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REVISTA DE LIBROS

Saber, Opinión y Ciencia de DANIEL QUESADA. BARCELONA, ARIEL, 1998,


322 pp., 3.100 PTA.

La elaboración de un manual universitario de teoría del conocimiento exige al-


gunas decisiones previas sobre su enfoque general que afectan sustancialmente a los
posibles contenidos. En cierto sentido, los límites externos y la morfología interna de
los problemas que deben mencionarse están mucho menos definidos que lo estarían,
por ejemplo, en el caso de un manual de metafísica, filosofía de la mente o filosofía
del lenguaje. Uno de los méritos del profesor Quesada es el acierto en la configura-
ción general de su libro y su adecuación al medio (la academia de habla hispana) al
que va dirigido. No era tarea fácil. La tendencia general en los manuales de teoría del
conocimiento que se mueven en los supuestos filosóficos que comparte Quesada (en
sentido general, una concepción “analítica”) convierten la teoría del conocimiento en
una serie de reflexiones más bien abstractas sobre la posibilidad de una definición de
“conocer” y las relaciones de ese concepto con otros asociados como los de “creen-
cia”, “justificación” y “verdad”. Suelen dedicar gran parte del espacio a la discusión
de los problemas de tipo Gettier y a la forma general de los argumentos escépticos.
Sin dejar de aceptar esos cánones, el texto que se nos ofrece se ocupa explícitamente
de contextualizar ese tipo de problemas, por una parte, con las doctrinas de los clási-
cos del XVII y del XVIII (Descartes, Locke, Berkeley, Hume, Kant, etc.) y, por otra,
con discusiones actuales de filosofía de la mente y de filosofía del lenguaje. La deci-
sión de Quesada no podría haber sido más afortunada. Ciertas conexiones que, en
otros contextos académicos, pueden resultar el trasfondo no mencionado se nos ofre-
cen aquí de una manera explícita. Ello hace que el libro sea accesible al estudiante no
familiarizado previamente con la discusión epistemológica contemporánea.
No es, en modo alguno, que ignore el tono general de esa discusión. El primer
capítulo proporciona una revisión clara de las conexiones entre las nociones de “co-
nocimiento”, “creencia”, “verdad” y “justificación”, junto con un análisis somero de
la controversia entre fundamentismo y coherentismo. Un logro del capítulo es el de
mostrar la relevancia de ciertas discusiones contemporáneas de filosofía del lenguaje
y filosofía de la mente para la elucidación de las nociones epistemológicas. El pro-
blema de la determinación de los contenidos de nuestras actitudes proposicionales
(por ejemplo, creencias) no puede dejarse de lado por la reflexión epistemológica.
Una característica de la epistemología tradicional ha sido cierta visión mitológica so-
bre el contenido: se supone que es posible la discusión de cuestiones generales sobre
el modo en que una creencia puede estar relevantemente justificada como para contar
como conocimiento, sin percibir que tal problema nos obliga a una toma de posición
previa sobre los mecanismos que determinan el contenido de nuestras creencias. Por
otra parte, Quesada no disimula su simpatía con las teorías que hacen descansar la no-
ción de “justificación relevante” (esto es, la justificación que hace que una creencia

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cuente, si verdadera, como conocimiento) en la noción de “virtud epistémica”. Según


