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¿Qué es la dopamina digital y cómo se convirtió en la droga más

popular y adictiva del mundo?


Por: Alejandro Martínez Gallardo - 10/10/2017

La tecnología digital ha aprendido ha estimular el sistema de recompensas del cerebro


basado en la dopamina, y con esto ha creado lo que puede considerarse un masivo
problema de adicción y un trastorno global de atención.

Al parecer hemos llegado al punto en el que existe finalmente una conciencia más o menos
generalizada -y ciertamente en aumento- de que la tecnología digital está afectando
seriamente algunas de las facultades más básicas del ser humano -fundamentalmente, la
atención, la voluntad y la capacidad de conectar de manera íntima, sin mediación. Marshall Commented [D1]: La capacidad de pensar y la producción
de sentido. La empatía y la ternura, la siembra vincular.
McLuhan, quizás el más grande teórico de medios del siglo XX, en reiteradas ocasiones
afirmó que la tecnología y los nuevos medios se desarrollan a una mayor velocidad que la
capacidad de reflexión de la sociedad y, por lo tanto, entendemos los efectos de un medio
en nuestras propias facultades cuando ya estamos incrustados casi irreversiblemente en
su ambiente, cuando ya hemos sido alterados en diferentes formas. Y es que los medios -
digitales y análogos- son extensiones de nuestros sentidos, pero siempre en un proceso de
retroalimentación; amplifican nuestros sentidos y nuestras capacidades cognitivas pero
también las amputan y las adormecen, nos dan pero también suelen quitarnos. Esto nos está Commented [D2]: Las reconfiguran

sucediendo con el Internet a una escala nunca antes vista. Algunas personas creen que esto
ocurre cada tanto con una nueva tecnología, como una recurrente paranoia
conservadora. Por ejemplo, se criticaba que las personas pasaban demasiado
tiempo platicando de cosas banales cuando se masificó el teléfono. La diferencia estriba,
según Tristan Harris, ex desarrollador de Google, en que las compañías de teléfono no
tenían a cientos de diseñadores e ingenieros trabajando todos los días -sirviéndose de la
última investigación no sólo en cuestiones de desarrollo y marketing sino de neurociencia y
psicología conductual- para hacer más atractivo tu teléfono con la intención de que pases
más tiempo usándolo.

En este artículo intentaremos explicar cómo la tecnología digital se ha convertido en una


adicción global que “ha secuestrado nuestras mentes”, usando las palabras de Tristan
Harris. Harris es sólo uno entre un importante grupo de ejecutivos, programadores y
diseñadores de empresas como Google, Facebook, Twitter y demás, que están dejando sus
puestos, apagando sus aparatos y “sonando el silbato” para advertir sobre las profundas
consecuencias que tiene el estar desarrollando tecnología supeditada a las demandas de lo
que ha sido llamada la “economía de la atención”. Esto es, una economía basada en la
captura de la atención de los usuarios (antes llamados consumidores), la cual se traduce en
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datos que pueden ser vendidos o que pueden ser usados para hacer más inteligentes a las
plataformas y generar anuncios más efectivos. The Economist recientemente anunciaba que
los datos son ya el recurso más valioso en el mundo, superando al petróleo. Steven Kotler,
autor de un reciente libro que investiga cómo la dopamina está alimentando la economía,
sugiere que alterar los estados de conciencia es de una manera sutil el motor económico de
la economía mundial. Esta industria, la cual calcula que vale más de mil billones de dólares
y en la que incluye al porno y a las redes sociales, está basada en los estímulos digitales que
provocan comportamientos adictivos que cautivan nuestra atención. Kotler advierte que, a
diferencia de lo que ocurre con el alcohol y las drogas, donde existe una legislación
y restricciones para su consumo, no tenemos regulación en el porno y las redes sociales.
Estamos exponiendo a niños y adolescentes a potenciales drogas adictivas sin darles
herramientas para defenderse de ellas.

