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04 de julio 2019

LA REBELIÓN DE LAS AUDIENCIAS, JENARO VILLAMIL1

Mauricio Prado Jaimes

Tan sólo un año antes de convertirse en el nuevo titular del Sistema Público de Radiodifusión del
Estado Mexicano, tras la llegada de López Obrador a la presidencia, el escritor y periodista Jenaro
Villamil publicó La rebelión de las audiencias. De la televisión a la era del trending topic y el like
(2017), que bien podría considerarse como el último volumen de una serie de libros dedicados a
describir y analizar la relación entre poder político y poder mediático en México.
Al menos desde 2001, cuando se publica El poder del rating. De la sociedad política a la
sociedad mediática, Jenaro Villamil ha observado con mucha atención las complejas y turbias
relaciones entre el poder de los medios de comunicación masiva —particularmente la televisión—
con el poder político, publicando una decena de libros que analizan a detalle diversos capítulos de
esta torcida relación; episodios como la construcción de Vicente Fox como candidato desde el
marketing, la campaña sucia de 2006 contra López Obrador, la creación de la Ley Televisa durante
el sexenio de Felipe Calderón y la construcción del tele-candidato Enrique Peña Nieto, por
mencionar los más relevantes.
En esta misma línea de investigación se inserta La rebelión de las audiencias, libro que
tiene por objetivo documentar y analizar los cambios sociopolíticos que ha introducido la
masificación de las redes sociales en la tradicional relación entre televisión y política en México
durante los últimos diez años. La tesis fundamental de Villamil es que las redes sociales implican
no sólo un cambio tecnológico, sino que éstas han sido la puerta por la cual las audiencias —antes
aquella masa silenciosa y enigmática— se rebelan ante las formas autoritarias del modelo político-
televisivo tradicional.
En el primer capítulo, titulado «Las audiencias se rebelan», Villamil señala los principales
indicadores que nos permiten percibir este fenómeno. El autor retoma diversas encuestas del
Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), del INEGI, de Latinobarómetro y de organismos
privados como IAB México, para mostrar cómo están cambiando los hábitos de consumo de las
audiencias. Si bien el recuento de los resultados de estas encuestas es reseñado muy rápidamente

1
Jenaro Villamin, La rebelión de las audiencias. De la televisión a la era del trending topic y el like, Ciudad de
México, Grijalbo, 2017, pp. 182.
04 de julio 2019

y no permite contrastar con detalle sus resultados ni metodologías, se logra percibir el rápido
aumento en el uso de redes sociales y un decrecimiento en el consumo de televisión (15% de caída
del rating entre 2013 y 2015), lo cual le basta a Villamil para mostrar, cuantitativamente, la
migración de las audiencias a las plataformas digitales, aunque sin abandonar por completo el
consumo de televisión tradicional.
A esta migración en los consumos se suma la creciente desconfianza de la población
mexicana hacia los medios de comunicación tradicionales; según Parametría, en 2002, 70% de los
mexicanos dijo confiar «mucho/algo» en los noticieros informativos, mientras que en el 2017 sólo
18% mantiene esta confianza. Aunque este fenómeno de pérdida de confianza en las instituciones
comunicativas es global, en México es particularmente pronunciado.
Así, tenemos unas audiencias que consumen menos televisión y al mismo tiempo
desconfían más de ella. Villamil nos dice que son un nuevo tipo de público caracterizado por el
gusto por la instantaneidad, la impaciencia y poca tolerancia con contenidos que no le son afines,
la fragmentación de sus gustos, y con altos niveles de crítica hacia lo que les disgusta. En las redes
sociales, nos dice Villamil, «la crítica pasa tanto por un juicio más duro frente a la clase política
gobernante, los partidos políticos, las instituciones antes “intocables” (ejército, iglesias,
empresarios), pero también contra las propias televisoras que forman parte de un “sistema” que es
rechazado con mayor fuerza.» (p. 35). Ciertamente, el cambio de las audiencias es también un
cambio social, cultural y político, que no se agota en los rituales de consumo mediático sino que
expresa toda una nueva relación en la esfera pública.
Para dimensionar plenamente este cambio, Villamil hace un recuento histórico detallado
sobre cómo se fue construyendo la relación de poder entre medios, política y sociedad en México.
Con buen tino, el autor nos narra cómo la conformación del sistema político mexicano
posrevolucionario surgió de la mano con los medios masivos de comunicación. Primero la radio
en la década de los treinta y después la televisión en los cincuenta fueron los pilares desde los
cuales se construyó una relación de gobernabilidad con la población mexicana. Esto es lo que
Villamil denomina la «fórmula mexicana» de televisión: un pacto histórico entre poder político y
poder mediático en el que ambos grupos se beneficiaron. Al menos hasta el sexenio de Salinas de
Gortari «Televisa y el PRI formaban parte de la misma fórmula» (p. 72), eran los tiempos en que
Emilio Azcárraga Milmo podía decir sin tapujos que era un soldado del PRI.
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Después, con la relativa y simulada apertura mediática (tan parecida a la transición


