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La vuelta al mundo de los tejados

E sa mañana, después de bostezar y rascarse


la coronilla, Chicho decidió que había llegado
el momento de hacerlo. Uno no puede estar
postergando indefinidamente las cosas
realmente importantes.

Hacía ya un buen tiempo que había pla-


neado dar la vuelta al mundo. Desgraciada-
mente, para dar la vuelta al mundo hay que

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empezar por hacer la cimarra y a Chicho le
encantaba ir al colegio. Pero si Hernando de
Magallanes no hubiera hecho la cimarra,
jamás había alcanzado a dar la vuelta al
mundo.
Frente al espejo del baño y con Ia boca
llena de dentífrico. Chicho tomó la decisión
definitiva: ahora o nunca.

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¿Qué es lo que debe llevarse con uno para
dar la vuelta al mundo...? Perplejo. Chicho se
rascó por segunda vez la coronilla Para
empezar, descartó maletas, abrigos, sacos de
dormir y dinero (esto último porque no lo
tenía). Decidió llevar su pequeña mochila del
colegio. Metió en ella su armónica, un trozo
de cuerda del tendedero de su madre y una
barra de chocolate. ¡Ah!, y naturalmente, un
mapa del planeta Tierra y otro de la galaxia y
sus alrededores. Luego, Chicho salió en
puntillas y bajó las escaleras pegado a la
pared. Le parecía que llevaba un letrero la
frente que decía: Estoy haciendo la cimarra y
voy a dar la vuelta mundo. A pesar de su sigilo,
casi se dio de bruces con la señora Manuela.
la vecina del primer piso.
—Chicho, has llegado como caído del cielo.
Ayúdame a subir el canasto con la ropa que
tengo que colgar en la azotea. Mis piernas
parecen de lana y son cuatro PISOS
—No puedo, señera Manuela. Me voy a dar
la vuelta al mundo.
—¿Qué...? No te oí muy bien. ¿Qué pasa en
el mundo?

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—Nada, nada... A ver, déme el canasto.
¡Vamos para arriba!
La señora Manuela le prestaba los patines
de su nieto cuando él no estaba en casa. Lo
menos que podía hacer por ella era ayudarla
a subir la ropa lavada a la azotea. Total,
tardaría un minuto y luego se largaría a dar la
vuelta al mundo.
Subieron a la terraza del edificio donde los
vecinos colgaban la ropa recién lavada. La
señora Manuela se acercó al borde de la te-
rraza y miró hacia la calle.
—¡Mira, qué alegría! La Martina me está
diciendo que han nacido mellizos en su casa.
Dice también que su marido, que es marino
mercante, ha vuelto de Guayaquil lleno de
regalos. Chicho temió que la señora Manuela
tuviera alucinaciones. Por más que se asomó,
él no vio esas noticias por ninguna parte. Sólo
se veía ropa tendida en todas las casas de la
calle.
—¡Claro! Ésos son los mensajes, las noti-
cias de Martina. Las mujeres del atrio nos
contamos nuestras cosas a través de la ropa
que tendemos al sol. Tenemos nuestro código
secreto. Según la ropa colgada, su color y el

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orden en la cuerda, contamos nuestras
noticias diarias a todo el vecindario. Así te
enteras de todo sin moverte de tu azotea.
—Yo creía que las noticias venían en los
diarios.
—Las noticias verdaderamente interesan-
tes están aquí, no en los diarios. Si quieres
saber lo que ocurre en el barrio, sube a las
azoteas y te enterarás de todo. ¿Ves esa te-
rraza con la antena torcida y llena de
gorriones? La ropa tendida que hay allí es de
la Justina. Me cuenta que su hijo se ha com-
prado una moto y que van a cortar el agua a
causa de una rotura de cañería.
—Yo sólo veo allí un pantalón de niño con
las rodillas rotas, unos pañuelos blancos y un
mantel a cuadros.
—Es que tú miras, pero no sabes ver.
—¿Y usted, qué noticias va a darles a sus
vecinas con toda esta ropa lavada?
—Que mi nieto me escribió desde Punta
Arenas, que mi gato Caruso se perdió ayer,
que hoy es mi cumpleaños y que están invi-
tados todos los que quieran venir a mi casa.
—¡Feliz cumpleaños!
—Gracias.

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— Si quiere, puede dar otra noticia impor-
tante con su ropa tendida.
—¿Cuál?
—¡Que Chicho va a dar la vuelta al mundo!
—¡Buen viaje! Toma esta manzana para el
camino.
—Gracias. ¿No es su gato el que está
subido en la chimenea más alta de esa casa?
—¡Claro! ¡Caruso, Caruso! Se ha encara-
mado ahí el pobrecito y no puede bajar.
—¡Yo lo ayudaré a bajar!
—¡Ten cuidado, que tú no eres un gato y
esa chimenea es muy alta!
Chicho saltó al tejado de la casa vecina y se
arrastró, con el cuerpo pegado al plano
inclinado de las tejas, hasta la chimenea.
Parecía un escalador o el Hombre Araña. De
pronto, el gato saltó al vacío, pero Chicho
pudo agarrarlo en el diré. El maullido fue
espantoso. Con Caruso aferrado al cuello,
Chicho inició el descenso. Iba deslizándose
por el caballete del tejado, cuando se topó
con un extraño habitante de las alturas. La
sorpresa casi le hizo perder el equilibrio. El
insólito sujeto le habló cara a cara.

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—¿De dónde sales? ¿Y eso es una bufanda
o una piel de gato?
—Es un gato vivo. Se llama Caruso.
—Creo que tú deberías estar en el colegio...

—Hoy estoy haciendo la cimarra, porque


voy a dar la vuelta al mundo.
—Si fueras a la escuela de la tía Eusabia. no
tendrías que hacer la cimarra, porque en ella
todos los días son festivos. Se llama la
Escuela Andariega. Ella enseña en la calle, en
el campo, en los tejados, en todas partes,
menos en un aula.
—¿Dónde queda la escuela de la tía
Eusebia?
—¡Eusabia, no Eusebia! Ella sabe más que
nadie. Vive en un palomar, unas casas más
allá. Mi hija Luna va a esa escuela y aprende
muchas cosas divertidas.
—Trataré de encontrar a la tía Eusabia.
No es fácil llegar hasta su palomar.
Tendrás que deslizarte por esa chimenea,
sujetándote en la antena. Luego, deberás
saltar a los tejadillos de ese callejón y,
finalmente, resbalar como si fuera un

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tobogán, hasta la azotea donde ella tiene su
palomar.
—¿Y usted, qué hace?
—Me llamo Isidro, pero me conocen como
"el albañil aéreo", porque sólo trabajo en los
campanarios, veletas, torres, cornisas y
claraboyas.
—Ah, ya entiendo, arregla las tejas rotas y
los canalones del agua de lluvia.
Isidro se rió y se atusó sus bigotes aéreos
—Nada de eso. Reparo los nidos ce las
palomas, gorriones y golondrinas. Alguien
tiene que hacerlo, ¿no?
Chicho se rascó la coronilla por tercera
vez.
—Debe de ser un trabajo muy difícil.
—Lo haría mejor si tuviera un par de alas y
pudiera volar —se rió Isidro—. Lo que me
hubiera gustado ser es un trapecista volante,
pero la carpa de un circo me ahogaría.
Necesito el aire libre.
—Yo nunca había subido a los tejados
—confesó Chicho.
—¿Ni siquiera para buscar tesoros?
—¿Y qué tesoros se pueden encontrar por
aquí?

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—Muchos más que en la superficie de la
tierra o en el fondo del mar —respondió Isi-
dro—. Esta mañana he descubierto uno. ¡Ven
conmigo!
Isidro, el albañil aéreo, y Chicho se desli-
zaron por la pendiente del tejado hasta caer
en una tenaza llena de maceteros y enreda-
deras. Desde allí, subieron a una torre y
desfilaron por una cornisa hasta llegar a una
cúpula forrada en aluminio. Estaban en el
punto más alto de un edificio. Isidro le mostró
a Chicho un nido construido junto a la veleta.
—Es un nido muy bonito —exclamó Chicho.
—Es más que un nido: es una caja fuerte.
¿Has oído hablar de las urracas? Son pájaros
ladrones. Todo lo que brilla lo recogen con su
pico y lo guardan en su nido. ¡Mira!
En el nido relampagueaba una serie de
objetos metálicos. Chicho fue haciendo el
inventario.
—¡Es increíble! Una cucharilla de plata,
una medalla, tres monedas, un clavo... ¡y un
anillo de oro!
—Fíjate, lleva un nombre grabado: Nadia.
Habría que devolvérselo a su dueña, pero
para eso tendrías que encontrar a Nadia.

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Bueno, yo tengo que irme a preparar un nido
para un jilguero que quiere empollar
huevitos.
Chicho inició el descenso desde lo alto de
la veleta.
—¡Cuidado, que se te cae el gato!
—¡Canoso, agárrate bien a mi cuello que
vamos a bajar de las nubes!
—¡Chicho, si encuentras a mi hija Luna en
la Escuela Andariega de la tía Eusabia, dile
que compre alpiste antes de subir a casa!
—¿Para los pájaros? —preguntó Chicho.
—No, para mí —se rió Isidro—. Yo sólo
como alpiste en sopa, con maicena y con
mote con huesillos. Adiós, Chicho.
Chicho se despidió de Isidro y continuó el
descenso. Utilizando la cuerda que llevaba en
la mochila, se colgó hasta llegar a la base de
la torre. Desde allí saltó al tejado de la casa
vecina. Al terminar el caballete empezaba
una gran claraboya de cristales de colores.
Chicho la empezó a cruzar como un
equilibrista en la cuerda floja. En ese
momento, Caruso le arañó el cuello y el grito
de Chicho se confundió con el maullido del
gato. Chicho resbaló en la superficie bruñida

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y cuando ya se veía rompiendo la cristalera y
cayendo al vacío, una mano lo sostuvo en el
aire y empezó a izarlo lentamente. Cuando
Chicho volvió la cabeza para ver a su
salvador, lanzó un grito de terror. El hombre
que lo sostenía tenía la cara enteramente
negra. Unos dientes blanquísimos le
sonrieron.
—Me llamo Ángel y soy el
deshollinador. Parece que te ha dado más
miedo mi cara tiznada que la claraboya
rota, ¿verdad? Como no llevas paracaídas,
tienes que mirar muy bien por donde
andas. Yo he tardado diez, años en saber
dónde debo poner los pies Vivir en los
tejados no es más inseguro que la calle,
pero hay que conocer las trampas.
—¿Pasas muchas horas en los tejados?
—preguntó Chicho.
—¿Horas? ¡La vida entera! Incluso
duermo en el hueco de una chimenea
abandonada.
—Debe de ser muy triste —dijo Chicho.
pensando en la blanda cama de su casa
Angel lanzó una carcajada.

