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12 DE OCTUBRE

INDICE

● PRESENTACIÓN

LA FUERZA DE UN PROYECTO
Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el tiempo y la
geografía, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1986

INDIANA
Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos inútiles,
Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987

EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492


Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología esencial.
Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y Vanina Teglia,
Corregidor, Buenos Aires

UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA


J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El Libro de bolsillo,
Alianza, Madrid, 1984

UN NUEVO PRODUCTO
Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones del Prado,
España, 1995

ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO


Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de
la Nueva España, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid,
1968

LA MESA DE MOCTEZUMA
Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico, conocida por el
nombre de Nueva España. Población y progresos de la América
septentrional, Librería Española de Garnier Hermanos, París, 1899

A TRAICIÓN Y CON MAÑAS


Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México, D. F., 1978

EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL


Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para el aspirante.
Ciclo lectivo 2004, Curso inicial Institutos de Educación Superior,
Dirección General de Cultura y Educación. Gobierno de la Provincia
de Buenos Aires

EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA CONQUISTA


Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, Plaza & Janés,
Colombia, 2004

LA ESCLAVITUD NEGRA
Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América, EUDEBA,
Buenos Aires, 1964

NAUFRAGIO
Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana Lukin
(compiladora). Una América de novela, Sudamericana, Buenos Aires,
2001

EL CHOQUE BÉLICO
Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C. Chiaramone,
Historia Argentina. De la Conquista a la Independencia, Volumen 2,
Paidós, Buenos Aires, 1972

EL SUPLICIO DE ATAHUALPA
Diego Barros Arana, Compendio de Historia de América. Cabaut y
Cía. editores, París, 1926

QUEMANDO PAPELES INÚTILES


Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere, Buenos Aires, 2006

VIAJE AL RÍO DE LA PLATA


Ulrico Schmidl, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII, Colección Buen
Aire, EMECE, Buenos Aires, 1945. En Leer x leer, Plan Nacional de
Lectura, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, Volumen 3,
2004

PINTURA Y LABRADO DE LOS INDIOS. SUS BORRACHERAS


Y BANQUETES
Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de América.
Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general,
SEP/UNAM, México, D. F., 1982

EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS


Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y conquista de
América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología
general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982

LA COCA
Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas,
Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM,
México, D. F., 1982

ENTERRAMIENTOS
Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de América.
Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general,
SEP/UNAM, México, D. F., 1982

SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE ÁVILA Y


GIL GONZÁLEZ
Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista de América.
Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general,
SEP/UNAM, México, 1982

EL PARAÍSO DE MAHOMA
Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso,
Sudamericana, Buenos Aires, 2006

VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS
Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida de un pueblo,
Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, 1993

EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NÚÑEZ DE PINEDA Y


BASCUÑÁN
Fernando Operé, Historias de la frontera. El cautiverio en la América
Hispánica, Corregidor, Buenos Aires, 2012

PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS CALCHAQUÍES


Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a
1910, Siglo Veintiuno-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008

TESTIMONIOS ASOMBROSOS
Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez en la entrega del
Premio Nobel en 1982

UN QUILOMBO
Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires, 1975

UNA GUERRA JUSTA


Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la
guerra contra los indios, en Alejandro Herrera Ibáñez, Antología. Del
Renacimiento a la Ilustración. Textos de Historia universal, UNAM,
México D. F., 1972

LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS


Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista, Historia general
de México, Tomo 1, El Colegio de México, México, D. F., 1981

LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA


Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del Hombre, Tomo 1: De:
La prehistoria a: El encuentro de Dos mundos, Sistemas
Audiovisuales de Cultura, México, D. F., 1991

A COLÓN. CAUPOLICÁN
Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J. Battistessa,
Corregidor, Buenos Aires, 2011

CRÓNICAS DE INDIAS
José Emilio Pacheco, Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de
Cultura Económica, México, D. F., 1986

GONZALO GUERRERO
Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara, México, D. F., 2002

JUAN DE GARAY
Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,
2007

LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES


José Santos Chocano, en La mejor poesía. Selección de Héctor
Yánover, Seix Barral, Buenos Aires, 1998

EL HAMBRE
Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana,
Buenos Aires, 1968

LA MALDICION DE MALINCHE
Gabino Palomares

DURA, TORVA Y LENTA


Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos
Aires, 1978. En Cronistas de Indias. Antología. Selección,
introducción, notas y propuestas de trabajo: Silvia Calero y
Evangelina Folino, Colihue, Buenos Aires, 2006

LA NOCHE BOCA ARRIBA


Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos, Bruguera, Barcelona,
1979

NOS DEJARON LAS PALABRAS


Pablo Neruda, Seix Barral, España, 1974

LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO”


Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América latina. Notas
sobre el pensamiento nacional y popular, Ediciones del pensamiento
Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009

PADRE Y MADRE
Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 1992

MODERNIDAD Y COLONIALIDAD
Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la Argentina. Una
historia en 12 lecciones, Novedades Educativas, Buenos Aires, 2013

LOS VENCIDOS
Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina, Colección Los
Caminos de la Historia, Buenos Aires, 2002

LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES DURANTE LA


CONQUISTA
Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura compartida.
Relaciones entre consignas, contenidos y aprendizaje, en Isabelino A.
Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela. Criterios y propuestas
para la enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012

LA MALINCHE
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 1972

ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA


Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo
Veintiuno, Buenos Aires, 2010

HECHOS E INTENCIONES
Margarita Peña, Descubrimiento y Conquista de América, Poetas,
Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México,
D. F., 1982

EXTRACTO DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE DE


BOLIVIA, EVO MORALES

● ACTIVIDADES

● BIBLIOGRAFÍA
La presentación, selección, organización y opiniones expresadas junto a los textos
seleccionados para cada una de las temáticas no han sido sometidos a revisión editorial, es
exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las del Ministerio de Educación
de la Nación.

PRESENTACIÓN

“Corre por estos documentos un torbellino de pasión; los


autores admiran y apenas creen sus propias hazañas;
todavía están poseídos, alucinados, por la fiebre ávida que
los impulsó en un mundo desconocido, misterioso y lleno
de maravillas; a distancia de siglos comunican su
exaltación de ánimo con viveza inmarcesible; oímos sus
pasos y sus voces, reconstruimos sus gestos y ademanes,
participamos de su asombro ante la magnificencia cultural
y natural de las tierras que descubren y conquistan,
hacemos nuestras sus zozobras, esperanzas y venturas;
suenan los cascos de los caballos, resuenan los golpes de
las armaduras, y hasta el fuego del sol, la tenacidad de las
lluvias, el ímpetu de los ríos, el aliento de las montañas, el
rumor de la vida en los pueblos y los pequeños ruidos en
las noches de vela, cobran animación en estas páginas.”

Agustín Yáñez

El descubrimiento, conquista y colonización de América


tuvieron sus cronistas, como era inevitable por su
importancia. Casi todos ellos fueron protagonistas –
marinos, soldados, misioneros-, que contaron lo que
vivieron, sobre las características geográficas del Nuevo
Mundo, la cultura y formas de vida de sus habitantes, las
tácticas y luchas que les permitieron a los españoles
apoderarse del continente y la organización que crearon
para gobernarlo.

No escribieron por el placer de escribir, a veces con


calidad narrativa, otras con prosa ruda, pero siempre con
alto valor documental. Sus personajes son hombres y no
dioses, tienen sombras. Pasan a América “por servir a Dios
y a su Majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas, y
también por haber riquezas, que todos los hombres
comúnmente veníamos a buscar”.

Curiosos, no les alcanzaban los ojos para describirlo todo:


las carabelas, la vida a bordo, el perfil de los navegantes,
las discordias humanas, los sentimientos, costumbres y
tradiciones indígenas, el bullicio en los grandes mercados,
el género de vida de los soberanos indianos, el impulso
guerrero, la diferencia de armamento y las peripecias de
un choque bélico, los repartos del botín, naufragios,
cautiverios, conspiraciones y rebeliones, los sacrificios
humanos, la navegación por ríos caudalosos y el ascenso a
las altas cumbres, los vegetales, animales y minerales, la
fundación de ciudades.

En medio de su asombro, dijeron cosas nunca oídas ni


soñadas. Como haber visto indios con rabo, con los pies al
revés, durmiendo bajo el agua, perdiendo la razón al verse
frente a un espejo, ofreciendo oro a los españoles cuando
éstos les pedían alimento para sus caballos porque según
ellos, los caballos comían metal por el freno que llevaban
en la boca. Como haber visto animales con cabezas y orejas
de mula, cuerpo de camello, patas de cuervo y relincho de
caballo; cerdos con el ombligo en el lomo, serpientes con
alas y brazos.
Mención destacada, el documento titulado
“Requerimiento”, que era leído a gentes que no entendían
el español, intimándoles a someterse a los beneficios de la
civilización. “Pero, si no lo hicierais, os aseguro que me
veré obligado a intervenir por la fuerza, con la ayuda del
Cielo, y que entraré en vuestras tierras por la fuerza de las
armas, desatando sobre vosotros la guerra hasta
someteros por violencia y reduciros a la, obediencia de la
Iglesia y de su Majestad. Y, si ese caso llegare, me
apoderaré de vosotros y de vuestros hijos para convertiros
en esclavos y venderlos como a tales, y tomaré vuestros
bienes, os causaré todo el mal que pueda. Y con ellos os
prevengo que toda la sangre derramada y todos los daños
caerán sobre vuestras cabezas culpables, y no sobre
Vuestra Majestad o sobre Mí, ni sobre los nobles señores
que conmigo vienen”.
Entre los conquistadores fueron amplia mayoría quienes se
dejaron llevar por los metales más que por la aventura, los
que consideraron a los indios seres inferiores, crueles,
brutos, feos del cuerpo y del alma: destruyeron templos e
ídolos, enviaron a la hoguera caciques, quemaron libros e
impusieron la cruz en las huacas. En un principio trazaron
un cuadro paradisíaco de sus habitantes aunque, con el
tiempo, los amorosos salvajes fueron vistos como “buenos
para les mandar y les hazer trabajar y sembrar y hazer
todo lo otro que fuera menester”.

En lo que respecta a los misioneros, no todos practicaron


la bondad. Hubo quienes denunciaron abusos y salvajadas
cometidas por los españoles y apreciaron la cultura de los
indígenas, en especial las de México y Perú, aprendieron
las lenguas indígenas para catequizar mejor, bautizaron en
calles y caminos, construyeron iglesias y conventos,
celebraron las primeras misas. En suma: posturas
concretas de las tremendas tensiones que impone la
conversión de un pueblo a otra cultura.

Entre los conquistadores también hubo mujeres. Una de


ellas, Isabel de Guevara, después de haber fundado Buenos
Aires con don Pedro de Mendoza, desde Asunción del
Paraguay, dejó constancia de lo que padecieron junto con
los hombres:

“Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los


trabajos cargaban las pobres mujeres, así en lavarles las
ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que
tenían, limpiarles, hacer centinela, rondar los fuegos,
armar las ballestas cuando algunas veces los indios les
venían a dar la guerra, hasta cometer poner fuego en los
barcos, y a levantar los soldados, los que estaban para ello,
dar armas por el campo a voces, sargenteando y poniendo
en orden los soldados; porque en ese tiempo, como las
mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos
caído en tanta flaqueza como los hombres.”

En 1892, al cumplirse cuatrocientos años de la llegada de


Colón a América, un decreto estableció el 12 de Octubre
como fiesta nacional. Pero fue en 1917, durante la
presidencia del doctor Hipólito Irigoyen, cuando ese día
fue asumido como Día de la Raza.

Hoy en día, el “descubrimiento” y la conquista de América


colisiona con los valores de nuestras sociedades –el respeto
a las minorías; la aceptación de la diversidad cultural; la
defensa de los derechos humanos y la convivencia
democrática-, que se manifiestan en la currícula escolar.

Por ello, esta efeméride ha sido cuestionada hasta el punto


de querer cambiarle el nombre, y circulan distintas
versiones: la que remite a la América descubierta por
Colón en 1492, la que sostiene que hubo un encuentro
entre dos mundos, Europa y América, la que denuncia un
proceso de explotación y expoliación, incluso de genocidio.

Ahí les dejo, entonces, esta nueva efeméride con dos


miradas. Una, con los ojos de los protagonistas de “la
mayor cosas después de la creación del mundo, sacando la
encarnación y muerte del que lo creó”, y la otra, con los
ojos del presente.

Con el propósito de siempre: que la información que se


presenta en estas 109 páginas acompañe y facilite el
trabajo mancomunado de docentes y estudiantes y así
poder extraer las conclusiones que cada uno crea más
adecuada.

Ahora sí, ¡A conmemorar juntos el 12 de Octubre!

Autor: Angel Cabaña


LA FUERZA DE UN PROYECTO

El de 1485 demostró ser, en muchos sentidos, un mal año


para Colón. Su esposa murió aquel año y él abandonó el
país donde había pasado la mayor parte de su vida como
adulto con su hijo Diego, de cinco años de edad. Colón se
trasladó a España, con la esperanza de tener allí mejor
suerte en la promoción del proyecto que le obsesionaba.
(…)
Colón tuvo que soportar entonces fatigosos años de
trámites académicos y burocráticos a manos de la reina
Isabel y de sus favoritos españoles. Entretanto, la comisión
demostró sus calificaciones académicas no aprobando el
proyecto, pero tampoco rechazándolo. Los profesores
debatían con gran erudición el ancho del océano
Occidental y mantenían en suspenso a Colón con la limosna
de una pequeña subvención mensual concedida por la
reina.

Mientras las negociaciones se desarrollaban lentamente,


Colón recordó que el rey Juan de Portugal se había
mostrado muy amistoso con él en los años 1484 y 1485, y
decidió entonces regresar a Lisboa e intentarlo allí una vez
más. Colón le escribió desde Sevilla al rey de Portugal
contándole sus esperanzas, pero cuando abandonó
Portugal lo había hecho en medio de una apremiante
situación económica y dejando numerosas cuentas sin
pagar. No se atrevía a regresar a Lisboa a menos que el rey
le garantizara que no iría a prisión a causa de sus deudas y
le diese un salvoconducto. El rey estuvo de acuerdo,
elogiando el “gran talento y la industria” de Colón, y le
urgió, calificándole de “nuestro especial amigo”, a
regresar. El renovado interés del rey se debía, sin duda, a
la constatación de que la expedición de Dulmo y Estreito a
la Antilla había fracasado. Tampoco se tenían noticias de
Bartolomeu Dias. Que hacía varios meses había zarpado en
busca del paso marítimo por el este hacia la India, en el
decimosegundo intento portugués con este propósito.

Colón no podía haber elegido un peor momento. Porque,


cuando Cristóbal y su hermano Bartolomé llegaron en
1488, lo hicieron a tiempo para ver desde el muelle a
Bartolomeu Dias y sus trece carabelas remontar
triunfantes el Tajo con la buena noticia de que habían dado
la vuelta al cabo de Buena Esperanza y descubierto que
realmente había una vía marítima abierta a la India. El
éxito de Dias y lo que esto prometía acabaron, como es de
suponer, con el interés del rey Juan por Colón. Si el paso
por oriente estaba abierto y despejado, ¿por qué hacer
conjeturas acerca de otra dirección?

Los hermanos Colón confiaron con desesperación en que


este éxito portugués en el este estimulara el interés de los
rivales por un proyecto competitivo en la dirección
opuesta. Parece ser que Bartolomé se dirigió a Inglaterra,
donde trató sin resultado de despertar el interés del rey
Enrique VII; se dirigió luego a Francia donde abordó al rey
Carlos VIII. El rey francés no se mostró al principio muy
receptivo, pero Bartolomé permaneció en Francia. Se
ganaba allí la vida como cartógrafo cuando finalmente
llegó la noticia del gran descubrimiento de Colón.

Colón entretanto, viajó de Lisboa a Sevilla, donde halló que


Fernando e Isabel todavía dudaban. Disgustado, iba ya a
embarcarse rumbo a Francia para ayudar a Bartolomé a
convencer al rey Carlos VIII cuando la reina Isabel, urgida
por el administrador de sus fondos personales, decidió
repentinamente invertir en el proyecto de Colón. El
abogado de Colón había señalado que el apoyo necesario
para la empresa no costaría más que una semana de
atenciones reales a un dignatario extranjero que los
visitara. Quizás Isabel fue persuadida por el hecho de que
Colón había mostrado su intención de ofrecer la empresa
aun soberano vecino y rival. La reina empeñaría las joyas
de la corona si la financiación del viaje así lo requería.
Afortunadamente, esto no fue necesario.

Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el


tiempo y la geografía, Grijalbo Mondadori,
Barcelona, 1986, p. 228-229
INDIANA

Tras 61 días de viaje, incluyendo 25 días de intervalo en las


Islas Canarias, Colón llegó a tierras del actual Mar Caribe,
cuyos habitantes pasaron a llamarse naturalmente indios
en una de las mejores confusiones de la historia universal.

El caso provocó, a su vez, que se reservara a los auténticos


habitantes de la India una incorrecta calificación de
hindúes, aunque en verdad el hinduismo se acerca más a
ser una religión que una nacionalidad, y aunque en la India
existía y existe una enorme proporción de musulmanes que
se molestan si se les cree hindúes. (…)

Correspondió a un explorador llamado Amerigo Vespucci (y


también Américo Vespucio) la distinción de haber aclarado
algunos equívocos. Tras otras expediciones, en las que
probablemente llegó hasta el Río de la Plata y la Patagonia,
descubriendo nuevas tierras vírgenes, Vespucci concluyó
que esas zonas no correspondían a la India ni a ninguna
parte de Asia.

Esa convicción quedó expresada en sus mapas, luego


identificados con su nombre. A partir de 1507 las nuevas
tierras recibieron en su honor la designación de América,
pero Colón no se enteró de esa ofensa, porque había
fallecido en 1506.

Colón nació en Génova y circuló también por Portugal, lo


que explica que su apellido haya sido escrito con
ortografías distintas: Colombo, Colom, Colomo, después
Columbus. Su rastro quedó en la historia al denominar a
un país (Colombia), una universidad (Columbia) y
centenares de aldeas, ciudades, calles y plazas Colón, tanto
en América como en España. Quizás sea esa la
compensación histórica de que su nombre no haya sido
asignado al continente entero. Sin embargo, no es Colón
todo lo que reluce:

1) La española Santa Coloma (m. 853) y el irlandés St.


Columban o Colombano (543-615) fueron figuras
religiosas previas a Colón.
2) La ciudad de Colombo, Ceilán (hoy Sri Lanka) es la
capital de su país, situado en Asia, al sur de la Indias.
Es seguro que Colón viajó mucho, pero no llegó hasta
allí. El nombre de Colombo se originó en
denominaciones locales, como Calembou y Kolamba,
que también existían antes de Colón.

3) Aun más arraigada está la convicción de que las


palabras colonia, colonizar, coloniaje y afines derivan
de Colón, porque efectivamente fue a partir de sus
viajes que los españoles y portugueses ocuparon el
nuevo continente. Pero ése es un error considerable,
que hace buena compañía a los nombre de América y
de indios. La palabra colonia era utilizada por los
romanos, deriva de colonus (labrador) y antecede en
quince siglos a Colón. Una prueba material es una
ciudad alemana que se llama simplemente Colonia, al
occidente del Rin. Allí nació Agripina, que fue mujer
del emperador Claudio, lo que explica que el sitio
fuera retitulado Colonia Claudia Ara Agrippinensium,
en el año 50 de la era cristiana. Pero ella no
agradeció el homenaje. No sólo después mató o
mandó matar a su marido Claudio, sino que ingresó a
la historia universal de la infamia como hermana del
funesto emperador Calígula y como madre del aún
más funesto Nerón, de quien siempre se dijo que fue
un hijo de mala madre. El nombre Colonia Claudia
Ara Agrippinensium era tan largo que hasta los
alemanes se quejaban, con lo que fue abreviado a
Colonia o Cologne. (…)

Sólo una formidable coincidencia histórica puede explicar


que Colón haya recalado en 1492 sobre tierras vírgenes a
las que efectivamente había que colonizar. La primera
etapa de esa cruel tarea se llamó coloniaje, se vincula a
una tradición de esclavitud y ha dado origen a quinientos
años de libros y ensayos, desde Fray Bartolomé de las
Casas hasta Eduardo Galeano…
Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos
inútiles, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987,
p.70-73
EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492

Hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los


Lacayos,, que se llamaba en lengua de indios Guanahani.
Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra
en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente
Anés, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el
Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas
de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los
naos por seña con una F y una Y: encima de cada letra su
corona, una de un cabo de la + y otra de otro. Puestos en
tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas
de diversas maneras. El Almirante llamó a los dos
capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo
de Escovedo, Escribano de toda el armada, y a Rodríguez
Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y
testimonio como él por ante todos tomaba, como de hecho
tomó, posesión de la dicha isla por el Rey e por la Reina
sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían,
como más largo se contiene en los testimonios que allí se
hicieron por escripto. Luego se ayuntó allí mucha gente de
la isla. Esto que se sigue son palabras formales del
Almirante, en su libro de primera navegación y
descubrimiento de estas Indias. “Yo (dice él), porque nos
tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que
mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con
amor que no por fuerza, les dí a algunos de ellos unos
bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían
al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que
hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era
maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los
navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían
papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras
cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos
les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles.

