesarme lo terrible
que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es fácil imaginarlo aullando y
arañando las paredes de un mundo demasiado erizado de espinas.
Roberto, Descartes y yo brindamos con unos vasos de plástico que Fidel sacó
de un escondrijo. Todos se unieron a nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto
devoraban pedazos de chocolate y abrían paquetes de cigarrillos como dementes.
Sandokán propuso otro brindis por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba
rebosante de gracia en medio de la trifulca de enajenados que no podía escuchar la
maravillosa música que lleva siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa
bomba mezclando nuestro pisco con quizás qué licores misteriosos sacados del
barretín de Fidel. Hicimos un segundo brindis en pleno crescendo de la batahola.
Y los enfermeros, nada, no se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca
de la bandeja donde Sandokán ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho
34 FIL GUADALAJARA
anarquista mesando sus barbas a buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par
de insultos que el bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un
par de tragos que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza.
Recién en ese momento lo vi, solo y silencioso en una esquina. Apenas saltaba
con la Biblia sujeta por sus maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba
débilmente entre los labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de
girasoles amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias,
de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses
lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a él.
Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio, como si
presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e incomprensibles.
Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada que pudiera
comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y de agua. Igual
que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir su corazón latiendo
como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba entero. Era en ese instante
el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía deshacerse entre mis brazos y tuve
miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a besarlo en la mejilla hirsuta de barbas
rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y me señaló algo que estaba a mi espalda, algo
maravilloso que yo no podía ver.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 35
Félix
Palma ©Santi Burgos
ESPAÑA
Unas navidades, cuando teníamos trece y doce años, Papá Noel nos sorprendió a
mi hermana y a mí dejando junto a nuestros zapatos un diario. Tenía el lomo de
piel, adornado con arabescos dorados, y en sus impolutas páginas nos entregamos
mi hermana y yo a destapar el corazón. Allí quedaron inmortalizadas nuestras
primeras cuitas amorosas, nuestras tempranas y temerarias reflexiones, nuestro
desconcierto, en fin, ante la vida que empezaba. Pero mientras ella lo escondía
bajo su colchón —donde yo acudía puntualmente a leer cada entrada, todo aquello
que no me contaba, como si fuera un serial victoriano—, yo, en cambio, lo dejaba
estratégicamente olvidado en cualquier parte porque quería que todo el que pasara
por allí pudiera leerlo. Fue así como descubrí que quería ser escritor.
Y cuarenta años después todavía sigo escribiendo para que me lean, e incluso
sigo hablando de mí fingiendo que hablo de otros. En estas cuatro décadas he
pasado de ser un aprendiz de juntaletras a un escritor de cierto nombre, y aunque
soy más conocido por mis novelas, no podría haber llegado donde estoy si no fuera
gracias al cuento, género que durante los primeros diez años de mi trayectoria me
permitió pagar las facturas y demostrarle a mis padres que apostarlo todo por la
escritura no había sido una decisión tan irresponsable.
36 FIL GUADALAJARA
Humildes certidumbres sobre el cuento
1. La importancia de la segunda frase. Suele decirse que las dos frases más
importantes del relato son la primera y la última. La primera porque ejerce
de cebo para el lector, y la última porque vuelve coherente lo anteriormente
expuesto. Pero yo quiero revindicar el valor de la segunda frase, pues establece
la manera en la que va a contarse el cuento. En ella está contenido el ritmo de la
narración, el tono del narrador y su forma de tratar la historia.
5. La importancia del final. Un cuento puede tener muchos principios, pero un solo
final que le pertenece por derecho. Sólo si lo encontramos, podremos escribirlo.
7. La importancia del silencio. Por mucho que los personajes hablen, un cuento solo
debe tener diálogos si es imprescindible.
10. La escasa importancia del decálogo. El que un escritor pueda redactar un buen
decálogo no implica que pueda escribir un buen cuento, y viceversa.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 37
“Maullidos”
A Juan Bonilla, que padeció su primera parte
Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color
es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre
a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo
porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los
niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo,
no puedo evitar pensar en el lamento de esos seres pálidos que, en las películas de
terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que
maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quién decirle: ¿Oyes,
ese gato no está llamándome? Pero Laura me abandonó hace casi dos meses, antes
de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi
vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada
nevera, y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío,
me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría.
Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado
encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado
algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos
apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a
cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así
las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas,
ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con
sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era
cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo,
liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel
eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos,
sabidos, otros, para aquello que probablemente nos desbarataría. Y yo acepté
aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella
quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, último pespunte de un linaje
mítico jalonado de hadas, faunos y elfos, y de la que lo único que debía saber era
que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás.
Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido
hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de
encontrar que un bosque encantado.
38 FIL GUADALAJARA
Laura, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos
meses. Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira
sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite
crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico
del ascensor recorriendo clandestinamente las entrañas del edificio, un claxon
solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma
atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí,
parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo,
Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente imposible que
un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como
mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con
asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con desesperación, con dolor.
