Sie sind auf Seite 1von 13

1

EL CONSEJO PSICOLÓGICO

Dra. Zelmira Seligmann

1. Nociones importantes respecto de la conciencia


Comenzaré por aclarar algunos principios básicos sobre la conciencia para justificar
la necesidad de hablar del consejo psicológico. Santo Tomás al hablar de conciencia (cum
alio scientia) se refiere a la aplicación actual del conocimiento, a lo que hacemos. Dice
que es un dictamen de la mente (S. Th. I q. 79 a. 13 ad 1.) al que se le atribuyen tres
funciones:
1) cuando reconocemos que hacemos o no hacemos una cosa: da testimonio;
2) cuando juzgamos que una cosa debe o no debe hacerse: incita o liga; y
3) cuando juzgamos que una cosa ha estado bien o mal hecha: excusa
acusa
o remuerde
La conciencia está informada por el hábito de los primeros principios prácticos –la
sindéresis–, que es la capacidad del alma que distingue el bien del mal, capta y reconoce
los primeros principios morales. Dice Santo Tomás que «estimula al bien y censura el
mal» (S. Th. I q. 79 a. 12).
San Juan Damasceno (675-750), autor citado como autoridad por Santo Tomás de
Aquino, relaciona la conciencia con la ley de Dios y dice que:

«al dirigirse la Ley de Dios a nuestra mente, arrastra hacia sí y estimula


nuestra conciencia. Asimismo, nuestra conciencia se dice que es ley de nuestra
mente. […] Ciertamente, la ley de mi mente, esto es, la conciencia, se regocija en
la Ley de Dios, esto es, en el mandamiento, y la quiere» (Exposición de la fe, Libro
IV. 22)

El hombre para obrar debe guiarse por la inteligencia que capta la realidad. La
voluntad tiene por objeto el bien presentado por la razón; o sea, el orden moral objetivo lo
alcanza la voluntad con el conocimiento, y este conocimiento es la conciencia que aplica
las normas a los actos concretos. Nos dice el Beato Juan Pablo II, en su Carta Encíclica
Veritatis Splendor :
2

«mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y


universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso
particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una
llamada a realizar el bien en una situación concreta» (Veritatis Splendor, n. 59).

En el pensamiento moderno –que considera la libertad como un absoluto– y sobre


todo en las corrientes de psicología contemporáneas dependientes del pensamiento
freudiano, se pierde la idea de una verdad universal sobre el bien (que es el reconocido
por la razón humana), se hace un juicio moral subjetivo, donde el hombre se constituye
en autor de “su propia ley”, de los criterios sobre lo que está bien o lo que está mal.

La cultura contemporánea empapada de la filosofía moderna e idealista (a través


especialmente de Kant, Hegel y sobre todo, por ser más popular, de Freud) ha hecho
desaparecer la verdad y la ha reemplazado por criterios de sinceridad, espontaneidad, el
‘hacer lo que siento’, etc., para llegar a una concepción radicalmente subjetivista del juicio
moral.
Freud –al criticar la moral de la cultura cristiana (la que claramente intenta
destruir)– manifiesta que lo que esta cultura entiende como bien y mal, es algo extraño a
la naturaleza del hombre, se le impone desde afuera, reprimiendo los propios deseos y la
búsqueda de placer. Así se expresa el fundador del psicoanálisis:

«Podemos rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo


natural, de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni siquiera es lo nocivo o
peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que éste desea y que le procura
placer. Aquí se manifiesta, pues, una influencia ajena y externa, destinada a
establecer lo que debe considerarse como bueno y como malo.» (S. Freud, El
malestar en la cultura).

S. S. Juan Pablo II se refiere a esto cuando, en la Encíclica Veritatis Splendor,


analiza los fundamentos filosóficos de la moral y los problemas contemporáneos:

«Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón


humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción
misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o
3

sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el


conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así
un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más
bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar,
de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia.»
(Veritatis Splendor, n. 32).

