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Fundamentos éticos de la relación del hombre con la naturaleza.

A. Ruiz Retegui

a) LA RELACION DEL HOMBRE CON EL MUNDO

La condición material del hombre, estrechamente unida con su pluralidad y con su


carácter sexuado, es a la vez principio de su mundanidad. La vida humana en su
dependencia del cuerpo se encuentra en un entorno material en el que esa vida es
posible, y fuera de ese entorno no es siquiera concebible. Aunque el cuerpo
humano es una unidad bien definida, su funcionamiento incluye necesariamente
elementos externos. El hombre, si es esencialmente corporal es esencialmente
mundano, es un ser en el mundo. Por tanto, la creación del hombre en su
condición plural sexuada, corporal, supone la constitución de un mundo en el que
esa vida es posible.

El mundo, y toda la multiplicidad de procesos y de criaturas que se dan en él, han


sido queridos en un único designio de creación, al servicio del hombre; sólo al
hombre lo encontramos absolutamente valioso, querido por sí mismo. El mundo es
un mundo para el hombre, porque el hombre es un ser en el mundo. En este
sentido, la relación entre el hombre y el mundo es necesaria; sin relacionarse y
"metabolizar" con el mundo el hombre no puede ejercer su existencia.

La relación del hombre con el mundo será constituida por intercambios naturales,
que pueden ser estudiados como cualquier otro tipo de relación material y
fisiológica, regulada por las leyes científicas naturales (las leyes de la gravedad,
de la tensión superficial, de la presión osmótica o de los gases..., y, en general,
todas las leyes de la Física y de la Fisiología rigen tanto para el cuerpo humano
como para los demás cuerpos del mundo). Pero entre el hombre y el mundo se
dan también otras influencias que de ninguna manera son reducibles a los
intercambios fisiológicos o a las influencias físicas, aunque se desarrollen a través
de éstas. En el curso del funcionamiento natural del mundo, el hombre es un factor
de novedad. Sin el hombre, el mundo sería puro despliegue de causas y efectos

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naturales. El hombre da lugar a "comienzos", es decir a procesos o acciones que
no pueden reducirse a desarrollo natural de la situación previa: la relación entre el
hombre y el mundo es libre.

La libertad del hombre, en su relación con el mundo, se manifiesta de un modo


patente en la construcción de artificios, en los que la forma o estructura no se
deriva de la materia que lo constituyen, ni del obrar, sino del pensamiento
humano. El conocimiento espontáneo distingue lo natural de lo artificial, porque
implícitamente advierte en éste una configuración que no se copertenece con la
materia en la que está, sino que es inducida desde fuera. De este modo, los
artificios no son resultado de las fuerzas naturales, sino de la inteligencia
encarnada del hombre que puede influir, por medio principalmente de las manos,
en el mundo.

La libertad tiene una enorme capacidad de modificación del entorno mundano del
hombre. No obstante, mientras esa capacidad estaba poco desarrollada
técnicamente, la interferencia del hombre en los procesos naturales resultaba
irrelevante, y la naturaleza, contemplada en su imponente grandeza y fuerza
material, aparecía como el ámbito en que el hombre nacía, vivía y moría,
recibiendo de ella inexorablemente beneficios o dolores, según el curso de las
fuerzas naturales. La potencia física de la naturaleza se presentaba a los ojos de
la pequeña y vulnerable criatura humana como muy superior, y, por tanto, objeto
de veneración. Las manifestaciones más directas de las fuerzas de la naturaleza -
sol, lluvia, fuego, fecundidad, etc.- han sido divinizadas en muchas culturas;
mediante la magia se buscaba su favor. Incluso, cuando se aceptaba a un creador
supremo de todo, de la naturaleza y del hombre, las más importantes
manifestaciones de la naturaleza eran contempladas con un cierto carácter
teofánico, o de manifestación sensible de la infinitud divina. En ese ámbito, la
actitud más noble del hombre era conocer la naturaleza, el ideal era el homo
sapiens. El desarrollo progresivo de la técnica ha permitido al hombre dominar
cada vez más las fuerzas naturales, y configurar ámbitos más según sus
proyectos y menos según los condicionamientos que la naturaleza suponía. El

