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CONVERSAR ES HUMANO

Carlos Pereda
El Colegio Nacional
Fondo de Cultura Económica
1991, México
ISBN 968-6664-55-1

Capítulo I

OBSERVACIONES “TÉCNICAS”

Hay personas cuya vocación consiste en recorrer paso a paso vastos y complejos
territorios, cuando su pasión es razonar, el informe de esas aventuras suele contribuir al
“discurso del pensamiento” y titularse, no sin cierta pompa, Las Leyes o Crítica de la razón
pura. Otras veces, el razonar se rige por un dejarse ir: a ese fervor de vagabundo debe
América Latina su tradición argumental más penetrante, el ensayo. Cuatro de las notas que
identifican esta tradición son:
a) El pensamiento se despliega a partir de ejemplos; no importa que se trate de un verso,
una vida, una revolución o un paisaje; lo que se exige es que se ronde en torno a casos
particulares.
b) El estilo con que se escribe debe ser no sólo elegante, sino también agudo.
c) El discurso no se vuelve nunca especializado, técnico, no se dirige a una comunidad
de profesionales —a una comunidad social o epistémicamente cerrada o a ambas—, sino,
en general, a un público.
d) Este apelar directamente a un público tiene el carácter de una intervención inmediata.
No se procura contribuir al “discurso del pensamiento”, sino conformar el “discurso de la
opinión”: un yo busca influir en los deseos, los afectos, las creencias, en fin, en la vida de
otro yo.
El ensayo latinoamericano, al aunar particularidad, destreza retórica, argumentación
pública e intervención directamente normativa se ha convertido no sólo en un género
popular como escuela del juicio, sino también en un instrumento eficaz en el ámbito de la
cultura, e incluso en el de la vida política. Aunque el hincapié y cierta turbia grandilocuencia
suelen tentar a nuestros ensayistas, de Rubén Darío a Borges y de Martí a Carlos
Monsiváis, sus páginas están llenas de lo que me gustaría llamar “inteligencia concreta”.
La agrupación de los nombres no fue casual; indica, si bien no una exclusión, sí un
acento. En ambos grupos abunda el texto hospitalario, pero con no menos claridad se
impone cierto contraste: la preocupación afirmativa, incluso doctrinaria, casi ausente en lo
que llamaré la tradición exploradora de los primeros, está obsesivamente presente en la
tradición misionera de lo segundos. (También con respecto a los pensadores en sentido
estricto vale, creo, dicho contraste. Sin embargo, mientras que el ensayista soporta la
práctica de uno solo de estos registros, no el pensador: un pensador que fuera nada más
que explorador, tarde o temprano acabaría en ecléctico, y uno exclusivamente misionero,
tendería a volverse predicador, cuando no, simple fanático.)
Aludí a textos hospitalarios: en la expresión la palabra crucial es el adjetivo. En pocos
casos el texto del ensayo latinoamericano quiere elaborar una demostración exacta. Más
bien, tales textos se construyen como recintos —aireados, frescos— donde se acogen y se
saludan las voces más dispares: el antropólogo comenta al poeta y el filósofo escucha al
historiador. Ello no es casual. En la España reciente, por ejemplo, de Ortega a Fernando
Savater, de Unamuno a Carlos Thiebault y de María Zambrano a Victoria Camps, la
tradición del ensayo ha sido enriquecida por la filosofía y las ciencias sociales. En cambio,
los grandes ensayistas latinoamericanos han sido y son, con pocas excepciones, escritores:
poetas y narradores pensativos y no, por profesión, pensadores.
Iba a escribir: “los pensadores profesionales, esto es, los profesores de filosofía y de
ciencias sociales no han querido o podido retomar por cuenta propia los materiales que,
entre otros, les ofrecían poetas y narradores”. Pero, en general, no han querido o podido
retomar por cuenta propia casi ningún pensamiento. Obsesionados por el afán de
novedades, esto es, por la moda más reciente exportada por alguna Gran Capital del
Pensamiento, o cegados por el fervor sucursalero, quiero decir, atontados por un cadáver
de verdad (de esos que se creyeron atrapar en la juventud), cuando no embriagados de
entusiasmo nacionalista, nos limitamos al culto de la cita y del estereotipo: a repetir y
repetir, y con voz cada vez más fuerte, si es posible.
Exagero, tal vez; no en exceso. En cualquier caso, razonablemente, mucho de lo escrito
por nuestros pensativos, tanto en la vertiente exploradora como en la misionera, o a veces
en ambas, suele releerse con goce, con curiosidad, no simplemente por interés histórico o
piedad escolar. Pocos entre nuestros pensadores, o candidatos a pensadores, merecen, o
debieran merecer, ese arduo ejercicio.

Ciertas obsesiones políticas recorren, a veces enceguecen, las más iluminan, los
ensayos de Octavio Paz. Un fragmento importante de esos ensayos no sólo pertenece a la
tradición misionera del ensayo latinoamericano, más bien recrea esa tradición, en gran parte
gracias al injerto del ensayo explorador en el ensayo misionero. No obstante, recordemos
que, como en el caso de la mayoría de nuestros ensayistas, las reflexiones de Paz son
también fervor de vagabundo: pensamientos de un pensativo, no de un pensador. Insisto:
se trata de textos del discurso de la opinión, no del discurso del pensamiento. Nadie le pida
precisión conceptual, argumentos minuciosos, teorías explícitamente articuladas. Los
ensayos de Paz se resuelven en deslumbrantes tramas de visiones, argumentos, recuerdos,
propuestas, imágenes... a usar según la voluntad del lector. Aprovechando de esas puertas
abiertas, me serviré de dos de sus libros de ensayo para plantear ciertos problemas del
saber y del poder: El ogro filantrópico1 y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.2
¿Qué intento? Sin duda, leer a Paz, pero leerlo procurando recoger materiales y retomarlos
por cuenta propia. Atrevidamente, pues, en la afirmación: “leer a Paz para repensar algunos
problemas en torno al saber y al poder” el acento no debe recaer en la expresión “leer a
Paz” sino en la expresión “repensar algunos problemas”.
El ogro filantrópico es una colección de textos de “historia política” que giran en torno a la
realidad mexicana después de la Revolución de 1910, pero no sólo. Los problemas del
México actual, como casi todos los problemas de cualquier país después de la segunda

1
México, 1979.
2
México, 1982.
Guerra Mundial, son, en algún grado, problemas generales. No es de extrañar, entonces,
que en las coordenadas particulares de México se encuentren —se “instancien”, como diría
un platónico— problemas que atañen a cualquier ciudadano en los tiempos que corren: las
dificultades con el Estado, la violencia, la ideología, las relaciones entre la sociedad y el
arte, la vida pública, el pasado, la frágil modernidad... Mi enredada lectura de El ogro
filantrópico hace abstracción casi por completo de las realidades mexicanas a que Paz
directamente se refiere: el propósito es reconstruir a partir de esos textos uno de los
problemas más persistentes del poder: lo que llamo, a partir de Paz, el dilema del
“mecanismo filantrópico”. Algunos de los efectos de este mecanismo suelen discutirse bajo
el título “paternalismo”, otros, en el rubro dedicado a la burocracia; los que todavía valoran
al joven Marx seguramente murmurarán la palabra “alienación”... Mi propuesta: esbozar lo
que podría ser una lectura de textos paralelos entre El ogro filantrópico y Sobre la libertad
de John Stuart Mill.
En el capítulo II, a partir de los ensayos “políticos” de El ogro filantrópico, recorro, pues,
un fenómeno de dominación social. En cambio, en el capítulo III atiendo a los estragos de
ese mecanismo “desde adentro”, en una vida. Pero cuidado, podemos leer de maneras muy
diferentes.
Propongo contrastar las lecturas informativas o lecturas en las que el lector casi se borra
y cuyo único interés es aprehender el contenido del texto con las lecturas apropiadoras en
las que el lector ocupa un lugar importante en la lectura y hay un interés en el texto mismo.
A su vez, entre la lecturas apropiadoras distinguiré entre lecturas explicativas,
argumentadas e itinerantes. En una lectura explicativa se procura que el texto se convierta
en un dato para armar una explicación; en una lectura argumentada se establece un debate
con el texto; en una lectura itinerante el texto se vuelve un punto de partida para los viajes
de la imaginación, de la memoria, de la capacidad de soñar.3
Los haceres de Sor Juana pueden leerse en cada una de esas maneras. Para una lectura
explicativa acaso interese reconstruir el testimonio de una psicología: una extraña monja
mexicana del siglo XVII que era, a la vez, poeta insigne, intelectual ilustrada o casi y dama
cortesana (pero no olvidemos: el siglo XVII y el barroco no profesan, e incluso desdeñan, la
estética de la confesión). Una lectura explicativa podría también buscar el documento social:
averiguar cómo configuran una vida, y también, cómo se reflejan en ella, los conflictos de
una época, en este caso, un tramo de la historia de la Nueva España. O tal vez importe
ocuparse exclusivamente en la obra de Sor Juana como conjunto de dispositivos retóricos y,
por ejemplo, discernir acentos de Góngora y Calderón en su música. Esos intereses están
presentes —y satisfechos— en el fresco que Paz construye en su ensayo “literario” Sor
Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Sin embargo, Paz no restituye meramente una
reliquia ni —lo que es casi lo mismo— un monumento: no se limita a repasar un capítulo de
historia explicativa, de la que quienes no seamos por profesión historiadores o filólogos
podemos prescindir. Junto a la lectura explicativa de un testimonio psicológico, de un
documento social y de un dispositivo retórico, el ensayo de Paz invita a la lectura itinerante
de ciertos versos y, además, a la lectura argumentada de una tragedia del poder.