Dentro de esta economía de la atención, la gasolina con la cual corren las plataformas de
extracción de datos es lo que hemos llamado aquí la dopamina de fuente digital. Es la
dopamina, que aumenta al interactuar con el newsfeed de Facebook, al anticipar likes de
Instagram o al pensar que tal vez hemos recibido un mensaje, la que nos hace seguir
pulsando la pantalla y pasando más tiempo “conectados” -tiempo que es siempre
monetizado. Es discutible si las compañías de tecnología intencionalmente han explotado el
mecanismo de recompensa del sistema de dopamina del cerebro -a la manera de taimados
dispensadores de heroína o cocaína digital- o si lo han encontrado accidentalmente, como
quien encuentra petróleo en su terreno. De cualquier manera, la absorción masiva de la
atención humana en las pantallas digitales, algo que caracteriza como casi ninguna otra
cosa a nuestra era, no puede explicarse sin las fluctuaciones de dopamina, la energía que
mantiene a las masas activas generando capital digital. Actualmente, por ejemplo, diversos
estudios muestran que una persona toca en promedio 2 mil 617 veces su teléfono al día y lo
checa cada 15 minutos; en Estados Unidos, en el 2015, los niños de entre 13 y 18 años
pasaron 9 horas al día conectados a medios digitales; los niños de 8 e 12 años pasaron 6
horas al día. Notablemente, un estudio reciente mostró que el solo hecho de estar con un
smartphone en un lugar, sin ni siquiera usarlo, disminuye la capacidad cognitiva. Todo esto
es evidentemente un despropósito de la tecnología, que claramente tiene un potencial de
hacer nuestras vidas no sólo más cómodas e indolentes, sino más productivas e inteligentes.
El problema yace en que la tecnología -esencialmente amoral- no está siendo diseñada para
beneficiar al ser humano sino para producir más ganancias dentro de una tiránica economía
global que tiene como fundamento el crecimiento infinito y no la verdadera prosperidad,
algo que ha diseccionado brillantemente Douglas Rushkoff en su libro Throwing Rocks at
the Google Bus. Hay una cierta lógica en que los datos se hayan convertido en el recurso
más valioso y en que la economía se torne digital. Este impulso o ambición hacia seguir
presentando más y mayores ganancias se topa con el impedimento de que los recursos
naturales llegan a un punto de escasez, por lo cual es necesario moverse hacia otro reino: el
digital. La información o los datos no tienen este mismo tope, son casi infinitos e

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inagotables; sin embargo, lo que sí es agotable (y lo que sí se deteriora) es lo que
consumen: la atención humana.

Para entender cómo la tecnología digital se ha difundido casi ubicuamente en el mundo,


dando lugar a la economía de la atención, debemos primero conocer qué es la dopamina y
cómo efectúa lo que se conoce como el sistema de recompensa. Robert Sapolsky, profesor
de biología de Stanford, es uno de los principales expertos en el tema. Mientras que la
dopamina suele llamarse “el neurotransmisor del placer”, Sapolsky ha matizado que en
realidad la dopamina es el neurotransmisor de “la anticipación del placer”. La diferencia es
importante puesto que es esta anticipación de una recompensa (el placer) la que nos
impulsa hacia lo que se conoce como tareas orientadas hacia una meta y la cual permite una
psicología conductual, o el reforzamiento de ciertas conductas a través de la promesa de
una recompensa. La dopamina es lo que media o regula la motivación que sentimos para
hacer algo. Es por esto que cuando nos volvemos adictos a ver porno en Internet o a ver
fotos en Instagram no sólo comprometemos nuestro control de la atención, sino también
nuestra fuerza de voluntad (esto lo veremos más adelante).