democrática), apareció TV Azteca como supuesto contrapeso a Televisa, pero aparecieron también
nuevos partidos políticos con los cuales las televisoras podían tener interlocución. Si bien durante
la década de 1990 Televisa y TV Azteca se enfrascaron en una «guerra por las audiencias», a inicios
del 2000 quedaba claro que ambas televisoras podían coexistir y tener ganancias. «El verdadero
salto cualitativo entre ambas empresas, sobre todo en Televisa, se produjo cuando se dieron cuenta
de que en tiempos de alternancia política […] los políticos con aspiraciones a cargos de elección
popular se podían vender, asesorar y producir como si fueran productos de la mercadotecnia
televisiva.» (p. 92).
«La democracia es un buen negocio» dijo Azcárraga Jean en 2004 al empezar a lucrar con
la competencia política, transitando así del «no pago para que me peguen» de López Portillo al
«pago para que no me peguen». La nueva etapa de fórmula mexicana daba más poder a los medios
de comunicación que a los propios actores políticos. De este periodo es cuando ocurrieron
episodios como el desafuero y la campaña sucia a López Obrador en 2005-2006, la aprobación de
la llamada Ley Televisa en 2007 y la construcción de la candidatura Enrique Peña Nieto para las
elecciones del año 2012.
Esta era la fórmula política-mediática en la que nos encontrábamos cuando el uso de las
redes sociales comenzó a masificarse y ocurrió el primer evento que cuestionó el estatus quo: la
aparición del #YoSoy132. Como nunca antes un movimiento social puso en cuestión la relación
entre el poder de las televisoras y el poder político, demandando desde el principio la
democratización de los medios de comunicación y una verdadera apertura democrática. Si bien el
movimiento se diluyó después de la victoria de Peña Nieto —producto de las dificultades para
transitar de la espontaneidad a la organicidad— para Villamil representa el primer episodio claro
del despertar de las audiencias.
A partir de 2010, pero particularmente desde 2014, los ratings empezaron a desplomarse y
Televisa, la protagonista fundamental de la fórmula mexicana, entró en una profunda crisis de la
cual todavía no sale. Si bien existen una multiplicidad de factores (financieros, tecnológicos
empresariales, administrativos) que influyen en este fenómeno y que son narrados con lujo de
detalle en el libro, Villamil centra su atención en los cambios en lo que denomina la «gestión de
la opinión pública».
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Este, me parece, es quizás el punto más valioso de este trabajo de Villamil, ya que señala
el modus operandi de las televisoras y la política antes del advenimiento masivo de las redes
sociales y muestra cómo han cambiado las reglas del juego. Antes, el esquema triangular que
permitía a los medios ser centrales era: 1) la capacidad para masificar contenidos y marcar agenda
(agenda setting); 2) el virtual monopolio de la creación de personajes públicos (políticos-
mercadotecnia); y 3) la medición de la popularidad mediante las encuestas y mediciones de
opinión. Estos tres ejes, señala Villamil, se volvieron autorreferenciales y administraban buena
parte del debate público, volviéndose de esta forma centrales para el juego democrático.
Este esquema triangular, antes monopolio exclusivo de los medios de comunicación
tradicionales, es lo que las redes sociales transforman, ya que intervienen en los tres puntos: pueden
incidir en la agenda pública sin necesidad de transitar por los medios tradicionales (trending
topics), pueden crear sus propios personajes públicos (influencers) y tienen sus propias formas de
medir la popularidad (retuits, likes, seguidores).
Sin embargo, como el propio Villamil reconoce, el actuar en las redes sociales deja mucho
que desear respecto al debate público que se esperaría para el funcionamiento de una democracia
ideal: «Hay en las redes sociales 70 u 80% de mensajes que son absolutamente prescindibles,
“basura” o reacciones emocionales que no abordan asuntos de interés público […] No obstante,
hay un 10 o 20% de los contenidos y deliberaciones que rompen con la gestión tradicional y
vertical de la opinión pública y generan mucha incomodidad y nerviosismo en las élites dirigentes,
intelectuales, empresariales y políticas» (p. 158).
Ciertamente, para probar varias de las hipótesis y tesis que señala Jenaro Villamil serían
necesarios estudios de diversa índole con mucho más rigor que lo que ofrece este trabajo, más
inclinado hacia el trabajo periodístico que académico. Pese a ello, La rebelión de las audiencias
resulta muy sugerente para tratar de comprender las nuevas lógicas de las redes sociales, sólo
apreciables en su justa dimensión desde una mirada histórica.

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