Este es un texto importante para comprender la base de muchas patologías


psíquicas. El hombre contemporáneo quiere vivir una libertad sin límites, aplicar siempre
sus propios criterios sobre lo que está bien o lo que está mal, y ya no es la conciencia un
acto de la propia inteligencia (que sin duda el hombre moderno no usa o usa mal), sino
que está al servicio de sus caprichos y de su voluntad desordenada.
La conciencia pone al hombre ante la ley natural, es el ‘único testigo’ de su
fidelidad o infidelidad, de su rectitud o maldad moral. El juicio de la conciencia tiene un
carácter imperativo, se debe obrar en conformidad con dicho juicio, porque deriva de la
autoridad de la razón, que muestra la verdad sobre el bien y el mal.
Ciertamente la conciencia no está exenta de la posibilidad de error; a veces
puede ser culpable (cuando no trata de buscar la verdad y el bien), y otras puede
equivocarse por ignorancia invencible, no culpable (cosa muy difícil hoy en día). Este
último caso es importante tenerlo en cuenta porque, aunque el acto malo no sea
imputable, pero si es malo, no deja de ser un mal, un desorden en relación a la verdad
sobre el bien del hombre, de aquello que lo perfecciona. Y esto tiene una enorme
importancia en la psicología y en la formación de las patologías psíquicas, porque
significa que el mal nos hace daño, siempre lleva una pena y un sufrimiento. Transgredir
la ley natural lleva siempre una pena. Por eso para tener una conciencia recta
(ordenada al fin), el hombre debe buscar siempre la verdad y juzgar según ella, porque la
dignidad de la conciencia deriva de la verdad.

2. El consejo o deliberación previa a la elección del obrar


Para obrar bien, de acuerdo a esta recta conciencia, eligiendo lo mejor, es
necesario un juicio que va precedido de una deliberación sobre lo que se ha de hacer. Y
esto es lo que hace el consejo, del cual hablaremos.
Si queremos entender bien de qué se trata este “consejo psicológico”, y su razón
de ser en unas Jornadas sobre “Conciencia Moral”, tendríamos que empezar por definirlo.
4

Los comentaristas de Aristóteles, quien analiza ampliamente este tema en la Ética a


Nicómaco, en coincidencia con Santo Tomás, definen el consejo como “una deliberación
de lo que ha de hacerse o de los medios para obtener un fin”. Por lo tanto debe
quedar claro que, al hablar de consejo, nos referiremos a la reflexión, al discurrir, a la
investigación o el análisis que la persona hace antes de actuar, para no equivocarse al
obrar, para que no haya un juicio erróneo sobre sus conductas.
La voz latina consilium (con-sidium) alude a una reunión de personas que se
sientan juntas a buscar una solución. El consejo es una deliberación que consiste en una
indagación o argumentación, que tiene como objetivo emitir un juicio cierto sobre lo que
debe hacerse, dirigiendo así la elección de las conductas que realizaremos. Se elige lo
previamente consultado o deliberado1 y se obra según lo decidido. La elección es un
deseo deliberado de las cosas que dependen de nosotros, que están a nuestro alcance,
porque «cuando decidimos después de deliberar, deseamos de acuerdo con la
deliberación».2 Y esto es de gran importancia para la psicología, porque justamente la
elección es la que nos hace buenos o malos según prefiramos el bien o el mal. Y si
tenemos buena intención (que se refiere al fin), deliberamos bien y elegimos lo mejor,
nuestra conciencia no tendrá nada de que reprocharnos. Aristóteles asegura que la
elección es un acto voluntario, pero que va acompañado de la razón y la reflexión, donde
haciendo una comparación escogemos una cosa prefiriéndola a otra. 3 A veces sabemos
qué es bueno hacer, y sin embargo elegimos lo que no debemos hacer (lo que es malo),
porque hemos deliberado o “pensado” incorrectamente. La elección recae siempre sobre
lo juzgado en la deliberación.
Además, ya lo sabía Aristóteles, las elecciones de las personas nos permiten
reconocer sus diferentes caracteres4; porque la personalidad se va formando en base a
esas elecciones que hacen hábitos y estructuran el carácter. Aristóteles pone énfasis en
este tema porque mediante la elección se adquiere la virtud, y los actos virtuosos son lo
principal para ser feliz y psíquicamente sano. 5 Es más, la medida de la vida virtuosa es la
medida de una vida en plenitud, porque es lo propio del hombre bueno y con salud
mental. Virtuoso es aquel cuya conducta está ordenada a la razón, a lo que le es propio
como hombre. Virtuosa es la persona que obra “razonablemente” y así el hombre se
realiza en aquello que es lo más valioso que tiene. Por eso muchas veces oímos decir
1
Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II q 14 a. 1.
2
Cf. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea, Libro III, 3 (Bk 1112b10)
3
Cf. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea, Libro III, 2 (Bk 1112a15)
4
Ibid, , Libro III, 2 (Bk1111b5)
5
Ibid, Libro I, 10 (Bk 1100b10)
5