Octavio Paz es poeta. Quiero decir: los ensayos de Paz están escritos desde la
3
Cf. C. Pereda, “Tipos de lecturas, tipos de texto”, en Dianoia, 1990.
perspectiva de un poeta, son territorios de su poesía (no pocas veces en sus versos
encontramos el origen de líneas enteras de su prosa, y viceversa). No sorprenderá,
entonces, que el capítulo IV se demore en la lectura del poema “Conversar” de su libro
Árbol adentro.4 En cambio, quizá no sólo sorprenda, sino que incluso alarme, el hecho de
que busque en tal lectura la respuesta a los problemas del poder y del saber reconstruidos
en los capítulos II y III. ¿Qué es esto? ¿Convierto los poemas de Paz a la “poesía
didáctica”? ¿Acaso mi lectura intenta “entresacar” una “moraleja” sociopolítica: juego a
buscar el tesoro y encuentro el “mensaje” que Paz habría “enterrado” en sus versos? Nadie
se alborote; mis esfuerzos son de otra índole. ¿De cuál? Tal vez habría que sugerir: más
que formular preguntas y respuestas, gozo en el contraste discursivo. Sí, sin duda y, no
obstante, también preguntas y respuestas. Pero ¿qué preguntas?

Que hay varios tipos de lectura se debe, en gran parte, a que el juicio en la lectura oscila
entre dos polos: las posibilidades del texto, los intereses del lector. Ya anoté las matrices de
esas posibilidades: dos prosas que pertenecen a esa tradición argumental tan nuestra, la
del ensayo latinoamericano, y un poema. En cuanto a los intereses del lector —las
preguntas que busco formular a esos textos—, hay que decir que procuran ubicarse más
cerca del “discurso del pensamiento” que del “discurso de la opinión”, y que resultan de lo
que podríamos llamar “la tradición del pensamiento crítico” o si se prefiere, la sabiduría
reflexiva. No sin subrayar, y acaso, no sin extravagancia, “abrevio” esta sabiduría en cuatro
reglas argumentales. Quiero decir: me apropiaré de los textos de Paz a partir de varias
reglas buscando que ellas guíen mi lectura, y a la vez, que estas lecturas ayuden a elucidar
qué implica dejarse conducir por esas reglas. Por eso, en un sentido, más que los textos
que se deben leer, tales reglas y la sabiduría que ellas representan son la nervadura misma
de estas conversaciones. Podemos formular estas reglas comos sigue:

1) Con respecto a las perplejidades, conflictos y problemas de creencias, piensa que


tratarlos con argumentos conforma el modelo para enfrentar esas dificultades.
2) Ten cuidado con las palabras.
3) Evita los vértigos argumentales.
4) Atiende a que tus argumentos no sucumban a la tentación de la certeza o a la tentación
de la ignorancia, pero tampoco a la tentación del poder absoluto o a la tentación de la
impotencia.5

La regla 1) introduce ciertos problemas, los problemas de creencias. Básicamente, hay


dos clases de problemas: los problemas por carencia de habilidades y los problemas por
carencia de creencias. Por ejemplo, se posee un problema por carencia de habilidades si se
quiere cruzar un río a nado y no se sabe nadar; en cambio, se tiene un problema por
carencia de creencia si se ignora la profundidad del río. De modo inmediato, los argumentos
son pertinentes en relación con la segunda clase de problemas, aunque a menudo una
clase de problemas no suele independizarse de la otra. Supongamos las siguientes
situaciones.

4
Barcelona, 1988.
5
Cf. C. Pereda, Debates, México, 1987.
Situación A

JUAN: —Temo cruzar este río; ignoro su profundidad.


ROBERTO: —Puedes dar pie a todo lo ancho del río.
JUAN: — ¿Cómo lo sabes?
ROBERTO: —He cruzado este río varias veces.

Situación B

JUAN: — Temo cruzar este río; ignoro su profundidad.


ROBERTO:— Eso no importa; cruzarás el río y punto. O saltas o te empujo.

En ambas situaciones encontramos un problema de creencias. En la situación A se


desarrolla una argumentación: Roberto hace afirmaciones y las respalda con razones. En la
situación B nos topamos con violencia. La regla 1) aconseja pensar la clase de situaciones
A como el modelo para resolver problemas de creencias. No obstante, ya en la
argumentación no le damos definitivamente la espalda a la violencia. Despedimos la
violencia no argumental, pero hay también una violencia argumental: la violencia que no se
encuentra fuera de los debates, sino en su interior, conformándolos, dirigiéndolos. Las
reglas 2), 3) y 4) buscan enfrentar esa nueva violencia.
La regla 2) advierte sobre las palabras que alternativamente aclaran y confunden; la regla
3) subraya los peligros de ciertas polaridades, como lo simple y lo complejo, lo subjetivo y lo
objetivo, lo que es y lo que debe ser, o en otra versión de esta oposición, lo sublime y la
bajeza, contrastes que suelen producir posiciones en torno a uno solo de esos extremos,
desencadenando vertigos argumentales. A su vez, la regla 4) insiste en los tipos de
actitudes que tarde o temprano acaban con el argüir: la tentación de disponer de un saber
inmune a la duda, o bien de no saber nada, la de aspirar al poder absoluto o la de hundirse
en la pura impotencia. Tal vez sorprenda la expresión “poder absoluto”; con ella se alude a
un fantasma relativo a las diversas circunstancias en que aparece y, con frecuencia, se
reduce a un poder efectivo mínimo; por ejemplo, el jefe de una oficina de tercera que, con
sus caprichos, aterroriza a los subordinados, ha sucumbido a la tentación del poder
absoluto, aunque ello no implica que tal personaje posea demasiado poder.
Lo que podemos llamar las dos “reglas externas” a la argumentación, la 1) y la 4), serán
los guias de los capítulos II y III. La regla 1) y su presupuesta alternativa “argumentación o
violencia” con figura el horizonte de mi lectura argumentada de algunos fragmentos de El
ogro filantrópico. La regla 2) no sólo enmarca la lectura proedominantemente argumentada
—aunque a veces también en parte itinerante— de SorJuana Inés de la Cruz o los trampas
de la fe y de algunos textos de Sor Juana,6 sino que articula el tema mismo de ese leer. A
su vez, lo que podemos llamar las “reglas internas”, la 2) y la 3), aunque frecuentan los
capítulos II y III, ante todo conforman —¿o interrumpen?— la lectura itinerante del poema
“Conversar” en el capítulo IV.

6
Sigo el texto de las Obras completas que publicó el Fondo de Cultura Económica en cuatro volúmenes:
volumen I, México, 1951; II, México, 1952, y III, México 1955, editados, con prólogo y notas por Alfonso
Méndez Plancarte. A su muerte, Alberto O. Salceda se encargó del tomo IV, México, 1957.
5

Repaso: en medio de una tradición argumental, la del ensayo latinoamericano, un poeta,


Octavio Paz, da que pensar. ¿Qué cosa? Eso depende también de quien pregunta.
Preguntas y respuestas y preguntas y argumentos y problemas del poder y del saber y
violencia y tentaciones de la certeza y de la ignorancia y del poder absoluto y de la
impotencia y conversar... Discursos que se provocan, se contraponen, se entrechocan, se
complementan... y, por último, acaban iluminándose un poco los unos a los otros y a los
problemas que tratan. Collage de voces, pues, y no el desarrollo paciente y con minucia del
razonar —he aquí el problema, he allí la propuesta para solucionarlo, y en relación con éste,
he aquí las premisas, he allí la redonda conclusión—. Esto es, no se esperen en este texto
argumentos como deben ser, sino dispares variaciones —dispares tanto por su contenido
como por su estilo—, pero sí, variaciones en torno a una preocupación sostenida: cómo
orientar el juicio.
Además, esta preocupación se articula desde una apuesta: por la imaginación. Es claro
que la apuesta atañe sólo a cierta imaginación. Básicamente, podemos distinguir dos tipos
de imaginación o dos tipos de movimiento de la imaginación: los llamo la “imaginación
centrífuga” y la “imaginación centrípeta”.
La imaginación centrífuga es la imaginación que se arriesga, el impulso de corretear
hacia lo otro, hacia la diferencia, hacia lo que me falsea: busca impelente en la que nace,
una y otra vez, la libertad. Por eso, la imaginación centrífuga es la escuela del juicio: del
juicio que no se conforma con las apariencias sino que hace de la actitud indagadora su
meta y su hábito. Por el contrario, en la imaginación centrípeta se asiste a un movimiento
clausurante de las creencias, deseos y afectos, autogirar que se repite y se confirma y así,
desencadena procesos de progresivo angostamiento del juicio.
Las cartas están ya sobre la mesa. Ahora hay que jugar, pero ¿qué juego? No nos
obsesionemos por clasificarlo y darle un nombre preciso y estable, o con distracciones
similares del todo ajenas al ensayo y, por lo demás, sólo propias de administradores o
bibliotecarios.7 Conversar es humano: se trata... de dejarse llevar por la conversación, sin

