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Revista de estudios Cervantinos Nº 14 / Octubre - Noviembre 2010 / www.estudioscervantinos.

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CHARLA CON EL MAESTRO FRANCISCO RICO*

A casi cuatrocientos años transcurridos desde su publicación –la Primera Parte–


en el histórico taller madrileño de Juan de la Cuesta, la suerte del Quijote no
termina de correr su último tranco. Hablamos de la superior realización literaria del
español, del soporte definitivo de su grandeza idiomática y, según el lugar común,
del libro más universal después de la Biblia, y en 1998 uno de los más reputados
conocedores de la lengua y sus obras de todos los tiempos, el catedrático
barcelonés (la precisión lo irrita) Francisco Rico, en visita a Guanajuato, aporta en
torno al Quijote una vigorosa afirmación que a algunos parecerá extravagante,
pero que resulta imposible desatender viniendo de quien viene.

Francisco Rico: Ediciones del Quijote no existe ninguna.

Se disculpa por la posible inmodestia pero agrega al énfasis una


excepción: “Perdónenme pero no. No existe ni una edición del Quijote que valga la
pena. Sólo la que sacamos ahora (como parte de un proyecto respaldado por el
Instituto Cervantes y coordinada por él). Es verdad”.
Y se explica: “Las ediciones del Quijote han consistido últimamente –en los
últimos cien años y exactamente cien años, desde que en 1898 se publicara la
edición de Fitzmaurice-Kelly– en ver quién es capaz de conservar más disparates
de los que aparecen en la primera edición. A eso se le llama editar el Quijote.
Pues no. Pues no. Hay que corregir y hay que corregir con las normas de la crítica
textual, que es una cosa que sabían ya los humanistas y que los cervantistas
ignoran por completo”.
E insiste en no hacer más que afirmaciones objetivas, comprobables para
quien lo desee y ajenas a pugnas:

F.R.: De pugnas con los cervantistas nada, nada, yo los descalifico


totalmente, sin miedo, claro. Yo escribí alguna vez una visión muy dura, en El
País, de la edición del Quijote que han hecho los chicos de Madrid, Sevilla y Rey,
en Alianza, y es que estos señores ignoran absolutamente todo cuanto se ha
aprendido en crítica textual en los últimos cincuenta años. Yo lo siento, pero es la
verdad, es objetivo. No descalifico a nadie, ni acepto eso de que “mi polémica”, no,
yo polémicas con nadie. Si yo voy a la comisaría de policía y digo: “acabo de ver
cómo este individuo ha asesinado a esta ancianita”, no polemizo con el asesino.
Lo que pasa es esto: lo he visto y puedo jurar que es verdad. Entonces no
polemicé con nadie cuando critiqué: dije, no, ya no se puede editar el Quijote
como lo editaba Rodríguez Marín, ni siquiera como lo editaba Riquer. Hoy
sabemos muchas cosas que no sabían ellos.

Luego, y para ubicar su propia definición en otro terreno de tormenta


aledaño, el de las fuentes cervantinas, se explaya ante el par de “chicos”, recién
egresados de la carrera de Letras Españolas que lo miran entre admirativos y

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asustados, mientras lo entrevistan en un receso del X Coloquio Cervantino
Internacional.

F.R: Miren en el siglo veinte, ha habido tres puntos básicos en la


interpretación de Cervantes. En el siglo XVII y en el siglo XIX se hablaba de
Cervantes “ingenio lego”, él mismo se llama así, pero eso con el libro de Américo
Castro, en particular, se acabó. Luego el otro gran tema del XIX fueron los
modelos reales, los modelos vivos; es la época del naturalismo y era muy
comprensible. Esa otra gran idea se acaba en el siglo XX. Bueno, yo estoy
totalmente en la interpretación del siglo XIX: Cervantes era un ingenio lego, que no
hace literatura de la cultura, como hacía un Góngora o hacía Lope cuando se
ponía, sino que la hacía de los modelos reales, qué demonios, y no quiere decir
que don Quijote sea un modelo de un Alonso Quijano que había en Esquivias:
quiere decir que no lo ha sacado de la literatura, que lo ha sacado de la vida. Es
decir, yo estoy totalmente en la época anterior a Américo Castro y en el siglo XIX.
Claro está que no entiendo a Cervantes tal y como lo entendían en el XIX, pero
sustancialmente estoy más cerca de la idea de los modelos reales y de Cervantes
ingenio lego que de la del artista omnisciente, que ha venido después: la del
Cervantes que lo sabía todo y todo lo sacaba de un diálogo con la literatura.
¡Mentira! El interés del Quijote es que Cervantes lo saca de la vida, que no lo ha
aprendido en los libros, ni la forma de escribir ni los temas que trata, ni nada.