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—En los tejados sólo se encuentran
personas alegres. Además, si quiero
hablar con Nadia—¿Quién es Nadia?
—pregunto el deshollinador.
—También a mí me gustaría saberlo, Angel.
Sólo sé que perdió un anillo de oro que le
robó la Urraca Ladrona y yo quiero
devolvérselo.
—Quizás yo podría ayudarte. Si vive en
esta manzana podemos llamarla por las chi-
meneas.
—¡¿Llamar a alguien por las chimeneas?!
Nunca he oído algo así —dijo Chicho, asom-
brado.
—Podemos intentarlo, por lo menos.
Sígueme. empezaremos por ese tejado.
Ángel se fue encaramando en todas las
chimeneas y desde allí repetía el nombre
misterioso.
—¡Nadia... Nadia... Nadia... Nadia...!
Hasta que de una de ellas brotó la vocecita
lejana de una niña.
—¡Soy yo! ¿Quién me llama?
—¡Ángel, el deshollinador! ¿Es tuyo un
anillo de oro que tiene grabado este nombre
en su interior?

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—¡Sí! ¡Perdí mi anillo ayer!
—Te lo robó la Urraca y lo encontró un
amigo mío que se llama Chicho. Él mismo
va a ir a devolvértelo.
—¡Gracias, Ángel ¡Gracias, Chicho!
—Adiós, Nadia.
—Adiós, amigos.
Chicho estaba asombrado de todo lo que
iba aprendiendo en los tejados.
Yo creía que las chimeneas sólo
servían para echar humo.
—¿Sabes, Chicho? La aventura consiste
en mirar las cosas de nuevo y utilizarlas en
forma imaginativa.
—No puedo perder más tiempo. ¡Tengo
que empezar a dar la vuelta al mundo!
—exclamó el niño.
—¡Mira bien dónde pisas! Y cuando
termines de dar la vuelta al mundo, vuelve
por aquí.
Chicho se despidió del ángel
deshollinador v cruzó en puntillas una
cornisa para evitar la claraboya de
colores. Luego fue bajando por un
tejadillo. Para moverse mejor, había

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metido a Caruso en la mochila, dejándole
la cabeza afuera.
El gato de la señora Manuela estaba
encantado con el paseo. Chicho escaló la
fachada de un patio de luz hasta llegar a la
azotea de una vieja casa abandonada. Algo le
llamó la atención.- una musiquilla de orga-
nillo. Se abrió paso y descubrió a un viejecito
de pelo blanco, muy limpio y sonriente que
daba vueltas la manivela de un organillo tan
antiguo como él mismo.
—¡Hola! ¿Te gusta la música?
—Claro, tengo una armónica —le respondió
el niño.
—Eso está muy bien. Me alegra verte.
Nadie sube hasta este desván en ruinas.
Tienen miedo.
—¿Miedo? ¿Y de qué?
— De los fantasmas —sonrió el viejecito.
—Yo no sé si les tengo miedo a los
fantasmas. porque nunca he visto uno
—replicó Chicho.
—Ahora tienes a uno delante de ti —le dijo
con picardía el anciano.
—No veo a nadie.

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—Yo soy el fantasma de esta vieja casa
abandonada. Me llamo Feliciano. Nací en esta
casa y morí a los 95 años. Después de muerto
decidí quedarme a vivir aquí. Pero no te
confundas, no soy un "alma en pena" . soy un
"alma en risa". .
—No sabía que existían las "almas en risa"
—dijo Chicho.
Ese viejecito le gustaba y no le producía
ningún temor.
—Yo soy una de esas almas, aunque en
vida también fui muy alegre, era organillero y
vendía globos. En el desván donde yo vivía.
se quedaron cientos de globos sin inflar. Por
eso subo al tejado en los días de sol. inflo los
globos con canciones y los dejo volar li-
bremente sobre el cielo de la ciudad.
Chicho no terminaba de entender del todo
el oficio del viejecillo.
—¿Qué es eso de "inflar globos con
canciones" ?
Feliciano se rió ante el desconcierto del
niño.
—Es un invento mío que sólo se me ocurrió
cuando ya era un fantasma. Verás, el fuelle
de mi organillo lanza su airecillo musical y

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con ese aliento yo inflo los globos. Después
de sobrevolar toda la ciudad, los globos caen
o se desinflan y en ese momento entregan su
canción. ¿Ves este globo? Tiene una hermosa
canción dentro de él. Pínchalo con este alfiler
si quieres escucharla.
Chicho reventó el globo con el alfiler y se
empezó a escuchar una bonita melodía.
—Todos los globos llevan a la ciudad el
repertorio de mi organillo.
—Me gustaría inflar un globo con la música
de mi armónica —le pidió el niño a Feliciano.
—¡Claro que puedes hacerlo! Te daré el
globo azul más grande que tengo. Toma.
Chicho empezó a tocar su armónica y el
hermoso globo azul se fue inflando hasta al-
canzar un gran tamaño.
—Ahora, déjalo volar. Alguien en el extre-
mo de la ciudad escuchará tu canción y se
alegrará.
—¿Por qué dice la gente que los fantasmas
dan miedo? —preguntó Chicho. —El miedo
lo lleva cada persona en un bolsillo secreto.
Cuando uno vacía todos sus bolsillos, ya no
tiene miedo a nada.

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—¿Hay más fantasmas en esta casa aban-
donada? —quiso saber el niño.
—No. Los que había eran "almas en
pena", pero con las canciones de mi
organillo se transformaron en "almas en risa"
y se fueron a celebrar por ahí su nueva
condición de fantasmas alegres.
—Feliciano, ¿me quieres decir cómo puedo
llegar a la Escuela Andariega de la tía
Eusabia?
—Claro, ella es muy buena amiga mia. Vive
en un palomar, en la tenaza de esa casa del
callejón.
Chicho se asomó al vacío y sintió vértigo.
No podré saltar hasta esa terraza. El
callejón es muy ancho.
—Eso tiene una solución fácil —respondió
Feliciano—. Agárrate bien a los hilos de este
racimo de globos. Ellos te llevarán flotando
hasta allí.
—Gracias, Feliciano.
—Adiós, Chicho. Vuelve por aquí.
Chicho se lanzó al vacío sostenido por el
racimo de globos y descendió suavemente
sobre el palomar de la tía Eusabia. Se escu-
chaba un incesante arrullo de palomas. La tía

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Eusabia regaba sus maceteros de albahaca y
yerbabuena. Le pareció de lo más natural que
Chicho descendiera del cielo agarrado a un
montón de globos ce colores.
—Bienvenido —fue todo lo que dijo la tía
Eusabia.
—¿Llego muy tarde a la Escuela? —pre-
guntó el niño.
—Nunca es tarde. En mi Escuela no hay
horarios.

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—No he traído libros porque voy a dar la
vuelta al mundo.
—El mundo es como un gigantesco libro
ilustrado donde se encuentran todas las
asignaturas.
—Debo decirle, tía Eusabia, que soy malí-
simo para las Matemáticas.
—No te preocupes, para eso tengo "los
guantes de cálculo". Uno se pone estos
guantes y resuelve cualquier problema.
—¿Puedo probármelos?
—¡Puedes llevártelos!
—Me gustaría ser alumno de la Escuela
Andariega, tía Eusabia.
—Ya lo eres. A todos mis alumnos les re-
galo una alcancía.
—¿Para ahorrar dinero?
—Nada de eso. Ésta es ula Alcancía del
Disparate". En ella se pueden ir metiendo
todas las locuras que se te ocurran. Por
ejemplo: "Ias mariposas tienen colmillos de
marfil y llevan pilas recargables". Ahora,
prueba tú.
—Los continentes son tres: Isla de Pascua,
tronco y extremidades.

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—¡Muy bien! —rió la tía Eusabia. —La
Tierra es cuadrada y con las patas un poco
torcidas.
¡Estupendo! Sigue ahorrando disparates
en tu alcancía. Cuando la tengas llena, ya no
dirás nunca más un disparate. ¿Qué te pareció
la lección?
—Fantástica, tía Eusabia. —Siempre
termino mis clases con una canción.
Aprovecharemos los globos inflados del
Fantasma Feliciano.
La tía Eusabia reventó un globo y se em-
pezó a escuchar una marcha circense para
acompañar la canción. La viejecita cantó y
bailó con sus graciosos pasitos por toda la
azotea.
En la Escuela Andariega hay ta
mejor diversión, porque el
troncharse de risa puede ser una
lección. No hay premios ni
castigos.sólo la imaginación. Todos
somos los maestros en la Escuela del
Humor. Tocaremos instrumentos
que son el Conocimiento. Esta flauta
es Biología y el Algebra, este
tambor. Una trompeta, la Historia y

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la Química, el trombón. A pesar de
que Chicho estaba encantado
con esta Escuela, tuvo que
despedirse de la tía Eusabia.
—¡Hasta mañana, tía Eusabia! Tengo que
bajar a devolverle el gato a la señora
Manuela y luego partir a dar la vuelta al
mundo. —Hasta mañana... ¡y que te diviertas!
Chicho bajó con mucho cuidado, llevando su
mochila y el gato caruso. .Saltando de azotea
en azotea y de tejadillo en tejadillo, volvió a
la terraza de su casa, donde la señora
Manuela tendía sus sábanas. Aquí tiene a
Caruso. señora Manuela: sano y salvo.
—Gracias. ¡Eres muy valiente, Chicho!
¿Terminaste de dar la vuelta al mundo?
—Bueno, todavía no, pero di la vuelta a la
manzana, que es lo mismo. ¿Sabe, señora
Manuela? No se lo diga a nadie, pero estoy
haciendo la cimarra.
—¡Pero si hoy es feriado, chiquillo! No hay
obligación de ir al colegio.
—La tía Eusabia no me dijo nada —replicó
Chicho.