7
Entre los muchos y razonables ataques a quienes toman demasiado en serio la delimitación precisa entre
los saberes y su organización en disciplinas, los siguientes, creo, son representativos. El primero es de Alexius
Meinong: “La división de lo digno o menesteroso de elaboración teórica en diferentes territorios científicos y la
pulcra delimitación de éstos es indudablemente, en lo que atañe al fomento de la investigación que por medio de
tal deslinde pretende alcanzarse, algo que a menudo tiene poca importancia; lo que a la postre cuenta es el
trabajo por realizar y no la bandera bajo la cual se cumple. Las obscuridades sobre los límites de los diferentes
territorios científicos pueden manifestarse de dos maneras opuestas: bien en cuanto los sectores en que de hecho
se trabaja interfieren unos con otros, bien en cuanto no llegan a encontrarse, lo que da origen a que entre ellos
quede una zona no elaborada. La significación de estas obscuridades en la esfera del interés teórico y en la
práctica es en cada caso la inversa. En la segunda, la ‘zona neutral’ es siempre garantía deseada, pero rara vez
realizable, de amigables relaciones de vecindad, mientras que la interferencia de los pretendidos límites
representa el caso típico de conflicto de intereses. Por el contrario, en el ámbito de la faena teórica, donde al
menos no hay fundamento jurídico para tales conflictos, la confusión de distritos limítrofes, que a consecuencia
de ello eventualmente son objeto de la elaboración desde distintos flancos, es objetivamente considerada una
ganancia, y la separación siempre un inconveniente, cuya magnitud varía con el tamaño y significación de la
zona intermedia.” A. Meinong, Teoría del objeto, pp. 6-7 (trad. de E. García Máynez), México, 1981. El
segundo ataque pertenece a W. V. O. Quine: “Los nombres de las disciplinas deben considerarse sólo como
auxiliares técnicos en la organización de bibliotecas e historias académicas; conocemos mejor a un estudioso por
la individualidad de sus problemas que por el nombre de su disciplina. Si los administradores y bibliotecarios
clasifican como filosóficos algunos de los problemas que trata el estudioso, ésa no es razón para que él se
interese por otros problemas que aquéllos clasifican también como filosóficos: sus otros intereses bien podrían
quererla dirigir en exceso, superando, aquí y allá, las dificultades que salgan al paso,
grandes o pequeñas. Se trata de pensar.

Capítulo IV

“EXPERIMENTOS DE EXPERIENCIAS”

Cualquier lectura itinerante constituye un “experimento de experiencias”. ¿Qué es esto? Un


experimento en sentido estricto, un experimento científico, es una provocación deliberada,
local y controlada de algo. Se posee una hipótesis y se busca contrastarla; el experimento
falseará o, provisoriamente, confirmará la hipótesis. Un efecto de cualquier experimento: lo
buscado, o su ausencia, se presenta con particular fuerza ante nosotros. También un
“experimento de experiencias” es una provocación. Pero no se busca un resultado preciso,
un “sí” o un “no” a una hipótesis, sino… experiencias, posibilidades de vida. A su vez, si
bien se localiza y se controla, los verbos “localizar” y “controlar” tienen en ambos casos
sentidos diferentes. En un experimento científico, la operación de localizar implica, ante
todo, delimitar y, como consecuencia, lo localizado —el resultado del experimento—
aparece con particular nitidez. En cambio, en un “experimento de experiencias” se puede
incluso no querer delimitar, en cualquier caso la aparición de lo localizado resulta de la
intensidad de la atención. Por otra parte, los “controles” no son explícitos ni fijos: el lector
itinerante no sólo tendrá que defender sus propias metas sino, a la vez, ser lo
suficientemente sensible como para aprender las resistencias del texto.1

dirigirse a problemas que se clasifican como lingüísticos o matemáticos... A este respecto, nombrar las
disciplinas alimenta incluso un error filosófico. Para tomar el caso más notorio: ¿por qué la gente insiste en
considerar todas las partes de la física, por teóricas que sean, como en cierta medida empíricas, y todas las partes
de las matemáticas, por prácticas que sean, como puramente formales? No aparecería ningún contraste de esa
índole, enunciado por enunciado o problema por problema, si no se hiciera referencia a la demarcación nominal
de las disciplinas.” W. V. Quine, Teorías y cosas (trad. de A. Zirión), México, 1986, pp. 111-112.
1
José Lezama Lima en su Introducción a los vasos órficos (Barcelona, 1971) articula en qué consiste ese
“experimento de experiencias” que conforma cualquier “lectura itinerante”, de esta manera: “Si divididos por el
espíritu de las nieblas o un sueño inconcluso, tratamos de precisar cuando asumimos la poesía, su primer
peldaño, se nos regalada la imagen de una primera irrupción en la otra casualidad, la de la poesía, la cual puede
ser brusca y ondulante, o persuasiva y terrible, pero ya una vez en esa región, la de la otra causalidad, se gana
después una prolongada duración que va creando sus nudos o metáforas causales. Si decimos, por ejemplo, el
cangrejo usa lazo azul y lo guarda en la maleta, lo primero, lo más difícil es, pudiéramos decir, subir a esa frase,
trepar al momentáneo y candoroso asombro que nos produce. Si el fulminante del asombro restalla y lejos de ser
rechazados en nuestro afán de cabalgar esa frase, la podemos mantener cubierta con la presión de nuestras
Me propongo realizar una lectura itinerante del poema “Conversar”. Como en cualquier
“experimento de experiencias”, en esta lectura no obtendremos resultados precisos que se
deban usar como premisas de un razonamiento, sino experiencias que hay que tener en
cuenta en nuestra argumentación: “propuestas indirectas”. Por lo pronto, comencemos a
leer con minucia este poema y dejémonos llevar por su “marea textual”: por la máxima de la
imaginación centrífuga y por la rotación de los signos que desatan sus versos.

CONVERSAR

En un poema leo:
conversar es divino.

Pero los dioses no hablan:


hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el dios encendido,
es una profecía
de llamas y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

La palabra del hombre


es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.

Al decir lo que dicen


los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen,
somos nombres del tiempo.
Conversar es humano.

Como en cualquier uso de la máxima de la imaginación centrífuga podemos distinguir


entre un rotar o itinerario circular, un leer apegado al texto, y un rotar o itinerario sin fin, un
leer que parte del texto, pero que se atreve a dejarlo cuantas veces lo considere
conveniente. Las lecturas itinerantes suelen mezclar ambos itinerarios. En esta ocasión

rodillas, comienza entonces a trascender, a evaporar otra consecuencia o duración del tiempo del poema. El
asombro, primero, de poder ascender a otra región. Después, de mantenernos en esa región, donde vamos ya de
asombro en asombro, pero como de natural respiración, a una causalidad que es un continuo de incorporar y
devolver, de poder estar en el espacio que se contrae y se expande, separados tan sólo por esa delicadeza que
separa a la anémona de la marina” (163-164).
procuraré, en lo posible, mantenerlos separados.

ITINERARIO CIRCULAR

Alimentemos un poco la imaginación centrífuga con el susurro tripartito de la retórica:


inventio, dispositio, elocutio.
Reconstruyamos la inventio del texto en un contraste que no sólo recorre el poema sino
que, antes aun lo origina. En abstracto, tal contraste propondría:

conversar es divino
conversar es humano.

Sin embargo, el poema no se deja seducir por las posibilidades de esa apertura, rehuye
el libre juego de la ambigüedad. Sin duda el contraste:

conversar es divino
conversar es humano

genera ya marea textual: “¿conversar es divino? Conversar es humano. ¿Conversar es


humano?...” Pero esta inventio no desatiende la regla 3):

Evita los vértigos argumentales.

Específicamente: evita el vértigo simplificador. De ahí que el texto se articule en una


compleja dispositio: varias oposiciones y una genealogía.
Comienzo con las oposiciones. La primen es explícita y simétrica:

Pero los dioses no hablan:...


mientras los hombres hablan.

¿Por qué negar el discurso a los dioses? Más todavía ¿acaso los dioses no se
constituyen en su discurso? En el principio estuvo el Logos, el Verbo... Sin embargo, ese
Logos no es nuestro logos. ¿Cómo respaldo tal afirmación?
Esta pregunta envía a la segunda oposición. Es implícita y, además, asimétrica. Por un
lado, se puntualiza:

Pero los dioses...


hacen, deshacen mundos...
juegan juegos terribles.

Por otro lado, se insiste:

Hablamos porque somos


mortales: las palabras
no son signos, son años.
¿En qué sentido aludo aquí a una oposición? Pensemos el juego como la manifestación
más propia de los dioses: el tiempo del juego o tiempo lúdico es el tiempo no-tiempo;
cuando los mortales juegan le sacrifican al juego sus tiempos, quiero decir, sus vidas; pero
el tiempo lúdico no sólo se “nutre” del tiempo histórico, también “abstrae” de él y se
convierte en tiempo autosuficiente. ¿Cómo es esto?
Jugar es representar, no actuar. En un juego, en tanto se juega, no se actúa en sentido
estricto, seriamente: se juega a la lucha, a la competencia, al trabajo; se juega a que se es
madre, capitán, ladrón..., sin embargo, en verdad, no se es madre, capitán o ladrón... Todo
re-presentar es parasitario de un “presentar”, de un actuar: se “nutre de él”.
Además, los propósitos de una acción particular se entrelazan con otros propósitos: en
cualquier acción particular hay propósitos más a corto plazo y otros más a largo plazo;
ninguna acción está aislada de otras acciones. No existe, en cambio, esta trama con
aspecto a un juego; el propósito del juego es inmanente al juego; cada juego está aislado:
“abstrae” de su contexto y de los propósitos que pueden tener los agentes.
De ahí que jugar para los mortales implique necesariamente vivir en dos tiempos, el
tiempo lúdico y el tiempo histórico: el primero, a la vez, se “nutre” y “abstrae” del segundo;
por ejemplo, la niña que juega a ser madre sabe bien que ella, en verdad, no es madre; no
obstante, la niña “se siente” madre, trata de actuar “como si” fuese madre. Pero la niña no
se autoengaña, deliberadamente representa lo que no es: la simultaneidad de vivencias y
de tiempos es la “materia” de cualquier juego.
Un experimento argumental: supongamos un “juego juego”, esto es, un juego en un
tiempo solamente lúdico, un juego “puro”, sin simultaneidad de vivencias ni de tiempos. Ese
juego sólo podría ser jugado por los dioses: el tiempo lúdico, en sí mismo, no pertenece al
orden de la temporalidad, sino al de la repetición pura (el “eterno retorno” de las mismas
reglas, de los mismos movimientos...). Conociendo las reglas de un juego, un dios (¿tam-
bíén una computadora?) podría predecir todos los posibles movimientos de ese juego. Pero
la vida no se define meramente por reglas, también por riesgos: no sólo disponemos de
imaginación centrípeta.