El experimento seminal que mostró que la dopamina está vinculada sobre todo con la
anticipación de una recompensa fue realizado con un grupo de monos, a los cuales se les
entrenó para realizar una tarea básica por la cual recibían una recompensa. Los monos
debían apretar un botón unas 10 veces, después de las cuales recibían comida. Observando
el cerebro de los monos, los científicos notaron que éste producía dopamina en cuanto
detectaba la señal de que debían realizar la tarea -y la dopamina disminuía una vez que ya
estaban disfrutando de la recompensa. Lo más relevante de esto es que cuando el
experimento se realizaba de tal forma que los monos sólo recibían la recompensa un 50%
de las veces, las descargas de dopamina subían enormemente, a niveles cercanos a los que
produce la cocaína, superando por mucho a cuando recibían la recompensa el 100% de las
veces. A esto Sapolsky lo llama “la magia del tal vez” (the magic of maybe). Algo de lo
cual son completamente conscientes los dueños de los casinos en Las Vegas. Algunas
máquinas tragamonedas están diseñadas para que se produzcan resultados muy cercanos al
Jackpot, para que se estimule justamente esta magia del tal vez, la anticipación de que
quizás la siguiente vez, ahora sí, será la buena. El genio de estas personas consiste en
engañar a sus clientes para que piensen que lo que en realidad sólo tiene un 5% de ocurrir
(o menos) tiene un 50% de posibilidades.

Tristan Harris sugiere que las plataformas de Internet funcionan de manera similar a los
casinos, jugando con los estímulos de una “recompensa variable”, y que los teléfonos
pueden ser vistos como máquinas tragamonedas (slot machines). El motor detrás de la
tecnología digital que nos parece irresistible y fabulosa es justamente este enfrentarnos
cotidianamente con la posibilidad, con quizás encontrarnos algo que nos produzca placer y
nos dé sentido -y aunque el placer que recibimos puede ser menor y ciertamente efímero, el

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hecho de que la posibilidad esté siempre ahí, disponible, y que los mismos placeres estén
intercalados de nuevas posibilidades y limitados a dosis intermitentes, es lo que los hace tan
adictivos. Harris explica que al usar estas apps no sabemos si descubriremos un mail
interesante, una avalancha de likes o nada. "Cada vez que haces un scroll-down es como
una máquina tragamonedas de Las Vegas. No sabes lo que viene después. A veces es una
foto hermosa. A veces es sólo un anuncio". La autora Susan Greenfield lo describe así:

Un pulso del dedo provoca un pálido resplandor. Esperas la cascada de dopamina de un


mensaje entrante. Como un patológico apostador, vuelves a checar. Y otra vez.
Alimentas tus impulsos narcisistas con unos tuits. Sin tener información cara-a-cara,
bajas un peldaño a un amigo de Facebook [porque te comparas con él viendo sus
posts]. Surfeando en tu soledad, le das like a algunos otros. Horas después de pájaros
catapultados, picas el botón de “apagar”. Repites el ciclo. No te das cuentas de que tus
sinapsis no están conectando.

Más allá de esta descripción un poco hiperbólica (necesaria a veces en la era digital para
llamar la atención de los usuarios), estos tristes comportamientos suelen ser el resultado no
sólo de la alienación que vivimos como personas o del contenido de nuestras vidas, sino del
medio mismo, del contexto, del programa y de la programación en sí misma, el medio es el
mensaje. Algunas de las más exitosas innovaciones en plataformas como YouTube o
Facebook se sirven, intencionalmente o no, de este mecanismo de anticipación de la
felicidad, de lo nuevo, de algo que nos guste más y nos entretenga. Por antonomasia, el
newsfeed de Facebook es un algoritmo basado fundamentalmente en un circuito de
recompensa y reforzamiento mostrándonos posts que no nos interesan mucho, anuncios y
otros posts que nos producen una pequeña pero contundente dosis de placer. Al decirle a
Facebook lo que nos gusta, nos aseguramos de que nos dé más de lo mismo, pero no
siempre. (En este sentido la tecnología digital es como las relaciones amorosas, generan
dopamina siempre que se mantengan un tanto impredecibles). El botón de like,
implementado en el 2009, incrementó exponencialmente el engagement de los usuarios y
puede considerarse un hito en la historia de las redes sociales -luego sería copiado por casi
todas las otras redes. Un éxito rotundo no sólo porque afirmaba la necesidad de pertenencia
y reforzamiento social de los usuarios, sino porque al hacerlo generaba una mina de oro de
datos. Otras funciones dignas de considerarse son el autoplay de diferente sitios, el adictivo
snapstreak de Snapchat y el popular push-to-refresh. Este último es particularmente
sintomático. Existen funciones muy simples para que una página se actualice sola cuando
se hace un scroll-down pero los usuarios prefieren ellos mismos dar un clic para que la
página se refresque, quizás de la misma manera que los apostadores disfrutan jalar la
palanca ellos mismos en una máquina tragamonedas para participar en lo que les aguarda.
Ese instante de participación y anticipación es lo que nos engancha.

