Espínola levantó las persianas de "El Tufo" con cansancio y tristeza. Cumplía 40 años. Esa noche se quedó con algunos clientes y tomaron tanto, que al despertar de la borrachera era el atardecer del 29. Desde entonces el Copetín "Nanawa" estuvo abierto todos los días de cada uno de los treinta y dos años siguientes. Nunca cerró, ni siquiera de noche. No hacía falta. Nadie robaba. Sin algún trasnochado entraba de madrugada, se servía y pagaba al día siguiente. Además, Jara odiaba levantar la pesada persiana de chapa por las mañanas, y como su pieza estaba detrás del mostrador pasando una leve cortina de tela, tenía el control de todo aún entre sueños.
Luego de la guerra con Bolivia, Américo regresó a
Asunción con gloria y todas las esperanzas de un muchacho de 20 años. Su familia, que vivía en Piquete Cué, estaba orgullosa de él y le aconsejó que se quedara en la Capital porque en aquel pueblo diminuto y perdido no llegaría a nada. Así lo hizo y al poco tiempo con un premio que el gobierno repartió entre los combatientes abrió el Copetín "Nanawa". El 6 de mayo de 1938, casi en la esquina de O'Leary y Presidente Franco, a dos cuadras del Palacio de López y a tres del puerto, el nuevo local llamó la atención de los vecinos y transeúntes. El apodo de "El Tufo" lo recibió muchos años más tarde, motivado por el ambiente que se generaba principalmente por las noches. En los primeros tiempos, Américo aún muy joven, pensaba que lo del copetín duraría pocos años, hasta que se casara o tal vez encontrara otro trabajo. Además, quería estudiar. Tenía inquietudes, y buscaba progresar. El "Nanawa" le daría algún dinero que luego invertiría en lo que verdaderamente fuera de provecho, y hasta volvería a su querido pueblo de donde había sido arrancado por la guerra.
Al copetín llegaba toda clase de personas pero
eran mayoría los contrabandistas, los borrachos, los marineros de pocos mares y muchos ríos, las meretrices anchas y fofas y varios de los personajes típicos en los bares de cualquier ciudad. Allá por los cuarenta, el local tenía un aspecto más o menos aceptable, pero la dejadez lo fue convirtiendo en uno más de los clásicos copetines que pueblan los barrios de Asunción y de otras ciudades del Paraguay. Todos tienen las mismas características: un ambiente de 5 metros por 6, paredes de colores oscuros y pintura brillosa, 6 o 7 mesas cuadradas con dos sillas cada una, algún cartel de chapa promocionando gaseosas o café Mayo, bebidas que nunca se venden, y un mostrador de madera sobre el cual se apoya una campana de cristal mugrienta que intenta sin lograrlo proteger la sopa paraguaya, las empanadas o el chipá guasú de la invasión de las moscas.
El copetín "Nanawa" fue primero una novedad en
esa Asunción de pos guerra que trataba de curar sus heridas como podía y donde cualquier hecho nuevo, por pequeño que fuera, generaba expectativa. Pero el paso inexorable de los años lo convirtió en un boliche espeso y oscuro como su apodo. En el 47, con la revolución y la guerra civil, Jara Espínola prestó ayuda a los que querían un país más justo. Defendió con honda pasión el derecho de todos a gozar de los beneficios a los que accedían sólo una parte minúscula de la población. El "Nanawa" fue centro de conspiración y refugio de revolucionarios. Jara tenía treinta años y no sabía aún que esa era la última oportunidad que le ofrecería el destino para cumplir su sueño y torcer el rumbo de su vida. Las jornadas de lucha fueron memorables. Todo era solapado y nunca se tuvieron pruebas concretas de las actividades que apoyaba y hasta dirigía el dueño del copetín. El Gobierno, preocupado por otros frentes, no le prestó a atención a ese boliche del centro. Américo era joven, estaba en su plenitud, tenía fuerzas y sus ideales continuaban intactos. Se jugó entero por la victoria sabiendo lo que significaba el triunfo y ansiando darle a su pueblo la misma alegría que le había dado cuando volvió del Chaco. Pero la derrota fue tremenda y la dictadura peor. Las persecuciones que vinieron después, el destierro de varios compañeros, y la certeza de que cambiar las cosas era casi imposible lo destruyeron en su amor propio. El Paraguay de ese tiempo mató en vida a muchos como Jara que quisieron cambiar las cosas y se encontraron con la "razón de la sinrazón". Solo sobrevivieron los que lograron escapar cruzando las fronteras tras la libertad que habían perdido en su patria.
