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El 4 de julio de 1696, el capitán Kidd, a bordo del Adventure Galley,

entró en el puerto y saludó a la gente de Manhattan con un par de


cañonazos para anunciar su regreso triunfal. Como esperaba, el
estampido de los cañones causó agitación entre los comerciantes y
los marineros y los sacó de su letargo envuelto en humo de las
tabernas, los apartó de los estantes de pipas de alquiler y los
picheles de sidra y los llevó hasta la orilla del agua.
El capitán William Kidd —un esforzado escocés que a menudo tenía
la impresión de no recibir el trato que merecía en aquella ciudad
predominantemente holandesa e inglesa— guio orgulloso el
Adventure Galley, un inmenso barco de guerra erizado con treinta y
dos cañones, hacia el interior del puerto de Manhattan. Kidd, que
consideraba Nueva York su base de operaciones, había zarpado diez
meses antes en un pequeño buque mercante de diez cañones, y
ahora regresaba en aquella magnífica nave privada de guerra.
Se aferraron las velas del Adventure y los hombres que había bajo
cubierta se apoyaron con fuerza en unos largos remos, llamados
pareles, para propulsar el barco hacia delante. Los neoyorquinos
que se alineaban a lo largo del muelle quedaron un tanto
sorprendidos al ver los remos; en la década de 1690, con las
enormes y magníficas velas que permitían tomar el viento, casi
nadie ponía remos en un buque de guerra, pero ya habían podido
darse cuenta de que Kidd hacía las cosas de modo distinto.
El capitán, pavoneándose un poco con su casaca sobre el alcázar,
embutió el Adventure en un claro que se abría entre el bosque de
mástiles de buques mercantes inactivos. Su cabo de mar vociferaba
órdenes; los hombres de cubierta largaron los cables del ancla —
unos cabos del grosor del bíceps de un marinero— hasta que
aquella tocó fondo y las uñas se aferraron. A su alrededor se
apiñaron pequeñas embarcaciones, cuyos tripulantes se enteraron
enseguida de que el capitán Kidd había acudido con la intención de
reclutar ciento cincuenta hombres curtidos para partir en una
misión de cacería de piratas.
En esencia, el capitán Kidd había entrado en un reducto de piratas
en busca de una tripulación para perseguir piratas. Solo un hombre
con una altísima confianza en sí mismo (o con ganas de morir)
podía atreverse a cargar su barco con expiratas o amigos de piratas
que, a media travesía y debido a cualquier infortunio, podían
encontrarse disparando contra primos o vecinos.
Aquel verano de 1696, el capitán Kidd era un hombre de cuarenta y
dos años, en la flor de la vida, físicamente vigoroso y capaz de
superar en fuerza a la mayoría de su tripulación; tenía el rostro
rubicundo a causa de las décadas de exposición a los vientos
marinos.
El único retrato que se conserva de Kidd lo representa de medio
perfil: ojos marrones y penetrantes sobre los cuales se arquean
unas pobladas cejas, y nariz algo ancha; los labios parecen
fruncirse en las comisuras con cierto engreimiento; lleva peluca,
como la mayoría de hombres prósperos de su generación (un
impuesto sobre las pelucas de 1703 mostraría que alrededor de
cincuenta neoyorquinos se ponían aquel sucinto símbolo de
distinción): la elección de Kidd en cuanto al pelo prestado es una

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muestra de equilibrada moderación y le llega hasta los hombros, en


agudo contraste con los «pelucones» 4 , es decir, las gigantescas
cascadas de rizos que preferían algunos hombres de negocios
ingleses calvos y caprichosos.
Kidd era sorprendentemente culto para una época
predominantemente analfabeta. Cuando estaba sobrio, exhibía un
lacónico ingenio escocés; con un par de rones en el cuerpo, podía
volverse bullicioso, y luego pendenciero o algo peor. Kidd era
independiente hasta la insolencia, un jefe muy exigente, ambicioso y
desconfiado. En aquel retrato único, el artista parece intentar
captar el temperamento de Kidd en la boca firmemente cerrada y las
ventanas de la nariz ligeramente expandidas.
Aquel día de julio, el capitán Kidd fue trasladado a tierra en un bote
y luego caminó a lo largo del muelle de la ciudad hasta más allá de
las dependencias municipales recién restauradas. En aquel
entonces, el centro de actividad y lugar de encuentro de toda la flota
de la colonia lo constituían las numerosas tabernas de la ciudad
que ofrecían ron a penique el vaso y tacos de tabaco fresco de Long
Island con el que se cargaban largas pipas de arcilla. Así pues,
durante los días siguientes, y especialmente durante las noches,
Kidd recorrió aquellas populares «casas de bebida» para clavar en
las paredes las condiciones del contrato de enrolamiento, una
especie de cartel de «oferta de trabajo». También envió a algunos
miembros de su tripulación del momento a hacer propaganda de la
travesía: aquellos hombres del Adventure Galley hicieron correr la

