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Reseña: Roma – ¿Por qué es la mejor película mexicana en décadas?

Nicolás Ruiz Diciembre 12, 2018

9.3

Roma es un logro impresionante por lo que representa para el cine y lo que significa,
íntimamente, para los que la observan.

Tuve que ver Roma varias veces. La primera vez, salí inquieto de la sala. Había algo que no me
cuadraba de la película, un dejo de paternalismo o, ¿Quién sabe?, algo que me remitió a un
dolor oculto. Después de repetidas lecturas empecé a entender Roma como algo más que mi
necesidad de diferir; como algo más, también, que un hermoso retrato, una cinta
autobiográfica, o un hito crítico.

El gran logro de Roma está en ser una cinta inteligente y compleja, al mismo tiempo que es un
retrato sensible y crudo. Hay algo que permite ir más allá del paternalismo, más allá de las
críticas de clasismo hacia un retrato lleno de aristas de las realidades del México
contemporáneo. Una cinta profundamente mexicana, esencialmente chilanga, pero también
amplia, universal y humana. Una cinta, finalmente, que hay que leer en sus diferentes capas de
complejidad para descubrir en ella los placeres sencillos y los intrincados simbolismos.

La lucidez de la cámara: Pienso en Roma como en un compendio de recuerdos fotográficos al


estilo de Kiarostami: fotografías que se mueven y, sobre todo, fotografías que suenan. Cada
pedazo de esta película tiene momentos suspendidos en el tiempo, inmortalizados por Carlos
Somonte en foto fija, que se complementan con los ruidos siempre presentes de la ciudad.
Cuarón comprendió muy bien que la vivencia de México es táctil, olfativa y gustativa, claro,
pero también -y sobre todo- sonora. El ruido en esta urbe inunda por su insistencia… y al
chilango el silencio le duele.

Vendedores que pintaban el paisaje urbano con sus gritos regresan aquí como parte esencial
de un tiempo agotado, como imagen fugitiva de nostalgia: camoteros, afiladores, organilleros,
vendedores de miel, bandas de guerra, mecánicos claxon, la música que se pelea suavemente
entre radios de azotea, el viento en las jacarandas, los perros, los pájaros, un grito distante de
odio y de amor…

En Roma, la innovación técnica que se impuso Cuarón ya no está en la imagen, sino en el


sonido. Aquí lo que escuchamos es tan importante como lo que vemos. Importante al punto de
trastornar nuestra presencia física en el cine.

La maravilla tecnológica que permite el Dolby Atmos es la sensación de espacialidad inmersiva.


El ejemplo más claro está en la escena del parto; escena brutal y compleja en la que sentimos
lo que no vemos porque lo escuchamos. El espacio del hospital se rellena de texturas, de
movimiento, de personajes que no podemos ver en pantalla pero que escuchamos detrás de
nosotros, a los lados, alrededor. No puedes evitar la espacialidad inmediata que se transmite al
cuerpo: como espectadores, el sonido preciosista de Roma, nos transporta al lugar de la
imagen sin que medie la interpretación. En ese sentido, esta película no es nada más una cinta
de época, es algo mucho más poderoso.
Eugenio Caballero, diseñador de producción, en la grabación de Roma. (Netflix)

Cuarón trató de recrear una época completa de manera compleja. No se trata nada más del
prodigioso diseño de producción del gran Eugenio Caballero (que llegó hasta recrear toda una
esquina de Insurgentes en un set). No se trata, tampoco, del delicioso levantamiento de sonido
urbano, de los vestuarios o de todos los pequeños detalles musicales que le dan textura a la
naciente década de los setenta. No son, finalmente, las evocaciones históricas a Carlos Hank
González, Luis Echeverría, al mundial o a la terrible masacre de Corpus Christi. Aquí, el valor de
la reconstrucción está en el enfoque personal.

Y, por eso, regreso a Kiarostami y sus imágenes móviles. Porque Cuarón realizó aquí, con cine,
lo que Roland Barthes encontraba en la foto fija. Barthes decía que en la foto fija hay dos
elementos: uno mucho más analítico y superficial, el del studium y uno mucho más emotivo,
profundo e inmediato, el del punctum.

En cualquier caso, la reconstrucción en Cuarón pasa por un recuerdo muy personal. En las
viñetas que crean la tragedia constante de la cinta, el sufrimiento y el amor cíclicos que
representa, vemos cuadros en movimiento adornados con sonido. Los travelings en las calles
de la ciudad aparecen como un gran cuadro realista, un enorme marco como los de Courbet,
en el que circulan toda clase de detalles específicos. El movimiento está en otra parte, porque
la cámara de Cuarón fotografía con una enorme paciencia y una solemne atención al encuadre.
Y, también, ahí están más allá del movimiento brusco, más allá de los travelings, de los plano
secuencia de una cámara fija que gira sobre su eje, marcos inmóviles: el agua para barrer un
patio, un luchador de plástico con rebaba junto al drenaje; un hombre cantando frente a un
incendio; Cleo (Yalitzia Aparicio) y Pepe (Marco Graf) pretendiendo estar muertos sobre el
tragaluz central de la casa.