esas teorías,. una creencia está justificada cuando ha sido formada por un procedi-
miento virtuoso, un procedimiento que reconocemos paradigmáticamente como una
procedimiento adecuado para la formación de la creencia. El problema fundamental
sería el de proporcionar un análisis no-reductivo (que no incorporase nociones epis-
témicas) de qué habría de ser considerado como un procedimiento tal. Quesada decide
no entrar en esta cuestión. Y es una lástima, pues ella le remitiría a otras fundamenta-
les (los diferentes tipos de teorías externalistas de la justificación) que iluminarían
más su discusión del escepticismo.
El segundo capítulo explota las conexiones establecidas en el capítulo anterior
para reflexionar sobe el escepticismo. Quesada se las ingenia para reproducir los ras-
gos generales del reto escéptico y, a la vez, utilizar como base de su reflexión la for-
ma histórica de escepticismo que ha sido más influyente en nuestra tradición: la
cartesiana. Como ya se ha comentado, esta estrategia es, sin duda, uno de los aciertos
mayores del libro. Pueden existir ciertas reticencias particulares sobre la manera en
que el autor trata de encontrar el balance adecuado entre las reflexiones históricas y
las sistemáticas. Por ejemplo, podría argumentarse que se presta demasiada atención
al modo específico en que Descartes trató de demostrar la existencia de una mundo
externo. No porque no tenga importancia para entender la figura histórica del filósofo
francés, sino porque podría desviar la atención del lector interesado en entender la
forma del reto escéptico: no es parte de la controversia actual sobre el escepticismo la
cuestión de si la estrategia cartesiana para fundamentar el conocimiento funciona. Y,
sin embargo, como Quesada ve bien, y explota sistemáticamente, hay otros aspectos
del argumento cartesiano que sí ejemplifican rasgos formales del reto escéptico, ras-
gos que cualquier discusión sistemática del mismo debe tener en cuenta. El capítulo
ofrece un análisis de la actitud humeana ante el escepticismo y, también, una brillante
discusión sobre el sentido de la duda escéptica, a la luz de las teorías externalistas del
contenido y el significado. En este punto, la línea de argumentación que defiende el
autor parece convincente. Como es bien sabido, la filosofía del lenguaje y de la mente
contemporáneas han asumido una concepción externalista del contenido y del signifi-
cado. Los mecanismos que fijan contenido y significado son externos al sujeto e in-
cluyen su relación real (arquetípicamente causal) con el medio. Parecería seguirse,
pues, que un cerebro en una cubeta (la versión contemporánea del sujeto desencarna-
do sometido a la ilusión sistemática del genio maligno cartesiano) no tendría nuestros
pensamientos sobre el mundo externo. Quesada muestra satisfactoriamente que la
apelación al externalismo del contenido no es una manera eficaz de responder al reto
del escepticismo. Siempre es posible construir historias alternativas en las que este re-
to mantiene todo su poder de atracción y en las que los principios del externalismo del
contenido no son violados.
El tercer capítulo versa sobre la percepción. El autor defiende un realismo per-
ceptivo, según el cual el objeto directo de percepción es el objeto “externo”, sin nece-
sidad de postular los intermediarios epistemológicos (ideas, impresiones, percep-
ciones, datos sensoriales) que han sido adoptados por las formas clásicas de
representacionalismo e idealismo. Su crítica al representacionalismo es clara y con-
tundente. Sin embargo, la manera en que articula su distinción entre percepción y ex-
periencia subjetiva podría limitar innecesariamente el alcance de su argumento
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general. Hay un sentido, obvio, en que el representacionalismo clásico asimila per-


