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1. Introducción
La relación entre Iglesia terrena e Iglesia celeste se mantiene dentro del campo del
“ya pero todavía no”, por lo que se percibe una cierta tensión entre plenitud y plenitud
plenificada.
Si hablamos de “plenitud de la Iglesia” al mismo tiempo que “todavía hay algo
por llegar”, vemos que la característica de plenitud aplicada a la Iglesia, siendo una
característica que solo se puede dar en acto, no sería tan plena.
Por otro lado, los tratados que se encargan propiamente del tema, anteriormente
llamado de novissims y ahora, luego de la renovación teológica, escatología, corren el
riesgo de marcar esta separación y profundizarla todavía más al dejar abierto margen a
una cierta diferenciación histórica o al incluir en la misma denominación del tratado, un
quiebre entre la realidad presente y las realidades últimas.
Por tanto, este trabajo pretende argumentar a favor de un nuevo paradigma:
pleromatología – pleromatológico - pleromático, para referirse a esa auto comunicación
de Dios que ya está dada plenamente en Cristo por su entrega en la cruz y en la
comunicación del Espíritu Santo; de forma particular, cómo se da esta plenitud en el
marco eclesial.
voz media, ya que se está queriendo expresar que el sujeto realiza la acción del verbo
sobre sí mismo. Por consiguiente, si Cristo ya es plenitud, la acción de plenificación que
está llevando a cabo esta destinada a su cuerpo, en coherencia con lo expresado por el
hagiógrafo en Ef 4,13 donde se ve un desenvolvimiento histórico de ese
perfeccionamiento, que impulsa a la Iglesia a su máxima perfección en la plenitud de
Cristo. En segundo lugar, se trata de un verbo en participio genitivo, por lo que se trata
de un adjetivo en presente, expresando la posesión actual de la cualidad de la plenitud por
parte de la Iglesia de Cristo, su cuerpo.
Si aplicamos este esquema sobre la oración presente en Ef 1,23, se ve claro que la
Iglesia, como cuerpo de Cristo, es ya poseedora de la plenitud dada por la cabeza, que es
el mismo Cristo, la cual le participa continuamente su gracia. En este sentido es signo
actual, presente y realizado de plenitud acá en la tierra.
Si atendemos a Ef 4,13, vemos también que este cuerpo, ya pleno, se encuentra
todavía en edificación en el plano histórico temporal, esperando la consumación
definitiva del amor de Dios, cuando se den los cielos nuevos y la tierra nueva.
En relación a lo desarrollado hasta aquí, se puede ver la doble nota de plenitud
que, en la Iglesia, se da como actualidad misma de su ser, al mismo tiempo que se está
realizando en espera de la consumación absoluta de la plenitud o la “plena plenitud”, la
cual, se realizará definitivamente cuando lleguemos “al estado del hombre perfecto”, “a
la plena madurez de Cristo”. Desde este punto de vista el “ya pero todavía no” no consiste
en un simple despliegue, sino que Dios se ofrece presente y totalmente en su auto-
apertura, al mismo tiempo que llama al hombre a dar su respuesta en medio de la
existencia histórica, para guiarlo hacia la plenitud definitiva.
Los textos citados no se encuentran aislados, sino que están haciendo referencia a
seres concretos que se encuentran en su proceso de deificación en el marco del cuerpo de
Cristo. En este sentido, es relevante, por un lado, el marcado tono futuro de la primera
afirmación (estado del hombre perfecto). Mientras que, en la segunda afirmación (plena
madurez de Cristo) debemos atender al uso de la palabra ἑλικία, la cual denota edad,
periodo de vida o un tiempo determinado de vida, denotando un proceso que ya se puede
iniciar. Por tanto, la invitación del escritor sagrado consiste en que lleguemos a la plenitud
de Cristo habiendo cumplido nuestro tiempo o nuestra edad aquí, sin olvidar que podemos
saborear a partir de ahora la vida plena, por esto es que ella también es vocación, es
llamado actual a la plenitud de Cristo, a llegar a su estado de vida, aunque esa vida todavía
se encuentra en desarrollo.