Para Cuarón esta cinta quiere decir algo muy distinto que lo que quiere decir para cada uno de
nosotros.

Eso es lo que es impresionante de Roma: Cuarón comparte su vida y, en cada trozo de este
álbum familiar, podemos reconocer nuestra propia vida. Aquello que es completamente ajeno,
aquello que parece el encuentro surreal de algo imposible, que está vedado al reconocimiento
fácil, crea momentos de una poesía visual casi mágica que enamora sin las cursilerías del
realismo mágico ramplón. Pienso en las imágenes del Profesor Zovek y Cleo parados en un pie
entre un mar de halcones tropezándose, en el hombre bala disparado al fondo de una postal
derruida en Neza, en la secuencia ebria del Krampus y en los dos niños astronautas, pienso,
finalmente, en la banda militar que ignora el dolor de una madre.

El magistral logro fotográfico y estereofónico de Cuarón está en que, tanto lo onírico como lo
crudamente real tienen algo para la interpretación y algo para la sensación. Roma es una cinta
que puede disfrutarse en el regodeo histórico y estético, que puede pensarse y repensarse o
que puede, simplemente, entre recuerdos que punzan y el camino tortuoso del
reconocimiento, doler.
Como arriba, así abajo

La primera vez que vi Roma no fueron las condiciones ideales. Claro, el cine transmitió la cinta
en 4k con sonido Dolby Atmos así como se tiene que ver… pero era el quinto día del Festival
Internacional de Cine de Morelia, eran las once de la noche, el cine estaba atestado y yo
estaba fatigado. Después de horas de buscar entrevistas con Cuarón y observar cómo
despreciaba a la prensa (la prensa que yo represento, claro, la prensa desconocida, que no
tiene renombre en el circuito) no tenía ganas de hacerle concesiones a su cinta.

Cuando todos salieron maravillados de ver la película, yo tuve la reacción contraria: sentí que
acababa de ver un relato paternalista, lleno de clasismo velado que mostraba cómo la única
vida de las trabajadoras del hogar, en esas condiciones, estaba en ser las eternas sombras,
compañías presentes y siempre distantes de estas familias privilegiadas. Pensé que la cinta era,
verdaderamente, una romantización del trabajo doméstico y que Cuarón había trabajado su
nostalgia desde una distancia absolutamente acrítica.

Ahora que volví a ver la cinta, en una sala mucho menos elegante pero también vacía, con el
cuerpo descansado y la mente despejada, me pude fijar en una infinidad de detalles que
desmontan mi primera interpretación apresurada. Hubiera sido interesante aquí decirles por
qué no me gustó Roma y destacar, así, entre las miles de críticas que pueden encontrar en
línea. Pero eso no sería honesto.

Lo primero que pensé al salir del cine, en esta relectura, fue en el precepto alquímico: Así
como arriba, también abajo. Es una idea que habla de la simetría entre el Cielo y el Infierno y la
complementariedad de los elementos herméticos en el mundo natural. Pero yo la pensaba
aquí a través del elemento recurrente del agua en la cinta; elemento que permea en todas
partes y que nos muestra, una y otra vez, la hermosa simetría de ocultas intenciones.

La primera excusa de la separación del padre está en un congreso, en Canadá. Por supuesto,
Sofía (Mariana de Tavira), la madre de familia que no trabaja, nunca tendrá la posibilidad de
ese escape que, tan fácilmente, puede demandar Antonio, pasaporte en mano y maleta
atestada. Ella está confinada al uso del coche, un uso que se vuelve, también, una imposición
con los coches enormes que elige el “hombre del hogar”, incómodos e imposibles de
estacionar; los coches con los que Sofía ejerce una venganza discreta, vendiéndolos, usándolos
para vacacionar, rayándolos intencionalmente. Y la ira del transporte está en la simetría: el
coche de la madre se encuentra para siempre arraigado a la tierra mientras Antonio puede
surcar el cielo.

Esta diferencia se muestra, también, en la primera pelea que tienen los padres; esa pelea
discreta que empieza con medio tono y una puerta entreabierta y acaba en gritos contenidos
para no despertar a los niños. Antonio reclama por lo que pisó su coche al entrar: la mierda del
perro, ese recordatorio de que está anclado a la tierra. Cleo era la responsable de limpiar esa
mierda y, en una escena posterior, la veremos utilizando el mismo sistema de barrido y frotado
y enjuagado con el que empezó la película. El agua que refleja el avión, que muestra otras
posibilidades de evasión es también la que limpia la mierda del perro para que el señor no se
sienta atado a la tierra.

