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LA DOBLE AUSENCIA. De las ilusiones del emigrado a los sufrimientos del inmigrante.

Abdelmalek Sayad. Liber, Seuil, 1999.

Prefacio de Pierre Bourdieu.

Hace mucho tiempo Abdelmalek Sayad había concebido el proyecto, al que me había asociado, de reunir en un libro
sintético el conjunto de análisis que había presentado, en conferencias o en artículos dispersos, sobre la emigración y la
inmigración -dos palabras que, no dejaba él de recordar, dicen dos conjuntos de cosas totalmente diferentes pero
indisociables, que era necesario a la fuerza pensar juntos. En uno de los momentos más difíciles de su difíciles vida —sin
contar los días que había pasado en el hospital y las operaciones que había sufrido—, en vísperas de una intervención
quirúrgica muy arriesgada, me había recordado este proyecto con una gravedad inusual entre nosotros. Me había
confiado, unos meses antes, un conjunto de textos ya publicados o inéditos, acompañados de indicaciones como un
plan, proyectos de notas o cuestiones, para que, como ya había hecho muchas veces, los volviera a leer y a revisarlos,
con miras a su publicación. Debería haberme puesto a trabajar en ese momento -a menudo me he lamentado, cuando
he tenido que tomar decisiones difíciles solo—. Pero había superado tantas pruebas en el pasado que nos parecía
eterno... Sin embargo, pude discutir con él algunos temas fundamentales, en particular el de hacer una obra coherente,
centrada en los textos esenciales, en lugar de una publicación literal e integral. He podido también, en nuestros últimos
encuentros (nada lo animaba más que estas conversaciones de trabajo), presentarle algunos de los textos reelaborados,
que a veces había transformado profundamente, en particular para eliminar las repeticiones relacionadas con la
reagrupación e integrarlas en la lógica del conjunto, y también para despojarlas de las asperezas y de las complejidades
estilísticas que, necesarias o tolerables en las publicaciones destinadas al mundo científico, ya no se ponían en un libro
que se trataba de hacer lo más accesible posible, sobre todo a los mismos de los que hablaba, y a los que estaba
prioritariamente destinado y de alguna manera dedicado.

A medida que avanzaba en la lectura de estos escritos, algunos que conocía bien, otros que descubría, veía dibujar la
figura ejemplar del científico comprometido que, debilitado y limitado por la enfermedad, no había podido encontrar el
valor y la fuerza necesarios para cumplir hasta el final, y en un terreno tan difícil, todas las exigencias del oficio de
sociólogo, sino al precio de una inversión en cuerpo y alma en una misión (no le habría gustado esta palabra ostentosa)
de investigación y de testimonio, fundada en una solidaridad activa con los que tomaba por objeto. Lo que podría haber
parecido una obsesión con el trabajo -nunca dejó de investigar o escribir, ni siquiera durante sus estancias en el hospital-
, era en realidad un compromiso humilde y completo con el ejercicio de un oficio de servidor público, concebido como
un privilegio y un deber (de modo que, al finalizar este libro, tengo la sensación no sólo de cumplir un deber de amistad,
sino de contribuir un poco a la obra de toda una vida dedicada al conocimiento de un problema dramáticamente difícil y
urgente).

Este compromiso, más profundo que todas las profesiones de fe políticas, se enraizaba, creo, en una participación a la
vez intelectual y afectiva en la existencia y en la experiencia de los inmigrantes. Habiendo conocido él mismo la
emigración y la inmigración, de las que todavía participaba por mil lazos familiares y amicales, Abdelmalek Sayad estaba
animado por un deseo apasionado de saber y de comprender, que era sin duda sobre todo un deseo de conocerse y
comprenderse a sí mismo, de comprender lo que era de sí mismo y de su imposible posición de extranjero
perfectamente integrado y, sin embargo, perfectamente inasimilable. Extranjero, es decir miembro de esa categoría
privilegiada a la que los verdaderos inmigrantes nunca tendrán acceso y que, en el mejor de los casos, puede acumular
las ventajas vinculadas a dos nacionalidades, dos lenguas, dos patrias, dos culturas, él no había cesado, con el paso de
los años, de acercarse a los verdaderos inmigrantes, impulsado por las razones del corazón y de la razón, encontrando
en las razones que la ciencia le permitía descubrir el principio de una solidaridad de corazón cada vez más total a medida
que pasaban los años.