En el plano eclesial, esa culminación se realizará cuando Dios consume su
creación, y se muestre como el Señor de toda la historia, cuando nuestro conocimiento
este completo y nuestra vocación a la unión con Dios, ya dada y ofrecida por Él, se
encuentre realizada y consumada de forma plena y definitiva.
Espíritu Santo, el cual alimenta nuestra esperanza y nos prepara para los frutos de la
salvación. De esta forma lo expresa Forte:
En este punto podemos exponer tres dimensiones que son expresión del llamado
pleromatológico de la Iglesia: Su plenitud como complimiento de la alianza, la espera de
su plenitud escatológica y la promesa de su plenitud en la gloria definitiva.
1
B. Forte, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca, Sígueme, 1992, 85.
4
2
O. Semmelroth, La Iglesia celeste. [en línea]
http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol6/24/024_semmelroth.pdf [consulta: 12 de julio
de 2016], 3.
5
sus distintas tradiciones, los profetas y la antigua apocalíptica, más bien Dios mismo y la
promesa se identifican.3
La promesa realizada por Dios se concentra y cumple de forma total y plena en el
envió encarnatorio de la persona de su Hijo, consumador de la realidad filial y redentora
con el Padre y dador del Espíritu, Él es la promesa definitiva dada a los hombres para
unirlos plenamente en el momento de la consumación total pleromática a través de su acto
redentor en la cruz y en su resurrección.
En Cristo se sella de forma definitiva la unión entre Dios y el hombre, lo que
instaura de forma final y plena la promesa de una realidad total, ya dada en su propio
cuerpo en la forma de la Iglesia y sus sacramentos. De esta forma se constituye la Nueva
Alianza, la cual queda enraizada en la historia a través de la Iglesia, por tanto, es, en su
misma esencia, plenitud, al mismo tiempo que es promesa total y plena de la instauración
definitiva de la nueva creación.4
Por tanto, el pléroma apunta al horizonte de la venida definitiva de Dios, mientras
se ancla en la auto-comunicación plena y total en el acontecimiento de Cristo. La etapa
final en la que vivimos, no es otra cosa que la auto-promesa inalterable e irreversible del
mismo Dios, en el Hijo, por su Espíritu, la cual se caracteriza por ser definitiva y total,
aunque por ahora histórica, aguardando pacientemente el pléroma.
La Iglesia, en tanto sacramento, ofrece visiblemente aquello que es invisible y que
solo proviene de Dios, ciertamente se constituye en promesa de una nueva creación,5 pero
no a modo de superación de su propia realidad interior histórica, sino como su
3
Ruiz de la Peña desarrolla la idea de promesa desde el A.T. realizando un recorrido por los
principales textos y géneros literarios. A su forma de ver, el pueblo de la Antigua Alianza ha tenido una
poco uniforme evolución en su auto comprensión como pueblo escatológico, sin embargo, nunca perdió su
conciencia de destinatario de la promesa realizada a los patriarcas y a partir de aquí es que fue
escatologizándose progresivamente. Con todo, quedaría por realizar un análisis más riguroso para
comprobar los orígenes históricos y si, por caso, no sucedió al revés, primero desarrollo su conciencia
escatológica para luego poner por escrito su experiencia. Sin embargo, es un tema que excede este trabajo.
Lo importante es resaltar que el Pueblo de Israel reconoce a Dios en la promesa y la promesa es el mismo
Dios, y es aquí donde se ancla la esperanza escatológica del pueblo de Israel, en cuanto que la promesa, al
mismo tiempo que se internaliza como propia, apunta directamente al futuro, aunque se haya realizado en
un pasado próximo o cercano. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación: Escatología, Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1996, 37ss.