Entrevistadores: En duras polémicas se ha de meter con estas opiniones.

FR: No, yo no hablo de esto con la gente, porque además es inútil, yo no


puedo cambiar los paradigmas de pensamiento que hoy existen, no se puede.
Cuando digo, sólo de vez en cuando, esto de Cervantes ingenio lego, nadie me lo
puede ni me lo podrá aceptar porque la gente está ya en una tesitura y una
disposición de ánimo en que eso es inadmisible. Lo que priva y la única forma que
tienen la mayor parte de los cervantistas, buena tribu por otro lado, es la del artista
infinitamente consciente. Y eso tiene mucha importancia también en lo que se
refiere a la edición de los textos, del Quijote en particular, donde la idea del autor
omnisciente se ha transferido a la edición perfecta, omnisciente también. Y lo dice
continuamente Vicente Gaos: “Ni se equivoca Cervantes ni la edición princeps se
equivoca”. ¡Váyase usted al cuerno! Qué quiere que le diga. Y todo además por
ignorancia, porque ya digo que la crítica textual es un saber objetivo.

Una vez removidos los cimientos completos de una tradición que en sus
diferentes variantes erige estatuas o da pie a congresos de especialistas como al
que ahora acude (con un texto combativo también, digno de otra discusión),
Francisco Rico se apoltrona y recuenta la situación de las ediciones cervantinas, la
historia de las infinitas equivocaciones, pues.

FR: Hay tres ediciones del Quijote. Una de ellas corregida por Cervantes, la
segunda (no quiere decir que leyera página a página), la tercera está autorizada.
Pero...

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Enciende el maestro el sexto o séptimo de sus cigarrillos Fortuna y viene un
grande pero, como se verá, no sin anécdota aparejada.

FR: Pero, nadie ha estudiado cómo está hecho el Quijote en la imprenta,


cómo trabajaban ahí en ese tiempo. Nosotros sí. Yo puedo decirles qué día y a
qué hora se han hecho algunas páginas del Quijote: “en el taller de Juan de la
Cuesta, tal día, a tal hora y de tal modo”. Se puede ya hacer. Por cierto, Juan de la
Cuesta imprimió la Primera Parte del Quijote, no la Segunda, porque en 1607 el
hombre salió de Madrid, por pies, dejando preñada a la dueña de la imprenta y no
se volvió a saber de él jamás. Lo que pasa es que conservaron, como pasa muy a
menudo, el nombre comercial de “Juan de la Cuesta”, y cuando en 1615 el mismo
nombre, “Casa de Juan de la Cuesta”, vuelve a aparecer en la Segunda Parte, es
porque habían mantenido el nombre, incluso porque toda la historia era muy
vergonzosa para la familia.

Y sigue. En realidad apenas comienza la exhibición de sus fundamentos,


enriquecida con ejemplos técnicos concretos que es imposible transcribir aquí.