Esa primera simetría, la del avión, muestra una diferencia entre lo que sucede arriba y lo que
sucede abajo, entre aquellos que pueden desplazarse y aquellas que deben quedar ancladas,
de una forma u otra a lo doméstico. Pero no es la única simetría. Como arriba, también abajo
es una idea que muestra la correspondencia de los elementos y no su disparidad. Porque, si
bien, la imagen del avión y la mierda de perro establecen el reino de los opuestos, los cielos
libres y la tierra-prisión, crean también una relación entre dos espacios de privilegio: en
particular, entre Sofía y Cleo.

(Netflix)

La segunda simetría

Sofía y Cleo se enfrentan a la ira del hombre del hogar en relación con la mierda de perro:
ambas deberían estar encargadas de que el señor no sintiera la cercanía con la tierra, que no
se sintiera cercano a las necesidades fisiológicas de sus animales o a los estragos de cuatro
niños en casa; ambas son responsables de que el señor nunca se sienta prisionero en la tierra,
como ellas lo son. En ese sentido, Cleo y la madre comparten una prisión, a pesar de las
enormes distancias entre el arriba y el abajo, entre el privilegio del ama de casa de clase media
alta mexicana y la trabajadora doméstica de planta.

El agua, en la cinta de Cuarón, es un elemento simbólico esencial que nos permite observar
esta cercanía, esta prisión compartida en distintos niveles. El momento en que graniza sobre
ese patio abierto de la colonia Roma, cuando los niños cantan “¡Qué llueva, qué llueva, la
virgen de la cueva!”, es el momento en el que la madre intenta usar a sus hijos para causar
culpa en el padre. Los insta a escribirle una carta, para que le digan cuánto lo extrañan, les dice
que tuvo que alargar su viaje cuando sabe muy bien que eso no es cierto; que el señor está a
punto de ejercer su privilegio y volar a otros aires. Mientras las gotas azotan las ventanas y los
niños mantienen el granizo en un vaso, Cleo confiesa su embarazo. La simetría existe en el
espejo de agua porque, en ese momento de lluvia, ambas se entienden prisioneras.

No importa quién es el padre, ambas serán abandonadas, ambas tendrán que cargar la
responsabilidad de estos hijos. Y los hijos que nazcan en estas dos realidades tendrán vidas
simétricamente opuestas. Cuarón no deja de subrayar estas coincidencias. En el Cine Las
Américas, los niños ven Atrapados en el Espacio y Pepe, el más chico, sueña con ser
astronauta. Lo vemos con su traje, paseando sobre un espejo de agua que lo eleva a los cielos.
En una escena calcada, más adelante, en Ciudad Neza, un niño juega de la misma forma, con
un vestido de astronauta mucho menos elaborado, hecho con una cubeta rota, sobre los
charcos lodosos que reflejan otro cielo. El espejo lo dice todo en el lenguaje cinematográfico:
como arriba, también abajo; los niños sueñan en todas partes y, aunque nazcan en situaciones
diametralmente opuestas, fueron hijos de madres prisioneras y serán, como sus padres, los
que podrán huir y surcar los cielos, hombres y astronautas.

Cuando corre la sangre del Halconazo sobre las banquetas, en las tiendas, sobre el pavimento
de la Ciudad, se rompe la fuente de Cleo y vemos, nuevamente, en la simetría del agua, el
binomio de vida y muerte, destrucción y creación, violencia y procreación. Ahí, un acto de
amor se convierte en una prisión, en algo coercitivo, en una violencia: “No me busques o te
parto tu madre a ti y a tu pinche criaturita”. Fermín pudo haberle disparado a Cleo en ese
momento, acabar la violencia con más violencia.

En ese momento, Fermín porta la misma camiseta que tenía cuando lo vemos llevar a Cleo a la
cama. Una camiseta con un corazón que reza, insidiosamente, “Amor es…”. En ese momento
Fermín es el mismo, simétricamente, que la amó: un ser tierno entre sus brazos que está
dispuesto a demostrar su fortaleza física en proezas marciales gratuitas. En ese momento,
Fermín riega sangre y ella entra en labor con la fuente rota. La violencia de Fermín tiene
muchas aristas y muchas consecuencias, pero, sobre todo, muestra el eterno retorno de un
ciclo posible en el que todos parecen atrapados: si nace niña podrá regar otros pisos con
líquido amniótico, si nace niño podrá regar otros pisos con sangre.

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