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Capítulo 1
Marco Teórico para la Fundamentación
de Política Criminal Jurídica en un Modelo
de Estado Social y Constitucional de Derecho
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Inicialmente hay que señalar que en claras palabras de Priego (2013), “el Estado no
ha sido el mismo desde su origen, toda vez que es una institución social y humana que se
ha desarrollado de formas organizativas simples hasta dimensiones mucho más
complejas”, forma política que según Cotarelo (2004) y al margen de muchas y muy
variadas concepciones teóricas sobre sus inicios, ha conocido una evidente evolución
desde el siglo XVI que permite hablar de cuatro específicas formas: a)- El Estado
Absolutista; b)- El Estado Liberal; c)- El Estado Democrático; y d)- El Estado Social,
haciéndose claridad que a diferencia del Estado Absolutista, el Estado Liberal, el
Democrático y el Social, son en realidad variantes del Estado de Derecho surgido en el siglo
XIX como una profunda reacción de la gran burguesía contra el modelo de Estado
Absolutista, con lo que podría deducirse, implícitamente, que las otras formas evolutivas
del Estado no lo eran cuando, precisamente, esa condición de Estado de Derecho es lo que
une a las tres y lo que las diferencia de otras formas de Estado que se dieron durante el
siglo XX como el Fascista y el Comunista, los cuales no eran en verdad de Derecho
(Cotarelo, 2004).
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Afirma Falcón (2005) que el Estado así concebido tenía un poder omnímodo, que
imponía penas draconianas, basadas en una aplicación axiomática, more geométrico, de
las leyes penales, siendo la pena la principal sanción y la finalidad retributiva del castigo la
preponderante, jugando junto a ella un papel muy importante la prevención general
negativa, la intimidación de la colectividad para que se abstuviera de cometer nuevas
ofensas penales, instaurándose al servicio de este objetivo todo un sistema de penas de
gran dureza, valiendo todo para lograr el fin último de acabar con el crimen y conseguir así
la observancia de la ley: era el terror penal. Al respecto, Tomas y Valiente (1969) afirmó
que en esta época nos muestra el carácter de Derecho Penal asociado totalmente a
concepciones fatalistas religiosas, donde el sujeto que era reclutado por la maquinaria penal
sufría las más horribles vejaciones sin ningún tipo de posibilidad de sustraerse de su
funcionamiento, ya que el Monarca absoluto, como representante de Dios en la tierra,
poseía facultades inmensas para penar a los súbditos, predominando la responsabilidad
objetiva donde se penalizaba incluso a colectividades enteras, sin que los delitos y las
penas estuvieran descritos de manera precisa y empleando la intimidación como el medio
para forzar y lograr la obediencia de la ley, siendo lo anterior patente en términos de Heller
(1987), que durante medio milenio, en la Edad Media, no existió el Estado como unidad de
dominación ni tampoco una estructura político criminal coherente y racional.
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Por las características mencionadas puede verse según Villar (2007), que en el
concepto “Estado de Derecho” hay una acumulación de ideas provenientes de muy diversas
fuentes y de distintas épocas: el sometimiento del poder al derecho, el gobierno de la razón,
el gobierno de leyes y no de hombres, la obligación del gobernante de proteger el derecho,
la repartición o separación del poder, las libertades de los ciudadanos, los derechos del
hombre y el Estado constitucional, por lo que al Estado de Derecho, tal como se ha descrito,
corresponde un “Estado racional” con él se arraiga la concepción iusnaturalista, por lo que
este tipo de Estado, en conclusión del mismo autor, es pues, una concepción basada en la
justicia y fuertemente impregnada de ideología liberal de la burguesía revolucionaria. No
obstante e interpretando a Falcón (2005), puede considerarse que el Estado de Derecho
adopta distintas versiones a lo largo de la historia, desde el Estado Liberal de Derecho
decimonónico, pasando por el Estado Democrático de Derecho, hasta llegar, a modo de
síntesis, al actual Estado Social de Derecho consagrado entre muchas otras Cartas, por la
Constitución Política de Colombia del año 1991.
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b)- Toda pena que exceda la necesidad es arbitraria: la pena, antes que cruel,
debe ser proporcionada al delito y pronta para que genere la prevención del
delito. Ella no tiene por finalidad la retaliación ni la purificación, pues no se puede
confundir el delito con el pecado;
d)- Solo las leyes deben prescribir los delitos y consagrar las penas. Una pena
aplicada por un hecho no contemplado como delito por la ley es arbitraria;
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e)- Debe existir una separación de poderes: quién emita la ley y quién decida si
ha sido o no violada. El juez no puede interpretar la ley, ya que él no es el
legislador;
g)- Se deben rechazar los juicios y las pruebas secretas: los juicios deben ser
públicos, la arbitrariedad debe ser controlada por la opinión pública;
h)- La tortura debe ser prohibida como medio de prueba o como sanción·
i)- Más vale prevenir los delitos que sancionarlos: deben implantarse reformas
políticas, económicas y educativas, tendentes a modificar las causas que
generan el delito” (Beccaria, 1983).