FR: La gente cree todavía, y dicen, que en la imprenta trabajaron con un


manuscrito autógrafo de Cervantes. Es imposible. Es imposible porque el Quijote
se debió escribir en 25 papeles, formatos, cosas distintas y porque además –yo lo
he estudiado junto con mis gentes y nunca se había hecho– los originales del
Quijote que se manejaron en la imprenta, los que se conservan, quizá un
centenar, bueno, pues el 98% de esos manuscritos no son del autor. Son copias
que hacían en limpio, que muchas veces las pagaba el editor y era necesario que
fuera así, porque se requería una caligrafía regular, porque ellos no imprimían los
libros sobre manuscritos del autor. Y eso tampoco se sabe y es fundamental
saberlo. Ellos no hacían la página 1, luego la página 2, la 3, la 4, la 5, etcétera y
cuando estaba todo el libro imprimían. No. Ellos lo hacían por pliegos. La unidad
era un pliego que es un pliego como los nuestros, o sea, el doble de un dina
cuatro. Entonces ellos tenían tipos de imprenta, que eran muy caros, sólo para
hacer la cara 1 del pliego y mientras tanto la cara 8. Entonces, se trataba de un
método de impresión salteado: se imprimía un lado y mientras redistribuían el
texto para trabajar en la página siguiente. Además esto se complica, porque lo
hacían en cuadernos que tenían dos pliegos, de forma que ellos hacían al mismo
tiempo la página 1 y la página 16. ¿Y cómo lograban eso? Se cogía el original y se
contaba: hasta aquí la página 1, contando las palabras, los espacios y las líneas,
con un sistema establecido. Lo siguiente integraría la 2, la 3, la 4, etcétera, todo
quedaba marcado. Entonces podían imprimir, pero por partes. No había otra
posibilidad material. Pero para eso necesitaban ellos un original muy regular y
siempre, siempre, siempre, no hay prácticamente excepciones, trabajaban con
una copia de amanuense profesional. O sea que ya entre el autor, que fue
Cervantes, y la imprenta, tenemos en medio una copia en limpio regular, que una
vez hecha el autor revisaba. Y en los originales que yo he visto (y somos los
únicos que los hemos visto, con la gente que trabajamos en esto), pues mucha
gente hace cambios y dice, “aquí hay que poner una cosa (y pone una señal); ir al
folio 327, y al final agregar otro trozo”, etcétera, etcétera. Es ahí cuando empiezan

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a pasar todas las cosas que suelen pasar en El Quijote: que si un capítulo cambia
de lugar, falta una palabra, etcétera, etcétera. Porque además ya Cervantes añade
sin tener el texto seguido, sino interpolado.
“Así pues, si no sabe uno cómo se trabajaba en las imprentas de la época,
no entiende nada. Y eso no se había tomado, jamás, en cuenta. Y con eso hay
mucho que hacer. Hay que saber, entonces, muy bien, cómo se producía el
original, cómo se trabajaba en las imprentas, que trabajaban además, no haciendo
todo el libro y luego imprimiéndolo, sino folio a folio y pliego a pliego. Y un detalle
más: trabajaban al mismo tiempo, para ahorrar tiempo, partiendo unos empleados
de las prensas de la primera mitad y otros de la segunda. Pues, todo eso no se ha
tratado. Quizá R. M. Flores había puesto el problema en el campo correcto, que es
el del modo de producción, pero lo había tratado muy parcialmente. Y no se puede
editar El Quijote, ni ningún libro del Siglo de Oro, sin tener en cuenta esos
procesos”.

Abrumados tras la andanada, preguntamos, casi con miedo ante la


respuesta previsible.

E: ¿Ocurre lo mismo con las obras de Garcilaso, Lope, Quevedo y otros


autores fundacionales de los Siglos de Oro?

FR: Sí, claro. De todos. La literatura española del Siglo de Oro está por
editar. Está por editar y además, no sólo desde ese punto de vista técnico, sino
con una racionalidad, discriminando tantas ediciones que circulan en España. Las
más típicas son las de Cátedra, (donde) está todo revuelto: una nota elemental
con una variante, una digresión cuando le apetece, cuando sabe algo el autor,
cuando no se calla. No. Hay que hacer las ediciones bien. Yo he intentado en mi
Biblioteca Clásica hacerlo bien: tengo un folleto de normas para procurar hacerlo
con racionalidad, con jerarquía, que cada cosa esté en su sitio, que las notas no
interrumpan la lectura (o lo menos posible), que la erudición vaya al final del tomo,
en notas complementarias. ¡Bah!, pero eso no le interesa a nadie y me da igual a
mí que no les interese.

Parece haber fastidio, prisa, quizá, del maestro Rico que inaugura una
nueva cajetilla de Fortuna y la charla se dirige entonces a una suerte de recuento
de su historia personal, indispensable para asimilar su combativa postura
intelectual.