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Ramsay Brown, cofundador de la startup Dopamine Labs, una compañía que abiertamente
ofrece servicios para hacer que una app se vuelva adictiva aprovechando el sistema de
recompensa de dopamina, explicó al popular programa 60 Minutes que Instagram, por
ejemplo, en ocasiones retiene la notificación de los likes para soltarlos juntos en una ráfaga,
en un momento predeterminado algorítmicamente “para hacerte sentir extragenial y
asegurarse de que regreses”. El mismo Robert Sapolsky menciona que desde hace mucho
tiempo los psicólogos que ayudan a optimizar las empresas saben de la importancia de
recibir reforzamientos intermitentes para aumentar la productividad.

Sitios como Facebook -según muestra un documento interno filtrado- son actualmente
capaces de determinar momentos específicos en los que adolescentes se sienten
“inseguros”, “inadecuados” o “en necesidad de un boost de confianza”, es decir, momentos
precisos para darles una dosis de reforzamiento que los haga querer seguir regresando (uno
de esos posts que celebran tu amistad con alguien, tal vez) o mostrarles un anuncio que se
aproveche de su vulnerabilidad. Aunque no sabemos si Facebook emplea esta información
granular para personalizar el newsfeed conforme al momento emocional del usuario, el solo
hecho de poder monitorear en tiempo real las emociones de sus usuarios es inquietante.
Ramsay Brown, cuya filosofía parece ser algo así como “ya que no puedes vencerlos, mejor
únete a ellos y agénciate una rebanada del pastel”, lo dice claramente: “somos parte de un
experimento controlado que está ocurriendo en tiempo real, somos ratones de laboratorio
picando botones”. Literalmente, como los monos del experimento citado por Sapolsky, que
picaban un botón 10 veces hasta recibir una recompensa. La compañía de Brown,
Dopamine Labs, incluso ha desarrollado un software inteligente llamado perversamente
Skinner (como el psicólogo B. F. Skinner) que monitorea el comportamiento de los
usuarios de cualquier app y conforme a esos datos hace recomendaciones para alterar la
conducta de los usuarios y aumentar el tiempo de retención. Para hacer esto se basa en
conocimiento de cómo funciona la motivación humana, según sus creadores. Los videos de
marketing de esta compañía son realmente tenebrosos. Nótese fórmulas como “la dopamina
hace a tu app adictiva e incrementa tus utilidades en un 16%” y “recablea sus hábitos y los
mantiene enganchados”… “inserta un elemento de deleite después de la acción”. “No es
qué das, sino cuándo lo das, debes crear un ritmo de reforzamiento”. El sistema de
recompensa de la dopamina está siendo embebido a las aplicaciones que usamos todos los Commented [D3]: ciberconductismo

días. Dopamina en código.

Lo que más obviamente está siendo afectado por el diseño y la programación de la


tecnología digital es nuestra capacidad de controlar nuestra atención. Esta facultad que el
psicólogo de Harvard William James hace más de 100 años ya había evaluado como la más
importante facultad que tiene la mente de un ser humano (y la marca que distingue a una
persona genial de los demás), aunque puede estar favorecida por la genética, es sobre todo
un hábito. Nuestros hábitos navegando en Internet y nuestros hábitos usando nuestro
smartphone van entrenando nuestra atención a motivarse sólo cuando hay una promesa de

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una recompensa avisada por una estimulante señal (como los botones rojos que nos llaman
a checar nuestras notificaciones en Facebook, como si se tratara de algo urgente).
Asimismo, el multitasking característico de la experiencia en línea de múltiples pestañas y
de las push-notifications de los teléfonos hace obviamente que vivamos en lo que ha sido
llamada una “continua atención parcial”, que estemos poquito en muchas partes a la vez,
pero no enteramente en ningún lugar. Como dice la autora Nancy Collier: “somos adictos a
salirnos del momento. Nos distraemos de dónde estamos”. En gran medida la dopamina
digital es la droga del mindlessness y es una de las grandes razones por las que se ha vuelto
tan popular el movimiento del mindfulness, un urgente antídoto que también está siendo
cooptado por la economía capitalista, reduciéndolo al llamado “McMindfulness”, bajo la
lógica perversa de primero crear la enfermedad y luego vender el remedio.