Me llama como quien llama a su amor.
No quiero pensar estas cosas porque temo que sean el primer paso para perder
la cordura, pero lo cierto es que no puedo evitarlo. Paso todo el día obsesionado
con ello, aguardando a que llegue la noche y poder disponer entonces de otra
oportunidad para comprobar que en realidad estoy equivocado, que no estoy loco,
que el maldito gato no me llama a mí. Pero cada vez percibo con mayor nitidez que
es mi nombre lo que maúlla: Juan, Juan… Incansable, esperanzado.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 39
Resuelto a poner fin a mi calvario, llamo a su puerta a media tarde. No logro
decidir si la mujer que me abre es o no hermosa, pero parece agradable de
acariciar. Delgada, no muy alta, de esas que sonríen hasta en los entierros. Por
su indumentaria —una camiseta ceñida y corta que me permite ver el piercing
que le adorna el ombligo— y las amapolas de sudor que han germinado en sus
axilas deduzco que la he sorprendido en mitad de sus ejercicios. Tal vez estuviese
corriendo en una cinta o haciendo abdominales en uno de esos aparatos de
gimnasia que pueden guardarse plegados debajo de la cama, donde antes se
escondía el orinal. Siempre he admirado a las chicas capaces de rebañar unas horas
al día para esculpirse a sí mismas, quizás porque yo soy de los que, sencillamente,
se dejan erosionar por el viento. Pero sé que entre ella y yo jamás ocurrirá nada
porque estamos condenados a empezar con mal pie. Con suma educación, le
pregunto si tiene gato. Gata, especifica ella. Con más educación aún le sugiero que
le introduzca un bolígrafo por el recto porque estoy harto de oírla maullar todas las
noches. Pero está visto que vivimos en un mundo donde uno no puede expresarse
libremente. La mujer pierde la sonrisa y me contempla como si acabara de arrojar
un calamar destripado sobre su ajuar. Mis ojeras no parecen conmoverla. Con suma
educación me explica que, a pesar de que de buena gana introduciría un bolígrafo
o cualquier otro objeto igual de punzante en mi recto, no piensa hacerlo en el de
su gata. Venden tapones para los oídos en cualquier farmacia, concluye, haciendo
amago de cerrar la puerta.
La gata no dice nada. Se limita a contemplarme con esa mirada que parece
tener un doble fondo, esconder otra mirada debajo. Quien sí rompe el silencio es
la muchacha.
40 FIL GUADALAJARA
—No puedo creerlo —dice, agitando la cabeza como si presenciara un milagro—,
es la primera vez que se comporta así con un desconocido. Habitualmente es
bastante huraña. No deja que nadie se le acerque, y mucho menos que la coja.
Intento obedecerla, pero es difícil ponerse cómodo cuando uno tiene delante
una gata que no deja de escrutarlo con inquietante fijeza. Posee una mirada
capaz de desconcentrar a los trapecistas, de hacer que los sonámbulos se sientan
observados, de lograr que un hombre como yo se pregunte por qué jamás ninguna
mujer lo ha mirado nunca de ese modo. Me siento en el deber de corresponder a sus
atenciones, pero cómo. Su dueña, entretanto, trastea en la cocina. Por la cantidad
de sonidos que produce parece que preparar un café es una tarea semejante a la
construcción de una pirámide. Al fin, cuando comienzo a barajar la posibilidad de
aventurarme en la cocina por si necesita asistencia en tan complicada labor, oigo
correr el agua de la ducha. Su gata y yo continuamos observándonos, sin saber qué
decirnos. Me pregunto si el animal está inmerso en las mismas cábalas que yo, o le
estoy otorgando una sensibilidad y una inteligencia que no posee. Bien mirado, no
es más que un gato. ¿Pero por qué no me lo parece? ¿Por qué tengo la incómoda
sensación de que para ella ser gato es sólo un papel eventual, algo así como un
disfraz?
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 41
precario nudo con el que se ha atado el albornoz, un nudo fácil de deshacer hasta
para un tipo como yo, incapacitado para la papiroflexia o la cirugía cardiovascular.
Comienza a servir el café con naturalidad, como si ignorase la sensualidad que
desprende su cabello húmedo y el olor a jabón de su piel, pero yo no nací ayer:
sé que me está tendiendo una emboscada, que se me está ofreciendo con falso
descuido, que quiere salvar un mal día en la oficina y necesita mi colaboración. Le
doy a entender que puede contar conmigo esgrimiendo una caricia fugaz y poco
comprometedora sobre su muslo al tomar mi taza. Iniciamos entonces una de esas
conversaciones banales y estúpidas cuyo único fin es fingir que no somos animales,
un preámbulo de palabras y risas destinado a civilizar el inminente encuentro de
la carne. Creo que los palomos hinchan el buche. Nosotros, los guardeses de la
Creación, somos más refinados. Con calculada despreocupación nuestros cuerpos
van orientándose el uno hacia el otro, invadiendo el terreno vecino, brindándose
con claridad. Supongo que ella se esfuerza en no pensar en otra cosa. En olvidarse
del cabrón de su jefe. O en las palabras que usará para pedirme que me vaya cuando
esto concluya. Yo, por mi parte, intento no pensar en Laura. Pero, en realidad, de
quien jamás debimos olvidarnos es de la gata.
