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I.
Los trabajadores federales “se gastarían meses debatiendo sobre cortinas azules
o amarillas, calculando si las habitaciones de los pacientes deberían tener uno o dos
aparatos de televisión, diseñando estaciones de enfermería, cosas en realidad sin
sentido,” me contó O'Neill. “La mayor parte del tiempo, ni siquiera alguien preguntaba si
la ciudad quería un hospital. Los burócratas se habían insertado en un hábito de resolver
cada problema médico construyendo algo, de tal modo que algún congresista pudiera
decir, ‘¡Aquí está lo que yo hice¡’ No tenía ningún sentido, pero todo el mundo hacía lo
mismo una y otra vez.”
Los investigadores han encontrado hábitos institucionales en casi todas las
organizaciones o empresas que han escrutado. “Los individuos tienen hábitos; los grupos
tienen rutinas,” escribió el académico Geoffrey Hodgson, quien se gastó toda una carrera
examinando patrones organizacionales. “Las rutinas son el análogo organizacional de
los hábitos.”
A O'Neill este tipo de hábitos le parecían peligrosos. “Prácticamente le estábamos
cediendo la toma de decisiones a un proceso que ocurría realmente sin pensar,” decía
O'Neill. Pero en otras agencias, donde el cambio estaba en el aire, los buenos hábitos
organizacionales estaban creando éxito.
Algunos departamentos de la NASA, por ejemplo, estaban revisándose a sí
mismos instituyendo deliberadamente rutinas organizacionales que estimularan a los
ingenieros para asumir más riesgos. Cuando los cohetes no tripulados explotaban al
despegar, los jefes de departamento aplaudían, de tal modo que todo el mundo supiera
que su división hizo el intento y falló, pero de todos modos había tratado. Posteriormente,
la sala de control de misiones se llenaba de aplausos cada vez que explotaba algo
costoso. Esto se convirtió en un hábito organizacional. O por ejemplo, observemos la
Agencia de Protección Ambiental, que fue creada en 1970. El primer administrador de la
agencia, William Ruckelshaus, diseñó conscientemente hábitos organizacionales que
estimulaban a su personal encargado de las regulaciones para que fueran agresivos en
cuanto a hacer aplicar las normas. Cuando los abogados pedían permiso para entablar
una demanda o llevar a cabo alguna acción sobre hacer cumplir las normas, todo pasaba
a través de un proceso de aprobación. Lo establecido era una autorización para
proceder. El mensaje era claro: en la APA, la agresión obtenía recompensas. Hacia 1975,
la APA estaba expidiendo más de mil quinientas reglas ambientales nuevas por año.
“Cada vez que yo observaba a una sección diferente del gobierno, encontraba
esos hábitos que parecían explicar por qué las cosas estaban teniendo éxito o fallando,
“ me dijo O'Neill. “Las mejores agencias entendían la importancia de las rutinas. Las
peores agencias estaban dirigidas por gente que nunca había pensado en eso, y que
luego se preguntaba por qué nadie acataba sus órdenes.”
En 1977, tras dieciséis años en Washington, D.C., O'Neill decidió que ya era
tiempo de partir. Estaba trabajando quince horas diarias, siete días a la semana, y su
esposa estaba cansada de criar cuatro hijos ella sola. O'Neill renunció y aceptó un trabajo
con International Paper, la compañía más grande del mundo en pulpa y papel. Más tarde
se convertiría en su presidente.
Por entonces, algunos de sus antiguos amigos del gobierno estaban en la junta
directiva de Alcoa. Cuando la empresa necesitó un nuevo presidente ejecutivo, pensaron
en él, y así es como acabó escribiendo una lista de sus prioridades si decidía tomar el
cargo.
Por esos días, Alcoa estaba llevando a cabo una lucha. Los críticos decían que
los trabajadores de la compañía no eran lo suficientemente diestros y que la calidad de
sus productos era pobre. Pero en la parte superior de la lista de O'Neill él no escribió
“calidad” o “eficiencia” como sus mayores prioridades. En una empresa tan grande y
antigua como Alcoa, uno no puede accionar un interruptor y esperar que todo el mundo
trabaje más duro o produzca más. El CEO anterior había tratado de asignar mejoras por
mandato, y quince mil empleados se fueron a la huelga. La cosa se puso tan mala que
los empleados trajeron muñecos de trapo a los parqueaderos, los vistieron de gerentes
y les prendieron fuego. “Alcoa no era una familia feliz,” me comentó una persona de esa
época. “Era más bien como la familia Manson, pero con el aditivo de metal derretido.”
