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La Construccion del Educador – Daniel Lesteime (Arandú Ediciones/ Editorial

Biblos, 2019) – Páginas 67 a 73

Conocimiento científico, formación docente y subjetividades

Como sostuve anteriormente, los saberes que se ponen en juego en los


dispositivos de formación docente son saberes seleccionados a partir de criterios
determinados por una visión científica del hecho educativo y del acto pedagógico.
Ahora bien, como legado de la modernidad, la validación de los saberes está
sujeta a las tesis de las ciencias positivas: rigurosidad metódica, contrastación y
universalidad de principios. Esto es válido también en nuestros días, aun
después de las severas críticas a la centralidad de la racionalidad impuesta por
la ciencia –baste recordar la visión intempestiva de Friedrich Nietzsche y, más
cerca en el tiempo, la obra de Thomas Kuhn y el nacimiento del programa fuerte
de la Universidad de Edimburgo, o los trabajos de Robert Merton– a los distintos
ámbitos de la realidad humana, a la noción de progreso social que traía
aparejada y a la idea misma de verdad defendida en la modernidad.

Preguntémonos, entonces, qué implicancia tiene el conocimiento científico en la


formación de los docentes. Los saberes que el docente maneja en la instancia
formativa devienen luego en referencias terminológicas y procedimentales que
legitiman ciertas miradas y ciertas acciones meramente instrumentales –como
la transposición didáctica–, consideradas válidas en tanto son el subproducto de
una construcción teórica estricta. En el plano estructural, los supuestos cien-
tíficos funcionan como instrumentos de disolución de los sujetos en una trama
de preconcepciones que los recortan de la realidad efectiva en que se mueven o,
llanamente, existen. Así, las nociones de profesor y alumno tomadas en sentido
genérico responderían más a una necesidad teórica y técnica que al esfuerzo por
comprender la riqueza de relaciones que se dan en el marco del encuentro entre
docentes, estudiantes y saberes.
La psicología, por ejemplo, construye un sujeto-objeto de su saber, con unas
ciertas estructuras cognoscitivas (y un cierto marco relacional que contribuye al
enriquecimiento de esas estructuras o que la cohíben) que se atribuyen de
manera general a la totalidad de los sujetos. Aun aquellas psicologías que hacen
hincapié en las singularidades que constituyen la diversidad del mundo-aula se
mueven en un ámbito de lo a priori conjeturales respecto de los otros educandos
de la realidad educativa. De cualquier modo, la finalidad siempre es la misma:
reducir la incertidumbre a partir de supuestos que prefiguran un sujeto sobre el
cual poder desplegar las estrategias de formación. Y, aún más, prefigurar
también un sujeto educador con unas propiedades específicas, con unos saberes-
moldes, con unos instrumentos para la transmisión, transferencia o construcción
y para la evaluación de saberes, con una ideología de base y un proyecto político
detrás. Lo imprevisto se somete al poder de lo sospechado y de lo previamente
pensado. Al respecto señala Graciela Frigerio (2008: 10):

Suprimir este enigma del otro por ciertos saberes condenatorios,


restarle a las infancias la extranjería necesaria para que desplieguen
en las relaciones pedagógicas lo insospechado, lo posible y lo
impensado es una operación reiterada que se incrementa en la misma
medida en que las dificultades existenciales se condensan en sectores
cada vez más mayoritarios de la población.

La dimensión del encuentro presupone una dimensión ética con problemáticas


bien definidas: la relación entre un docente, detentador de poder, y un
estudiante, objeto sobre el que se despliega ese poder; la intervención de uno en
la esfera del otro, la retroalimentación, la imposición, las resistencias.