De lo anterior en primer lugar y según Borja (2001), nacen los principios básicos de
la disciplina jurídico-punitiva que hasta entonces eran abiertamente desconocidos, como la
proporcionalidad entre el delito y la pena, la determinación legal de su cuantía, el principio
de humanidad de le pena, la prohibición de la tortura y de las penas corporales como pena,
entre otros, así como en segundo lugar puede decirse tomando palabras mucho más
textuales establecidas por Zúñiga (2001), que “la Política Criminal no es más que el
desarrollo sistemático de los postulados fundamentales que ya Beccaria (1983) anunciaba
en 1764”, concepciones que han sido iluministas, reflejando una época en la que la
búsqueda del bienestar general recaía en la limitación de la arbitrariedad del poder político,
pero reconociendo la legitimidad de éste cuando actúa consensuadamente dentro del
imperio de la ley, por lo que en suma, su obra contiene (aunque no sistemáticamente)
muchas claves de la Política Criminal moderna como podrían ser el respeto de las garantías
penales y procesales como límites a los fines preventivos de la pena, la prontitud y certeza
en la imposición de la sanción penal como factores de eficacia de la prevención, la
proporcionalidad de la pena como criterio de justicia (necesidad) y afirmación de la
subsidiariedad, en tanto búsqueda de medios de prevención no nocivos y la interrelación
entre estructura social y delito (Zúñiga, 2001).
Lo anterior en términos de Cotarelo (2004) fue la razón por la cual el Estado liberal
de finales del siglo XIX y principios del XX, al desembocar en la universalización real del
derecho al sufragio, acabó convertido en un Estado Democrático de Derecho, mismo que
en concepto de Borja (2001), se construye sobre dos pilares básicos y bien relacionados:
“la profundización en la vigencia real de los derechos humanos y el respeto al pluralismo
político (las dos grandes negaciones de los sistemas totalitarios de partido único)”, lo que
implica que la dignidad humana vuelva a ocupar el eje central de la regulación de las normas
fundamentales del Estado, y que frente a los gobiernos del siglo XIX que contemplaban la
pérdida del poder como si se tratase siempre del propio hundimiento del Estado, la
alternancia en el gobierno se concibe como un síntoma positivo de una democracia sana,
por lo que se empezaron a elaborar Constituciones consensuadas por las fuerzas políticas
más relevantes del arco parlamentario, frente a los textos del siglo XIX que eran fruto de la
victoria ultrajante de una tendencia frente a la otra, consolidándose en términos de
Marquardt (2009), “la soberanía popular”, entendida esta por el mismo autor alemán como
“un procedimiento igualitario de formación del poder con base en el predominio del principio
de la mayoría”.
Adicional a las anteriores consideraciones generales, quizá nada mejor que traer a
colación las reflexiones citadas en primer lugar por Castellá (2015), de quien se puede
interpretar que las libertades públicas, el sufragio universal y los partidos políticos
constituyen los elementos indisociables de los Estados democráticos, y en segundo lugar
del profesor italiano Biscaretti Di Ruffai (1975) quien ha dejado establecido que, además de
los requisitos que Bobbio (1987) señalaba para considerar a un Estado como Estado
Democrático y que se relacionan con la aplicación del principio democrático como expresión
operativa de la soberanía, así como la existente interconexión entre derecho y política y la
consideración del derecho como un artefacto humano institucional, el Estado Democrático
de Derecho es aquel en el que (Bobbio, 1987):
principio de intervención mínima según el cual solo se recurrirá a la vía penal cuando el
conflicto no pueda ser resuelto eficazmente por el resto del ordenamiento jurídico, de tal
suerte que el legislador vea limitada su actividad en materia penal exclusivamente a la
protección de los bienes jurídicos que sean esenciales para mantener la coexistencia entre
la libertad de los individuos y de los grupos que éstos integran.
Así las cosas, Falcón (2005) concluye que un Derecho Penal democrático “debe
desarrollarse con estricta sujeción a los límites propios del principio de legalidad”, tanto en
su vertiente formal como material que no o sólo debe servir a la mayoría, sino también
respetar y atender a las minorías, respetando igualmente la dignidad del delincuente no
solo al evitar torturas y la pena de muerte, sino ofreciendo posibilidades al condenado para
su resocialización y reinserción social que no implique la imposición de un determinado
sistema de valores, planteamiento que es reforzado indirectamente por Mir Puig (2015)
cuando refiere que “importará no sólo la eficacia de la prevención (principio de la máxima
utilidad posible), sino también limitar al máximo sus costos (principio del mínimo sufrimiento
necesario)” de forma que resulte menos gravosa la protección que ofrece el Derecho Penal
del Estado Democrático de Derecho que la que supondrían otros medios de control social
ilimitados (como la venganza privada o pública) o desprovistos de garantías (como
actuaciones policiales incontroladas, condenas sin proceso legal adecuado, medidas
preventivas antedelictuales), o que otras formas de Derecho penal de tipo autoritario.