4 Big wig, «pelucón», también significa «pez gordo». (N. del T.)

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voz de que el nuevo gobernador de Nueva York, lord Bellomont —


recién nombrado, pero que todavía no había llegado—, era uno de
los promotores del viaje, al igual que el almirante Russell; eran
nombres de peces gordos, destinados a impresionar a los marineros
analfabetos.
Hasta aquel momento, William Kidd era un individuo
completamente respetable, un corsario y no un pirata; más
adelante, su vida dependería de la distinción, no siempre clara,
entre ambas condiciones.
Un corsario era una especie de mercenario naval independiente,
nombrado por un gobierno para que atacara barcos de una nación
enemiga a cambio de una parte del botín; como las armadas reales
no podían estar en todas partes, en tiempo de guerra los países
recurrían a hombres que trabajaban por cuenta propia y ansiaban
obtener ganancias. En la época isabelina, Drake y Raleigh se habían
convertido en héroes nacionales actuando como corsarios que
atacaban a España. (Casi un siglo después de Kidd, durante la
guerra revolucionaria, los nacientes Estados Unidos pondrían en
servicio activo una flota de corsarios norteamericanos que
capturaría más de mil buques mercantes británicos; pese a que los
historiadores de secano se han dedicado a hacer hincapié en los
planes de batalla de George Washington, resulta innegable que
aquel estrangulamiento económico por mar ayudó a las colonias a
conquistar su independencia.)
En su momento de apogeo, el corso era una profesión perfectamente
honorable, una mezcla excepcional de ganancia y patriotismo. Lo

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habitual era que un grupo de inversores se asociara para financiar


la misión de un corsario, que tenía como objetivo capturar barcos
enemigos y llevarlos al puerto de partida de aquel, donde se los
declaraba «presas» y se los vendía. El rey podía recibir una décima
parte del botín por conceder la patente original; el Almirantazgo
podía embolsarse hasta un tercio por encargarse del papeleo y
estampar el sello de legalidad; los inversionistas recibían el resto y
se lo repartían con la tripulación, según una fórmula acordada
antes de la travesía. Los piratas, por el contrario, desdeñaban
aquellas sutilezas: no contaban con la autorización de ningún
gobierno, atacaban sin contemplaciones barcos de cualquier
nacionalidad y no compartían el botín con ningún almirante ni rey;
eran ladrones a bordo de un barco, los «enemigos de la humanidad
y de las naciones dedicadas al comercio».
En su travesía en el Adventure desde Inglaterra, el capitán corsario
Kidd ya había apresado legalmente un barco pesquero francés con
cuatro tripulantes frente a las costas de Terranova. La captura se
había parecido más al ritual de un baile de máscaras que a una
batalla naval: el buque de guerra de Kidd se había acercado
amenazadoramente a la embarcación de pesca; cuando estuvo lo
bastante próximo a ella, le disparó una bala de cañón que fue a
impactar en sus inmediaciones, y el barco francés se rindió: en unos
minutos, Kidd, se había pagado su travesía transatlántica. En algún
momento del mes de julio, el tribunal del Vicealmirantazgo de Nueva
York declaró que el barco tenía un valor de trescientas cincuenta
libras esterlinas, el precio de un par de edificios de Manhattan. A los

