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Nuestras huellas en su tierra:

El número de inmigrantes que atravesaban la ciudad de Saltillo a la fecha de Febrero de


2019 ascendía de mil seiscientos entre los integrantes de una caravana de remolques,
según informa el artículo “En busca de oportunidades”1 del periódico Vanguardia de esta
misma ciudad.

En cuanto a la cantidad exacta de personas inmigradas de países vecinos residente en el


municipio, ningún medio de información gubernamental ni periodístico se ha ocupado de
proveer la estimación. Ni siquiera de los inmigrantes que pudieran contar con los trámites
para legalizar su estadía en el territorio. Carecer de números precisos que cuantifiquen la
magnitud del fenómeno migratorio en una ciudad al Norte del país, o que estas cifras no
se encuentren disponibles para el público general, comienza a dar una idea del grado de
desinterés mostrado por parte de las entidades federales en el tema.

El día viernes 13 de septiembre del presente año (2019), salimos en búsqueda de


migrantes. Ninguno de los dos sabía dónde ubicarlos, aunque considerábamos varias
alternativas. Debido principalmente a esta incertidumbre, y con el propósito de hacer un
sondeo exhaustivo recorrimos el blvrd. Francisco Coss a pie hasta la zona centro de la
ciudad. Mas el trayecto brilló por la ausencia de personas que cumplieran con nuestras
especificaciones.

Basándonos sólo en experiencia propia y en prejuicios, quizá, oteábamos las calles en


busca de mochileros, con cobijas enrolladas y pantalones raídos pidiendo cerca de los
semáforos. Había individuos que encajaban en algunos puntos con esta descripción, pero
por uno u otro motivo quedábamos en que no eran del tipo que buscábamos. Por tal razón
no nos acercábamos a entrevistar a nadie todavía.

“A un migrante lo reconoces así, de vista.”

Comentó en algún punto Dariela Lopéz. Éste era el nombre de la compañera que iba
conmigo.

Concordé. Al nivel en que subimos por la calle Gral. Nicolás Bravo, aún no habíamos
encontrado a ningún miembro del grupo que vinimos a buscar. (Digo aquí grupo, cuando
la realidad es que, ésos quienes son llamados migrantes por nosotros, generalmente
optan por la andanza solitaria.) En vista de aquello, resolvimos que lo mejor era preguntar
a la gente cuál sería la opinión que ellos tenían sobre los migrantes, y si por casualidad no
conocerían un lugar en el que suelan observarlos.

Sobre la marcha, nos pusimos a formular las preguntas que utilizaríamos. Entre plática y
plática pronto tuvimos un buen acervo que nos brindaría la información más relevante:
¿Cree usted que los migrantes son todos desempleados?, ¿por qué cree que vengan a
nuestro país?, ¿podrían ser los inmigrantes un problema de seguridad pública? Éstas y
otras incógnitas nos fueron ocurriendo podrían ser útiles para pintarnos un cuadro acerca
de la opinión general del ciudadano saltillense sobre nuestros sujetos. Pero entonces fue
que mi compañera hizo una observación que me hizo repensar la manera en la cual
habíamos abordado el tema desde un principio.

“…Porque no hay que olvidar que los gringos también son inmigrantes. Pero a ellos no les
decimos así. Les decimos extranjeros.”

Ambos nos dimos cuenta de que se acababa de decir una gran verdad, y de que nosotros
habíamos sido ciegos a eso hasta ahora. Andábamos buscando migrantes con la idea de
que los identificaríamos por una vestimenta pobre y gastada, falta de higiene, gente en
extrema necesidad. Pero lo contrario también era correcto. Podían ser millonarios, pero
entonces los trataríamos con respeto. Nos dimos cuenta que “inmigrantes”, incluso la
palabra, denotaba un aire de soslayo. De la misma manera que “indios” o “criollos” en el
México de la colonia.

Aún faltaba ver qué pensaría de eso la gente. Llegamos a la plaza de armas por la calle
de la catedral. Ahí, planeábamos abordar a los grupitos sentados en las bancas o a los
que caminaban para plantearles el cuestionario que habíamos improvisado. Nos paramos
frente a un padre de dos hijos. Yo fui el que dirigió la entrevista.