Con base en las anteriores premisas, comenta Falcón (2005) que si el Derecho
criminal liberal permitió atribuir a la pena tanto una función de prevención como de
retribución, el Derecho penal del Estado social no podía sino conferir a la pena la función
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Bajo la anterior percepción, Borja (2001) comenta entonces que la Política Criminal
del Estado intervencionista se diferencia en algunos aspectos de la que ha plasmado el
Estado Liberal conforme a su ideario, en el entendido, primero, que de esta última forma, si
los poderes públicos tienen encomendada la misión de garantizar las libertades formales
de los ciudadanos y tutelar el respeto de las reglas de juego que marca la libre competencia
en una economía de mercado, su actuación ante el fenómeno criminal es eminentemente
represiva, es decir, recurrirá a la sanción penal una vez que el delito ya haya lesionado o
puesto en peligro los bienes jurídicos tutelados relevantes para la convivencia humana, por
lo que en cambio, en un Estado intervencionista, el propio poder público debe actuar como
agente en la misma raíz del problema para intentar aportar la correspondiente solución, de
ahí que no sea suficiente siempre “esperar” a que el hecho criminal haya atacado a la
persona, bienes o derechos individuales, sino que tendrá que proteger a los ciudadanos y
a la propia comunidad desde “antes” de que el delito se manifieste, máxime cuando se den
ciertos “estados peligrosos” entendidos estos como situaciones en las que se encuentran
algunos grupos de individuos (pandillismo, drogadicción, desempleo, etc.) que tienden
fácilmente a proyectarse en claras conductas antisociales y por ende punibles (Borja, 2001).
Finalmente, Borja (2001) explica que la clara concepción del Estado como Social
implica otorgarle una función político criminal a la pena, teniendo esta labores de prevención
del delito, toda vez que la criminalidad se contempla como “problema social” y el poder
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público está comprometido a resolver los conflictos que afectan al interés general para
propiciar el desarrollo y el progreso de la comunidad, por lo que bajo esta perspectiva, la
pena es concebida como uno más de los instrumentos de la política social encaminada a la
prevención de los delitos para logar así un mayor bienestar de la ciudadanía, aclarándose
que en el Estado social la intervención punitiva frente al fenómeno criminal no puede
consistir en una mera retribución del hecho por el mal causado o una simple prevención
general a través de la intimidación que supone para la ciudadanía la existencia y aplicación
de la pena, sino que el Estado está en el deber de reintegrar al individuo a la comunidad y
evitar así la futura comisión de delitos, de ahí que desde la propia Constitución se ponga
gran énfasis en la prevención especial a través de la resocialización del sujeto como
mecanismo que justifica la propia existencia de la pena y limita a su vez la sanción privativa
de la libertad en relación con su clara función, que se circunscribe específicamente a
buscar, entre otros, ese fin primordial (Borja, 2001).
surgiendo como diría Pérez Luño (1998), para “poner orden al caos normativo que
originaron los fenómenos de supra e infraestabilidad jurídica de la Ley”. En estudios de
Sánchez (2009), el Estado Constitucional es un producto de la historia, fruto, según
Bastidas (2009), del denominado constitucionalismo liberal que surge en Inglaterra a finales
del siglo XVII y que se propagó por Francia y otros países europeos en el siglo XVIII y que
a partir de la segunda mitad del siglo XIX e interpretando a Bilbao et al. (2014), asiste a la
lucha por la democratización del poder político, que concluiría en el siglo XX con el
reconocimiento en favor de todos los ciudadanos del derecho a participar en el ejercicio del
poder electoral, por lo que se convierte al Estado Constitucional además de un Estado de
Derecho en un Estado Democrático llegándose a la convicción de que el ejercicio efectivo
de la misma precisa de unas condiciones existenciales básicas (salud, educación, trabajo,
etc.) que no las provee el modelo de economía de mercado por lo que el Estado asumirá la
tarea de asegurarlas, pasando de ser un Estado de Derecho y Democrático a un Estado
además Social y Constitucional.