O'Neill pensó que su mayor prioridad, si aceptaba el cargo, tendría que ser algo
en que todo el mundo – los sindicatos y los ejecutivos – estuviera de acuerdo en que era
lo más importante. Necesitaba un enfoque que pudiera unir a la gente, que le suministrara
un apalancamiento para cambiar la forma en que la gente trabajaba y se comunicaba.
“Me fui a lo básico,” me dijo. “Todo el mundo merece salir del trabajo de una forma
tan segura como entró, ¿no le parece? Usted no puede sentir miedo de que alimentar a
su familia es algo que lo vaya a matar. Por eso es que decidí enfocarme en: cambiar los
hábitos de seguridad de todo el mundo.”
En la primera línea de la lista de O'Neill estaba escrito “SEGURIDAD” y había
establecida una audaz meta: cero lesiones. No cero lesiones de fábrica. Cero lesiones,
punto. Ese fue su compromiso, no importa cuánto costara.
O'Neill decidió aceptar el cargo.
***
“Me gusta mucho estar aquí,” dijo O'Neill frente a un salón lleno de trabajadores en una
planta de fundición en Tennessee pocos meses después de que lo despidieron. No todo
había acontecido con suavidad. Todavía había pánico en Wall Street. Los sindicatos
estaban preocupados. Algunos de los vicepresidentes de Alcoa se sentían ofendidos
porque no se les tuvo en cuenta para el cargo más alto. Y O'Neill continuaba hablando
sobre la seguridad de los trabajadores.
“Me siento feliz de negociar con ustedes sobre cualquier cosa,” dijo O'Neill. Estaba
de gira por las plantas norteamericanas de Alcoa, después de lo cual iría a visitar las
instalaciones de la compañía en otros treinta y un países. “Pero hay algo que nunca voy
a negociar con ustedes, y es la seguridad. No quiero que jamás digan que no hemos
tomado todas las medidas para asegurarnos de que la gente no resulte herida. Si van a
discutir conmigo sobre eso, van a perder.”
La brillantez de este enfoque consistía en que nadie, claro está, quería discutir
con O'Neill acerca de la seguridad de los trabajadores. Los sindicatos habían estado
luchando por mejores regulaciones de seguridad durante años. Los directores tampoco
querían discutir sobre el tema, porque los accidentes significaban menor productividad y
baja moral.
Lo que la mayoría no entendía, sin embargo, era que el plan de O'Neill para llegar
a cero accidentes suponía la realineación más radical en la historia de Alcoa. La clave
parra proteger a los empleados de Alcoa, creía O'Neill, era en primer lugar comprender
por qué ocurrían las lesiones. Y para entender por qué ocurrían las lesiones, había qué
estudiar cómo el proceso de manufactura estaba saliendo mal. Para entender cómo
estaban saliendo mal las cosas, había que traer personas que pudieran educar a los
trabajadores sobre control de calidad y los procesos de trabajo más eficientes, de tal
modo que resultara más fácil hacer las cosas bien, puesto que el trabajo correcto es
también un trabajo más seguro.
En otras palabras, para proteger los trabajadores, Alcoa necesitaba convertirse
en la compañía de aluminio más racionalizada sobre la tierra.
El plan de seguridad de O'Neill, en efecto, fue modelado según el circuito de los
hábitos. Identificó una indicación simple: alguna lesión en un empleado. Instituyó una
rutina automática. Cada vez que alguien resultaba lastimado, el director de la unidad
tenía que reportarle el incidente a O'Neill dentro de las siguientes veinticuatro horas y
presentarle un plan para asegurarse de que la lesión no volviera a suceder nunca. Y
había una recompensa: las únicas personas que obtendrían ascensos serían los que
adoptaran el sistema.
Los directores de unidad eran gente ocupada. Para contactar a O'Neill dentro de
las veinticuatro horas siguientes a una lesión, necesitaban oír de sus vicepresidentes
sobre un accidente tan pronto como sucedía. Así que los vicepresidentes necesitaban
estar en constante comunicación con los gerentes de planta. Y los gerentes de planta
necesitaban hacer que los trabajadores elevaran advertencias cuando vieran algún
problema y guardar una lista de las sugerencias que hubiera cerca, de tal modo que
cuando el vicepresidente pidiera un plan, ya hubiera una caja de ideas llena de
posibilidades. Para hacer que todo eso sucediera, cada unidad tenía que construir
nuevos sistemas de comunicación que hicieran más fácil que los trabajadores de los
niveles inferiores llevaran ideas a los ejecutivos de niveles altos, tan rápido como fuera
posible. Casi todo lo relacionado con las rígidas jerarquías de la compañía tenía que
cambiar para acomodar el programa de seguridad de O'Neill. Él estaba construyendo
nuevos hábitos corporativos.