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resultado es que el "mundo", como entorno de la vida del hombre, ya no remite
tanto a una naturaleza superior o a un creador divino, cuanto al hombre mismo en
su libertad. No habla tanto de Dios, cuanto del mismo hombre y su capacidad de
manipulación libre. Ese "mundo" habla, y es entendido por el hombre, en los
términos de la ciencia positiva y de la utilidad práctica. En él el hombre se siente
llamado o impulsado, no tanto al conocimiento de verdades y significados inscritos
en la misma naturaleza de las cosas, cuanto a transformar el mundo, es decir, no
tanto homo sapiens, cuanto homo faber. Como se ha explicado antes, la ciencia
positiva experimental encontró un método y ese método indujo una forma de mirar
el mundo. La búsqueda de las "leyes naturales" no eran una búsqueda de
conocimiento sobre la realidad de las cosas, sino sobre las regularidades
universales de comportamiento. El universo entero, sometido a las mismas leyes
científicas, se hizo a la vez opaco en cuestiones de sentido, y plenamente
disponible para la manipulación humana. La Ciencia abdicó definitivamente de su
antigua pretensión de sabiduría y renunció a conocer el valor de las cosas en sí
mismas: se hizo un conocimiento esencialmente instrumental, no podía
pronunciarse sobre cuestiones de finalidad. Las finalidades pasaron a ser asunto
de la voluntad incondicionada. Con el universo y lo que en él se contiene el
hombre puede hacer lo que quiera. El mundo no tiene sentido ni más valor en sí
mismo que el de un conjunto de materiales dotado de unas propiedades bien
conocidas o concebibles científicamente con los que el hombre ha de construir a
su antojo. La naturaleza no es objeto de contemplación ni de veneración, sino de
explotación como se explota una mina de hierro. Se trata de saber para prever, y
de prever para poder.

No obstante, ha sido el desarrollo de la técnica que ha acompañado el formidable


progreso de las ciencias positivas lo que ha cuestionado su validez. Ese
desarrollo, por una parte ha mejorado la condición humana en el mundo, le ha
hecho más seguro y confortable. Pero la técnica de suyo no tiene límites y,
mientras sus primeros progresos producían un paralelo mejoramiento de las
condiciones humanas, enseguida se hizo patente que progreso tecnológico y
mejoramiento de las condiciones humanas no se identifican. El alto desarrollo de
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la técnica ha dado lugar a fenómenos nuevos, no previstos en los inicios
entusiastas de la Ciencia moderna: la ruptura de los ámbitos naturales, el peligro
del agotamiento de los recursos, las diversas contaminaciones químicas,
radiológicas, nucleares, etc., constituyen como una queja de la naturaleza ante
una agresión que no es seguro que la técnica vaya a poder subsanar. En el
hombre mismo ha surgido un miedo nuevo, que es consecuencia directa del
desarrollo técnico: la inseguridad ante las posibilidades de dominio y de invasión
de los ámbitos más estrictamente personales puestas al alcance de casi cualquier
poder fáctico. Las terribles posibilidades destructivas de armas nuevas que han
cambiado radicalmente la idea de la guerra, la posibilidad de influencia en las
personas mediante los conocimientos de los mecanismos psicológicos del hombre
y de los medios de comunicación, hacen que nunca como ahora el hombre haya
sido sujeto potencial de un poder totalitario. Si en tiempos antiguos los príncipes
tenían un poder teóricamente ilimitado, las limitaciones materiales les impedían
extenderlo a círculos demasiado amplios. Ese poder se da ahora potencialmente
eficaz mediante el desarrollo tecnológico. El hombre siente miedo de su propio
poder; son los científicos, los más conscientes del poder potencial que van
generando, los máximos protagonistas del debate ético. El hombre se siente
urgido angustiosamente a dominar su propio dominio; ha comprobado que el
alcance de este dominio ha de tener una regulación ética, medida por la dignidad
de la persona y la verdad de las cosas. La racionalidad sin límites es ambigua:
capaz de lo bueno y de lo malo, de humanizar al hombre y de violar
agresivamente su dignidad. La misma Ciencia sirve para construir cámaras de gas
o un hospital, para cirugía intrauterina o para el aborto, para construir un avión o la
bomba atómica. Se tratará ahora de mostrar los elementos que han de ser tenidos
en cuenta para la elaboración de la norma deontológica que guíe el dominio
técnico. Se tratará de criterios de fondo que tendrán el carácter de un
conocimiento de la verdad de las relaciones del hombre con el mundo, y del
mundo con el hombre, para que la libertad humana no violente realidades
objetivas. Para mayor claridad, expondré cada uno de los aspectos de esa verdad