En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de


buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre
de todo. Ellos andaban todos desnudos como su madre los
parió, y también las mujeres, aunque no vi más que una
harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que
ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien
hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras: los
cabellos gruesos cuasi con sedas de cola de caballos, e
cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo
unos pocos de tras que traen largos, que jamás cortan.

Dellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los


canarios, ni negros ni blancos, y dellos se pintan de blanco,
y dellos de colorado, y dellos de lo que fallan, y dellos se
pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y de ellos solo los
ojos, y dellos sólo el nariz. Ellos no traen armas ni las
conocen, porque les amostré espadas y las tomaban por el
filo y se cortaban con ignorancia. No tienen algún fierro:
sus azagayas son unas varas sin fierro y algunas de ellas
tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas.
Ellos todos a una mano son de buena estatura de grandeza
y buenos gestos, bien hechos. Yo vi algunos que tenían
señale de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era
aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de
otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se
defendían. Y yo creí e creo que aquí vienen de tierra firme
a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores
y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo
que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos;
que me pareció que ninguna secta tenían. Yo,
placiendo a Nuestro señor, llevaré de aquí al tiempo de mi
partida seis a Vuestras Altezas para que deprendan hablar.
Ninguna bestia de ninguna manera vi, salvo papagayos en
esta isla”. Todas son palabras del Almirante.

Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología


esencial. Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y
Vanina Teglia, Corregidor, Buenos Aires, 2012, p.
118-123
UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA

A primera vista, la existencia de un lapso de tiempo entre


el descubrimiento de América y la asimilación de tal
descubrimiento por Europa no aparece perfectamente
delimitada. Pero al menos existe una clara evidencia de la
emoción que las noticias del desembarco de Colón
provocaron en Europa.

“¡Levantad el espíritu, escuchad el nuevo


descubrimiento!”, escribió el humanista italiano Pedro
Mártir al conde de Tendilla y al arzobispo de Granada el 13
de septiembre de 1493. Cristóbal Colón, comentaba, “ha
regresado sano y salvo: dice que ha encontrado cosas
admirables: ostenta el oro como prueba de las minas de
aquellas regiones”.

Y a continuación Pedro Mártir contaba cómo Colón había


encontrado hombres que iban desnudos y vivían de lo que
les proporcionaba la naturaleza. Tenían reyes; peleaban
entre sí con palos y con arcos y flechas; y aunque estaban
desnudos, rivalizaban por el poder y se casaban. Adoraban
a los cuerpos celestiales, pero la exacta naturaleza de sus
creencias religiosas era todavía desconocida.

El hecho de que la primera carta de Colón fuese impresa y


publicada nueve veces en 1493 y hubiese alcanzado
alrededor de las veinte ediciones en 1500 revela que la
emoción de Pedro Mártir era ampliamente compartida. Las
frecuentes impresiones de esta carta y de las crónicas de
los posteriores exploradores y conquistadores; las quince
ediciones de la colección de viajes de Frrancanzano
Montalboddo, Paesi Novamente Retrovati, publicada por
primera vez en Venecia en 1507; la gran compilación de los
viajes de Ramusio de mediados de siglo; todo ellos testifica
la gran curiosidad e interés alcanzados por las noticias de
los descubrimientos en la Europa del siglo XVI.

De forma parecida, no es difícil encontrar en los autores


del siglo XVI afirmaciones resonantes acerca de la
magnitud y significación de los acontecimientos que se
estaban desarrollando ante sus ojos.
Guicciardini prodigaba alabanzas sobre los españoles y los
protegieses, y especialmente sobre Colón, por la pericia y
valor “que han proporcionado a nuestra época las noticias
de cosas tan grandes e inesperadas”. Juan Luis Vives, que
nació el mismo año del descubrimiento de América,
escribió en 1521 en la dedicatoria a Juan III de Portugal de
su obra De Disciplinis: “verdaderamente el mundo ha sido
abierto a la especie humana”. Ocho años más tarde, en
1539, el filósofo de Papua Lázaro Buonamico introdujo un
tema que sería desarrollado posteriormente en la década
de 1570, por el escritor francés Louis Le Roy y que llegaría
ser un lugar común en la historiografía europea:

No creaís que existe ninguna cosa más hermosa para


nosotros o para la época que nos precedió que la invención
de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo Mundo; dos
cosas de las que siempre pensé que podían ser
comparadas no sólo a la Antigüedad, sino a la
inmortalidad.

Y en 1552 Gómara, en la dedicatoria a Carlos V de su


Historia General de las Indias, escribió seguramente la
más famosa, y sin duda sucinta, de las definiciones del
significado de 1492:

La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando


la encarnación y muerte del que lo creó, es el
descubrimiento de las Indias.

J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El


Libro de bolsillo, Alianza, Madrid, 1984, p. 22-23
UN NUEVO PRODUCTO

El año admirable, así considerado el de 1492, por haber


sido el del descubrimiento de América y el de la expulsión
de los musulmanes de España, entre otras cosas dignas de
mención sucedidas entonces, es también el año en el que
se comienza a hablar en el mundo occidental de un nuevo
producto o sustancia: el tabaco.

La primera descripción de un fumador es del mismo


Cristóbal Colón en un apunte que el Almirante hace en su
diario, un 6 de noviembre de aquel año de 1492. Dice el
texto:

“…y hallamos a mucha gente que volvía a sus poblados,


mujeres y hombres, con un tizón en la mano hecha de
hierbas, con que tomaban sus sahumerios
acostumbrados…”

Colón había presenciado el espectáculo, al que da poca


importancia, en la isla de San Salvador. Preguntados los
indios, supieron los españoles que a aquella planta daban
el nombre de cohivá, palabra que hoy asociamos a los
famosos puros del caribe.

El tabaco no sólo se fumaba, sino que se mascaba. Para lo


primero utilizaban tubos de barro o madera que llenaban
con hierba picada. Otra forma de utilizarlo era reducir la
hierba a polvo o picadura que aspiraban por la nariz.

Los españoles no fueron muy conscientes de aquello, y


debieron considerarlo práctica salvaje, aunque es cierto
que algunos los probaron, e incluso se hicieron adictos a la
planta. Sobre todo hacia 1520, en la península del Yucatán
mexicano, cerca de Tabasco, de donde creen algunos que
le vendría el nombre. Dos años antes, en 1518, un fraile
hizo un sorprendente envío a Carlos I: semillas de tabaco.

El Padre Bartolomé de las casas, en su famosa Historia,


escribe sobre el tabaco:
“…son unas hierbas secas metidas en cierta hoja a manera
de mosquete encendido por una parte, mientras por la otra
chupan con el resuello para adentro aquel humo, con lo
cual se adormecen y casi se emborrachan y no sienten el
cansancio. Y a esto llaman tabaco. Y ya por entonces había
en Haití españoles que no sabían dejar este vicio…”

Sevilla fue la primera ciudad europea donde se fumó en


público. Curiosamente, también fue en Sevilla donde se
prohibió por primera vez esa práctica. Apoyándose en
bulas papales y ordenanzas reales, se alegaba que fumar
aturdía los cuerpos y enflaquecía la voluntad,
entorpeciendo las almas.

Un médico sevillano, nacido en 1493, Nicolás Monardes,


fue el primer escritor científico en alabar el tabaco,
atribuyéndole virtudes curativas, e introduciendo aquella
planta entre las beneficiosas para la salud. Esta alabanza
del tabaco la hace el famoso doctor en su “Segunda Parte
del Libro de las Cosas que se traen de nuestras Indias
Occidentales, que sirven de medicina, do se trata del
Tabaco, del Cardo Santo y de otras muchas Yerbas que han
venido de aquella parte…”.

La obra se imprimió en 1571, y en ella se afirma de manera


peregrina que el tabaco, tomado en un caldo producto de
su cocimiento, aliviaba la artritis y curaba el mal aliento; y
mascándolo hacía desaparecer la jaqueca y el dolor de
muelas.

Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones


del Prado, España, 1995, p. 75-77
ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO

Luego otro día de mañana partimos de Estapalapa muy


acompañados de aquellos grandes caciques que atrás
he dicho; íbamos por nuestra calzada adelante, la cual
es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad
de México, que me parece que no se torcía poco ni
mucho, y puesto que es bien ancha, toda iba llena de
aquellas gentes que no cabían; unos que entraban en
México y otros que salían, y los que nos venían a ver,
que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron,
porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas
y de todas partes de la laguna, y no era cosa de
maravillar, porque jamás habían visto caballos ni
hombres como nosotros. Y de que vimos cosas tan
admirables no sabíamos qué nos decir, o si era verdad
lo que por delante parescía, que por una parte en
tierra había grandes ciudades. Y en la laguna otras
muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la
calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por
delante estaba la gran ciudad de México (…) Ya que
llegábamos cerca de México, adonde estaban otras
torrecillas, se apeó el gran Moctezuma de las andas, y
trayéndole del brazo, aquellos grandes caciques,
debajo de un palio muy riquísima maravilla, y la color
de plumas verdes con grandes labores de oro, con
mucha argentería y perlas y piedras chalchivites, que
colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho
que mirar en ello. Y el gran Moctezuma venía muy
ricamente ataviado (…) y otros muchos señores que
venían delante del gran Moctezuma barriendo el suelo
por donde había de pisar, y le ponían mantas por que
no pisase la tierra. Todos estos señores ni por
pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos
y con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y
sobrinos suyos que lo llevaban del brazo. Y como
Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran
Moctezuma, se apeó del caballo, y desde que llegó
cerca de Moctezuma, a unas se hicieron grandes
acatos (…) Quién pudiera decir la multitud de hombres
y mujeres y muchachos que estaban en las calles y
azoteas y en canoas en aquellas acequias que nos
salían a mirar. Era cosa de notar, que ahora que lo
estoy escribiendo se me representa todo delante de
mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó (…) Y
como llegamos y entramos en un gran patio, luego
tomó por la mano el gran Moctezuma a nuestro
capitán, que allí le estuvo esperando, y le metió en el
aposento y sala adonde había de posar, que le tenía
muy ricamente aderezada para según su usanza, y
tenía aparejado un muy rico collar de oro de hechura
de camarones, obra muy maravillosa, y el mismo
Moctezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán
Cortés, que tuvieron bien de mirar sus capitanes del
gran favor que le dio. Y desde que se lo hubo puesto,
Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y dijo
Moctezuma: “Malinche, en vuestra casa estáis vos y
vuestros hermanos; descansa”. Y luego se fue a sus
palacios, que no estaban lejos, y nosotros repartimos
nuestros aposentos por capitanías, y nuestra artillería
asestada en parte conveniente, y muy bien platicado la
orden que en todo habíamos de tener y estar muy
apercibidos, ansí los de caballo como todos nuestros
soldados. Y nos tenían aparejada una comida muy
suntuosa, a su uso y costumbre, que luego comimos. Y
fue ésta nuestra venturosa y atrevida entrada en la
gran ciudad de Tenustitán, México, a ocho días del
mes de noviembre año de Nuestro salvador Jesucristo
de mil quinientos y diez y nueve años.

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la


conquista de la Nueva España, Espasa-Calpe,
Colección Austral, Madrid, 1968, p. 179-182
LA MESA DE MOCTEZUMA

Comía solo y muchas veces en público; pero siempre con


igual aparato. Cubríanse los aparadores ordinariamente
con más de doscientos platos de varios manjares a la
condición de su paladar; y algunos de ellos tan bien
sazonados, que no sólo agradaron entonces a los
españoles, pero se han procurado imitar en España: que no
hay tierra tan bárbara donde no se precie de ingenioso en
sus desórdenes el apetito.

Antes de sentarse a comer registraba los platos, saliendo a


reconocer las diferencias de regalos que contenían; y
satisfecha la guía de los ojos, elegía los que más le
agradaban, y se repartían los demás entre los caballeros de
su guardia: siendo esta profusión cuotidiana una pequeña
parte del gasto que se hacía de ordinario en sus cocinas,
porque comían a su costa cuantos habitaban en su palacio,
y cuantos acudían a él por obligación de su oficio.

La mesa era grande, pero abaja de pies, y el asiento un


taburete proporcionado. Los manteles de blanco y sutil
algodón, y las servilletas de lo mismo, algo prolongadas.
Atajábase la pieza por la mitad con una baranda o biombo,
que sin impedir la vista, señalaba término al concurso y
apartaba la familia. Quedaban dentro cerca de la mesa tres
o cuatro ministros ancianos de los más favorecidos, y cerca
de la baranda uno de los criados mayores que alcanzaba
los platos.

Salían luego hasta veinte mujeres vistosamente ataviadas


que servían la vianda, y ministraban la copa con el mismo
género de reverencias que usaban en sus templos.

Los platos eran de barro muy fino y solo servían una vez,
como los manteles y servilletas que se repartían luego
entre los criados. Los vasos de oro sobre salvillas de lo
mismo; y algunas veces solían beber en cocos o conchas
naturales costosamente guarnecidas. Tenían siempre a la
mano diferentes géneros de bebidas, y él señalaba las que
apetecía; unas con olor, otras de yerbas saludables y
algunas confecciones de menos honesta calidad. Usaba con
moderación de los vinos, o mejor diríamos cervezas que
hacían aquellos indios, liquidando los granos del maíz por
infusión y cocimiento: bebida que turbaba la cabeza como
el vino más robusto.

Al acabar de comer tomada ordinariamente un género de


chocolate a su modo, en que iba la sustancia del cacao,
batida con el molinillo, hasta llenar la jícara de más
espuma que licor; y después el humo del tabaco suavizado
con liquidámbar; vicio que llamaban medicina, y en ellos
tuvo algo de superstición, por ser el zumo de esta yerba
uno de los ingredientes con que se dementaban y
enfurecían los sacerdotes siempre que necesitaban perder
el entendimiento para entender al demonio.

Asistían ordinariamente a la comida tres o cuatro juglares,


de los que más sobresalían en el número de sus sabandijas;
y éstos procuraban entretenerle, poniendo como suelen su
felicidad en la risa de los otros, y vistiendo las más veces
en traje de gracia la falta de respeto. Solía decir
Moctezuma que los permitía cerca de su persona porque le
decían algunas verdades.

Después del rato del sosiego solían entrar sus músicos a


divertirle; y al son de flautas y caracoles, cuya desigualdad
de sonidos concertaban con algún género de consonancia,
le cantaban diferentes composiciones en varios metros que
tenían su número y cadencia, variando los tonos con
alguna modulación buscada en la voluntad de su oído.

El ordinario asunto de sus canciones eran los


acontecimientos de sus mayores, y los hechos memorables
de sus reyes; y éstas se cantaban en los templos, y
enseñaban a los niños para que no olvidasen las hazañas
de su nación: haciendo el oficio de la historia con todos
aquellos que no entendían las pinturas y jeroglíficos de sus
anales.

Tenían también sus cantinelas alegres, de que usaban en


sus bailes con estribillos y repeticiones de música más
bulliciosa; y eran tan inclinados a este género de regocijos,
que casi todas las tardes había fiestas públicas en alguno
de los barrios (…) fomentándolas y asistiéndolas
Moctezuma contra el estilo de su austeridad, como quien
deseaba con algún género de ambición que se contasen los
ejercicios de la ociosidad entre las grandezas de su corte.

La más señalada entre sus fiestas era un género de danzas


que llaman “mitotes”: componíanse de innumerable
muchedumbre; unos vistosamente adornados, y otros en
trajes y figuras extraordinarias. Entraban en ellas los
nobles, mezclándose con los plebeyos en honor de la
festividad, y tenían ejemplar de haber entrado sus reyes.

Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico,


conocida por el nombre de Nueva España. Población y
progresos de la América septentrional, Librería
Española de Garnier Hermanos, París, 1899, p. 241-
243
A TRAICIÓN Y CON MAÑAS

Estando, muy católico señor, en aquel real que tenía en el


campo cuando en la guerra de esta provincia estaba,
vinieron a mí seis señores muy principales vasallos de
Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio,
y me dijeron que venían de parte del dicho Mutezuma a me
decir cómo él quería ser vasallo de vuestra alteza y mi
amigo, y que viese yo qué era lo que quería que él diese
por vuestra alteza en cada año de tributo, así de oro como
de plata y piedras y esclavos y ropa de algodón y otras osas
de las que él tenía, y que todo lo daría con tanto de que yo
no fuese a su tierra, y que lo hacía porque era muy estéril y
falta de todos mantenimientos, y que le pesaría de que yo
padeciese necesidad, y los que conmigo venían; y con ellos
me envió hasta mil pesos de oro y otras tantas piezas de
ropa de algodón de la que ellos visten.

Y estuvieron conmigo en mucha parte de la guerra hasta el


fin de ella, que vieron bien lo que los españoles podían, y
las paces que con los de esta provincia se hicieron, y el
ofrecimiento que al servicio de vuestra sacra majestad los
señores y toda la tierra hicieron, de que según pareció y
ellos mostraban, no hubieron mucho placer, porque
trabajaron muchas vías y formas de me resolver con ellos,
diciendo cómo no era cierto lo que me decían, ni verdadera
la amistad que afirmaban, y que lo hacían por mi asegurar
para hacer a su salvo alguna traición.

Los de esta provincia, por consiguiente, me decían y


avisaban muchas veces que no me fiase de aquellos
vasallos de Mutezuma porque eran traidores y sus cosas
siempre las hacían a traición y con mañas, y con éstas
habían sojuzgado toda la tierra, y que me avisaban de ello
como verdaderos amigos y como personas que los conocían
de mucho tiempo acá.

Vista la discordia y desconformidad de los unos y de los


otros, no hube poco placer, porque me pareció mucho a mi
propósito, y que podría tener de más aína sojuzgarlos, y
que se dijese aquel común decir de monte, etc., y aun
acordéme de una autoridad evangélica que dice: Omme
regnum in se ipsum divisum desolabitur; y con los unos y
con los otros maneaba y a cada uno en secreto le agradecía
el aviso que me daba, y le daba crédito de más amistad que
al otro.

Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México,


D. F., 1978, p. 42
EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima


de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos
de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador
Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los
laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.

A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos


hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el
pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa
cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño
mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos
de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones
gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario
Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera
edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film
Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al
frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de
la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la
deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado
y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la
serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por
el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el
candombe.

Además: la culpable y magnífica existencia del atroz


redentor Lazarus Morell.

Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para


el aspirante. Ciclo lectivo 2004, Curso inicial
Institutos de Educación Superior, Dirección General
de Cultura y Educación. Gobierno de la Provincia de
Buenos Aires, p. 86
EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA
CONQUISTA

Los dirigentes y el grupo expedicionario de soldados,


marinos y primeros pobladores que intervinieron en la
conquista española del Nuevo Reino de Granada y en
general de América española, conforman el elemento
humano de la sociedad conquistadora o dominante.

El adelantado era el jefe de la expedición descubridora o


de conquista; era el planeador, el organizador y el caudillo
o dirigente, quien con la hueste indiana o ejército
expedicionario realizó la conquista de los pueblos y
territorios. Y era a la vez gobernador y capitán general
con poderes militares, políticos, administrativos y
jurisdiccionales para la aplicación de la justicia.