cepciones a sensaciones. Pero ése es sólo el comienzo de la historia: hay también toda
un teoría mitológica del acceso privilegiado sobre las propias sensaciones que va indi-
solublemente unida a esa asimilación. De hecho, cuando discute la cuestión de las
propiedades secundarias; Quesada escoge la estrategia de distinguir entre las sensa-
ciones de color y el contenido perceptivo del color. Dejando aparte el hecho de que
no todos los críticos al representacionalismo clásico se sentirían felices con esta forma
de hablar, se hecha en falta una discusión sobre la autoridad epistemológica de la
primera persona y cómo esta autoridad afectaría a las sensaciones y a los contenidos
perceptivos. No estoy objetando, por supuesto, la particular posición filosófica del au-
tor para alcanzar la conclusión de que es posible mantener el realismo perceptivo res-
pecto a las denominadas “cualidades secundarias”. Estoy simplemente apuntando al
hecho de que su particular argumento en este punto podría desorientar al lector no
iniciado: sean cuales sean sus méritos, no acaba de presentar explícitamente ni las al-
ternativas a las que su posición se opone ni los supuestos últimos de la misma. Hay
gran parte de los defensores contemporáneos del realismo perceptivo que, críticos con
la forma tradicional de elaborar la distinción entre propiedades primarias y secunda-
rias, no se sentirían felices tampoco con las cautelas que tiene que adoptar Quesada
cuando reconoce que su argumento sólo permite reconocer que “la discusión no está ce-
rrada” [p. 182]. Aunque los epistemólogos contemporáneos discrepen en la forma de
considerar los colores o los sabores, no discrepan tanto a lo hora de decidir que tales
fenómenos no ponen en cuestión el realismo perceptivo.
Uno de los grandes atractivos del libro ha sido el de introducir dos capítulos
sobre el conocimiento científico. En el primero de ellos, el autor vincula la discusión
entre racionalismo y empirismo con los problemas fundamentales de epistemología de
la ciencia. No sólo muestra qué supuestos generales sobre el conocimiento afectan la
concepción del conocimiento científico. Muestra también la influencia histórica de la
práctica científica (por ejemplo, la mecánica de Newton) en la conceptualización filo-
sófica sobre los límites y alcance del conocimiento humano. En el último capítulo del
libro se aborda la cuestión de los límites de la ciencia y de la distinción entre conoci-
miento científico y conocimiento filosófico. Ello le permite justificar su propia posi-
ción respecto a la epistemología: la epistemología no es ciencia natural. Es decir, hay
problemas genuinamente filosóficos sobre el conocimiento que no pueden resolverse
apelando simplemente a los descubrimientos que nos proporciona la ciencia. Hay un
espacio genuino para la reflexión filosófica sobre el conocimiento humano que, sin
embargo, no puede dar la espalda a los descubrimientos científicos. De hecho, para
Quesada, hay una razón fundamental para pensar que los descubrimientos científicos
pueden ser pertinentes para la teoría del conocimiento: “al igual que no hay razón pa-
ra esperar que los conceptos intuitivos de oro, tomate o tigre capten perfectamente la
sustancia que denominamos ‘oro’ o delimiten de manera adecuada la clase de los to-
mates o de los tigres, tampoco hay razón para esperar [...] que los conceptos que inte-
resan a la teoría del conocimiento, aunque capten la realidad objetiva, lo hagan de una
manera perfecta” [p. 294].
Me gustaría llamar la atención del lector sobre ciertas conexiones entre esta
concepción sobre el papel de la ciencia y algunas de las propias consideraciones ante-
riores del propio Quesada. Por ejemplo, el tratamiento que ha reservado, en el capítu-
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lo III, a la aparente tensión entre el realismo perceptivo y la ciencia. En términos de