Son muchas las formas en las que vemos cómo la adicción a la anticipación de una
recompensa que efectúa la tecnología digital está diezmando nuestras capacidades de
cultivar la atención y de desarrollar una felicidad no basada en efímeros placeres externos.
Desde accidentes producidos por manejar o caminar distraídos por ir checando el teléfono,
trastornos sexuales por sólo sentir atracción por imágenes pornográficas o por la
pornificación de las relaciones (cuando esperamos que el sexo en la vida real sea como en
el porno), alienación social (cuando perdemos habilidades y motivación para conectar con
las personas en el mundo real porque es más fácil hacerlo en línea), severa procrastinación
(cuando se fue el día y te das cuenta de que no hiciste nada para ese proyecto que te
ilusiona porque pasaste horas divagando en Facebook) o simplemente una incapacidad por
interesarse por cosas complejas, que significan un reto intelectual y cuya recompensa no es
del todo evidente. No es noticia ya que los textos largos en Internet cada vez son menos
leídos -y seguramente un gran porcentaje de las personas que se hubieran beneficiado de
leer este texto no lo terminarán, justamente porque no ofrece una clara promesa de
recompensa. El usuario siente vacío o incomodidad al enfrentarse con largos bloques de
texto que no le brindan estímulos como notificaciones, botones de colores, fáciles
descansos o la posibilidad de encontrarse con una excitante o reconfortante imagen, sexy o
familiar. Esto es lamentable, ya que lo que realmente fortalece la mente es la atención
unifocal, la concentración sostenida y no el multitasking, algo que supieron muy bien los
contemplativos de la India védica hace ya unos 3 mil años, desarrollando el samadhi, o la
concentración que pacifica la mente. Los sabios de la India entendieron que el poder de la
mente para conocer la realidad está en su inmovilidad, en su indivisa atención. Si no
podemos sostener nuestra atención 20 minutos para leer algo que representa un desafío o
hacer algo que no nos parece divertido pero que a la larga podría significar un beneficio,
tenemos serios problemas, porque lo que está en riesgo ya no sólo es el control de
la atención sino la fuerza de voluntad, cosas que, por lo demás, están estrechamente
vinculadas entre sí y con las vías de dopamina del cerebro.

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El problema de habituar el sistema de dopamina a las fáciles recompensas intermitentes
(pero constantes o siempre disponibles) de la tecnología digital es que hace que otro tipo de
tareas que no traen una recompensa cercana o inmediata nos sean más difíciles. Por
ejemplo, aprender un nuevo idioma o tocar un instrumento musical -cuyo placer suele estar
mayormente vinculado a una etapa muy posterior al proceso en el que ya lo dominamos- no
sólo se complica porque no dominamos nuestra atención; también porque estamos
acostumbrados a recibir recompensas muy evidentes a corto plazo. Y nos cuesta sostener la
motivación y la fuerza de voluntad para hacer algo que no nos hace sentir bien
inmediatamente -ya que estamos entrenados a funcionar a través de rápidas dosis de placer
y no a entender que, aunque no vamos a recibir placer en este momento, el beneficio a la
larga será mucho mayor. Lo cual recuerda el famoso experimento de los malvaviscos de la
Universidad de Stanford. En él, un grupo de investigadores presentó a unos niños pequeños
la opción de comerse un malvavisco en el momento o esperar unos 15 minutos después de
los cuales, si se evitaba comerse el primero, recibirían dos o más malvaviscos. Los
investigadores descubrieron -dando seguimiento a los casos particulares a través de los
años- que los niños que supieron esperar probaron tener mejores resultados en la escuela,
ser más sanos y tener familias más felices. La tecnología digital nos hace un poco como los
niños que no saben esperar a recibir más malvavsicos -que se van por la carnada, y no
esperan a recibir cosas más significativas. El poeta sufí Rumi dijo "Tira tu manojo de
azúcar para convertirte en el campo de azúcar."

