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EL BARRIO QUE NACIÓ DE LA BASURA

Nacional
14 Oct 2018 - 8:00 PM
Paulina Tejada @PauliTejadaT

Una montaña de desperdicios en Medellín se convirtió en el hogar y


sustento de unas 50.000 familias. Esta es la historia de Moravia, el
jardín que floreció de lo que una ciudad desechó.

El recrudecimiento del conflicto armado y el auge del narcotráfico llevaron a varias familias a ver en un morro de residuos un lugar seguro
para vivir y trabajar. / Jorge Melguizo

De niño jugaba con gallinazos y ratas. Tenía siete años cuando en su mente las palabras casa, trabajo y basura se
convirtieron en sinónimos. “Choco, mientras busca checheritos”, le pedían los adultos, “recoja también lo que
vea que valga la pena y le pagamos el día”. Fue así como Francisco Javier Ramírez, antes de sumar y restar,
aprendió a vivir de lo que toda una ciudad desechaba allá arriba en el morro —su morro, el de su mamá y sus
siete hermanos— del basurero municipal de Medellín.

Olía fuerte, agrio, pero era su hogar, “y uno siempre se adapta a su hogar”, cuenta. Cuando no estaba
clasificando residuos, sacaba piedras de la quebrada para ayudar a construir un alcantarillado improvisado que
sirviera a la creciente población del botadero de basura. Eran los años 70 y el auge del narcotráfico en la capital
paisa, sumado a la intensificación del conflicto armado en distintas regiones del país, llevó a que cientos de
personas encontraran en una montaña de deshechos el lugar más razonable para vivir.

Los escombros aumentaban con la misma rapidez que los ranchos construidos con plástico, lata, madera, cabuya
y cartón. Como la familia de Choco, muchas otras —se estima que fueron alrededor de 50.000— hicieron del
morro su morada y su fuente de ingresos. Allí llegaba todo lo que necesitaban: pollos congelados cuya fecha de
vencimiento los hacía invendibles, pero aún eran aptos para consumir; piñas y tomates con esquinas dañadas
que, al fin y al cabo, se podían cortar; ropa con un par de rotos, perfecta para trabajar en un basurero; papeles y
cartones que se vendían para su reciclaje y curiosas piezas de chatarra que luego comercializaban.

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“Lo que para muchos no valía, a nosotros nos daba vida”, recuerda Ramírez, a quien se le escapan carcajadas al
rememorar los días en los que, en medio de las requisas de los desperdicios, se encontraba “caletas” de dinero
en colchones viejos. “Siempre pensaba que esa plata le pertenecía a una abuelita a la que los hijos le cambiaron
la cama sin avisar. Pobrecita, perdió sus ahorros”, comenta. “Pero allá también iban a parar cosas malucas.
Fetos, bebés vivos y bebés muertos, partes humanas, sangre”. Choco dice que terminó conociendo su ciudad “y
la misma condición humana a través de lo que llegaba al basurero”.

Aunque en 1984 un decreto puso fin al uso del lugar como relleno sanitario a cielo abierto —para ese entonces
ya medía unos 40 metros de altura—, los desechos permanecieron habitados informalmente. Relata William
Gómez, hoy líder comunitario, quien llegó en esos años al morro tras haber sido desplazado del Magdalena
Medio por la guerrilla, que las peleas y las riñas por un cartón o un tarro eran recurrentes y que la diversidad de
orígenes de los colonizadores le abrió la puerta a todo tipo de conflictos. “Esto no era considerado barrio, esto
era un punto oscuro de la ciudad, un foco de contaminación, un nido de moscos, peleas, ratas y rateros”, según
describe.

Al mismo tiempo, varios estudios diagnosticaron la peligrosidad de los lixiviados para la salud de los
habitantes del morro, así como para la seguridad de sus viviendas. Sin embargo, la comunidad hizo caso omiso
y, a pesar de las condiciones adversas, comenzó a sembrar sus huertas encima de los despojos y a “sacar cayos
en las manos”, evoca Gómez, construyendo una iglesia, una escuela y una cancha de fútbol, con el apoyo del
revolucionario sacerdote Vicente Mejía, contemporáneo de Camilo Torres, y, posteriormente, hasta del mismo
Pablo Escobar.