El origen de los adelantados se remonta en España al siglo


XIII, en los caudillos militares u ommes metidos adelante
que ejercían su mando en los territorios fronterizos; ellos
velaban por la seguridad de los dominios del rey y la
administración de la justicia.

En los tiempos de la conquista española de América, los


adelantados presentan un nuevo carácter, relacionado con
el aspecto privado o mixto de la empresa indiana. En tal
carácter, el adelantado es el jefe de la hueste, el capitán
general y gobernador y es el partícipe principal en un
negocio mercantil o lucrativo con los miembros de la
hueste indiana, con quienes recibía participación
económica de los beneficios de la expedición.

La presencia histórica del conquistador español en el siglo


XVI, la podemos analizar teniendo en cuenta el liderazgo
de un hombre característico de una época de crisis: un
hombre dualista que se encuentra enmarcado y cabalgando
entre dos mundos en la concepción ideológica: el
teocéntrico y señorial del mundo medieval y el
antropocéntrico y mercantilista del mundo renacentista.

El primero representa una concepción religiosa de la vida y


una estructura socio-económica con influencia feudal o
señorial; en cambio, el segundo representa una concepción
individualista y mercantilista de un mundo que estaba en
los albores de la modernidad.

Un ejemplo característico de este tipo de dirigente de la


conquista, nos lo presenta en el Nuevo Reino de Granada
el adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, el
conquistador de la tierra de los muiscas, jurista, letrado,
humanista, encomendero, colonizador y hombre polémico,
quien es típico representante de una época en la cual se
entrecruzan la tradición y la modernidad, la sumisión al rey
la rebeldía, el sentido de justicia y el deseo de afirmar su
personalidad.

El conquistador español que llegó a estas tierras presenta


intereses de dominación en todos los actos en relación con
la sociedad indígena dominada. El recibe y practica la idea
de una época en la cual todo europeo considera que tiene
derecho sobre los pueblos dominados de todo el mundo.

El solo hecho de recibir autorización de la Corona para


conquistar y colonizar, tomar posesión de las tierras en
ceremonia especial y hacer el requerimiento a los indios y
dejar las actas correspondientes, les daba el justo título y
el derecho a la guerra justa contra los pueblos dominados,
según las ideas europeas de la época.

El grupo social del cual surgieron los adelantados o


dirigentes de la conquista, fue el de los hidalgos o de la
baja nobleza y también algunos pertenecientes a la
incipiente burguesía mercantil, compuesta principalmente
por comerciantes y letrados.(…)

Tanto los hijosdalgo como los comerciantes y letrados, con


el acicate del oro, buscaban movilidad social y prestigio en
la sociedad. Ellos concibieron la meta de prestigio, por el
camino de la adquisición de honores y riqueza en la
conquista de estas tierras y pueblos.

Los ideales, sentimientos y creencias de los


conquistadores, llevaron a la decisión y a la actuación ante
una determinada situación de la acción conquistadora.
Algunos actuaron en forma muy independiente, e hicieron
norma aquella célebre frase: “se acatan las órdenes, pero
no se cumplen.

En la acción y dinámica de la conquista existen algunos


tipos de caudillos en relación con el poder y la acción: Un
tipo de caudillo de la conquista es el que surge por
autoridad legal, cuyo poder se basa en el instrumento de la
capitulación o contrato entre la Corona y la empresa
Indiana. Presenta un sentido burocrático-caudillista, en el
cual el poder del líder se basa en la autoridad legal. (…)

Otro tipo de liderazgo que surgió en la conquista fue el


caudillo carismático o de prestigio en la acción
conquistadora. Fueron aquellos caudillos que se hicieron
en la dinámica de la conquista, y se convirtieron en los
salvadores de una determinada situación, y en especial
ante el peligro.

Su poder lo recibieron por reconocimiento y acatamiento


de los miembros de la hueste indiana; tal fue el caso del
conquistador Vasco Núñez de Balboa en el Darién, quien
aparece como un verdadero caudillo popular y canaliza los
ánimos de los soldados para desconocer a Martín
Fernández de Enciso y establecer el primer gobierno de
facto en Tierra Firme.

El caudillo conquistador dominante por prestigio adquirido


por su decisiva participación en la conquista, presenta un
liderazgo de dimensiones nacionales. Tal fue el caso del
conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, quien adquirió
gran prestigio en sus conquistas y se convirtió en el eje del
poder en el Nuevo reino de Granada y en el defensor de los
antiguos conquistadores y encomenderos. Es por ello que
su personalidad es polémica, tanto entre sus seguidores
como entre sus enemigos.

Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia,


Plaza & Janés, Colombia, 2004, p. 67-71
LA ESCLAVITUD NEGRA

La enorme importancia que tuvieron el interés y el capital


privados en la etapa que podríamos caracterizar como
propiamente de la conquista de América, aproximadamente
hacia el año 1570, obligó al rey de España y al Consejo de
Indias a otorgar a los conquistadores una serie de
garantías, regalías y excepciones que en lenguaje histórico
más técnico llamamos sentido premial de la conquista.
Tales regalías se refirieron muchas veces directamente a la
esclavitud negra.

Hernán Cortés y Francisco Pizarro, por ejemplo, además


de los permisos que obtuvieron para conquistar México y
Perú, respectivamente, recibieron autorizaciones para
introducir cantidades considerables de esclavos negros en
sus gobernaciones; y como ellos, aunque en menor escala,
los otros conquistadores de las diferentes regiones de
América.

Permisos para pasar a las Indias con un número de


esclavos que fluctuaba entre tres y ocho se les dio a casi
todos los funcionarios nombrados por el Consejo en el siglo
XVI: virreyes, gobernadores, oidores, contadores,
fundidores, así como a las dignidades eclesiásticas y hasta
los simples párrocos.

El motivo de esta largueza se explica recordando que a la


mayoría de estos funcionarios les estaba vedado servirse
de la población indígena para fines domésticos o
comerciales. Aunque no pagaban derecho por su
introducción y les estaba prohibido venderlos, esta última
disposición casi nunca se cumplió, y constituía este
mecanismo de entrada de negros una de las formas más
seguras y baratas de mantener un pequeño mercado
negrero, hasta en las regiones más impensadas del Nuevo
Mundo.

El esclavo negro fue un objeto de comercio que llegó a


todas partes con la conquista misma, no después de ella.
En las huestes que pusieron sitio a la ciudad maravillosa de
Tenoctitlán, en las que en un golpe de suerte y de audacia
apresaron a Atahualpa, en las que atravesaron la cumbres
de los Andes; en todas ellas se vendían y compraban
esclavos negros, alternando el comercio con la guerra y
con los actos de toma de posesión y las fundaciones de las
primeras ciudades.

Los armadores de estas expediciones de descubrimientos y


conquistas, generalmente los mismos capitanes de ellas,
incluían en sus bagajes a los esclavos negros que habían
conseguido por privilegios reales y los vendían a elevados
precios si la partida había resultado económicamente
provechosa.

Las regalías llegaron más lejos, pues el rey deseaba y


necesitaba que las provincias que se iban agregando al
imperio colonial adquirieran una fisonomía económica y
social apropiada, se asentara, como se decía en la época,
para lo cual debió dar garantías y franquicias especiales.
Tales garantías, en materia de esclavos, se tradujeron en la
disposición por la que los negros fueron declarados
inembargables en varias circunstancias: por ejemplo,
cuando eran indispensables para hacer producir un
trapiche o una mina, y si la deuda que motivaba el
embargo era a favor del rey. A los conquistadores se les
podían embargar todos sus bienes por deudas, con
excepción de su cama, un caballo y dos esclavos. En el
Perú y en Chile, una mina podía ser retenida por su actual
usufructuario o concesionario si estaba poblada, es decir,
trabada por 8 indios o 4 negros.

Si la política económica general de la corona española fue


favorable a la esclavitud negra, hubo algunos actos
ocasionales que incidieron aún más directamente en la
consolidación de la esclavitud como una institución
característica del periodo de la conquista; uno de los más
importantes fue el otorgamiento de juros o anualidades.

En los primeros decenios del siglo XVI, la corona española,


siempre en apuros económicos, se vio a veces obligada a
confiscar las remesas de dinero de particulares, por lo
general conquistadores y mercaderes, que llegaban a
España desde las Indias en las flotas anuales. A cambio de
estos préstamos forzosos pagaba un interés relativamente
alto en juros, que eran algo así como bono de deuda
pública. La particularidad de estos juros es que por
muchos años se acostumbró a convertirlos en licencias
para introducir esclavos negros en América, lo que llegó a
transformarlos en un buen negocio que atrajo a muchos de
los que se habían enriquecido con la conquista.

El sistema de juros vinculó directamente a los grandes


conquistadores, a los hombres de empresa de la conquista,
con la esclavitud negra. Los primeros conquistadores, en
cada región de América, fueron también los primeros
importadores de esclavos y los más importantes
detentadores de la mano de obra negra.

Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América,


EUDEBA, Buenos Aires, 1964, p. 22-24
NAUFRAGIO

Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos
habían dicho, vinieron a nosotros, como lo habían
prometido, y nos trajeron mucho pescado y den unas raíces
que ellos comen, y son como nueces, algunas mayores o
menores; la mayor parte de ellas se sacan de bajo del agua
y con mucho trabajo. A la tarde volvieron, y nos trajeron
más pescado y de las mismas raíces, y hicieron venir sus
mujeres e hijos para que nos viesen; y ansí se volvieron
ricos de cascabeles y cuentas que les dimos, y otros días
nos tornaron a visitar con lo mismo que estotras veces.

Como nosotros viamos que estábamos proveídos de


pescados y de raíces y de agua y de las otras cosas que
pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir
nuestro camino, y desenterramos la barca de la arena en
que estaba metida, y fue menester que nos desnudásemos
todos y pasásemos gran trabajo para echarla al agua,
porque nosotros estábamos tales, que otras cosas muy más
livianas bastaban para ponernos en él; y así embarcados, a
dos tiros de ballesta dentro en la mar nos dio tal golpe de
agua, que nos mojó a todos; y como íbamos desnudos, y el
frío que hacía era muy grande, soltamos los remos de las
manos, y a otro golpe que la mar nos dio, trastornó la
barca; el veedor y otros dos se asieron de ella para
escaparse; mas sucedió muy al revés, que la barca los tomó
debajo y se ahogaron.

Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a


todos los otros, envueltos en las olas y medio ahogados, en
la costa de la misma isla, sin que faltasen más de los tres
que la barca había tomado debajo. Los que quedamos
escapados, desnudos como nacimos, y perdido todo lo que
traíamos; y aunque todo valía poco, para entonces valía
mucho.

Y como entonces era por noviembre, y el frío muy grande,


y nosotros tales, que con poca dificultad nos podían contar
los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte.
De mí sé decir que desde el mes de mayo pasado yo no
había comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas veces
me ví en la necesidad de comerlo crudo; porque aunque se
mataron los caballos entre tanto que las barcas se hacían,
yo nunca pude comer de ellos, y no fueron diez veces las
que comí pescado.

Esto digo por excusar razones, porque pueda cada uno ver
qué tales estaríamos. Y sobre todo lo dicho, había
sobrevenido viento norte, de suerte que más estábamos
cerca de la muerte que de la vida. Plugo a nuestro Señor
que, buscando los tizones del fuego que allí habíamos
hecho, hallamos lumbre, con que hicimos grandes fuegos; y
ansí, estuvimos pidiendo a nuestro Señor misericordia y
perdón de nuestros pecados, derramando muchas
lágrimas, habiendo cada uno lástima, no sólo de sí, más de
todos los otros, que en el mismo estado vian.

Y a hora de puesto el sol, los indios, creyendo que no nos


habíamos ido, nos volvieron a buscar y a traernos de
comer; mas. Cuando ellos nos vieron ansí en tan diferente
hábito del primero, y en manera tan extraña, espantáronse
tanto, que se volvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos, y
vinieron muy espantados; hícelos entender por señas cómo
se nos había hundido una barca, y se habían ahogado tres
de nosotros; y allí en su presencia ellos mismos vieron dos
muertos, y los que quedábamos íbamos aquel camino.

Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el


desastre en qué estábamos, con tanta desventura y
miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y
lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna,
comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos
de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora; y
cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a
manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en
mí y en otros de la compañía creciese más la pasión y la
consideración de nuestra desdicha.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana


Lukin (compiladora). Una América de novela,
Sudamericana, Buenos Aires, 2001, p. 154-155
EL CHOQUE BÉLICO

En el choque bélico de la conquista, contra la superioridad


numérica y el conocimiento del terreno que poseía el indio,
el español tuvo en su favor la superioridad el armamento y
la contextura vital del hombre dispuesto a atacar y
dominar despreciando la muerte.

La diferencia de armamentos era sideral a pesar de que las


huestes del Tucumán podían ser calificadas de
menesterosas. Los invasores portaron ballestas y diversas
clases de armas de fuego y armas blancas probadas en las
guerras europeas, y la expedición de Lerma a salta (1582)
contó hasta con un anticuado tiro de bronce con dos
recámaras.

Las armas defensivas con que los españoles protegían su


cuerpo eran variadas y efectivas: mallas, cotas y quijadas
de acero; escudos como la adarga de cuero, y la rodela
hecha de madera; el escaupil, una defensa acolchada de
algodón que cubría desde los hombros hasta la rodilla, muy
frecuente en el Tucumán.
Los juríes, al cultivar y trabajar el algodón para los
españoles, les proveyeron de esta defensa en la lucha
contra los indios rebeldes.

La hueste contó con el caballo, considerado por muchos


historiadores como el arma fundamental e indispensable de
la conquista. Su uso en gran escala se explica porque,
superada la primera escasez, la reproducción hizo caer
vertiginosamente los precios. Ya para 1570, en Charcas
podía obtenerse un buen caballo de guerra por 80 pesos.

La sagacidad indígena se pone de manifiesto en las tácticas


utilizadas para contrarrestarlo. Una de ellas fue el
habilísimo recurso de las boleadoras pamperas que
infligieron una rodada colectiva a los jinetes de la
expedición de Mendoza en el desastroso encuentro del río
Luján. En el Noroeste los hoyos destinados primero a las
fieras sirvieron para entrampar caballos y jinetes en su
fondo erizado de fuertes púas.
Para la contienda los indígenas utilizaron en bloques las
armas y tácticas tradicionales que les servían en las luchas
tribales; es lo que Jara denomina “la guerra primitiva al
comienzo de la conquista”. Los fosos, hondas, flechas, la
macana, el envenenamiento de las aguas, el
desmoronamiento de piedras en los pasos estrechos,
fortalezas como los pucaráes levantados en las cumbres,
sirvieron muchas veces para detener el ímpetu español.

El arco y la flecha fueron armas de uso frecuente, con


ejercicios de práctica en los poblados; al entrar Rojas a
Santiago del Estero observó que los indios “tiene hechos
sus terreros donde tiran el arco”.

En el Litoral las flechas encendidas causaban estragos en


los miserables ranchos de paja de los conquistadores. En el
Tucumán, sus puntas emponzoñadas causaron muchas
víctimas. Los españoles descubrieron el contraveneno
experimentando con un indio a quien flecharon los muslos
dejándolo en libertad; “el indio se fue así herido, que
apenas podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y
majolas en un mortero grande, y de la una bebió luego el
zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada
en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha
y sacola, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba
que había majado, y estuvo después con mucha dieta y
sano prestamente”.

Quizá ya en el siglo XVI podamos descubrir la segunda


etapa reconocida por Jara en la vida militar araucana, “la
evolución militar por imitación de armas y de algunos
métodos de los españoles”. Permite suponerlo Levillier
cuando apunta que los indios calchaquíes se volvían más
expertos en el uso de las armas españolas y alcanzaban
victorias contra grupos numerosos, en las mismas
circunstancias en que antes huían de un poder mucho
menor.

Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C.


Chiaramone, Historia Argentina. De la Conquista a la
Independencia, Volumen 2, Paidós, Buenos Aires,
1972, p. 56-57
EL SUPLICIO DE ATAHUALPA

Acusábase a Atahualpa de que siendo hijo bastardo hubiese


usurpado el trono de los incas y condenado a muerte a su
hermano; de ser idólatra; de tener muchas concubinas; de
haber gastado los tesoros del imperio que por derecho de
conquista pertenecían al rey de España; y de haber
levantado gente contra los castellanos. Siete de éstos, que
fueron llamados a declarar, sirvieron para acumular cargos
contra el acusado. Los indios prestaron sus declaraciones
por medio del intérprete Felinillo, que estaba interesado en
la condenación del inca; y aunque algunos de ellos se
negaron resueltamente a responder y otros dijeron no a
todas las preguntas, bastó que la mayoría declarara en
sentido afirmativo, para que el tribunal condenase a
Atahualpa a ser quemado vivo.

Algunos soldados castellanos propusieron que se apelara


de la sentencia ante Carlos V; pero la mayoría los acusó de
traidores. Como solía hacerse entre los españoles del siglo
XVI en casos semejantes, se consultó la opinión de los
teólogos para tranquilizar las conciencias; y el voto de
Valverde fue concebido en estos términos:

“Hay causa para matar a Atahualpa, y si es necesario, yo


firmaré la sentencia.”

En aquel simulacro de juicio, todo fue inicuo. La historia no


recuerda un crimen más injustificable que el proceso y
muerte de Atahualpa.

El desgraciado inca no pudo recibir con firmeza tamaño


golpe. Suplicó a Pizarro con las lágrimas en los ojos que le
perdonara la vida, comprometiéndose a pagar un doble
rescate; pero aunque el general no pudo contener su
emoción, no se atrevió a volver atrás.

Perdida toda esperanza, Atahualpa recobró alguna


tranquilidad y se dispuso para morir. En la noche del
sábado 29 de agosto de 1533, salió al patíbulo y rodeado
de una fuerte escolta y cargado de grillos. Cerca de la
hoguera, el padre Valverde trató de convertirlo,
prometiéndole suavizar el rigor de su suplicio con la
aplicación del garrote. El temor de una muerte cruel le
hizo aceptar esta gracia, y el infortunado inca recibió el
bautismo con el nombre de Juan. Pidió que su cadáver
fuese llevado a Quito para ser sepultado en la tumba de sus
abuelos, y encargó a Pizarro que tomara a sus hijos bajo su
protección. Entonces fue amarrado al palo fatal; y mientras
los españoles entonaban el Credo, el verdugo estranguló al
último soberano del Perú.

Al día siguiente, Pizarro mandó celebrar en la nueva iglesia


los funerales del inca. Como si no tuviera conciencia del
crimen cometido, él mismo asistía a la ceremonia en traje
de duelo; y pudo ver las manifestaciones de dolor de las
hermanas y esposas de Atahualpa. Según la costumbre del
imperio, querían ahorcarse sobre su cadáver; y toda la
actividad de los cristianos no bastó para impedir el
voluntario sacrificio de algunas de ellas.

Pocos días después regresó Hernando de Soto de su


expedición. Traía la noticia de que eran infundadas las
acusaciones hechas a Atahualpa; y al saber la condenación
de éste, manifestó el más profundo pesar por tan gran
desgracia y por tan inhumana maldad: “Muy mal lo ha
hecho su señoría, y fuera justo aguardarnos”, dijo el
honrado caballero.

Pizarro no pudo contestar aquel reproche sino


disculpándose, atribuyendo lo hecho a las sugestiones de
algunos de los suyos. El crimen comenzaba a avergonzar a
sus mismos autores.

Diego Barros Arana, Compendio de Historia de


América. Cabaut y Cía editores, París, 1926,
QUEMANDO PAPELES INÚTILES

Convencidos de su vocación y especialistas en las cosas de


Dios, los misioneros desembarcaron en México con el afán
de imitar a Cristo e impulsar una religión limpia de ídolos y
supersticiones. Andaban a pie, vestían humildemente,
comían gracias a la limosna y predicaban por señas en
plazas y mercados.

Dado que la comunicación con los indígenas en esas


condiciones era casi imposible, los misioneros decidieron
aprender las lenguas de los indios, y comenzaron a
recopilar palabras que tomaban de los niños. Así fueron
haciendo vocabularios, sermones, catecismos, vidas de
santos y piezas teatrales.