42 FIL GUADALAJARA
que encontré en el periódico al día siguiente de la fuga de Laura, y que recorté sin
saber por qué, movido quizás por la coincidencia del nombre y de la edad. Ahora,
cuando contemplo cómo me mira la gata al leer la esquela, me asalta una sospecha
delirante. Tal vez el nombre no sea una causalidad. Tal vez, después de todo, Laura
muriese mientras regresaba a casa, atropellada por un coche o traicionada por
su corazón. La manera no importa. Lo importante es que, como dijo, jamás iba a
abandonarme ahora que me había encontrado.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 43
Eider
Rodríguez ©Lander Garro
ESPAÑA
Nací en Rentería, el 18 de mayo de 1977, un pueblo del País Vasco de 40 mil habitantes,
al que bautizaron como La pequeña Manchester por su poderoso núcleo industrial y
que ejerció de imán entre numerosos españoles que necesitaban trabajar y no tenían
dónde, entre ellos mis abuelos maternos.
Mis padres, Ana y Juan María, trabajadores en una empresa familiar de material
de construcción, vieron la educación como una herramienta de ascenso social, y nos
trasmitieron, a mi hermana y a mí, la importancia de la cultura en general y de la
lectura en particular. Eso, sumado al hecho de que ambos trabajaban muchas horas y
mi hermana no vino al mundo hasta tener yo ocho años hizo de mí una niña aburrida,
solitaria y vagabunda, que se dejaba caer en los libros como si fuesen agujeros negros.
De ahí mi afición a estudiar: tras pasar por la Universidad del País Vasco, la Sorbonne
de París y la Complutense de Madrid, me licencié en publicidad y me doctoré en
literatura. Publiqué mi primer libro de relatos, Y poco después ahora, a los 26 años,
al que sucedieron Carne (2007), Un montón de gatos (2010) y Un corazón demasiado
grande (2017). También he escrito cómic (Santa familia), ensayo (El cuerpo de las
escritoras y El mar es el único camino) y realizado alguna traducción (Le bal, de Irene
Nemirovsky).
Tras haber trabajado como camarera, editora, guionista y traductora, soy ahora
profesora en el área de lengua y literatura de la Universidad del País Vasco. Vivo en
Hendaya, un pequeño pueblo fronterizo y costero, alejada del ruido, con mi familia,
mis árboles, mis plantas, mis libros y mis gatos.
44 FIL GUADALAJARA
Credo cuentístico
Recordar, cada vez, por qué escribo.
Sentir, cada vez, lo que escribo.
Recordar, cada vez, sentir lo que escribo.
Solo quiero contar historias, nada más.
Solo quiero entender las vidas, nada más.
Solo quiero estar más cerca del mundo, de la gente, de la vida, no hay más.
Hacerlo con amor, aunque esté llena de odio.
Solo quiero que alguien lea lo que he escrito, darle placer a ese alguien con lo que
yo he sentido, visto, escrito, aunque no me pertenezca.
Recordar la emoción, no perderla de vista.
Recordar el viaje interno, no perderse por el camino.
Recordar que es una tarea humilde, que es una tarea antigua. Tratar con respeto el
oficio y a mí misma, la escritora.
Escribir a corazón abierto y con la respiración ligera, o no escribir.
Escribir con todo el cuerpo, no solo con la cabeza, sentir hacia dónde quiero ir, qué
quiero contar, qué es lo que realmente quiero contar, adónde quiero ir realmente.
No olvidar nunca que estoy contando una historia, no más, ni menos.
No perder la mirada de niña. No olvidar el placer de las sesiones de lectura de
cuando era niña, leer es algo bueno y excitante (aun cuando sea triste y doloroso),
es por eso que quien escribe no debe andar lejos de ahí, de algo bueno y excitante.
No perder de vista a mi abuela: aun en su lecho de muerte sus palabras significaban
lo que ella quería que significasen. Era ella quien las elegía, y no al revés. No hay
nada más delicado ni más poderoso que eso. No hay técnica ni metáfora que se le
asemejen.
No olvidar que hay y ha habido millones de escritoras en el mundo, soy solo una
más, y antes de nacer yo era solo una menos.
Siempre va a gustarle, interesarle a alguien lo que escribo, aunque sea malo;
siempre va a desagradar, aburrir a alguien lo que escribo, aunque sea bueno.
No juzgues.
Confía.
Intenta la libertad.
Confía en la libertad.
Y ahora sí: escribe.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 45
“Lo que se esperaba de mí”
1988
Hace muchos años que me fui, pero sigo allí. El pelo corto y la piel bronceada.
