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A. Ruiz Retegui
La relación del hombre con el mundo será constituida por intercambios naturales,
que pueden ser estudiados como cualquier otro tipo de relación material y
fisiológica, regulada por las leyes científicas naturales (las leyes de la gravedad,
de la tensión superficial, de la presión osmótica o de los gases..., y, en general,
todas las leyes de la Física y de la Fisiología rigen tanto para el cuerpo humano
como para los demás cuerpos del mundo). Pero entre el hombre y el mundo se
dan también otras influencias que de ninguna manera son reducibles a los
intercambios fisiológicos o a las influencias físicas, aunque se desarrollen a través
de éstas. En el curso del funcionamiento natural del mundo, el hombre es un factor
de novedad. Sin el hombre, el mundo sería puro despliegue de causas y efectos
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naturales. El hombre da lugar a "comienzos", es decir a procesos o acciones que
no pueden reducirse a desarrollo natural de la situación previa: la relación entre el
hombre y el mundo es libre.
La libertad tiene una enorme capacidad de modificación del entorno mundano del
hombre. No obstante, mientras esa capacidad estaba poco desarrollada
técnicamente, la interferencia del hombre en los procesos naturales resultaba
irrelevante, y la naturaleza, contemplada en su imponente grandeza y fuerza
material, aparecía como el ámbito en que el hombre nacía, vivía y moría,
recibiendo de ella inexorablemente beneficios o dolores, según el curso de las
fuerzas naturales. La potencia física de la naturaleza se presentaba a los ojos de
la pequeña y vulnerable criatura humana como muy superior, y, por tanto, objeto
de veneración. Las manifestaciones más directas de las fuerzas de la naturaleza -
sol, lluvia, fuego, fecundidad, etc.- han sido divinizadas en muchas culturas;
mediante la magia se buscaba su favor. Incluso, cuando se aceptaba a un creador
supremo de todo, de la naturaleza y del hombre, las más importantes
manifestaciones de la naturaleza eran contempladas con un cierto carácter
teofánico, o de manifestación sensible de la infinitud divina. En ese ámbito, la
actitud más noble del hombre era conocer la naturaleza, el ideal era el homo
sapiens. El desarrollo progresivo de la técnica ha permitido al hombre dominar
cada vez más las fuerzas naturales, y configurar ámbitos más según sus
proyectos y menos según los condicionamientos que la naturaleza suponía. El
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resultado es que el "mundo", como entorno de la vida del hombre, ya no remite
tanto a una naturaleza superior o a un creador divino, cuanto al hombre mismo en
su libertad. No habla tanto de Dios, cuanto del mismo hombre y su capacidad de
manipulación libre. Ese "mundo" habla, y es entendido por el hombre, en los
términos de la ciencia positiva y de la utilidad práctica. En él el hombre se siente
llamado o impulsado, no tanto al conocimiento de verdades y significados inscritos
en la misma naturaleza de las cosas, cuanto a transformar el mundo, es decir, no
tanto homo sapiens, cuanto homo faber. Como se ha explicado antes, la ciencia
positiva experimental encontró un método y ese método indujo una forma de mirar
el mundo. La búsqueda de las "leyes naturales" no eran una búsqueda de
conocimiento sobre la realidad de las cosas, sino sobre las regularidades
universales de comportamiento. El universo entero, sometido a las mismas leyes
científicas, se hizo a la vez opaco en cuestiones de sentido, y plenamente
disponible para la manipulación humana. La Ciencia abdicó definitivamente de su
antigua pretensión de sabiduría y renunció a conocer el valor de las cosas en sí
mismas: se hizo un conocimiento esencialmente instrumental, no podía
pronunciarse sobre cuestiones de finalidad. Las finalidades pasaron a ser asunto
de la voluntad incondicionada. Con el universo y lo que en él se contiene el
hombre puede hacer lo que quiera. El mundo no tiene sentido ni más valor en sí
mismo que el de un conjunto de materiales dotado de unas propiedades bien
conocidas o concebibles científicamente con los que el hombre ha de construir a
su antojo. La naturaleza no es objeto de contemplación ni de veneración, sino de
explotación como se explota una mina de hierro. Se trata de saber para prever, y
de prever para poder.
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que me parecen relevantes, y tras explicar el contenido de cada uno de ellos,
trataré de derivar algunas consecuencias prácticas.
El hombre la encuentra como dada, previa a toda intervención suya. Esto implica
que la inteligencia del hombre no es la medida de la realidad natural, sino que
debe adecuar su conocimiento a una realidad que le trasciende, porque su verdad
está medida, como explicamos al hablar de la creación, por la Sabiduría Creadora.