− ¿Qué piensa usted de los migrantes?


− Pues son personas. Igual que todos. Normales.
− ¿No cree que puedan ser peligrosos?
− Pues no… Como toda la gente.
− Y, ¿sabe usted dónde podamos encontrarlos?
− No sé. A veces por ahí. Pero hoy no se ven.

Después de que hubo respondido lo dejamos marchar. Este primer cuestionamiento no


había ido tan bien cómo esperábamos. Mi compañera lo achacó a la manera en que yo
miraba cuando hacía las preguntas. Lucía un gesto acusatorio, bromeaba.

“No estoy hecho para esto.” Me defendí.

En vista del poco éxito de nuestra táctica, decidimos proseguir con nuestra búsqueda del
migrante. Para esto reanudamos nuestra caminata con dirección a la Alameda. Tomamos
la calle paralela del Palacio de Gobierno, por el costado en que se encuentra una sucursal
Bancomer. Desde ahí la calle seguía todo derecho, como quién dice, hasta llegar a donde
nos dirigíamos. Sentados sobre mantas contra las paredes de los edificios contiguos, o en
los peldaños de sus escaleras, es siempre posible observar vendedores de manualidades
o mendigos. De ordinario uno no tiende a prestarles demasiada atención. Son como parte
del paisaje. Aunque hay los que se paran en medio de la banqueta e interpelan a uno
directamente.

Llevan canastitas con bolsitas de chuchulucos, diademas, colguijes, cuadros, rosas,


aretes, pulseras, juguetes. Ya son de uso popular el acopio de estribillos que recitan a
coro. “Le salen baratos, tres por dos.” “Se lo dejó en descuento.” “Una flor para la amiga.
Ella sí quiere. ´ire, se lo pide con los ojos.” “¿No me completa para el lonche?”
En uno de aquellos personajes callejeros creemos vislumbrar la imagen arquetípica del
migrante. Un hombre sentado de cuclillas sobre la rampa de un comercio abandonado,
con su mercancía a su diestra sobre una manta de textura indígena. Lentes oscuros,
gorra, mochila, barba y bigotitos rasos pero sin haberse rasurado. “He aquí al hombre,
pienso.

“Oiga, disculpe. ¿Le puedo hacer una pregunta?”

“Claro, adelante.” Me dice en un sonsonete bastante conocido.

“¿Es usted migrante?” Solté de golpe.

“No. Yo no.” Responde riendo.

“Ah. Gracias.”

Error garrafal. Ya desde que habló le había detectado el típico acento saltillense. Nos
habíamos dejado llevar de nuevo por el prejuicio.

Con la lección aprendida proseguimos el camino hacia el parque. Estábamos en la acera


opuesta de éste, antes cruzar la calle. Desde allí divisamos una conglomeración de pieles
inusualmente lechosas. Ropas de marca y de buena tela, maletas al tope: La otra cara de
la moneda. Inmediatamente: “Extranjeros”, no migrantes. O lo que es lo mismo: venían de
arriba, eran más; venían de abajo, eran menos.

Pasamos cerca de ellos escuchando cómo hablaban. Un idioma extraño al nuestro, que
luego supimos identificar como inglés. Al principio no nos animábamos a entablar
conversación. No tanto por la pena de hablar mal una lengua extranjera, sino porque uno
se siente cohibido frente a ellos. Puede ser cosa de la diferencia en cultura o de clase
social, pero lo cierto es que con ellos uno hace lo posible por parecer más educado,
gentil, fino− menos mexicanizado vaya.

−Good afternoon. We are students from la UAC, and we would like to ask you for an
interview if you´d be so generous. It´s an assignment from the school. We are trying to
underpin what is the general consensus about immigrants from different viewpoints. Would
you mind if I ask you some questions?