REPORT = INFORME
ANSIANDO UN ASCENSO
***
Seis meses después de que Paul O'Neill fue nombrado CEO de Alcoa, recibió una
llamada telefónica a media noche. Un gerente de planta de Arizona estaba en la línea,
entrado en pánico, contando cómo una presa de extrusión se había detenido y uno de
los trabajadores – un joven que había ingresado a la compañía hacía pocas semanas,
ansioso del puesto porque ofrecía servicios de salud para su esposa embarazada – había
tratado de repararla. Saltó por encima de un muro amarillo de seguridad que rodeaba la
presa y caminó por la fosa. Había una pieza de aluminio atascada en la bisagra de un
brazo ondulante de seis pies. El joven alcanzó el pedazo de aluminio y lo removió. La
máquina quedó arreglada. Por detrás de él, la máquina comenzó de nuevo a moverse
en su arco, oscilando hacia su cabeza. Cuando lo golpeó, el brazo le machacó el cráneo.
Murió instantáneamente.
Catorce horas después, O'Neill convocó a todos los ejecutivos de planta – lo
mismo que a los altos ejecutivos en Pittsburgh – a una reunión de emergencia. Durante
buena parte del día recrearon esmeradamente el accidente con diagramas, y viendo una
y otra vez varias cintas de video. Identificaron docenas de errores que contribuyeron a la
muerte, incluyendo a dos jefes que habían visto al hombre saltar sobre la barrera pero
no lo detuvieron; un programa de entrenamiento en el cual no se le había enfatizado al
hombre que no lo culparían debido a una avería; falta de instrucciones sobre que debía
buscar a algún jefe antes de intentar una reparación; y la ausencia de sensores que
apagaran automáticamente la máquina cuando alguien entrara al foso.
“Matamos a ese hombre,” le dijo O'Neill al grupo con cara sombría. “Es mi falta de
liderazgo. Yo causé esa muerte. Y es culpa de todos ustedes en la cadena de mando.”
Los ejecutivos en el salón fueron tomados por sorpresa. Bien, había ocurrido un
accidente trágico, pero los accidentes trágicos eran parte de la vida de Alcoa. Se trata
de una compañía enorme con empleados que manejan metales al rojo y máquinas
peligrosas. “Paul había llegado como alguien de fuera, y hubo mucho escepticismo
cuando habló de seguridad,” dijo Bill O'Rourke, un alto ejecutivo. “Nos imaginamos que
duraría pocas semanas, y luego él comenzaba a enfocarse en algo más. Pero esa
reunión realmente sacudió a todo el mundo. Él estaba tomando este asunto realmente
muy en serio, tan en serio que se pasaría noches enteras despierto, preocupado por
algún empleado que todavía no hubiera conocido. Ahí fue cuando las cosas comenzaron
a cambiar.”
Una semana después de esa reunión, todos los pasamanos de seguridad en las
plantas de Alcoa fueron repintados de amarillo brillante, y se escribieron nuevas políticas.
Los gerentes le dijeron a los empleados que no sintieran miedo de sugerir
mantenimientos proactivos, y se clarificaron las reglas de tal modo que nadie intentase
reparaciones no seguras. El nuevo enfoque de vigilancia resultó en una notable y rápida
disminución en la tasa de lesiones. Alcoa experimentó una pequeña victoria.
Entonces O'Neill saltó.
“Quiero felicitarlos a todos por la reducción en el número de accidentes, incluso
solamente por dos semanas,” escribió en un memo que circuló por toda la compañía.
“No debemos celebrar porque hayamos seguido las reglas, o por haber rebajado una
cifra. Debemos celebrar porque estamos salvando vidas.”
Los trabajadores sacaron copias de la nota y las pegaron en sus guardarropas.