Esta solidaridad con los más desposeídos, principio de una formidable lucidez epistemológica, le permitía desmontar o
destruir a su paso, sin parecer tocarlos, muchos discursos y representaciones comunes o eruditas sobre los inmigrantes,
y entrar firme en los problemas más complejos, los de las mentiras orquestadas desde la mala fe colectiva o los de la
verdadera enfermedad de los enfermos curados médicamente, ya que entraba en una casa y una familia desconocidas
con respetuosa familiaridad e inmediatamente amado y respetado. Ella también le permitía encontrar las palabras, y el
tono justo, para decir experiencias tan contradictorias como las condiciones sociales de las que son el producto, y
analizarlas movilizando indistintamente los recursos teóricos de la cultura cabila tradicional reconsiderada por el trabajo
etnológico (con nociones como elghorba o la oposición entre thaymats y thadjjaddith) o el instrumental conceptual del
grupo de investigación integrado del que sabía obtener los efectos más extraordinarios sobre los objetos más
inesperados.

Todas estas virtudes, de las que nunca tratan los manuales de metodología, y también una incomparable maestría
teórica y técnica, asociada a un conocimiento íntimo de la lengua y de la tradición bereberes, eran indispensables para
afrontar un objeto que, como los problemas llamados «de la inmigración», no son de los que se pueden dejar en manos
de cualquiera. Los principios de la epistemología y los preceptos del método son de poca ayuda, en este caso, si no
pueden apoyarse en disposiciones más profundas, vinculadas, por una parte, a una experiencia y a una trayectoria
social. Y está claro que Abdelmalek Sayad tenía mil razones para ver desde el principio lo que, antes de él, escapaba a
todos los observadores: abordando «la inmigración» – la palabra lo dice– desde el punto de vista de la sociedad de
acogida que no se plantea el problema de «los inmigrantes» sino cuando los inmigrantes le «plantean problemas», los
analistas omiten, en efecto, preguntarse sobre las causas y las razones que hubieran podido determinar las salidas y
sobre la diversidad de las condiciones de origen y de las trayectorias. Primer gesto de ruptura con este etnocentrismo
inconsciente: Abdelmalek Sayad les devuelve a los «inmigrantes», que son también «emigrados», su origen, y todas las
particularidades que le son asociadas y que explican muchas de las diferencias constatadas en los destinos posteriores.
Pero esto no es todo: en un artículo publicado en Actes de la recherche en 1975, es decir, mucho antes de la entrada de
la «inmigración» en el debate público, rasga el velo ilusorio que ocultaba la condición de «inmigrante» y disuelve el mito
tranquilizador del trabajador importado que, una vez rico en dinero, regresaría al país para dejar lugar a otro. Pero sobre
todo, mirando de cerca los detalles más pequeños e íntimos de la condición de los «inmigrantes», presentándonos, por
ejemplo, el más secreto de los sufrimientos vinculados a la separación mediante una descripción de los medios que
emplean para comunicarse con el país, o llevándonos al corazón de la contradicción constitutiva de una vida imposible e
inevitable a través de una evocación de las mentiras inocentes por las cuales se reproducen las ilusiones sobre la tierra
del exilio, dibuja con pequeños toques un retrato sorprendente de estas «personas desplazadas», que carecen de una
posición adecuada en el espacio social y de un lugar asignado en las clasificaciones sociales. En manos de tal analista, el
«inmigrante» funciona, puede verse, como un extraordinario analizador de las regiones más oscuras del inconsciente.

Como Sócrates, el inmigrante es atopos, sin lugar, desplazado, inclasificable. Semejanza que no está aquí sólo para
ennoblecer, en virtud de la referencia. Ni ciudadano ni extranjero, ni realmente del lado de Lo Mismo, ni totalmente del
lado del Otro, el «inmigrante» se sitúa en este lugar «bastardo» del que hablaba también Platón, la frontera del ser y del
no ser social. Desplazado, en el sentido de incongruente y de impertinente, suscita vergüenza; y la dificultad que se
experimenta para pensarlo –hasta en la ciencia, que a menudo retoma, sin saberlo, los presupuestos u omisiones de la
visión oficial– sólo reproduce la vergüenza que crea su inexistencia embarazosa. Demasiados en todas partes, y más
ahora, tanto en su sociedad de origen como en su sociedad de acogida, obliga a replantearse a fondo la cuestión de los
fundamentos legítimos de la ciudadanía y de la relación entre el Estado y la Nación o la nacionalidad. Presencia ausente,
nos obliga a poner en cuestión no sólo las reacciones de rechazo que, considerando al Estado como una expresión de la
Nación, se justifican pretendiendo fundar la ciudadanía en la comunidad lingüística y cultural (si no de «raza»), sino
también la «generosidad» asimilacionista que, confiando en que el Estado, armado de la educación, sabrá producir la
Nación, podría ocultar un chovinismo de lo universal.

A través de experiencias que, para quienes saben observarlas, describirlas y descifrarlas, son como experimentos, él nos
fuerza a descubrir los pensamientos y los cuerpos «estatalizados», como dice Thomas Bernhard, que una historia
completamente singular nos ha dotado y que, a pesar de todas las profesiones de fe humanistas, sigue impidiéndonos a
menudo reconocer y respetar todas las formas de la condición humana.

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