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Porque, aunque ciertos decanos de economía, que por lo menos son expertos en
contabilidad, se apresuran a decirles a los jóvenes que hagan cuentas, que no hay
recursos para la educación gratuita que todos reclaman, conviene tener en cuenta
que invertir en educación no es sólo invertir en educación: es invertir en seguridad,
en salud, en empleo; es bajar a mediano plazo los gastos militares y de policía, los
gastos judiciales y carcelarios; es fortalecer las instituciones, es cualificar la
economía, es fortalecer la competencia tecnológica, es invertir en la calidad de la
vida ciudadana. Sobre todo si logramos superar los criterios demasiado estrechos
de la educación académica y concebimos la educación como un gran proyecto
colectivo para aprender oficios, desarrollar destrezas, estimular talentos, fortalecer
vocaciones, para propiciar liderazgos y volver la vida una aventura creadora. No la
educación ultratecnificada y ultracostosa, que nos venden como la iglesia fuera de
la cual no hay salvación pero que deja a casi todo el mundo por fuera, la que
tiende a convertir a sus beneficiarios en gente mejor que el resto, lo que los lleva a
buscar escenarios más dignos de ellos, sino la educación dignificadora,
imaginativa y colectiva que cambie el país catastrófico de nuestros jóvenes en un
país que les despierte verdadero afecto y les genere verdadera esperanza.