Como suele ocurrir, aparecieron voces que consideraron


insuficiente el aprendizaje de las lenguas. Había que ir más
allá si querían desterrar las prácticas paganas, esto es,
conocer las costumbres y modos de vida de los indígenas
antes de la conquista española.

Fue entonces que los misioneros recurrieron al canto, al


teatro, a la pintura y a los espectáculos imponentes y
multitudinarios. Se hicieron dibujos en papel de amate y en
las paredes de capillas e iglesias se pintaron escenas
religiosas.

La mística de los religiosos llegó a tales alturas que, para


sensibilizar a los espectadores, algunos llegaron a arrojar
animales vivos al fuego, a azotarse públicamente, y a
lanzarse sobre brasas encendidas para que el indiaje
aprendiera cómo se sufría en el Infierno.

Digamos, para finalizar, que este calor religioso no fue el


que predominó en los primeros tiempos, pues al principio,
el mundo prehispánico fue considerado obra del demonio.

Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México,


interlocutor de la imprenta y fundador de un colegio para
nobles indígenas, escribió que sus monjes habían arrasado
templos e ídolos; él mismo dirigió la destrucción en
Teotihuacan, y envió a la hoguera al cacique Texcoco.

Diego de Landa, autor de un alfabeto útil para el


desciframiento de la escritura maya, informó:

“Usaba esta gente ciertos caracteres o letras con la cuales


escribían sus libros sobre sus cosas antiguas y su ciencias.
Hallámosle gran número de libros, y porque no tenían sino
superstición y falsedades del demonio se los quemamos
todos”.

El español Diego de Landa no era el primero, antes que él,


Tlacaélel, asesor de emperadores aztecas, había mandado
quemar las crónicas y los archivos para inventar una
historia a la medida de las necesidades de un imperio que
iba en ascenso.

Ni el primero, ni el último.

Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere,


Buenos Aires, 2006, p. 156-157
VIAJE AL RÍO DE LA PLATA

Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de


navegar quinientas leguas llegamos a un río dulce que se
llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos
leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un
puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros
catorce buques, y de inmediato nuestro capitán general
don Pedro de Mendoza ordenó y dispuso que los marineros
condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los
buques grandes solamente podían llegar a una distancia de
un tiro de arcabuz de la tierra; para eso se tienen los
barquitos que se llaman bateles o botes.

Desembarcamos en el Río de la Plata en día de los Santos


Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de
indios llamado Charrúas, que eran como dos mil hombres
adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos
abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de
modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en
cuero, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un
pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las
rodillas. Entonces don Pedro de Mendoza ordenó a sus
capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se
la pusieran al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no
tienen más de ocho leguas de ancho.

Ulrico Schmidl

Schmidl fue un soldado alemán del siglo XVI que acompañó


a Pedro de Mendoza a América, desde 1534 a 1553. Es
considerado por algunos como el primer periodista del
descubrimiento. Al regresar de su viaje, ya en Alemania,
escribió las crónicas de lo que había conocido en el nuevo
continente.

Schmidl, Ulrico, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII,


Colección Buen Aire, EMECE, Buenos Aires, 1945. En
Leer x leer, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de
Educación, Ciencia y Tecnología, Volumen 3, 2004, p.
174-175
PINTURA Y LABRADO DE LOS INDIOS. SUS
BORRACHERAS Y BANQUETES

Labrábanse los cuerpos, y cuanto más, (por) tanto más


valientes y bravos se tenían, porque el labrarse era gran
tormento. Y era de esta manera: los oficiales de ello
labraban la parte que querían con tinta y después
sajábanle delicadamente las pinturas y así, con la sangre y
tinta, quedaban en el cuerpo las señales; y que se labraban
poco a poco por el grande tormento que era, y también
después (se ponían) malos porque se les enconaban las
labores y supurábanse que con todo esto se mofaban de los
que no se labraban. Y que se precian mucho de ser
requebrados y tener gracias y habilidades naturales, y que
ya comen y beben como nosotros.

Que los indios eran muy disolutos en beber y


emborracharse, de lo cual les seguían muchos males como
matarse unos a otros, violar las camas pensando las pobres
mujeres recibir a sus maridos, también con sus padres y
madres como en cada de sus enemigos; y pegar fuego a sus
casas: y que con todo se perdían por emborracharse.

Y cuando la borrachera era general y de sacrificios,


contribuían todos para ello, porque cuando era particular
hacía el gasto el que la hacía con ayuda de sus parientes. Y
que hacen el vino con miel y agua y cierta raíz de un árbol
que para esto criaban, con lo cual se hacía el vino fuerte y
muy hediondo; y que con bailes y regocijos comían
sentados de dos en dos o de cuatro en cuatro, y que
después de comido, los escanciadores, que no se solían
emborrachar, traían unos grandes artesones de beber
hasta que se hacía un zipizape; y las mujeres tenían mucho
cuidado de volver a borrachos a casa sus maridos.

Que muchas veces gastan en su banquete lo que en


muchos días, mercadeando y trompeando, ganaban; y que
tienen dos maneras de hacer estas fiestas.

La primera, que es de los señores y gente principal, obliga


a cada uno de los convidados, a que hagan otro tal
banquete y que den a cada uno de los convidados una ave
asada, pan y bebida de cacao en abundancia y al fin del
banquete suelen dar a cada uno una manta para cubrirse y
un banquillo y el vaso más galano que pueden, y si muere
alguno de ellos es obligada la casa o sus parientes a pagar
el banquete.

La otra manera es entre parentelas, cuando casan a sus


hijos o hacen memoria de las cosas de sus antepasados; y
ésta no obliga a restitución, salvo que si cuando han
convidado a un indio a una fiesta así, él convida a todos
cuando hace fiesta o casa a sus hijos.
Y sienten mucho la amistad y la conservan (aunque estén)
lejos unos de otros, con estos convites; y que en estas
fiestas les daban de beber mujeres hermosas las cuales,
después de dado el vaso, volvían las espaldas al que lo
tomaba hasta vaciado el vaso.

Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de


América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados.
Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p.
163-165
EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS

Hay en esta isla Española unos cardos, que cada uno de


ellos lleva una `piña (o, mejor diciendo, alcachofa), puesto
que, porque parece piña, las llaman los cristianos piñas, sin
lo ser. Ésta es una de las más hermosas frutas que yo he
visto en todo lo que de el mundo he andado…Ninguna de
éstas, ni otras muchas que yo he visto, no tuvieron tal fruta
como estas piñas o alcachofas, ni pienso que en el mundo
la hay que se le iguale en estas cosas justas que ahora diré.
Las cuales son: hermosura de vista, suavidad de olor, gusto
de excelente sabor. Así que, de cinco sentidos corporales,
los tres que se pueden aplicar a las frutas, y aun en el
cuarto, que es el palpar, en excelencia participa de estas
cuatro cosas o sentidos sobre todas las frutas y manjares
del mundo, en que la diligencia de los hombres se ocupe en
el ejercicio de la agricultura. Y tiene otra excelencia muy
grande, y es que, sin algún enojo del agricultor, se cría y
sostiene. El quinto sentido, que es el oi: la fruta no puede
oir ni escuchar, pero podrá el lector, en su lugar, atender
con atención lo que de esta fruta yo escribo, y tenga por
cierto que no me engaño, ni me alargo, en lo que diejre de
ella. Porque, puesto que la fruta no puede tener los otro
cuatro sentidos que le quise atribuir o significar
anteriormente, hase de entender en el ejercicio y persona
del que la come, y no de la fruta (que no tiene ánima. Sino
la vegetativa y sensitiva, y le falta la racional, que está en
el hombre con las demás).

(…) Mirando el hombre la hermosura de ésta, goza de ver


la composición y adornamiento con que la Natura la pintó e
hizo tan agradable a la vista para recreación de tal sentido.
Oliéndola, goza el otro sentido de un olor mixto con
membrillos y duraznos o melocotones, y muy finos
melones, y demás excelencias que todas estas frutas juntas
y separadas, sin alguna pesadumbre; y no solamente la
mesa en que se pone, mas, mucha parte de la casa está,
siendo madura y de perfecta sazón, huele muy bien y
conforta este sentido del oler maravillosa y
aventajadamente sobre todas las otras frutas. Gustarla es
una cosa tan apetitosa y suave, que faltan palabras, en este
caso, para dar al propio su loor en esto; porque ninguna de
las otras frutas que he nombrado, no se pueden con
muchos quilates, comparar a ésta.

Palparla, no es, a la verdad, tan blanda ni doméstica,


porque ella misma parece que quiere ser tomada con
acatamiento de alguna toalla o pañizuela; pero puesta en la
mano, ninguna otra da tal contentamiento. Y medidas
todas estas cosas y particularidades, no hay ningún
mediano juicio que deje de dar a estas piñas o alcachofas el
principado de todas las frutas.

(…) Y para los que nunca le vieron sino aquí, no les puede
desagradar la pintura, escuchando la lectura; con tal
aditamento y promesa, que les certifico que si algún
tiempo la vieren, me habrán por disculpado si no supe ni
pude justamente loar esta fruta. Verdad que ha de tener
respecto y advertir, el que quisiere culparme, en que
aquesta fruta es de diversos géneros o bondad (una más
que otra), en el gusto y aun en las otras particularidades. Y
el que ha de ser juez, ha de considerar lo que está dicho, y
lo que más aquí diré en el proceso o también de las
diferencias de estas piñas. Y si, por falta de colores y del
dibujo, yo no bastare a dar a entender lo que querría saber
decir, dese la culpa a mi juicio, en el cual, a mis ojos, es la
más hermosa fruta de todas las frutas que he visto, y la que
mejor huele y mejor sabor tiene; y en su grandeza y color,
que es verde, alumbrado o matizado de un color amarillo
muy subido, y cuanto más se va madurando, más participa
del jalde, y va perdiendo de lo verde, y así se va
aumentando el olor de más que perfectos melocotones, que
participan también del membrillo; que éste es el olor con
que más similitud tiene esta fruta; y el gusto es mejor que
los melocotones y más jugoso.

Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y


conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros
y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM,
México, D. F., p. 185-187
LA COCA

En el Pirú no se da, más dase la coca, que es otra


superstición harto mayor y parece cosa de fábula. En
realidad de verdad, en sólo Potosí monta más de medio
millón de pesos cada año la contratación de la coca. por
gastarse de noventa a noventa y cinco mil cesto della, y
aún en el año de ochenta y tres, fueron cien mil.

Vale un cesto de coca en el Cuzco, de dos pesos y medio a


tres, y vale en Potosí, de contado, a cuatro pesos y seis
tomines, y a cinco pesos ensayados; y es el género sobre
que se hacen cuasi todas las ventas fraudulentas, porque
es mercadería de que hay gran expedición.

Es pues la coca tan preciada, una hoja verde pequeña que


nace en unos arbolillos de obra de un estado de alto; críase
en tierras calidísimas y muy húmedas; da este árbol cada
cuatro meses esta hoja, que llaman allá tresmitas.

Quiere mucho cuidado en cultivarse, porque es muy


delicada y mucho más en conservarse después de cogida.
Métenla con mucho orden en unos cestos largos y
angostos, y cargan los carneros de la tierra, que van con
estas mercadería a manadas, con mil, y dos mil y tres mil
cestos.

El ordinario es traerse de los Andes, de valles de calor


insufrible, donde los más del año llueve y no cuesta poco
trabajo a los indios, ni aun pocas vidas, su beneficio por ir
de la sierra y temples fríos a cultivalla y beneficialla y
traella. Así hubo grandes disputas y pareceres de letrados
y sabios, sobre si arrancarían todas las chacras de coca; en
fin han permanecido.

Los indios la aprecian sobremanera, y en tiempo de los


reyes Ingas no era lícito a los plebeyos usar la coca sin
licencia del Inga o su gobernador.

El uso es traerla en la boca y mascarla, chupándola; no la


tragan; dicen que les da gran esfuerzo y es singular regalo
para ellos. Muchos hombres graves lo tienen por
superstición y cosa de pura imaginación.

Yo por decir verdad, no me persuado que sea pura


imaginación; antes entiendo que en efecto obra fuerzas y
aliento en los indios, porque se ven efectos que no se
pueden atribuir a la imaginación, como es con un puño de
coca caminar doblando jornadas sin comer a las veces otra
cosa, y otras semejantes obras.

La salsa con que la comen es bien conforme al manjar,


porque ella yo la he probado y sabe a vino de uva, y los
indios la polvorean con ceniza de huesos quemados y
molidos, o con cal, según otros dicen. A ellos les sabe bien
y dicen les hace provecho, y dan su dinero de buena gana
por ella, y con ella rescatan como si fuese moneda, cuanto
quieren.

Todo podrían bien pasar si no fuese el beneficio y trato de


ella con riesgo suyo y ocupación de tanta gente. Los
señores Ingas usaban la coca por cosa real y regalada, y en
sus sacrificios era la cosa que más ofrecían, quemándola
en honor de sus dioses.

Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de


América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados.
Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p.
246-147
ENTERRAMIENTOS

En la comarca del Cuzco entierra a sus difuntos sentados


en unos asentamientos principales, a quien llaman duhos,
vestidos y adornados de lo más principal que ellos poseían

(…) En la provincia de Chincham, que es en estos llanos,


los entierran echados en barbacoas o camas o camas
hechas de caña. En otro valle destos mismos, llamado
Lunaguana, los entierran sentados. Finalmente, acerca de
los enterramientos, en estar echados o en pie o sentados,
discrepan unos de otros. (…) Y apartados unos de otros se
ven gran número de calaveras y de sus ropas, ya
podrecidas y gastadas con el tiempo.

Llaman a estos lugares, que ellos tienen por sagrados,


guaca, que es nombre triste, y muchas dellas se han
abierto y aun sacado los tiempos pasados, luego que los
españoles ganaron este reino, gran cantidad de oro y plata;
y por estos valles se usa mucho el enterrar con el muerto
sus riquezas y cosas preciadas, y muchas mujeres y
sirvientes de los más privados que tenía el señor siendo
vivo.

Y usaron en los tiempos pasados de abrir las sepulturas y


renovar la ropa y comida que en ellas habían puesto. Y
cuando los señores morían, se juntaban los principales del
valle y hacían grandes lloros, y muchas de las mujeres se
cortaban los cabellos hasta quedar sin ningunos, y con
tambores y flautas salían con sones tristes cantando por
aquellas partes por donde el señor solía festejarse más a
menudo, para provocar a llorar a los oyentes. Y habiendo
llorado hacían más sacrificios y supersticiones, teniendo
sus pláticas con el demonio. Y después de hecho esto, y
muertóse algunas de sus mujeres, los metían en las
sepulturas con sus tesoros y no poca comida, teniendo por
cierto que iban a estar en la parte que el demonio les hace
entender.

Y guardaron, y aun agora lo acostumbran generalmente,


que antes que los metían en las sepulturas los lloran cuatro
o cinco o seis días, o diez, según es la persona del muerto;
porque mientras mayor es más honra se le hace y mayor
sentimiento muestran, llorándolo con grandes gemidos y
endechándolo con música dolorosa, diciendo en sus
cantares todas las cosas que sucedieron al muerto siendo
vivo. Y si fue valiente, llevándolo con estos lloros contando
sus hazañas; y al tiempo que meten el cuerpo en la
sepultura, algunas joyas y ropas suyas queman junto a ella,
y otras meten con él.

Muchas destas ceremonias ya no se usan, porque Dios no


lo permite, y porque poco a poco van estas gentes
conociendo el error que sus padres tuvieron, y cuán poco
aprovechan estas pompas y vanas honras, pues basta
enterrar los cuerpos en sepulturas comunes, como se
entierran los cristianos, sin procurar de llevar consigo otra
cosa que buenas obras, pues lo demás sirve de agradar al
demonio y que el ánima abaje al infierno más pesada y
agravada.

Aunque cierto los más de los señores viejos tengo que se


deben mandar enterrar en partes secretas y ocultas, de la
manera ya dicha, por no ser vistos ni sentidos por los
cristianos. Y que lo hagan así lo sabemos y entendemos por
los dichos de los más mozos.

Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de


América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados.
Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p.
219-221
SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE
ÁVILA Y GIL GONZÁLEZ

Al fin se hallaron a los hermanos Ávila, y hecha la


información y concluso el pleito para sentenciarle, los
sentenciaron a cortar las cabezas, y puestas en la picota, y
perdimiento de todos sus bienes, y las casas sembradas de
cal y derribadas por el suelo, y en medio de un padrón
(columna con una lápida y una inscripción, a veces,
infamante) en él escrito con letras grandes su delito, y que
aquél se estuviese para siempre jamás, que nadie fuese
osado a quitarle ni borrarle letra son pena de muerte; y
que el pregón dijese:

“Es esta la justicia que manda hacer Su Majestad y la real


audiencia de México, el virrey y demás autoridades en su
nombre, a estos hombres, por traidores contra la corona
real, etc.”

Y así proseguía el pregón.

Fuéronles a notificar la sentencia; ya se entenderá como se


debió recibir. Dicen, el Alonso de Ávila, en acabándosela de
leer, se dio una palmada en la frente, y dijo:

-¿Es posible esto? Dijéronle: - Sí, señor: y lo que conviene


es que os pongáis bien con Dios y le supliquéis perdone
vuestros pecados.

Y él respondió: -¿No hay otro remedio? –No.

Y entonces empezárosle a destilar las lágrimas de los ojos


por el rostro abajo, que le tenía muy lindo, y el que le
cuidaba, era muy blanco y muy gentil hombre, y muy
galán, tanto que le llamaban dama, porque ninguna por
mucho que lo fuese tenía tanta cuenta de pulirse y andar
en orden: el que más bien se traía era él y con más criados,
y podía, porque era muy rico; cierto que era de los más
lucidos caballeros que había en México.

Lo que dijo Alonso de Ávila


Desde a un poco, después que la barba y rostro tenía
totalmente en lágrimas, dio un gran suspiro y dijo:

-¡Ay, hijos míos y mi querida mujer! ¿Ha de ser posible que


esto suceda en quien pensaba daros descanso y mucha
honra, después de Dios, y que haya dado la fortuna vuelta
tan contraria, que la cabeza y rostro hermoso, vosotros
habéis de ver en la picota, al agua y al sereno, como se ven
las de los muy bajos e infames que la justicia castiga por
hechos atroces y Feos? ¿Esta es la honra, hijos míos, que
de mí esperabais ver? ¡Inhabilitados de las preeminencias
de caballeros! Mucho mejor os estuviera ser hijos de un
muy bajo padre, que jamás supo de honra.

Después de cortada, con la grita y lloros, y sollozos, volvió


la cabeza Alonso de Ávila, y como vio a su hermano
descabezado dio un muy gran suspiro, que realmente no
creyó hasta entonces que había de morir, y como le vio así,
hincóse de rodillas y tornó a reconciliarse; alzó una mano,
blanca más que de dama. y empezó a retorcerse los bigotes
diciendo los salmos penitenciales, y llegado al del
Miserere, empezó a desatar los cordones del cuello, muy
despacio, y dijo, vueltos los ojos hacia su casa:

-¡Ay, hijos míos, y mi querida mujer, y cuáles os dejo!

Y entonces fray Domingo de Salazar, obispo que es ahora


de Filipinas, le dijo:

-No es tiempo éste, señor, que haga vuesa merced eso, sino
mire por su ánima, que yo espero en Nuestro Señor, de
aquí se irá derecho a gozar de él, y yo le prometo de
decirle mañana una misa, que es día de mi padre Santo
Domingo.

Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista


de América…p. 178-179
EL PARAÍSO DE MAHOMA

“Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros


arcabuces –escribiría el alemán Ulrico Schmidl, llegado
con Pedro de Mendoza, primer cronista de la colonización
en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su
gente caía y no veían bala ni flecha alguna sino un agujero
en los cuerpos. no pudieron mantenerse y huyeron,
cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras
huían hacia su pueblo (…) Mas cuando vieron que no
podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos,
pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y
pidieron perdón y que ellos harían todo cuanto nosotros
quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro
capitán Juan Ayolas seis muchachitas, la mayor como de
dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos quedáramos
con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres
para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y
atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.”