No sé qué hacer fuera del colegio. Estudiar, no me exigen nada más. Son de
clase trabajadora, y no quieren que yo también lo sea, formal, humilde, leal.
Estoy boca abajo en el sofá, los Juegos Olímpicos en la tele. Puedo oler la
humedad que viene del interior del sofá, miro los objetos del revés hasta dejar de
entenderlos, oigo los crujidos de mi propio cuerpo, busco el ahogo que me produce
estar boca abajo, cualquier cosa, algo que no sea este aburrimiento.
Así, las cosas al menos se ven de otro modo: una niña del revés, del color de
la ceniza, sujetando un rosario, más o menos de la edad que yo tenía entonces; un
niño también del revés, vestido de marinero, en una foto de bordes troquelados,
con una mirada triste que ha conservado durante más de cuarenta años; y en las
esquinas de los marcos, sendas fotos de carné, en una yo, con gesto sombrío, en la
otra mi hermana, con un trocito de sonrisa a cada lado del chupete. Serguéi Bubka
ha realizado un gran salto. La sala está llena de ceniceros con dos o tres colillas.
Objetos sin sentido apilados en las estanterías, souvenirs de mis tíos solteros al
lado de los regalos de boda de mis padres. Siempre han estado. Después de haber
pintado la casa, y también tras haber cambiado los muebles y la organización del
espacio, volvían a su sitio, como una condena.
Aunque estoy roja, aunque el oxígeno llega a mis pulmones con dificultad, me
obligo a mí misma a seguir examinando de cerca la compleja estructura de hilos que
forma la tela del sofá, acaricio el perímetro de las manchas y me pierdo fantaseando
acerca de su origen. Así es mi aburrimiento, hiperconciencia del tiempo, una
depresión efímera, ganas de morir. Soy una señora cansada que habita el cuerpo de
un niño. Así es como me despierto todos los días. Y el verano es largo para despertar
así días tras día. Juega a algo, me dicen, para qué te regalamos los juguetes si no
es para jugar con ellos. Los juegos diseñados para “dos o más personas” son una
46 FIL GUADALAJARA
ofensa, una perversión de mis padres para poner a su hija mayor en semejante
situación. Mis vecinos salen a la calle y juegan, sin mayores sofisticaciones.
Serguéi Bubka ha batido el record del mundo, allí mismo, ante mis ojos. Que
al menos alguien haga algo memorable ante mis ojos, que sea testigo de algo
inolvidable. Ha llorado cuando le han colgado la medalla de ganador. Me dicen
tonta, y no me gusta que los de casa me sorprendan llorando, no quiero que sepan
que tengo algún sentimiento más allá del aburrimiento. Me avergüenza la felicidad,
y la tristeza me parece cosa de inadaptados, es el estado de los perdedores. Yo no
puedo perder.
Los niños que están jugando en el parque son unos imbéciles. He salido al
balcón a observar lo imbéciles que son. Estoy sentada sobre los azulejos, abrazada
a la bombona de butano. Escenificar el aburrimiento, escenificarlo de manera
creíble, es parte de la situación emocional que es el aburrimiento. La bombona
tiene el mismo contorno que la cintura de mis padres y huele a metal. El verano
huele a metal y a gas. Los niños que están jugando en la plaza hablan en español,
son desinhibidos y alegres. No son conscientes de su falta de elegancia. Sus padres
les gritan desde la ventana para que suban a por la merienda. ¡Miguel!, ¡Adonay!,
¡Sonia! Siempre están gritando y alborotando, y de pronto desaparecen. Se van a
su pueblo, al pueblo, a ese lugar tan lleno de misterio, y volverán al final del verano
con el coche lleno de chorizos, aceite y vete tú a saber qué más. Nosotros no somos
como ellos, y ellos no son como nosotros: nos vestimos y peinamos de distinta
manera, comemos y hablamos diferente. Mi madre dice que en la tómbola siempre
les toca a ellos y no a nosotros, me dice que ni lo intente, que hace falta una cultura
de tómbola, y que eso les pertenece a ellos. Mi madre me dice que consiguen las
cosas gracias a los demás, al contrario que nosotros. Hacemos alarde de esta
diferencia, es el estandarte familiar. Más tarde descubrí que yo también tenía
pueblo; demasiado tarde, casi se había extinguido cuando fui a conocerlo.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 47
¡Miguel!, ¡Adonay!, ¡Sonia! Mi madre me enseña a mofarme de ellos, de su
pronunciación, de su manera de pensar, me señala todas las maneras de reírme
de ellos, y suelo sentirla tan cerca cuando se pone así... Hace mucho tiempo que la
burla se ha convertido en la base de nuestra comunicación. La madre de Miguel me
mira y yo sostengo su mirada. Mirar me da libertad, mirar lo que quiero durante el
tiempo que me apetece. Ahora es difícil. Solo me sucede cuando doy rienda suelta
a mi deseo. Pero entonces, qué era aquello, ¡mirar lo que se me antojara sin límite
de tiempo! Me mira pero yo la miro más. Aborrezco la pinza de plástico que usa para
sujetarse el pelo. Su permanente rizada negra, y sus dedos llenos de bisutería hacen
que esa mujer bonachona descienda hasta el último escalón en mi propio sistema
de castas, y el espectáculo de verla lamer el Frigopié en el balcón después de la
comida consigue eliminar los resquicios de piedad que pudiera tener hacia ella. El
olor a gas y a metal me empachan. Ella tiene el balcón lleno de flores, en el nuestro
está la jaula del que fue nuestro hámster. Me subo a la bombona. La madre de Miguel
grita “¡Niña!” y yo finjo no oírla. La madre de Miguel empieza a gritar, tan fuerte
que no distingo lo que dice. Tengo la mitad de mi cuerpo en el aire, la otra mitad
sujeto a las asas de la bombona. Quiero sentir el miedo de los demás, cualquier
cosa que no sea el tiempo en sí mismo. Más vecinos se asoman a la ventana, hacen
aspavientos, se dirigen a mí, pero yo continúo indiferente, contemplo orgullosa
mi piel bronceada, los vellos rubios crean un pequeño socavón en la parte de piel
por la que crecen, y si no pierdo la atención puedo oír los crujidos de mi interior.