4
En relación a la idea de “nueva creación” en el Antiguo Testamento, Ruiz de la Peña concluye:
“(…) parece claro que ni el libro de Daniel ni los pasajes apocalípticos incrustados en otros libros del
Antiguo Testamento imponen una comprensión del éschaton como paso de este a otro mundo. En ninguna
parte aparece la espera de un más allá supraterreno, espiritual, como alternativa al más acá terreno y
material. Lo que se espera es la trasmutación de las realidades terrestres por obra de la instauración del
reino de Dios, el vuelco decisivo de la historia por la irrupción del juicio y la salvación. El mundo en sí
puede seguir siendo materialmente el mismo a ambos lados del límite; más acá de éste hay una situación
de pecado, de déficit existencial; más allá se implanta no una infraestructura cósmica diversa, sino la nueva
situación de justicia, de fraternidad universal, de plenitud vital”. Ibid., 55.
5
Es de rescatar un término en particular utilizado por Jesús para transmitir esta “nueva creación”,
παλιγγενεσία el cual hace referencia a una re-creación, renovación o regeneración. Cf. Mt 19,28. A partir
de aquí es que podría entenderse que no se trata simplemente de un quiebre en la creación en donde termina
algo y empieza algo completamente nuevo, o, por extensión, si podría interpretarse una cierta tensión entre
la creación histórica y la creación redimida. Más bien, la creación va a ser renovada por una creación
incorruptible, sin que tenga que desaparecer la antigua o esto signifique un punto de inflexión entre la
creación en el marco histórico y la creación que permanecerá luego de la venida definitiva del Señor en la
parusía.
6
“La Iglesia visible es la señal indefectible a través de la cual se transmite el contenido invisible, a
saber, la comunión por gracia con Dios, y se lleva a cumplimiento bajo las condiciones temporales
y sociales de la experiencia humana. En su forma sacramental e institucional la Iglesia es «parte
de este mundo que pasa» (LG 48). En cuanto instrumento de la salvación llegará su fin y
desaparecerá con la parusía. Pero seguirá existiendo como fruto de la salvación, como la comunión
eterna con Dios y de los hombres entre sí (LG 1).”6
Con todo, lo dicho hasta ahora encierra varios riesgos. Por un lado, considerar a
la Iglesia demasiado terrena o demasiado celeste al acentuar su plenitud histórica o su
6
G. Müller, Dogmática: Teoría y práctica de la teología, Barcelona, Herder, 1998, 586.
7
La Iglesia se nos presenta al mismo tiempo como Iglesia terrena, como signo
sacramental, terrenal y temporal; y como Iglesia celeste, en tanto signo sacramental está
referido a una realidad invisible y supra-mundana.
Como se dijo anteriormente, la Iglesia, en su forma peregrinante y temporal, está
destinada a desaparecer en un determinado modo existencial, esto supone el riesgo de
atender insuficientemente su lado visible y concreto; del mismo modo que su realidad
sacramental, visible, jurídica o institucional no debe ser enfatizada excesivamente, lo que
conduciría a vivir unilateralmente su ser terrenal.
En su forma de existencia que fluye en el tiempo, la Iglesia “es el despertar en el
mundo de aquello que tiene su término «arriba»”,7 esto significa que la Iglesia terrena es
también Iglesia celeste. La Iglesia terrena lleva en sí misma el pléroma, la plenitud y la
totalidad del amor divino, el cual se nos mostrara definitivamente, al modo como la
semilla lleva en si el árbol y se va desarrollando hasta adquirir su forma final. En efecto,
ya aquí la Iglesia lleva en sí lo definitivo de la salvación de Dios.
Ahora bien, esta desaparición, no implica aniquilación. Puesto que ella ya contiene
y es expresión en sí misma del pléroma de Cristo. Por la fuerza divina recibida a través
del Espíritu Santo enviado por Él, resucitará a la forma de la Iglesia celeste. Esta vida
comunicada por el Espíritu, ya se manifiesta en su santidad, que es la realidad de la unión
con Dios y que tendrá su consumada plenitud en la Iglesia celeste.
La Iglesia terrena es igualmente realidad celeste solo en la medida que pueda ver
esta transformación en Iglesia celeste, no como un paso más en su peregrinar, tampoco
como una liberación de su ser existencial terreno y temporal, sino como autentica
resurrección. La comunidad del pueblo ya lleva plenamente en sí, en su existencia
histórica, la prenda de la vida futura, que la apartará de su configuración temporal y la
hará gustar de la vida plena en la Iglesia celeste, participando de la vida eterna de Dios,
transformándola para siempre en su plena plenitud.
