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El fruto del Espíritu, Parte I

por José Belaunde M.


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Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que
somos. El Espíritu imprime el carácter de Cristo en nuestra alma y ese carácter se
revelará al exterior. El siguiente artículo trata los tres primeros frutos del Espíritu
citados en el capítulo 5 de Gálatas. ¿Están estos reflejados en su diario vivir?

En el capítulo cinco de la epístola a los Gálatas, a partir del versículo 16, Pablo contrapone el
andar en la carne con el andar en el Espíritu, las obras de la carne con el fruto del Espíritu. Dice
que ambos son como mundos y maneras de obrar no solo distintas sino opuestas, que
combaten y se excluyen entre sí (v. 17). El creyente tiene que tomar una decisión: satisfacer los
deseos de la carne —que han sido moderados, es cierto, pero que todavía están vivos en el viejo
hombre —, o vivir y caminar en el Espíritu.

Pablo enumera las obras de la carne —aunque la lista no sea completa contiene lo principal, vv.
19 al 21— y luego habla de la múltiple manifestación del fruto del Espíritu —vv. 22 y 23. No
escribe «las obras del Espíritu», sino «el fruto», es decir, las cualidades del carácter de Cristo
que el Espíritu produce en nosotros.

Lo primordial que obra el Espíritu en nosotros no es lo que hacemos sino lo que somos. Pero
nuestros actos son reflejo de nuestro interior. El Espíritu imprime, por así decirlo, el carácter
de Cristo en nuestra alma y ese carácter se revelará al exterior en nuestros actos, palabras, y
tratos hacia la gente.

El apóstol Juan lo expresa de otra manera: «El que dice que permanece en Él debe andar como
el anduvo» (1 Jn 2.6). Jesús dijo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en
mí (es decir, unido al tronco de la vid) y yo en él, éste lleva mucho fruto.» (Jn 15.4)

El fruto del Espíritu empieza a brotar en nosotros cuando nos convertimos. Pero brota por sí
solo hasta cierto punto. Debe ser cultivado, abonado, mediante nuestra comunión con Cristo,
mediante la cual la savia de su vida pasa del tronco al sarmiento. Así como el sarmiento da
fruto en la medida en que fluya la savia, de manera semejante nosotros manifestamos los
rasgos del carácter de Jesús cuando su vida fluye en nuestro espíritu. Pero nuestro sarmiento
deberá también ser podado, limpiado por el divino Jardinero, para que dé más fruto (Jn 15.2).
Las cualidades del carácter de Cristo, su amor, su bondad, su paz, etc., son la luz que Jesús dijo
debía brillar delante de los hombres para que, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a su
Padre que está en los cielos (Mt 5.16). El fruto del Espíritu no consiste en obras, pero se
manifiesta en obras que dan gloria a Dios.

El fruto del Espíritu es como un prisma que descompone la luz que lo atraviesa no en siete
(como en el prisma de vidrio) sino en nueve colores distintos que, sumados, hacen un blanco
purísimo. Aquí vemos cómo un fenómeno físico es figura de un fenómeno espiritual: la
blancura de la pureza del alma unida a Cristo que resulta de la suma de las cualidades de su
personalidad humana. Veamos pues cuáles son esos colores de la luz de Cristo.

El amor

La naturaleza está llena de amor, el cual se manifiesta en miles de formas. En la unión del
polen con el óvulo de la planta receptora en el cáliz de la flor; en la atracción recíproca de los
animales; en el amor de los animales domésticos por el hombre; en la simpatía que une a los
amigos; en la atracción física de los sexos, etc.

Pero el amor como fruto no es el amor apasionado de los enamorados o de los amantes, sino es
un amor diferente que Dios derrama en nuestros corazones cuando nos da el Espíritu Santo
(Ro 5.5). Es un amor que el mundo no conoce. Es la clase de amor que Él tiene por nosotros
que «de tal manera amó al mundo que dio a su Hijo...» (Jn 3.16). Es el amor que constituye la
esencia de su ser (1Jn 4.8).

La característica principal de este amor es el darse. Por tanto es un amor desinteresado que no
espera recibir nada a cambio. Si amamos a Dios nos damos a Él, le damos todo lo que tenemos,
nuestro tiempo, fuerzas, dinero. Lo damos sin que nos cueste porque al que ama no le cuesta
dar.

Es un amor que se manifiesta más en hechos que en palabras. Si alguno ve a su prójimo


padeciendo necesidad y no siente el impulso de satisfacerla con sus bienes, ¿cómo podrá decir
que el amor de Dios vive en él? El amor de Dios nos empuja a dar y si no, no es verdadero (1Jn
3.16–18).