Se le sale a uno su Malinche, como quien dice, y de repente se vuelve uno un butler
inglés de altos lores, hasta en los ademanes y el tono de voz (o por lo menos lo intenta).
El “gringo” que me aceptó la entrevista se llamaba George. Él era la voz cantante, pero
alrededor de nosotros también se habían juntado su esposa, una checoslovaca, y su
hermano, de cuyo nombre no quiero acordarme. Los dos hermanos venían de Texas.
Ninguno de ellos hablaba español. Habían llegado a Saltillo por asunto de un velorio,
según entendí, de su abuelo, quien sí era residente de esta ciudad. Nos hablaron de su
“asshole” presidente Trump, del cariño que le tienen a los mexicanos, de cómo ellos y la
mayoría de sus conciudadanos en Texas son pro inmigración. En todo se buscaron
mostrar liberales y de mente abierta.
Diez minutos después, tras una plática sobre sus visiones políticas salpicada de humor
americano, quienes podrían ser los hermanos de Mr. George le llamaron para reunirse
con ellos alrededor de una fuente de esculturas grecorromanas. Se despidieron de
nosotros con un “Next year we will try to make things right”, referido a las próximas
elecciones en los Estados Unidos. (Entiendo que se comprometen en votar por un
presidente de miras más amplias y menos xenofobia.)

Mantengan o no estas amables promesas nunca lo sabremos, y de cualquier modo no


viene al caso. Lo que puedo decir que me quedó de esta entrevista es, sobre todo, la
actitud que ellos me devolvieron. Por alguna razón me dejó pensando que había algo de
muy genérico con ella. Como si la hubiera conocido ya de algún lado, en alguna película o
serie de televisión. Puede que sea uno de esos casos en que los estereotipos hacen a las
personas, no al revés. O a las relaciones. Y las interacciones entre miembros de dos
culturas siempre tengan que hacerse por medio de modelos preconcebidos.

Sobre eso y otras cosas estuve reflexionando durante el resto de nuestro paseo por el
parque, mientras le traducía a mi compañera la conversación que había tenido con los
güerillos.

Se hacía tarde y estábamos cansados. Por suerte nos encontrábamos cerca de la librería
Monsiváis, misma de la que mi compañera había sido empleada. Decidimos que ahí
esperaríamos a que se nos uniera un tercer sujeto. Sergio Siller había quedado de
acompañarnos desde que salimos de la universidad, pero se entretuvo en arreglar los
papeles de su renuncia en Wal-Mart, que había postergado hasta ese día.

Tuvimos un interludio en lo que lo esperábamos en el interior de la librería, el cual


pasamos urgiendo entre los libros y haciendo comentarios sobre las obras que alguno de
los dos reconociera entre ellos. Al cabo de una hora y media llegó Sergio, nuestro tercer
elemento.

Cuando llegara habíamos acordado que iríamos los tres a visitar un lugar conocido por
ser punto de reunión para los migrantes. Una buena fuente nos había contado que en las
vías del tren ellos solían encontrarse entre sí e instalar sus viviendas provisorias. Pero
también nos advirtió que eso había sido antes.

El día primero de Agosto de este mismo año, el periódico Horas, de pluma del periodista
Diego Morales, publicó un artículo sobre su portal en línea reportando el asesinato de un
inmigrante salvadoreño ocurrido en las inmediaciones de la vía ferroviaria, Saltillo. Adjunto
un fragmento:

“Un padre salvadoreño, del que por resguardo de sus datos personales omite su nombre
(sic), corrió al lado de su pequeña hija de ocho años, quien presenció como (sic) éste
cayó asesinado por los elementos de la Físcalía Cohauila.”

Investigando la noticia por el reportaje del periódico Animal Político, publicada ese mismo
día, saqué la versión “oficial” del hecho; en la que, por supuesto, el gobierno no podría
estar vestido de traje más blanco:
“La noche del 31 de julio, a la altura de las vías del ferrocarril, cuatro personas del
sexo masculino agreden verbalmente a los policías, uno de ellos saca un arma de
fuego y realiza disparos, mientras que las demás personas huyeron en forma
pedestre, los oficiales repelen la agresión con sus armas de cargo por lo que el
agresor cae abatido.”