3
Precisamente, que el juicio no se constituye, ante todo, en variaciones de lo mismo, sino
en interpelaciones de lo otro, insiste el poema que da título al volumen Árbol adentro,
versos casi diría, inocentes y como toda inocencia, muy antiguos y muy modernos, también,
muy Paz, imaginación centrífuga en estado puro:

Creció en mi frente un árbol.


Creció hacia adentro.
Sus raíces son venas,
nervios sus ramas,
sus confusos follajes pensamientos.
Tus miradas lo encienden
y sus frutos de sombras
son naranjas de sangre
son granadas de lumbre.
Amanece
en la noche del cuerpo.
Allá adentro, en mi frente,
el árbol habla.
Acércate ¿lo oyes?

Copié estas líneas; podía haber hojeado cualquier libro de Paz y haber escogido casi al
azar otro poema con resultados similares. El tema del hablar como constituyéndonos, de la
palabra como nuestro único apoyo ha sido una de las preocupaciones más arraigadas de
Paz. En algún sentido, toda su poesía puede leerse como variaciones de la regla 2):

Ten cuidado con las palabras.

Ya en un poema temprano, Palabra, Paz atiende la ambigüedad radical del lenguaje:

Palabra, voz exacta


y sin embargo equívoca;
oscura y luminosa;
herida y fuente: espejo;
espejo y resplandor;
resplandor y puñal,
vivo puñal amado,
ya no puñal, sí mano suave; fruto.

Al respecto, es casi imposible no recordar uno de sus grandes textos, Blanco, esa
conmemoración de la imaginación centrífuga, de lo impelente en la palabra humana:

el comienzo
el cimiento
la simiente
latente.

Imágenes aparentemente fundamentalistas; comienzo, cimiento, simiente. De inmediato


este fundamentalismo descubre que es ocasional. Cada vez que comenzamos a hablar se
introduce un fundamento nuevo:

la palabra en la punta de la lengua


inaudita inaudible
impar
grávida
sin edad.

Primero, la palabra como lo que está recién comenzado, y de manera única cada vez: en
la punta de la lengua, inaudita, inaudible, impar. Luego un contraste ¿indecisión? ¿Vínculo
secreto? La palabra ¿grávida y nula? Vuelta a recomenzar: la palabra sin edad. Vuelta al
contraste. Las palabras no comienzan, recomienzan. Porque estaban ya ahí, y de nuevo el
ritmo contrastado:

la enterrada con los ojos abiertos


inocente promiscua.
Enterrada viva y esperando ¿inocente, promiscua? ¿Inocente y promiscua?, ¿inocente o
promiscua?
la palabra
sin nombre sin habla
Sube y baja,
escalera de escapulario.

Hacia el final de Blanco, se vuelve a mostrar la primacía del lenguaje, incluso sobre el
silencio. Para que haya silencio, Paz lo recuerda con Sor Juana, tenemos que primero
haber hablado. Callar es una operación negativa que sólo aparece en el transfondo del
habla.

Callar
Es un tejido de lenguaje
Silencio
Sello
Centello
En la frente
En los labios
Antes de evaporarse
Apariciones y desapariciones
La realidad y sus resurrecciones
El silencio reposa en el habla.

¿Hay que subrayar todavía que cualquiera de estos versos recalca la ambigüedad de la
regla 2):

Ten cuidado con las palabras?

Debemos tener cuidado con las palabra en el doble sentido de la expresión: “cuidar las
palabras” y también “cuidarse de las palabras”. “Cuidar las palabras”: las palabras nos
llevan hacia los otros, hacia las cosas, hacia nosotros mismos... “Cuidarse de las palabras”:
las palabras son tanto fuente de luz para que aparezca el mundo como raíz de equívocos,
de malentendidos, de oscuridad. También se mata con palabras.

Pero regresemos a la marca textual en torno a los versos de “Conversar”. Otra vez me
dejo llevar por el ir y venir de sus oposiciones. La tercera es implícita y simétrica. Se nos
dice en qué consiste este lenguaje del no-tiempo que no acabaremos nunca de entender:

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje
por el dios encendido
es una profecía.
Contratexto implícito de esos versos: El espíritu baja y desata las lenguas, en cambio, las
personas están “siempre ya” enredadas en algún tiempo histórico; por eso, nunca
empezamos a hablar, siempre continuamos hablando: prolongando, contradiciendo,
ignorando..., en todo caso, hablamos a partir de otros discursos ya en circulación.
En vez de lumbre profética, los discursos del tiempo histórico se alejan de lo instantáneo,
y esto, en cualquiera de sus géneros básicos: las historias entonadas o cantos, las historias
narrativas o relatos, las historias conceptuales o argumentos. En cualquiera de estos
géneros discursivos se articula un proceso, pero en los distintos tipos de discurso el
carácter procesal es diferente: el grado de alejamiento de lo instantáneo es diferente.
En las historias entonadas el proceso es casi imperceptible: el ritmo, la respiración de la
voz son, a veces, las únicas señales de que estamos ante una historia. No en vano se ha
convocado a los grandes poetas como quinta-columnistas de los ángeles. O corno los llama
Darío: “pararrayos celestes“.
Más alejadas de lo instantáneo, menos sospechosas de “hablar lumbre”, las historias
narrativas y conceptuales claramente articulan procesos: se toma algún punto de partida (el
comienzo del relato, la premisa o premisas básicas del argumento), se organiza un
desarrollo (los episodios del relato, las otras premisas del argumento) y se acaba el proceso
(el final del relato, la conclusión del argumento). En ambos casos “algo” se conforma poco a
poco... “algo” que, por no ser del orden de lo instantáneo, tampoco es de lo que podemos
llamar “el orden de lo fulminante”. Lo fulminante: o que no admite dudas ni con-
traargumentos ni, por lo demás, ninguna clase de respuestas que no sea caer de bruces. El
texto de la cuarta oposición retoma esta caracterización de Lo fulminante:

…un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

¿Por qué “ceniza sin sentido”? Desde Lo fulminante se instaura una perspectiva externa,
objetiva, a la vida humana, con su único lema: todo es vanidad de vanidades. Frente a esta
perspectiva hay que volver a recordar la regla 3):

Evita los vértigos argumentales

en este caso: evita los vértigos ontológicos, específicamente: evita el vértigo objetivista.
Esto es, no olvides que la subjetividad te constituye como persona, que el mundo es, para
la persona, su mundo. Retomemos el verso:

ceniza sin sentido.

Atendamos sus dos contratextos, uno implícito, el otro explícito, ambos asimétricos. El
contratexto implícito se genera a partir de una alusión compartida: toda lengua es una
memoria histórica. Quien haya recorrido lo que podría llamarse los “monumentos textuales”
de una lengua tendrá en su memoria personal ciertos párrafos, ciertos textos: cualquiera
que conozca los monumentos textuales de la memoria castellana frente al ceniza sin
sentido, informe de Lo fulminante (de la perspectiva externa sobre la vida humana)
protestará Serán cenizas mas tendrán sentido... El contratexto explícito elabora esta
protesta: razona la perspectiva interna. Esta no es del orden de Lo fulminante, está hecha
de tiempo histórico: de titubeos, de descubrimientos y pérdidas, de nacimientos y muertes...
de juicio. De ahí que el último verso de este contratexto nombre la estrofa de todos los
discursos del tiempo histórico, el frágil conversar:

La palabra del hombre


es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen
los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen,
somos nombres del tiempo.
Conversar es humano.

Arrastrados por la marca textual de ciertas oposiciones acabamos arrojados al último


verso. Pero la dispositio del texto no se agota en esas oposiciones. Apenas volvemos a
releerlo (apenas recomenzamos nuestros ejercicios en imaginación centrífuga) y ya la
marca textual del poema nos hunde en el comienzo para descubrirnos su ardua genealogía.
“Conversar” se articula en tres estrofas: las partes de una narrativa. La primera estrofa
presenta al plural de dioses, en nuestra tradición casi inevitablemente asociados con el
politeísmo griego y sus “juegos terribles”, que tanto confunden a los mortales.
La segunda estrofa deja atrás esos juegos y nos quedamos a solas con la singularidad
de Lo fulminante del Dios, para la mayoría de nosotros, Lo fulminante del Dios de Israel que
desata las lenguas y no habla palabras, sino lumbre, que se impone.
Pero el poema no acaba en sagrado “temor y temblor”. Al tiempo no-tiempo que hace
perder a los mortales y a lo instantáneo de Lo fulminante que sobrecoge, la tercera estrofa
del poema contrapone el vaivén del igualitario conversar, resultado de la necesidad que
tienen los hombres y las mujeres de tratarse, en medio de las fatigas del tiempo histórico y
sus incertidumbres… De esta manera, por tercera vez, podemos advertirnos con la regla 3):

Evita los vértigos argumentales

esta vez, evita esa forma el vértigo prescriptivo que es el vértigo de lo sublime. No te
pienses en eternidades. No te dejes seducir ni por el juego de los dioses ni por la profecía
de Lo fulminante: escucha y habla. Tú también eres tus palabras, hechas de vacilante
tiempo histórico: somos nombres del tiempo.