Me gusta mi cuerpo de niño, pero no soporto a mi señora cansada. Alguien grita
el nombre de mi madre desde una ventana, sorprendentemente, no pensaba que
nadie lo conociese. Veo a la madre de Miguel cruzar la calle sin quitarse la bata, los
vecinos que están en la ventana la apremian para que corra más, pero se le escapan
las zapatillas de casa. Oigo que llama al timbre de casa y no lo suelta hasta que mi
madre ha respondido. La oigo hablar como si se hubiera quedado sin gramática:
“¡Tu hija! ¡El balcón! ¡Rápido!”.
48 FIL GUADALAJARA
Le digo que estaba jugando. Ella menciona la palabra suicidio. A ver si mi
intención era suicidarme. Ha repetido una y otra vez la misma pregunta. Y yo,
que solo jugaba. El hecho de que mi madre piense en la opción de mi suicidio
va a cambiarme. Los niños no se suicidan, pienso yo. Más que la idea de mi
propio suicidio, el hecho de que mi madre lo contemple me da cierto poder, una
posibilidad de diversión. Tengo once años y ya estoy preparada para jugar con dos
o más jugadores.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 49
Solange
Rodríguez ©Tyron Maridueña
ECUADOR
Biografía en tres palabras
Abuelo: Nací en 1976 en un puerto del Pacífico llamado Guayaquil. Más que hija de
mis padres fui nieta de mi abuelo, quien pasaba encerrado días enteros a cal y canto
tomando notas y haciendo apuntes. Es así como me familiaricé con la idea del escritor
como un ser con un mundo propio. Para estar cerca de él hice mis primeros relatos
dibujando viñetas con muñequitos y coloreándolas. Tenía cuatro años y no sabía
escribir, así que en los lugares donde iban los diálogos, colocaba rayitas.
Publicaciones: He pasado por todas las instancias posibles para poder publicar mi
literatura. Pienso que ser mujer y escribir únicamente cuento me pusieron las cosas un
poco más difíciles. En el camino he ganado un premio nacional de relato en 2010 y he
adaptado mis narraciones al teatro, varias veces. Mi inicio en la literatura fue con una
autopublicación algo efectista llamada Tinta sangre (2000). Luego de cerca de veinte
años de trabajo, finalmente la editorial Candaya ha puesto toda la potencia de mis
caballos a correr con La primera vez que vi un fantasma (2018). No descarto volver a la
autopublicación en el futuro. Bajo mis propias reglas y términos.
Sueño: Sueño con dejar de escribir por un año y solo dedicarme a leer. Leer a mis
contemporáneos; leer revistas de divulgación científica; rescatar libros que nadie lee
en las bibliotecas; leer recomendaciones de terceros y leer clásicos, pero no lo hago.
Las historias me demandan crear historias, así sea solo en mi cabeza. Sueño con
escribir un cuento llamado “El año en el que no escribí”. Pero hasta el día de hoy, fallo.
50 FIL GUADALAJARA
Los atribulados
Hubo un tiempo en el que volvía fatigada a casa tras largas veladas en un hospital
público. Pasaba mi guardia mirando siempre a una puerta metálica que casi nunca se
abría con buenas noticias. Cerca de las doce llegaba mi hermano para el relevo y yo
retornaba a mi departamento abatida como solo puede estarlo quien tiene un familiar
en terapia intensiva. Creo que desde ese periodo mi literatura tiene padecimientos y
ahora avanza algo dislocada de la realidad, pero esa es una confesión suelta.