Según este mismo periódico, el reportaje fue emitido la madrugada del primero de agosto,
horas después de los hechos, en forma de tarjeta informativa emitida por la Fiscalía
municipal. También informa que, más tarde ese mismo día, el fiscal general del estado,
Gerardo Márquez Guevara, ofrece una conferencia en la cual asegura que:

“seis agentes de investigación criminal adscritas a la Fiscalía General del Estado (FGE)
perseguían a cuatro presuntos narcomenudistas que tenían identificados.” El periodista
continúa apostillando que: “según este relato, el grupo se divide y dos se dirigen hacia la
zona cercana al ferrocarril, donde hay un arroyo, lugar en que se encontraba el grupo de
migrantes. Estos también se dispersan corriendo. Cuando los policías llegan al lugar
encuentran al hombre malherido en el suelo, (y, como buenos samaritanos) llamaron a la
Cruz Roja, pero nada se pudo hacer por salvar su vida.”

Dejando de lado el que un fiscal realmente espere que policías pasen de ser sospechosos
de crímenes contra el más básico respeto a los derechos humanos a ser premiados por
prestación de servicios filantrópicos −lo cual, bueno, es México, y esto es, ¡vergüenza!,
explicación suficiente−; los testimonios que nosotros recabamos al investigar hablan con
fuerza a favor de la versión que reportaron tanto migrantes, como moradores cercanos a
la zona.

El primer indicio es que al llegar al lugar de los hechos, un viernes, a una hora del día en
que la luz del sol es abundante, no encontramos más que las cobijas y algunos enseres
que presumimos de un indigente conocido por la vecindad. Ni rastro de inmigrantes. ¿Qué
fuerza fantasmagórica puede asolar tan de pronto una zona que anteriormente era un
refugio para todo un sector de la población? Me permitiré responder: la fuerza del miedo.

El hecho es que en el lugar sucedió algo atroz, irresoluto y pasmoso, y que la desolación
que aún reina ahí guarda la marca de ello. Una llaga sin boca que la grite, pero cuyo
silencio evoca dolor.

También hay que ocuparnos de equilibrar la balanza de las opiniones, so riesgo de pintar
el asunto con una paleta de dos colores. Una aventura que corrimos poco después quizá
sirva para restarle tono amarillista a esta nota, y evadir la impresión de que se trata de
desfile de ovejas al movimiento migratorio.

Resulta que por ese sitio el paisaje urbano desparece un poco y hay un corto trecho en
que si uno se desvía de la banqueta llega a dar con una senda de tierra en medio de un
paraje estepario, con matorrales y árboles de baja altura. Es un paso que se abre a los
lados de un puente por el que pasan las vías del tren. Mis compañeros y yo lo tomamos,
pues creímos ver un grupo de personas que cargaban en sus mochilas con su “casa a
cuestas”, se diría, colchas de dormir y demás objetos de uso cotidiano. Queríamos
echarles un vistazo más de cerca, y los seguimos a través de este sendero terroso. Nos
adentramos bastante porque, para alcanzarlos, teníamos que subir una ligera pendiente y
no hallábamos un lugar libre de matorrales para hacerlo. Al fin que, hay que decirlo, en
última instancia nos sentimos intimidados de hacerlo. Ellos venían en grupo de unos cinco
y nos miraban con cierta desconfianza; nosotros éramos sólo dos jóvenes, amén que en
la flor de la vida, pero sólo dos, y una señorita. Decidimos no tentar la suerte.

Lo cierto es que sí, son hombres que no caen del cielo: vienen de Panamá, Honduras, El
Salvador, Guatemala, Belice, Nicaragua… Tierras. Ni bocas del infierno ni cielos. Tierras
sobre la Tierra. A veces perdemos la perspectiva sobre los países de procedencia de la
gente que se convierte en migrante. Es muy curioso. Sólo los vemos en virtud de la patria
que no poseen en nuestro país, y olvidamos que ellos también son ciudadanos de una
nación, que es patria para ellos, pero, por circunstancias totalmente ajenas a su control,
les quedó del otro lado. Esto hablando corporal y terrenalmente, porque en alma ellos
siguen siendo colonos, más que de una tierra, de la cultura de un país que los vio nacer.