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—La Escuela Andariega funciona sólo los
días de fiesta, porque asistir a ella es una
fies ta.

Desde ese día, Chicho va al colegio los días


de semana, pero no se pierde la Escuela
Andariega los días festivos.
Chicho ha dado ya muchas vueltas al
mundo, porque comprendió que el mundo
estaba en su cabeza y en sus zapatos. Y en
los tuyos también. El mundo está en tu casa,
en tu barrio y en la inmensidad de tus sueños.
Pablito Gutenberg

Pablito le tenía más asco a los libros que a un


jarabe para la tos. Incluso, le producían
alergia: abría un libro y empezaba a
estornudar. Si lo obligaban a leerlos, los ojos
se le escapaban de la cara y se quedaba
turnio. Su mamá lo llevó al estornudólogo y al
turniólogo. Le recetaron cuatro clases de
pastillas, pero no le dieron un soplete
incinerador fulminante para quemar los

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libros, que es lo que Pablito habría querido,
tal como había visto en Terminator III".
Pablito pensaba que los médicos deberían
ver más televisión y dibujos animados, en vez
de consultar el Recetario Universal de las
Pastillas Amargas.
El profesor había rebautizado a Pablito con
el nombre de Gutenberg por su odio recon-
centrado a la letra impresa. Como todo el
mundo sabe (menos Pablito), Gutenberg fue
el inventor de la imprenta. El profesor pro-
curaba que Pablito Gutenberg se mantuviera
a una distancia prudente de los libros para no
provocarle un ataque alfabético irreversible.
Sólo cuando era absolutamente necesario, le
pedía que tomara un libro con las debidas
precauciones, es decir, con guantes de goma
y anteojos oscuros para evitar el des-
lumbramiento literario.
Cuando la mamá de Pablito recibía
las comunicaciones del colegio,
exigiendo al niño leer una lista de
libros obligatorios, trataba de
encontrar algún truco para hacerle

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tragar la letra impresa. Por ejemplo,
cortaba en trozos varios libros de
Historia, Biología y Álgebra y los
metía en la licuadora, mezclándolos
con leche, cacao y jarabe de
frutillas. Batía la nutritiva mezcla y
se la servía a su hijo en grandes
vasos antes de ir al colegio.
Consiguió dos cosas: una pequeña
diarrea sin consecuencias y unos
trabajos escolares que causaron el
estupor del profesor. Esta joya es
una muestra: "Las branquias de los
vertebrados producen la
metamorfosis del occipucio en las
guerras napoleónicas."
A todo esto, el pequeño Gutenberg se
sentía acorralado. El asedio al que estaba
sometido tenía que terminar de una vez.
Había llegado el momento de pasar a la ac-
ción, de tomar medidas definitivas. Así fue
como decidió quemar la Biblioteca del Co-
legio. Sólo reduciendo a cenizas a sus ene-
migos, lo dejarían en paz (ya habrán com-
prendido que sus enemigos feroces eran esas

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hormiguitas odiosas que son las letras
impresas).
Una tarde, cuando cerraron el colegio y no
quedó ni un alma en el recinto, Pablito
Gutenberg se coló por una ventana de la Bi-
blioteca, bien provisto del material
purificador justiciero: dos bidones de
bencina. Mientras derramaba el líquido
inflamable entre los estantes de libros,
recordó el video juego "El Pirómano Atómico"
lanzó su aullido característico:
¡Uuuuuuuuuuuuugh, Ruf Ruf!
Cuando terminó de vaciar los bidones se
dio cuenta de que no tenia fósforos. Un
Piromano Atómico no se detiene ante esos
tropiezos: buscaría fósforos en la cocina del
colegio. Trepó al alféizar de la ventana e in-
tentó salir tal como había entrado. Fue im-
posible. La pequeña ventana se había cerrado
por fuera. El Pirómano Atómico se había
quedado encerrado en la Biblioteca.
Pablito Gutenberg comprendió que tendría
que pasar la noche allí. Estaba desconcerta-
do: ¿qué se puede hacer en una Biblioteca
aparte de quemarla...? Para matar el tiempo,
se puso a jugar con los libros. Armó es-

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caleras interminables, cerros, desfiladeros y
túneles. Entonces, Pablito recordó el video-
juego "El Arte de la Guerra" y desató una
lucha sin cuartel contra enemigos invisibles,
utilizando los libros como granadas de mano.
Después del intenso bombardeo al que
sometió a la trinchera enemiga, se produjo un
gran silencio. Desde la barricada a la que
había atacado se levantó una bandera blanca
sujeta a un palito. Sus enemigos se rendían
por fin.
De entre las ruinas apareció un cocodrilo
en patines con un brazo en cabestrillo y un
loro con una pata de palo y un parche en un ojo.
Querían parlamentar. El loro le propuso a
Pablito que terminaran la guerra y visitaran
el territorio de los libros.
—¿Para qué...? ¡Allí sólo hay hormigas
impresas!
—No —le dijo el loro pata de palo—, tam-
bién hay imperios submarinos, nidos de
águilas habitados por hombres-pájaros,
bosques mágicos donde viven unicornios y
muchos otros personajes inolvidables.

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El cocodrilo, el loro y Pablito abrieron un
libro y se deslizaron por sus páginas como si
fuera un tobogán.
Corriendo de página en página se toparon
con un personaje estrafalario. lanza en ristre.
—¿Es "El Exterminador Vengativo" de la
tele?
—No, es Don Quijote —le informó el co-
codrilo.
—¡Yo te llevaré a la tierra de Jauja donde
los ríos son de leche y las montañas, de
chocolate! —invitó Don Quijote a Pablito.
El niño saltó a la grupa de Rocinante,
mientras el cocodrilo y el loro tuerto
montaban sobre el borrico de Sancho Panza.
Así galoparon hasta perderse en las páginas
del libro. En una playa solitaria descubrieron
a un barbudo llamado Robinson Crusoe, quien
les dijo que estaban en una isla. Encendieron
una fogata para calentarse, pero el fuego
atrajo al Capitán Bocanegra que buscaba un
tesoro. Traía como rehén a un niño llamado
Oliver Twist. Pablito se hizo compinche de
Oliver y consiguieron engañar al Capitán
Bocanegra. Huyeron en un globo con el cual
dieron la vuelta al mundo en 80 dias. Estando

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en el aire, desde un pequeño asteroide los
llamó el Principito y los invitó a recorrer la
Galaxia. Fue el comienzo de una noche
interminable de aventuras.

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Cuando a la mañana siguiente los profe-
sores abrieron la Biblioteca, encontraron un
espectáculo insólito: Pablito Gutenberq dor-
mido sobre decenas de libros abiertos. No
sabían si llamar a un médico o a los
Carabineros. Finalmente, no llamaron a
nadie, sino que llevaron a Pablito a tomar
desayuno al comedor del colegio. Entre
rebanada y rebanada de pan con mantequilla,
no había forma de hacer callar a Pablito.
Tenía mucho que contar, y eso que sólo se
había metido en el interior de unos pocos
libros. ¿Cuántos misterios podrían contener
los otros...? El loro le había dejado a Pablito
el mapa de una isla maravillosa cuyos tesoros
había que descubrir: era el plano de la
biblioteca.
El profesor le pidió a Pablito Gutenberg
que contara sus aventuras a los demás com-
pañeros y compañeras de curso. Se pasaron
toda la mañana escuchándolo y, cuando ter-
minó, decidieron organizar un "safari" a la
Biblioteca. Pero este "safari" es otro cuento y
lo dejaremos para otra ocasión.

33
El caballito y el mar

E l caballito del carrusel daba vueltas y


vueltas todo el día. todo el año y desde hacía
tantos años que ni él mismo se acordaba. Por
las noches, cuando se apagaban las luces del
Parque de Atracciones y el carrusel se
quedaba quieto, el caballito pensaba:
—¿Toda mi vida daré vueltas y vueltas en
el mismo sitio...? Si sigo aquí me haré viejo,
perderé la pintura, se me aflojarán los torni-
llos y me reemplazarán por un caballito
nuevo. Terminaré en el basural sin haber
conocido otra cosa que las luces artificiales
de la rueda que gira. Así. nunca llegaré a ver
el mar.
Una noche, el caballito soltó del carrusel
para escaparse. Los otros caballitos le
dijeron:
—¿Adónde vas?

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—Quiero ver el mar. No quiero seguir
dando vueltas —respondió el caballito.
Naciste para eso. No te rebeles. Aquí es
donde estás más seguro —le aconsejaron a
coro.
—Adiós. Mañana el dueño hará girar el
carrusel con un caballito nuevo.
El caballito se alejó con un trotecillo que
quería parecer seguro, pero le temblaban las
patitas de madera. No podía dejar de caminar
en círculos y le costó mucho acostumbrarse a
caminar en línea recta.
En una plaza vacía, se encontró con un niño
que buscaba cartones entre la basura, luego
los amontonaba en un carrito de mano.
—Hola. ¿Me puedes decir en qué dirección
está el mar?
el niño lo miró asombrado.
—No lo sé. Nunca estuve allí.
—Entonces, podríamos ir juntos, ¿no
crees?
—Estoy trabajando. Vendo los cartones
que recojo.
—Yo podría ayudarte a tirar del carrito.
Cuando terminemos con los cartones, nos
iremos a buscar el mar.

35
—De acuerdo. Me llamo Quico y es la
primera vez que tengo un amigo como tú.
El caballito acompañó toda la noche a
Quico en la rebusca de cartones. Tiraba
del carrito y trotaba con la gracia que
tienen los caballitos de carrusel.
en un tarro de basura encontraron un
viejo sombrero de copa abollado. Quico se
lo puso y empezó a hacer morisquetas. El
caballito se reía mucho.
—El Mago del Parque de Atracciones
donde está el carrusel, tiene un sombrero
parecido —dijo el caballito—. Hace salir
del fondo todo lo que se le ocurre.
Siguiendo con su pantomima, Quico me-
tió la mano en el sombrero y dijo:
—¡Sombrero mágico, haz que
encuentre- en el fondo una manzana!
—Y un poco de alfalfa para mí —rió el
caballito.