Luego, contra todo pronóstico, nos cambiaron de piso a uno donde las batas
médicas ya eran blancas y no verdes. Dejé cuidados intensivos, pero continué
visitando el pabellón de los atribulados, por costumbre. Yo era de las pocas personas
que tenía un familiar que había superado una crisis y todos querían escuchar mi
historia.
Y creo que para eso sirven los cuentos, para mantenernos entretenidos hasta que
llega la muerte.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 51
“El mundo estará ahí afuera”
Las molestias severas aparecieron justamente el año en que iba a tomar la pensión
por retiro. Que no se hiciera ilusiones porque en salud se le iría casi todo el dinero
del finiquito de la escuela, le advirtieron los de la asociación de jubilados, pero ella
siempre había sido un junco, una planta fuerte y flexible que gobernaba su cuerpo a
voluntad, e imaginó que la gripe estacional que había pescado al inicio del semestre
pronto se le pasaría.
La última semana antes de la feria escolar, ella perdió la voz. Maquetar se volvió
aburrido porque debía colocar las instrucciones en la pizarra en lugar de hablarlas.
Hubo insistentes peticiones de silencio y la pésima idea de una campanilla para pedir
turnos de palabra que los chicos sacudían por molestar, a cada rato. Para ese entonces
el proyecto había crecido y tomaba ya la mitad de las baldosas de su aula de primaria.
Los niños, a su propio aire, habían pintado ríos enrojecidos con la sangre de próceres;
elaboraron ciénagas profundas e inexploradas en la que se hundían incautos, pero
también fabricaron jinetes vencedores que iban agitando sus sombreros mientras
montaban dinosaurios, en un derroche de creatividad que la conmovió. Su última
promoción había creado algo tan bello como un cuadro del Bosco.
52 FIL GUADALAJARA
La segunda noche en que no pudo dormir, con la garganta prendida en fuego, ya
había agotado todos los remedios caseros que recordaba. Desde los jugos de jengibre
hasta las cucharadas de rábanos con miel sugeridas por los colegas de oficio, que
como ella, ya hacía rato se habían acostumbrado a sufrir de faringitis crónica. Tomó
el tiempo que transcurría entre los accesos violentos de tos seca que la hacían sacudir
de pies a cabeza. Le daba uno cada diez minutos. Era una tos angustiante que le
impedía coger sueño. Bebiendo manzanilla caliente e hipnotizándose con la estática
de la televisión para poder adormecerse sin convulsiones, escuchó cuando alguien
del cuarto conjunto le gritó: ¡Ve al hospital de una buena vez, maldita mujer!
Soñó que se cortaba los dedos de los pies con una tijera para terminar de decorar
el proyecto de la escuela. Las hojas aceradas estaban apetitosas sobre la mesa, y ella
se quitó las sandalias de lana raída con las que entraba al salón para dar sus siete
horas de clase, y con velocidad, zas, zas, se cortó la punta de los dedos gordos que
siempre le habían molestado porque eran gigantes en comparación con los demás.
Dejó las falanges parejas por primera vez en su vida. Intentó ocultar bajo el papel
crepé esos muñoncitos pintados de cereza, pero una de las parvularias más jóvenes
los vio y empezó a dar de gritos porque creyó que eran ratones y ella dijo bajito
perdón, perdón, me muero de vergüenza, no sé qué me pasó por la cabeza cuando
hice eso. Los niños miraban el reguero de sangre fresca con ojos desmesurados y
todas las profesoras les dijeron que no teman, que solo se había derramado refresco
y se afanaron en distraerlos con las guirnaldas de flores y los globos colorados que
pendían del techo del salón arreglado de rojo y blanco. Las maestras corrieron y
metieron a toda velocidad los muñoncitos en una funda de sánduches recuperada
donde aún había migajas del almuerzo.
Salieron con ella montada en una silla rodante de escritorio rumbo al hospital
donde no hacía más que deshacerse en disculpas porque ahora no sabía si eso que
se hizo contaba como accidente y si lo iba a cubrir su seguro médico. El enfermero
iba con ella, empujándola por salas sin rumbo por donde iban apareciendo gente con
caras largas que esperaba el usual desenlace en un hospital del estado. Es aquí y no es
aquí y todos esos relojes que jamás daban la hora exacta le decían que llevaba dando
vueltas solo diez minutos, sosteniendo dos pedazos extraños de su propio cuerpo
que ahora lucían renegridos. ¿Le irían a pegar esos dedos muertos a sus pies, como
en las películas? Y volvió a pasar otra vez por donde las compañeras que murmuran
a sus espaldas diciendo que por su culpa el departamento de español se iba perder
el primer premio de los proyectos cívicos, y otra vez iban a ganarlo las profesoras de
historia que tenían un mejor control de las clases.
