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Martín Bernaola: El tufo

El 28 de agosto de 1957 Américo Francisco Jara


Espínola levantó las persianas de "El Tufo" con
cansancio y tristeza. Cumplía 40 años. Esa noche se
quedó con algunos clientes y tomaron tanto, que al
despertar de la borrachera era el atardecer del 29.
Desde entonces el Copetín "Nanawa" estuvo abierto
todos los días de cada uno de los treinta y dos años
siguientes. Nunca cerró, ni siquiera de noche. No
hacía falta. Nadie robaba. Sin algún trasnochado
entraba de madrugada, se servía y pagaba al día
siguiente. Además, Jara odiaba levantar la pesada
persiana de chapa por las mañanas, y como su pieza
estaba detrás del mostrador pasando una leve
cortina de tela, tenía el control de todo aún entre
sueños.

Luego de la guerra con Bolivia, Américo regresó a


Asunción con gloria y todas las esperanzas de un
muchacho de 20 años. Su familia, que vivía en
Piquete Cué, estaba orgullosa de él y le aconsejó que
se quedara en la Capital porque en aquel pueblo
diminuto y perdido no llegaría a nada. Así lo hizo y al
poco tiempo con un premio que el gobierno repartió
entre los combatientes abrió el Copetín "Nanawa". El
6 de mayo de 1938, casi en la esquina de O'Leary y
Presidente Franco, a dos cuadras del Palacio de
López y a tres del puerto, el nuevo local llamó la
atención de los vecinos y transeúntes. El apodo de
"El Tufo" lo recibió muchos años más tarde,
motivado por el ambiente que se generaba
principalmente por las noches. En los primeros
tiempos, Américo aún muy joven, pensaba que lo del
copetín duraría pocos años, hasta que se casara o tal
vez encontrara otro trabajo. Además, quería
estudiar. Tenía inquietudes, y buscaba progresar. El
"Nanawa" le daría algún dinero que luego invertiría
en lo que verdaderamente fuera de provecho, y
hasta volvería a su querido pueblo de donde había
sido arrancado por la guerra.

Al copetín llegaba toda clase de personas pero


eran mayoría los contrabandistas, los borrachos, los
marineros de pocos mares y muchos ríos, las
meretrices anchas y fofas y varios de los personajes
típicos en los bares de cualquier ciudad. Allá por los
cuarenta, el local tenía un aspecto más o menos
aceptable, pero la dejadez lo fue convirtiendo en uno
más de los clásicos copetines que pueblan los barrios
de Asunción y de otras ciudades del Paraguay. Todos
tienen las mismas características: un ambiente de 5
metros por 6, paredes de colores oscuros y pintura
brillosa, 6 o 7 mesas cuadradas con dos sillas cada
una, algún cartel de chapa promocionando gaseosas o
café Mayo, bebidas que nunca se venden, y un
mostrador de madera sobre el cual se apoya una
campana de cristal mugrienta que intenta sin
lograrlo proteger la sopa paraguaya, las empanadas o
el chipá guasú de la invasión de las moscas.

El copetín "Nanawa" fue primero una novedad en


esa Asunción de pos guerra que trataba de curar sus
heridas como podía y donde cualquier hecho nuevo,
por pequeño que fuera, generaba expectativa. Pero
el paso inexorable de los años lo convirtió en un
boliche espeso y oscuro como su apodo. En el 47, con
la revolución y la guerra civil, Jara Espínola prestó
ayuda a los que querían un país más justo. Defendió
con honda pasión el derecho de todos a gozar de los
beneficios a los que accedían sólo una parte
minúscula de la población. El "Nanawa" fue centro de
conspiración y refugio de revolucionarios. Jara tenía
treinta años y no sabía aún que esa era la última
oportunidad que le ofrecería el destino para cumplir
su sueño y torcer el rumbo de su vida. Las jornadas
de lucha fueron memorables. Todo era solapado y
nunca se tuvieron pruebas concretas de las
actividades que apoyaba y hasta dirigía el dueño del
copetín. El Gobierno, preocupado por otros frentes,
no le prestó a atención a ese boliche del centro.
Américo era joven, estaba en su plenitud, tenía
fuerzas y sus ideales continuaban intactos. Se jugó
entero por la victoria sabiendo lo que significaba el
triunfo y ansiando darle a su pueblo la misma alegría
que le había dado cuando volvió del Chaco. Pero la
derrota fue tremenda y la dictadura peor. Las
persecuciones que vinieron después, el destierro de
varios compañeros, y la certeza de que cambiar las
cosas era casi imposible lo destruyeron en su amor
propio. El Paraguay de ese tiempo mató en vida a
muchos como Jara que quisieron cambiar las cosas y
se encontraron con la "razón de la sinrazón". Solo
sobrevivieron los que lograron escapar cruzando las
fronteras tras la libertad que habían perdido en su
patria.