Quico metió la mano en el sombrero de


copa y sacó de su interior una manzana y un
puñado de alfalfa. Los dos se quedaron mu-
dos de asombro. Reamente parecía el som-
brero de un mago. Mientras comían. Quico

36
imaginaba las cosas que le pediría al sombre
ro de copa.
—¡Unos patines! ¡Unas zapatillas! ¡Una
torta de cinco pisos!
El caballito comía su alfalfa sonriendo.
—¿Y para ti no vas a pedir nada?
—Yo no necesito nada, pero me gustaría
que se iluminara la noche con fuegos artifi-
ciales. Todo está muy oscuro y la gente de
este pueblo es muy triste.
En ese mismo momento, empezaron a salir
del sombrero de copa abollado miles de
fuegos artificiales que se elevaban y hacían
explosión en el cielo. Todo se cubrió de
benqalas y luminarias. Se abrieron las
ventanas de

37
38
todas las casas. La gente contemplaba el
cielo, maravillada.
—¡Me gustaría que aparecieran globos,
muchos globos! —gritó, entusiasmado, Quico.
Del sombrero mágico empezaron a salir
globos grandes y pequeños; amarillos, rojos,
azules, de todos los colores. Algunos se
elevaban, otros rebotaban como pelotas y
formaban montones que se movían como
olas. Estaba amaneciendo y la gente salía de
sus casas, llamándose y riendo. El pueblo
parecía estar de fiesta.
—¡Vamos hacia el mar! —dijo Quico—. El
sombrero mágico nos indicará el camino.
El niño enganchó el caballito de carrusel al
carrito de mano y se encaramó sobre los
cartones. El caballito empezó a trotar llevan-
do encasquetado entre sus orejas el
sombrero del ilusionista.
Llegaron al mar a mediodía, cuando las olas
parecen calmarse y todo brilla como un
espejo. El caballito de carrusel se despidió de
Quico y entró en el mar y se convirtió en un
caballito de mar, a los qua llaman
"hipocampos". Son tan graciosos como los

39
caballitos de carrusel, pero viven libres, sin
dar vueltas en una rueda.
Quico se hizo pescador y cuando nada mar
adentro se encuentra a veces con el caballito
de mar y se ríen mucho juntos.

40
La comarca del olvido

E n la Comarca del Confín gobernaba un

41
hombre con una cabeza chiquita. No es que
fuera un enano, pero tenía la cabeza chiquita
como un tapón de botella, como una avellana,
como una guinda colorada. Por eso se sentía
tan pequeñito y, para sobresalir de entre los
demás, obligaba a todo el mundo a caminar de
rodillas.
—¿Y por qué todos le obedecían?
—Porque todos tenían miedo a sus guar-
daespaldas.
—¿Eran tan terribles?
—¡Irrisibles! Porque también debían andar
de rodillas. Todos le obedecían sin decir ni
Mu.
—¡Muuuuu!
Aparte de mugir mejor que nadie, el
Hombrecito tenía el cuerpo lleno de condeco-
raciones que sonaban corno chatarra. Ese
ruido le impedía oír lo que decía su pueblo.
—¡Queremos una hallulla tibiecita todos
los días!
El Hombrecito hacía sonar su chatarra
multicolor y se producía el silencio. Así
gobernaba país a base de rabietas,
berrinches y pataletas. La sangre se le ponía

42
morada y la papada, atornasolada. Pateaba el
suelo y vociferaba:
—¡Rodisflankis! ¡Gransifolópodos cónicos!
¡Miérfoles y remiérfoles!
Todas las órdenes las daba a bocinazos. El
Hombrecito de la cabeza chiquita masticaba
las palabras como si fueran palomitas de
maíz.
—¡Crash! ¡Cronch, cronch!
Cuando oíamos la trituración de las pala-
bras, sabíamos que una nueva prohibición
caería sobre nosotros.
Durante 48 horas se escuchó el triturar
implacable de los pensamientos y palabras
del Hombrecito y, finalmente, su pregonero,
que tenía voz de altoparlante de mil
decibeles. informó a los vecinos:
—¡Atención a todos los vivos y los difuntos
de la Comarca del Confín! ¡Queda rigu-
rosamente prohibido guardar, esconder o
tener recuerdos de cualquiera clase! Los
recuerdos se consideran altamente
subversivos.
Todos los habitantes de la Comarca del
Confín fueron obligados a desprenderse de
sus recuerdos más íntimos y dejarlos en la

43
mitad de la plaza, donde se formó con ellos un
inmenso monzón de memoria como si fueran
las hojas secas del otoño después de una
ventisca. Si alguien se dejaba un pequeño
recuerdo secreto, era encerrado en un
oscuro calabozo.
Cuando ya no hubo ni un solo vestigio de
memoria que no estuviera amontonado en la
plaza, el Hombrecito en persona se acercó a
los despojos con una antorcha e hizo arder la
memoria colectiva en un instante. Así
desaparecieron poemas, canciones,
imágenes, leyendas, tradiciones, barrios
enteros con sus calles antiguas, paisajes
entrañables, rostros, personajes... La
Comarca del Confín se convirtió en tierra
quemada, en un desierto de olvido. La gente
no recordaba sus nombres ni los lazos de
amistad que los unían.. Sus vidas se
transformaron en un vacío negro, sin pasado
y sin futuro.
El humo negro de los recuerdos quemados
subió hasta el cielo, formando una nube que
se posó sobre el pueblo. El Hombrecito de la
cabeza de garbanzo creyó que se había hecho
de noche y se fue a dormir.

44
—¡Glup trancaplash karroarr —fue su
único comentario. Al poco rato estaba ron-
cando.
La nube negra del humo del recuerdo que
flotaba sobre el pueblo fue desgarrada por un
rayo inesperado y se desató la tormenta.
Empezó a llover torrencialmente sobre la
Comarca del Confín. Era una lluvia de me-
moria fresca. La gente salió a la calle a

45
46
mojarse con la lluvia que les empapaba el

cuerpo y los hacía revivir.


Todos empezaron a recordar
sus nombres, sus amores, sus
alegrías.
Poco a poco, los barrios
recobraron sus colores, sus
calles, sus rincones. El pueblo
recordó que había perdido algo
más importante que sus
nombres: la libertad. Dejaron de
caminar de rodillas. Se pusieron
de pie y sacaron al Hombrecito
de cabeza de huesillo de su
fortaleza. Lo pusieron bajo la
lluvia de la memoria. Así fue
como el Hombrecito recordó
que él no era un gigante, sino un
enano disfrazado, y huyó
despavorido.
Ahora los habitantes de la
Comarca del Confín van
recuperando su ciudad y sus
imágenes. calle a calle, palabra

47
a palabra y, con ellas, su
identidad de hombres libres.

La historia de Lucio

N ació en un día radiante primavera. Una


intensa luz de miel atravesaba las hojas de los
árboles. Parecía que, junto al niño, nacían
también el jardín, la ciudad y el . mundo, tan
limpio y diáfano parecía el aire.
Los padres se dieron cuenta de que el
niño tendría algo luminoso y diferente y
se congratularon por ello. Lo llamaron
Lucio, porque era el nombre que más se
acercaba a la palabra luz. La intuición de
los padres fue acertada, ya que la .luz fue
determinante en la vida de Lucio, para su
dicha y para su desgracia.
—¿Desgracia...? ¿Por qué ha
aparecido esta desagradable palabra en

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un cuento tan luminoso como éste? ¿Por
qué no dejar el relato aquí, corno una
foto fija en ese día en que la primavera
estallaba en las yemas de los árboles?

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dizo o enfermizo, están equivocados. Sim-
plemente, era un niño corriente, pero trans-
parente.
—¿Y sus padres qué pensaban de este?
Estaban preocupados, naturalmente. Lo
llevaron a médicos, hospitales y centros es-
pecializados. Todo fue inútil: Lucio era un
niño sanísimo, lleno de vida, absolutamente
normal, pero que dejaba pasar la luz a través
de él.
Su familia no entendió bien la situación: se
encerraron en sí mismos. No querían com-
pasión, ni solidaridad, ni desprecio, ni
rechazo, ni consejos, nada.. Lucio creció
aislado, fuera del alcance de la mirado de
todos.
Una mañana en que sus padres habían
salido, Lucio saltó por una ventana al jardín y
se fue a corretear por el barrio. Tenía ganas
de conocer a otros niños, jugar con ellos y
hacer pillerías.
Se fue a una plaza y se acercó a los grupos
de niños que jugaban. Las madres, que
vigilaban sentadas en los bancos, llamaron
inmediatamente a sus hijos. No querían que
tuvieran contacto con un niño transparente.

51
Podía tener una enfermedad contagiosa In-
cluso llamaron a un guardia.
En ese momento, Lucio se dio cuenta de
una cosa. Con sus ojos podía leer los
pensamientos de los demás. Es decir, que si
él era transparente, también veía
transparentes las mentes de la gente a su
alrededor. Eso lo divertía y también lo
apenaba. Veía conversar a dos personas, por
ejemplo, que se decían una cosa y pensaban
otra muy distinta. Si alguien lo miraba, sabía
exactamente lo que estaba pensando de él.
Así se dio cuenta de que nadie dice lo que
realmente piensa.
Entró en una panadería y pidió un pastel (a
Lucio le encantaban los pasteles y no pre-
cisamente los pasteles transparentes). El
panadero lo miró asombrado. Lucio leyó en
su frente lo siguiente: ¿Quién es este bicho raro?
¿Será peligroso?
Lo que dijo el panadero fue muy diferente.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—¿Ayudarme? No, gracias. Quiero un
pastel.
—Llévate el que quieras.

52
Lucio leyó en la frente del panadero: Si no se
va ahora mismo, llamaré a la policía.
—¿Por qué quiere llamar a la policía? —le
preguntó Lucio.
—¿Yo? Ejem... Yo no he dicho nada de eso.
—Pero lo está pensando. ¿De qué tiene
miedo?
—¿Miedo? ¿De qué estás hablando? ¡Toma
el pastel y ándate de aquí que me pones
nervioso!
A Lucio no le importaba mucho que su
cuerpo transparente intranquilizara a los
demás, lo que lo entristecía era que la gente
no dijera lo que pensaba.
Mientras recorría el barrio fue
descubriendo los secretos, las ambiciones,
las hipocresías, que todo el mundo escondía
detrás de
sus máscaras. Era como un juego entre él y
los demás, pero terminó por cansarlo.
Cuando volvió a su casa. Lucio les contó a
sus padres sus correrías por el barrio y les
pidió que lo dejaran ir al colegio como los de-
más niños. Sus padres aceptaron, porque
comprendieron que Lucio ya podía

53
defenderse solo de los prejuicios y del
rechazo de la gente.
Ya en el colegio, el maestro lo recibió con
cariño. Por primera vez, Lucio no vio con-
tradicción alguna entre lo que el maestro
decía y lo que leía en su frente. Eso lo
tranquilizó bastante.
El maestro consiguió que todo el curso
comprendiera que era natural y deseable que
hubiera rubios, morenos, bajos, altos, opacos
y transparentes como Lucio.
La historia de nuestro amiguito termina
aquí, pero si tú quieres puedes inventar otro
final o continuar la historia. A la imaginación.
cuando se pone en movimiento, no la para
nadie.

