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Adolescencia

Es la mejor edad de la vida. Pero no aquí.


¿Cuándo se dará cuenta la ciega y sorda y sórdida dirigencia colombiana que
nadie padece tanto ni protagoniza tanto el drama de este país como esa juventud
que debería estar disfrutando las mieles de la vida y aquí es pasto de la desdicha,
de la incertidumbre y de la muerte?
A veces nos dicen que el principal mal de Colombia es el desempleo, a veces que
la inseguridad, a veces que la violencia intrafamiliar, a veces que la drogadicción,
a veces que la exclusión. Pero con demasiada frecuencia todas esas cosas
recaen sobre el mismo sector social: los jóvenes entre los 15 y los 25 años. Tantos
males acumulados son en realidad un mismo mal: el de un país que no tiene la
menor consideración por sus jóvenes, ni por su convulsionado presente ni por su
desesperanzado futuro.
Las estadísticas revelan que en Colombia el índice de desempleo juvenil duplica el
de toda la América Latina. Nuestros jóvenes no tienen trabajo, el caso de las
mujeres es aún más alarmante que el de los hombres, y eso que no sabemos si
en las cifras de empleo se cuentan los muchachos que viven del rebusque en los
márgenes del código penal y las muchachas que viven de la noche.
Adolescentes. Claro que deberían estar estudiando, como lo hacen todos en los
países donde la educación es un derecho, pero aquí, ya se sabe, la educación es
un privilegio. Deberían dejar para después las duras responsabilidades de la
paternidad, pero aquí no hay ejemplo, ni orientación, ni oficio, ni alternativa lúdica.
Los muchachos sin futuro tienen que convertirse en los padres tempranos de hijos
aun con menos futuro, en una progresión despiadada, y son consecuencia y son
causa de fenómenos alarmantes de violencia intrafamiliar.
Son el blanco favorito de la publicidad, que les construye y les impone un
arquetipo de felicidad y de consumo. Aunque no haya con qué consumir, el
consumo no es una opción: es el deber maligno de las sociedades modernas. El
culto por la moda, por las marcas, por los artefactos: la cruel religión de la época.
En toda sociedad excluyente y estratificada muchos jóvenes se ven forzados por
el medio a obtener a cualquier costo los recursos para satisfacer las órdenes del
mercado. Parte de ese ritual son los certámenes de la conquista amorosa, que
nunca tuvo tantas exigencias. Donde es ya difícil sobrevivir, los jóvenes tienen que
impedir además ser discriminados y ninguneados en los escenarios de la vida
social.
¿Hay alguien dispuesto a emplear a jóvenes que carecen de la calificación laboral
que brinda la escuela, de la formación que brinda el hogar, de las destrezas que
transmite la tradición, de las habilidades sociales que niega el orden excluyente?
Claro que sí, esos empleadores son la delincuencia, la mafia, la guerrilla. Si aquí
nadie les paga a los jóvenes un salario por crear, por liderar procesos de
convivencia, por persistir en una vocación o en un aprendizaje, siempre hay quien
está dispuesto a pagarles por empuñar un arma, por formar un ejército, por robar,
por espiar, por guardar espaldas, por romper pechos.

Mucho hay que cambiar y mucho que inventar en la educación contemporánea. La


educación que el mundo necesita no puede seguir siendo una empresa privada.
Debe enseñar a hacer, debe convertir en aulas la naturaleza y la calle, debe
formar ciudadanos y seres humanos, debe ser una inmensa inversión colectiva en
seguridad, en productividad, en afecto y en felicidad. No es sólo un problema de
pedagogía, es un problema de orden de la civilización.

Porque, aunque ciertos decanos de economía, que por lo menos son expertos en
contabilidad, se apresuran a decirles a los jóvenes que hagan cuentas, que no hay
recursos para la educación gratuita que todos reclaman, conviene tener en cuenta
que invertir en educación no es sólo invertir en educación: es invertir en seguridad,
en salud, en empleo; es bajar a mediano plazo los gastos militares y de policía, los
gastos judiciales y carcelarios; es fortalecer las instituciones, es cualificar la
economía, es fortalecer la competencia tecnológica, es invertir en la calidad de la
vida ciudadana. Sobre todo si logramos superar los criterios demasiado estrechos
de la educación académica y concebimos la educación como un gran proyecto
colectivo para aprender oficios, desarrollar destrezas, estimular talentos, fortalecer
vocaciones, para propiciar liderazgos y volver la vida una aventura creadora. No la
educación ultratecnificada y ultracostosa, que nos venden como la iglesia fuera de
la cual no hay salvación pero que deja a casi todo el mundo por fuera, la que
tiende a convertir a sus beneficiarios en gente mejor que el resto, lo que los lleva a
buscar escenarios más dignos de ellos, sino la educación dignificadora,
imaginativa y colectiva que cambie el país catastrófico de nuestros jóvenes en un
país que les despierte verdadero afecto y les genere verdadera esperanza.

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