Sujeto docente y sujeto estudiante se configuran a partir de una interpretación


de lo deseable. De hecho, podría decirse que el poder se despliega sobre ellos y
los hace representar roles predefinidos por el sistema educativo, por la
institución escolar, por el trayecto formativo y su carga cientificista y, desde
antes, por un proyecto político.
En este sentido, podemos relativizar el poder con el que se inviste al docente
–poder disminuido desde que la escuela y la docencia ingresaron, al menos en la
Argentina, al torbellino de desprestigio después de la experiencia neoliberal de
la década del 90– y afirmar que el poder configura todas las estructuras del siste-
ma educativo y moldea a un docente y a un estudiante (o, mejor dicho, moldea a
una práctica del docente y a una práctica del estudiante) de una forma particular
y valiéndose de una tecnología educativa determinada.

Es preciso reformular el concepto de tecnología educativa: aquí la entenderemos


como un modo de organizar los espacios, los tiempos, los saberes, y de determinar
la práctica de los sujetos. La tecnología educativa queda así emparentada con las
tecnologías del poder (Castro, 2011: 381-382) postuladas por Michel Foucault.

Los discursos que se manejan en el ámbito de la formación docente se convalidan


a partir de su grado de solvencia dentro de los campos disciplinarios fundadores:
la didáctica y la pedagogía, y de su rigurosidad metodológica traspolada de las
ciencias. Es decir, forman parte de una tecnología educativa, un entramado
complejo de relaciones entre sociedad, economía, política, sujetos, profesión,
historia, etcétera.

El docente en formación es, como consecuencia de lo dicho, un sujeto constituido


a partir de un dispositivo (aquí sí utilizamos un término de cuño netamente
foucaultiano) o de dispositivos que le dan un fondo, un marco y un sentido a su
práctica profesional. Con esto no estamos negando el amplio margen de
autonomía del docente al momento de la acción propiamente dicha. Hemos visto
cómo el docente encuentra puntos de quiebre (y hasta de fuga) en los saberes
pedagógicos por defecto de los que habla Terigi (2012). Solo planteamos que la
formación y la práctica se rigen por poderes que las estructuran o las atraviesan.

Hay un poder docente y hay un poder de los estudiantes. Pero ambos poderes se
relacionan en el entorno que el poder –el del Estado, el del capital, el de la
ciencia, el del complejo tecnológico-comunicacional– prefigura.

Si retomamos la cuestión del papel que han venido jugando las ciencias en la
educación a la luz del concepto de tecnología educativa (un concepto, según lo
expuesto, expropiado y reformulado por nosotros), veremos que ellas responden
a un diseño y a una organización del sistema educativo y de los dispositivos de
formación realizados desde una estructura de poder que expresa, en ese diseño
y en esa organización, sus propias necesidades. Ya nos hemos referido al paradig-
ma normalista (y sus proyecciones en etapas posteriores) en el marco del
desarrollo del sistema educativo argentino y el proyecto político de consolidación
del Estado-nación.

Entonces, la formación docente, tal como se ha venido delineando, estaría


encuadrada en un esquema de necesidades que se plantean en exterioridad:
necesidades sociopolíticas, económicas e históricas que se afirman como razón de
ser de las estrategias de formación, del armazón curricular, de la práctica
docente. No casualmente se ha insistido en el carácter “socialmente válido” de
los saberes que forman parte de los planes y programas de estudio: la coyuntura
política y económica delinea un escalafón de saberes (o contenidos) y establece la
polaridad entre aquellos saberes necesarios en virtud de las condiciones macro-
económicas y sociales imperantes y aquellos no válidos desde estas mismas
condiciones. El parámetro de selección de saberes estaría dado por el peso de la
exigencia contextual, de la comunidad y el sistema, más global, de los modos de
producción. Pero esta transparencia del fundamento de la organización del
currículum esconde mecanismos de selección poco claros, que contradicen las
propuestas de la participación de los actores sociales y que recuperan las ideas –
y hasta la terminología– de la educación para el mercado propia de la década de
1990, o retoman los viejos criterios positivistas de selección de contenidos. Esto,
que no dista de ser una obviedad, sirve para ejemplificar cómo la formación y la
práctica se someten a un poder que las dinamiza en sus interacciones hacia
adentro y crean –parafraseando a Michel Foucault– nuevos “cuerpos dóciles”.

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