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mismos tropiezos del pasado, pero parece ser que hemos hecho caso omiso a ella, no
hemos aprendido nada de ella.
Para obtener una buena educación se debe dejar la imitación o adaptación de formas
universales, se debe buscar y modelarse a las necesidades del hombre de acuerdo a su
entorno, donde se reconozca y se sobrepase así mismo.
Los nuevos maestros no ofrecen a los jóvenes una filosofía, si no los medios y las
posibilidades para crearla. Tal es precisamente la misión del maestro.
Toda la historia de México, desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como
una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones
extrañas, y de una forma que nos exprese.
La Revolución fue un descubrimiento de nosotros mismos y un regreso a los orígenes,
primero; luego una búsqueda y una tentativa de síntesis, abortada varias veces; incapaz
de asimilar nuestra tradición, y ofrecernos un nuevo proyecto salvador, finalmente fue un
compromiso. Ni la Revolución ha sido capaz de articular toda su salvadora explosión en
una visión del mundo, ni la “inteligencia” mexicana ha resuelto ese conflicto entre la
insuficiencia de nuestra tradición y nuestra exigencia de universalidad.
Nuestras ideas, así mismo, nunca han sido nuestras del todo, sino herencia o conquista
de las engendradas por Europa. Una filosofía de la historia de México no sería, pues,
sino una reflexión sobre las actitudes que hemos asumido frente a los temas que nos ha
propuesto la Historia universal: contrarreforma, racionalismo, positivismo, socialismo.
Los mexicanos no hemos creado una forma que nos exprese. Por lo tanto, la
mexicaneidad no se puede identificar con ninguna forma o tendencia histórica concreta:
es una oscilación entre varios proyectos universales, sucesivamente trasplantados o
impuestos y todos hoy irreversibles. La mexicaneidad, así, es una manera de ser y vivir
otra cosa. En suma, a veces una máscara y otras una súbita determinación por
buscarnos, un repentino abrirnos el pecho para encontrar nuestra voz más secreta. Una
filosofía mexicana tendrá que afrontar la ambigüedad de nuestra tradición y de nuestra
voluntad misma del ser, que si exige una plena originalidad nacional no se satisface con
algo que no implique una solución universal.
La Revolución mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia,
planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones. La
Revolución mexicana ha muerto sin resolver nuestras contradicciones. Después de la
Segunda Guerra Mundial, nos damos cuenta que esa creación de nosotros mismos que
la realidad nos exige no es diversa a la que una realidad semejante reclama a los otros.
Vivimos, como el resto del planeta, una coyuntura decisiva y mortal, huérfanos de pasado
y con un futuro por inventar. La Historia universal es ya tarea común. Y nuestro laberinto,
el de todos los hombres.
Como en cuestión de lenguaje está visto que nada se propaga más que lo pedantesco
ni nada hace más estragos que ese absurdo purismo que trata de detener la vida del
idioma, no estará de más trabajar cuanto se pueda para atajar el daño.
Antes de ahora he tratado con cierta extensión de ortografía, que es uno de los campos
donde más á sus anchas se explaya la pedantería libresca, y cada día recojo nuevos
datos.
Ahora han dado nuestros periódicos por rendirse á la pedantesca manía mejicana de
escribir México y no hay quien lo evite. No sé por qué no imitan a aquellos de mis
paisanos que escriben Bizkaya con tanta razón, ó tan poca, como México los mexicanos.
Todos escribíamos Méjico, y ahora nos salen con esa x, por aquello de que el vocablo
deriva de una palabra azteca con sonido paladial representado por x en castellano,
cuando este idioma tenía tal sonido.
Pero por la misma razón habría que escribir Guadalaxara, Xerez, dixo, xefe, etc. No se
ve qué privilegio ha de tener México para adoptar en él una ortografía pseudo-
etimológica, cuando en el castellano domina la fonética.
¿Qué hay en el fondo de esto? Lo mismo que en el fondo del Bizkaya de mis paisanos.
La cuestión es dar al vocablo cierto aire exótico y extraño para expresar así cierto prurito
de distinción e independencia. Por lo visto son menester la B y la k de Bizkaya para
recuerdo de que el vascuence es un idioma de distinta estirpe que el castellano y no
emparentado por consanguinidad con él. Y de la misma manera han plantado la x los
criollos mejicanos para que se sepa que el nombre de su nación ―nombre privilegiado
que se escribe de un modo y se lee de otro― es un nombre de origen indígena. Si se
escribiera racionalmente Méjico, podría acaso correr peligro la clara conciencia de la
personalidad nacional de la próspera república de Porfirio Díaz. Hay que distinguirse,
aunque sólo sea por una x. Todo ello no pasa después de todo de un desahogo infantil.
Santo y bueno que los mejicanos quieran dar distinción ortográfica al nombre de su
patria, pero no sé por qué les hemos de imitar los españoles que hace tiempo dejamos
de escribir con x aquellas voces en que, como en Méjico, representaba un sonido
originariamente paladial (una especie de ch francesa). ¿Ha de ser Méjico más que
Guadalajara en esto? Sobre todo, igualdad ante la ley.
Nada mejor que estrechar cada día más los lazos espirituales entre las naciones todas
de lengua española, y estrecharlos sobre la base del idioma común ante todo; pero esta
labor ha de hacerse con racionalidad, y no atendiendo á caprichos pueriles.
Yo creo que hay que hacer la lengua española, ó hispanoamericana, sobre la base del
castellano, pero es combatiendo tendencias como la que se manifiesta en el humildísimo
hecho de la x de Méjico.
Nota. Creo inútil advertir que este estrambote traído por los cabellos no conduce más
que a quitarle al señor conde la X que usa, por muy aristocrática que parezca.
Otros, por el contrario, nos han negado hasta la posibilidad de adquirir una existencia
propia a la sombra de instituciones libres que han creído enteramente opuestas a todos
los elementos que pueden constituir los Gobiernos hispanoamericanos. Según ellos, los
principios representativos, que tan feliz aplicación han tenido en los Estados Unidos, y
que han hecho de los establecimientos ingleses una gran nación que aumenta
diariamente en poder, en industria, en comercio y en población, no podían producir el
mismo resultado en la América española. La situación de unos y otros pueblos al tiempo
de adquirir su independencia era esencialmente distinta: los unos tenían las propiedades
divididas, se puede decir, con igualdad, los otros veían la propiedad acumulada en pocas
manos. Los unos estaban acostumbrados al ejercicio de grandes derechos políticos al
paso que los otros no los habían gozado, ni aun tenían idea de su importancia. Los unos
pudieron dar a los principios liberales toda la latitud de que hoy gozan, y los otros, aunque
emancipados de España, tenían en su seno una clase numerosa e influyente, con cuyos
intereses chocaban. Estos han sido los principales motivos, porque han afectado
desesperar de la consolidación de nuestros Gobiernos los enemigos de nuestra
independencia.