Russell, diríamos que el realismo perceptivo no puede ser correcto: si fuera correcto
deberíamos aceptar lo que nos dice la ciencia, pero la ciencia nos dice que el proceso
perceptivo es un proceso de intermediación causal, de modo que el objeto directo de
conocimiento no puede ser el objeto externo. No hay nada que objetar a la manera en
que Quesada trata de resolver la aparente paradoja —criticando que la teoría causal de la
percepción implique la doctrina clásica de los intermediarios epistemológicos—. Sin
embargo, podría pensarse que pierde una magnífica oportunidad para conectar a un nivel
mucho más general y abstracto sus reflexiones previas sobre el escepticismo con la
idea de que el proceso perceptivo es un proceso de intermediación. La tentación de
los intermediarios epistemológicos, la de la autonomía de la introspección y la de
considerar que cualquier evidencia sensorial no puede justificar nuestras pretensiones
de conocimiento perceptivo fueron caras de la misma moneda en el escepticismo car-
tesiano. Podríamos incluso decir que las tres dependen básicamente del reconocimien-
to de que los procesos perceptivos son procesos de intermediación causal. Es por ello
por lo que el programa cartesiano buscaba lograr una concepción de la realidad inde-
pendiente de cualquier proceso particular de intermediación causal con el mundo. Lo
que Bernard Williams ha denominado, una “concepción absoluta de la realidad”. Pa-
rece fácil argumentar, por ejemplo, que la teoría causal de la percepción implica que
cuando dos individuos tienen diferentes representaciones de un mismo objeto, tales
representaciones son en cierto sentido incompletas: no pueden representar el objeto
“en sí mismo” en la medida en que son el resultado de la interacción causal del objeto
con distintos mecanismos perceptivos, o con mecanismos perceptivos operando de
formas diferentes. Una gran cuestión que divide a los epistemólogos contemporáneos
en este punto puede plantearse, aun después de haber adoptado el realismo percepti-
vo: la cuestión es la de si esta noción de representaciones parciales requiere la idea de
una representación no parcial del objeto que pudiera integrar todas las posibles repre-
sentaciones parciales. Esa concepción no sería sólo independiente de cualquier pers-
pectiva que los diferentes sujetos pudieran adoptar, sino que, además, podría explicar
las representaciones parciales que tales perspectivas nos pudieran proporcionar.
Éstas son las cuestiones en las que hay mayor discrepancia entre los epistemó-
logos contemporáneos. Ellas nos remiten a la cuestión de si es o no coherente una no-
ción de objetividad que pretenda que los hechos objetivos son independientes de toda
manera particular de generar clases de semejanza. Hay ciertas formas de realismo me-
tafísico que apostarían por esa independencia. Y esas formas de realismo aceptarían
normalmente que la ciencia trata de aproximarse a esa visión “objetiva” del mundo:
dado que la ciencia permite explicar, también, el hecho de que nuestras perspectivas
subjetivas sobre el mundo sean como son. Hay aquí una curiosa inversión del argu-
mento tradicional que movió a los clásicos del XVII y del XVIII a adoptar las formas de
representacionalismo que Quesada critica con tanta justicia. Una vez que descubrimos
que la teoría causal de la percepción no implica el representacionalismo podemos lle-
gar a una situación en la que es posible reivindicar no sólo el realismo perceptivo sino
también la idea de que, desde nuestra perspectiva subjetiva sobre el mundo, es posible
comprender cómo es el mundo al margen de cualquier perspectiva subjetiva. Como
muchos otros notables epistemólogos contemporáneos Quesada no defiende explíci-
tamente este argumento, más bien lo asume como obvio para planificar algunas de sus
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estrategias argumentativas. Y sin embargo, ésa sí que es, a mi juicio, una cuestión
abierta. Filósofos como Wittgenstein o Putnam, por ejemplo, considerarían que la
concepción de la realidad desde-ninguna-perspectiva es una concepción incoherente.
En modo alguno, esta discrepancia general sobre el papel de la ciencia debe en-
tenderse como una crítica al libro. Dada la elección inicial de Quesada, la de elaborar
un manual en el que sus propias opiniones no quedaran difuminadas, su toma de posi-
ción en algunos supuestos básicos era inevitable De hecho, Quesada tendría a su favor
una pléyade notabilísima de filósofos contemporáneos. Y en general la toma decidida
de posición del autor en este respecto es coherente con el mayor logro de la obra: in-
troducir al lector en los problemas básicos de la teoría del conocimiento forzándole a
seguir una línea de argumentación bien definida y, mostrando, a la vez, cómo los pro-
blemas más generales de la epistemología contemporánea nos remiten constantemente
a la tradición clásica.

Josep L. Prades
Departamento de Filología y Filosofía
Universidad de Girona
Plaza Sant Domenech s/n, 17071 Girona
E-mail: prades@skywalker.udg.es

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