Jara Espínola nunca se recuperó de aquella
derrota y se dejó estar mientras los años pasaron más rápido de lo que creía. No se casó ni terminó de estudiar. Pasó su vida detrás del mostrador del copetín teniendo por amigos a los oscuros parroquianos y por amor y familia la compasión de las meretrices. Se fue apagando entre las mesas del boliche. Sólo quería sobrevivir. Se volvió torpe y bruto y se hizo popular una anécdota de la que todos aseguraban haber sido protagonistas. Decían, que por limpieza y respeto a los clientes, Jara no tocaba la comida con las manos. Entonces si alguien le pedía una empanada, se quitaba el escarbadientes que siempre llevaba entre sus labios, pinchaba la empanada en la campana de cristal, la depositaba en el plato, la servía, y retornaba el palillo a su boca. También aseguraban que pasaba días sin bañarse en el enero caliente de Asunción y que atendía en calzoncillos y camisilla. Era un espectro del mocetón lleno de gloria y proyectos que vino de la guerra. Nunca volvió a su pueblo y fue perdiendo contacto con su gente. Olvidó su sueño inicial, curó sus depresiones con alcohol y más alcohol y llevó una vida espiritualmente miserable. En 1974 quedó definitivamente solo. La muerte de su hermano mayor no lo afectó, porque hacía muchos años que no lo veía, pero tomó conciencia de que ya no le quedaba ningún familiar cercano. Tenía 57 años, estaba soltero, su vida era más que modesta. El "Nanawa" se convirtió en el "Tufo" y fue su única razón para despertar cada mañana. Allí charlaba un poco, compartía la mesa con borrachos, viajeros que no viajaban, marineros de tierra y hasta con algún turista desprevenido. Las meretrices siempre fieles llevaron un poco de dulzura a su cada vez más amargo corazón. El copetín ya no era un mito como antes. La poca gente que se acordaba del local lo veía ahora como un lugar de bajísima categoría en todo sentido. Cuando Jara cumplió 70 años sólo subsistía por los 10 o 15 clientes que fielmente seguían yendo a emborracharse o a cerrar algún negocio sucio de contrabando.
La noche del 2 de febrero de 1989, Jara Espínola
sintió que vivía una pesadilla. Primero creyó que era su decrepitud, pero luego advirtió que sus sentidos no lo engañaban. La infernal balacera y el continuo cañoneo de las tropas que se enfrentaban a las del tirano Stroessner lo llevaron en un viaje increíble a través de 54 años a los días en que el calor, la selva y la sed casi lo dejan para siempre en el gran Chaco. Después recordó lo del '47 pero presintió que no era lo mismo. Ahora estaba viejo y creyó volverse loco. Esa noche, el temor que nunca antes había sentido, lo paralizó por completo. Sonaba todo tan cercano que parecía que se hallaba entre los dos fuegos. Quiso bajar esa persiana que llevaba décadas arriba pero no pudo. El mecanismo era una masa de óxido inservible. Se protegió detrás del mostrador. No atinaba a hacer ningún movimiento. De repente sintió pasar un grupo de soldados que corrían cubriendo su carrera con fuego de fusiles. Uno cayó herido justo frente al local.
Arrastrándose como pudo, logró llegar hasta el
mostrador. Jara esperó y luego de serenarse se acercó y le tendió la mano para ayudarlo. En ese instante entró otro soldado. Con su fusil disparó varios tiros. Las balas dieron certeras en el pecho del herido y en la frente del viejo Jara. Los combates cesaron el mediodía del 3 de febrero. La revuelta había triunfado y el tirano estaba rumbo a Brasil. La gente ganó las calles. Cuando llegó el primero de los borrachos, encontró los dos cuerpos ocultos en la oscuridad de "El Tufo". Nunca se supo de donde partieron las balas. El soldado era uno de los rebeldes. El matador pudo haber sido de cualquier bando ya que la confusión era total. Los muertos fueron más de trescientos entre civiles y militares. Un francés cayó frente al estadio de Olimpia en la Avenida Mariscal López. Se disparó a mansalva sin respeto por nada. Américo Francisco Jara Espínola hubiera festejado la caída del tirano. Nadie reclamó su cuerpo. Tampoco nadie lo veló. Fue enterrado por las autoridades en una fosa común.
La persiana del copetín no pudo bajarse. Tuvieron
que romper la pared. Luego taparon el gran hueco con ladrillos. Un vecino se quedó con el local después de acelerar varios trámites en la municipalidad. "El Tufo" se apagó junto al viejo Jara en una penumbra eterna que no dejó ningún