De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias”


y de las costumbres poligámicas, Nuestra Señora de
Asunción, establecida el 16 de septiembre de 1541, sería
un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera
del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco
hospitalarios que había obligado a partir hacia el norte en
busca de mejores condiciones de subsistencia.

Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el


Pilcomayo y el Paraguay, ya no lo serían de tierras y
riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A cada uno de ellos se
le encomendará un harem y la promiscuidad será lo
habitual.

El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le


escribe al rey de España que el conquistador que “está
contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho
y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que
“no hay quien baje de cinco y de seis, la mayor parte de
quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”.
Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas,
hermanas y parientes, sometidas a un único dueño.
Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se
decide la destrucción y evacuación de Buenos Aires. Corre
1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey encargado del
asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo
villorrio a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la
gente está tan desnuda que no tiene con qué cubrir sus
carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los
que están desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la
vida”. Lo de “caliente” no sería sólo una referencia
climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes
amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi
parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán.

Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la


Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos Aires,
2006, p. 29-30
EL PARAÍSO DE MAHOMA

“Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros


arcabuces –escribiría el alemán Ulrico Schmidl, llegado
con Pedro de Mendoza, primer cronista de la colonización
en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su
gente caía y no veían bala ni flecha alguna sino un agujero
en los cuerpos. no pudieron mantenerse y huyeron,
cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras
huían hacia su pueblo (…) Mas cuando vieron que no
podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos,
pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y
pidieron perdón y que ellos harían todo cuanto nosotros
quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro
capitán Juan Ayolas seis muchachitas, la mayor como de
dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos quedáramos
con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres
para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y
atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.”

De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias”


y de las costumbres poligámicas, Nuestra Señora de
Asunción, establecida el 16 de septiembre de 1541, sería
un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera
del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco
hospitalarios que había obligado a partir hacia el norte en
busca de mejores condiciones de subsistencia.

Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el


Pilcomayo y el Paraguay, ya no lo serían de tierras y
riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A cada uno de ellos se
le encomendará un harem y la promiscuidad será lo
habitual.

El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le


escribe al rey de España que el conquistador que “está
contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho
y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que
“no hay quien baje de cinco y de seis, la mayor parte de
quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”.
Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas,
hermanas y parientes, sometidas a un único dueño.

Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se


decide la destrucción y evacuación de Buenos Aires. Corre
1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey encargado del
asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo
villorrio a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la
gente está tan desnuda que no tiene con qué cubrir sus
carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los
que están desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la
vida”. Lo de “caliente” no sería sólo una referencia
climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes
amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi
parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán.

Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la


Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos Aires,
2006, p. 29-30
VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS

Para compensar la gran mortandad que las guerras, las


epidemias y la explotación produjeron en la población
indígena, comenzaron a llegar al continente a comienzos
del siglo XVI africanos.
-
Hacia 1600 vivían en Nueva España miles de esclavos
negros condenados a los trabajos más duros en los campos
y las minas, o sirviendo como criados de los españoles
notables.

Las condiciones de vida de los negros fueron peores que


las de los indígenas, considerados jurídicamente seres
libres.

Muchos esclavos escaparon y se refugiaron en el monte o


en la sierra, recibiendo el nombre de cimarrones.

Los negros y negras no eran de los que acudían con


rapidez y sonrisa de oreja a oreja al recibir una orden en
nombre de Su Majestad.

Atrapados en la ignorancia, mostraban predisposición a la


superstición y la superchería.

Sabían inquietar en pueblos indios, caminos y ciudades.


No se caracterizaban por sus sutilezas filosóficas, literarias
y científicas.

Por gritones, fiesteros e hiperkinéticos, no pasaron


inadvertidos entre viajeros y cronistas extranjeros.

Las mujeres provocativas y despreocupadas, con sus


colorinches daban matiz pintoresco al recito urbano, pero
tened cuidado con ellas, señoras españolas, porque si
madrugan será para robarles.

La ciudad de México no olvidaba la batalla ente las tropas


salidas de Puebla, bajo el mando del capitán González de
Herrera, y las fuerzas acaudilladas por el negro Yanga, en
las cercanías del Pico de Orizaba, el 22 de febrero de 1609.

La victoria agigantó la figura del líder negro y la clase


dominante española se atemorizó de esos “vándalos y
traicioneros” cuando las autoridades españolas
comunicaron que los negros, furiosos por haber sido
muerta una negra a causa del maltrato de su amo,
hablaban de ultimar a todos los blancos para coronar a un
rey negro mediante una acción armada fijada para el
jueves de la Semana Santa de 1612.

La conspiración fue descubierta. El toque de queda fue


ordenado en las ciudades de México y Puebla, hubo
arrestos, torturas y disolución de cofradías de negros.

Finalmente, el 2 de mayo fueron ahorcados en el Zócalo 29


conspiradores y 4 negras, según una versión, y 7 según
otra. Tras la ejecución, sus cabezas fueron cortadas a
hachazos, y expuestas en la vía pública. Como brutal
advertencia y las familias de la ciudad española pudieran
descansar en paz.

Sin embargo, nuevas sublevaciones contra la esclavitud


estallarían en Nueva España en los años 1617-18, 1646 y
1665.

Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida


de un pueblo, Sistemas Audiovisuales de Cultura,
México, 1993, p. 29
EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NUÑEZ DE PINEDA
Y BASCUÑÁN

¿Quién le iba a decir a Bascuñan que sería testigo obligado


de un parlamento mapuche en el que se iba a decidir su
suerte? “Y la verdad es que en aquel trance estaba
bastante animado a morir por la fe de nuestro Dios y Señor
como valeroso mártir”. El parlamento se formó de acuerdo
a la categoría de los asistentes. “Luego se fueron poniendo
en orden según el uso y costumbre de sus tierras y esta era
más ancha que la cabecera, adonde asistían los caciques
principales y capitanes de valor”.

A continuación, tomó la palabra Putapichun quien, dentro


de la retórica florida llamada “parlas” propia de los
parlamentos indígenas, se dirigió a Maulicán para explicar
la finalidad con la que se había convocado al parlamento:
“Esta junta de guerra y extraordinario parlamento nos e ha
encaminado a otra cosa que a venir mancomunados a
comprarte este capitán que llevas…para sacrificarle a
nuestro Pillán”.

Obviamente los caciques presentes conocían al cautivo, su


valor pecuniario y estratégico, y se dispusieron a hacer
generosas ofertas a Maulicán, collares de piedras ricas,
caballos entrenados y ensillados, otros cautivos españoles.
El mismo Putapichun ofreció una hija suya a cambio.
Maulicán resistió el canje y justificó su negativa en el
placer que sentía de llegar a su parcialidad y mostrar el
preciado botín a su padre y parientes. Prometía que una
vez hecho esto regresaría el cautivo para que fuese
sacrificado al gran Pillán (divinidad araucana).

Ante la negativa de Maulicán, como parte del ritual epílogo


de una maloca, se procedió al sacrificio de uno de los
soldados españoles que había sido tomado en la batalla
junto con Bascuñán. Durante la época de los
levantamientos mapuches y guerras del Arauco, estos tipos
de sacrificios o ajusticiamientos de prisioneros eran
comunes, así como prácticas antropofágicas asociadas al
acto.
La narración de Bascuñán no elude detalle y es de gran
patetismo. La víctima, uno de los soldados tomado en las
Cangrejeras, fue traído con una soga al cuello y colocado
en el centro de un círculo. Procedió un largo ritual que
concluyó con el ofrecimiento a Maulicán para que acabase
con sus manos con la vida de la víctima. A tal efecto se le
entregó “una porra de madera pesada sembrada toda de
clavos de errar… y se fue acercando al lugar donde aquel
pobre mancebo estaba o lo tenían sentado, despidiendo de
sus ojos más lágrimas que en la que los míos sin poder
detenerse se manifestaban. Con que, cada vez que volvía el
rostro a mirarme, me atravesaba el alma”. Maulicán no
dudó, “le dio en el cerebro un tan grande golpe, que le
echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada. Al
instante los acólitos que estaban con los cuchillos en las
manos, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón
palpitando, y se lo entregaron a mi amo”. Más tarde, comió
del corazón y lo pasó al resto de los caciques y principales
quienes prosiguieron con la comunión ceremonial.
(…)
Francisco Núñez de Pineda y Bascuñan fue un cautivo
criollo en un periodo de transición en el reino de Chile. Fue
capturado en los años en que se percibían los primeros
síntomas de pacificación de la región (1628)…Fue
protagonista de enfrentamientos militares, atestiguó
malocas y rivalidades entre las distintas parcialidades
indígenas y vivió la cotidianidad diaria entre los mapuches,
más como un convidado que como un prisionero. Fue un
testigo de excepción y su testimonio es prueba evidente.
(…)
El cautiverio de Núñez de Pineda y Bascuñán concluyó al
final de seis meses cuando fue canjeado por varios
caciques principales en manos españolas. La despedida
emocionda subraya el tono amistoso del libro que insiste,
una y otra vez, en la nobleza de “los bárbaros infieles”, el
derecho a sus libertades y la responsabilidad española en
el conflicto (…) Bascuñán, a su regreso a España, redactó
su extenso manuscrito que, aunque circuló profusamente,
no se publicó hasta 1863.
Fernando Operé, Historias de la frontera. El
cautiverio en la América Hispánica, Corregidor,
Buenos Aires, 2012, p. 99-111
PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS
CALCHAQUÍES

El aventurero andaluz Pedro Bohórquez y Girón llegó al


Perú en 1620. Vivió con indígenas de la sierra central,
aprendiendo el quechua y las costumbres, creencias y
prácticas de esos pueblos. Luego realizó un largo viaje al
oriente boliviano, a Paytití, donde, se decía, se habían
refugiado tropas incaicas que habían intentado conquistar
a las poblaciones de la selva. Bohorques afirmaba que
había encontrado Paytití y había sido reconocido como Inca
por sus habitantes. Tras años de aventuras, fue apresado y
enviado a Valdivia, en Chile, de donde escapó a Mendoza
para dirigirse luego a la región calchaquí.

Allí, muchos reconocieron su calidad de Inca y uno de ellos,


Pivanti, cacique de Tolombón, lo acogió en su casa. Desde
esa posición, negoció con el gobernador del Tucumán. El
encuentro, en julio de 1657, se realizó con toda pompa.
Bohórquez, con su séquito de calchaquíes lujosamente
ataviados, arribó en medio de salvas de arcabuces y recibió
obsequios y agasajos del gobernador y su comitiva. Luego
de una solemne misa, y tras quince días de negociaciones,
ceremonias, festejos y homenajes, Bohórquez fue
reconocido como Teniente de Gobernador y Capitán
General, autorizándoselo a emplear el título de Inca.

El acuerdo fue desaprobado por el virrey del Perú, que


ordenó capturar al fugitivo. El idilio con Bohórquez había
durado poco y el flamante Inca endureció su discurso
contra los españoles, alentando a los nativos a la rebelión.
Entre choques y enfrentamientos –incluso fueron
quemadas dos misiones de los jesuitas-, las relaciones
alcanzaron su máxima tensión en 1659.

Finalmente, Bohórquez aceptó entregarse a cambio de un


indulto y fue enviado preso a Lima. Sin embargo, llevó
varios años controlar la dura resistencia que opusieron los
calchaquíes. Bohórquez, preso en Lima, fue condenado a
muerte y ejecutado en 1666, sospechado de participar en
una conjura de curacas de esa ciudad.
Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los
primeros pobladores a 1910, Siglo Veintiuno-
Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008, p. 212
TESTIMONIOS ASOMBROSOS

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a


Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de
la imaginación.

Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y


unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las
espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua
cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto
un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo
de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó
que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le
pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante
enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su
propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran


los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho
menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de
aquellos tiempos.

Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables.


Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en
mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar
y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca
de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez
Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de
México, en una expedición venática cuyos miembros se
comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que
la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca
fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas
con cien libras de oro cada una, que un día salieron del
Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron
a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en
Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de
aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de
oro.
Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió
hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la
misión alemana de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó
que el proyecto era viable con la condición de que los
rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en
la región, sino que se hicieran de oro.

Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez,


en la entrega del Premio Nobel en 1982
UN QUILOMBO

En tierra brasileña se mezclaron los rollizos bantúes de la


selva con los guerreros y magos sudaneses de esqueletos
largos y miembros nervudos. Durante mucho tiempo
trataron de mantener sus lenguas y creencias. Para los
blancos, ellos eran simplemente piezas, y no se registraba
otro origen de los negros que los puertos de embarque.

Sin embargo, la tradición precisa que fueron cuarenta


negros de Guinea los primeros en sublevarse en las
plantaciones de Pernambuco. Ganaron la selva virgen de
Alagoas y al pie de la Serra da Barriga levantaron un
fuerte con troncos clavados a pique que llamaron
quilombo, que en idioma bantú quiere decir fortaleza. Los
fugitivos se juramentaron pelear por su libertad y se
enorgullecían de llamarse quilombolas, voz de Angola que
significa golpe fuerte y distingue al guerrero que ataca
violentamente.

Durante más de medio siglo los negros alzados rechazaron


todas las entradas de las tropas portuguesas. Los
quilombolas eran muy diestros en el arco, temibles
lanceros y tenían la habilidad de arrojar teas encendidas
(sus únicas armas de fuego) capaces de convertir a la selva
en un infierno devorador.

Veinte mil negros encontraron y defendieron su libertad en


el quilombo de Palmares. De los inmensos bosques de
palmeras que cubrían la región extraían el palmito y
fabricaban esteros y fibras para vestirse, aceite y licor.
Cultivaban mandioca y porotos. Pocas veces abandonaban
sus tierras y cuando lo hacían era para incursionar hasta
poblaciones indias y blancas en busca de mujeres. Todo
negro fugitivo era aceptado como ciudadano libre, pero
cuando atrapaban a un negro que no había fugado lo
mantenían como esclavo en el quilombo.

Zambi es voz congoleña que distingue al caudillo.


Ganzuguba fue el último zambi del quilombo de Macaco.
Comandaba la guardia de mil quinientos quilombolas que
era la fuerza de choque de toda una confederación: a
Macaco ya lo rodeaban los nuevos quilombos:
Dambrubanga, Osenga, Sucupira y Antalaquituxe (...).

El imperio esclavista reunió fuerzas para liquidar a la


primera república americana de negros. Era en 1695: los
quilombos habían luchado 77 años con lanzas, flechas y
tizones encendidos. Finalmente las armas de fuego del
poderoso ejército colonial arrasaron las defensas de
Palmares. El cerco portugués se cerró en el quilombo de
Macaco.

El zambi Ganzuguba lo esperaba con sus capitanes en lo


alto de un peñasco para ser visto por todos. Desde esa
altura presenciaba su derrota y señaló el camino a seguir:
el zambi y sus principales jefes se arojaron al vacío para
morir como hombres libres.

El largo asedio y el asalto final culminaron con la afiebrada


búsqueda de mujeres, niños y negros heridos. Era el botín
ofrecido a los expedicionarios. Dos días después ya se
habían formado los principales lotes de cautivos. Los
orgullosos quilombolas volvían a ser piezas de compra y
venta. Domingo Jorge Velho abarcó con un gesto una larga
hilera de negros encadenados.
–¿Cuánto cree el señor que vale esta corda en el mercado
de Porto Calvo o en Olinda?
-No, señor-Bernardo Vieira de Mello sacudió la cabeza con
energía-. Estos negros llevan el quilombo en la sangre y no
los queremos en estas tierras.
-Tiene el diablo en el cuerpo-intervino otro pernambucano-.
¿Les ve esas caras largas? Mandingas son; los tuve en mi
plantación y no los quiero ni regalados; hacían brujerías y
escribían oraciones con letras de turco. ¿Por qué tienen
que escribir su maldita lengua cuando tantos caballeros
lusitanos no sabemos escribir portugués? Mejor matarlos
que traerlos a nuestras plantaciones.
-¿Qué hacer entonces?- preguntó Domingo Jorge Velho-.
Estos negros me costaron dos años de lucha y la vida de
mis mejores hombres.
-Los cautivos son el justo premio de una larga guerra- dijo
Bernardo Vieira de Mello-, pero no deben ser semilla de
nuevas sublevaciones. Hemos pensado en un plan para que
nadie, ni ustedes los paulistas ni nosotros los
pernambucanos resultemos perjudicados. Se trata de llevar
estos negros hasta Olinda y mejor a la Bahía de Todos los
Santos, puertos siempre llenos de barcos deseosos de
cargar esclavos. No olviden que cuanto más al sur, más
vale un negro. Y es una verdadera fortuna si alguien lo
lleva al Perú.
-En Sao Paulo no hay necesidad de esclavos negros, ni
suficiente dinero para comprarlos. Gracias a nos, los
capitanes do mato, hay hartura de indios para matar y para
hacerlos trabajar con la mitad de la comida de un negro.
-No me refiero a Sao Paulo sino más al sur. Estos esclavos
serán vendidos para el Río de la Plata.
-Magnífica idea –sonrió vengativo el rudo capitán paulista-.
¡Los vendemos a mejor precio y que vayan a armar
quilombos en Buenos Aires!

Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires,


1975, p. 7-11
UNA GUERRA JUSTA

Y no vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos


vivían en aquel pacífico reino de Saturno que fingieron los
poetas, sino que por el contrario se hacían continua y
ferozmente la guerra unos a otros con tanta rabia, que
juzgaban de ningún precio la victoria si no saciaban su
hambre monstruosa con todas las carnes de sus enemigos,
ferocidad que entre ellos es tanto más portentosa cuanto
más distan de la invencible fiereza de los escitas, que
también se alimentaban de los cuerpos humanos, siendo
por lo demás estos indios tan cobardes y tímidos, que
apenas pueden resistir la presencia de nuestros soldados, y
muchas veces, miles y miles de ellos se han dispersado
huyendo como mujeres delante de muy pocos españoles,
que no llegaban ni siquiera al número de ciento.
(…)
Y por lo que toca al modo de vivir de los que habitan la
Nueva España y la provincia de Méjico, ya he dicho que a
éstos se les considera como los más civilizados de todos, y
ellos mismos se jactan de sus instituciones públicas,
porque tienen ciudades racionalmente edificadas y reyes
no hereditarios, sino elegidos por sufragio popular, y
ejercen entre sí el comercio al modo de las gentes cultas.
Pero mira cuánto se engañan y cuánto disiento yo de
semejante opinión, viendo al contrario en esas mismas
instituciones una prueba de la rudeza, barbarie e innata
servidumbre de estos hombres. Porque el tener casas y
algún modo racional de vivir y alguna especie de comercio,
es cosa a que la misma necesidad natural induce, y sólo
sirve para probar que no son oso, ni monos. y que no
carecen totalmente de razón. Pero por otro lado tienen de
tal modo establecida su república, que nadie posee
individualmente cosa alguna, ni una casa, ni un campo de
que pueda disponer ni dejar en testamento a sus
herederos, porque todo está en poder de sus señores que
con impropio nombre llaman reyes, a cuyo arbitrio viven
más que mal suyo propio, atenidos a su voluntad y capricho
y no a su libertad, y el hacer todo esto no oprimidos por la
fuerza de las armas, sino de un modo voluntario y
espontáneo es señal ciertísima del ánimo servil y abatido
de estos bárbaros. Ellos tenían distribuidos los campos y
los predios de tal modo que una parte correspondía al rey,
otra a los sacrificios y fiestas públicas, y sólo la tercera
parte estaba reservada para el aprovechamiento de cada
cual, pero todo esto se hacía de tal modo que ellos mismos
cultivaban los campos regios y los campos públicos y vivían
como asalariados por el rey y a merced suya, pagando
crecidísimos tributos. Y cuando llegaba a morir el padre,
todo su patrimonio, si el rey no determinaba otra cosa,
pasaba entero al hijo mayor, por lo cual era preciso que
muchos pereciesen de hambre o se viesen forzados a una
servidumbre todavía más dura, puesto que acudían a los
reyezuelos y les pedían un campo con la condición no sólo
de pagar un canon anual, sino de obligarse ellos mismos al
trabajo de esclavos cuando fuera preciso. Y si de este modo
de república servil y bárbara no hubiese sido acomodado a
su índole y naturaleza, fácil les hubiera sido, no siendo la
monarquía hereditaria, aprovechar la muerte de un rey
para obtener un estado más libre y favorable a sus
intereses, y al dejar de hacerlo, bien declaraban con esto
haber nacido para la servidumbre y no para la vida civil y
liberal. Por tanto si quieres reducirlos, no digo a nuestra
dominación, sino a una servidumbre un poco más blanda,
no les ha de ser muy gravoso el mudar de señores, y en vez
de los que tenían, bárbaros, impíos e inhumanos, aceptar a
los cristianos, cultivadores de las virtudes humanas y de la
verdadera religión. Tales son en suma la índole y
costumbres de estos hombrecillos tan bárbaros, incultos e
inhumanos, y sabemos que así eran antes de la venida de
los españoles; y eso todavía no hemos hablado de su impía
religión y de los nefandos sacrificios en que veneran como
Dios al demonio, a quienes no creían tributar ofrenda
mejor que corazones humanos.

Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas


causas de la guerra contra los indios, en Alejandro
Herrera Ibáñez, Antología. Del Renacimiento a la
Ilustración. Textos de Historia universal, UNAM,
México D. F., 1972, p. 204-206
LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS

La historia de esta conquista en Nueva España es muy rica


en ejemplos concretos de las dificultades que trae consigo
la conversión de un pueblo a otra cultura.

Hay que imaginar la situación en que se encontraron los


primeros misioneros a su llegada al Nuevo Mundo. Sin
conocimiento de la lengua –o mejor dicho de las lenguas,
en un territorio de variedad lingüística impresionante-
había que comenzar de cero. Ahí encontramos a nuestros
misioneros durante los primeros tiempos intentando todos
los procedimientos de evangelización imaginables. Se
intentó, por ejemplo, predicar a señas. Los religiosos se
paraban frente aun grupo de indígenas, en cualquier lugar
concurrido, y para explicar la existencia del cielo y del
infierno señalaban con las manos hacia la tierra y
procuraban con señas dar a entender que había fuego,
sapos y culebras. Alzaban los ojos y trataban de transmitir
a señas la idea de que sólo Dios se encontraba allá arriba,
y que allá irían a parar los buenos. Así andaban esos frailes
por los mercados, por las plazas y los caminos, y
seguramente causaban cierta curiosidad entre los indios
que no comprendían lo que significaban tales ademanes.

Un misionero, que se recuerda solamente con el nombre de


fray Juan de la Caldera, para pintar a los indígenas los
horrores del infierno, ideó poner una caldera sobre el
fuego y echar dentro varios animales –imagen en vivo del
infierno que esperaba a malos e infieles-. Otro misionero
llegó al grado de arrojarse a sí mismo a las brasas
encendidas para demostrar que la carne era débil y flaca y
que no podía soportar el fuego eterno al que quedaría
condenada.

Cualquier posición extrema parecía actitud titubeante a


esos hombres angustiados al no poder comunicar ni hacer
comprender a quienes vivían en un error la verdad de la
que eran portadores. Movidos por un misticismo
apocalíptico heredado de los últimos siglos medievales, los
franciscanos alcanzaron un entusiasmo misionero tal, que
Mendieta llegó a escribir:
En penitencia, mengua y estrechura…San Francisco que
viniera de nuevo al mundo no les hiciera ventaja.

Aunque evidentemente esos procedimientos iniciales no los


llevaron muy lejos, la experiencia y el tiempo transcurrido
en contacto con los indígenas permitieron a los frailes la
aplicación de procedimientos más racionales. Uno de ellos
sería la educación sistemática de los niños indígenas hijos
de principales. (…)

La evangelización de niños, para que más tarde fueran


ellos los evangelizadores, fue apoyada por Cortés, que
mandó en 1524 que todos los principales de los poblados
localizados a veinte leguas a la redonda de la ciudad de
México enviaran sus hijos al colegio de San Francisco.

Estos niños se convirtieron en un medio eficaz para la


promoción del apostolado y al mismo tiempo en una
terrible arma ofensiva contra la religión y tradiciones
prehispánicas. Salían de las escuelas cientos de
muchachos a romper, y desde adentro, la sociedad de sus
mayores.

Como relatan las crónicas recogidas por J. M. Kobayashi,


andaban estos muchachos en cuadrillas de 10 y 20
jubilosos destructores de templos de ídolos, delatores de
idolatrías clandestinas (en una ocasión llegaron a apresar
hasta 200 infieles). Sus mayores los veían “espantados y
abobados” y “quebradas las alas del corazón” romper a sus
dioses y arrojarlos al suelo. Motolinia recogió el relato de
la muerte de un sacerdote del dios Ometochtli en Plázcala,
sacrificado a pedradas por estas cuadrillas de muchachos
cristianizados:

todos los que creían y servían a los ídolos quedaron


espantados…en ver tan grande atrevimiento de
muchachos…

Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista,


Historia general de México, Tomo 1, El Colegio de
México, México, D. F., 1981, p. 332-334
LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN
AMÉRICA

Además de México y Perú, las principales conquistas


españolas en América, fueron:

Nueva Granada (1526-1538)


Comprendía la actual Colombia, ocupada por los chibchas.
La región fue muy codiciada pues sobre ella se tejió la
fabulosa leyenda de “El Dorado”, rica en oro y otras
tentaciones. El personaje principal de esta conquista fue
Jiménez de Quesada, quien fundó Bogotá en 1534.

Venezuela (1527-1567)
Carlos V, a fin de obtener fondos para sus guerras en
Europa, concedió el derecho de conquista a los banqueros
alemanes Welter y Fugger, quienes financiaron varias
expediciones confiando en descubrir oro; pero fracasaron
en su intento. España retomó la empresa y en 15678 Juan
Rodríguez Suárez fundó Caracas.

Chile (1536-1556)
La conquista la inició desde Perú, Diego de Almagro,
retomándola Pedro de Valdivia, quien en 1541 fundó
Santiago. Los araucanos ofrecieron gran resistencia y,
comandados por Lautaro, derrotan y ajustician a Valdivia.
En 1553. Francisco de Villagra, su segundo, vengó la
derrota, pero los araucanos serían los últimos indígenas de
América en ser sometidos totalmente.

Río de la Plata (1536-1580)


La expedición de Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires en
1536. Parte de sus capitanes –Ayolas, Irala y Salazar-
remontaron el río Paraná y llegaron a Paraguay, donde
Salazar fundaría el fuerte Asunción en 1537. En 1541,
Irala trasladó a todos los españoles del Río de la Plata a
Paraguay. Hacia 1570, Juan de Garay recibe las tierras
entre el Paraná y el Atlántico, las que explora con un grupo
de indígenas y soldados, muchos de ellos criollos nacidos
en Paraguay, y en 1573 funda la ciudad de Santa Fe.
Finalmente, Garay llega al estuario del Plata, en cuyo
margen occidental funda nuevamente Buenos Aires,
iniciando ese 1580 la colonización definitiva de la región.

LOS CRONISTAS

Cristóbal Colón (1451-1506)


Fue el primer cronista, como era de esperar. Sus escritos
describen las riquezas de las tierras que descubría,
riquezas que sólo más tarde se concretarían. También
relató la apariencia y las costumbres de sus habitantes.
Sus cartas y su diario se publicaron con el título de “Cartas
y relaciones”.
Hernán Cortes (1485-1547)
Su expedición fue la primera en entrar en contacto con una
gran civilización americana. Dirigidas a Carlos V, las
“Cartas de Relación” de Cortés cuentan la grandeza y
esplendor del Imperio azteca; las últimas, critican la
actuación de encomenderos rapaces y frailes indignos.

Francisco López de Gómara (hacia 1510-1560)


Sin conocer América, escribió “Historia de las Indias”, una
de cuyas partes relata la conquista de México, donde
exalta hasta el heroísmo la figura de Cortés. López de
Gómara considera que “…la mayor cosa después de la
creación del mundo y la muerte del que lo creó, es el
descubrimiento de las Indias”.

Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1580)


Para algunos especialistas, el primer gran historiador de
las Indias. Luego de guerrear en Italia y Flandes llegó a
América en 1514 como cronista y escribano real. “De la
natural Historia de las Indias”, “Historia general y natural
de las Indias”, e “Isla y Tierra Firme del mar Océano”,
concebidas a partir de 1525 por Fernández de Oviedo y
Valdés, constituyen el primer intento de una historia
completa del Nuevo Mundo.

Bernal Díaz del Castillo (1492-1581)


Capitán de Cortés, escribió al final de su vida “Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España”. Extensa,
minuciosa, de primera mano, su obra es la más
apasionante que se haya escrito sobre el tema y de lectura
amena. Con ella puso en claro que si bien Cortés fue el jefe
de la conquista, a ella contribuyeron decenas de capitanes,
como él mismo, y centenares de soldados. En su escrito, la
figura del conquistador –con sus virtudes y defectos-
alcanza una semblanza humana más conmovedora que la
que logra López de Gómara en su “Historia de las Indias”.

Bartolomé de las Casas (1474-1566)


Llamado “noble apóstol de los indios” por su defensa de los
indígenas, la lucha y los escritos del sacerdote de las Casas
se ganaron un lugar primordial entre las ideas modernas
sobre el ser humano y el derecho de gentes. En una de sus
obras dice que el haber perdido España el camino que la
Providencia le había señalado, la conquista se convirtió en
una invasión violenta “…de crueles tiranos, condenados no
sólo por la ley de Dios, sino por todas las leyes humanas”.
Reprochó a Fernández de Oviedo y Valdés el desprecio por
los indios que manifestaban sus escritos.

Gaspar de Carvajal (1500-1584)


Misionero español, integró la expedición de Gonzalo
Pizarro por el interior del Imperio incaico. Acompañó a
Francisco Orellana en sus exploraciones, las que relató en
“Descubrimiento del río Amazonas”, donde describe el
carácter y los hábitos de los indios, tanto en la paz como en
la guerra. Murió en Lima.

Pedro Cieza de León (1518-1560)


En su “Crónica de Perú” relata las feroces y sangrientas
disputas entre Francisco Pizarro y sus capitanes. Además,
describe las características geográficas e históricas del
Imperio incaico. Sus opiniones muestran el desprecio que
sentía por los indígenas, “salvajes capaces de crueldad y
del pecado nefando de sodomía.”

José de Acosta (1539-1600)


Sacerdote jesuita, llegó a Perú en 1571, por donde viajó
estudiando con enfoque científico la flora y la fauna, las
costumbres y la historia de los Incas. Su “Historia natural y
moral de las Indias” fue publicada en 1590 y, en seguida,
editada en otros idiomas europeos. Hizo las primeras
traducciones del catecismo al quechua y aimará, lenguas
incaicas.

Isabel de Guevara
Llegó al Río de la Plata en 1536 con la expedición de Pedro
de Mendoza, integrada por unos 2 mil hombres y algunas
mujeres y, luego de la fundación de Buenos Aires, marchó
al Paraguay. En 1566 envió un extenso documento a la
princesa Juana, quejándose del injusto olvido en que la
metrópoli tenía a las mujeres de esa colonia, las que
habían sufrido tantos pesares, trabajos y calamidades en su
conquista y colonización como el más valiente de los
soldados. Desgraciadamente, carecemos de mayores datos
biográficos de esta cronista, la primera feminista de
América.

Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del


Hombre, Tomo 1: De: La prehistoria a: El encuentro
de Dos mundos, Sistemas Audiovisuales de Cultura,
México, D. F., 1991, p. 110-115
EL DESCUBRIMIENTO
Y
LA CONQUISTA
DE
AMÉRICA
EN LA
LITERATURA
A COLÓN

¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,


tu india virgen y hermosa de sangre cálida,
la perla de tus sueños, es una histérica
de convulsivos nervios y frente pálida.

Un desastroso espirítu posee tu tierra:


donde la tribu unida blandió sus mazas,
hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,
se hieren y destrozan las mismas razas.

Al ídolo de piedra reemplaza ahora


el ídolo de carne que se entroniza,
y cada día alumbra la blanca aurora
en los campos fraternos sangre y ceniza.

Desdeñando a los reyes nos dimos leyes


al son de los cañones y los clarines,
y hoy al favor siniestro de negros reyes
fraternizan los Judas con los Caínes.

Bebiendo la esparcida savia francesa


con nuestra boca indígena semiespañola,
día a día cantamos la Marsellesa
para acabar danzando la Carmañola.

Las ambiciones pérfidas no tienen diques,


soñadas libertades yacen deshechas.
¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques,
a quienes las montañas daban las flechas!

Ellos eran soberbios, leales y francos,


ceñidas las cabezas de raras plumas;
¡ojalá hubieran sido los hombres blancos
como los Atahualpas y Moctezumas!

Cuando en vientres de América cayó semilla


de la raza de hierro que fue de España,
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña.
¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
ni vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla tus carabelas!

Libre como las águilas, vieran los montes


pasar los aborígenes por los boscajes,
persiguiendo los pumas y los bisontes
con el dardo certero de sus carcajes.

Que más valiera el jefe rudo y bizarro


que el soldado que en fango sus glorias finca,
que ha hecho gemir al zipa bajo su carro
o temblar las heladas momias del Inca.

La cruz que nos llevaste padece mengua;


y tras encanalladas revoluciones,
la canalla escritora mancha la lengua
que escribieron Cervantes y Calderones.

Cristo va por las calles flaco y enclenque,


Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
Duelos, espantos, guerras, fiebre constante
en nuestra senda ha puesto la suerte triste:
¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!

CAUPOLICÁN

Es algo formidable que vio la antigua raza:


robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.

Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,


pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.

Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,


le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

“¡El Toqui, el Toqui!”, clama la conmovida casta.


Anduvo, anduvo,. Anduvo. La aurora dijo “Basta”,
e irguiose la alta frente del gran Caupolicán.

Rubén Darío

Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J.


Battistessa, Corregidor, Buenos Aires, 2011, p.
105/249-250
CRÓNICA DE INDIAS

…porque como los hombres no somos todos muy buenos…

Bernal Díaz del Castillo

Después de mucho navegar


por el oscuro océano amenazante, encontramos
tierras bullentes en metales, ciudades
que la imaginación nunca ha descrito, riquezas,
hombres sin arcabuces ni caballos.

Con objeto de propagar la fe


y arrancarlos de su inhumana vida salvaje,
arrasamos los templos, dimos muerte
a cuanto natural se nos puso.

Para evitarles tentaciones


confiscamos su oro.

Para hacerlos humildes


los marcamos a fuego y aherrojamos.

Dios bendiga esta empresa


hecha en Su Nombre.

José Emilio Pacheco

Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de


Cultura Económica, México, D. F., 1986, p. 77
GONZALO GUERRERO

Tomé a Pedreros de la rubia cabellera y lo atraje hacia mi


cara, hasta que sus ojos y los míos se vieron sin ninguna
interferencia. Le hablé en la lengua de los Cheles y el
hombre quedó boquiabierto, sin entender ni jota. Así lo
hice por divertirme un poco y para dar oportunidad a mis
hombres de que entendiesen lo que le estaba preguntando
y lo que le estaba recriminando. Lo separé un poco de mi
cuerpo y lo dejé reposar un rato. Su aliento, oloroso a
miedo, brotaba agitado desde la profundidad de sus
pulmones.

- ¿Quién es vuestro capitán, señor Pedreros?- le espeté con


sonidos que ya no eran míos, con palabras que ya no me
pertenecían, ecos que eran extrañas voces para mi boca y
que mi lengua apenas y lograba modular.

El hombre palideció y comenzó a temblar como si lo


hubiesen embrujado. Sus mandíbulas chocaron entre sí y
sus rodillas se volvieron de trapo. Tuve que sostenerlo e
insistir en mi pregunta:

-¿Quién es vuestro comandante, vuestro jefe?

El hombre balbuceó…¡Montejo, Francisco de Montejo…!,


reculó y vociferó…¿Pero quién sois vos, engendro del
demonio? ¿Te habéis tragado a uno de mis hermanos y
ahora utilizas su voz ¿Qué clase de sortilegio es el que
haces?

Esperé a que se calmara, a que las babas que escurrían por


entre sus aterrorizados labios bajasen a apelmazar sus
barbas y entonces le hablé:

-Soy Gonzalo Guerrero, natural de Palos, y no soy ningún


engendro, ni demonio, ni ninguna de las estupideces que
podéis estar pensando. Soy tan español como vos, sólo que
en mi alma no habita la codicia ni la maldad que moran en
la tuya, pícaro, ladrón, cobarde que abusáis de vuestros
adelantos bélicos para sojuzgar a estas razas, a estos hijos
del Sol que nada os piden, y para nada os necesitan.
Como véis, estos salvajes, a quienes tanto despreciáis, son
capaces de venceros en limpia lid, usando armas muy
inferiores a las vuestras. Y ahora, para vos eso es
suficiente, no os informaré de más. No quiero arrojar
margaritas a los cerdos, ni perder mi tiempo con tal
alimaña. Contestarás a mis preguntas escuetamente, sin
comentarios, y ya yo veré qué hago con vuestra vida.

Creo que nunca he visto en toda mi existencia a un sujeto


tan asustado y a la vez tan asombrado. Por su cabeza han
de haber pasado las escenas más enloquecedoras y
alucinantes. Lástima que no me detuve a observarlo con
mayor detenimiento, pero mi gente esperaba algo y tuve
que hacerlo:

- ¿Cuántos hombres quedaron en Séla y quién los


capitanea?
- Doce soldados y una bestia. Nuestro capitán es Alonso
Dávila, esforzado y leal soldado de Su Majestad Carlos
Primero de España.

En mi paladar se quedó pegado el nombre del nuevo


monarca de mi patria. Cuántas cosas habían cambiado
desde que salí en la Santa maría de la Barca…; cuántas
cosas…

- ¿Y a qué habéis venido a estas tierras, cuáles son


vuestras intenciones?
- Conquistarlas para nuestro Adelantado, quien tiene
Cédula Real para poblar y cristianizar estos dominios;
para hacer repartimiento de indios y para impartir
justicia…

- ¡Basta, es suficiente…! –le corté el hilo de sus


explicaciones. Me retiré unos pasos y me quedé
meditando acerca de lo que debería hacer con el
cautivo. Los Cheles y todos los demás pobladores del
Mayab sacrifican a sus prisioneros y…en mi espíritu
hay más garfios de esas selvas que gárgolas europeas;
de mi sangre ha sido parida sangre Chele, y por lo
tanto…
Pedí a los akhines que no devoraran su cuerpo, sino que
después de sacrificarlo arrojaran sus cuartos a un foso. No
tengo dudas de que cumplieron con mi solicitud. La carne
de los caballos recompensó con creces su apetito.

Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara,


México, D. F., 2002, p. 288-290
JUAN DE GARAY

Tu grito de horror.

No veré más el ritmo de mis pequeños amores. Ahora la


aventura, el naufragio lento de los recuerdos.

¿Qué rumbo elegirá su rostro desconocido? ¿Bogando


suave por el mar Amarillo, o sangre adentro?

El Adelantado parte; huye en busca de su salvación y


exhorta para no dar un paso atrás en su conquista.

Vengan indios milagrosos.

Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo,


Buenos Aires, 2007, p. 76
LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES

¡No! No han sido los guerreros solamente,


de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
los caballos andaluces cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

…………………………………………………

Se diría una epopeya


de caballos singulares,
que a manera de hipogrifos desalados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos,
empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas
a otras tierras conquistables;
y, de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha de huracanes
dan nerviosos un relincho tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse…
y, en las pampas sin confines,
ven las tristes lejanías, y remontan las edades,
y se sienten atraídos por los nuevos horizontes,
se aglomeran, piafan, soplan…y se pierden al escape:
detrás de ellos una nube,
que es la nube de la gloria, se levanta por los aires…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

José Santos Chocano (Perú, 1867-1934)


En La mejor poesía. Selección de Héctor Yánover,
Seix Barral, Buenos Aires, 1998, p. 339-341

EL HAMBRE

Don Pedro (…) se retuerce como endemoniado… ¡Ay!, no


necesita asomarse a la ventana para recordar que allá
afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres
de los tres españoles que mandó a la horca por haber
hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina,
despedazados, pues sabe que otros compañeros les
devoraron los muslos.