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que me parecen relevantes, y tras explicar el contenido de cada uno de ellos,
trataré de derivar algunas consecuencias prácticas.

b) CRITERIOS ETICOS DEL DOMINIO TECNICO DE LA NATURALEZA

La naturaleza no es producto de la acción humana

El hombre la encuentra como dada, previa a toda intervención suya. Esto implica
que la inteligencia del hombre no es la medida de la realidad natural, sino que
debe adecuar su conocimiento a una realidad que le trasciende, porque su verdad
está medida, como explicamos al hablar de la creación, por la Sabiduría Creadora.
Nosotros no podemos agotar la verdad de las cosas porque no podemos asistir al
acto de la inteligencia divina que mide y constituye los seres naturales. Por ello,
las realidades naturales tendrán siempre algo de misteriosas, y en este sentido es
propio de una recta relación con la naturaleza un cierto componente de
contemplación atenta. El conocimiento que el hombre puede alcanzar de la
naturaleza no puede nunca llegar a ser como el que tiene de aquello que es
producto exclusivo de la propia inteligencia. Esto no debe ser irritante ni causa de
desánimo para la actividad científica y cognoscitiva en general, sino estímulo para
conocer siempre mejor y, a la vez, para reconocer que el creador del mundo es
Dios y no el hombre, para sentirse administrador solícito y cuidadoso, y no
dominador absoluto.

Este carácter del mundo, no plenamente inteligible por el hombre puede ser fuente
de dos tentaciones estrechamente relacionadas.

El escepticismo, que consiste en el rechazo o invalidación subjetiva de todo


conocimiento que no sea plenamente dominable por la razón humana. Las
cuestiones más importantes, como el mismo hombre, el sentido de su vida, de su
actividad, el amor, la felicidad, a pesar de no ser plenamente agotables por su
conocimiento exacto, son reales y cognoscibles. Como es evidente, ante esas
realidades la actitud ha de ser cierta humildad intelectual y valorar el conocimiento
contemplativo, no científico, aunque no tenga las características tan satisfactorias

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de la validez impositiva de conocimiento exacto. El que el conocimiento de esas
realidades pueda ser atacado o puesto en duda no es una muestra apodíctica de
invalidez. Especialmente, cuando se tratan "objetos" que poseen una dignidad
particular, como la persona humana, o incluso los animales dotados de vida, esa
dimensión contemplativa debe estar presente. Ciertamente un físico puede decir
que el tiempo es "lo que miden los relojes", pero eso lo hará sólo en cuanto físico;
ese mismo físico, en cuanto persona humana, debe ser consciente, y no olvidar
del todo que el tiempo es una dimensión mundana altamente misteriosa.