Ese es un amor que trasciende el plano humano, con sus tres dimensiones (largo, ancho y alto)
y que tiene una cuarta dimensión desconocida por la carne: la profundidad (Ef 3.18). La
dimensión del amor de Dios es diferente por eso está más allá de la mente y de los afectos
humanos. Si estamos llenos del amor de Dios, estamos llenos de su plenitud. Dios derrama su
amor incluso en personas que no lo conocen o que no quieren rendirse a Él, así como hace
brillar su sol sobre malos y buenos (Mt 5.45). Dios no es tacaño con su amor. Lo da y no exige
nada a cambio. Cristo entregó su vida por nuestros pecados pero no nos exige que le amemos
en recompensa. Ciertamente espera que el pecador se vuelva a Él, pero no murió por nosotros a
condición de que todos le amáramos.

El amor de Dios en nosotros se comporta de manera semejante. Ama sin exigir pago. Ama
porque necesita amar. El amor no puede dejar de amar, tal como el agua no puede dejar de
mojar. El amor verdadero ama sin esperar ser correspondido. Dios por amor nos dio a su Hijo
aun sabiendo que iba a ser rechazado.

Ese es el amor que canta Pablo en 1 Corintios 13, que todo lo sufre, que todo lo cree, todo lo
soporta, que todo lo perdona. (1Cor 13.7). El amor de Dios es, por así decirlo, un amor necio,
que no teme ser engañado; que ama a sabiendas de nuestra ingratitud.
Al hombre le es difícil amar de esa manera. Nadie puede amar así si Dios no ha derramado su
amor en él. El amor humano es inevitablemente egoísta ya que ama pero exige ser amado. Si no
pagan nuestro amor con amor, o con un gesto de gratitud, nuestro amor se resiente y hasta
puede tornarse en odio.

El amor de Dios nunca se resiente cuando es rechazado o porque se le recompensa con


ingratitud. Más bien se podría decir que ama más al que lo rechaza, precisamente por ese
motivo, e irá a buscarlo como el Buen Pastor a la oveja perdida (Lc 15.4–6). Es como la luz del
sol, cuyos rayos no se ensucian al alumbrar el barro o el estiércol. Permanecen siempre puros.
¿No hay madres que aman así a sus hijos? ¿Qué los aman pese a sus defectos? Es Dios quien ha
derramado ese amor en sus corazones.

¿Cuántos podemos decir que nuestro amor permanece intacto pese al rechazo? Incluso el amor
de los padres a veces se enfría si los hijos les son ingratos. Sólo el amor que Dios inspira
permanece intacto. Ese es un amor que abarca a todos los hombres, no solo a los que nos aman,
sino también a los que nos odian (Mt 5.43–45). Es un amor que renuncia incluso a ser amado
con tal de poder seguir amando; es el amor que aceptaría ser condenado al infierno si fuera
necesario, con tal de salvar a otros (Ro 9.3).

Ese es el amor que manifestó Cristo en la cruz al ofrendar su vida y afrontar el sufrimiento por
el gozo de salvarnos (He 12.2). Es un amor que está por encima de la capacidad humana y que
solo Dios puede dar; un amor que muere a sí mismo y que prefiere el bien ajeno al propio.

Uno de los síntomas más claros de que estamos llenos de este amor es que no nos
entristezcamos porque los méritos y cualidades de otro nos opacan, al contrario, nos alegremos
en los méritos y éxitos de otro a quien Dios levanta. Ese es un amor que prefiere ser insultado a
insultar; que no envidia sino se goza en la felicidad del otro; que no se jacta sino que destaca los
méritos ajenos; que no se irrita ni guarda rencor sino perdona. Es el amor que sufre de buena
gana aun por los que lo odian (1Cor 13.4–6).

Es un amor que hace la vida diferente. Es el amor que se manifiesta en la fidelidad de los
esposos más allá de sus cuerpos, y en la amistad de los que son verdaderos amigos; en la
caridad que sacrifica la propia comodidad o el propio dinero por ayudar al prójimo (Lc 10.25–
37).

La enfermera que ama a sus enfermos goza cuidándolos aunque se fatigue. Si no los ama su
trabajo será para ella una carga pesada. Si los ama le será fácil. Cuando existe ese amor en el
seno de una familia, sus miembros gozan de una felicidad que el dinero no puede comprar.

En la medida en que nosotros experimentemos el amor de Dios podremos darlo al prójimo.