que el que tiene una grave patología psíquica, un desorden profundo, es una persona que
“ha perdido la razón”.
Dice taxativamente Aristóteles: «El hombre feliz es el que vive bien y obra bien
porque virtualmente hemos definido la felicidad como una especie de vida dichosa y de
conducta recta.» 6 Sin duda si uno obra bien, su conciencia no tiene nada que reprocharle,
vive bien y es feliz.

Pero vayamos al tema que nos ocupa, que es el del consejo o deliberación previa
a la elección que nos lleva a obrar, y mediante lo cual se va perfilando nuestra
personalidad. O sea en base a las elecciones y nuestras conductas.
Cuando uno tiene que actuar debe aplicar los principios universales a lo singular y
concreto, en lo cual por la variabilidad de las circunstancias y su contingencia, se da una
gran incertidumbre que hace necesario el esfuerzo por comprender la situación y
deliberar, antes de elegir un medio y decidir lo que se ha de hacer. El consejo es un acto
de la razón práctica que se halla bajo la influencia y moción de la voluntad. Todo el
proceso deliberativo es un movimiento de la razón práctica, un acto de entendimiento
impregnado de voluntad, que se mueve por el amor al fin. Aquí se da una investigación y
análisis de los medios según la intención precedente del fin, que justamente mueve a la
razón a buscar los medios adecuados a ese fin.
Dice Santo Tomás que el consejo pertenece a la voluntad, que le da la materia y el
motivo de la deliberación, pero también a la razón que investiga y reflexiona. 7 Son las dos
potencias, inteligencia y voluntad las que aquí interactúan.
Por eso vimos que era importante hablar del consejo psicológico, porque el
psicólogo debe ayudar en esta deliberación que precede al juicio y a la elección de lo que
se ha de hacer, y ser un buen instrumento para que la persona sepa cómo obrar
moralmente bien para llevar una vida feliz (y virtuosa) que se identifica con la salud
psíquica. Lo propio del ser humano es moverse por la indagación de la razón o
deliberación, y eso es lo que llamamos consejo. La mayoría de las personas que nos
consultan vienen angustiadas por conductas o actitudes equivocadas en su vida,
situaciones que las hacen sufrir. Quieren saber qué hacer, cómo actuar para solucionar
sus problemas, que cada vez se profundizan más si no se delibera correctamente y si se
cometen nuevos errores.

6
Ibid, Libro 1, 8 (Bk1098b20)
7
S. Th. I-II q 14 a 1 ad 1
6

Considero que aquí se dan dos circunstancias (y que también las tuvo en cuenta
Santo Tomás al analizar este tema):
1) la de aquellas personas que queriendo el fin verdadero o al menos
conociéndolo concientemente, han actuado o actúan en general sin haber deliberado y
buscado el consejo necesario. Esto es bastante corriente hoy en día, porque ya hay varias
generaciones que no están educadas para obrar racionalmente, sino que sus conductas
son impulsivas –se mueven por ese “hacer lo que me gusta” o lo que “me da placer”–
buscan su propio bienestar, siguen sus pasiones desordenadas, o simplemente rechazan
el papel de la razón en la vida moral. La usan para los negocios, para ganar más dinero,
para organizar las vacaciones, etc., pero no para hacer elecciones sensatas y razonables
respecto de su vida moral.
2) la de otras que han buscado y pensado los medios, pero según fines aparentes
o ficticios, ya sea consciente como inconscientemente, o sea deliberaron movidos por una
voluntad torcida; y ya hay un cierto deterioro en la razón en cuanto ignora el fin mismo.

