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“La Universidad [...] es una comunidad académica que, de modo riguroso y crítico,
contribuye a la tutela y desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural mediante la
investigación, la enseñanza y los diversos servicios ofrecidos a las comunidades locales,
nacionales e internacionales. Ella goza de aquella autonomía institucional que es necesaria
para cumplir sus funciones eficazmente y garantiza a sus miembros la libertad académica,
salvaguardando los derechos de la persona y de la comunidad dentro de las exigencias de la
verdad y del bien común.” Ex Corde Ecclesiae n. 12.
“Las instituciones universitarias [...] tienen por finalidad la generación y
comunicación de conocimientos del más alto nivel en un clima de libertad, justicia y
solidaridad, ofreciendo una formación cultural interdisciplinaria dirigida a la integración del
saber así como una capacitación científica y profesional específica para las distintas carreras
que en ellas se cursen, para beneficio del hombre y de la sociedad a la que pertenecen.” Ley
de Educación Superior n. 24.521, art.27.
“Una universidad puede ser pobre, pueden faltarle edificios adecuados, pueden
faltarle tal vez algunos libros o elementos en sus laboratorios, pero hay una cosa que no
puede faltar, porque sin ello no hay universidad: los maestros. Y al decir maestros, no me
refiero a los profesores. El hecho de que los profesores fueran todos maestros sería muy
difícil de lograr, pero la Universidad tiene que tener por lo menos, algunos maestros con
quienes los alumnos se encuentran en una comunidad espiritual de aprendizaje. Este contacto
alumno-maestro explica la necesidad de la convivencia en un mismo campo, o al menos, la
asistencia obligatoria de los alumnos a clases regulares.
El ideal es –pues yo estoy hablando de un ideal de universidad, no afirmo que lo
hayamos cumplido-, el ideal, repito, es la comunidad de profesores y alumnos, el alumno que
se forma bajo un maestro.
Esto es muy distinto a estudiar materias para dar examen. La universidad no es una
máquina de tomar exámenes, es un contacto entre el que enseña y el que aprende. Así, un
maestro en lo jurídico, no sólo enseñará derecho, sino que enseñará a estudiarlo, a gustarlo, a
penetrar la substancia; irá inculcando hábitos de la profesión: la vocación por la justicia. El
compositor que enseña a sus alumnos a componer, no sólo transmite esto, sino que va
orientando, al conversar sobre sus experiencias y tomar contacto con la persona que hay en el
alumno. Todo esto no entra en el examen, pero también lo da la Universidad, o debe darlo. El
examen como tal, casi siempre se puede preparar con unos pocos libros, lo que no se puede
es penetrar en la vida de la universidad con un examen solamente.” O. N. DERISI
La política enseña a la ciencia especulativa sólo en cuanto al uso, no empero en cuanto a la
determinación de su acto. Pues la política dispone que algunos enseñen o aprendan geometría,
ya que los actos de este tipo, en cuanto son voluntarios, pertenecen a la materia de la moral y
son ordenables al fin de la vida humana. Pero el político no puede enseñar a la geometría a
deducir conclusiones acerca del triángulo: pues esto no depende de la voluntad humana ni es
ordenable a la vida humana, sino que depende de la razón misma de las cosas. Por eso dice
(Aristóteles) que la política dispone de antemano qué disciplinas han de existir en las
ciudades, sean prácticas o especulativas, y quién debe enseñar y por cuánto tiempo.
SANTO TOMÁS DE AQUINO Comentario a la “Política” de Aristóteles n. 27
Dos hombres se paseaban por el extenso predio de una importante universidad. Con su
andar pausado y solemne llegaron hasta un lago poblado de cisnes, y comenzaron a rodearlo
mientras conversaban animadamente.
De pronto, un grito lacerante quebró el murmullo de las hojas y dispersó a los pájaros.
A su derecha, en el centro del lago, un infortunado bañista agitaba sus brazos y clamaba a viva
voz: ¡Socorro! ¡Sálvenme! ¡Me ahogo!
Uno de los paseantes, un técnico, comenzó a quitarse la ropa mientras su compañero,
un eminente investigador, observaba el drama estupefacto, con las manos en los profundos
bolsillos de su guardapolvo. Aquél se arrojó al agua, y nadando vigorosamente llegó hasta el
sitio del accidente, rescató al sujeto y lo depositó en la orilla. Cuando se cercioró de que no
había sufrido daños, volvió por sus prendas y retomó el diálogo con el científico.
A los pocos minutos, el curioso episodio se repitió. Otro individuo asomó en el espejo
del agua y gemía con angustia pidiendo auxilio. Los profesionales, atónitos, se miraron un
instante. De inmediato, el técnico se despojó una vez más de su uniforme y repitió la
maniobra con igual celeridad y eficiencia. Al poco rato, todo volvía a la normalidad.
El tema de conversación era muy apasionante y los dos caballeros no parecían, pese a
todo, dispuestos a abandonarlo. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que, por tercera
vez, el remanso del paisaje fue interrumpido no ya por uno, sino por dos penetrantes alaridos.
En el lugar de siempre, hacia el centro del lago, dos personas coreaban desesperadamente,
mientras parecían hundirse sin remedio. El investigador, atónito, frunció el ceño. Su amigo el
técnico, fuera de sí, dejó los zapatos y se lanzó al agua mientras gritaba: ¡No se quede Ud.
ahí! ¡Venga a ayudarme!
Pero su compañero, ensimismado y sin apartar la mirada de la escena, contestó a
media voz: Por favor, no me moleste. Estoy tratando de averiguar por qué diablos se está
ahogando tanta gente.
Versión libre sobre una fábula narrada por el Dr. Federico Leloir durante un reportaje