Sí, sin duda, si otra vez nos dejáramos arrastrar por la marea textual, recomenzaríamos
por el primer verso, descubriendo, acaso, otras posibilidades de la dispositio, pero trataré de
nadar un poco a contramano. Mi meta: salirme del nivel de la dispositio, para formular,
aunque no sea más que apresuradamente, dos notas sobre su elocutio.
Una. La “desnudez”, la falta de grandes adornos verbales confirma la ruta textual
descubierta por nuestra lectura itinerante: el poema “Conversar” no está escrito desde los
juegos majestuosamente trágicos de los dioses, ni tampoco desde las profecías de Lo
fulminante, sino desde el humilde conversar: se prescinde del alejandrino o de cualquiera
otra métrica o rima suntuosa y se enfilan 26 versos sin rima.
Dos. El gesto con que se constituye el poema es el gesto de quien empieza a platicar:
todo el poema se genera como una réplica a la afirmación “conversar es divino”, que es
parte de otro poema (del portugués Alberto Lacerda). Poema respuesta, “conversar” es,
todo él, el fragmento de una conversación.

ITINERARIO SIN FIN

Como cualquier —¿buen?— poema, también el texto de “conversar” es la fase de un


pensar y también, de un soñar sin fin. Sin duda, como “fase textual” posee sus privilegios y
cómo; pero ello no debe hacer olvidar las fases que lo anteceden y, tampoco, las que le son
posteriores: sus itinerarios “precedente” y “prospectivo”.
No pocas veces, sobre todo en los llamados “textos clásicos”, se conocen varios
fragmentos del itinerario prospectivo. Incluso solemos leer esos textos desde ese itinerario:
desde la historia de su recepción. Más raro es disponer de algunas fases del itinerario
precedente (y quererlas rescatar suele enredarnos en lamentables “psicologismos” o
“psicoanalismos”...); sin embargo, con respecto al poema “Conversar” se dispone —
felizmente— de una de esas fases precedentes, la publicada en la revista Vuelta, en enero
de 1977, diez años antes de la publicación de la fase textual que hemos estado leyendo. La
relación entre ambas fases da qué pensar. Copio la totalidad de ese precedente, señalando
entre corchetes lo cancelado por la fase textual:

[LA LLAMA, EL HABLA]


En un poema leo
conversar es divino.
Pero los dioses no hablan:
hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan.
Los dioses, sin palabras,
juegan juegos terribles.

El espíritu baja
y desata las lenguas
pero no habla palabras:
habla lumbre. El lenguaje,
por el dios encendido,
es una profecía
de llamas [y una torre
de humo] y un desplome
de sílabas quemadas:
ceniza sin sentido.

La palabra del hombre


es hija de la muerte
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.

Al decir lo que dicen


los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen,
somos nombres del tiempo.

[Mudos, también los muertos


pronuncian las palabras
que decimos los vivos]
[El lenguaje es la casa
de todos en el flanco
del abismo colgada]

Conversar es humano.

Mi propuesta: tres de las cancelaciones configuran puntos de partida de itinerarios sin fin;
fragmentos, pues, del itinerario precedente como estofa de itinerarios prospectivos. Pero
¿no sería el momento de volver a recordar la regla 3):

Evita los vértigos argumentales

en este caso: evita el vértigo complicador? No lo creo. Al repasar una fase precedente no
me enredo en ninguna falacia genética, sólo busco acrecentar los materiales para el
itinerario de nuestra lectura.

CANCELACIÓN 1 O CANCELACIÓN POR SUSTITUCIÓN

Se sustituye el titulo “La llama, el habla” por otro: “Conversar”. La palabra “sustitución” es
inocente, prefiero hablar de “crimen textual“. De nuevo, el topos clásico: el criminal que deja
huellas en contra suya. Pero el conversar ¿qué crimen cometió? Variemos una vieja
historia: había una vez un rey feliz, el Sistema del Habla, a quien se le profetizó que iba a
ser asesinado por su hijo, el Conversar. El Sistema del Habla da entonces órdenes bien
determinadas, que se desobedecen: no se mata al niño y se lo guarda en los caminos.
Pasan los años, el hijo regresa y mata al Sistema del Habla y, ya al borde de ser reducido
por la indeterminación de su madre, la pura experiencia, la Llama, huye, y, en uno de esos
gestos de lucidez que sólo da haber aprendido en el camino, se interna en los pueblos,
sobre todo en las ciudades.

CANCELACIÓN 2 O CANCELACIÓN POR ELIMINACIÓN

A diferencia de las otras cancelaciones, la cancelación 2 cancela y punto, cancela y nada


más: elimina. Porque el lenguaje por el dios encendido no es nunca ni señal instigadora ni
vano monumento: ninguna “torre de humo”.

CANCELACIÓN 3
CANCELACIÓN 4
O CANCELACIONES POR RESCATE

Estas cancelaciones dejan a un lado dos poemas completos: dos hai-ku. ¿Por qué? Me
atrevo a dos propuestas, no estoy seguro que sean convergentes.
Primera propuesta: recordemos la serie de las ventanas de Magali Lara. En uno de los
cuadros enfrentamos una ventana, cuya cortina se encuentra algo más que medio cerrada.
Cuadro muy simple: cuatro trozos de papel blanquecino, improvisadamente recortados por
manchas de tinta evocando los volados decimonónicos —casi diría “valseados”— de una
cortina acaso majestuosa: evocando así, no representando. Debajo, en el fragmento de la
ventana que la cortina no cubre, una inscripción tajante en ritmo tripartito (dos letras, una
letra, dos letras) que conforma el verbo “mirar”. El cuadro exhorta a que miremos. A la vez,
se nos cubre la visión. ¿Por qué? Acaso el cuadro se respalda en aquello de que sólo se ve
lo que se esconde. ¿Las cancelaciones 3 en el poema “Conversar” responden también a
esa sabiduría? ¿Es verdad eso de que sólo se comprende el lenguaje, en su literalidad,
“asesinado”?
Pero, ¿no piden estas preguntas de nuevo aplicar la regla 3):

Evita los vértigos argumentales

particularmente: evita el vértigo subjetivista? Si sólo podemos “mirar lo que se esconde” o


“entender el lenguaje cancelado” ¿no se le da a la persona una licencia para que determine
todo... lo que hay que ver, lo que hay que entender? No. No se trata de que la persona
determine lo que hay que ver, lo que hay que entender, sino que movilice su juicio para
alcanzar esa visión, ese entendimiento. Nada tiene que ver la imaginación centrífuga con el
subjetivismo.
Segunda propuesta: “Conversar” tiene que cancelar dos poemas para no permitir que el
peso de estos fragmentos apague, o al menos, interfiera en su marea textual. No obstante,
nosotros, sus lectores itinerantes, podemos rescatarlos como poemas independientes.
A la cancelación 3 simplemente le doy un título brilloso, que busca programar una lectura:

ELOGIO DE LA TRADICIÓN
Mudos, también los muertos
pronuncian las palabras
que decimos los vivos.

Aunque también titulo la cancelación 4, en este caso me demoro en recorrer algunos de


sus itinerarios prospectivos. Más todavía, uso de esta cancelación para dejarme “arrastrar
libremente por la marea textual” de manera defintiva, más allá del texto:

ELOGIO DEL CONVERSAR


El lenguaje es la casa
de todos en el flanco
del abismo colgada.

La lectura de la cancelación 1 presentó tres fenómenos: el sistema del habla, la pura


experiencia, el conversar. Los tres fenómenos no son igualmente originarios. El sistema del
habla y la pura experiencia son abstracciones que se deben usar como instrumentos de
investigación (aunque permaneciendo alertas en contra de sus posibles reificaciones): quien
indague la experiencia humana tiene que partir del lenguaje, quien indague en qué consiste
el lenguaje tiene que partir de aquello que acontece cuando dos o más personas hablan
entre sí. Los otros aspectos, cómo puede un hablante construir una oración, qué formas
tiene esa oración, qué forma tienen los vínculos de las oraciones..., son derivados.
¿No necesitamos otra vez la advertencia de la regla 3):

Evita los vértigos argumentales


en esta circunstancia, evita esa forma del vértigo realista que es el vértigo de la bajeza?
¿Por qué hay que tachar nuestros saberes gramaticales y lexicográficos y regresar al
fenómeno más superficial del lenguaje, el simple conversar? No busco suprimir nada, sólo
situar los distintos fenómenos o aspectos de un fenómeno y descubrir sus vínculos, el
secreto mapa que permita ubicar los pasos de una investigación. En esta labor
reconstructiva hay que retener la práctica del conversar como la base de donde partir y a la
que hay que regresar, si no queremos reificar abstracciones como el sistema del habla, la
oración o la palabra. Por otra parte, nada se pierde: atender al conversar como básico no
implica olvidarse que tal acontecer no surge de la nada, sino de una tradición; más
precisamente, de una institución histórica: el sistema del habla. Recuérdese la cancelación
3 y su “Elogio de la tradición”. Pero ¿en qué consiste el conversar?
En primer lugar, conversar es hablar conjuntamente; por tanto, constituye un modo de
realizar la unidad. Hablar conjuntamente desarrollando monólogos en comunidad es la
forma homogénea de realizarla; conversar es la forma heterogénea de hacerlo; por eso, en
segundo lugar, conversar es hablar interrelacionadamente, discurrir vinculándose con otros,
en “interacción” con los demás. Sin embargo, hay muchas maneras de “discurrir
vinculándose con otros”. Desatendiendo ya por completo al poema “Conversar” y, corriendo
de nuevo el riesgo de aburrir, voy a repasar algunos de los tipos característicos de
conversar:

1) El “platicar acercador”

De pronto, en una cola de desconocidos comienza a hablarse sobre el tiempo o sobre


futbol. Es probable que a nadie de los presentes le interese demasiado ni los estados
atmosféricos ni el deporte en cuestión, lo que importa es, como se dice, “romper el hielo”,
establecer un vínculo. Poco a poco se entra “en” plática; el tema es lo de menos. Este tipo
de conversaciones puede proseguirse, básicamente, de tres maneras: están, lo que
podemos llamar los “acercamientos momentáneos”, que se quedan en eso, pláticas que se
arman y desarman, sin otro fin que entretenerse en cierta situación; así, se habla de una
“plática grata” o de una “plática aburrida”, sin tener en cuenta el tema que se platicó. No
obstante, estos acercamientos, meros entretenimientos del instante, pueden saltar sus
barreras y proseguirse en cualquier otro de los tipos de conversación; en este caso,
estamos ante un “platicar acercador” como preconversar. Las preconversaciones pueden
ser casuales o no. Las preconversaciones casuales conforman lo que podemos llamar los
“acercamientos prólogos”; primer paso no programado hacia otras conversaciones más
sustantivas. Hay también “acercamientos estratégicos”: pláticas que intencionalmente se
esbozan como paso previo a otro tipo de conversaciones, habitualmente, a la charla o al
intercambio informativo con algún grado de complejidad (de lo contrario, se suele ir
directamente al intercambio informativo sin pasar por ningún platicar acercador).