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cuatro marineros franceses se los embarcó con destino a Boston


para intercambiarlos por prisioneros ingleses retenidos en Canadá.
La misión de Kidd, como él mismo diría muchas veces ante muchos
rones en Hawdon’s y otros lugares, ofrecía a los marineros una
oportunidad legal excepcional de robar a los piratas y a los odiados
franceses. Sin embargo, nadie se enroló en la travesía.
En aquellos tiempos, no se realizaban inspecciones de trabajo, pero
al parecer el problema radicaba en… el dinero: Kidd no ofrecía
ninguna clase de salario, sino solamente una participación en los
futuros beneficios de las capturas. Los marineros de la época
calificaban aquel planteamiento con la expresión «sin presa no hay
paga». Si no atrapaban un barco pirata o una nave francesa, podían
echar callos en las manos a base de tomar rizos5 durante años a
cambio de nada en absoluto. No obstante, lo que les causaba
fastidio no era el «sin presa no hay paga», sino la distribución del
botín: las condiciones de Kidd, su cartel de «oferta de trabajo»,
especificaban que los ciento cincuenta tripulantes se repartirían
solo una cuarta parte del tesoro una vez deducidos los gastos, es
decir, después de reintegrar el importe de toda la comida, los
medicamentos y las armas a un precio fijado por los propietarios
(por sí solo, el coste de las armas era de seis libras, lo cual equivalía
a tres meses del salario habitual de un marinero). Kidd les decía que
el reparto lo disponían en Londres sus aristocráticos armadores y
que se adecuaba más a las prácticas propiciadas por la Armada
Real, que primero recompensaba a almirantes, comodoros,

5 Disminuir la superficie de las velas amarrando una parte de ellas a las vergas. (N. del T.)

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capitanes y tenientes para luego destinar quizá un diez por ciento a


la tripulación.
Los marineros neoyorquinos no cambiaron de parecer ni un ápice:
sabían que los piratas se quedaban el ciento por ciento y, de regreso
al puerto, no lo compartían con nadie; como un solo hombre, los
compadres de Manhattan optaron por desdeñar las propuestas de
Kidd.
Así pues, a pesar de haberse visto agraciado con un flamante buque
de guerra y un nombramiento potencialmente lucrativo, el capitán
Kidd no podía ir a ninguna parte sin tripulación: estaba bloqueado
en tierra, en la sofocante ciudad de Nueva York.
A mediados de julio, mientras trataba de pescar marineros de forma
individual, se instaló en la mansión familiar de Pearl Street, que en
aquel entonces era un elegante emplazamiento situado a orillas del
río. Vivía con su esposa, Sarah, y su hija pequeñita, que también se
llamaba Sarah.
Los archivos del fisco revelan que el capitán Kidd se contaba entre
los ciudadanos más ricos de su opulenta vecindad de East Ward;
pese a que sin duda había ganado algún dinero en sus tiempos en
la marina mercante, obtuvo la mayoría de su fortuna mediante el
matrimonio: cinco años antes, William se había casado con Sarah,
quien, además de ser atractiva y dieciséis años más joven que él,
resultaba ser también la viuda más rica de Nueva York. Gracias a
su herencia, poseían cinco fincas de primera categoría en
Manhattan, entre ellas el 56 de Wall Street y quince hectáreas y
media adjuntas a una tenería situada al norte de la ciudad, en New

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Haarlem (un lugar que hoy corresponde a la confluencia de la calle


73 con el East River).
Desde su sala de estar de Pearl Street, William Kidd gozaba de una
agradable vista del puerto y de su barco inactivo. En una ciudad
que ya tenía fama de atestada, la mansión de tres plantas de Kidd
resultaba notablemente anchurosa —más de once metros de lado a
lado—, y también tenía una profundidad inaudita, superior a los
catorce metros. Construida medio siglo antes por un mercader
holandés, Govert Lockermans, la casa respondía fielmente al gusto
holandés por las escalinatas con porche que conducían a la puerta
principal subiendo hasta un metro ochenta de altura (para prevenir
las crecidas de las aguas de los canales de Amsterdam); asimismo,
poseía un tejado de dos aguas alto y puntiagudo (porque los
edificios de Amsterdam estaban juntos y comprimidos), y la fachada
seguía el popular diseño de ladrillos vidriados de Flandes, de color
rojo y amarillo. En lo alto del tejado, una grúa ayudaba a Kidd a
subir las mercancías hasta un almacén seguro, situado en la planta
superior.
En el interior, el mobiliario y los objetos domésticos eran elegantes:
los Kidd caminaban sobre la primera alfombra turca que hubo en
Nueva York, se sentaban en sillas procedentes de las Indias
Orientales y comían con cucharas y cuchillos de plata; no obstante,
su inventario doméstico solo consignaba un «tenedor grande para
carne», es decir, un trinchante para cocinar en la chimenea: en la
década de 1690, desde los duques hasta los traperos seguían
llevándose a la boca el plato principal con ayuda de los dedos.