Nosotros no podemos agotar la verdad de las cosas porque no podemos asistir al
acto de la inteligencia divina que mide y constituye los seres naturales. Por ello,
las realidades naturales tendrán siempre algo de misteriosas, y en este sentido es
propio de una recta relación con la naturaleza un cierto componente de
contemplación atenta. El conocimiento que el hombre puede alcanzar de la
naturaleza no puede nunca llegar a ser como el que tiene de aquello que es
producto exclusivo de la propia inteligencia. Esto no debe ser irritante ni causa de
desánimo para la actividad científica y cognoscitiva en general, sino estímulo para
conocer siempre mejor y, a la vez, para reconocer que el creador del mundo es
Dios y no el hombre, para sentirse administrador solícito y cuidadoso, y no
dominador absoluto.
Este carácter del mundo, no plenamente inteligible por el hombre puede ser fuente
de dos tentaciones estrechamente relacionadas.
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de la validez impositiva de conocimiento exacto. El que el conocimiento de esas
realidades pueda ser atacado o puesto en duda no es una muestra apodíctica de
invalidez. Especialmente, cuando se tratan "objetos" que poseen una dignidad
particular, como la persona humana, o incluso los animales dotados de vida, esa
dimensión contemplativa debe estar presente. Ciertamente un físico puede decir
que el tiempo es "lo que miden los relojes", pero eso lo hará sólo en cuanto físico;
ese mismo físico, en cuanto persona humana, debe ser consciente, y no olvidar
del todo que el tiempo es una dimensión mundana altamente misteriosa.
La perspectiva radical que nos ofrece la consideración del mundo como criatura
nos dice, como ya hemos visto, que la naturaleza ha sido creada en el acto de la
creación del hombre, pues no ha sido querida por sí misma, sino en función del
hombre. Lógicamente esto no quiere decir que hasta que no apareció el hombre
no había nada. Sabemos con seguridad científica que durante millones de años el
mundo ha existido sin el hombre; la aparición del hombre es relativamente tardía.
Pero desde el principio el mundo ha sido querido por Dios como mundo del y para
el hombre, por lo tanto, el mundo era creado en vista al hombre y formando unidad
con la creación del hombre.
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que tenerlo, en cuenta porque nuestro modo de conocer parte del conocimiento de
las individualidades, y sólo por un proceso racional alcanza a detectar las
implicaciones de orden y unidad. A nosotros el mundo nos parece primariamente
un conjunto de individualidades, de criaturas concretas que luego se
interrelacionan. La razón de unidad del mundo la entendemos como unidad de
composición, y por eso tendemos a dar más importancia y a considerar como
fundamental el carácter de cosas en sí, es decir, de substancialidad, de las
criaturas, frente a su carácter de relación. Pero la perspectiva más radical nos
advierte que la unidad tiene prioridad de naturaleza respecto a cada una de las
partes, pues, como señala la tradición cristiana, el bien de cada criatura depende
del bien del conjunto, que es superior; y este bien del conjunto no es una
globalidad anónima o colectiva, sino el bien de la persona.
La naturaleza es, pues, "para" el hombre. Tenemos que ver el significado práctico
de ese "para". Lo dicho en el párrafo anterior nos advierte que los seres naturales
no son materiales neutros ofrecidos a la capacidad manipuladora del hombre. Si
entendiéramos que el mundo es para el hombre porque el hombre puede
dominarlo no estaríamos dando cuenta de la ordenación intrínseca del mundo al
hombre, es decir, no estaríamos diciendo nada del mundo, sino que hablaríamos
exclusivamente del hombre. Más bien esa ordenación del mundo al hombre es la
que permite situar el alcance y la naturaleza del dominio del hombre. Es decir, el
hombre en su señorío sobre el mundo debe tener en cuenta los valores objetivos,
los significados propios de las cosas, y no considerarlos como materiales neutros,
dotados de las propiedades que alcanza y describe la Ciencia. Valores como la
vida, la belleza, etc., no deben ser desconsiderados en la actividad dominadora
del hombre. Por más que esos valores no sean estrictamente expresables en
términos científicos, no deben ser considerados vacíos o insignificantes. La actitud
atenta y contemplativa por parte de las personas que se dedican a la Ciencia y de
ese modo posibilitan y desarrollan la capacidad técnica de dominación hará que se
evite que la dominación no destruya los valores objetivos, sino que los respete y
los desarrolle según su propio valor. No se trata de que la dominación del hombre
sobre el mundo sea un puro servicio a esos valores como si fueran absolutos. No
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son absolutos, pero son reales. El hombre no tratará la vida animal o vegetal como
si efectivamente fueran absolutamente valiosas, no se postrará ante esos valores,
sino que efectivamente los tendrá como entregados, para su bien. El hombre debe
beneficiarse de los recursos naturales, pero sin despreciar ni maltratar los valores
objetivos que en él se encuentran. Los clásicos expresaron este equilibrio en
términos de simbiosis. Platón puso el ejemplo del pastor, cuyo arte no está
definido por la existencia de los mamíferos, sino por la naturaleza de las ovejas. El
pastor, en cuanto tal, busca el bien de las ovejas, aunque luego las trasquile, las
ordeñe y acabe matándolas para comerlas. Pero el beneficio humano está en
relación con el bien propio de las ovejas. Un ejemplo al contrario, bastante
ilustrativo, lo constituyen las granjas donde todo el trato con los animales viene
definido por el aprovechamiento humano: a las gallinas se las tiene encerradas y
se les sacan los ojos para que únicamente engorden y pongan huevos. Sólo
cuando se pierde el sentido del valor objetivo pero relativo de los animales y del
mundo se cae en los dos extremos: por una parte veneración crispada de la vida
animal como si fuera un bien absoluto, y por otra parte, aprovechamiento de todo
el material que ofrece el mundo, sin tener presente más valor que el que se
propone el hombre. No importa entonces nada el animal en sí mismo, ni su vida, ni
su dolor, ni la decadencia o extinción de las especies. El animal tendría sus
propiedades científicas como el hierro tiene las suyas.