El cientifismo, que lleva a considerar que toda la realidad consiste en lo explicado


o alcanzado por la Ciencia, sin que sea posible adquirir más conocimiento
verdadero que el científico-positivo. En particular, hay que evitar esta tentación
cuando se tratan cuestiones que de suyo se sustraen a la consideración del
método científico, que en sí mismo consigue un alto nivel de exactitud a costa de
reducir su campo de observación a lo fenoménico experimentable. Por esto,
aplicar indiscriminadamente el método científico conduce, no a tener un
conocimiento más exacto y preciso de todas las realidades, sino a reducir las
realidades que se estudian a sujetos de comportamientos regulares, según leyes
expresables en términos matemáticos. Esta transformación del objeto de estudio,
a causa del método científico, es especialmente patente en áreas de conocimiento
propiamente humanas. Es un "lugar común" decir que en los modernos tratados
de antropología científica el gran olvidado es el hombre. Análogamente, la ética o
estudio del comportamiento humano según la verdad del hombre que busca la
cualidad de bueno o malo, se ha transformado en los ámbitos cientifistas en
"ciencia de las costumbres", donde ya no se busca la bondad o malicia de los
comportamientos, sino criterios cuantitativos, estadísticos, tendenciales, etc., en
los que los calificativos pasan a ser "mayoritario", "dominante", "integrado", etc; es
decir calificativos que de suyo son ajenos a la cualificación moral y se reducen a
criterios cuantitativos. No obstante, la inevitable dimensión moral del hombre hace
que, aunque el calificativo ético "sea expulsado por la puerta, vuelva a entrar por la
ventana", y esos criterios pasen a ser equivalentes en la práctica a "bueno" o
"malo". Se identificará "bueno" con "mayoritario", o "dominante", o "integrado",
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etc., y "malo" con "contrario". Pero para esta identificación no hay ninguna
justificación científica. Lo más que puede pretender el científico es dar cuenta de
los "valores" socialmente vigentes en los diversos grupos sociales, pero el
verdadero valor de esos valores, es decir de su autenticidad o dignidad intrínseca
no puede dar ninguna explicación, y por esto la ética científica no tiene capacidad
para pronunciarse sobre el valor de los hechos. Las pasiones y los ideales
tradicionalmente considerados heroicos y buenos, y los tradicionalmente
considerados mezquinos se consideran igualmente significativos en la química del
comportamiento, en el conocimiento del "material humano" con el que el derecho
positivista trata de edificar racionalmente la sociedad. El Derecho se ha separado
completamente de la Etica y ya sólo debe tener en cuenta las fuerzas y
propiedades del material humano para proponerse cualquier objetivo.

La naturaleza es para el hombre.

La perspectiva radical que nos ofrece la consideración del mundo como criatura
nos dice, como ya hemos visto, que la naturaleza ha sido creada en el acto de la
creación del hombre, pues no ha sido querida por sí misma, sino en función del
hombre. Lógicamente esto no quiere decir que hasta que no apareció el hombre
no había nada. Sabemos con seguridad científica que durante millones de años el
mundo ha existido sin el hombre; la aparición del hombre es relativamente tardía.
Pero desde el principio el mundo ha sido querido por Dios como mundo del y para
el hombre, por lo tanto, el mundo era creado en vista al hombre y formando unidad
con la creación del hombre.

Por lo tanto, el mundo no tiene valor absoluto y no puede ser entendido


plenamente en sí mismo, pues la Sabiduría Creadora no lo ha entendido por sí
mismo. Esto quiere decir que todos los valores y bienes del mundo son valores y
bienes en relación al hombre. El mundo es, en este sentido, un mundo
esencialmente humano, un mundo no cualquiera, un mundo con una unidad y
armonía no cualquiera, sino centrada en el hombre. Es, pues, en relación al
hombre como los valores del mundo cobran un carácter objetivo y real. Esto hay

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que tenerlo, en cuenta porque nuestro modo de conocer parte del conocimiento de
las individualidades, y sólo por un proceso racional alcanza a detectar las
implicaciones de orden y unidad. A nosotros el mundo nos parece primariamente
un conjunto de individualidades, de criaturas concretas que luego se
interrelacionan. La razón de unidad del mundo la entendemos como unidad de
composición, y por eso tendemos a dar más importancia y a considerar como
fundamental el carácter de cosas en sí, es decir, de substancialidad, de las
criaturas, frente a su carácter de relación. Pero la perspectiva más radical nos
advierte que la unidad tiene prioridad de naturaleza respecto a cada una de las
partes, pues, como señala la tradición cristiana, el bien de cada criatura depende
del bien del conjunto, que es superior; y este bien del conjunto no es una
globalidad anónima o colectiva, sino el bien de la persona.