El sabio y los dinosaurios

V ivía en el Valle de Elqul un arqueólogo al


que llamaban familiarmente Diño, porque

54
buscaba por todas partes un esqueleto de
dinosaurio. Los arqueólogos sor unos sabios
que buscan bajo tierra las huellas del pasado.
Diño encontraba muchas cosas enterradas,
como envases de plástico o los huesos de un
pollo, pero nunca encontró el esqueleto de un
dinosaurio.
Un día, aburrido de desenterrar basura,
decidió cambiar de profesión, pasar de
arqueólogo a "inventólogo", es decir, un sabio
inventor. Como era muy aplicado, inventó
varias cosas en un solo día, por ejemplo, el
alfiler de gancho, el huevo de la gallina y el
estornudo.
Un domingo de septiembre que estaba más
inspirado que de costumbre, inventó el vo-

55
lantín. Él no supo nunca que el volantín se
había inventado hacía mucho tiempo, de
manera que se puso muy contento por haber
inventado algo tan hermoso, tan liviano, que
se elevaba por el aire con tanta facilidad. Hay
que reconocer que el volantín de Diño no era
un volantín cualquiera. Era blanco en la parte
central con dos alerones azules. Tenía una
cola de cinco metros que ondeaba como una
bandera desplegada.
Los vientos de septiembre son caprichosos
y muy mal educados: dan manotazos al
primero que se les ocurre. Una ráfaga de
ésas elevó al volatín y a su dueño agarrado a
¿a cola de cinco metros. El sabio Diño se
remontó más allá de las nubes, más allá de la
última estrella conocida, hasta llegar al
espacio intergaláctico. Cada astro, cada
planeta tenía una forma, un color y una
historia diferentes. Así, fue conociendo el
planeta de la risa, porque tiene cosquillas, la
estrella fugaz "corre que te pillo", las lunas
lunáticas, porque son huecas por dentro

56
como pompas de

57
jabón, y los asteroides de merengue y
chocolate que flotan sin dueño en el
firmamento. También se llevó alguna
sorpresa desagradable. Descubrió un planeta
que es un inmensa bolsa de basura que flota a
la deriva.
En uno de sus paseos por el espacio, su
volantín sufrió un percance: perdió la cola.
Convertido en volantín "chupete", cayó en
piquero en un pequeño planeta muy verde«
habitado únicamente por dinosaurios. Diño
había buscado toda su vida esqueletos de un
dinosaurio y ahora los veía por docenas, vi-
vos, con su piel verdosa resplandeciente; los
grandes ojos tiernos y cariñosos. Diño se dio
cuenta de que no era un sabio, sino un
ignorante, y que tenía que aprender muchas
cosas de los animales.
Un dinosaurio joven se ofreció como ca-
balgadura y así, a lomo de dinosaurio. Diño
recorrió todo el planeta y se maravilló con ;u
vegetación y sus bosques. El joven dinosau-
rio le explicó que la Tierra se hizo intolerable
por la sequía y los dinosaurios emigraron a
otro planeta. Algunos de ellos habían desa-

58
rrollado alas rudimentarias que les
permitieron alejarse del planeta reseco.
Un día, el sabio Diño decidió volver a su
casa. Echaba de menos el Valle de Elqui y sus
fragancias; el espino, el copao y el romero.
Se subió al picacho más alto del planeta de
los dinosaurios y desde allí se lanzó a. vacío,
agarrado a la cola de su volantín chupete. Los
caprichosos vuelos y volteretas del volantín
lo llevaron de regreso a la Tierra.
Emocionado, vio aparecer el pequeño planeta
azul de los terráqueos, girando como un
trompo.
Diño cayó sobre el Valle de Elqui lanzando
un grito:
—¡Aquí estoy de nuevo!
El volantín chupete se quedó enganchado
en la copa de un magnolio, pero Diño no se
rompió ningún hueso.
Al cambiarse de ropa, descubrió que en el
bolsillo de su chaqueta se había colado un
bebé-dinosaurio del planeta del que venía.
Era un lagartija verde, pequeñito y muy
grado- so, aunque muy tímido. Lo dejó en el
campo frente a su casa, en el tronco de una
higuera.

59
Desde entonces, el Valle de Elqui se llenó
de pequeños dinosaurios que corren veloces
por entre las piedras o toman el sol en las
pircas. Los llaman "lagartijas". El sabio Diño
no le dijo a nadie que. en realidad, son pe-
queños dinosaurios. Es mejor dejarlos tran-
quilos. Además, él siempre estaba muy ocu-
pado inventando cosas nuevas, como "el lápiz
que hace solo las tareas del colegio' o "la
sartén para freir chistes tomes y convertirlos
en tortilla".
Dicen que el sabio Diño vivió muchos años
en el Valle de Elqui y, quizás, esté vivo
todavía. Cuando vean un volantín blanco con
alerones azules remontándose por las nubes,
recuerden que puede ser el sabio Dino que
está dando un paseo.

60
Los títeres rebeldes

S erafín, el titiritero, había perdido el humor,


que es algo peor que perder el pelo o los
zapatos; bueno, me refiero al buen humor,
porque el mal humor no lo había perdido en
absoluto.

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Hubo un tiempo en el que Serafín movía sus
títeres con gracia y hada reír a todo el mundo
con sus personajes.
Quizás a Serafín se le perdió el humor una
tarde de lluvia o bajo el sol inclemente,
recorriendo caminos intransitables con su
teatrillo rodante y su baúl de titiritero
ambulante. A pesar de su mal humor, Serafín
seguía reuniendo a los niños frente a su
teatrillo de alambre y tela remendada. Allí
sus títeres se perseguían. se insultaban, se
golpeaban y chillaban hasta desgañitarse.
Una vez terminada la función, el titiritero
se sentaba en el suelo, bajo el teloncillo, a
comer un trozo de mortadela regada con el
vino peleón de la taberna. Luego se echaba a
dormir para olvidarse de los caminos que le
esperaban y de esos niños, esos locos bajitos
para los cuales tenía que trabajar Los títeres
se amontonaban de cualquier manera en el
fondo del baúl.
Una noche se escucharon susurros en el
baúl. Eran los títeres que protestaban, hartos
de su vida de perros. Cada uno tenía sus
quejas.

62
—Hace años que no nos pinta la cara ni
remienda nuestros harapos. Parecemos
mendigos.
—No me importa mi aspecto, pero no so-
porto tanto golpe, tanto grito, tanta palabrota.
¿Es que no hay otra forma de hacer reír?
—Serafín ya no entretiene a los niños,
porque él mismo no se divierte con nosotros.
—Debe de ser por eso que nos hace chillar
y darnos golpes unos a otros.
—Hace unos años, a mí me gustaba ser un
títere; ahora me da vergüenza.
—Entonces, ¿por qué seguir con él?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer?
—Huir, abandonarlo.
—¡Estoy de acuerdo! Dejemos a Serafín y
su teatrillo triste. ¡Vámonos a conocer otros
pueblos, a otros niños!
—¿Y qué haremos unos pobres títeres de
trapo como nosotros?
—Recobrar la alegría, aprender canciones,
ensayar y contar otras historietas.
Todos estuvieron de acuerdo. Levantaron
con sigilo la tapa del baúl y se alejaron en

63
puntillas, dejando al titiritero hundido en el
pesado sueño del vino.
Los títeres rebeldes eran cuatro: el burro
Cirilo, la pastorcita Hora, el oso Buco y el
leñador Troncoso.
Después de caminar todo el día, se sentaron
a descansar bajo un árbol, pensando pasar
allí la noche. De pronto, se escuchó una
vocecita que preguntaba...
—¿Han visto a mi tío Agustín?
Asombrados, los títeres buscaron al que
hacía tan extraña pregunta, modulando un
canto muy peculiar.
—¿Han visto a mi tío Agustín?
—Lo sentimos mucho, pajarito, pero no
hemos visto a tu tío Agustín —le contestaron
los títeres a coro.
—Soy el Chincol y hace muchos años que
ando buscando a mi tío Agustín. He aprendido
a cantar sólo para .llamarlo.
—¡Canta para nosotros! —le pidió el oso
Buco.
Y el Chincol llamó a su tío Agustín y a toda
su parentela, recorriendo la escala musical
con su trinar de soprano lírico.

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Los títeres aplaudieron entusiasmados.
—Gracias, gracias, es la primera vez que
me aplauden.
—Es que cantas muy bien —le dijo el burro
Cirilo—. Deberías actuar en el teatro.
—Siempre he soñado con cantar en un
escenario. Ensayo mucho en las ramas de los
árboles, pero no tengo público. Además, no
tengo un vestuario adecuado. Mis plumas son
grises y muy poco llamativas.
—Eso es lo de menos —le contestó Flora,
la pastorcita—. Yo podría hacerte una cola de
plumas de choroy y un sombrerito de
pelusilla de cisne.
—¿Y cómo saben tanto de teatro?
Al burro Cirilo se le ocurrió una idea.
—¿Por qué no formamos una compañía con
el Chincol?
—¡Claro, la llamaremos: Compaña del Chincol
y sus Amigos! *
—¿Y dónde podríamos actuar? —preguntó
el leñador Troncoso. que era el más práctico
de los títeres.
El Chincol. entusiasmado ante la
posibilidad de aparecer en un escenario, les
propuse algo.