(…) Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en


un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el
Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos
festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por
el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más
frenético (…) En Morón de la Frontera detestaba al
señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se
harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían
diferencias. ¡Cómo se equivocó!

(…) Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el


hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne!
Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano
Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el
campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha
ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una
culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que
posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al
zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero
así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera
logrado, porque no lo hay, porque no lo hay.

(…) Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios
deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano
montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la
ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos
podrán descender uno de los cuerpos y entonces...

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.


(…) Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres
péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan,
sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará.
Su hermano andará cerca. Unos pasos más...

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se


aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que
se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas.
Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don
Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera
mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don
Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan
de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro
señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés,
antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar


que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a
todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo.
Por lo menos lo cree él así.

(…) A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún


otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron,
le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los
cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su
animosidad.

(…) El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar


mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido
sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el


fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había
callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la
indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas.
Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como
arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy
cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del
capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las
brasas. Los otros ya no estaban allí (…) Nadie: ni su
hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda,
que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de
oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres:


sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y
a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados.

(…) No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado


cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose
con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció
en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia
adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que
está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un
sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae
encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en
los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el
cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo
del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en
torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca
bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que
acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los
dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo
que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo
entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra
más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada,
al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los
ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo
de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el
rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que
Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para
abrigarse.

El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho


se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y
se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los
indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano
trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y
más.

Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires,


Sudamericana, Buenos Aires, 1968, p. 7-14
LA MALDICIÓN DE MALINCHE

Del mar los vieron llegar


mis hermanos emplumados,
eran los hombres barbados
de la profecía esperada.

Se oyó la voz del monarca


de que el Dios había llegado
y les abrimos la puerta
por temor a lo ignorado.

Iban montados en bestias


como Demonios del mal,
iban con fuego en las manos
y cubiertos de metal.

Sólo el valor de unos cuantos


les opuso resistencia
y al mirar correr la sangre
se llenaron de vergüenza.

Por que los Dioses ni comen,


ni gozan con lo robado
y cuando nos dimos cuenta
ya todo estaba acabado.

Y en ese error entregamos


la grandeza del pasado,
y en ese error nos quedamos
trescientos años de esclavos.

Se nos quedó el maleficio


de brindar al extranjero
nuestra fé, nuestra cultura,
nuestro pan, nuestro dinero.

Y les seguimos cambiando


oro por cuentas de vidrio
y damos nuestra riqueza
por sus espejos con brillo.
Hoy en pleno siglo XX
nos siguen llegando rubios
y les abrimos la casa
y los llamamos amigos.

Pero si llega cansado


un indio de andar la sierra,
lo humillamos y lo vemos
como extraño por su tierra.

Tú, hipócrita que te muestras


humilde ante el extranjero
pero te vuelves soberbio
con tus hermanos del pueblo.
Tomado de AlbumCancionYLetra.com
Oh, Maldición de Malinche,
enfermedad del presente
¿Cuándo dejarás mi tierra
cuando harás libre a mi gente?

Letra: Gabino Palomares


DURA, TORVA Y LENTA

Por este río –casi una llanura-


y por esta llanura –casi un cielo-
penetraron los hombres en aquélla
que aún no era la patria.
Ni era nuestra.
Remontaron las aguas, machetearon la selva
atravesaron montes, temblaron con las fiebres,
abrieron los senderos
aprendieron los nombres ignorados
y enseñaron los nuevos.
Las frentes sudorosas, enojaba
un irascible viento.
Fue dura la conquista.
Dura y lerda.
Siguió la caravana por salinas,
por desiertos de piedra,
descendió hasta la sima pavorosa
y avanzó entre las tinieblas.
Las espinas brotaban de la sangre
como una extraña floración siniestra:
los días desnudaban la esperanza
y las noches vestían el deseo.
Desde el violado fondo americano
desde todos los ríos y los cerros.
se defendía el continente vírgen
con graves sortilegios:
fantasmas del metal, raíz salvaje,
riesgo invisible, flechas con veneno
y el bárbaro clamor desesperado
desde la entraña aviesa del misterio.
Fue torva la conquista.
Torva y lenta.
Bajo los pies, crecía inmensamente
Una pampa cuajada en tolvaneras
Y los hombres plantaron la semilla
Cercaron la tierra,
Levantaron los muros de la casa
Y tomaron las hembras.
Sobre aquel horizonte desbocado
comenzó el entrevero,
empezaron a unirse las distancias:
los hombres, todavía estaban lejos
los unos de los otros. No sabían
-no supieron tal vez por mucho tiempo-
Que para no estar solos ni perdidos
Había que sentar todas las huellas.
Así, fueron andando los caminos;
así, fueron crujiendo las carretas,
crecieron caseríos melancólicos
y alrededor de las capillas tiernas
se apretaron los miedos pequeñitos.
Y nadie tuvo miedo.

Julia Prilutzky Farny (1912-2002)

Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus


Ultra, Buenos Aires, 1978. En Cronistas de Indias.
Antología. Selección, introducción, notas y
propuestas de trabajo: Silvia Calero y Evangelina
Folino, Colihue, Buenos Aires, 2006, p. 164-165
LA NOCHE BOCA ARRIBA

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo


subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los
efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en
la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se
lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más.
El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué
encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al
llegar al hospital y le deseó buena suerte.
(…)
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él
nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a
la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los
tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó,
y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como
la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo
era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban
a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no
apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los
motecas, conocían.
(…)
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal
de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un
sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente
del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos
de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El
sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada.
Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la
guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón
de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de
la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada,
dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los
tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en
tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada
horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia
adelante.
- Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No
brinque tanto, amigo.
(…)
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en
que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la
garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y
mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad
absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en
un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la
espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo
habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria
podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose
entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta.
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del
templo a la espera de su turno.
(…)
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a
un metro del techo de roca viva que por momentos se
iluminaba con un reflejo de antorcha.
(…)
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso
dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía
haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la
mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de
imagen traslúcida contra la sombra azulada de los
ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el
olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. (…) Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo,
con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua;
no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra
vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras
roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba
gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía,
abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se
enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en
la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado,
descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. (…)
Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del
balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió
los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que
venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó
a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no
iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño
maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas
avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y
rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto
de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira
infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los
ojos cerrados entre las hogueras

Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos,


Bruguera, Barcelona, 1979, p. 43-50
NOS DEJARON LAS PALABRAS

Qué buen
idioma el
mío, qué
buena
lengua
heredamos de los conquistadores
torvos... Estos andaban a zancadas por
las tremendas cordilleras, por las
Américas encrespadas, buscando
patatas, butifarras, frijolitos, tabaco
negro, oro, maíz, huevos fritos, con
aquel apetito voraz que nunca más se
ha visto en el mundo.

Todo se lo tragaban, con religiones,


pirámides, tribus, idolatrías iguales a
las que ellos traían en sus grandes
bolsas. Pero a los
bárbaros se les caían de
las botas, de las barbas,
de los yelmos, de las
herraduras, como
piedrecitas, las palabras luminosas
que se quedaron aquí
resplandecientes... el idioma.

¿Salimos perdiendo..? ¿Salimos


ganando..? Se llevaron el oro y nos
dejaron el oro... Se lo llevaron todo y
nos dejaron las palabras.

Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seis Barral,


España, 1974, p. 52
EL DESCUBRIMIENTO
Y
LA
CONQUISTA
DE
AMÉRICA

HOY
LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO”

Al promediar el siglo XVI agoniza la primera gran


resistencia americana. Las catástrofes demográficas y
la desarticulación social y cultural, producidas en los
cincuenta años que siguieron a la conquista han sido
dramáticamente constatadas –más allá de las
polémicas entre las leyendas “negra” y “rosa” de la
presencia hispano-portuguesa en América- aunque es
difícil imaginar en toda su magnitud el significado de
algunas cifras:

De los 80 millones de habitantes “americanos” que se


estima existen a la llegada de los españoles a fines del
siglo XV y comienzos del XVI, a mediados de éste sólo
quedan 10…Si se quiere tomar un solo caso, México
ilustra brutalmente: en un siglo la población autóctona
es diezmada, pasando de 25 millones a apenas uno…
Más allá de cualquier posición, hay una sola palabra
para denominar la acción que termina, en tan corto
tiempo, con el 90% de la población en un territorio (70
millones de seres humanos): genocidio. (Walter
Ansaldi).

No menos arrasadora fue la acción europea sobre el


sustrato material de las culturas indianas: los templos
y construcciones religiosas se derrumban para
construir sobre ellas las iglesias del conquistador; las
artesanías de oro y plata se fundían en lingotes a fin
de transportarlos al viejo mundo; se quemaron los
documentos y fueron eliminados los sabios y las capas
intelectuales que resguardaban la herencia de estos
pueblos en sus manifestaciones más elaboradas. Como
escribe Fray Diego de Landa en su Relación de las
Cosas de Yucatán, dando cuenta de su accionar sobre
la cultura maya:

Hallámosles gran número de libros de estas letras, y


porque no tenían otra cosa que no hubiese
superstición y falsedades del demonio, se los
quemamos todo, lo cual sintieron a maravilla y les dio
mucha pena…
De esta manera, el primer siglo del dominio hispano-
portugués iba a significar brutales trastocamientos
sociales y culturales para los pueblos originarios y los
esclavos africanos que, junto a las nuevas líneas de
mestización de estos dos troncos principales entre sí y
con los pobladores blancos, refundarían sobre bases
altamente traumáticas las estirpes populares
latinoamericanas. No obstante, esas diversas y
matizadas realidades precolombinas lograrán
sobrevivir al genocidio y a la impostación de la cultura
y la religión europeas. Las principales lenguas:
innumerables palabras, giros idiomáticos y
significados; creencias y rituales religiosos
amalgamados con el cristianismo; artesanías
domésticas y sociales, tejidos, cerámica, alfarería;
tradiciones comunitarias, mitos, formas de vida
cotidiana, vestimentas, comidas, cánticos, expresiones
musicales, relatos clandestinos, testimonios orales,
van conformando el acervo de una visión del mundo
hondamente diferenciada que se mueve en las
profundidades del continente, disimulada a veces por
el barniz de la sumisión; “y mucho quedará de la
manera de ser y pensar aborigen en las costumbres
sociales y realidades políticas plasmadas en “las indias
después de la conquista (José María Rosa).

Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en


América Latina. Notas sobre el pensamiento
nacional y popular, Ediciones del Pensamiento
Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009, p. 144-145
PADRE Y MADRE

Se puede discutir si la conquista de América fue buena o


mala, pero la Iglesia sabía perfectamente que su papel en
el proceso colonizador era el de evangelizar La Iglesia
entró en contacto con una población rasgada entre su
deseo de rebelarse y su deseo de encontrar protección.

La Iglesia ofreció tanta protección como pudo. Muchos


grupos indígenas, de los coras en México a los quechuas en
Perú a los araucanos en Chile, resistieron a los españoles
durante un largo tiempo. Otros acudieron en multitudes
pidiendo el bautizo en las calles y en los caminos.

El fraile franciscano Toribio de Benavente, quien llegó a


México en 1524 y fue llamado por los indios “Motolinia”,
que significa “el pobre y humilde”, escribió que:

“Vienen al bautismo muchos, no sólo los domingos y días


que para esto están señalados, sino cada día de ordinario,
niños y adultos, sanos y enfermos, de todas las comarcas; y
cuando los frailes andan visitando les salen los indios al
camino con los niños en brazos y con los dolientes a
cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los
bauticen…Cuando van a el bautismo, los unos van
rogando, otros importunando, otros lo piden de rodillas,
otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y
encogiéndose; otros lo demandan y reciben llorando y con
suspiros”.

Motolinia afirma que 15 años después de la caída de


Tenochtitlan en 1521, “más de cuatro millones de almas
habían sido bautizadas”. Y aunque esto puede ser
propaganda eclesiástica, el hecho es que los actos formales
del catolicismo, del bautismo a la extremaunción, se
convirtieron en ceremonias permanentes de la vida popular
en toda la América española, y que la arquitectura
eclesiástica desplegó una imaginación práctica, capaz de
unir dos factores vitales para las nuevas sociedades
americanas. La primera fue la necesidad de tener un
sentido de parentesco, un padre y una madre. Y la
segunda, fue la de contar con un espacio físico protector,
donde los viejos dioses podrían ser admitidos, disfrazados,
detrás de los altares de los nuevos dioses.

Muchos mestizos jamás conocieron a sus padres. Sólo


conocieron a sus madres indígenas, amantes de los
españoles. El contacto y la integración sexuales fueron,
ciertamente, la norma de las colonias ibéricas, en oposición
a la pureza racial y la hipocresía puritana de las colonias
inglesas. Pero ello no alivió la sensación de orfandad que
muchos hijos de españoles y mujeres indígenas
seguramente sintieron. La Malinche tuvo un hijo de Cortés,
quien lo reconoció y lo bautizó Martín. Pero el
conquistador tuvo otro hijo, también llamado Martín, por
su mujer legítima, Catalina Juárez. Andando el tiempo,
ambos hermanos se conocieron y protagonizaron, en 1565,
la primera rebelión de la población criolla y mestiza de
México, contra el gobierno español.

La legitimación del bastardo, la identificación del huérfano,


se convirtió en una de los problemas centrales, aunque a
menudo tácitos, de la cultura latinoamericana. Los
españoles lo abordaron de maneras religiosas y legalistas.

La fuga de los dioses, que abandonaron a su pueblo; la


destrucción de los templos; las ciudades arrasadas; el
saqueo y destrucción implacables de las culturas; la
devastación de la economía indígena por la mina y la
encomienda: Todo ello, además de un sentimiento casi
paralizante de asombro, de maravilla ante lo que ocurría,
obligaba a los indígenas a preguntar: ¿Dónde hallar la
esperanza? Era difícil encontrar ni siquiera un destello en
el argo túnel que el mundo indígena parecía recorrer.
¿Cómo evitar la desesperanza y la insurrección? Ésta fue la
pregunta propuesta por los humanistas de la colonia, pero
también por sus más sabios, y astutos, políticos.

Una respuesta fue la denuncia de Bartolomé de las Casas.


Otra, las comunidades utópicas de Quiroga y los colegios
indígenas de la Corona. Pero en verdad fue el segundo
virrey y primer arzobispo de México, Fray Juan de
Zumárraga, quien halló la solución duradera: darle una
madre a los huérfanos del Nuevo Mundo.
A principios de diciembre de 1542, en la colina del Tepeyac
cerca de la ciudad de México, un sitio previamente
dedicado al culto de una diosa azteca, la virgen de
Guadalupe se apareció portando rosas en invierno y
escogiendo a un humilde tameme, o cargador indígena,
Juan Diego, como objeto de su amor y de su
reconocimiento.

De un golpe maestro, las autoridades españolas


transformaron al pueblo indígena de hijos de la mujer
violada en hijos de la purísima Virgen. De Babilonia a
Belén, en un relámpago de genio político. Nada ha
demostrado ser más consolador, unificante y digno de lás
feroz respeto en México, desde entonces, que la figura de
la virgen de Guadalupe, o las figuras de la virgen de la
Caridad del Cobre en Cuba, o de la virgen de Coromoto en
Venezuela. El pueblo conquistado había encontrado a su
madre.

También encontraron un padre. México le impuso a Cortés


la máscara de Quetzalcóatl. Cortés la rechazó y, en cambio,
le impuso a México la máscara de Cristo. Desde entonces,
ha sido imposible saber quién es verdaderamente adorado
en los altares barrocos de Puebla, Oaxaca y Tlaxcala:
¿Cristo o Quetzalcóatl? En un universo acostumbrado a
que los hombres se sacrificasen a los dioses, nada asombró
más a los indios que la visión de un Dios que se sacrificó
por los hombres. La redención de la humanidad por Cristo
es lo que fascinó y realmente derrotó a los indios del
Nuevo Mundo. El verdadero regreso de los dioses fue la
llegada de Cristo. Cristo se convirtió en la memoria
recobrada, el recuerdo de que en el origen los dioses se
habían sacrificado en beneficio de la humanidad. Esta
nebulosa memoria, disipada por los sombríos sacrificios
humanos ordenados por el poder azteca, fue rescatada
ahora por la Iglesia cristiana.

El resultado fue un sincretismo religioso flagrante, la


mezcla religiosa de la fe cristiana y la fe indígena, una de
las fundaciones culturales del mundo hispanoamericano. Y,
sin embargo, existe un hecho llamativo: todos los Cristos
mexicanos están muertos, o por lo menos agonizan. En el
calvario, en la cruz, tendidos en féretros de cristal, todo lo
que se ve en las iglesias populares de México son imágenes
de Cristo postrado, sangrante y solitario.

En contraste, las vírgenes americanas, como las españolas,


están rodeadas de gloria y celebración perpetuas, flores y
procesiones. Y el decorado mismo que rodea a estas
figuras, la gran arquitectura barroca de la América Latina
es en sí una forma de celebración riesgosa de las viejas
religiones supervivientes.

Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de


Cultura Económica, México, D. F., 1992, p. 154-157
MODERNIDAD Y COLONIALIDAD

Según Todorov, para los cristianos y los europeos fue el


acontecimiento más extraordinario “desde que Dios creó el
mundo”. Sin embargo, los trabajos nucleados en torno a las
teorías decoloniales relativizan el alcance de esta
afirmación. Para estos, la conquista de América, desató
dos procesos que son –solo en apariencia- contradictorios.

Por un lado, el “descubrimiento” de América fue la


expresión del triunfo de las ideas modernas. El término
modernidad se asocia a un ciclo histórico donde la razón
logró imponerse sobre los dogmas religiosos y el
oscurantismo. La modernidad valorizó la capacidad de
análisis, autonomizó el conocimiento, exaltó la filosofía y
las ciencias, la independencia de los individuos por sobre
los grupos a los que pertenecían, llegando incluso a
postular su igualdad jurídica.

Por otro lado, para los vencidos, la llegada del europeo


representó un pachakuti, es decir, un trastorno del espacio
y el tiempo que desarticuló su visión y su forma de
relacionarse con el mundo. Desde este enfoque, la
modernidad –cuando se extendió fuera de Europa-
comportó siempre una forma de imperialismo que generó
vínculos coloniales.

En este sentido, y en palabras de Walter Mignolo, fuera de


Europa “no se puede ser moderno sin ser colonial”. El
razonamiento que nos ofrece esta perspectiva es el
siguiente: la modernidad no significó la superación de los
vínculos coloniales, pues la conquista de América –origen y
fundamento de la modernidad- fue concebida en la
conciencia europea, que veía al continente como una gran
extensión de tierra de la que había que apropiarse y a sus
habitantes como un pueblo al que había que evangelizar y
explotar. Según Mignolo, aunque los aspectos más oscuros
y terribles de la empresa moderna se disfracen de
“injusticias necesarias”, “el progreso de la modernidad va
de la mano con la violencia de l colonialidad. Es
precisamente la modernidad la que necesita y produce la
colonialidad”.
Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la
Argentina. Una historia en 12 lecciones, Novedades
Educativas, Buenos Aires, 2013, p. 40
LOS VENCIDOS

¿Cuáles fueron las razones de esta catástrofe sin paralelo


en otros procesos de la historia moderna de la población?
Las matanzas de los conquistadores explican solo una
pequeña parte de la caída de la población indígena. Otros
desencadenantes fueron los trabajos forzados en las minas
y en las plantaciones, la esclavización de miles de
aborígenes –trasladados de sus tierras para trabajar en
zonas muy alejadas-, las requisas de alimentos que hicieron
los españoles, que privaron de sustento a las familias
nativas.