Todo lo que experimentamos lo aprendemos y podemos reproducirlo. Por eso la forma cómo
nosotros tratamos al prójimo es un reflejo del grado en que hemos experimentado el amor de
Dios.

Nosotros amamos tanto al prójimo cuanto nos sentimos amados por Dios. El que no siente que
Dios lo ama difícilmente puede amar al prójimo. De ahí viene que alguna gente pueda ser tan
fría con sus semejantes. No conocen el amor de Dios y, por tanto, no pueden darlo a otros.

Al que ama no le cuesta dar, no le cuesta regalar. Dios no escatimó el costo de entregarnos a su
Hijo. ¿O estaría Él calculando si valía o no la pena dárnoslo? Dios no escatima sus dones sino
que nos los da sin medida porque nos ama, y por eso nos perdona sin límites.
Jesús no calculó el costo de morir en la cruz. Más bien Él ardía de deseos porque su destino se
cumpliera . En el momento de la prueba en el huerto Él debe haber tenido delante de sus ojos
todo lo que iba a sufrir y debe haber visto hasta qué punto su sufrimiento iba a ser en vano para
muchos, cuántos lo rechazarían y se perderían. Él pudo haberse negado a sufrir en vano por
tantas personas, pero persistió pese a todo en su propósito con tal de salvar a unos pocos.

Solo ese amor sin límites explica su Pasión. Ese amor se manifiesta en los clavos que
traspasaron sus manos y sus pies, y en la lanza que se clavó en su costado. Fue por amor que Él
soportó ser herido y traspasado. Es por amor también por lo que Él soporta las heridas que
nosotros le inflingimos cuando pecamos. Las infidelidades del cristiano son más crueles y más
dolorosas que los clavos que horadaron sus manos y sus pies. Es su amor al que herimos
cuando pecamos. Por eso debería espantarnos la posibilidad de pecar, porque pecando herimos
al amor que se ha dado enteramente a nosotros(Nota).

El gozo

Para alegrarse el hombre necesita con frecuencia de estímulos artificiales, como el alcohol, o la
música bulliciosa, los espectáculos y la gritería. Varios anuncios televisivos muestran la
superficialidad de esa alegría, de ese «vacilarse», al que muchas veces, cuando el efecto del
alcohol y de las drogas se esfuma, sigue la depresión.

Pero el verdadero gozo no es algarabía loca, ni puede confundirse con la alegría que siente el
impío cuando hace el mal (Pr 2.14), sino es algo que no depende de lo que hacemos ni de las
circunstancias exteriores. Es algo que brota de nuestro interior como consecuencia de nuestra
comunión con Dios y que permanece aun frente a las dificultades y las circunstancias adversas.

Es un gozo que viene de reposar en Dios, de saberse amado por Él, así como de amar al
prójimo. Es un gozo que Jesús da: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.» (Jn 15.11).

Es el gozo que viene a nuestra alma por hacer el bien, como, por ejemplo, por salvar las almas,
o por predicar aunque nos cueste mucho hacerlo, o por ayudar al desvalido. Es un gozo que ni
los insultos ni las adversidades ni los sufrimientos pueden apagar, sino que, al contrario, más
bien estimulan. Pablo habla de ese gozo cuando dice: «Por lo cual, por amor a Cristo me gozo
en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando
soy débil, entonces soy fuerte.» (2Cor 12.10).

Es el gozo que sintieron los apóstolos Pedro y Juan cuando fueron azotados por orden del
Sanedrín y salieron «gozosos de haber sido tenidos por dignos de haber sufrido afrenta por
causa del Nombre» (Hch 5.41). Es el gozo que produce ser participante de los sufrimientos de
Cristo (1Pe 4.13). Jesús exhorta a los suyos a tener ese gozo: «Bienaventurados sois cuando por
mi causa os vituperen y os persigan y digan toda clase mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos
y alegraos porque vuestra recompensa es grande en los cielos.» (Mt 5.11–12)

Es el gozo, sobre todo, de vivir lleno del Espíritu Santo, que es el autor del gozo (Hch 13.52). El
gozo del que Pablo exhorta a los creyentes estar llenos, pues Cristo vive en ellos: «Por lo demás,
hermanos, gozaos en el Señor." "Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez os digo: Regocijaos»
(Fil 3.1; 4.4).