E: ¿Por qué decidió usted hacerse medievalista?

FR: Pues no lo sé. Yo fui muy lector desde niño, escribí desde niño, fui
secretario y dibujante de mi abuelo, que no me acuerdo cómo se llamaba pero
firmaba con unos dibujos que hacían el nombre de AICAD. El me explicó, cuando
yo tenía 7 años, lo que muchos años después diría Jakobson: “Mira, la poesía es
muy fácil, consiste en repetir una cosa; hay una cosa y la repites”. Jakobson, nada
menos. Y bueno, pues, inmediatamente escribí un poema: “Cuando llueve / el
cielo está gris / cuando nieva / la tierra está blanca”. Algo así. Y desde entonces

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seguí con atención a las cosas literarias, tuve primero una vocación literaria
indiscriminada, que ni siquiera era literaria sino por los libros.
“Leí mucho, con todo y que yo iba para químico y trabajé bastante en eso,
estudié bachillerato de ciencias y demás. Pero luego me apunté en la Escuela de
Periodismo, mientras hacía el curso preuniversitario, y al terminarlo, entré en la
Facultad de Letras, pues había dedicado parte del año en ir a oír a los profesores
que estaban de moda en Barcelona: José Manuel Blecua, en Filosofía y Letras,
Manuel Jiménez de Parga, en Derecho, etcétera, y no me plantee nunca cambiar
de carrera ni hacer otra cosa, simplemente me matriculé también en Letras, que
aunque acabé periodismo, ya era mi centro. Yo leía lo mismo una novela del
oeste, que leía Menéndez Pidal, indiscriminadamente. Y me interesaba, no sabía
lo que era aquello, pero lo leía todo.
“Y el primer libro digamos erudito que yo leí fue Poesía Española, de
Dámaso Alonso, que me prestó mi amigo Eliseo Bayo, periodista importante en
España y con una historia política que lo llevó a la cárcel porque había alquilado el
piso que usó la ETA que mató a Carrero Blanco, en fin, una historia muy
pintoresca; él además, se vino alguna vez a mi casa 15 días y me enseñó latín.

E: ¿En 15 días?

FR: ¡Bueno!, para aprobar el examen, porque a mí me habían suspendido


en junio pues como era de ciencias no sabía griego ni sabía latín, entonces él me
enseñó un poquito y me dejó ese libro, que yo leí y dije: “este libro está bien, voy a
escribir un libro parecido”. “Oye, que hay que saber mucho para escribir un libro
como el de Dámaso”, dijo Eliseo. “No será tanto”, le respondí.
“Y, como yo nunca he hecho nada para hacer carrera ni por otra razón,
siempre he hecho lo que me ha salido de las narices, pues mire usted que me
encontré escribiendo sobre temas medievales porque me divertían en ese
momento, y también, a veces, por encargos. Yo lo que más he escrito de verdad,
que la gente no lo sabe, es sobre temas petrarquescos y humanismo italiano. Y
bueno, lo que ha tenido más importancia y repercusión ha sido en temas
españoles. ¿Y eso por qué? Bueno, porque Martín de Riquer y José María
Valverde empezaron a hacer una colección que era como La Pleiade, para
distribuir la literatura universal entre la gente, y a mí me dijo Riquer que hiciera
Petrarca, pero no sólo el Canzoniere y Los Tiempos, sino también el Secretum. Yo
tenía 18 años. Y, claro, lo había leído de joven, pero me puse a estudiarlo y me
interesó... bueno, ni siquiera me interesó, porque he de decir que no soy un gran
admirador de Petrarca, sobre todo no de la poesía. Petrarca es un gran prosista
en latín, pero su poesía no me gusta ni en latín ni en vulgar. Fui viendo problemas,
cosas que se decían que a mí me parecía que no eran exactas y tuve que rehacer
(y creo que eso ha quedado) toda la historia de la producción de Petrarca,
haciendo una cosa muy elemental, pero que nadie había hecho, que es ponerla en
orden cronológico, ver de qué época es cada cosa y por consiguiente buscar una
trayectoria, una historia. Y eso, que posiblemente es lo que yo he hecho que ha
tenido más repercusión, resultó en un libro de casi 500 páginas, del 74, que salió
en Italia y en los Estados Unidos, más decenas de artículos. Y ahora El Quijote,

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pues me puse a hacerlo, pues porque no veía yo quién iba a hacerlo de acuerdo
con mi gusto.