Al día siguiente fue a ver al médico del instituto, llegó con una base oscura en
la voz como si arrastrara cadenas pesadas. Era un hombre mulato y poderoso,
con diminutos lunares de carne cerca de los ojos. Olía agradable, a una mezcla de
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 53
desinfectante y de lavanda. Él le examinó la garganta con una espátula y una linterna
minúscula. Le puso cara de mala pinta y le recomendó reposo. ¿Reposo doctor?
replicó ella con las cuerdas vocales estrujadas, pero pasado mañana es el concurso
de las maquetas y falta ultimar detalles, no están listas las banderitas de los balcones
para el desfile del triunfo ni las insignias de los soldados; y la vio interrumpirse para
toser completamente hueca. Una tos nerviosa, una tos que provenía, más que de los
pulmones, del corazón.
En cuanto llegó a casa y su perro protestó por el extraño tufillo del consultorio
médico, empezó la fiebre. Era un sopor aguado que levantó su cuerpo por los aires y
la dejó desmayada en el sofá junto a la puerta de entrada de su enano departamento.
Aplastada por una compresión invisible como cuando en ciertos periodos del mes
aún la invadía la nostalgia inexplicable por los amores pasados, cometió el error de
hacer un inventario de los últimos años. Recordó o soñó que un novio de su juventud
le había escrito una carta que había prometido replicar hacía meses, pero no lo hizo
porque entonces le encomendaron el noveno de primaria con todos los conflictos que
cargaban los chiquillos de una escuela pública con padres siempre en pie de guerra.
Era una carta triste donde él le decía que estaba empezando sufrir la depresión
de su viudez y que para aplacarla iba a empezar a aprender a tocar con la guitarra los
acordes suaves de esa cancioncita lastimosa de Alcy Acosta de por qué se fue, por qué
murió y ella lo recordaba en los momentos dulces de la juventud cantando en coro
sobre la querida presencia del comandante argentino en Nicaragua, queriendo hacer
juntos la revolución, pero terminaban haciendo todo lo que las parejas hacían juntas
a puerta cerrada. Y la calentura le ponía húmeda la frente y le hacía perder la noción
de donde estaba el arriba y el abajo.
54 FIL GUADALAJARA
Se despertaba babosa de fiebre, iba por agua a la cocina, arrastrando los pies
y pensaba en sus alumnos construyendo llanuras de engrudo y mazapán sobre las
que corrían corceles fantásticos y luego, mientras dormitaba, le pareció escuchar un
estruendo y un correteo masivo que le hizo romper algunas de las tazas de la cocina.
Pensó que eran cohetes celebrando la independencia de la ciudad. Calculó que
eran las ocho de la noche, pero aún el cielo lucía bastante claro y no alcanzó a ver
ningún fuego de artificio. Tenía hambre, pero las flemas que le roncaban en pecho
no le habrían permitido tomar ningún bocado. Tomó un libro grueso de la estantería
y quiso tenerlo junto a ella, para mayor seguridad. Llamó al perro cariñoso para que
durmiera en su pecho, pero él parecía más interesado en husmear lo que pasaba del
otro lado de la ventana, que en reposar a su lado. Se puso de lado y sintió como si el
universo estuviera aún más inclinado que antes, y con esa sensación extraña se quedó
dormida, prometiéndose que contestaría la carta pendiente a la primera hora del día.
Cuando se despertó, luego de haber sentido que sobrevivía algo tan arduo como
nadar de noche, era cierto que el mundo seguía ahí afuera, tal y como le había dicho
el médico. Estaba fresco y silencioso. Como todas las mañanas abrió las cortinas y,
sobrecogida, vio la rebanada de horizonte pendiente que aún no se había desplomado
sobre la tierra. Sostenía de milagro un buen coágulo de estrellas, como una pesada
gota de goma que se balancea, a punto de dejarse vencer por su densidad, hecha de
engrudo o de silicón. El ambiente estaba lleno de una bruma harinosa que relucía
con la luminosidad de un escenario nebuloso y seco. Recordó ese cuento corto que
solía leerle a sus alumnos, ese del último hombre sobre la tierra que se lanza por
una ventana y mientras cae, escucha, sin esperanza, sonar un teléfono. Supo que
ese no era el mundo que recordaba. Ya no tendría que pensar en terminar la carta
para ese viejo amor para el que ya no hallaba palabras. Ni idear qué hacer con todo
el tiempo libre que tenía por delante si tomaba la jubilación. Se colocó la mano en la
garganta, con alivio comprobó que hablar le dolía un poco menos. Empezó a caminar
y se incrustó en el horizonte cortado con estilete, que el perro iba husmeando con
desconfianza. Le pareció ver a la distancia un cielo de purpurina que se desmoronaba
en migajas; y entonces apresuró el paso cuando vio atravesar la calle a tres corceles
rampantes hechos de papel crepé. Bien sabía ella que un curso escolar que se
abandona mínimamente, podría terminar involucrado en alguna desgracia.