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—Detrás de esos cerros hay un pueblo
donde no conocen la televisión ni el circo.
Están aislados. La iglesia está cerrada y ni
siquiera se escuchan las campanas ni los
pájaros. Se llama Quebrada Seca.
—¡Vamos a Quebrada Seca! Seguro que allí
nos necesitan —respondieron los títeres a
coro.
—Verán por primera vez una historia de
títeres.
—¿Y qué historia será ésa?
—Mientras caminamos hacia Quebrada
Seca, la iremos inventando entre todos. Para
empezar, tenemos todos los personajes:
¡Flora, la pastora que ríe cuando llora!
¡El leñador Troncoso, que planta el árbol
más hermoso!
¡El burro Cirilo, que encanta a los niños!
¡El oso Buco, goloso y peludo!
¡Y como principal atracción: el Chincol!
Cuando llegaron a Quebrada Seca buscaron
un teatro para trabajar y, claro, si no había ni
cancha ni plaza ni piscina, menos podía haber
un teatro ni un teatrillo de alambre y tela
como el de Serafín.

66
Al burro Cirilo —que era el más burro y el
más listo— se le ocurrió la solución.
—¡El pajar tiene una gran ventana queda al
corral! Abriremos las dos hojas y el hueco de
la ventana será la embocadura del escenario.
Dicho y hecho. Le colocaron a la ventana
unos visillos de arpillera y el teatro de títeres
se abrió para recibir al público. Pero, ¿qué
público...? Las calles solitarias de Quebrada
Seca no presagiaban ninguna concurrencia
multitudinaria.
El oso Buco, lento pero seguro, y sin decir
este hocico es mío, subió al campanario de la
iglesia abandonada y empezó a tocar la
campana llamando a los vecinos.
Hacía muchísimos años que no se escu-
chaba el hondo clamor de bronce de la cam-
pana. Su repique causó un gran revuelo. Toda
la gente salía a la calle y se fue reuniendo
frente al pajar.
Después de los tres rebuznos de Cirilo que
anunciaban el inicio de la función, se abrieron
las hojas de las ventanas y se descorrieron
los visillos.
Ésta fue la historia que representaron,
cantaron y contaron la Compañía del Chincol y

67
sus Amigos, los títeres: "El oso Buco, goloso y
miedoso, se volvía loco por la miel, pero les
tenía pánico a las abejas. El burro Cirilo,
yerbatero por naturaleza, era muy amigo de
las mariposas y consiguió que ellas le
llevaran miel en sus patitas al oso Buco y la
depositaran en su lengua. La pastorcita era la
dueña del panal y no le gustó nada que las
mariposas le robaran la miel. El buenazo de
Cirilo se ofreció a cargar con las cajas de
frutillas que Flora le vendía al leñador,
siempre que no molestara al oso Buco ni a las
mariposas. El leñador no quería comprar ni
hablar con nadie, porque le dolían las muelas.
En ese momento, apareció el Chincol y su
simpático canto le quitó el dolor de muelas al
leñador Ésa era la historia, pero ocurrió algo
muy curioso. Para la representación, los
títeres habían hecho unas mariposas de
papel, pero, de pronto, la ventana-escenario
se llenó de mariposas reales de todos colores
que revoloteaban entre los títeres, atraídas
por el canto del Chincol. Todos los niños de
Quebrada Seca aplaudían entusiasmados ante
tan milagrosa maravilla. La función había
resultado

68
un éxito completo.
Los títeres salieron del pueblo llenos de
regalos y muy felices. Recordaron
entonces a Serafín, el titiritero, que estaría
solo, echándolos de menos. Un titiritero
sin títeres es corno un alma en pena.
Volvieron por donde habían venido,
acompañados del Chincol, que se había
convertido en el actor principal de la
compañía y amigo fiel de los títeres.
Cuando llegaron al teatrillo de lona
remen- • dada donde dormía Serafín,
ocurrió algo muy curioso. El Chincol cantó:
—¿Han visto a mi tío Agustín? Serafín se
despertó sobresaltado y dijo: —¡Yo soy
el tío Agustín! Y el Chincol lo reconoció
como el tío que buscaba desde que él era
un pajarito-niño. Serafín les explicó muy
emocionado:

69
70
—Yo me llamaba Agustín, pero cuando
abandoné mi pueblo y a mi familia, me dedi-
qué al teatro. Entonces, cambié de nombre.
Yo soy el tío del Chincol.
El tío Agustín y el Chincol se besaron y los
títeres aplaudieron. El titiritero siguió
hablando:
—Cuando ustedes se fueron, pensé que
todo había terminado y me sentí tan triste que
creí que me iba a morir.
Flora y los otros títeres lo consolaron.
—Nada ha terminado, al contrario, todo va
a empezar de nuevo. La familia titiritera ataca
de nuevo...
—¡El tío Agustín presenta al Chincol y sus
amigos en la obra "LCJS Mariposas de Colores
y la Miel de la Risa"...!
Amigos lectores, quizás ustedes no hayan
visto todavía a los títeres del tío Agustín,
porque ellos trabajan en pueblos lejanos
donde no llega la televisión, pero si algún día
se aventuran por los confines de Chile, es
posible que los vean.

71
Nico y las palabras

E sta es la historia de un niño que se llamaba


Nicanor, al que sus padres le dirían Nico.
A Nico le gustaba dibujar en los vidrios con
el vaho del aliento y perseguir matapiojos en
el jardín. Como todos los niños, tenía un
montón de revistas de historietas que le
ocupaban todo su tiempo. Hojeándolas a Nico
se le olvidaba tirarle la cola al gato y
contestarles a sus padres cuando le hablaban.
—Nico, vamos a ir a visitar al abuelo.
¡Escroing! ¡Bang! ¡Punch! ¡Croe!
—¿Qué estás haciendo?
—¡Flash! ¡Zatapoc! ¡Runrun!
Era asombroso. Nico hablaba como las
historietas ilustradas. Había olvidado las
palabras.
La mamá recordó, entonces, que los
teleeducadores tejerrecomiendan la
teleimagen para telehablar. Ésa era la

72
solución. Le compraron al niño un televisor
gigante.
Y así fue como Nico perdió sus historietas
y se encontró instalado frente a un televisor
gigantesco. Allí comía, dormía y se pasaba la
jornada completa. Sus padres, el gato y los
teleeducadores esperaban con ansiedad los
resultados. Y un día, Nico empezó a hablar.
—"¡Entre a un mundo de sabor y fantasía
con la teleserie detergente que tiene cuatro
puertas y da premios millonarios!"...
—¿Qué ha dicho?
—¡Por Dios, Nico, habla más claro!
—"¡En tu ducha diaria usa mayonesa baja
en calorías con las rebajas imparables del Día
de la Madre!".
Nico ya no hablaba como las revistas ilus-
tradas; hablaba como la televisión.
—¡El televisor es el culpable! ¡Fuera el
televisor!
—Lo que necesita este niño es Ciencia,
mucha Ciencia.
—¿Aló? Quiero que me manden a un pro-
fesor particular enciclopédico con mano dura
para un niño que no sabe hablar.

73
El Profesor Enciclopédico era un señor que
carraspeaba en do sostenido mayor y había
amaestrado fieras mucho más difíciles que
Nico. Al cabo de unos meses termine su mi-
sión y llamó a los padres.
—Me entregaron un burro desorejado y les
devuelvo un niño amasado en letras de
imprenta, encuadernado y listo para su uso.
Y Nico habló. Habló como un libro abierto.
Habló durante horas, durante días enteros.
—Rómulo... Diéresis... Córcega... Pérsico...
Cébala...
—¡Es atroz!
—Parece que se hubiera empachado con un
puré de palabras esdrújulas.
—Es grave. Está intoxicado con h letra
impresa. Habrá que llevarlo a Urgencias.
—La ternura de una madre conseguirá lo
que no han logrado otros. A ver, cielo mío,
cochita pechocha, di sólo una palabra: MA-
MÁ.
—Sócrates.
—No, no, mi terroncito de azúcar, di MA-
MÁ... LA MAMÁ ME MIMA.
—Perímetro.

74
—¡Es espantoso! ¡Me ha llamado 4*Perí-
metro"!
—Los libros tienen la culpa. Lo que hay
que hacer es enviar a Nico al campo. Lo que
tiene puede ser contagioso.
—¿Y tú crees que sobrevivirá, rodeado de
mosquitos, analfabetos y gallinas crudas?
—¡Por supuesto! Prepara su equipaje.
El niño llamado Nicanor, al que su familia
llamaba Nico, se fue al campo a un caserío
perdido en las montañas. Allí quedó a cargo
de la familia de un pastor.
Al principio, Nico no hablaba, pero apren-
dió a escuchar, a escuchar con el corazón.
Aprendió a distinguir el canto He los pájaros,
el croar de las ranas, el crepitar de los
insectos, el tamborileo del granizo. Todos
esos sonidos decían cosas secretas que sólo
él comprendía y le permitían dialogar con
ellos. El pastor le enseñó a reconocer cada
árbol, cada hierba, cada fruta; a revolcarse
en el pasto, a poner el oído en la tierra y
escuchar las cosas subterráneas. El pastor le
decía que todas las cosas del mundo le
hablan a uno a través del tacto, del gusto, de
la vista y del oído; que el bosque es un

75
diálogo continuo y que el día tiene muy
diferentes colore;».
El pastor inventaba palabras cada día.
Llamaba "picomoro a la pajarilla que picaba
las moras y "trotizambo" al topo que se cru-
zaba en el camino con sus patitas torcidas.
"Zafrosa", "Belaporna" y "Alalba" eran frutas
silvestres que descubría cada mañana.
Al fin del día, antes de acostarse. Nico se
preguntaba:
—¿Cuántas palabras he inventado hoy...? Y se
dormía con las palabras cantándole en la
cabeza, porque para inventar palabras

76
77
-------- — ---------------

hay que vivirlas primero, reírlas, masticarlas,


cantarlas y compartirlas.
El pastor le decía a Nico:
—Recuerda que nadie vio antes que tú lo
que estás viendo ahora. Eres el primero.
Cuéntalo. Alguien querrá oírlo.
Así, Nico se fue haciendo trotamundos,
hortelano, escalador, compañero de lagarti-
jas y codornices. Caminando por los bosques,
el niño sordomudo, el niño autista, el niño
retrasado, les dio nombre a todas las cosas.
Viviendo las palabras una a una,
descubriéndolas con las yemas de los dedos.
NÍCD se hizo poeta. Porque los que escuchan
el idioma secreto de las cosas son los poetas.
Y luego se hizo hombre, se hizo viejo y se
hizo niño.
En los poetas, el tiempo corre al revés y
terminan siendo niños asombrados,
maravillados, gateando por el mundo,
diciendo "agú, agú".
La mudez de Nico se transformó en una
ráfaga de lenguaje aéreo que mueve velas,

78
veletas y veleros. Basta que él sople sobre
las palabras para que éstas giren como
remolino de papel, desatando un ventarrón
que vuela sombreros, cabezas huecas,
pelucas y telarañas.
¡Por favor. Nico, sigue soplando letras,
sonidos y palabras para que todos
aprendamos a hablar!