Alguien pintó un mural de O'Neill en una de las paredes de una planta de fundición con
una cita del memo inscrita debajo. Tal y como las rutinas de Michael Phelps no tenían
nada qué ver con la natación y todo que ver con su éxito, así los esfuerzos de O'Neill se
comenzaron a volver una bola de nieve produciendo cambios que no estaban
relacionados con la seguridad, pero que eran sin embargo transformadores.
“Yo les decía a los trabajadores, ‘Si sus jefes no siguen las normas de seguridad,
entonces llámenme a la casa, aquí está mi teléfono,’” me dijo O'Neill. “Los trabajadores
comenzaron a llamar, pero no querían hablar sobre accidentes. Querían hablar sobre
todas esas otras ideas geniales.”
La planta de Alcoa que manufacturaba laterales de aluminio para casas, por
ejemplo, había estado luchando por años porque los ejecutivos vivían intentando
anticipar cuáles iban a ser los colores populares e inevitablemente se equivocaban.
Pagaban millones de dólares a consultores para escoger colores y seis meses después,
la bodega estaría atestada con “amarillo soleado”, y con el recién solicitado “verde de
cazador.” Un día, un empleado de bajo nivel hizo una sugerencia que pronto halló camino
hasta el gerente general: Si agruparan todas las máquinas de pintar, podrían cambiar
más rápido los pigmentos y ser más ágiles para responder a los cambios en las
demandas de los clientes. En el término de un año, las ganancias por las ventas de
aluminio se duplicaron.
Las pequeñas victorias que comenzaron con el enfoque de O'Neill en seguridad
crearon un clima en el cual brotaban por los poros toda clase de nuevas ideas.
“Sucede que un tipo ha estado sugiriendo una idea de pintura durante una década,
pero no le había dicho a nadie de la gerencia,” me dijo un ejecutivo de Alcoa. “Entonces
él se imagina, dado que nosotros seguimos pidiendo recomendaciones sobre seguridad,
por qué no sugerirles también sobre esta otra idea” Fue como si nos hubiera dado los
números ganadores de la lotería.”
III .
Cuando el joven Paul O'Neill laboraba con el Estado diseñando un marco de trabajo para
analizar gastos federales destinados a la asistencia médica, uno de los asuntos que más
preocupaba a los representantes del gobierno era la mortalidad infantil. Los Estados
Unidos, por esa época, era uno de los países más saludables sobre la tierra. Sin
embargo, tenía una tasa de mortalidad infantil más alta que en la mayor parte de Europa
y algunas partes de Sur América. En las áreas rurales, particularmente, se veía morir un
sorprendente número de bebés antes de sus primeros cumpleaños.
A O'Neill le fue asignada la tarea de averiguar por qué. Él le solicitó a otras
agencias federales que comenzaran a analizar datos sobre mortalidad infantil, y cada
vez que alguien llegaba con alguna respuesta, él haría otra pregunta, tratando de llegar
más lejos para entender las causas profundas del problema. Cada vez que alguien
llegaba a la oficina de O'Neill con algún descubrimiento, O'Neill comenzaría a
interrogarlos con nuevas preguntas. Enloquecía a la gente con sus interminables
empujones para aprender más, para entender qué cosa estaba realmente sucediendo.
(“Amo a Paul O'Neill, pero no tendrían con qué pagarme para trabajar de nuevo con él,”
me dijo un empleado. “El hombre jamás ha recibido una respuesta que no pueda convertir
en otras veinte horas de trabajo.”)
Algunas investigaciones, por ejemplo, sugirieron que la mayor causa de las
muertes infantiles eran los nacimientos prematuros. Y la razón por la cual los bebés
nacían tan temprano era que las madres sufrían de malnutrición durante el embarazo.
Así que para bajar la mortalidad infantil había que mejorar la dieta de las mamás.
Sencillo, ¿cierto? Pero para detener la malnutrición, las mujeres tenían que mejorar sus
dietas antes de quedar en embarazo. Lo que significaba que el gobierno tenía que
comenzar a educar a las mujeres sobre nutrición antes de volverse sexualmente activas.
Lo que significaba que el gobierno tenía que crear currículos sobre nutrición en los
colegios de secundaria.
Sin embargo, cuando O'Neill comenzó a preguntar cómo crear esos currículos,
descubrió que muchos profesores de secundaria en las áreas rurales no sabían
suficiente sobre biología básica para enseñar nutrición. Así que el gobierno tenía que
rediseñar la forma como estaban siendo educados los profesores en la universidad, y
darles mejores bases en biología, de modo que pudieran luego enseñar nutrición a niñas
adolescentes, para que ellas se alimentaran mejor antes de comenzar a tener sexo y,
eventualmente, estuvieran suficientemente nutridas cuando tuvieran hijos.