(Cuento inédito)
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 55
Histórico de autores participantes en el
ENCUENTRO INTERNACIONAL DE CUENTISTAS
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES
POR ORDEN ALFABÉTICO, DEL 2007 AL 2019
58 FIL GUADALAJARA
Emiliano Monge | México Ingo Schulze | Alemania
Mauricio Montiel | México Samanta Schweblin | Argentina
Pablo Montoya | Colombia Luis Sepúlveda | Chile
Fabio Morábito | México Ana María Shua | Argentina
Diego Muñoz Valenzuela | Chile Roman Simic | Croacia
Guadalupe Nettel | México Peter Stamm | Suiza
Andrés Newman | Argentina Paola Tinoco | México
Félix Palma | España Eloy Tizón | España
Eduardo Antonio Parra | México Mariana Torres | Brasil
Edmundo Paz Soldán | Bolivia † Hebe Uhart | Argentina
Marina Perezagua | España Álvaro Uribe | México
Goran Petrovic | Serbia Luisa Valenzuela | Argentina
† Ricardo Piglia | Argentina Paul Viejo | España
† Sergio Pitol | México Juan Villoro | México
Monique Proulx | Canadá Irvine Welsh | Reino Unido
Jordi Puntí | España Kim Young-Ha | Corea
Ednodio Quintero | Venezuela † Eraclio Zepeda | México
Pablo Raphael | México
Rodrigo Rey Rosa | Guatemala
Cristina Rivera Garza | México
Giovanna Rivero | Bolivia
Eider Rodríguez | España
Solange Rodríguez | Ecuador
Evelio Rosero | Colombia
Roberto Rubiano | Colombia
Daniel Salinas | México
† Guillermo Samperio | México
† Annie Saumont | Francia
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 59
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES
POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN
Brasil España
Bracher, Beatriz | 2016 Puntí, Jordi | 2012
Fonseca, Rubem | 2007 Bagunyá, Borja | 2011
Torres, Mariana | 2015 Calcedo, Gonzalo | 2010
Cebrián, Mercedes | 2017
Canada Cerrada, Cristina | 2017
Proulx, Monique | 2008 Correa de Fiz, Valeria | 2018
Escapa, Pablo Andrés | 2010
Chile Esteban, Patricia | 2010
Costamagna, Alejandra | 2013 Freire, Espido | 2009
Franz, Carlos | 2009 Giralt, Marcos | 2011
Jeftanovic, Andrea | 2015 Lara, Jordi | 2018
Mellado, Isabel | 2011 Karmele, Jaio | 2013
Mellado, Marcelo | 2012 Marsé, Berta | 2009
Muñoz Valenzuela, Diego | 2019 Merino, José María | 2010
Sepúlveda, Luis | 2008 Mesquida, Biel | 2011
Morellón, Alejandro | 2017
Colombia Palma, Félix | 2019
Aguilera, Marco Tulio | 2007 Perezagua, Marina | 2015
60 FIL GUADALAJARA
Rodríguez, Eider | 2019 Hernández, Jorge F. | 2008
Tizón, Eloy | 2014 Lavín, Mónica | 2010
Viejo, Paul | 2013 Monge, Emiliano | 2009
Montiel, Mauricio | 2015
Francia Morábito, Fabio | 2010
† Saumont, Annie | 2007 Murguía, Verónica | 2017
Nettel, Guadalupe | 2009, 2013
Guatemala Ortuño, Antonio | 2017
Rey Rosa, Rodrigo | 2016 Parra, Eduardo Antonio | 2008
† Pitol, Sergio | 2007
Inglaterra Rapahel, Pablo | 2011
Tessa Hadley | 2015 Rivera Garza, Cristina | 2009
Irvine Welsh | 2015 Salinas, Daniel | 2018
† Samperio, Guillermo | 2010
Irak Tinoco, Paola | 2010
Hussin, Jabbar Yassin | 2007 Uribe, Álvaro | 2013
Villoro, Juan | 2012
Israel † Zepeda, Eraclio | 2007
Adaf, Shimon | 2018
Keret, Etgar | 2012 Perú
Ampuero, Fernando | 2016
Italia Iwasaki, Fernando | 2011
Bonvicini, Caterina | 2008 Yushimito, Carlos | 2017
Cavazzoni, Ermanno | 2008
Portugal
México Cruz, Afonso | 2018
Aguilar, Elvira | 2019
Beltrán, Rosa | 2007 Serbia
Boone, Luis Jorge | 2014 Petrovic, Goran | 2008
Briceño Martín, Carlos | 2019
Chimal, Alberto | 2014 Suiza
Clavel, Ana | 2010, 2016 Stamm, Peter | 2011
Conde, Rosina | 2019
Espejo, Beatriz | 2017 Uruguay
Esquinca, Bernardo | 2015 Delgado Aparaín, Mario | 2014
García, Elpidia | 2018
García Bergua, Ana | 2010 Venezuela
García-Galiano, Javier | 2010 Quintero, Ednodio | 2007
Garrido, Felipe | 2014 Barrera Tyszka, Alberto | 2009
Herbert, Julián | 2013
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 61