79
La hija de la brújula Esdrújula

_ Hay brujas malas, brujas buenas, pero


también hay brujitas flojísimas, des-
obedientes y enredosas..." Eso decía la brú-
jula Esdrújula y se refería a su hija Brujilda,

80
que no conseguía terminar sus estudios para
recibirse, de una vez por todas, de brújula
hecha y derecha.
brujas! Todavía no pasas el examen de
brujería menor, que es la más elemental.
—Ya voy en la 8 —respondía Brujilda.
—Y el libro tiene 533 páginas. Ni siquiera
sabes hacer llover sapos, que es el ejercicio
más sencillo.
—Es que se me dan muy mal las Tablas de
Multiplicar Brujerías.
—Porque te distraes con cualquier cosa.
—Me gustan las plantas y los bichitos. —Sólo
deberían interesarte los murciélagos y el
litre, que da urticaria.
—Mamábruja, esta noche es el Gran Aque
larre, el Baile de las Brujas. Me dijeron que la
que baila allí, encuentra novio.
—Hay brujo.«; muy buenos mozos, desde
luego, pero tú no irás al baile si no aprendes
de corrido el Manual Básico de la Brujería.
Después de hacer esta declaración termi-
nante, la brújula Esdrújula dejó a la pequeña
Brujilda el grueso Manual en las manos y se
fue a preparar sus hechizos. Brujilda se puso

81
a estudiar los distintos "males de ojo" del
Manual:
"En nombre del Ganchudo, de Piltra y de
Mocotilo, yo te hago este conjuro: que te
atores con el hipo". —Nunca aprenderé
estas maldades. Otras cosas son las cosas
que quiero aprender.- Por
ejemplo: .vestir al ciempiés, buscar frutillas
silvestres y hablar al revés.
Brujilda se distrajo con el vuelo de un pi-
caflor y el grueso Manual le sirvió para
encaramarse sobre él y alcanzar un
membrillo amarillo como el sol. Alguien tosía
a su lado y Brujilda se cayó del libraco con el
membrillo en la mano. A su lado vio una
sábana que tosía suspendida en el aire.
—¡Qué susto me diste! ¿Quién eres?
—El Fantasmático Soy un fantasma as-
mático y por eso toso tanto. ¿Qué estás ha-
ciendo tú?
—Estudio para ser bruja de provecho.
—¿Y sabes volar en una escoba0
—Me da miedo la altura y, además, no
tengo carné de manejar.
—Tendrás que sacarlo. Nadie circula por el
aire sin un requisito tan indispensable. Te

82
llenarían la escoba de multas. Volar en una
escoba es más fácil que tener tos. ¡Pásame
esa escoba! Vamos a montarnos en ella. Ésta
es Id llave de contacto, el embrague, los
cambios y el acelerador. Es una escoba vieja,
pero funciona todavía.
Brujilda y el Fantasmático se montaron en
la escoba y empezaron a planear a gran
velocidad sobre el campo, rozando las ramas
de los árboles. Brujilda lanzaba gritos de
miedo, pero muy pronto empezó a
entusiasmarse.
—¡Qué bonito! ¡Mira el monte, el río, las
casas del pueblo y el bosque de eucaliptos!
—gritaba Brujilda.
—¡No te agarres así de mi sábana! —tosía
el Fantasmático.
—¡Cuidado! Cruzaste con la escoba un se-
máforo en rojo y un paso peatonal.
—No hay cuidado. Las brujas que controlan
el tránsito de las escobas se han ido al baile,
al Aquelarre-Rock.
—Yo también quiero ir. ¿Por qué no me
llevas tú?
—Porque me viene la tos.

83
—Yo te la quitaré en un santiamén. -Co-
nozco todas las hierbas medicinales.

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85
Y dicho y hecho: Brujilda recogió unas
hojas de malvavisco, saúco y matico, las
mezcló con la flor de la algarrobilla y preparó
una infusión que el fantasmático se bebió de
un trago.
—¡Es increíble! Ya no toso. Parece cosa de
brujas.
Es lo natural. Yo soy la brují la yerbatera.
No conozco el mal de ojo, pero conozco las
plantas. Con mi escoba, en vez de volar, ba-
rro el campo. Soy la brujita de a pie, sin es-
coba voladora y sin carné. ¡Anda, vamos al
Aquelarre-Rock!
—¿Y nos dejarán entrar?
—Claro, basta decir: "Abracadabra, salta la
cabra y Obrocodobro, #oto de pollo!'.
Cuando llegaron a la Discocueva, donde
tocaba la banda de las Brujas Rockeras.
dijeron el santo y seña y entraron sin
problemas.
Brujilda bailó toda la noche con el
Fantasmita. que ya no era el Fantasmático
porque no tenía tos ni asma. I a brüjita
cimarrera pidió el micrófono y cantó una ba-
lada-rock.

86
"Cuando estés sola como yo, mira un
poquito a tu alrededor. Verás mucha
gente que son tus grandes amigos.
Bailemos el rock".
La brújula esdrújula reconoció a si hija
cuando la vio con el micrófono en la mano.
Subió al escenario dispuesta a llevarla de una
oreja de vuelta a su casa.
—¡Yo te explicaré todo, mamábruja...!
Estuve haciendo prácticas con la escoba
voladora v como no domino todavía el
volante, me trajo hasta aquí.
- Cada uno va a donde quiere ir —le res-
pondió la brújula Esdrújula—. l a voluntad
puede más que el volante de una escoba. Lo
que pasa, en realidad, es que tú 110 querías
estudiar.
—No, mamábruja, lo que yo no quiero es
aprender brujerías malulas. Yo quiero estu-
diar las flores silvestres, los yuyos, las
hierbas medicinales, las agüitas sanadoras.
Quiero ser una buena curandera.
—Tiene buena mano la chiquilla, créame,
señora —dijo el Fantasmático a la brújula
Esdrújulo—. A mí me curó el asma con tres
plantitas, no más.

87
—¿Y de dónde sale esta sábana parlan-
china? —preguntó la brújula Esdrújula,
—No es una sábana, mamábruja. es un
amigo.
—Yo era un Fantasmático, pero ahora soy
un Fantasma Cantor. Me gustaría llegar a ser
el Fantasma de la Qpera. Estoy estudiando
para eso.
—Está muy flaco y debilucho, el pobre. La
sábana le cuelga en los huesos. Deberías
invitarlo a tomar onces con pancito de huevo
de paloma torcaza.
—¿No tendrán alguna diablura esos
pancitos, señora?
—¡Cómo se le ocurre' En el fondo yo soy
como Brujilda, me gusta ayudar a la gente.
pero hago diabluras de vez en cuando para
que no me pierdan el respeto.
Los tres se subieron a la escoba voladora.
Brujilda ya era experta conductora dil
transporte aéreo Sobrevolaron el bosque y
aterrizaron felizmente en el jardín de la casa.
Allí la brújula Esdrújula- hornpó exquisitos
panes de huevo y bebieron infusiones de
cinco hierbas aromáticas preparadas por
Brujilda. Los libracos de las malas brujerías

88
fueron cayendo uno a uno en el fogón donde
hervía la tetera.
Que caca uno continué este cuento como le
dé la gana y lo convierta en el Cuento ele Nunca
Acabar.

»
El árbol de los prodigios

E n el norte, en un paraje muy desolado,


vivían dos hermanos gemelos. Como todos
sabemos, los gemelos suelen ser iguales,
pero éstos eran completamente distintos.
Uno, delgado e inquieto, que se llamaba
Nacho; y el otro, rechoncho y lento, que se
llamaba Pacho.
Los gemelos podían sobrevivir gracias a un
rebaño de cabras y un trocito de huerto del
tamaño de un mantel. La verdad es que tenían
también dos cosas: un arbolito enclenque que

89
parecía estar a punto de troncharse cada vez
que soplaba el viento, y el horizonte. ,/
—¿el horizonte? ¡Pero si el horizonte es de
todos!
—Bueno, si es de todos, entonces también
era de Nacho y de Pacho.
A pesar de ser tan diferentes, los herma-
nos gemelos se llevaban muy bien y se re-
partían el trabajo sin discutir. La serranía
donde vivían estaba completamente aislada y
su aridez no atraía visitantes ni comercian-
tes. Un día vieron que alguien se acercaba
por el polvoriento camino.
—Es un viejo.
—Debe de estar chiflado.
El comentario de Nacho estaba justificado,
porque el anciano iba montado en un burro y
llevaba dos remos en las manos, un remolino
de papel sujeto en su cabeza y un volantín
cuyo hilo estaba atado a la cola del asno.
—¿Se ha perdido, abuelo?
—Eso es imposible. Precisamente para no
perderme llevo el volantín y el remolino de
papel. La dirección del viento me indica el
camino.
—¿Y hacia dónde va?

90
—Hacia el mar.
—No sabía que el mar estuviera en esa
dirección.
—Todos los caminos llevan al mar. ¿Me
podrían dar un vaso de agua?
—No pide poco. Esta tierra está tan seca
que con un vaso de agua podría crecer una
plantita de tomates.
—¿Ni siquiera unas gotas para un pobre
viejo que camina hacia el mar?
—Tome, abuelo. Es lo último que nos
queda. No llueve desde hace dos años.
—Gracias por compartir conmigo la esca-
sez.
—¿Por qué quiere ir al mar?
—Voy a reunirme con mis diez hijos que
son buceadores y viven en la Isla de Coral.
—¿Y está muy lejos?
—Detrás del horizonte. No hay donde
perderse.
A Nacho le brillaron los ojos al mirar el
horizonte. Casi como un espejismo creyó ver
el mar. allí, al alcance de la mano. En cambio.
Pacho, el hermano rechoncho y tranquilo, no
pensaba lo mismo.