2) La charla

La forma primitiva de la charla es: se conversa con personas conocidas sobre asuntos
privados. Por ejemplo: se conversa con el vecino sobre su perro, o con la vecina sobre su
prima o sobre el novio de su prima, o sobre dentistas, o sobre la escuela a que van los
niños... Sin embargo, constantemente se generan otras formas de charlar más o menos
lejanas de la forma primitiva:

a) Se conversa con personas desconocidas como si se tratara de amigos.


b) Se conversa sobre asuntos públicos como si se tratara de asuntos privados.

Como ejemplo de a), piénsese en mucho platicar acercador que se prolonga en una
conversación claramente articulada en torno a uno o varios temas; como ejemplo de b),
recuérdese ese hablar tan común de problemas políticos como si se tratara de “cosas de
familia”, de “chismes de vecino”.
Tomando en cuenta tanto a su forma primitiva como la gran variedad de sus formas
derivadas, resulta claro que charlar es un fenómeno múltiple. No sorprenderá, entonces,
que sus peores degeneraciones tiendan a convivir con sus formas más apreciables. Las
degeneraciones de charla son conocidas: las habladurías, hacer correr rumores, y su estofa
básica, moralizar. No menos conocidas son sus dignidades, lo que suele llamarse “el arte
de la charla”. Tal arte suele poseer atributos como los siguientes: a) se trata a un tema
volviéndolo interesante, elaborándolo con gracia, con encanto; como se dice: “se tiene
esprit“, b) el “buen charlista” no se detiene obstinadamente en un tema (como, aunque de
diferente manera, lo hacen los investigadores científicos y los fanáticos religiosos o
políticos). Más bien, lo que procura es dejarse guiar por el ir y venir de las intervenciones de
sus interlocutores. De ahí que con frecuencia elogiemos una charla con oraciones como “su
charla se deslizaba sin producir el menor ruido” o “de pronto, todos comenzamos a flotar de
la mano de sus palabras”; c) se sugieren aspectos profundos de lo que se dice, pero sólo se
los sugiere, nunca se los examina con minucia: cualquier examen se debe detener
necesariamente en lo que está examinando. Acaso pueda definirse el arte de la charla
como la producción de “una encantadora superficialidad sugerente”: se construyen “castillos
en el aire”, sí, pero castillos habitables, torres, puentes, vastos salones en los que nos
podemos abandonar para soñar, para reir... para enriquecer la vida con escenas que no han
estado, que nunca estarán en la experiencia, pero que al dibujarse un instante en el aire de
la charla —como algunos versos, como ciertas imágenes de la niñez...— nos penetran para
siempre. Se atacará: es un arte cortesano, de ociosos. Quien protesta de este modo no
hace más que efectuar un homenaje a la corte y al ocio: los confunde con una de las
fuentes de la excelencia.

3) El intercambio cognoscitivo

Como la charla, también este género posee especies diferentes. Hay intercambios
cognoscitivos elementales, por ejemplo, si se pregunta en una calle por la dirección en que
se encuentre un cine; no bien recibimos la respuesta adecuada, la conversación concluye
(por supuesto, también un intercambio cognoscitivo elemental puede usarse como
generador de plática acercadora). En el extremo opuesto, hay intercambios cognoscitivos
muy complejos, que incluso exigen interrupciones momentáneas de la conversación
explícita. Por ejemplo: en una clase de química en torno a la tabla periódica de los elemen-
tos los alumnos deben callar durante un tiempo más o menos prolongado si quieren adquirir
ciertos saberes que establecen el presupuesto necesario para poder conversar-discutir
sobre la tabla periódica de los elementos.
4) La entrevista

En castellano se usa la palabra “entrevista” para dos tipos de situaciones un tanto


diferentes. Decimos que cierta persona tiene una “entrevista” para conseguir un empleo,
pero también aplicamos esta palabra cuando un “profesional de la comunicación” (alguien
que trabaje para instituciones tales como un diario, la radio o la televisión) confronta con un
cuestionario a una persona, cuyas respuestas, en algún sentido, poseen interés general.
Podemos aludir a las primeras llamándolas “entrevistas privadas” y a las segundas
“entrevistas públicas”; no obstante, si no me equivoco, las dos clases de entrevista pro-
ceden según el mismo esquema:

a) En ambas, encontramos dos papeles o “roles”. Un “entrevistador” formula una serie de


preguntas, dudas, ataques... a otra persona o “entrevistado”.
b) Se establece de antemano una asimetría radical entre entrevistador y entrevistado. En
una entrevista el entrevistado responde al entrevistador, pero no discute con él, no le
formula, a su vez, preguntas, dudas, ataques, como sucede en una argumentación en
sentido estricto, en la que los diferentes participantes a menudo cambian de “rol”.

¿No descansa el peso de una entrevista casi por completo en la personalidad del
entrevistado? A menudo éste no es el caso. Aunque con frecuencia una entrevista procura
transmitir la impresión de una charla casual, más o menos improvisada y en la que el
entrevistado expresa inmediatamente sus opiniones, una buena entrevista, tanto privada
como pública, suele estar férreamente planeada, y a menudo al entrevistado no le queda
más remedio que conducirse por la estructura que le ofrece el entrevistador.

5) La negociación

La negociación es la argumentación enmarcada por intereses explícitamente en conflicto:


dos partes antagónicas deben ponerse de acuerdo con respecto a un asunto, aspirando
cada parte a conservar en lo posible sus propias ventajas. A diferencia del diálogo
colaborador, en el que una propuesta exitosa hace marchar la conversación hacia adelante,
en la negociación se “gana”, en sentido estricto, sólo a costa de los otros. De ahí que los
argumentos epistémicos buenos se mezclen con los argumentos retóricamente buenos para
mostrar la causa propia bajo una luz propicia. Por eso, estamos ante una negociación
cuando:

a) cada uno de los participantes persigue sus propios intereses, pero sólo los hace
intervenir en la discusión respaldados por —o disfrazados en— argumen tos;
b) aunque el poder de cada participante no suele intervenir como argumento efectivo, su
constante alusión conforma el marco de referencia de lo que se conversa, y
c) se introduce cada argumento calculando el efecto que éste tendrá sobre los otros
participantes de la disputa buscando no tanto producir convencimiento sino
compromisos.

Sería injusto, con respecto a este tipo de conversar, no recordar que una negociación se
lleva a cabo a partir de dos condiciones. En primer lugar, es posible una negociación si
ninguna de las partes en conflicto es dueña del poder total a la cual todas las otras en esa
situación deben someterse; en segundo lugar, las partes en conflicto deben estar
dispuestas a admitir ese “equilibrio conciliado” que llamamos “compromiso” y no
obsesionarse con la disyuntiva: “o consenso o, simplemente, la guerra”.
Quien tenga en cuenta estas condiciones aprenderá a no despreciar la negociación como
si fuera una “argumentación indigna”. Después de todo, a menudo es la única opción a la
violencia.

6) La reflexión

Si el fenómeno que llamé “platicar acercador” es un preconversar, la reflexión es un


metaconversar: se conversa sobre lo ya conversado, en general, sobre lo ya vivido. A veces
la reflexión aparece como la necesaria meditación para recobrarse el agente como autor de
sus pensamientos y sus actos; otras, como la pausa en medio del camino, que permite
contemplar lo ya andado, y así, repensar en qué medida debemos proseguir el mismo
rumbo, modificarlo o, en último término, cambiarlo. La reflexión puede realizarse a solas —
la “conversación del alma consigo misma“, como quería Platón— o con otras personas, en
privado o en público, sobre un asunto íntimo —una vivencia, el curso de un vínculo sobre un
problema más o menos público y objetivo, una investigación científica, una medida política.
Las preguntas centrales que generan las reflexiones son:

a) ¿Cuáles son los presupuestos —las “condiciones de posibilidad” si se prefiere un


lenguaje más kantiano— de lo hecho, lo vivido, lo conversado...?
b) ¿Qué pasa con nosotros, o simplemente conmigo, si ciertos hechos, ciertas vivencias,
ciertas conversaciones.... son el caso?