Jara Espínola nunca se recuperó de aquella


derrota y se dejó estar mientras los años pasaron
más rápido de lo que creía. No se casó ni terminó de
estudiar. Pasó su vida detrás del mostrador del
copetín teniendo por amigos a los oscuros
parroquianos y por amor y familia la compasión de las
meretrices. Se fue apagando entre las mesas del
boliche. Sólo quería sobrevivir. Se volvió torpe y
bruto y se hizo popular una anécdota de la que todos
aseguraban haber sido protagonistas. Decían, que
por limpieza y respeto a los clientes, Jara no tocaba
la comida con las manos. Entonces si alguien le pedía
una empanada, se quitaba el escarbadientes que
siempre llevaba entre sus labios, pinchaba la
empanada en la campana de cristal, la depositaba en
el plato, la servía, y retornaba el palillo a su boca.
También aseguraban que pasaba días sin bañarse en
el enero caliente de Asunción y que atendía en
calzoncillos y camisilla. Era un espectro del mocetón
lleno de gloria y proyectos que vino de la guerra.
Nunca volvió a su pueblo y fue perdiendo contacto
con su gente. Olvidó su sueño inicial, curó sus
depresiones con alcohol y más alcohol y llevó una
vida espiritualmente miserable. En 1974 quedó
definitivamente solo. La muerte de su hermano
mayor no lo afectó, porque hacía muchos años que no
lo veía, pero tomó conciencia de que ya no le quedaba
ningún familiar cercano. Tenía 57 años, estaba
soltero, su vida era más que modesta. El "Nanawa" se
convirtió en el "Tufo" y fue su única razón para
despertar cada mañana. Allí charlaba un poco,
compartía la mesa con borrachos, viajeros que no
viajaban, marineros de tierra y hasta con algún
turista desprevenido. Las meretrices siempre fieles
llevaron un poco de dulzura a su cada vez más
amargo corazón. El copetín ya no era un mito como
antes. La poca gente que se acordaba del local lo veía
ahora como un lugar de bajísima categoría en todo
sentido. Cuando Jara cumplió 70 años sólo subsistía
por los 10 o 15 clientes que fielmente seguían yendo
a emborracharse o a cerrar algún negocio sucio de
contrabando.

La noche del 2 de febrero de 1989, Jara Espínola


sintió que vivía una pesadilla. Primero creyó que era
su decrepitud, pero luego advirtió que sus sentidos
no lo engañaban. La infernal balacera y el continuo
cañoneo de las tropas que se enfrentaban a las del
tirano Stroessner lo llevaron en un viaje increíble a
través de 54 años a los días en que el calor, la selva
y la sed casi lo dejan para siempre en el gran Chaco.
Después recordó lo del '47 pero presintió que no era
lo mismo. Ahora estaba viejo y creyó volverse loco.
Esa noche, el temor que nunca antes había sentido,
lo paralizó por completo. Sonaba todo tan cercano
que parecía que se hallaba entre los dos fuegos.
Quiso bajar esa persiana que llevaba décadas arriba
pero no pudo. El mecanismo era una masa de óxido
inservible. Se protegió detrás del mostrador. No
atinaba a hacer ningún movimiento. De repente sintió
pasar un grupo de soldados que corrían cubriendo su
carrera con fuego de fusiles. Uno cayó herido justo
frente al local.

Arrastrándose como pudo, logró llegar hasta el


mostrador. Jara esperó y luego de serenarse se
acercó y le tendió la mano para ayudarlo. En ese
instante entró otro soldado. Con su fusil disparó
varios tiros. Las balas dieron certeras en el pecho
del herido y en la frente del viejo Jara. Los
combates cesaron el mediodía del 3 de febrero. La
revuelta había triunfado y el tirano estaba rumbo a
Brasil. La gente ganó las calles. Cuando llegó el
primero de los borrachos, encontró los dos cuerpos
ocultos en la oscuridad de "El Tufo". Nunca se supo
de donde partieron las balas. El soldado era uno de
los rebeldes. El matador pudo haber sido de
cualquier bando ya que la confusión era total. Los
muertos fueron más de trescientos entre civiles y
militares. Un francés cayó frente al estadio de
Olimpia en la Avenida Mariscal López. Se disparó a
mansalva sin respeto por nada.
Américo Francisco Jara Espínola hubiera
festejado la caída del tirano. Nadie reclamó su
cuerpo. Tampoco nadie lo veló. Fue enterrado por las
autoridades en una fosa común.

La persiana del copetín no pudo bajarse. Tuvieron


que romper la pared. Luego taparon el gran hueco
con ladrillos. Un vecino se quedó con el local después
de acelerar varios trámites en la municipalidad. "El
Tufo" se apagó junto al viejo Jara en una penumbra
eterna que no dejó ningún

Martín Bernaola, Argentina

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