Al municipio no le quedó más remedio que reconocer este terreno como un asentamiento metropolitano en
1993. Con este hito llegaron a él servicios públicos, presupuesto municipal, programas de inversión social y
nuevas oportunidades para sus ocupantes por medio de, por ejemplo, el nacimiento de cooperativas como
Recuperar y Recicladores de Colombia, en las que sus usuales labores de clasificación de residuos conocieron la
formalidad, articulándose con el empresariado de la capital antioqueña.

Moravia. Así fue bautizado el barrio ubicado en el nororiente de la ciudad, según indican orgullosamente hoy
sus ciudadanos, como una abreviación de lo que hicieron cuando llegaron a él: “Morar sobre la vía”.

Sin embargo, ante el hacinamiento, las cuestionables condiciones sanitarias y los riesgos por toxicidad química
para los habitantes del sector, la Alcaldía decidió en 2005 implementar un plan de reubicación. Fueron más de
4.000 las familias que salieron del morro para ocupar un apartamento en Pajarito, una vereda del corregimiento
de San Cristóbal, que queda retirado del centro urbano de Medellín.

Aunque esta determinación se tomó pensando en el bienestar de la población, hay quienes critican la forma en
la que se llevó a cabo el proceso, principalmente porque el sustento de muchas de esas familias dependía en su
totalidad del reciclaje. De acuerdo con Duván Londoño, antropólogo y antiguo gestor cultural de la zona,
“estando lejos del centro es imposible continuar con su trabajo. La gente no va a cargar con bultos de basura
todos los días en el metro”.

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De hecho, hay todavía personas que se resisten a abandonar su hogar en el morro. “La basura está en su
memoria y físicamente bajo su suelo, pero también está en su trabajo, en sus proyectos productivos; al perderla,
se pierden a sí mismas, por eso muchas, incluso, han vendido sus viviendas en Pajarito para regresar al barrio”,
asegura el antropólogo. “Por Moravia pasaron todas las violencias posibles del país y, aun así, se constituyó
como uno de los lugares donde más movimientos sociales organizados existen. La relación tan fuerte con la
basura y la presencia de líderes sociales cohesionó a la población, le dio una identidad”, explica.

William Gómez coincide con él. Aunque reconoce necesaria la reubicación, siente que debió haber sido un
proceso con más participación de la comunidad. El actual presidente de Jardineros Unidos de Moravia denuncia
que los líderes comunales le hicieron varias propuestas a la entidad, pero que, finalmente, “las cosas se
realizaron como lo quiso la Alcaldía”.
A pesar de ello, resalta que sí han sido exitosas la mayor parte de las iniciativas conjuntas, como el Centro de
Desarrollo Cultural, que desde hace diez años se convirtió en “la casa de todos” los moradores del barrio desde
el arte, la memoria y los espacios de encuentro comunitario. Además, el cuidado del medio ambiente conecta
constantemente a sus habitantes. Gómez, por ejemplo, es el encargado de realizar un compost con los desechos
orgánicos de la zona y, como él, varios compañeros y organizaciones sociales aportan a su manera para
mantener el jardín que hoy cubre lo que antes fue un morro de pura basura. De hecho, el proyecto Morro de
Moravia recibió en febrero de 2017 un premio internacional por innovación ambiental.

Debajo de las flores, las frutas y los vegetales que ahora nacen en la zona todavía permanece una montaña de
desechos, pero sus pobladores insisten en que eso no es un obstáculo para que el maracuyá, mango, plátano y la
yuca que brotan de esa tierra alimenten y nutran sus cuerpos, ni para que su hogar sea considerado “el barrio
más hermoso de Medellín”, como lo desea Orley Mazo, líder comunitario, guía turístico y habitante de Moravia
desde hace más de 30 años. “Todos y cada uno participamos en la transformación de este territorio, no solo del
terreno, sino de la gente. Todos construimos esta comunidad. Yo de aquí no me muevo”, manifiesta.

Por eso cada vez que camina por el morro que le enseñó de niño a resignificar su casa, trabajo y vida, Choco les
habla una a una a las plantas y recoge cualquier desecho que no esté en su lugar.

“Para mí este barrio ha sido mi fuente de emprendimiento, crecimiento y desarrollo, le dediqué mi alma y mi
sombrero. Ahora mi orgullo es haber hecho un jardín de una montaña de basura. Nunca me he ido de mi casa,
simplemente la estoy decorando como quiero: con colores y amor”.

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