E: Escribió el libro o los comentarios que necesitaba leer.

FR: Exactamente. No sé si ahora me gustó. Antes me interesaba más


publicar, que se conociera. Ahora ya... lo escribo. Con los ordenadores, escribo
directamente el artículo ya con la forma que debe tener, física y materialmente. Me
hago unas separatas, y ya me da igual. La doy a unos amigos. O sea que
últimamente lo que he escrito no lo he publicado, excepto la edición del Quijote.

E: ¿Tuvo alguna razón para adquirir esos reparos?

FR: Me he vuelto muy escéptico. Ya me da igual. Escribo porque quiero


escribir y porque me interesa y me divierte y lo demás no me preocupa.

Un nuevo giro en la charla, sólo aparente y nacido de preocupaciones que


acabarán mostrando el carácter circular de la plática completa, explican la
enésima pregunta.

E: Maestro, en medio de tantas escuelas y corrientes, ¿se ubica usted


como perteneciente a la tradición de la escuela filológica de don Ramón Menéndez
Pidal?

FR: Ah, yo totalmente. Yo le debo mucho a Menéndez Pidal, que sigue


siendo un hombre cuya interpretación de muchos aspectos de la literatura
medieval es infinitamente más real y vigente que tantas otras. Le debo mucho a
Dámaso (Alonso) también, de quien en su tiempo uno podía reírse, a lo mejor,
porque se expresaba de acuerdo con las formas de su tiempo, pero que tenía una
espléndida cabeza, además de ser un personaje estupendo.

E: Y luego coincidió en el tiempo cierta declinación de la filología con la


aparición del estructuralismo y otras modas, ¿no es así?

FR: [Sí] Y eso es muy difícil, muy difícil además porque la filología no se
puede practicar de un modo científico. El que lo hacía muy bien era el gran
maestro José Fernández Montesinos, discípulo de Menéndez Pidal, quien lo hizo
estudiar a Lope, y que cuando, años más tarde, llegó a California y empezó a
trabajar en novela del siglo XIX, escribió unos libros espléndidos sobre Pereda,
sobre Valera, sobre Galdós, sobre Fernán Caballero, en fin, los grandes autores. Y
de quien me decía un profesor que también estaba en la Universidad: “Montesinos
tiene un éxito extraordinario, pero no hace más que tonterías: les cuenta el
argumento”. Y en realidad era así: Montesinos contaba el argumento y decía por
qué aquello era interesante.

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E: ¿Por qué entonces la, digamos, simulación universitaria de fatigar los
textos de Derrida, Ricoeur, etc., escritos como para ellos mismos solamente?

FR: Bueno, ¿qué ha pasado? Yo, como decía, creo que es una
consecuencia del romanticismo y de las vanguardias, con la idea del artista que,
como dice un libro muy bonito de un crítico norteamericano llamado Abrams, cree
que la literatura es en sí misma. El pone una imagen basada en la lámpara y el
espejo. La literatura se había concebido como espejo en el cual uno se mira, y a
partir del romanticismo se convierte en una lámpara de intensa luz que por sí
misma vale. Y luego las vanguardias llevan eso a su extremo: lo que importa es la
poeticidad de la poesía; la literaturidad de la literatura, en general, dicen. Y bueno,
eso tuvo su época, pero la literatura no ha sido eso tradicionalmente, lo decía muy
bien Rosa Regás (en una aclamada ponencia de ese mismo día): la literatura o
nos sirve de algo en la vida –que no quiere decir que nos enseñe cosas aunque
nos enseña cosas y buena parte de lo que sabemos del mundo lo sabemos
gracias a la literatura-, o no sirve para nada; o tiene un papel como lo tiene pasear,
beber, hacer el amor, o si no es una tontería, una cosa de coleccionista, que no
me interesa. La inmensa mayor parte de la gente no lee la literatura como
literatura, que es lo que quisieran los críticos y los profesores, con su obsesión esa
de la “literariedad”, que no tiene nada que ver con la experiencia de la lectura. Me
gustaría que me explicaran la experiencia real de la lectura: por qué yo leo un libro
y me gusta. Y eso no me lo explican. En El Quijote, por ejemplo, se dice: “En la
Segunda Parte, admirable el tema del libro en el libro, etcétera”. Bueno, pues sí,
pero qué, a mi qué; puedo decir “ah, qué curioso”, pero no me interesa nada, me
basta con que me lo digan aparte, y de hecho no lo integro verdaderamente en el
gozo de la lectura, en las posibilidades de entretenimiento, diversión y meditación
de la literatura.