La naturaleza es, pues, "para" el hombre. Tenemos que ver el significado práctico
de ese "para". Lo dicho en el párrafo anterior nos advierte que los seres naturales
no son materiales neutros ofrecidos a la capacidad manipuladora del hombre. Si
entendiéramos que el mundo es para el hombre porque el hombre puede
dominarlo no estaríamos dando cuenta de la ordenación intrínseca del mundo al
hombre, es decir, no estaríamos diciendo nada del mundo, sino que hablaríamos
exclusivamente del hombre. Más bien esa ordenación del mundo al hombre es la
que permite situar el alcance y la naturaleza del dominio del hombre. Es decir, el
hombre en su señorío sobre el mundo debe tener en cuenta los valores objetivos,
los significados propios de las cosas, y no considerarlos como materiales neutros,
dotados de las propiedades que alcanza y describe la Ciencia. Valores como la
vida, la belleza, etc., no deben ser desconsiderados en la actividad dominadora
del hombre. Por más que esos valores no sean estrictamente expresables en
términos científicos, no deben ser considerados vacíos o insignificantes. La actitud
atenta y contemplativa por parte de las personas que se dedican a la Ciencia y de
ese modo posibilitan y desarrollan la capacidad técnica de dominación hará que se
evite que la dominación no destruya los valores objetivos, sino que los respete y
los desarrolle según su propio valor. No se trata de que la dominación del hombre
sobre el mundo sea un puro servicio a esos valores como si fueran absolutos. No
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son absolutos, pero son reales. El hombre no tratará la vida animal o vegetal como
si efectivamente fueran absolutamente valiosas, no se postrará ante esos valores,
sino que efectivamente los tendrá como entregados, para su bien. El hombre debe
beneficiarse de los recursos naturales, pero sin despreciar ni maltratar los valores
objetivos que en él se encuentran. Los clásicos expresaron este equilibrio en
términos de simbiosis. Platón puso el ejemplo del pastor, cuyo arte no está
definido por la existencia de los mamíferos, sino por la naturaleza de las ovejas. El
pastor, en cuanto tal, busca el bien de las ovejas, aunque luego las trasquile, las
ordeñe y acabe matándolas para comerlas. Pero el beneficio humano está en
relación con el bien propio de las ovejas. Un ejemplo al contrario, bastante
ilustrativo, lo constituyen las granjas donde todo el trato con los animales viene
definido por el aprovechamiento humano: a las gallinas se las tiene encerradas y
se les sacan los ojos para que únicamente engorden y pongan huevos. Sólo
cuando se pierde el sentido del valor objetivo pero relativo de los animales y del
mundo se cae en los dos extremos: por una parte veneración crispada de la vida
animal como si fuera un bien absoluto, y por otra parte, aprovechamiento de todo
el material que ofrece el mundo, sin tener presente más valor que el que se
propone el hombre. No importa entonces nada el animal en sí mismo, ni su vida, ni
su dolor, ni la decadencia o extinción de las especies. El animal tendría sus
propiedades científicas como el hierro tiene las suyas.

La "ley" de la relación del hombre con el mundo

No es sólo racional, sino natural.- En realidad se trata de una consecuencia de lo


anterior. Por ley racional expresamos el ordenamiento que establece la razón
movida exclusivamente por los fines que se propone, y, por tanto, como única
configuradora de valores. La ley racional sería entonces la que desconoce
significados y valores naturales y no ve en la naturaleza más que material
disponible para cualquier fin arbitrario. La ley racional sólo tiene en cuenta las
propiedades "científicas" de los cuerpos, como el técnico tiene en cuenta las
propiedades del hierro o del cemento en orden a construir lo que quiera, y ordena
esas propiedades para alcanzar sus productos.