Las actividades que no suelen presentarnos una recompensa inmediata o que no presentan
un beneficio personal evidente son las que nos hacen verdaderamente humanos, nos
permiten crecer y nos llevan a los aspectos sublimes de la existencia; nos hacen movernos
hacia un plano de significado y propósito y ya no sólo de placer y autogratificación. O
hacia la eudaimonía, más allá del hedonismo. Esto es, una felicidad sostenible no basada en
los placeres sensoriales externos, sino en la satisfacción de realizar cosas que tienen un
sentido y un propósito más grande que nosotros mismos, como pueden ser el arte o el
altruismo. Para contrarrestar la dopamina digital debemos practicar una higiene digital y un
dharma que tenga una salida offline.

Llama la atención un reciente artículo de The Guardian en el cual se menciona a por lo


menos cinco importantes ex empleados de empresas de Silicon Valley que no sólo han
renunciado a sus puestos, sino que incluso se han impuesto severas restricciones en su
"dieta digital" para evitar perder el tiempo en redes sociales o checando en exceso sus
teléfonos, mismas que han aplicado con sus familias. Hace unos años salió una nota que
mencionaba que Steve Jobs no dejaba que sus hijos usaran los iPads que él mismo había
creado. Los insiders saben que hay algo que lastima seriamente nuestra humanidad al pasar
tanto tiempo conectados. Como señala el mismo artículo de The Guardian, los
insiders aplican la máxima del rapero Biggie, quien en una canción, hablando sobre el
crack, decía: “nunca te eleves con tu propia mercancía”. En este caso, no porque no sea

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bueno para el negocio, sino porque saben que la tecnología digital -como la estamos
diseñando actualmente- es una mala droga.

Videos relacionados:

Dopamine Jackpot

Silicon Valley insider on why smartphones are "slot machines

Dopamine Labs

Dopamine Api

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Has dopamine got us hooked on tech?
Silicon Valley is keen to exploit the brain chemical credited with keeping us tapping on
apps and social media

Simon Parkin

The capacity for ‘persuasive technology’ to influence behaviour is only just


becoming understood.

In an unprecedented attack of candour, Sean Parker, the 38-year-old founding president of


Facebook, recently admitted that the social network was founded not to unite us, but to
distract us. “The thought process was: ‘How do we consume as much of your time and
conscious attention as possible?’” he said at an event in Philadelphia in November. To
achieve this goal, Facebook’s architects exploited a “vulnerability in human psychology”,
explained Parker, who resigned from the company in 2005. Whenever someone likes or
comments on a post or photograph, he said, “we… give you a little dopamine hit”.
Facebook is an empire of empires, then, built upon a molecule.

Dopamine, discovered in 1957, is one of 20 or so major neurotransmitters, a fleet of


chemicals that, like bicycle couriers weaving through traffic, carry urgent messages
between neurons, nerves and other cells in the body. These neurotransmitters ensure our
hearts keep beating, our lungs keep breathing and, in dopamine’s case, that we know to get
a glass of water when we feel thirsty, or attempt to procreate so that our genes may survive
our death.

In the 1950s, dopamine was thought to be largely associated with physical movement after
a study showed that Parkinsonism (a group of neurological disorders whose symptoms
include tremors, slow movement and stiffness) was caused by dopamine deficiency. In the
1980s, that assumption changed following a series of experiments on rats by Wolfram
Schultz, now a professor of neuroscience at Cambridge University, which showed that,
inside the midbrain, dopamine relates to the reward we receive for an action. Dopamine, it
seemed, was to do with desire, ambition, addiction and sex drive.