En todos los casos el psicólogo debe ser la persona que “le ayude a pensar”, a
reflexionar, a deliberar sobre las situaciones concretas de su vida; y a buscar los caminos
rectos hacia el único fin. Este es el papel del “consejo psicológico”. Seguimos a Aristóteles
y a Santo Tomás que –con su sabiduría– afirman que el consejo versa sobre los medios,
porque el fin ya está determinado. El consejo se refiere a aquellas cosas que son
inciertas y sobre las que hay que deliberar. Por eso si algo es dudoso, no es fin 8; el fin no
se elige, por lo tanto tampoco es objeto de deliberación. Sin embargo muchas veces, en
la práctica psicoterapéutica, es necesario empezar por algo más fundamental, y es que la
persona debe encontrar el verdadero fin, el fin del hombre. El paciente debe plantearse
mejor lo que quiere en su vida como fin de sus acciones, porque quizás no es el
verdadero fin del hombre el que lo mueve, y por eso se está frustrando y se siente mal.
Precisamente el neurótico, por definición –según las investigaciones del psiquiatra Alfred
Adler– actúa según un fin ficticio y aparente. A veces sucede que el fin se conoce en la
teoría, pero en la práctica no se sigue. Todo hombre sabe que quiere ser feliz, pero no
todos aciertan a encontrar lo que los hace felices y son muchos los que se equivocan, y
esto ya lo decía Aristóteles.9

8
S. Th. I-II q 14 a 2 ad 1
9
Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro 1
7

Un simple ejemplo: un joven que hace orientación vocacional busca


concientemente una profesión que le dé mucho dinero en el futuro, pero donde además
encuentre satisfacción y le ayude a desplegar sus talentos ya sean artísticos, filosóficos,
de servicio al prójimo, etc. Concientemente y en la práctica busca el dinero como fin,
aunque no desconoce que su vida dependerá del despliegue de sus potencialidades y del
encuentro con la realidad humana y hasta sobrenatural que lo puede hacer feliz.
El psicólogo no lo puede ayudar, ni le puede aconsejar sobre cómo conjugar el fin
ficticio que se ha propuesto (ganar dinero) con el fin y la búsqueda de su plenitud
humana. Entonces ¿qué hacer? Creo que primeramente hay que ayudarlos a rever y
tomar conciencia de la necesidad de seguir el fin que no se elige y es exigido por su
naturaleza (y sobrenaturaleza), y luego plantear los medios que lo conducen a él. Las
cosas hay que verlas desde el fin, que es lo primero en la intención y lo último en la
ejecución. La persona sana debe ser capaz de ver la realidad, de penetrarla y vivir según
ella, la realidad de su naturaleza racional y de aquello a lo que está llamado con
verdadera vocación. Es necesario tener claro el orden debido entre el fin último y los
medios que a él se dirigen, y que en determinados casos pueden ser fines intermedios 10,
como por ejemplo estudiar una determinada carrera o elegir un estado de vida. El
psicólogo tiene que aconsejar y ayudar en la deliberación de los medios, en vistas al
verdadero fin y rectificando el fin ficticio neurótico.
Pero ahora profundicemos –siempre aplicando la sabiduría del Aquinate– en el
consejo del psicólogo sobre las acciones del paciente, teniendo en cuenta que hay un
conocimiento del fin, al menos teórico. Porque dice claramente Santo Tomás que «El
consejo versa sobre la acción humana en tanto que ordenada a un fin». 11
Decíamos que la palabra consejo proviene de “considium” o sea del hecho de que
varios se sientan a pensar o deliberar juntos sobre aquellos hechos particulares, que
están rodeados de muchas circunstancias que una sola persona no puede abarcar, y que
al ser observada por varios, puede conocerlos con más certeza. Sin embargo dice el
Angélico que propiamente el consejo –o la deliberación– se refiere a nuestras propias
acciones y a aquellas cosas a las que se ordenan nuestros actos. Es uno mismo el que
tiene que deliberar sobre su propio obrar.
Pero hay que tener en cuenta –y esto es lo que nos compete como psicólogos–
que no sólo podemos ayudar a los pacientes a que ellos deliberen y a que piensen sobre