El poco entrenamiento de los profesores, descubrieron finalmente los
investigadores que trabajaban con O'Neill, era una de las causas fundamentales de la
alta mortalidad infantil. Si se le preguntara a los médicos o a los empleados oficiales de
salud pública por un plan para luchar contra la mortalidad infantil, ninguno hubiera
sugerido cambiar la forma en que son educados los profesores. No hubieran sabido que
existe una conexión. Sin embargo, mediante la enseñanza de biología a los estudiantes
de universidad, se hizo posible que posteriormente trasladaran tal conocimiento a las
adolescentes, quienes comenzaron a comer más saludablemente, y años más tarde,
dieron a luz a bebés más fuertes. Hoy, la tasa de mortalidad infantil en los Estados Unidos
es un 68 por ciento más baja que cuando O'Neill comenzó su trabajo.
Las experiencias de O'Neill con la mortalidad infantil ilustran la segunda manera
como los “hábitos piedra angular” pueden estimular el cambio: creando estructuras que
ayuden a florecer otros hábitos. En el caso de las muertes prematuras, el cambio de los
currículos para profesores inició una reacción en cadena que posteriormente terminaría
en cómo son educadas las niñas en las áreas rurales, y en si están suficientemente
nutridas cuando quedan en embarazo. Y el hábito de O'Neill, el de empujar
constantemente a otros burócratas para continuar investigando hasta encontrar las
causas raíces de un problema, puso a punto la forma como el gobierno siguió pensando
sobre problemas similares al de la mortalidad infantil.
Lo mismo puede ocurrir en la vida de la gente. Por ejemplo, hasta hace más o
menos veinte años, la sabiduría popular sostenía que la mejor manera de perder peso
consistía en alterar radicalmente la vida. Los médicos les sugerían a sus pacientes
fuertes dietas, les indicaban entrar a un gimnasio, asistir a sesiones regulares de
consejería – algunas veces tan frecuentes como todos los días – y cambiar sus rutinas
diarias subiendo escaleras, por ejemplo, en lugar de tomar el ascensor. Solamente
sacudiéndose la vida completamente, se pensaba, se podían reformar los malos hábitos.
Pero cuando los investigadores estudiaron la efectividad de estos métodos sobre
períodos prolongados, descubrieron que eran un fracaso. Los pacientes usarían las
escaleras durante unas pocas semanas, pero al final del mes, eran una molestia.
Comenzaban dietas y se inscribían en gimnasios, pero tras la chispa inicial de
entusiasmo se aburrían y volvían a sus viejos hábitos de comer y ver TV. Apilar tantos
cambios de una sola vez hacía imposible que ninguno de ellos permaneciera.
Entonces, en 2009 un grupo de investigadores patrocinado por los National
Institutes of Health publicó un estudio con un enfoque diferente sobre la pérdida de peso.
Habían armado un grupo de mil seiscientas personas obesas y les pidieron que se
concentraran en escribir todo lo que comían por lo menos un día a la semana.
Al principio fue difícil. Los sujetos olvidaban llevar sus diarios sobre alimentación,
o harían sus comidas y no las anotarían. Lentamente, sin embargo, la gente comenzaría
a llevar registros de sus comidas una vez por semana, y algunas veces con mayor
frecuencia. Muchos participantes comenzaron a llevar listas de sus comidas diarias.
Luego el asunto se volvió un hábito. Después sucedió algo inesperado. Los participantes
comenzaron a estudiar sus registros y a encontrar patrones que no sabían que existían.
Algunos notaron que siempre parecían comer más o menos a las 10 A.M., así que
comenzaron a guardar una manzana o un banano en sus escritorios para sus refrigerios
de media mañana. Otros comenzaron a usar sus diarios para planear futuros menús, y
cuando llegaba la hora de comer, consumían la comida saludable que habían anotado,
en lugar de comida basura de la nevera.
Los investigadores no sugirieron ninguno de estos comportamientos.
Simplemente le pidieron a todo el mundo que escribieran lo que comían una vez a la
semana.
Pero este hábito “piedra angular” – anotar diariamente la alimentación – creó una
estructura que ayudó a florecer otros hábitos. Seis meses después de comenzado el
estudio, las personas que llevaron anotaciones diarias sobre su alimentación habían
perdido dos veces más peso que todos las demás.