E: Y tal forma de lectura, ¿es ajena al rigor o arbitrariamente subjetiva como


frecuentemente la tildan los científicos literarios?

FR: No, aparte de que hay dos cosas. Una es la historia y otra es la crítica.
Y la historia de la literatura es exactamente igual que cualquier otro tipo de
historia. Y en la historia, pues uno intenta averiguar cosas que han ocurrido y
saberlas porque tienen un interés, de un género o de otro. Y desde la historia no
estudiamos sólo a los personajes, a los pueblos o a las circunstancias, buenas y
válidas como modelo. No. Es decir, suspendemos los juicios de valor y de
estimación y procuramos conocer lo que ha sido. Y esa es una cosa
perfectamente lícita a la que, además, me dedico más que a cualquier otra:
conocimiento de hechos objetivos que a mí personalmente me interesan, o que
forman parte de una totalidad que es la historia global, que es lo único que
verdaderamente tiene sentido. Y otra cosa es la crítica, la apreciación, la
valoración. No son lo mismo.

E: Es cierto, pero en las escuelas de letras se hace a todos víctima de esa


confusión. ¿Se le ocurre como revertirla?

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FR: Lo que ocurre es que las escuelas de letras cada vez más están en
manos de la crítica. Creo yo, al menos en mi experiencia, que no se dedica a la
historia el papel que debiera tener. Eso se ve mejor si hablamos de lengua, porque
en los términos es mucho más claro. Una cosa es escribir bien y aprender a
escribir bien y otra cosa es conocer los mecanismos lingüísticos, en general, que
necesariamente han de ser explicados a la luz de una teoría, pues sólo si tenemos
una teoría podemos hacer una descripción. Y otra cosa es la historia de la lengua:
saber que estos sonidos evolucionan en estos otros y cómo se construye así o de
otra forma el pronombre personal ante verbo y demás. Cosas que simplemente
admitimos como hechos y no valoramos. Ejemplo: en el tiempo del Quijote no se
podía decir “me parece”, sino “paréceme”, pues un pronombre no puede iniciar
oración. Bueno, sobre eso no nos pronunciamos, no decimos “qué mal, qué
horror”. Ni bien ni mal. Los hechos son esos y eso nos ayuda a conocer el
mecanismo de la lengua hoy. Es decir la diacronía y la sincronía, la historia y la
contemporaneidad. Entonces, como ocurre con la lengua ocurre con la literatura y
quizá en medida mayor: que no se entiende bien la sincronía –la descripción de
los hechos y los datos y la valoración contemporánea– si no se ve en la
perspectiva de la diacronía. Y entonces, la historia, sobre todo en literatura, hace
falta también para entender el presente y para cualquier tipo de valoración y sobre
todo de comprensión. Yo soy historiador, básicamente, entonces yo, o entiendo
las cosas históricamente en su génesis o no las entiendo. Por eso es que he
llevado yo siempre temas de orígenes: la novela picaresca, Petrarca, Nebrija... me
voy siempre al principio de las cosas y no voy más, luego ya no sigo mucho. Por
eso tendría que haber mucha historia, en un sentido hondo y válido y, desde
luego, mucha enseñanza de tipo práctico e instrumental. Por ejemplo, en
lingüística hay que saber qué son vocales tónicas y átonas, en latín largas y
breves, cómo diptongan, qué ocurre con ellas... Y eso no se presta ni a
valoraciones ni a tomas de posición en estética, ni nada. Son unos datos que hay
y hay que conocer, como hay que conocer las matemáticas para hacer otras
cosas. Entonces, saberes instrumentales hay que tenerlos, pues porque faltan
esos saberes se cae en un tipo de interpretación y explicación puramente
contemporánea y además cada vez más gratuita. Lo mismo apreciación histórica,
pues si falta sólo se puede caer en la deconstrucción y en la subjetividad más
desaforada. ¿Qué se va a decir sin historia? ¡No se puede decir nada!