10
S. Th. I-II q 14 a 2 corpus
11
S. Th. I-II q 14 a 2 ad 2
8

su vida y la rectificación de ciertas conductas o actitudes, sino que también podemos


deliberar nosotros respecto de sus hechos (de los actos del paciente). Y para esto se
necesita de la caridad, donde consideramos al otro como si fuéramos nosotros mismos,
en donde hay un verdadero interés por el bien del otro. Es importante que en el psicólogo
haya caridad.
Según Santo Tomás para deliberar sobre las acciones de los demás es necesaria
una condición: que haya una unión entre las personas: 1) pueden estar unidas por el
afecto «como el amigo se interesa de los asuntos del amigo como si fueran propios» 12, o
2) en una unión como la que se da entre la causa principal e instrumental, donde una obra
por la otra, por ejemplo un padre delibera sobre lo que debe hacer su pequeño hijo.
Y esto sucede muchas veces cuando la persona “se confía” plenamente al consejo
y juicio del psicólogo, porque se halla confundida o sumergida en una angustia,
sufrimiento u oscuridad que no le permiten ver la realidad ni dar un paso hacia adelante.
Hay casos en que las personas están como paralizadas y esperan el consejo del
psicólogo porque lo consideran una autoridad. Aquí debemos detenernos un instante y
llamar la atención sobre este tema tan delicado como es la mala formación universitaria
de la mayoría de los psicólogos, que estudian teorías materialistas y relativistas, y que por
lo tanto no están capacitados para aconsejar, de manera que hacen mucho mal a las
personas que se encuentran con crisis profundas y no pueden pensar por sí mismas.
Además es importante que el psicólogo también tenga una vida moral sana porque él
también debe demostrar que ha sabido “pensar su vida” y hacer elecciones sanas.
La investigación que hace el consejo o deliberación, tiene como punto de partida
aquellos principios sobre lo que propiamente no se delibera, como son por un lado el fin
(como ya dijimos) y por otro lado las verdades especulativas o prácticas conocidas
universalmente13, y donde podríamos incluir aquí los principios más básicos de la ley
natural. La mente sigue siempre el proceso de lo conocido a lo desconocido. La
investigación o deliberación consiste en aquellos medios que están en nuestro poder
hacerlos, inmediatamente posibles y que son como conclusiones respecto de las
premisas de lo conocido y ya determinado. Y así como el fin es el principio de la acción, lo
que se hace por el fin es como una conclusión de lo deliberado. El punto de partida es la
misma realidad humana, la naturaleza racional de la que no podemos apartarnos.

12
S. Th. I-II q 14 a 3 ad 4.
13
S. Th. I-II q 14 a 6 corpus
9

Hoy en día hay un des-conocimiento de la propia naturaleza, ni siquiera se conocen


sus exigencias, y esto porque el pensamiento moderno pone la esencia del hombre en la
libertad, se considera fin en sí mismo, como ya planteamos al principio de nuestra
exposición. Por eso no se puede deliberar o aconsejar sobre si se mata o no a una
persona, o si se aborta, o si se roba o se fornica, etc. Y no se puede aconsejar
propiamente sobre esto, porque siempre está mal, porque la ley natural (expresada
fundamentalmente en los diez mandamientos) no tiene excepciones. Y
desgraciadamente, a veces la consulta pasa por “problemas” a este nivel.
Nuestra inteligencia puede captar la realidad, conocer nuestra naturaleza y las
cosas, y captar de este modo lo que está bien y lo que está mal. Está bien lo que
perfecciona la naturaleza y está mal todo lo que la destruye.

3. Las formas de deliberación previas al obrar


Como el hombre obra según como piensa, me gustaría detenerme un poco en las
diferentes mentalidades, en las formas de pensar, de deliberar, de argumentar de las
personas al momento de actuar, y que es exactamente lo que el psicólogo debe corregir
en el consejo psicológico.
Santo Tomás asumiendo, pero también superando las intuiciones de Aristóteles,
analiza las distintas maneras de pensar práctico, de hacer los silogismos cuando hay
que obrar. Es diferente la forma de pensar del virtuoso y la del vicioso, así como la del
llamado continente o incontinente.

«El virtuoso se mueve sólo según el juicio de la razón. Usa, pues, un


silogismo de tres proposiciones, más o menos de este modo: 'No hay que cometer
ninguna fornicación. Este acto es fornicación. Por tanto no hay que hacerlo'. El
vicioso, en cambio, sigue completamente a la concupiscencia, por lo que también
él usa un silogismo de tres proposiciones deduciendo de este modo: 'Hay que
gozar de todo lo deleitable. Este acto es deleitable. Por tanto, hay que gozarlo'.»
(Santo Tomás de Aquino, De malo, q.3, a.9, ad 7).