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La ley natural es la que ordena las cosas teniendo en cuenta los significados
propios y los valores que se encuentran en el mundo. No los ignora, pero tampoco
se siente creadora exclusiva de sentido. Esa ordenación no considera el mundo
como un espacio homogéneo totalmente disponible, sino que reconoce espacios o
puntos que tienen particular densidad de bien y de valor, y de este modo no es
una ley de destrucción exclusivamente humana del entorno del hombre.

La ley natural tiene en cuenta que la unidad del mundo en el hombre no es


constituida por la razón humana sino por la Sabiduría creadora. El ámbito humano
no es el artificial mundo de la ciencia-ficción, sino un ámbito que el hombre ha
recibido y que debe gobernar sabiamente, no sólo técnicamente. Por eso la ley
natural presenta serias reservas ante la posibilidad de desencadenar en la tierra -
como ámbito próximo del hombre- procesos que solo tienen lugar en puntos
alejados del universo. Las reacciones nucleares, por ejemplo, son naturales en el
sol y en las estrellas, pero no en la tierra, y no sabemos si podrían llegar a
destruirla, no sólo en la utilización militar, que es claro que sí, sino en la utilización
supuestamente pacífica.

El hombre no es el responsable del bien del mundo o del universo.- Una de las
consecuencias más evidentes de la consideración científica del mundo es verlo
como sujeto homogéneo de leyes universalmente válidas, y, por lo tanto, como
campo de dominio, al menos potencial, por parte del hombre: todo es
experimentable y todo es manipulable. Por tanto, está bajo el gobierno absoluto
del hombre, y el hombre se siente en consecuencia responsable del orden del
mundo y del universo. Pero esto no tiene en cuenta la realidad de las cosas. El
orden del mundo no ha sido establecido por la razón humana, y, por tanto,
tampoco puede llegar a dominarle totalmente; tiene un cierto carácter de misterio
ante el que la actitud debe ser primariamente contemplativa, es decir,
reconocedora de algo que se encuentra pero que no puede agotar. El
reduccionismo propio de la experimentación científica puede alcanzar algunas
leyes de comportamiento de la naturaleza, pero debe cuidarse de pensar que el
orden del universo está expresado adecuada y exhaustivamente en esas leyes.

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Incluso, desde el punto de vista estrictamente científico esas leyes universales han
sufrido notables correcciones: al entusiasta cientifismo del siglo XIX que pretendía
haber agotado prácticamente la Mecánica, siguió la sorprendente corrección
relativista, y pocos años más tarde la perspectiva nueva de la segunda generación
de la Mecánica cuántica, que ya reconocía el alto grado de no determinación que
se encuentra incluso, en los procesos materiales del microcosmos. Pero sin
necesidad de recurrir a esas experiencias, y manteniéndonos en el ámbito de una
consideración general, el orden del universo se presenta tan extraordinariamente
preciso y delicado que la irrupción técnica indiscriminada resulta amenazante. A la
arrogancia ha seguido el miedo. La única garantía que puede tener el hombre de
que su acción sobre la naturaleza no vaya a resultar destructiva no está en una
planificación racional cada vez más omniabarcante, sino en un respeto, lo más
cuidadoso posible, de los significados naturales de los valores y de los procesos
propios naturales, sin tratar de someterlos a su utilidad indiscriminada. A veces
podrá acaecer que, aun con ese respeto, la naturaleza resulta amenazante, pero
eso ya no depende de nosotros, sino de Dios.

"Situación" del hombre en el mundo

La ciencia moderna ha situado al hombre en una perspectiva respecto al mundo


desde la que, podríamos decir, lo mira desde fuera, como un todo. Hubo un tiempo
en que el mundo se concebía como una superficie de tierra, apoyada sobre el
agua por medio de unas columnas y cubierta por la bóveda del cielo que lo
separaba de las aguas superiores. En esta representación hay algo esencial: su
carácter parcial. No es una representación de la totalidad, pues ese esquema no
decía nada sobre cómo se apoyaban las columnas del mundo sobre el agua, ni
sobre dónde estaba contenida esa agua. Era una representación de lo que el
hombre ve "desde su situación" en el mundo. La transformación de la perspectiva
tendrá lugar cuando la física de lugares propios se transforme en una física de
leyes universales. En esta transformación, verdadera clave del pensamiento
moderno, tiene una importancia capital la construcción del telescopio por Galileo.
Este cambio de perspectiva de la Ciencia no coincide con la perspectiva natural