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Durante el día, el rumor de los juegos de la pequeña Sarah


resonaba por la amplia casa; por la noche, tendidos en sábanas de
algodón primorosamente planchadas por esclavos, Sarah y William
—de veintiséis y cuarenta y dos años, respectivamente— hacían el
amor en una cama de cuatro columnas y cortinajes y descansaban
en almohadas de plumón de ganso envueltas en suaves fundas
holandesas. Sin embargo, fuera del capullo protector de aquella
cama de columnas, Kidd seguía sin tener suerte a la hora de reunir
una tripulación.
Así pues, con todo el tiempo a su disposición, el 19 de julio de 1696
el capitán Kidd fue a dar un paseo con el abogado de la familia,
James Emott, hasta el lugar de construcción del primer templo
inglés de la ciudad, que en aquel entonces empezaba a alzarse en la
esquina de Broadway con Wall Street e iba a llamarse Trinity
Church.
La comunidad inglesa, que seguía siendo menos numerosa que la
holandesa, llevaba años lamentándose de tener que rezar las
oraciones dominicales en las iglesias calvinistas de aquella
nacionalidad. Los ingleses se mostraban especialmente
quisquillosos con la irrepetible experiencia olfativa que se producía
en invierno en dichos templos: en aquellos tiempos de baños
semestrales, las mujeres holandesas solían llevar consigo, para
calentarse en la nave carente de calefacción, unos pequeños y
decorativos braseros de carbón que colocaban debajo de sus
vestidos de domingo, largos hasta los pies. Cada cierto tiempo,
asomaba al exterior una nubecilla de humo, cuyo aroma, por lo

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visto, proporcionaba sin quererlo un contrapunto protestante al


incienso católico. Algunos de los ciudadanos anglófonos más
primarios de Nueva York acuñaron el término sooterkin 6 para
describir «un animalito del tamaño aproximado de un ratón» que
«las mujeres holandesas, a causa del uso constante de estufas,
criaban bajo las faldas». Ese talante deslenguado de los
neoyorquinos parece tener hondas raíces: «[Aquí] ninguna plática se
considera ingeniosa si no está salpicada de juramentos y
execraciones», se quejaba el reverendo Jonathan Miller en 1695.
Kidd se reunió con el abogado Emott y ambos caminaron sobre las
conchas de ostra que alfombraban las calles. En el emplazamiento
del edificio, los dos caballeros tocados con peluca vieron unos
esclavos que, en medio del calor de julio, llevaban poca cosa más
que taparrabos indios mientras subían penosamente por Broadway,
un camino de tierra lleno de baches que a veces recibía el nombre
de Wagon Way. Los albañiles franceses y holandeses discutían
acerca de cuestiones técnicas y reinaba una confusión digna de la
torre de Babel (el presupuesto de la iglesia incluía una partida que
asignaba a los doce albañiles «seis peniques al día para proveerlos a
todos de bebida»).
Kidd quedó satisfecho de los avances del proyecto; además, el
capitán, que ya se había casado con una inglesa rica, también tenía
grandes deseos de impresionar a sus conciudadanos ingleses de
categoría e incorporarse a su hermética camarilla dirigente, y dejó
caer en el platillo del sacristán Emott suficiente plata para comprar

6 Sooterkin, procedente de un diminutivo neerlandés de «hollín», también puede significar


«bodrio», y antiguamente se aplicaba de modo despectivo a los holandeses. (N. del T.)

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un banco de iglesia familiar que le permitiera rezar cerca del


gobernador y otros ciudadanos prominentes (el buen capitán nunca
llegaría a sentarse en el banco número cuatro que había pagado por
adelantado).
Además, el acta de la reunión de aquel día, según la recogieron los
fundadores de la iglesia, revela que William Kidd prestó «eslinga y
cuadernal para izar las piedras tanto tiempo como permanezca aquí
[en puerto]».
En aquellos momentos, a fines de julio y mientras Kidd buscaba
tripulantes, la ciudad estaba en tensión a causa de los rumores de
guerra y la escasez de pan. Los comerciantes codiciosos habían
exportado la mayor parte de la preciada harina de la región, lo cual
dejó a los panaderos locales con poca cosa que hornear. La penuria
se había agudizado tanto que el ayuntamiento aprobó una ley que
prohibía la elaboración casera de bizcochos e incluso galletas.
El 2 de agosto, un hombre a caballo y sin aliento se saltó el límite de
velocidad de la ciudad —«al paso»— y galopó hasta el interior de
Fort William, en el extremo meridional de Manhattan. El jinete
entregó al gobernador Fletcher un «mensaje urgente» según el cual
«el Conde de Frontenac con mil Franceses y dos mil Indios estaba
invadiendo el País de las Cinco Naciones», tribus leales a los
ingleses, y había incendiado un poblado indio en Oneida. Los
residentes de Albany y Schenectady, los puestos avanzados de
defensa del norte de la provincia de Nueva York, temían que a
continuación los franceses atacaran sus ciudades; si caían aquellos
dos fuertes, el contingente canadiense podría navegar Hudson abajo