Santo Tomás analiza lo que se ha llamado silogismo del incontinente. Es una


manera de pensar errónea que lleva a la persona a conclusiones prácticas equivocadas o
defectuosas en el momento de actuar. El incontinente actúa movido por la pasión. Conoce
los principios universales pero no los aplica bien a las situaciones particulares. Silogiza
10

más o menos así: 'No hay que hacer ningún pecado' 'Esto me es deleitable. Por tanto lo
hago'.
Sin hacer grandes distinciones y tomándolo de un modo general, podríamos decir
que el incontinente es el que se aparta en su actuar de aquello que es conforme a la
razón, pero cuando todavía se supone una cierta rectitud respecto del fin, al menos en
teoría (S. Th. II-II q 156 a. 3 ad 2). Porque en los casos en que la razón está corrompida
respecto del fin último, hay que hacer primero una rectificación de este punto, como vimos
más arriba.
Es claro para el Santo Doctor que la causa esencial del que obra movido por la
pasión, está en el alma, por eso también lo puede tratar un psicólogo (S.Th. II-II q. 156 a.
1). Hay dos tipos de incontinencia:
1) el actuar antes de escuchar el juicio de la razón, o sea cuando no ha
deliberado o pensado bien las cosas antes de obrar y
2) cuando hay una deliberación y un juicio, pero no lo sigue por debilidad, no
persevera en el consejo o deliberación.

Tanto para Aristóteles como para Santo Tomás –y en esto coincide la psicología
contemporánea– estas son conductas propias de los niños o de los inmaduros
podríamos decir, y por eso la curación debe darse mediante una educación o re-
educación, como pretendía el psiquiatra Rudolf Allers respecto de la psicoterapia. Igual
que a los niños pequeños, a estas personas hay que ayudarlas a usar su razón, a
reflexionar antes de actuar. Es necesario que aprendan a usar su inteligencia e ir
formando una recta conciencia. También la corrección, en el sentido de aprender a
refrenar los actos impulsivos.
Pero como muy bien aclara Santo Tomás todo esto no es suficiente, se requiere la
ayuda interior de la gracia.
Además de este modo de pensar erróneo a través del silogismo del vicioso y del
incontinente y que lleva a obrar mal, no podemos dejar de considerar en este problema
contemporáneo del error en la deliberación o consejo, un vicio intelectual propio de
nuestra cultura, que es el de la contradicción, el pensar contradictorio. Los hombres de
hoy en día –influenciados por el idealismo moderno que se ha introducido especialmente
en las ciencias como la psicología, la filosofía, la teología– tienen un pensar confuso,
que sin duda predispone para la enfermedad mental o, mejor dicho, ya constituye una
patología, debido al poder de la imaginación sobre la realidad y a la falta de claridad en el
11

pensamiento. Es un pensar superficial. En el idealismo, que sigue a Kant, se niega la


posibilidad del conocimiento metafísico, de algo que supere la materia. Por eso la persona
que vive sumergida en una mentalidad materialista, no puede ver el fin y ordenar los
medios correctos.
El Beato Juan Pablo II en su Encíclica Fides et Ratio, afirma que la filosofía
moderna al negar a la verdad su carácter exclusivo, legitima todas las posiciones con el
convencimiento de que, aun siendo contradictorias, son igualmente válidas. Con esta
mentalidad –que valora el “pluralismo indiferenciado” (Fides et Ratio, n. 5)– el hombre
moderno termina no sólo pensando de manera confusa, sino hasta desconfiando de su
propia razón, de su capacidad para conocer la verdad y el bien que aplicará en los actos
particulares y a los que luego debe responder su conciencia. Es necesario insistir en que
la conciencia requiere del conocimiento de la verdad sobre el bien y el mal, de puntos
de referencia y principios firmes de moralidad.
Por eso, de esta mentalidad moderna se sigue un agnosticismo y relativismo,
que sumerge al hombre en la incapacidad para pensar bien sobre su vida y sus actos
morales. Pero además –debido a su confusión mental– no puede salir de sus continuas
inseguridades respecto de la posibilidad de encontrar el verdadero camino y una salida
para su vida. Por eso muchos pacientes se apegan a su “enfermedad mental” y a la
“fatalidad” del diagnóstico que les han dado, porque esto les servirá para adherirse
perpetuamente a la imposibilidad de cambiar sus actitudes y sus conductas. En este caso
esperan que el psicólogo les justifique su situación y apoye esta inercia mental a la que se
han abandonado. Por el contrario, un buen psicólogo debe ayudarlos a recuperar la
estima y el uso de sus facultades racionales (la inteligencia y la voluntad), la virtud y la
dirección de su vida.
Santo Tomás analiza el orden que debe seguirse para obrar bien y prudentemente.
Cuando habla del vicio de la precipitación (justamente contrario al consejo), como lo
llama al actuar rápido y sin reflexión –comparándolo con el que se cae por atolondrado–
dice que hay que tener en cuenta varias cosas: la experiencia pasada, entender la
realidad presente, la lucidez respecto del futuro, razonar bien y, sobre todo ser dóciles y
hacerle caso a otros que saben y que pensaron bien en las cuestiones morales.
Santo Tomás lo expresa de la siguiente manera:
«Lo más elevado del alma es la razón, y lo más bajo, la operación ejercida
por medio del cuerpo. Los grados intermedios por los cuales hay que descender
son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la
12