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del hombre, que aunque sabe que la tierra gira alrededor del sol, sigue viendo que
el sol "sale" por la mañana y se "pone" por la tarde. Es decir, en la vida real del
hombre, en un ámbito propio mundano, la perspectiva científica, que considera el
espacio infinito y homogéneo, no es la que orienta su conducta. No obstante tiene
una notable influencia en los juicios y valoraciones. Especialmente puede
afirmarse que el cientifismo ha originado una perspectiva "objetiva". Antes de la
modernidad, este conocimiento objetivo, como característica propia del
conocimiento humano, estaba presente en el saber humano de las cosas; sin
embargo, el universo como tal no era materia de conocimiento objetivo.

La no-objetividad del universo en su conjunto ha sido expresada a lo largo de la


historia del pensamiento humano de formas diversas, pero siempre señalando que
el hombre se encuentra en su perspectiva propia con unos límites que no puede
traspasar. El Ulises de Dante traspasó las columnas de Hércules del estrecho de
Gibraltar y llegó en su osadía a visitar el monte del Purgatorio, pero la profundidad
del agua le impidió alcanzarlo y lo hundió en el infierno. Este mito no significa que
Dante pensara que el mundo tiene fronteras geográficas con la trascendencia
sobrenatural. No se trata de una descripción morfológica del mundo, sino de
mostrar el pecado, de buscar un conocimiento completo -como en la descripción
bíblica del Paraíso donde, la mujer sucumbe a la tentación de buscar un
conocimiento divino: seréis como dioses. De este modo, el genio de Dante da un
juicio anticipado de lo que ya es inminente. Ya entonces la incipiente ciencia
positiva hacía presagiar que el hombre pudiera situarse en una perspectiva
universal con la pretensión de dominar el mundo en su totalidad -al menos
potencialmente-, del mismo modo como dominaba los "objetos" con que trataba.
El nuevo Ulises no fue Colón, ni tampoco Galileo o Newton, sino quienes
deslumbrados por la nueva ciencia quisieron hacer de la perspectiva alcanzada
por la Ciencia, la perspectiva humana universal: trasformar la Ciencia en
sabiduría. Colón hizo anacrónico el mito de Dante, pero quien se situó -no
científicamente sino filosóficamente- en ese punto extracósmico desde el que se
conoce el mundo como un objeto, fue sobre todo Hobbes. El se jactaba de haber
descubierto un nuevo continente intelectual, pero falta comprobar que ese
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continente, situado más allá de las columnas de Hércules del pensamiento, era
habitable por el hombre, o si la profundidad del agua -más bien, la profundidad del
ser- no convertirían esa situación en un infierno para el hombre. Tal es el
diagnóstico de Dante sobre la situación del hombre cuando hace de la perspectiva
científica su perspectiva vital y omnicomprehensiva. Ciertamente puede ser difícil
armonizar el conocimiento obtenido por la Ciencia y el conocimiento "situacionado"
del hombre en su propio ámbito mundano, pero la defensa del "propio lugar", del
"propio entorno" resulta una exigencia frente a la perspectiva cientifista. Sin tener
en cuenta la situación propia del hombre como criatura esencialmente mundana,
resultan ininteligibles e irracionales las actuales defensas del medio ambiente, de
la propia tierra, y la afirmación de que "lo pequeño es hermoso".