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hasta Nueva York y abrirse paso combatiendo a través de la muralla


desmoronada de Wall Street.
Aquel mismo 2 de agosto, atracó un barco con las informaciones
más recientes del espionaje militar procedentes de Inglaterra, que,
con fecha «Whitehall, 20 de abril» (es decir, hacía tres meses),
indicaban que «los Franceses estaban haciendo Preparativos
Embarcándose, y de otros modos, para una intentona contra alguna
de las Colonias de Su Majestad en América, y habían subido a
bordo una considerable Cantidad de Armas».
El gobernador Fletcher publicó inmediatamente una proclama,
impresa a toda prisa por William Bradford en su establecimiento del
Rótulo de la Biblia, que declaraba la colonia en estado de alerta y
ordenaba a todos los neoyorquinos —tanto soldados como
ciudadanos— que tuvieran las armas «bien preparadas» y «bien
provistas de munición». Cualquier persona que viera tres barcos en
la costa debía informar al momento al gobernador. La proclama
terminaba con un «Dios Salve al REY».
Aquella misma tarde, el gobernador Fletcher reunió parte de las
tropas de la ciudad para recorrer en cinco días las 144 millas (en
cifras coloniales) que mediaban hasta Albany, al norte.
Repentinamente, los habitantes de Nueva York se sintieron muy
vulnerables: el grueso de las fuerzas inglesas había abandonado la
ciudad, y un ataque coordinado por mar que implicara el
desembarco de tropas francesas e indias tenía grandes posibilidades
de éxito frente a las seiscientas casas que aproximadamente había
en Manhattan. El único barco de la Armada Real que había en

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puerto, el HMS Richmond, era una verdadera ruina, con los mástiles
torcidos y afectado por la podredumbre seca. El 4 de agosto, el
ayuntamiento aprobó una orden que prohibía que ningún barco
zarpara del puerto de Nueva York, cuyos efectos se prolongaban
hasta el 1 de septiembre. Aquello inmovilizó el barco de Kidd en
puerto durante un mes: no se lo contrataba oficialmente, pero
resultaba evidente que se disponía de él para que protegiera la
ciudad.
En algún momento de agosto, un frustrado capitán Kidd adoptó una
decisión trascendental; a primera vista, podría parecer un aspecto
menor de una negociación laboral en curso, pero en realidad
permite acceder a lo más íntimo de la temeridad del personaje, de
su deseo de poner las cosas en marcha del modo que fuera.
Los aristocráticos promotores londinenses de Kidd le habían
ordenado que no diera a la tripulación más de una cuarta parte de
los beneficios; Kidd decidió poner patas arriba su convenio de corso
y entregar la parte del león —tres cuartos del tesoro— a los
marineros y un cuarto a los lores y otros promotores, como el
comerciante de Albany Robert Livingston, y prometió a sus hombres
que firmarían las nuevas condiciones tan pronto como estuvieran en
el mar.
Desde todos los puntos de vista, se trataba de una jugada audaz,
que triplicaba de forma instantánea los ingresos previstos de todos y
cada uno de los más de cien hombres que iba a reclutar Kidd y
cercenaba los beneficios de sus caballos blancos londinenses.

