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Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

6 octubre 2019

Lc 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor


contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera:
«Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. Suponed que un
criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del
campo, ¿quién de vosotros le dice: «Enseguida, ¿ven y ponte a la mesa?». ¿No
le diréis: «¿Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo y
después comerás y beberás tú?». ¿Tenéis que estar agradecidos al criado
porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros. Cuando hayáis hecho todo
lo mandado, decid: «Somos unos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos
que hacer»”.

CAUCES POR LOS QUE LA VIDA FLUYE

A veces, el mejor modo de malinterpretar una parábola –ocurre


lo mismo con los mitos– es tomarla literalmente, olvidando que se trata
de un texto simbólico que apunta siempre más allá de la propia
literalidad.

Así, por ejemplo, la expresión: “soy un siervo inútil” resulta


intencionadamente provocativa. Tomada al pie de la letra evoca
sumisión, sometimiento, desvalorización de sí e incluso afirmación de
la propia indignidad. Todas ellas actitudes completamente erradas y
nefastas en sus consecuencias, aunque el poder de turno haya tratado
siempre de alimentarlas, como medio de dominio absoluto.

La abolición de la esclavitud y la búsqueda de superación de


todo tipo de servilismo constituyen un logro irrenunciable que es
preciso salvaguardar frente a cualquier forma de prepotencia.

Pero la parábola no va por ahí, por más que, en la época en que


se pronuncia, los trabajadores del campo vivieran en régimen de cuasi
esclavitud. A partir de esta experiencia cotidiana, el relato incide en la
cuestión de nuestra identidad.

En el contexto religioso teísta en el que nace, la pregunta se


formulaba de este modo: ¿Quién soy yo ante Dios? Y la parábola
responde: Un siervo inútil que solo ha hecho lo que tenía que hacer.
Bien entendida, la respuesta es sabia: soy alguien en quien Dios se
expresa con libertad, una manifestación de la misma divinidad.
Sin embargo, la trampa estaba acechando desde el primer
momento…, en cuanto alguien pensara en Dios como un “Ser”
separado, tal como ocurre en el teísmo. No porque no sea legítima la
forma de dirigirse a Dios como un “Tú”, sino porque se absolutice esa
imagen. El resultado –podrían encontrarse muchos casos en que
ocurrió así– no varía mucho de lo que se viviría ante un “patrón”
humano: un sentimiento radical de indignidad ante Dios que, más allá
de la intención del creyente, viciaría irremediablemente la vivencia
espiritual.

Leída desde una clave espiritual, que evita la trampa


mencionada, la parábola se vuelve luminosa: la apropiación carece de
sentido porque no existe ningún yo hacedor.

Sabemos que la apropiación es el mecanismo que da lugar al


nacimiento del yo –eso ocurre en cuanto la mente se apropia de sus
contenidos– y lo caracteriza: el yo no puede creer que existe si no es
a través de aquello –material o inmaterial– de lo que se apropia.

La comprensión hace ver que no existe tal “yo”: somos


consciencia que se está expresando a través de esta “forma”
(persona). Ignorarlo es confusión. Al comprenderlo, dejamos de
identificarnos con el yo separado, al que reconocemos como simple
“cauce” o canal por el que la consciencia se expresa. Tal
reconocimiento, que lleva a decir: “Aquí no hay «nadie» consistente”,
nos libera de toda idea de mérito y, con ello, del orgullo. No haces
nada; todo se hace en ti. Y verás que todo “encaja” admirablemente
en cuanto te reconozcas como la consciencia una que compartes con
todos los seres.

¿Vivo identificado con el yo o me reconozco como consciencia?

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