“Después de un tiempo, el diario se me metió en la cabeza,” me dijo una de las
personas. “Comencé a pensar distinto sobre las comidas. El diario me ofreció un sistema
para pensar en la comida sin sentir depresión.”
Algo similar aconteció en Alcoa después de que O'Neill se hizo cargo. Del mismo
modo en que los diarios de alimentación proporcionaban una estructura para que
florecieran otros hábitos, los hábitos de seguridad de O'Neill creaban una atmósfera en
medio de la cual emergían otras conductas. Poco más atrás, O'Neill dio el inusual paso
de ordenar a todos los ejecutivos de Alcoa alrededor del mundo conectarse por medio
de una red electrónica. Esto sucedió comenzando los 80’s, cuando no había grandes
redes internacionales conectadas a los computadores de la gente. O'Neill justificó su
orden argumentando que era esencial crear un sistema de datos de seguridad en tiempo
real que los administradores pudieran usar para compartir sugerencias. Como resultado,
Alcoa desarrolló uno de los primeros sistemas de correo electrónico corporativo
genuinamente mundial.
O'Neill se conectaba todas las mañanas y enviaba mensajes para asegurarse de
que todos los demás estuvieran conectados también. Al principio, el personal usaba la
red primordialmente para discutir asuntos de seguridad. Más tarde, a medida que los
hábitos con relación al email se inculcaban más y se volvían más agradables,
comenzaron a intercambiar información sobre toda clase de otros tópicos, como las
condiciones del mercado local, cuotas de ventas y problemas de negocios. A los
ejecutivos de alto rango se les requirió enviar un reporte todos los viernes, que cualquiera
en la compañía podía leer. Un gerente en Brasil utilizaba la cadena para enviar a un
colega en New York datos sobre los cambios de precio del acero. El neoyorquino tomaría
esa información y la convertiría en una ganancia rápida para la compañía en Wall Street.
Muy pronto, todo el mundo estaba usando el sistema para comunicarse sobre cualquier
cosa. “Si enviaba un reporte sobre algún accidente y todo el mundo lo leía, me figuré que
¿por qué no entonces enviar también información sobre precios o inteligencia en otras
compañías? Un gerente me dijo, “Fue como si hubiéramos descubierto un arma secreta.
La competencia no era capaz de imaginarse qué estábamos haciendo.”
Cuando la Web floreció, Alcoa estaba perfectamente posicionada para tomar
ventaja. Los hábitos “piedra angular” de O'Neill – seguridad de los trabajadores – habían
creado una plataforma que estimulaba otra práctica – el email – años antes que los
competidores.
***
Para 1996, O'Neill había estado en Alcoa durante casi una década. Su liderazgo había
sido estudiado por el Harvard Business School y el Kennedy School of Government. Se
le mencionaba regularmente como potencial secretario de comercio o secretario de
defensa. Sus empleados y los sindicatos le otorgaron alta gradación. Bajo su dirección,
el precio de las acciones de Alcoa se había elevado más de 200 por ciento. Él era, por
lo menos, un éxito reconocido universalmente.
En mayo de ese año, en una reunión de accionistas en el centro de Pittsburgh,
una monja benedictina se levantó durante la sesión de preguntas y respuestas y acusó
a O'Neill de mentiroso. La Hermana Mary Margaret representaba un grupo social de
apoyo preocupado acerca de los salarios y las condiciones dentro de una planta de Alcoa
en Ciudad Acuña, Méjico. Dijo que mientras O'Neill magnificaba las medidas de
seguridad de Alcoa, los trabajadores en Méjico se estaban enfermando por causa de
gases peligrosos.
“Eso es falso,” le dijo O'Neill a la audiencia. En su portátil, mostró las cifras sobre
seguridad de la planta mejicana. “¿Ven?” dijo, mostrándoles a los asistentes sus altos
índices de seguridad, cumplimiento con el medio ambiente y encuestas de satisfacción
a los empleados. El ejecutivo a cargo de la instalación, Robert Barton, era uno de los
más altos dirigentes senior de Alcoa. Había estado con la compañía durante décadas y
era el responsable de algunas de sus más grandes asociaciones. La monja dijo la
audiencia no debería confiar en O'Neill. Se sentó.