consideración del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para


asentir a la opinión de los mayores. A través de estos pasos desciende
ordenadamente el juicioso. Pero quien es llevado a obrar por el impulso de la
voluntad [fijada en un objeto que no debería ser] o de la pasión, saltando todos
esos grados, incurre en precipitación. Y dado que el desorden en el consejo es
propio de la imprudencia, resulta evidente que bajo ella esté contenido también el
vicio de la precipitación.» (S. Th. II-II q. 53 a 3)

La curación viene por el hecho de aprender a pensar bien, a reflexionar antes de


obrar, de adquirir la virtud de la prudencia. Pero no sólo es necesaria la formación de la
razón práctica, sino que tiene que haber también una sólida formación intelectual teórica –
con buenas lecturas, con el estudio de autores coherentes y sabios como son los santos y
los doctores de la Iglesia– y un aprendizaje en el fortalecimiento de la voluntad, para que
persevere en las decisiones. Pero para todo esto se precisa el auxilio divino, por eso es
también necesario conocer el Evangelio y vivirlo, ya que la fe va iluminando la inteligencia
y dándole claridad. También es una buena terapia lo que propone San Agustín
refiriéndose a la práctica de la misericordia:

«El consejo es propio de los misericordiosos, porque el único remedio para


librarse de tantos males es perdonar y dar a los demás.» (El sermón de la
montaña)

4. El don de consejo del Espíritu Santo


Como hemos dicho al comienzo, el hombre en esta deliberación, no puede agotar
el conocimiento de las realidades contingentes, por eso necesita de la dirección divina
que conoce todas las cosas, y esto es propio del don de consejo del Espíritu Santo.
También en el orden humano cuando uno no puede hacer algo, pide ayuda al que sí
puede hacerlo. Con el auxilio del Espíritu Santo el hombre es dirigido en su actuar como
siguiendo el consejo de Dios. La razón humana se relaciona con la razón divina, que es la
regla suprema de la rectitud en el obrar. El don de consejo ayuda y perfecciona la
prudencia.
Dice Santo Tomás que:
13

«Los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo según el modo propio
de ellos, salvando siempre su libertad, que pertenece a la voluntad y a la
inteligencia. Así, en cuanto que la razón es instruida por el Espíritu Santo sobre lo
que se debe hacer, es propio de los hijos de Dios el buen consejo.» (S. Th. II-II q.
52 a 1 ad 3)

Es interesante ver cómo Santo Tomás asegura que cuando la inteligencia es


movida por Dios en las cosas prácticas «calma la ansiedad y dudas precedentes» (S. Th.
II-II q. 52 a 3). O sea, cuando uno obra bien, bajo la guía de la ley de Dios y la moción del
Espíritu Santo (que no es discursivo), uno puede vivir más tranquilo, sin angustias ni
incertidumbres.
Por esto es también muy importante que el psicólogo viva como hijo de Dios y que
pida constantemente el despliegue de los dones del Espíritu Santo en su vida, para
ayudarse y poder ayudar a sus pacientes porque, como afirma Santo Tomás:

«La mente humana, al ser dirigida por el Espíritu Santo, se hace apta para
dirigirse a sí misma y a los demás.» (S. Th. II-II q. 52 a 2 ad 3)

Das könnte Ihnen auch gefallen