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A partir de aquel momento, los hombres acudieron en tropel a


enrolarse, procedentes de lugares tan lejanos como Massachusetts y
Maryland. El gobernador de Jersey Oriental, Andrew Hamilton,
escribió —pidiendo disculpas a su homólogo Fletcher— que no
podía aportar tropas para el esfuerzo de guerra, y culpó de ello a los
«generosos salarios» que se podían conseguir y al hecho de que
«varios se han embarcado con el capitán Kidd». Fletcher calculaba
que por lo menos se habían enrolado cincuenta neoyorquinos, desde
un exsheriff destituido, English Smith, hasta un irlandés llamado
David «Darby» Mullins, un leñador empobrecido que dormía en su
bote.
Las perspectivas de la travesía habían cambiado tanto que ahora los
mercaderes de Nueva York estaban dispuestos a prestar dinero a
desconocidos procedentes de Pensilvania a cambio de la promesa de
una porción de su participación en los beneficios del capitán Kidd.
De Filadelfia acudieron tres jornaleros: Patrick Dremer, Micijah
Evans y Samuel Kennels. El comerciante Joseph Blydenbaugh
proporcionó «zapatos y medias, ron y azúcar, especias, peines,
cuchillos, pañuelos, cucharas, cabos», con la esperanza de recibir de
cada cual «un tercio de su parte en dinero, joyas o metales
preciosos, negros o esclavos, sedas»; los hombres acarrearon a
bordo la bebida y las especias para complementar su dieta de
marinero, mientras que las baratijas restantes sirvieron para formar
un pequeño surtido comercial destinado a intercambiarlo con
isleños lejanos y redondear sus ganancias. Otro peculiar sacristán
de la Trinity Church, Thomas Clark —un hombre cuyo apodo de

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contrabandista era el Rápido y que era un viejo amigo del capitán


Kidd—, también prestó dinero a los marineros.
El 20 de agosto, el gobernador Fletcher regresó de Albany con un
informe entusiasta de sus propios actos heroicos: «Algunos
prisioneros huidos [dijeron] que un Indio llevó noticias al conde de
Frontenac de que yo estaba marchando desde Albany con un
ejército tan numeroso como los árboles del bosque, lo cual aceleró
su retirada».
Con su dirigente Fletcher de vuelta con las tropas, la ciudad se
hallaba más segura; las gentes de aquella localidad conocida por su
afición a la bebida celebraron el alejamiento de la amenaza de
guerra de la forma que mejor sabían (desde los primeros tiempos,
las cervecerías holandesas habían proporcionado una deliciosa
alternativa al agua salobre de los pozos de Manhattan). El 24 de
agosto, el capitán Kidd y media docena de lobos de mar veteranos
que ya habían aceptado acompañarlo en la travesía estaban
holgazaneando y bebiendo en la taberna de Michael Hawdon.
Los taberneros neoyorquinos eran famosos por dejar que los
marineros acumularan deudas enormes, ya que sabían que, en
aquel mundo que se movía impulsado por el viento, a algún
mercader o capitán le haría falta un tripulante para completar su
dotación y acudiría a saldarlas. Hasta tal punto se hartaron los
hombres de negocios de Nueva York de liquidar cuentas de bares,
que el Consejo Comunitario —compuesto en su mayoría por
comerciantes— aprobó una ley según la cual una «Taberna que
conceda crédito a cualquier marinero lo perderá todo… y no tendrá

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ningún apoyo legal». Aquello fue en 1691; en 1696, los marineros


continuaban acumulando deudas en los bares y los capitanes
seguían saldándolas.
En algún momento de la velada, el tabernero Hawdon cerró un trato
con Kidd. Llamó al joven aprendiz que servía en el establecimiento,
Saunders Douglas, y le dijo que iba a doblar en barco la punta de
África y a perseguir piratas en el mar Rojo. Riéndose, el hombre le
tomó el pelo al muchacho a propósito de lo mucho que se iba a
marear y las noches heladas que pasaría en la cofa de vigía
quitándose carámbanos del pelo. El acuerdo firmado por Kidd y
Hawdon establecía que el patrón del joven, Hawdon, percibiría la
mitad de una participación en el botín por aportar su sirviente;
Douglas no recibiría nada, a excepción de la certeza de que le
faltarían dos años menos para concluir su aprendizaje (el joven
Saunders se contaría entre los primeros muertos de la travesía).
En el Adventure Galley iban a viajar por lo menos media docena de
grumetes; en los momentos de combate, aquellos adolescentes
solían actuar como artificieros, corriendo la carrera de obstáculos
de la cubierta atestada y resbaladiza para transportar cazos de
pólvora desde la santabárbara hasta los hombres que servían los
cañones.
Al servicio personal del capitán Kidd estaría Richard Barleycorn, de
doce años y procedente de Carolina. Otro grumete, Robert Lamley —
de catorce años y probablemente hijo de una prostituta de
Southwark—, se encargaría de ayudar al cocinero del barco, Abel
Owens; el contrato de aprendizaje de Lamley, además de exigirle que

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