En este proceso, incidieron también factores psicológicos


evidenciados en los suicidios y en el descenso de la
natalidad, es decir, la disminución de la cantidad de hijos
que tenían las familias nativas. Todos estos factores
habrían bastado para reducir la población de manera
significativa. Sin embargo, la causa más importante de la
brusca caída demográfica fue la propagación de
enfermedades traídas por los españoles, frente a las cuales
los aborígenes no tenían defensas biológicas. La fiebre
amarilla, la viruela, el sarampión, el tifus y la gripe
devastaron a la población aborigen en América.

Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina,


Colección Los Caminos de la Historia, Buenos Aires,
2002, p. 20 y 21

LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES


DURANTE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

(…) Sin embargo, a pesar de que no existe acuerdo entre


muchos especialistas sobre la relevancia de las
enfermedades, no todos explican del mismo modo por qué
arrasaron con un número tan elevado de vidas y
produjeron una brusca disminución de la población nativa.

Tzvetan Todorov, un conocido lingüista e historiador, se


opone a considerar que las epidemias se produjeran solo a
causa de f actores biológicos y, en cambio, pone en relación
a las enfermedades con otro tipo de factores. Dice Todorov:

“(…) Tampoco se pueden considerar esas epidemias como


un fenómeno puramente natural. El mestizo Juan bautista
Pomar, en su Relación de Texcoco, terminada hacia 1582,
reflexiona sobre las causas de la despoblación (…);
ciertamente fueron las enfermedades, pero los indios
estaban agotados por el trabajo y ya no tenían amor por la
vida: la culpa es de ‘la congoja y fatiga de su espíritu, que
nace de verse quitar la libertad que Dios le dio, (…) porque
realmente los tratan (los españoles) muy peor que si fueran
esclavos’ ”.

También otros autores explican que la propagación de las


enfermedades estuvo fuertemente relacionada con las
condiciones sociales, económicas y laborales impuestas por
los conquistadores. Los invasores despojaron a los indios
de alimentos, destruyeron sus sembradíos y los capturaron
para realizar duros trabajos; los más jóvenes fueron
trasladados a regiones lejanas del lugar en que vivían. Los
traslados determinaron la desunión de las familias: por un
lado, empezó a disminuir el número de nacimientos y, por
otro, los aborígenes sufrieron por estos cambios graves
consecuencias psicológicas que se manifestaron en
alcoholismo, suicidios y “desgano vital”.

Por lo tanto, según estos historiadores, las enfermedades


introducidas por los españoles se convirtieron en terribles
epidemias porque la mala alimentación, las duras
condiciones de trabajo y la pérdida del entusiasmo vital
habían dejado a la población aborigen en un estado general
muy deteriorado. Esto es lo que el historiador Rafael
Mellafe (1965) denomina complejo trabajo-dieta-epidemia
que demuestra una terrible efectividad: la catástrofe
demográfica producida en América por la llegada de los
europeos es la mayor ocurrida jamás.

En síntesis, si bien muchos estudiosos de la conquista


coinciden en que las enfermedades jugaron un papel
central en la denominada catástrofe demográfica,
Coexisten entre ellos diferentes modos de explicar por qué
y de qué manera las nuevas enfermedades provocaron el
derrumbe de la población aborigen.

Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura


compartida. Relaciones entre consignas, contenidos y
aprendizaje, en Isabelino A. Siede (coord.), Ciencias
Sociales en la escuela. Criterios y propuestas para la
enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012, p. 96-98
LA MALINCHE

Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la


Chingada es la Madre violada. Ni en ella ni en la Virgen se
encuentran rastros de los atributos negros de la Gran
Diosa: lascivia de Amaterasu y Afrodita, crueldad de
Artemisa y Astarté, magia funesta de Circe, amor por la
sangre de Kali. Se trata de figuras pasivas. Guadalupe es la
receptividad pura y los beneficios que produce son del
mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las
lágrimas, calma las pasiones. La Chingada es aún más
pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la
violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo.
Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho
más arriba en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la
lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su
nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la
Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la
condición femenina.

Si la Chingada es una representación de la Madre violada,


no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue
también una violación, no solamente en el sentido
histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo
de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es
verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador,
pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida, Doña Marina
se ha convertido en una figura que representa a las indias,
fascinadas, violadas o seducidas por 103 españoles. Y del,
mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo
abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano
no perdona su traición a la Malinche.

Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros


indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña
Marina son así dos símbolos antagónicos y
complementarios. Y si no es sorprendente el culto que
todos profesamos al joven emperador -"único héroe a la
altura del arte", imagen del hijo sacrificado-, tampoco es
extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el
éxito del adjetivo despectivo "malinchista", recientemente
puesto en circulación por los periódicos para denunciar a
todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los
malinchistas son los partidarios de que México se abra al
exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la
Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por
oposición a lo abierto.

Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de


vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados
frente al pasado. En este grito condenamos nuestro origen
y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña
permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación
y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que
son algo más que figuras históricas: son símbolos de un
conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a
la Malinche -Eva mexicana, según la representa José
Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional
Preparatoria- el mexicano rompe sus ligas con el pasado,
reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica.

El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es


un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya
es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis
hispanista, que nos hace descender de Cortés con
exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos
extravagantes -que ni siquiera son blancos puros-. Y otro
tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que
también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos,
sin que jamás los indios le hayan- prestado atención. El
mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco
quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en
tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre.
Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en si mismo.

El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y


negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por
trascender ese estado de exilio. En suma, como viva
conciencia de la soledad, histórica y personal. La historia,
que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de
nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, sí nos
puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles
han sido nuestras tentativas para trascender la soledad.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de
Cultura Económica, México, D.F., 1972, p. 83-84
ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA

Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de


plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata
eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines
en las procesiones: en 1658, para la celebración del Corpus
Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas,
desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente
cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó
templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a
la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino,
encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La
espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el
despojo colonial. Para arrancar la plata de América se
dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los
caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes.
Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico
aumentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. “Vale
un Perú” fue el elogio máximo a las personas o a las cosas
desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir
del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha
habla con otras palabras: “Vale un Potosí”, advierte a
Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata
de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según
el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían transcurrido
desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya
tenía, como por arte de magia, la misma población que
Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o
París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí
160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y
más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston,
en tiempos en que Nueva Cork ni siquiera había empezado
a llamarse así.

La historia de Potosí no había nacido con los españoles.


Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había
oíd hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro
hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar,
enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas
pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca
contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se
alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las
serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades
rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro
siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los
tiempos siguientes.

Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía


albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido
sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro
y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque
Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no
servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No
bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los
filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa los
derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las
profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: “No
es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que
vienen de más allá”. Los indios huyeron despavoridos y el
inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El
cerro pasó a llamarse Potojsí, que significa: “Truena,
revienta, hace explosión”.

“Los que viene de más allá” no demoraron mucho en


aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso.
Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545,
el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama
fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para
no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una
hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la
avalancha española.

Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América


Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2010, p. 37-39
HECHOS E INTENCIONES

La curiosidad, junto con la codicia fueron quizás los pivotes


que en lo personal movieron a los hombres que hicieron la
conquista. Están también los grandes móviles: la expansión
territorial de España, la conversión de una enorme masa
de infieles a la religión cristiana: Móviles con mayúscula.
Con minúscula, la curiosidad, evidente en un Joseph de
Acosta, que indaga prácticamente sobre todas las cosas, de
todos los reinos: vegetal, animal, mineral... Cortés no
podrá permanecer ajeno ante el espectáculo de los
mercados indígenas. Las aves, los condimentos, los
jarabes, los puestos que venden manta, como en Granada
las tiendas que venden seda; el enmaderamiento de los
techos, similar al utilizado por los árabes en España.

La curiosidad es admiración, es aturdimiento, es mirar


para todos lados, querer tener mil ojos como el dios Argos,
desear captar, aprehender todo de golpe y porrazo. Y
entenderlo, asimilarlo. ¿Cómo? Mediante la comparación
con el único punto de referencia habido: España. Los
conquistadores, los pobladores, los meros visitantes van de
la curiosidad al pasmo y viceversa, y para no caerse en
esta especie de vaivén vertiginoso, para no perder pie,
tendrán que recurrir a la comparación, al símil. Que si así,
igualitas, son las plazas en Toledo; que si tal mercado se
parece a la feria de Medina del Campo; que si el lugar en
donde los indios venden “muchas maneras de hilados de
algodón de todos los colores, en sus madejitas” es casi
idéntico a la alcaicería de Granada, dice Cortés.

Es lógico que equiparar el Nuevo con el Viejo Mundo


preste al recién llegado un punto de apoyo necesario: la
brújula que impide extraviarse en la selva de Indias. La
misma que usó Colón cuando, llegado las islas, comparó
(se parecieran o no) los árboles de la Española con los de
Andalucía; aquella naturaleza en que de acuerdo con su
Diario, todo es verde y hay “aves y pajaritos de tantas
maneras y tan diversas que es una maravilla.”

Cuando Colón se olvidaba por momentos del oro –un fin


que se le había convertido en obsesión- deviene en
misticizante alucinado, y es así como terminará sus días.
Algo semejante pasa con Alvar Núñez de Cabeza de Vaca,
explorador-aventurero para quien la existencia se cifra en
la aventura. A lo largo de su peregrinar por Florida, en
línea transversal azarosa, hacia la California, le acontecen
todas las vicisitudes imaginables: la enfermedad, la
esclavitud, la laceria (ausencia absoluta de sustento y
vestido). Alvar Núñez vence a la naturaleza no por un
instinto práctico sino por un designio providencial que se
le revela como metamorfosis espiritual. Su misión primera,
consistente en conquistar, pacificar y cristianizar, se
convierte en lucha por la supervivencia en medio de una
naturaleza hostil, en increíble amistad –casi hermandad-
con indígenas que pudieran ser hostiles. Devenido médico,
hechicero venerado, el espejismo del oro se le borra de los
ojos y por ahí leemos que él y los otros supervivientes
dejaron olvidadas –quién sabe dónde, quién sabe cómo-
cinco esmeraldas. ¿Habrían sido capaces de este descuido
un Cortés, un Alvarado, o el iletrado y rapaz Francisco
Pizarro?

Es por eso que, convertido en alucinado que ama a sus


indios, Cabeza de Vaca fracasará más tarde cuando,
nombrado gobernador de una expedición que se dirige al
Uruguay y al Brasil, quiere aplicar la misma amistad y los
mismos métodos persuasivos con los aborígenes, y la
tripulación se le amotina, es acusado de traición, y
finalmente se le confina al destierro en Orán. Cabeza de
vaca se “indigeniza”, se humaniza, y su nuevo “modo” no
casa con los fines de soldados y conquistadores. Para ellos
viene siendo un traidor, o por lo menos, un iluso, En todo
caso, un desertor de la causa del oro.

Un convertido a medias a la causa indígena es, sin duda,


Díaz del Castillo, que no se tapa la boca para denunciar la
ignominia del hierro candente que es la marca infamante
en la mejilla del indígena, y denunciar a voces la codicia de
Cortés, que tomaba para sí el quinto y las mejores indias.
Evidentemente, Bernal no podrá estar con Las Casas,
porque en ello le irían sus privilegios. Será, por el
contrario, favorable a la perpetuidad de la encomienda, se
hará de amigos y de enemigos, viajará a España a defender
derechos adquiridos. Es, sin embargo, un narrador nato.
Por su crónica desfila la humanidad heterogénea que
siguió a Cortés. Descriptivo, épico (“pues a tan excesivos
riesgos de muerte y heridas y mil cuentos de miserias
pusimos y aventuramos nuestra vidas”) es, al mismo
tiempo, un soldado con los pies en la tierra, y un relator
entusiasta de la epopeya indiana.

Los hombres, blancos y boquirrubios, surcan el mar en


frágiles barquillas; arriesgan cuerpo y entendimiento. Al
otro lado del océano les esperan, inocentes, pueblos que
verán trastocado su destino. Hechos e intenciones; obras,
amores, buenas y malas razones; proezas y
avasallamientos. En suma: el descubrimiento y conquista
de América.

MARGARITA PEÑA, DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DE


AMÉRICA, SEP/UNAM, MÉXICO, 1982
EXTRACTOS DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE
BOLIVIANO, EVO MORALES, ANTE LA REUNIÓN DE
JEFES DE ESTADO DE LA COMUNIDAD EUROPEA
30 DE JUNIO 2013

Aquí pues yo, Evo Morales, he venido a encontrar a los que


celebran el encuentro.

Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América


hace 40 mil años, he venido a encontrar a los que la
encontraron hace sólo 500 años.

Aquí pues, nos encontramos todos. Sabemos lo que somos,


y es bastante.

Nunca tendremos otra cosa. El hermano aduanero europeo


me pide papel escrito con visa para poder descubrir a los
que me descubrieron. El hermano usurero europeo me pide
pago de una deuda contraída por Judas, a quien nunca
autoricé a venderme. El hermano leguleyo europeo me
explica que toda deuda se paga con intereses aunque sea
vendiendo seres humanos y países enteros sin pedirles
consentimiento.

Yo los voy descubriendo. También yo puedo reclamar pagos


y también puedo reclamar intereses. Consta en el Archivo
de Indias, papel sobre papel, recibo sobre recibo y firma
sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660
llegaron a San Lucas de Barrameda 185 mil kilos de oro y
16 millones de kilos de plata provenientes de América.

¿Saqueo? ¡No lo creyera yo! Porque sería pensar que los


hermanos cristianos faltaron a su séptimo mandamiento.
¿Expoliación? ¡Guárdeme Tanatzin de figurarme que los
europeos, como Caín, matan y niegan la sangre de su
hermano!

“¿Genocidio? Eso sería dar crédito a los calumniadores,


como Bartolomé de las Casas, que califican al encuentro
como de destrucción de las Indias, o a ultrosos como
Arturo Uslar Pietri, que afirma que el arranque del
capitalismo y la actual civilización europea se deben a la
inundación de metales preciosos.

¡No! Esos 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de


plata deben ser considerados como el primero de muchos
otros préstamos amigables de América, destinados al
desarrollo de Europa. Lo contrario sería presumir la
existencia de crímenes de guerra, lo que daría derecho no
sólo a exigir la devolución inmediata, sino la indemnización
por daños y perjuicios.

Yo, Evo Morales, prefiero pensar en la menos ofensiva de


estas hipótesis.
Tan fabulosa exportación de capitales no fueron más que el
inicio de un plan Marshalltesuma, para garantizar la
reconstrucción de la bárbara Europa, arruinada por sus
deplorables guerras contra los cultos musulmanes,
creadores del álgebra, la poligamia, el baño cotidiano y
otros logros superiores de la civilización.

Por eso, al celebrar el Quinto Centenario del Empréstito,


podremos preguntarnos: ¿Han hecho los hermanos
europeos un uso racional, responsable o por lo menos
productivo de los fondos tan generosamente adelantados
por el Fondo Indoamericano Internacional? Deploramos
decir que no.

En lo estratégico, lo dilapidaron en las batallas de Lepanto,


en armadas invencibles, en terceros reichs y otras formas
de exterminio mutuo, sin otro destino que terminar
ocupados por las tropas gringas de la OTAN, como en
Panamá, pero sin canal.

En lo financiero, han sido incapaces, después de una


moratoria de 500 años, tanto de cancelar el capital y sus
intereses, cuanto de independizarse de las rentas líquidas,
las materias primas y la energía barata que les exporta y
provee todo el tercer mundo.

Este deplorable cuadro corrobora la afirmación de Milton


Friedman según la cual una economía subsidiada jamás
puede funcionar y nos obliga a reclamarles, para su propio
bien, el pago del capital y los intereses que, tan
generosamente hemos demorado todos estos siglos en
cobrar.

Al decir esto, aclaramos que no nos rebajaremos a


cobrarles a nuestros hermanos europeos las viles y
sanguinarias tasas del 20 y hasta el 30 por ciento de
interés, que los hermanos europeos le cobran a los pueblos
del tercer mundo. Nos limitaremos a exigir la devolución
de los metales preciosos adelantados, más el módico
interés fijo del 10 por ciento, acumulado sólo durante los
últimos 300 años, con 200 años de gracia.

Sobre esta base, y aplicando la fórmula europea del interés


compuesto, informamos a los descubridores que nos deben,
como primer pago de su deuda, una masa de 185 mil kilos
de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la
potencia de 300.

Es decir, un número para cuya expresión total, serían


necesarias más de 300 cifras, y que supera ampliamente el
peso total del planeta Tierra.

Muy pesadas son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto


pesarían, calculadas en sangre?

Aducir que Europa, en medio milenio, no ha podido


generar riquezas suficientes para cancelar ese módico
interés, sería tanto como admitir su absoluto fracaso
financiero y/o la demencial irracionalidad de los supuestos
del capitalismo.

Tales cuestiones metafísicas, desde luego, no nos inquietan


a los indoamericanos. “Pero sí exigimos la firma de una
Carta de Intención que discipline a los pueblos deudores
del Viejo Continente, y que los obligue a cumplir su
compromiso mediante una pronta privatización o
reconversión de Europa, que les permita entregárnosla
entera, como primer pago de la deuda histórica.
ACTIVIDADES

12 DE OCTUBRE
ANIVERSARIO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

Para introducir el tema

Las comunidades indígenas de América Latina han sido


durante siglos segregadas social, económica, política y
culturalmente y en muchas ocasiones, obligadas a
abandonar sus costumbres y tradiciones, incorporándolas
compulsivamente a la sociedad de los blancos.

En forma progresiva, en los últimos años se ha ido


tomando conciencia de la necesidad de respetar las
diferencias y condenar la discriminación hacia los pueblos
indígenas. de ahí que la fecha del 12 de octubre haya sido
motivo de intensa polémica al punto de ser modificada.

Proponemos que los estudiantes analicen esta efeméride a


partir de las discusiones que se dieron en torno a ella y las
distintas nominaciones. Sugerimos tener en cuenta que
nombrar nunca es un acto neutral. La manera en que
nombramos las cosas o los sucesos depende de nuestros
valores, ideas, saberes, creencias. Significa que estamos
tomando una posición ante la comprensión de una
situación histórica determinada.

Esta efeméride han sido nombrada de distintas maneras:


“Día de la raza”, “Descubrimiento de América”, “Conquista
de América”, “Encuentro de culturas”, “Choque de
culturas”-

¿Qué interpretación de los acontecimientos se observa a


partir de la elección de cada uno de esos nombres? ¿Cuál
consideran que es el más adecuado y por qué?

Para investigar

Proponemos leer el siguiente fragmento, escrito por un


especialista en derecho:
“La Constitución de 1853 fue (…) un fiel reflejo del
proyecto político que la elite impuso. En él, los Pueblos
Indígenas no tenían cabida (…), situación que en los
hechos devino en la implementación (…) de políticas de
exterminio liso y llano y/o de integración violenta (…). Esa
Constitución condenó a muerte a los Pueblos Indígenas y
con ellos, a cada una de esas culturas (…). La Reforma
Constitucional de 1994 es un punto de inflexión en esta
materia (…) hay un cambio sustancial en la recepción de
los derechos indígenas y en la interpretación y
obligaciones del Estado frente a esa problemática
específica”.

(Tanzi, Lisandro, Los derechos de los Pueblos


Indígenas de Argentina, Universidad Nacional de
Rosario, Cátedra de Derecho Constitucional).

A partir de la lectura, sugerimos que los estudiantes


investiguen acerca del proyecto político de los sectores
dominantes a partir de mediados del siglo XIX en nuestro
país. ¿Cuál fue? ¿Por qué el autor dice que “los Pueblos
Indígenas no tenían cabida? ¿Cuáles fueron algunas de las
medidas implementadas para combatirlos?

Para finalizar sugerimos trabajar en torno a la reforma


constitucional de 1994 que, como señala Tanzi, incorporó
el derecho de los indígenas a conservar su identidad
cultural. Los estudiantes pueden leer el artículo 75 inciso
17 en el que se establecen las atribuciones del Congreso
de la Nación y responder a las siguientes preguntas: ¿Qué
significa que se reconoce “la preexistencia étnica y cultural
de los pueblos indígenas argentinos”? ¿Qué ocurre con sus
identidades y con su educación? ¿Qué otros derechos x
establecen para estos pueblos?

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