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La ley natural es la que ordena las cosas teniendo en cuenta los significados
propios y los valores que se encuentran en el mundo. No los ignora, pero tampoco
se siente creadora exclusiva de sentido. Esa ordenación no considera el mundo
como un espacio homogéneo totalmente disponible, sino que reconoce espacios o
puntos que tienen particular densidad de bien y de valor, y de este modo no es
una ley de destrucción exclusivamente humana del entorno del hombre.
El hombre no es el responsable del bien del mundo o del universo.- Una de las
consecuencias más evidentes de la consideración científica del mundo es verlo
como sujeto homogéneo de leyes universalmente válidas, y, por lo tanto, como
campo de dominio, al menos potencial, por parte del hombre: todo es
experimentable y todo es manipulable. Por tanto, está bajo el gobierno absoluto
del hombre, y el hombre se siente en consecuencia responsable del orden del
mundo y del universo. Pero esto no tiene en cuenta la realidad de las cosas. El
orden del mundo no ha sido establecido por la razón humana, y, por tanto,
tampoco puede llegar a dominarle totalmente; tiene un cierto carácter de misterio
ante el que la actitud debe ser primariamente contemplativa, es decir,
reconocedora de algo que se encuentra pero que no puede agotar. El
reduccionismo propio de la experimentación científica puede alcanzar algunas
leyes de comportamiento de la naturaleza, pero debe cuidarse de pensar que el
orden del universo está expresado adecuada y exhaustivamente en esas leyes.
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Incluso, desde el punto de vista estrictamente científico esas leyes universales han
sufrido notables correcciones: al entusiasta cientifismo del siglo XIX que pretendía
haber agotado prácticamente la Mecánica, siguió la sorprendente corrección
relativista, y pocos años más tarde la perspectiva nueva de la segunda generación
de la Mecánica cuántica, que ya reconocía el alto grado de no determinación que
se encuentra incluso, en los procesos materiales del microcosmos. Pero sin
necesidad de recurrir a esas experiencias, y manteniéndonos en el ámbito de una
consideración general, el orden del universo se presenta tan extraordinariamente
preciso y delicado que la irrupción técnica indiscriminada resulta amenazante. A la
arrogancia ha seguido el miedo. La única garantía que puede tener el hombre de
que su acción sobre la naturaleza no vaya a resultar destructiva no está en una
planificación racional cada vez más omniabarcante, sino en un respeto, lo más
cuidadoso posible, de los significados naturales de los valores y de los procesos
propios naturales, sin tratar de someterlos a su utilidad indiscriminada. A veces
podrá acaecer que, aun con ese respeto, la naturaleza resulta amenazante, pero
eso ya no depende de nosotros, sino de Dios.
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del hombre, que aunque sabe que la tierra gira alrededor del sol, sigue viendo que
el sol "sale" por la mañana y se "pone" por la tarde. Es decir, en la vida real del
hombre, en un ámbito propio mundano, la perspectiva científica, que considera el
espacio infinito y homogéneo, no es la que orienta su conducta. No obstante tiene
una notable influencia en los juicios y valoraciones. Especialmente puede
afirmarse que el cientifismo ha originado una perspectiva "objetiva". Antes de la
modernidad, este conocimiento objetivo, como característica propia del
conocimiento humano, estaba presente en el saber humano de las cosas; sin
embargo, el universo como tal no era materia de conocimiento objetivo.
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compadece con la realidad ni con la condición humana, es la pretensión de un
hombre desarraigado sin hogar y sin fe, sin hogar ni patria. Esta es la imagen de lo
que se expresa habitualmente con un cierto sentido de la palabra "intelectual" en
el sentido de distanciamiento crítico, contra el que ya se manifestó J.J. Rousseau
con acierto en su Primer Discurso, presentándolo como independiente, apátrida y
cosmopolita.
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