Juan José Ayala es un migrante nicaragüense que tiene siete meses refugiado en este
país, uno de los cuales lo ha vivido en Saltillo. Mi compañero Sergio Escareño y yo lo
encontramos al bajar hacia un supermercado, donde queríamos comprar despensas que
llevar al lunes siguiente en nuestra visita a La casa del Migrante. Venía en dirección
contraria a la nuestra, llevando en mano uno de sus cobertores. Su estatura es menor a la
promedio en nuestro país, según juzgamos, su pelo es un claro ejemplo del llamado estilo
afro, lampiño de vello facial a excepción de las cejas; su acento delataba proveniencia de
tierras al sur. Bien pude haberlo confundido con alguien de Yucatán.

Al principio que nos decidimos a entrevistarlo, mostró cierto recelo, preguntando para qué
queríamos una entrevista y quiénes éramos. Ésta actitud quedó plenamente explicada
cuando nos contó su historia. Describe su país como uno en “tensión”, que en tiempos
más felices se dedicaba a la agricultura, a la pesca, a la ganadería; pero que ahora está
hundido en (bajo) un estado de represión. (El presidente de este país actualmente es
Daniel Ortega, pero el entrevistado no nos dio su nombre. Lo llamó “el dictador”.)

Cuenta que apenas llegando al país pudo haber sido víctima de una “inspección” que
hicieron los garroteros para “checar” pasaportes. A resultas de ese falso cateo muchos de
los que viajaban con él en el tren fueron deportados, o desaparecieron. Él ya no volvió a
saber de ellos. Mantiene que él, por su parte, posee sus documentos en regla, pero que
muchas veces ni esto resulta suficiente. Cuando mencioné el caso del migrante asesinado
a tiros me dijo que él conocía la historia, “no lo agredieron –me dijo, corrigiendo mi
eufemismo−, lo mataron a balazos”, pero sólo de oídas. Su reacción al preguntarle si él
personalmente se sentía inseguro por la policía, a mi parecer, fue expresiva, cuando no
delatora. “Sí, –exclamó enfáticamente− con los policías sí. La otra vez yo iba por el cruce
del semáforo, el segundo que se ve (nos lo señalaba con la mano), ahí me detuvo una
patrulla. Me pidieron los papeles. Yo se los entregué y les dije que no tenían derecho, que
yo estoy legalmente aquí.” Además que, por la localidad en la que él vive, unos vecinos le
habían avisado que se cuidara, porque pasan patrullas revisando y a ellos no les importa
que tuviera papeles o no. Ya iban varios que desaparecían.
Le preguntamos por sus intenciones, si planeaba continuar en México o quería intentar el
salto. Él nos dijo que nunca entró en sus planes el irse para Estados Unidos. Su propósito
actual y desde que salió de su país era regresar una vez que la situación en su país
estuviera más calmada. Tiene muy poco contacto con ellos, pero mantiene la
determinación de volver a verlos. Mientras tanto ronda por las calles de Saltillo con pocas
posesiones, duerme en la torre de un edificio abandonado, y come huevos con tortillas
que una señora le ofrece en su casa. Justamente se dirigía para allá antes de que lo
interceptáramos. Ya no lo retuvimos más y nos despedimos de mano. Nosotros tiramos
pa´ nuestro rumbo y él pa´l suyo, caminando los tres. Pero sabemos que su camino es
más largo.

Después de esta corta experiencia de un solo día, puedo sentarme y reflexionar sobre lo
que viví. Tengo una silla donde hacerlo. Al rato, cuando me dé sueño, podré acostarme
en mi cama. Por ese lado no puedo decir que me pueda poner en los zapatos del
migrante. Muchos muy apenas tienen unos. Pero yo tampoco soy de aquí. Mi patria en la
tierra es Torreón, por así ponerlo. Allá es donde tengo mi casa. Pero yo, al igual que el
migrante, vine a una tierra que no es la mía en busca de mejores oportunidades. No ha de
ser lo mismo. Sólo puedo imaginarme lo que es el sentir la lejanía, y cómo se acrecienta
más por la distancia que media entre las personas que tengo a mi alrededor. Y me causa
horror pensar que para ser tratado como humano tenga que limitarme a un cachito de
tierra que cualquier viento barre.

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