En efecto, el pléroma eclesial se estructura doblemente. Por un lado, la revelación
histórica dada a nosotros en la persona de Cristo, ancla a la persona en una íntima unión
con el Dios trino lo que nos impulsa, en la fe, la esperanza y el amor, a compartir actual
y definitivamente la vida divina. Por otro lado, también debe darse la respuesta creyente
total del hombre a Dios, el cual, ya viviendo en la plenitud de la vida divina, aguarda la
total y plena consumación del mundo y del mismo hombre cuando se instauren los cielos
nuevos y la tierra nueva.
Lo desarrollado hasta ahora sirva para ver que se establece un encuentro dialogal
con Dios, en el que el encuentro con Cristo encarnado sirve de mensaje y mensajero pleno
y total de la comunicación humano divina en el espíritu.
7
Semmelroth, La Iglesia, 2.
8
Lo desarrollado hasta ahora, basta para ver la intrínseca relación que existe entre
la Iglesia peregrinante y la Iglesia celeste; como ya se dijo, la Iglesia terrestre ya se
encuentra en la búsqueda de su perfección como anticipación de la realidad pleromática,
aunque ella, en su mismo ser, ya se encuentra plena y totalmente colmada del amor y de
la gracia divina.
No obstante, se correría el riesgo de dejar abierta la posibilidad de que la Iglesia,
en tanto institución terrena, está destinada a ayudar a los hombres a alcanzar su propia
salvación, prescindiendo de la salvación de la Iglesia o del mundo. La Iglesia se
convertiría en un simple medio, por el cual, cada hombre, de forma individual, debe
alcanzar su propia salvación, vaciando de contenido su condición de plenitud. Por otro
lado, la pregunta por la salvación individual no puede pasar a un segundo plano en vistas
de una salvación colectivista que remarque excesivamente la necesidad de la Iglesia,
cayendo prácticamente en un eclesiocentrismo.
No se trata de oponer una escatología individual a otra de cuño comunitario, ya
que no se entendería de qué forma podemos relacionarnos con Cristo, cuando no puedo
relacionarme con mi hermano; inversamente, cómo puedo relacionarme con mis
hermanos si no me relaciono con Cristo.
Las dimensiones humanas, tanto la comunitaria y la individual, se relacionan
mutuamente y constituyen al sujeto que busca la salvación dentro de la Iglesia
peregrinante.
El ser social se corresponde con el individuo de manera existencial, por tanto, no
puede faltarle en su estado de perfección sobrenatural llegado el momento de la
consumación total del amor de Dios, puesto que se estaría escindiendo una parte del
hombre. Del mismo modo que no podemos prescindir de ellas en un camino histórico
orientado a la Iglesia celeste.
Cristo es la cabeza del género humano y su cuerpo es la plenitud dada a los
hombres para ser símbolo de la plenitud celeste. Esta esperanza que irradia la Iglesia, ya
desde la temporalidad, es la que orienta a modo de brújula nuestras acciones.
La esperanza en la eternidad, en la Iglesia celeste, en la comunión pleromática con
Dios, conduce a un servicio desinteresado en el mundo y al mundo, al mismo tiempo que
nos recuerda las exigencias que plantea el amor y la justicia aquí en la tierra, durante
nuestra peregrinación hacia dicha consumación de amor con Dios.
Esto se desarrolla en la vida dada por el Espíritu, que tiene su realización histórica
en la comunión. La edificación comunitaria se da en el amor dado por Dios en el Espíritu,
que fundamenta la koinonia. Este único e idéntico amor muestra a cada miembro de la
humanidad la necesidad de la edificación tanto interior como de la vida social. Por tanto,
es absurdo un alejamiento del plano de la vida común en pos de una pretendida salvación,
9
4.3 La Iglesia, pléroma del sacramento del amor de Dios ante el sufrimiento
5. Bibliografía.