Lo único que puede apagar ese gozo interno es el pecado, como lo experimentó el rey David,
pecador penitente: «No quites de mí tu Santo Espíritu; devuélveme el gozo de tu salvación.»
(Sal 51.11b–12a). El pecado alegra al pecador pero deprime al justo porque lo separa de Dios.
Los santos del Antiguo Testamento conocían muy bien ese gozarse en Dios, como lo muestran
varios episodios de su historia. Quizá el más conocido o citado sea el que menciona el libro de
Nehemías cuando el sacerdote Esdras y sus ayudantes leyeron las Escrituras ante la
congregación reunida. Después de que hombres y mujeres hubieran llorado de emoción al
volver a oír las Escrituras después de mucho tiempo, Nehemías les dijo: «Id, comed grosuras y
bebed vino dulce y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a
nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo del Señor es nuestra fuerza...Y el
pueblo se fue a comer y a beber, y a obsequiar porciones y a gozar de gran alegría, porque
habían entendido las palabras que les habían enseñado." (Nh 8.10–12). Escuchar la palabra de
Dios produce gozo, como bien sabemos también por el Nuevo Testamento (Lc 2.10–11; 8.13;
1Ts 1.6).

Muchos salmos dan testimonio de ese gozo: «Me alegraré y me regocijaré en ti; cantaré a tu
nombre, oh Altísimo.» (Sal 9.2). Y otro: «En tu presencia hay plenitud de gozo.» (Sal 16.11b).

La paz

La paz del mundo es ausencia de hostilidades y rivalidades; es una tregua entre dos potencias
rivales, debajo del cual puede ocultarse una «guerra fría», como sabemos por la historia
reciente. Es una paz engañosa en la que los enemigos no se atacan solo porque los paraliza el
miedo mutuo, mientras se arman constantemente, según el dicho latino: «Si quieres la paz,
ármate para la guerra». Así también es la paz mundana entre las personas: un arreglo temporal
de conveniencia que puede ser turbado cuando se enfrentan los intereses y que es por ello
violado constantemente.

En cambio, la paz que viene de Dios es una paz interna, una paz del corazón; un estado del
alma que no depende de las circunstancias. Es una paz que permanece en medio de los
hostigamientos y de la guerra que nos hace el enemigo. La paz de Dios que nos dejó Jesús (Jn
14.27), tan diferente a la del mundo, viene de haber sido reconciliados con Él por medio de su
sangre, viene de tener paz con Dios al haber sido justificados por la fe, como dice Pablo en
Romanos (5.1).

Si no estamos en paz con Dios es imposible tener esa paz. Pero si lo estamos, tendremos esa paz
que viene de Él que sobrepasa todo entendimiento, porque no obedece a ninguna lógica
humana, y que poseemos cuando ponemos nuestras necesidades y afanes en sus manos: (Fil
4.6–7).

Es una paz que procede de la seguridad de que Jesús está con nosotros (Mt 28.20). Es la paz
que nada altera cuando estamos firmemente anclados en Dios; cuando Él gobierna nuestros
corazones y estamos llenos de amor y gozo (Col 3.14–15). Es la paz de la conciencia sin
reproche que nos permite dormir sin temor cuando nos acostamos sabiendo que Él guarda a los
suyos (Sal 4.8).

Pero es también una paz que influye en nuestro entorno y en nuestras relaciones humanas,
como dice Proverbios: «Cuando los caminos del hombre son agradables al Señor, aun a sus
enemigos hace estar en paz con él» (16.7).

Es la paz de los pacificadores a los que Jesús llama bienaventurados porque serán llamados
hijos de Dios (Mt 5.9).

Nota del autor:


El griego antiguo tenía cuatro palabras para expresar el amor. Storgé es el amor de los padres
por sus hijos, o el que une a los esposos, o la simpatía entre amigos. No figura como sustantivo
ni como verbo en el Nuevo Testamento, solo en palabras compuestas: filóstorgos (amor
ferviente, Ro 12.10) y astorgos (carente de amor natural, Ro 1.31; 1 Ti 3.3). Eros es el amor de
los sexos opuestos, la pasión y el deseo de poseer. Tampoco figura en el NT. El específico
significado cristiano de la palabra ágape es algo propio del Nuevo Testamento. El sustantivo
ágape no figura en la literatura clásica griega y aparece por primera vez en la Septuaginta
(LXX) como traducción del hebreo ajaba, aunque el verbo agapao (dar gran valor, tener en gran
estima, amar) sí es usado en el griego clásico desde Homero. Filia (sustantivo) y fileo (verbo)
constituyen las palabras más usadas para expresar el amor en general y el afecto, no sólo entre
las personas sino también el amor a las cosas (1 Ti 6.10).

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