consolidación de modelos de Estado donde existe una constitución democrática que está
por encima de las demás normas y que establece auténticos límites jurídicos al poder para
la garantía de los derechos fundamentales, surgiendo bajo esta nueva perspectiva el
concepto ya muy levemente mencionado de “Estado Constitucional” o “Estado
Constitucional de Derecho”, el cual bajo un estudio propio efectuado por Lancheros –
Gámez (2010), goza de algunas particularidades y “comporta algunos efectos que permiten
identificarlo y, si se quiere, entenderlo con claridad”, por lo que vale la pena presentar e ir
interpretando los resultados logrados por el mismo autor para concebir cómo uno de los
principales efectos de aceptar la idea de un Estado plenamente constitucional tiene que ver
con la constitucionalización del ordenamiento jurídico. Tal como lo sugiere Guastini (2003),
de quien Lancheros – Gámez (2010) se basó para estructurar su caracterización del Estado
Constitucional, no todos sus rasgos se presentan con el mismo grado de claridad o
intensidad, salvo los dos primeros, sin los cuales no podría nunca hablarse siquiera de
constitucionalización.
Señala pues Lancheros-Gámez (2010) que lo primero que se requiere para que sea
posible un Estado constitucional es la existencia de una “Constitución Política rígida” que
consagre un catálogo de valores, principios y derechos fundamentales, es decir, una
Constitución escrita cuyo procedimiento de modificación sea más agravado que el de una
ley o de cualquiera otra norma jurídica de menor jerarquía, suponiéndose siempre que la
Constitución es la norma de mayor jerarquía del ordenamiento jurídico y, por tanto, que es
plenamente inmune frente a cualquier intento o idea de modificación o sustitución por
cualquier otra. Un segundo elemento para hablar de Estado constitucional, en palabras del
mismo autor, tiene que ver con “la existencia de una garantía jurisdiccional real que permita
mantener la supremacía constitucional y preservar su máximo nivel de jerarquía cuando
quiera que una norma de menor rango transgreda sus principios o reglas”, pudiendo ser
esta garantía: i) abstracta o concreta, según se haga sobre una norma o sobre un caso
concreto “efectos erga omnes o inter partes”; ii) a priori o a posteriori, según se haga con
anterioridad o posterioridad a la vigencia de una norma de menor jerarquía, o iii)
concentrada o difusa según se haga por un órgano especializado, corte o tribunal
constitucional, o se permita a todos los jueces, dentro del pleno ámbito de su competencia.
Díaz (1992) explica en su caracterización del Estado de Derecho, que “este incluye
la garantía y la seguridad de los derechos fundamentales como una de sus calidades
básicas”, señalando Londoño y otros (2013) que desde la visión de Luigi Ferrajoli (2003),
sin embargo, el discurso de los derechos fundamentales aparece como característico de lo
que él llama Estado Constitucional de Derecho, en donde tanto los denominados derechos
fundamentales como los principios constitucionales son “sendos paradigmas” que definen
la validez del ordenamiento jurídico, por lo que en esta última forma de Estado implica una
constitución vinculante en lo formal y en lo sustancial. Sobre el tema concreto, reseña Cajica
(2000) que Ferrajoli señala que en el moderno Estado Constitucional de Derecho existe una
nueva y más poderosa legitimidad del poder judicial diferente a la que existía en el modelo
de la Ilustración y que se basa en el análisis de las siguientes causas: “a)- Cambio en la
concepción de la democracia; y b)- Cambio de paradigma de Estado de Derecho”, a lo que
Londoño et al. (2013) responde señalando que efectivamente Ferrajoli (2003) delimita como
principios pertenecientes a los Estados de Derecho el vínculo de las ramas de poder a las
normas propias de la constitución, “la división de poderes y los derechos fundamentales”.
Bajo la sumatoria de todos los anteriores parámetros, resulta pertinente señalar que
entre los contenidos de la Constitución Política los derechos fundamentales son la pieza
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elemental (Añon, 2002), ya que este nuevo paradigma atribuye a los mismos el papel de
ser la justificación más importante del Derecho y del Estado y por tanto puede llevar a
interpretar que ahora el Estado no es sino un claro instrumento de tutela de los mismos y
como tal fundamento impone fines y objetivos que deben ser realizados (Ferrajoli, 1995),
por lo que en perspectiva de Añon (2002), uno de los rasgos que mejor definen el Estado
Constitucional de Derecho es la “clara orientación a la protección de los derechos al margen
(o incluso por encima) de la ley”, en el entendido que no se trata de la eficacia de los
derechos en la medida y en los términos marcados en la ley, sino de la eficacia de los
derechos en la medida y en los términos establecidos en la Constitución (Liborio, 1998), sin
embargo, como escribe Prieto (2003), no puede sostenerse la idea de que entre los
derechos constitucionales y sus límites hay fronteras nítidas pues puede que estas no
existan o no sean fáciles de identificar, o que es posible formular un catálogo taxativo de
los supuestos de hecho y sus excepciones que correspondan en perfecta medida a los
enunciados de derechos constitucionales.