Schultz and his fellow researchers placed pieces of apple behind a screen and immediately
saw a major dopamine response when the rat bit into the food. This dopamine process,
which is common in all insects and mammals, is, Schultz tells me, at the basis of learning:
it anticipates a reward to an action and, if the reward is met, enables the behaviour to
become a habit, or, if there’s a discrepancy, to be adapted. (That dishwasher tablet might
look like a delicious sweet, but the first fizzing bite will also be the last.) Whether

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dopamine produces a pleasurable sensation is unclear, says Schultz. But this has not dented
its reputation as the miracle bestower of happiness.

We are abusing a useful and necessary system. We shouldn’t do it, even though we can

Dopamine inspires us to take actions to meet our needs and desires – anything from turning
up the heating to satisfying a craving to spin a roulette wheel – by anticipating how we will
feel after they’re met. Pinterest, the online scrapbook where users upload inspirational
pictures, contains endless galleries of dopamine tattoos (the chemical symbol contains two
outstretched arms of hydroxide, and a three-segmented tail), while Amazon’s virtual
shelves sag under the weight of diet books intended to increase dopamine levels and
improve mental health.

“We found a signal in the brain that explains our most profound behaviours, in which every
one of us is engaged constantly,” says Shultz. “I can see why the public has become
interested.”

In this way, unlike its obscure co-workers norepinephrine and asparagine, dopamine has
become a celebrity molecule. The British clinical psychologist Vaughan Bell once
described dopamine as “the Kim Kardashian of molecules”. In the tabloid press, dopamine
has become the transmitter for hyperbole. “Are cupcakes as addictive as cocaine?” ran one
headline in the Sun, citing a study that showed dopamine was released in the orbital frontal
cortex – “the same section activated when cocaine addicts are shown a bag of the class A
drug” – when participants were shown pictures of their favourite foods. Still, nowhere is
dopamine more routinely name-dropped than in Silicon Valley, where it is hailed as the
secret sauce that makes an app, game or social platform “sticky” – the investor term for
“potentially profitable”.

“Even a year or two before the scene about persuasive tech grew up, dopamine was a
molecule that had a certain edge and sexiness to it in the cultural zeitgeist,” explains
Ramsay Brown, the 28-year-old cofounder of Dopamine Labs, a controversial California
startup that promises to significantly increase the rate at which people use any running, diet
or game app. “It is the sex, drugs and rock’n’roll molecule. While there are many important
and fascinating questions that sit at the base of this molecule, when you say ‘dopamine’,
people’s ears prick up in a way they don’t when you say ‘encephalin’ or ‘glutamate’. It’s
the known fun transmitter.”

Fun, perhaps, but as with Kardashian, dopamine’s press is not entirely favourable. In a
2017 article titled “How evil is tech?”, the New York Times columnist David Brooks wrote:
“Tech companies understand what causes dopamine surges in the brain and they lace their
products with ‘hijacking techniques’ that lure us in and create ‘compulsion loops’.” Most

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social media sites create irregularly timed rewards, Brooks wrote, a technique long
employed by the makers of slot machines, based on the work of the American psychologist
BF Skinner, who found that the strongest way to reinforce a learned behaviour in rats is to
reward it on a random schedule. “When a gambler feels favoured by luck, dopamine is
released,” says Natasha Schüll, a professor at New York University and author of Addiction
By Design: Machine Gambling in Las Vegas. This is the secret to Facebook’s era-defining
success: we compulsively check the site because we never know when the delicious ting of
social affirmation may sound.

Randomness is at the heart of Dopamine Labs’ service, a system that can be implemented
into any app designed to build habitual behaviour. In a running app, for example, this
means only issuing encouragement – a high-five badge, or a shower of digital confetti – at
random intervals, rather than every time the user completes a run. “When you finish a run,
the app communicates with our system and asks whether it would be surprising to him if
we congratulated him a little more enthusiastically,” explains Brown. Dopamine Labs’
proprietary AI uses machine learning to tailor the schedule of rewards to an individual. “It
might say: actually, right now he’d see it coming, so don’t give it to him now. Or it
might say: GO!”