Después de la reunión, O'Neill le pidió que viniera a su oficina. La orden religiosa
de la monja poseía cincuenta acciones de Alcoa, y durante meses habían estado
solicitando a los accionistas que votaran una resolución para revisar las operaciones
mexicanas de la compañía. O'Neill le preguntó a la Hermana Mary si ella había estado
en alguna de las plantas. No, le dijo ella. Para asegurarse, O'Neill le pidió al director de
recursos humanos y consejero general de la empresa que volara a México para ver qué
estaba pasando.
Cuando los ejecutivos llegaron, estudiaron los archivos de la planta de Acuña, y
encontraron reportes de un incidente que nunca había sido enviado a las oficinas
centrales. Pocos meses antes, se había presentado un exceso de humo dentro de uno
de los edificios. El caso se había considerado como un evento de relativa poca monta y
el director de la planta, Barton, instaló en su momento ventiladores para remover los
gases. La gente que había enfermado por causa del humo se había recuperado
completamente en el transcurso de uno o dos días.
Pero Barton nunca reportó las enfermedades.
Cuando los ejecutivos retornaron a Pittsburgh y presentaron sus hallazgos, O'Neill
formuló una pregunta.
“¿Sabía Bob Barton que la gente se estaba enfermando?”
“No hablamos con él,” respondieron. “Pero, sí, está bastante claro que sí sabía.”
Dos días después, Barton fue despedido.
La salida sacudió a la gente. Barton había sido destacado en varios artículos como
uno de los ejecutivos más valiosos de la compañía. Su partida enredó muchos proyectos
de negocios conjuntos importantes de la organización
Dentro de Alcoa, sin embargo, nadie se sorprendió. El asunto fue visto como una
extensión inevitable de la cultura que había construido O'Neill.
“Barton se despidió a sí mismo,” me comentó uno de sus colegas. “En su caso ni
siquiera había una opción.”
Esta es la forma definitiva en que los hábitos “piedra angular” estimulan cambios
generalizados: creando culturas donde se arraiguen nuevos valores. Los hábitos “piedra
angular” hacen que las opciones difíciles – como la de despedir a un alto ejecutivo – sean
más fáciles, porque cuando una persona viola la cultura, es claro que tiene que irse.
Algunas veces estas culturas se manifiestan en vocabularios especiales, el uso de los
cuales se convierte, por sí mismo, en un hábito que termina definiendo a una
organización. En Alcoa, por ejemplo, había “Programas Núcleo” y “Filosofías sobre
Seguridad,” frases que actuaban como si fueran maletines conteniendo conversaciones
enteras sobre prioridades, metas y formas de pensar.
“Pudo haber sido difícil para otra compañía despedir a alguien que había estado
allí tanto tiempo,” me dijo O'Neill. Para mí no fue difícil. Yo tenía claro qué era lo que
dictaban nuestros valores. Él fue despedido por no haber reportado el incidente, y por
consiguiente nadie tuvo la oportunidad de aprender a partir de él. No compartir una
oportunidad para aprender es un pecado mortal.”
Las culturas crecen a partir de los hábitos “piedra angular” en todas las
organizaciones, sea que sus líderes se den cuenta de ello o no. Por ejemplo, cuando los
investigadores estudiaron un grupo de cadetes recién llegados a West Point, midieron
ciertos factores, como los promedios de sus grados, su aptitud física, sus habilidades
militares, y su auto-disciplina. Sin embargo, al correlacionar esos factores con el hecho
de que los estudiantes se graduaran o abandonaran, encontraron que todos eran menos
importantes que un factor al que los investigadores se referían con el nombre de
“agallas,” el cual definían como la tendencia a trabajar “duro rumbo a los desafíos,
manteniendo el esfuerzo y el interés con el transcurso de los años a pesar de los
fracasos, la adversidad, y los estancamientos que sobrevinieran.”
Lo que resulta más interesante acerca de las agallas es la forma como emergen.
Crecen a partir de una cultura que los cadetes crean para ellos mismos, y esa cultura
con frecuencia emerge a causa de los hábitos “piedra angular” que adoptan en West
Point. “Hay muchas cosas muy difíciles acerca de esta academia,” me contó uno de los
cadetes. “Las llaman las ‘Barracas Bestiales’ del primer verano, porque lo que quieren
es machacarnos. Toneladas de gente se retiran antes de comenzar el año escolar.