E: Pero ya no se enseña eso, maestro.

FR: Pero si son tonterías y cualquiera lo aprende en tres clases. No se


enseña, la cosa no es que ya, es que no se ha enseñado nunca. Porque para la
época medieval sí tenemos unas técnicas y en España están bien aclimatadas
porque Menéndez Pidal las tuvo, pero para el Siglo de Oro no se han utilizado. Y
no es un invento. Los ingleses tienen una tradición muy buena en este sentido (la
bibliografía textual que le llaman ellos), han estudiado muy bien el modo de
producir los libros, qué pasa con las pruebas en la imprenta, etcétera, así no
tenemos que inventar nada, ya está todo inventado.

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El círculo se ha cerrado y apenas –a penas– hay espacio para un par de
preguntas finales.

E: Háblenos de otros intereses que lo ocupen. ¿Hace poesía?

FR: No, versos y poemas no; a mí me gusta la poesía rimada, me divierte


hacer rimar, eso es cierto, y escribo poesía de ocasión, de circunstancia.

E: ¿Y se publica?

FR: A veces sí, a veces sí, pero, bueno, me la publico yo, para los amigos,
a veces. Yo siempre digo que soy muy buen rimador, pero no pretendo ser poeta,
ni me interesa. Sé muy bien imitar a los poetas que quiero, pero la poesía no me la
creo, ya sé cómo son los poetas, los conozco, los he tratado durante toda la vida.
Así son: hacerse el tonto y dejarse llevar, es su máxima, y a mí lo que me gusta es
controlar, por eso la rima es muy buena, puedes decir lo que quieres decir y
además rimado.

E: Algunas otras lecturas que haga, filosóficas por ejemplo.

FR: Me interesa casi todo, la verdad, pero no tengo tiempo. Yo leería


muchísimas cosas, lo leería casi todo, pero no puede ser. Yo leería desde libros
de física (ahora leo algunos, de mi esposa, de una colección que publicamos en
Grijalbo) hasta la historia, que me gusta mucho, del siglo XIX o del XVIII, que es
un siglo que cada vez me interesa más, aunque pobre literariamente en ciertos
aspectos, pero luego muy interesante intelectualmente, era una gente que tenía
las ideas muy claras y lo hacía muy bien. Pero no tengo tiempo, no tengo tiempo
ya.

E: Y de los autores de este lado del Atlántico, ¿qué lee?

FR: Hemos leído mucho en el tiempo, hace años, mucho a los


hispanoamericanos, ahora menos.

E: ¿Por el boom latinoamericano, acaso?

FR: Pues, sí, eso, el boom, significó una renovación importante, que dio
grandes escritores, y son realmente ellos quienes han mantenido la literatura en
español, en la segunda mitad del siglo y quizá también la primera. Son grandes
maestros, muy leídos, más leídos que los españoles; más cultos, con más
tradición literaria. Cualquiera de los grandes autores hispanoamericanos conoce
mucho mejor que el español la tradición literaria, ha leído más, ha trabajado más
su prosa, ha aprendido más en los poetas, al estilo de Borges, etcétera. Yo veo,
pues, la tradición literaria española más viva, la clásica, en Hispanoamérica que en
España. (Así) Carpentier, García Márquez, Rulfo: todos han leído muy bien a los

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grandes clásicos españoles. Mucho mejor que allá, sin comparación. Y es aquí
donde está la mejor herencia de la tradición española, eso lo tengo muy claro.

*(Guanajuato, Guanajuato. Restaurante La Tasca. Entrevista de Artemisa


Helguera y Carlos Ulises Mata, noviembre de 1998).

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