While the sell seems preposterously flimsy (with a slot machine, for example, at least the
random reward is money, a much more compelling prize than any digital badge), Brown
says that the running app company has seen significant positive results. “If you do this
properly, we see an average 30% improvement in the frequency of how often a person goes
for a run.” Dopamine Labs, which currently has 10 clients, has seen similar positive results
with many other kinds of app. In one dieting service, which encourages people to track the
food they eat, the company saw an 11% increase in food-tracking after integrating
Dopamine Labs’ system. A microloan service saw a 14% improvement in how frequently
people would pay back their loans on time or early. “An anti-cyberbullying app saw a
167% improvement in how often young people sent encouraging messages to one another
by controlling when and how often and when we sent them an animated gif reward,” claims
Brown.

The capacity for so-called “persuasive technology” to influence behaviour in this way is
only just becoming understood, but the power of the dopamine system to alter habits is
already familiar to drug addicts and smokers. Every habit-forming drug, from
amphetamines to cocaine, from nicotine to alcohol, affects the dopamine system by
dispersing many times more dopamine than usual. The use of these drugs overruns the
neural pathways connecting the reward circuit to the prefrontal cortex, which helps people
to tame impulses. The more an addict uses a drug, the harder it becomes to stop.

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“These unnaturally large rewards are not filtered in the brain – they go directly into the
brain and overstimulate, which can generate addiction,” explains Shultz. “When that
happens, we lose our willpower. Evolution has not prepared our brains for these drugs, so
they become overwhelmed and screwed up. We are abusing a useful and necessary system.
We shouldn’t do it, even though we can.” Dopamine’s power to negatively affect a life can
be seen vividly in the effects of some Parkinson’s drugs, which, in flooding the brain with
dopamine, have been shown to turn close to 10% of patients into gambling addicts.

Brown and his colleagues are aware that they’re playing with fire and claim to have
developed a robust ethical framework for the kinds of companies and app-makers with
which they will work. “We spend time with them, understand what they’re building and
why,” he says. “The ethics test looks something like: should this work in this app? Should
this change human behaviours? Does this app encourage human flourishing? If not, does it
at least not make the human condition shittier?” To date, Brown claims that Dopamine
Labs has turned down both betting companies and free-to-play video game developers, who
wanted to use the company’s services to form habits in their players.

Well-intentioned strategies often produce unintended consequences. “I don’t know whether


[these apps] can generate addiction,” says Schultz, who, along with two other researchers,
was awarded Denmark’s €1m Brain prize in 2017 for discovering dopamine’s effects. “But
the idea behind behavioural economics, that we can change the behaviour of others not via
drugs or hitting them on the head, but by putting them into particular situations, is
controversial. We are telling other people what is good for them, which carries risks.
Training people via systems to release dopamine for certain actions could even cause
situations where people can’t then get away from the system. I’m not saying technology
companies are doing bad things. They may be helping. But I would be careful.”

For Brown, however, co-opting these systems to produce positive effects is the safest and
most logical way in which to evolve the human mind, and use a natural molecule to form
intentional, positive habits. “We can close the gap between aspiration and behaviour and
build systems that enrich the human condition and encourage human flourishing,” he says.
“Our product is a slot machine that plays you.”

What dopamine does


Dopamine, as one of the major neurotransmitters – the bicycle couriers of the brain –
carries many different kinds of message, only some of which are known and understood.

As well as its core function in learning, through identifying the extent to which a reward
differs from expectations, dopamine is also vital for movement control, and plays a role in
memory, attention, mood, cognition and sleep.

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Recent research has shown that dopamine levels are one of the key differentiators between
human beings and other apes; Nenad Sestan and André Sousa of the Yale School of
Medicine in New Haven, Connecticut discovered that 1.5% of the neurons in the human
striatum produce dopamine, three times more than in the ape striatum.

“We’re not yet sure of the extent to which our observations explain differences between the
human, chimpanzee and other primate brains,” Sestan told New Scientist in November last
year. “But we hypothesise that these cells could contribute to human-specific aspects of
cognition or behaviour.” SP

A neuroscientist explains: the need for ‘empathetic


citizens’ - podcast
Interview a Ramsay Brown dueño de Dopamine Lab

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