“Pero a los dos días de estar aquí conocí a un par de tipos, y comenzamos con el
cuento de que, todas las mañanas, nos juntábamos para asegurarnos de que todos nos
estábamos sintiendo fuertes. Los buscaba si me estaba sintiendo preocupado o
desanimado, y sé que ellos me volverían a impulsar hacia adelante. Somos solamente
nueve, y nos llamamos a nosotros mismos los mosqueteros. Sin ellos no creo que
hubiera durado un mes aquí.”
Los cadetes que tienen éxito en West Point llegan a la escuela armados con
hábitos de disciplina mental y física. Esos activos, sin embargo, solamente los llevan un
poco adelante. Para tener éxito, necesitan un hábito “piedra angular” que genere una
cultura – por ejemplo las reuniones diarias entre amigos con mentalidad similar – de
ayudar a encontrar la fortaleza para sobreponerse a los obstáculos. Los hábitos “piedra
angular” nos transforman generando culturas que dejan en claro aquellos valores que, al
calor de una decisión difícil o en un momento de incertidumbre, olvidaríamos de otro
modo.
***
En el 2000, O'Neill se retiró de Alcoa y, a petición del recién elegido presidente George
W. Bush, se convirtió en secretario del tesoro de los Estados Unidos.* Dejó esa posición
dos años después, y hoy en día invierte la mayor parte de su tiempo enseñando a los
hospitales cómo enfocarse en la seguridad de los trabajadores y en los hábitos “piedra
angular” que puedan rebajar las tasas de errores médicos; y también sirviendo como
miembro de varias juntas directivas de empresas.
Por todos los Estados Unidos, mientras tanto, las empresas y organizaciones
habían abrazado la idea de utilizar los hábitos “piedra angular” para rehacer puestos de
trabajo. En IBM, por ejemplo, Lou Gerstner rehizo la firma concentrándose inicialmente
en un hábito "piedra angular": Las rutinas que utilizaba IBM en los campos de
investigación y ventas. En la firma de consultoría McKinsey & Company, se creó una
cultura de mejoramiento continuo a través de un hábito "piedra angular": el de otorgarle
un mayor rango a las críticas internas que se dan en el corazón de cada misión. Dentro
de Goldman Sachs, hay un hábito "piedra angular" sobre asignación de riesgos que
apoya todas las decisiones.
Y en Alcoa, el legado de O'Neill continúa vivo. Incluso en su ausencia, la tasa de
lesiones ha continuado descendiendo. En 2010, el 82 por ciento de las locaciones de
Alcoa no perdió un empleado ni un solo día por causa de lesiones, quizá su mayor record
de todos los tiempos en este sentido. En promedio, los trabajadores son más propensos
a sufrir lesiones en una empresa de software, de caricaturas animadas para estudios de
cinematografía, o calculando impuestos como lo hace un contador, que manejando
aluminio fundido en Alcoa.
“Cuando me nombraron gerente de planta,” dijo Jeff Shockey, el director se
seguridad de Alcoa, “el primer día que fui al parqueadero de las instalaciones vi que
todos los espacios para parquear que quedaban más cerca de la entrada principal tenían
los cargos de cierta gente pintados en ellos. El jefe de esto y el jefe de aquello. Las
personas más importantes obtenían los mejores espacios para parquear. Lo primero que
hice fue decirle a un empleado de mantenimiento que tapara con pintura todos los cargos.
Yo quería que quien llegara primero a trabajar obtuviera el mejor parqueadero. Todos
entendieron el mensaje: Todas las personas importan. Era una extensión de lo que Paul
estaba haciendo con relación a la seguridad de los trabajadores. Esto electrificó a la
planta. En muy poco tiempo, todo el mundo estaba llegando más temprano a trabajar
todos los días.”
*La carrera de O'Neill en la Tesorería no fue tan exitosa como su carrera en Alcoa. Casi inmediatamente
después de su posesión comenzó a enfocarse en algunos asuntos clave, incluyendo la seguridad de los trabajadores,
la creación de puestos de trabajo, la responsabilidad de los ejecutivos, y a luchar contra la pobreza en África, entre
otras iniciativas.
Sin embargo, las políticas de O'Neill no se alinearon con las del Presidente Bush, y emprendió una lucha
interna oponiéndose a las rebajas de impuestos propuestas por Bush. Se le pidió la renuncia a finales de 2002. “Lo
que yo pensé que era lo correcto para la política económica fue lo opuesto a lo que quería la Casa Blanca,” me contó
O'Neill. “Eso no es bueno para un secretario del tesoro, así que me despidieron.”