Tal vez estas dos preguntas sean distintas maneras de preguntar lo mismo en ámbitos
diferentes: ¿no “aplica” acaso la pregunta b) la pregunta a) a las personas?
Si repasamos estos tipos de conversar, se subraya la importancia de tener presente la
regla 2):

Ten cuidado con las palabras

y de tenerla en cuenta en sus dos dimensiones, pues tanto la imaginación centrífuga como
la centrípeta conforman nuestras conversaciones. Tenemos que cuidar las palabras porque
ellas constituyen:

a) El componente personalizador. Conversar con los otros es reconocerlos como


personas. Decirle a alguien: “yo no acepto conversar con usted” es borrar a ese indi-
viduo del mundo de las personas racionales, con sus derechos y deberes respectivos.
También conversar consigo mismo es reconocerse como persona. Este componente
es, ante todo, visible en las preconversaciones, en las charlas o en las
metaconversaciones, y cualquiera de estos tipos de conversar puede convertirse
fácilmente en verdadero festival de la imaginación centrífuga. En el intercambio
cognoscitivo, la entrevista y la negociación, los grados en que esté presente este
componente, más que constituirlo, regula la calidad de esas conversaciones.
b) El componente informativo. Informar es transmitir un mensaje, pero hay muchas clases
de mensajes e innumerables maneras de transmitirIos. Explícitamente este componente
sólo se exhibe de manera enfática en el intercambio cognoscitivo, pero tiende también a
serlo en los debates y, en varios grados, está presente en los otros tipos de
conversaciones. Incluso en el platicar acercador se comunican, a menudo sin que nadie
se lo proponga, informaciones, por lo menos informaciones acerca de quienes participan
en ese conversar. No obstante, hay que distinguir cuando el componente informativo es
el propósito del conversar, como en el intercambio cognoscitivo, o sólo un pretexto para
conversar, como en el platicar acercador y en mucha charla. Sin embargo, cualquiera
que sea el caso, de inmediato se reconoce si la imaginación centrífuga integra al
componente informativo o no. En el primer caso, la información se constituirá como un
proceso en marcha, lejos tanto de la tentación de la certeza como de la tentación de la
ignorancia. En cambio, en el segundo caso la información tenderá a paralizarse en
certezas: en prejuicios.

c) El componente argumental. Argumentar procura resolver —o disolver— un problema


introduciendo propuestas de solución —o disolución— y defensas y ataques a estas
propuestas. El componente argumental domina los debates, las negociaciones y las
reflexiones; es común que esté presente en el intercambio cognoscitivo apenas éste se
vuelve un poco complejo y sería raro que faltase por completo en una charla e incluso en
el platicar acercador. También en este componente es fácil reconocer la presencia o
ausencia de la imaginación centrífuga: una argumentación que esté guiada —o al
menos, “inspirada”, motivada— por este tipo de imaginación, teóricamente, no se
conformará nunca con el consenso, incluso cuando se lo logre, se jugará al “abogado del
diablo”, sobre todo no se permitirá en ningún caso estabilizar consensos que no sean
absolutamente básicos para el libre juego de los disensos en el resto de la trama
argumental.

Pero tampoco se debe olvidar que hay que tener cuidado con las palabras como tener
cuidado de las palabras. Las palabras también configuran:

a‘) El componente despersonalizador. En los diferentes tipos de conversaciones se nos


confunde, confundimos y nos confundimos; se nos engaña, enganamos y nos
engañamos. En las palabras de los otros, y en las nuestras se articulan estigmas y
temores, se solidifican manías y obsesiones. ¿Cómo es esto? Nadie desconoce que
el platicar acercador y la charla suelen ser vehículos de la imaginación centrípeta: la
producción de rumores y el moralizar ofrecen claros ejemplos de ello. Pero también
en los intercambios cognoscitivos, en las entrevistas y en las negociaciones solemos
caer en las trampas de este tipo de imaginación: me repito y me confirmo y me
repito... Tampoco las reflexiones resisten su degenerar en “racionalizaciones”; no
pocas veces la persona se va convirtiendo en un conjunto de mecanismos sin control.

b’) El componente desinformativo. En un intercambio cognoscitivo no sólo se reciben los


mensajes de los otros, sus verdades, también sus falsedades, sus prejuicios, sus
engaños. Esta caracterítica es general: las conversaciones no sólo aclaran y orientan,
también nos llenan la cabeza de tonterías que no dejan lugar al menor pensamiento:
tampoco lo propiamente informativo es ajeno a la imaginación centrípeta. Ello es
común en mucho platicar acercador y en mucha charla, pero también las entrevistas
y las negociaciones se llenan de estrategias para desinformar al otro. Ni siquiera las
reflexiones detienen la producción de ignorancia.

c‘) El componente seudoargumental. En el conversar no pocas veces se razona


falazmente y no sólo en las entrevistas o en la negociaciones. En lugar de procurar
convencer, a menudo incluso en los intercambios cognoscitivos se busca reducir al
otro, y también a sí mismo. Charlando, damos argumentos que parecen buenos pero
que no lo son: falacias, pues, no argumentos. De esta manera, hasta en las
reflexiones es sólito que no se aclaren o respalden propuestas, sólo se intenta
imponerlas ocultando las eventuales razones que podríamos dar en su contra. La
imaginación centrípeta está tan presente en lo propiamente argumentativo, como en
cualquiera de los otros componentes del conversar: ese proceso de progresiva
inmunización que nos impide oír lo nuevo, lo otro.

Pero regresemos un poco a la cancelación 4 y, mediante ella, al poema “Conversar”: el


lenguaje es la casa de todos, o más bien el lenguaje es la casa de los otros. ¿No se
equivoca quien hace esa afirmación? ¿No hay algo así como “mi lenguaje” o su lenguaje”?
Ni mío ni de los otros, el lenguaje es la casa de sus hablantes, y ni siquiera sólo de quienes
lo continúan hablando. También quienes lo hablaron se entremezclan en ese río de voces,
para siempre: el lenguaje es la casa de todos colgada en el flanco del abismo. ¿Cómo es
esto? ¿Acaso el lenguaje es un sistema arbitrario? ¿Y si quisiera afirmar: el lenguaje es un
destino? ¿O incluso: el lenguaje es un tigre dormido? ¿Qué poder lo impide? ¿A qué
medidas se apelará para arrinconarme? Caesar non est supra grammaticos. Pero los
gramáticos no poseen salvavidas para los abismos del pensamiento o de la pasión.
Tampoco la lógica es la policía del lenguaje. De ahí la urgencia de atender, una y otra vez,
lo que llamé las dos reglas internas:

2) Ten cuidado con las palabras porque ellas son tu casa y tu celda, y también:
3) Evita los vértigos argumentales, pues fácilmente uno se enreda en esos mecanismos
y el discurso acaba en el lugar más opuesto a donde quería ir.

En ambos casos preocúpate de no volverte prisionero de la imaginación centrípeta.


Porque es cierto, ahí estamos, en el flanco del abismo y sin garantías. Pero las palabras no
resbalan necesariamente en un desplome de sílabas quemadas, ni todo esfuerzo es ceniza
sin sentido. Iniciando pláticas acercadoras, charlando, intercambiando saberes, sin certeza
sí, pero saberes al fin y al cabo, no hacemos ni deshacemos mundos, pero los modificamos
y los corregimos y, lejos de Lo fulminante y su profecía de llamas, aprendemos también a
negociar. Y como los discursos que decimos dicen tiempo, a menudo volvemos a narrarnos
la vida, nos obligamos a titubear, a repensarnos, a reflexionar, a retomar ese arduo
ejercicio, la imaginación centrífuga... Tropezando peligrosamente con las fantasías de la
certeza y la ignorancia, del poder absoluto y la impotencia, no pocas veces el juicio también
acaba por evitar la violencia y encontrar su camino: conversar es humano.
7