"Compromiso" del hombre en su entorno vital

No sólo encontramos límites al conocimiento objetivo cuando se refiere al universo


en su totalidad. También el conocimiento de las cosas y personas singulares
tienen características que exceden las del conocimiento objetivo. El verdadero
"mundo" del hombre es en realidad una mezcla de lo que los antropólogos y
etólogos llaman perimundo -medio, um-welt- y mundo -welt-. De hecho, junto a la
abundante literatura sobre el conocimiento objetivo, la Antropología
contemporánea ha desarrollado una amplia fenomenología de la distinción entre la
calle y el hogar. Ambos temas -el conocimiento objetivo y esa distinción- están
estrechamente relacionados y llamados a complementarse. En el hogar, el hombre
se encuentra como en su medio -um-welt- propio. La actitud "en casa" no es
solamente objetiva, ante lo "propio" la persona tiene una conducta que no es el
distanciamiento del conocimiento objetivo, sino un "compromiso" con las
realidades de su hogar. Esta situación no puede equipararse con la del animal en
su um-welt, pero la doctrina clásica de las pasiones del hombre apunta un
intercambio casi metabólico con la realidad. La frecuente afirmación de los
fenomenólogos que el amor no es ciego, sino extraordinariamente lúcido, expresa
que el conocimiento objetivo, para ser pleno, se compone con una cierta simpatía
por lo conocido. La pretensión de un puro conocimiento objetivo, que no se

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compadece con la realidad ni con la condición humana, es la pretensión de un
hombre desarraigado sin hogar y sin fe, sin hogar ni patria. Esta es la imagen de lo
que se expresa habitualmente con un cierto sentido de la palabra "intelectual" en
el sentido de distanciamiento crítico, contra el que ya se manifestó J.J. Rousseau
con acierto en su Primer Discurso, presentándolo como independiente, apátrida y
cosmopolita.

El cientificismo engendra totalitarismo

Hemos señalado ya que el descubrimiento de la universalidad de las leyes


científico-positivas hace que la Ciencia tienda a considerar el mundo homogéneo,
sin lugares privilegiados ni diferenciados, sino medido en todos sus puntos por las
mismas leyes. Cuando esa perspectiva se extiende al campo de lo humano y
particularmente a la Etica, también el espacio humano y la humanidad se hacen
homogéneas, medidas inmediatamente por las mismas normas éticas. Entonces si
cada hombre ha de medir su acción por la justicia, por ejemplo, y la justicia lo mide
todo, quiere decirse que cada hombre ha de preocuparse por todo. Pero esto
significa, de nuevo, adoptar -o tratar de adoptar- la perspectiva de Dios
universalmente providente. Este es el principio del totalitarismo: la responsabilidad
universal.

Nos encontraríamos en la perspectiva del conocimiento objetivo puro, la


perspectiva del intelectual puro, que todo lo juzga, todo lo critica y no está
comprometido con nada, sin más referencias que las leyes universales. Esto
supone corromper, por hipertrofia, lo que tiene de peculiar el conocimiento
humano, y, por tanto, viciarlo en su núcleo más propio. Lo humano no es juzgar
sólo desde la justicia -o desde cualquier otro valor moral universal-, sino desde la
justicia y lo propio como dos referencias heterogéneas e inseparables.

La moral cristiana evitó este peligro, señalando que el hombre no es responsable


de toda justicia o, en general, del bien universal; no es responsable directo de la
instauración del bien en el mundo, sino en la medida en que desde su situación
propia colabora con el plan de Dios para él. El concepto de misión personal estaba
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incluido en la visión de un universo ordenado y finalizado en el que el hombre está
siempre situado -en su tiempo, en su ámbito humano, etc.- y con una
responsabilidad delimitada por esa situación.

Tomás de Aquino puso un ejemplo clásico: es deber del gobernante detener y


castigar al delincuente, pero es deber de su mujer esconderlo y liberarlo de esa
pretensión de la policía. A la pregunta de si no es deber de cada hombre querer lo
que Dios quiere, responde que no, porque eso no lo sabemos hasta que sucede.
Cada hombre, debe querer lo que Dios quiere que él -el hombre- quiera. Así la
mujer tiene la responsabilidad del bien privado familiar, el gobernante tiene la
responsabilidad del bien de la cosa pública y sólo a Dios compete el bien del
universo.

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