91
—En el mar no se pueden sembrar horta-
lizas. Sí, hay mucha agua, pero no hay ni un
puñado de tierra para sembrar una semilla.
Es un desierto al revés. Prefiero seguir
cultivando esta ramita endeble que algún día
crecerá. Yo no sueño con el mar, sino con un
árbol frondoso.
El anciano sonrió y empezó a contarles lo
que él había visto en el mar.
—En medio de las aguas hay un árbol in-
menso: es el árbol de los prodigios. Tiene
una copa frondosa como el cielo estrellado y
en vez de hojas está cuajado de pequeños
peces tornasolados, ts el árbol de la abun-
dancia y de la felicidad. Su sombra es fresca
y acuden a él los delfines, las gaviotas, los
cormoranes, los pelicanos. Debajo del árbol
del mar construiré mi casa.
—¿Cómo se puede construir una casa so
bre el agua?
—¿Por qué no? ¿No has construido nunca
una casa sobre ui i sueño? En el agua todo se
sustenta a las mil maravillas y crece hacia el
cielo, sobre todo los sueños.

92
—¿Y cómo puedo encontrar el árbol de los
prodigios? —preguntó Nacho—. E mar debe
de ser inmenso.
—A algunos el camino les resulta muy
largo. y a otros, muy corto. □ tiempo es un
espejismo. Si lo buscas sin desanimarte, lo
vas a encontrar.
—¿Necesitaré quizás un remolino de papel
como el suyo?
—Cada uno necesita algo diferente. Tú
eres joven. Te bastará caminar en la direc-
ción correcta. Tu propio corazón será el re-
molino de papel que te indicará la fuerza del
viento. Y ahora tengo que alcanzar el hori-
zonte antes de que anochezca. Gracias por el
agua compartida.
—¡Que encuentre a sus diez hijos en la Isla
de Coral!
—Y también a mis treinta nietos y mis se-
senta bisnietos —rió el viejito, mientras se
alejaba remando, montado en su burro y
arrastrado por el volantín.
—¡Hermano, vamonos a buscar el
árbol de los prodigios!
—En ese caso, habrá que prepararse
—señaló el gemelo regordete, que era

93
muy prudente—. No pensarás irte así,
sólo con la camiseta puesta y las manos
vacías.
—Así es como hay que viajar: liviano,
libre —le contestó Nacho.
—Así no llegaremos a ninguna parte.
Para llegar al mar se necesitan cosas
que tú ni siquiera te imaginas.
—¿Y cómo lo sabes tú, si nunca has
estado allí? *
—Porque yo pienso, cosa que tú haces
raramente. Voy a preparar este viaje
con mucho cuidado. Necesitaré muchas
cosas y tengo que conseguirlas poco a
poco.
—Todo lo haces poco a poco —le dijo
Nacho—. A mí me gusta .hacerlo mucho
a mucho. Me voy, hermano. Quédate con
tus preparativos interminables. Yo me
subiré en
un periquete sobre el horizonte y desde allí te
saludaré levantando la mano. La vida se va
tan de prisa que tengo que correr para
alcanzarla.

94
—Tu impaciencia te perderá. No llegarás
muy lejos, pero te deseo mucha suerte,
Nacho. Dame un abrazo.
Los gemelos se despidieron y Nacho se
alejó sin mirar hacia atrás.
El viaje de Nacho duró tanto tiempo, que él
dejó de llevar la cuenta de los días. Tenía
razón el viejo que remaba montado en su
burro: el tiempo es un espejismo.
Un día, Nacho llegó al mar. Le pareció
maravilloso, pero no encontró el árbol de los
prodigios plantado en el agua.
Se acercó a la mujer de un pescador que
remendaba redes en la playa.
—Buenos días, señora. Ando buscando el
árbol de los prodigios que tiene peces en vez
de hojas. ¿Podría decirme dónde
encontrarla*?
—Los únicos peces que he visto toda mi
vida están en el mar, no en los árboles. Mi
marido trabaja toda la noche para pescar al-
gunos. ¿Dónde te dijeron que estaba ese ár-
bol?
—Al otro lado del horizonte.
—Entonces no has llegado todavía, porque
yo veo el horizonte allí, al otro lado de mar.

95
—Gracias, señora. Trataré de alcanzar el
horizonte.
Pero el horizonte retrocedía y retrocedía
Nacho cruzó cinco océanos tratando de al-
canzar el horizonte.
En tanto, Pacho, aún en su casa, se pre-
f
paraba cuidadosamente para
realizar el viaje en busca del árbol de los
prodigios. Como no tenía a su hermano
gemelo para dialogar, hablaba solo.
—Lo importante es no perder la cabeza y
reflexionar. Para llegar hasta el árbol de los
prodigios necesitaré, en primer lugar, una
brújula, un mapa y un rollo de cuerda para
trepar por sus ramas. Bien, veamos... si he de
llevar todo eso, necesitaré también una
mochila o dos. Y si llevo mochilas, lo lógico
es llevar también provisiones y una colcho-
neta, puesto que dormiré en el camino. Por
supuesto que si he de dormir en el camino
deberé hacerlo bajo una tienda. Así pues,
debo conseguir también una tienda y todo lo
demás. Tal vez sea mucho peso para mi es-
palda. Debo conseguir un asno y quizás un '
carro. Tengo mucho que hacer y muy poco
tiempo.

96
Cuando Pacho consiguió el asno, el carro,
la tienda, las mochilas y las provisiones, se
dio cuenta de que necesitaba también un
paraguas, una escalera y una cocinilla
portátil. Y cuando consiguió también eso,
pensó que era conveniente levantar un
cobertizo para guardar tantas cosas,
mientras Terminaba los otros preparativos
del viaje Siguiendo esta lógica. levantó unas
paredes de barro y paja que sirvieran de
bodega y corral para el burro y el carro. Así
habían pasado muchos meses y Pacho aún
no se había movido de su casa. Tampoco
podía moverse mucho en ella, ya que todo el
espacio estaba' lleno ce mapas, planos,
instrumentos, libros
anotaciones, cálculos.
Mientras tanto. Nacho seguía persiguiendo
el horizonte. Cada día su caminar era más
lento, más cansado, porque iba envejeciendo:
a' les viejos el horizonte les parece cada vez
más lejano, imposible de alcanzar.- Había
dejado ya de preguntar por el árbol de los
prodigios. sólo deseaba saber cómo llegar al
campo seco donde estaba su casa y vivía su
hermano.

97
Un día, se acercó a un campesino que la-
braba la tierra.
—Amigo, por favor, ayúdeme. Me
encuentro perdido. Quiero regresar a mi
casa, perc no sé si voy por el buen "camino.
Yo vivo en un desierto, donde sólo hay
pedruscos y un arbolito que debe de estar ya
quebrado por el viento.
—No sé a dónde quieres ir. pero te diré una
cosa: siguiendo este camino polvorien-
to, llegarás a un sitio donde se levanta un
árbol inmenso, frondoso, cuajado de frutos y
generoso de sombra.
—Ésa no puede ser mi tierra ni mi casa
—respondió Nacho—. Nunca vi allí un árbol
semejante.
—Es todo lo que te puedo decir. ¡Que Dios
te acompañe y encuentres lo que anclas
buscando!
Habían pasado muchos años desde que
Nacho salió de su casa en busca del
horizonte. Ya estaba viejo y cansado, pero
aún tuvo fuerzas para seguir las indicaciones
que le dio el campesino. Al lleqar. reconoció
el pedregal de donde había partido cuando
era joven. Lleno de asombro, contempló un

98
árbol gigantesco que se levantaba al lado de
la choza que habitaba con su hermano
gemelo. La enorme copa estaba cuajada de
peces, de frutas y daba cobijo a palomas,
gaviotas, cormoranes y pelícanos. Al pie de
su tronco, ancho como una casa, brotaba un
manantial inagotable.
Nacho se acercó a la casa y entró en ella.
Allí encontró a su hermano Pacho perdido
entre un montón de mapas, diversos pertre-
chos de viaje, mochilas y tiendas de campaña.
Su hermano gemelo estaba tan viejo como él.
—¡Pacho!
—¿Quién eres?
—¡Soy Nacho, tu hermano gemelo!
—¡Nacho, hermano, ven aquí que quiero
abrazarte! ¡Qué viejos estamos!
¡Pero estamos vivos y nos queremos
todavía! ¡No nos podemos quejar!
—¿Encontraste el árbol de los prodigios?
—¡Cómo había de encontrarlo si ese árbol
estaba aquí!
—¿Aquí? ¿Dónde?
—¿Estás bromeando? ¿Es posible que no
hayas visto el árbol prodigioso que ha crecido
junto a nuestra casa?

99
La cara envejecida de Pacho sólo expre-
saba estupor e incredulidad.

100
101
—¿Un árbol? jPero si sólo hay una ramita
quebradiza que nunca terminó de afirmarse!
—La ramita se convirtió en el árbol de los
prodigios. Mientras yo lo buscaba por toda la
Tierra, tú lo tenías junto a tu puerta. ¿Cómo
es posible que no lo hayas visto?
—He tenido mucho trabajo y no he podido
salir de la casa.
—¿Qué clase de trabajo?
—Mis preparativos para el viaje. Quería
partir muy bien preparado para encontrar el
árbol de los prodigios.
—Querido hermano, se te ha pasado la vida
haciendo cálculos y ni siquiera te asomaste al
exterior. Si lo hubieras hecho, habrías visto
el árbol que buscabas al alcance de la mano.
La prudencia te perdió.
—¿Y tú qué hiciste? ¿Encontraste lo que
buscabas? —le preguntó Pacho a su hermano.
—Tampoco lo hallé. A mí me perdió la
impaciencia. Corrí tanto, que no tuve un
momento de reflexión y nunca alcancé el hori
zonte. A los dos nos ha faltado el juicio. De-
bimos buscar el árbol de la felicidad donde
estaba, es decir, en nosotros mismos.

102
—Nunca es tarde, Nacho. ¡Salgamos a
gozar del árbol de la vida que está aquí mis-
mo, junto a nosotros!
Tienes razón, hermano. En esta tierra tan
pobre y apartada puede crecer la abundancia.
Así, los gemelos vivieron sus últimos años
disfrutando de la naturaleza y de sus dones.

103

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