Preguntas y respuestas y preguntas y... ¿qué se aprendió en todo este conversado


entrenarnos a partir de ciertas reglas argumentales y de varios textos de Octavio Paz?
¿Qué ganamos para orientar al juicio en estos dispares ejercicios?
Responderé paso a paso. Las reglas argumentales nos advirtieron acerca del circuito
cerrado de la violencia. La regla 1) articulando la oposición “argumentación versus violencia”
invita a dejar atrás la violencia externa a la argumentación, pero de inmediato las reglas 2) y
3) previnieron que ello no basta, que hay también algo así como una argumentación
violenta que, a su vez, con facilidad re-conduce a la violencia externa. Por su parte, la regla
4) buscó fijar las actitudes básicas que dan lugar a este circuito cerrado de la violencia: las
tentaciones de la certeza y del poder absoluto, de la ignorancia y de la impotencia. Este es
el marco en que tendría que operar el juicio. El “marco”... nada más: una vez abandonadas
las ilusiones tanto de la sabiduría tradicional como de la sabiduría principista, esto es, una
vez desarticulado el espejismo de las instancias “últimas” para orientarse, “La Tradición”
“Los Principios”..., el juicio necesita ocuparse de su propio aprendizaje.
¿Puede la sabiduría reflexiva decirnos algo más fuera de advertir: sólo se escapa al
circuito cerrado de la violencia rompiéndolo una vez y otra vez, sin ilusiones de que algún
día se le dará “definitivamente” la espalda?
Si debemos responder con la afirmativa, y yo creo que debemos hacerlo, esa respuesta
invita a un entrenamiento sin pausa. En ese entrenarse ocupa un lugar decisivo el análisis,
la reconstrucción conceptual, por ejemplo, la reconstrucción del “mecanismo filantrópico” y
su dilema. Si es cierto que a veces debemos usar este mecanismo, no menos cierto es que,
a partir de algunos grados de su funcionamiento, el uso de tal mecanismo se convierte en
una forma de esclavizar al otro. Esto es, so pretexto de guiar a las personas, lo quieran o
no, hacia el Bien lo que efectivamente se hace es robarles la identidad a los protegidos: se
les quita su pasado, se les quita su presente. Entre otras maniobras, en el nivel social, se
corrige la memoria histórica, quemando libros, y se elimina la posibilidad de los individuos
de reafirmarse a sí mismos en el presente de la vida pública.
Reitero: ¿ hasta qué grado es justificable el funcionamiento del mecanismo filantrópico?
¿Desde qué momento este mecanismo se convierte en un instrumento de manipulación y
esclavitud?
Frente a zozobras como éstas importa reafirmar que no hay una respuesta general
aplicable a cualquier circunstancia. De situación en situación se tendrá que graduar el
funcionamiento de este mecanismo y, para hacerlo con adecuación, no hay más vía que
ejercitarse en el propio juicio con respecto a esa graduación, evitando caer en la tentación
de la certeza. Quiero decir: no olvidando que no hay criterios precisos, fijos y generales para
juzgar.
¿Estos saberes generales alcanzan para determinar al juicio?
No, también es necesario ejercitar el juicio indagando con minucia casos concretos, por
ejemplo, las vicisitudes de la vida y de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz. Por lo demás,
ningún ejercicio, ni las reconstrucciones generales ni las particulares, “alcanza para
determinar al juicio”. En cada situación, el agente, a la luz de todas sus experiencias y
saberes, y también, a partir de quien es él, tendrá él mismo que determinarlo.
Tal vez pueda aceptarse con relativa facilidad que las reconstrucciones conceptuales e
históricas y algunos de sus materiales, como las lecturas explicativas y argumentadas,
conforman ejercicios provechosos para entrenar el juicio, pero un poema... ¿de qué manera
la lectura itinerante de un poema podría contribuir a tal entrenamiento?
Entrenarse es un modo de cultivarse: una forma de cultura y, como tal, de conversación.
Un poema es —trivialmente— el fragmento de una cultura, de una conversación, aunque un
fragmento turbador. Porque a la vez que participante de una cultura, un poema —toda gran
obra de arte— confirma también su antítesis: negatividad en expansión. Desde la cultura,
todo poema se incluye en una tradición conversada: un poema es un texto que pertenece a
una familia de textos con sus conversaciones, sus bibliotecas implícitas y sus procesos de
institucionalización. No obstante, apenas un lector itinerante apuesta por un poema, éste,
de inmediato, reclama soberanía con respecto a todo eso, produce “marca textual”: un gran
poema postula su exclusiva pertenencia al espacio que él mismo funda, que él mismo
despeja. El lector itinerante vivirá, así, en la perpetua tensión de este doble movimiento de
inclusión y de exclusión con respecto a la cultura. Pero ¿no apunta acaso tal movimiento al
ideal mismo de la imaginación centrífuga: festejar el carácter heterogéneo de la realidad?
No es éste el lugar para seguir explorando qué hacen con nosotros la poesía y la lectura
itinerante y sus dilemas... Vuelvo a insistir: ¿no disponemos para enfrentar a la violencia,
tanto externa como interna, de algo más seguro que la sabiduría reflexiva, de algún método
para orientar el juicio?
Antes que nada, evitemos el vértigo simplificador, con sus metodolatrías y sus
metodofobias. Hay, sí, “métodos” en plural, a saber, diversas técnicas en cuyo uso tenemos
que entrenarnos una y otra vez. Entre ellas, la palabra “Conversar” alude a un conjunto
variado tanto de técnicas como de formas de vida.
¿En qué sentido?
Vivimos de conversación en conversación. Las conversaciones son las casas, pero
también los rostros de las personas: casas y rostros en movimiento. ¿No solemos acaso
vivir yendo de casa en casa, de rostro en rostro: entre pláticas acercadoras y charlas, entre
intercambios cognoscitivos y entrevistas, entre negociaciones y reflexiones...? La lectura
itinerante del poema “Conversar” nos lo enseñó: a diferencia de los dioses y sus juegos, a
diferencia también de Lo fulminante y del desplome de sílabas quemadas, el juicio que
hacemos nos dice: en sus conversaciones el hablante se reconoce como persona, se infor-
ma acerca de los otros, del mundo y de sí mismo, por medio de ellas busca enfrentar
algunos de sus problemas más agudos. Sin embargo, las conversaciones no sólo son caras
y rostros, también cárceles y máscaras. Conversando nos reconocemos y, también, nos
olvidamos, nos destruimos como personas. Conversando nos informamos y nos mentimos
acerca de los otros, del mundo y de nosotros mismos. Conversando enfrentamos algunos
de nuestros problemas y, también, los disfrazamos, los reprimimos, los escondemos. Ora
vez tenemos que ejercitarnos en la ambigüedad de un fenómeno. Porque no hay opción al
ambiguo conversar. Cualquiera de sus intemperies es siempre algo peor.
¿De qué habla?
El lenguaje es la casa de todos: pero hay varias casas... y, así, varias intemperies.
La intemperie del platicar acercador es el propio aislamiento.
La intemperie de la charla es ese mirarse a los ojos con recelo: la desconfianza o la
envidia y sus pesadillas, fanatismo o desdén; o simplemente, el sopor del hastío y la cabeza
baja.
La intemperie del intercambio cognoscitivo es la ignorancia y su primer efecto, las
certezas de la vanidad aldeana. Porque muy poco sabe quien renuncia al saber por
testimonio, quien se limita a sus escasos sentidos y experiencias.
La intemperie de la entrevista es el monólogo del propio poder o de la propia impotencia;
más bien, la oscilación constante entre ambos, y sus alucinaciones y terrores.
La intemperie de la negociación es, de inmediato, la violencia externa.
La intemperie de la reflexión es algún proceso de des-personalización: ese irnos
perdiendo, resbalando hacia el eco, hacia el mecanismo que funciona sin saber por qué.
De conversación en conversación, nos aclaramos y nos enredamos, pero, vuelvo a
insistir ¿no hay acaso alguna instancia no contingente, un “fundamento” desde donde po-
dríamos juzgar?
La historia de la metafísica ha sido la historia de querer descubrir esas instancias firmes y
necesarias y también los ilustrados han recurrido a ellas: a principios fuera del conversar —
fuera de la historia— capaz de reconstruirlo, de criticarlo y evaluarlo. La teoría de las ideas
de Platón no fue quizá el primer candidato a constituir esa instancia; sin duda, la teoría de la
situación ideal de comunicación de Habermas no será el último. Entre ambos, el desfile de
candidatos a “fundamento” ha sido numeroso y, no pocas veces, muy tentador: esencias de
las cosas, designios divinos, tipos de a priori necesarios para la constitución de cualquier
teoría y cualquier práctica, imperativos de la razón, leyes de la evolución, leyes de la
historia, demarcadores de la ciencia para separarla de la seudociencia, del sin sentido, de la
irracionalidad, de la ideología...
En efecto, se sucumbe a la tentación de la certeza, para con frecuencia acabar
sucumbiendo a la tentación del poder absoluto. Porque, quien posee la verdad ¿no debe
aspirar también a poseer el poder para imponerla? ¿Qué decir? ¿Descalificaremos a todos
esos candidatos a “fundamento” como “empeños” vanos?
Seguramente empeños inevitables y en contra de los cuales tal vez sólo queda la
voluntad de entrenarnos: cada día realizar algunos ejercicios para aprender a pensar. Pero
no sólo: si permanecemos los suficientemente alerta, esos ejercicios dejan su huella. Por
ejemplo: ejercitándonos en varias discusiones en torno al mecanismo filantrópico, sobre una
tragedia barroca del poder, a partir de la lectura itinerante de un poema, poco a poco se nos
ha esbozado un seguro contraste que es, también, una memoria.
Entonces, hay algo así como una especie de “fundamento” para el juicio: esa memoria
que recupera las experiencias pasadas, los ejercicios llevados a cabo...
Tal memoria, personal o histórica, es poco apta para servir de “fundamento”... Más bien,
se trata de la herencia que cada persona, que cada pueblo va dejando a su propio juicio.
Como cualquier herencia, su valor real no sólo depende de lo que se ha heredado sino
también de qué se hace con ello: si se lo dilapida o se lo guarda o se lo invierte.
Por ejemplo: la herencia que conforman nuestras cuatro reglas argumentales —esa
manera de “abreviar” la sabiduría reflexiva— en ninguna circunstancia sería capaz de
determinar al juicio. De caso en caso hay que aplicar esas reglas como se lo ha hecho en
esta lectura de algunos textos de Paz, y esa aplicación no podrá evitar su incertidumbre, su
fragilidad, su falta de controles rígidos.
Pero, díganos por fin ¿qué memoria han conformado estos ejercicios, qué precisa
herencia le dejamos al juicio?
Por lo pronto, retengamos que ante una perplejidad, un conflicto o un problema tenemos,
básicamente, dos opciones. Es posible tachar la perplejidad, encubrir el conflicto, desechar
el problema y a quien se niegue a formar filas, se le ata una soga al cuello o se lo tira
pirámide abajo. Sin embargo, también podemos empezar ciclos argumentales con quienes
formulan desacuerdos, comprometiéndonos a hacer depender nuestras maneras de actuar
de los argumentos propuestos. De un lado, el mecanismo filantrópico ofrece protección y la
imaginación centrípeta, vidas sin vivir, violencias, externas o internas: tiempo redentor o
mecánico. Del otro, las conversaciones y, específicamente, esa forma peculiar de conversar
que es el argüir exige el minucioso recorrido de los hechos, sobre todo, cuando éstos
tienden a respaldar ataques a nuestras propuestas, un entrenamiento incesante y, además,
exploración sin compuertas, imaginación centrífuga, incluyendo la risa sobre los otros y
sobre sí mismo, y todo ello constituyendo el operar riesgoso de mi capacidad de juicio:
tiempo histórico. Al menos, la alternativa es clara.

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