La peor de las concupiscencias. Así la llamaba Agustín.
Intemperancia. Así la llamaba Santo Tomas que por su parte dividía el mundo en estudiosos e intemperantes. Hablo de la curiosidad. Viejo vicio si los hay, para almas puras y conservadoras, progresistas y librepensadoras.
La curiosidad fue, ha sido, y seguirá siendo un vicio. Ocurre
que su condena se ha hecho laica y vemos deambular académicas almas bellas pidiendo su cabeza. Se organizan comisiones, congresos y cursos de formación alrededor de la presencia inquietante de la curiosidad. Un nuevo tipo de especialista entra en escena: aquel que sabe qué hacer con las pasiones, cómo ordenarlas y adjudicare a cada cual su porción. Aquel que tiene la exacta medida tolerable de curiosidad. Se la pretende vanamente domesticar, encausar, calmar, apaciguar, estudiar. En fin. Se dice también que el Fin de Siglo nos trae jóvenes apáticos, ociosos, no comprometidos. Se nos promete que a base de contenidos significativos despertaremos su interés, al que se considera, curiosamente, dormido. Se pronuncia en voz alta una crisis de los valores. Se le pide a todo el mundo que se acueste temprano.
Desenchufar Internet, restringir los horarios y contenidos del
consumo televisivo, elaborar Leyes Secas, advertir que el camino de la droga es la muerte, condenar el aborto, volver a las bases y tradiciones, rescatar la familia de las garras de Cronos. Porque ese es el asunto. Todo esta queja va muy rápido. Voy a establecer un puñado de hipótesis.
No vivimos en ninguna era del vacío. Menos aun de la apatía,
la desmotivación, la superficialidad y esos ardides. Estos tiempos no están más locos que otros tiempos, en tanto el tiempo no resiste estadísticas de intensidades o dosis de locura. Es el mismo tiempo el que está loco, dislocado como dice Hamlet. Es el mismo tiempo el que habrá de estarlo. Vivimos sí en una explosión incontrolable de curiosidad. Toda curiosidad es desmesurada e incontrolable. Solo acontece que ha mudado, como corresponde, sus formas, y deberíamos empezar por reconocer que no tenemos la más mínima idea de lo que está pasando, de lo que está siendo, de lo que está por ser.
Los jóvenes no están apáticos, abúlicos, superficiales,
desmotivados. Los jóvenes ontológicamente curiosos, están solos. Que están solos quiere decir que el lazo que solía unirlos a la herencia generacional, se deshilvana, se deshilacha, y eso que llamamos sociedad muestras sus hilachas. Que están solos quiere decir que el tejido social se agujerea y que nuestras adultas máquinas de zurcir, no funcionan debidamente. Que están solos quiere decir que hemos decidido espantarnos, asustarnos y abandonar por cobardía la tarea de estar ahí, cerca de ellos, haciendo algo con el tiempo. Porque el tiempo sabemos que pasa. En mi país cuando el susto y el escándalo de la vida adulta que nada comprende, sucede, los jóvenes usan la siguiente expresión: no pasa nada.
No es con conocimiento significativo como hemos de enlazar
lo que esta suelto. Porque es bueno recordar que una crisis es eso: aquello que flota demasiado tiempo sin unirse. Es desarticulación, es decir, falta de sentido. Falta de sentido o construcción de nuevo sentido. Entiendo por crisis o por tiempo –se trata de lo mismo-, el instante aquel en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de aparecer. Entiendo también que los argumentos que diagnostican la crisis haciendo responsables a los actores principales de los sistemas educativos modernos (estudiantes y docentes) son argumentos de irresponsables, es decir de aquellos que no pueden responder. No se sale de una crisis haciendo mapas conceptuales o formando competencias básicas. Y si efectivamente se sale, se sale sin saberlo. Conviene sincerarse en este punto y preguntarse por las propias crisis, ya que la crisis es lo más y mejor repartido del mundo. En todo caso la diferencia aparece en torno a quiénes son los propietarios, usuarios y técnicos de la máquina de coser la vida. Porque la vida es vida en tanto cose, reúne, ata, aquello que está disperso y en el mismísimo instante que lo hace, borra las huellas de su operación.
Por ultimo, lejos de pedirle a Dios que desenchufe Internet,
deberíamos mantener otro tipo de conversación con él. Deberíamos decirle que no estamos dispuestos a abandonar nuestra tarea sobre las herencias y las memorias. Que puede descansar en tanto hemos aprendido que su máquina de coser se ha agotado hace unos 200 años. Que le permitimos que contemple desde ahí y que acepte que somos nosotros, los de esta tierra, los que hemos de decidir qué hacer con la curiosidad y con nuestras máquinas pensantes. Estimo que es necesario multiplicarla y facilitar su ubicua e insistente viciosa circulación.
La Primera Carta Del Libro La Resistencia de Ernesto Sabato Llamada Lo Pequeño y Lo Grande Hace Una Evocación y Una Súplica A Pensar en Nuestra Vida Que Poco A Poco Se Ha Transformado en Algo Efímero