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Este documento resume la evolución histórica de la ordenación territorial de España desde la época romana hasta la actualidad. Explica que la dominación romana introdujo la primera organización administrativa dividiendo la península en provincias. A lo largo de la historia, la organización territorial ha cambiado debido a las diferentes dominaciones y reinos. La constitución de 1978 estableció el actual modelo de estado autonómico descentralizado.
Este documento resume la evolución histórica de la ordenación territorial de España desde la época romana hasta la actualidad. Explica que la dominación romana introdujo la primera organización administrativa dividiendo la península en provincias. A lo largo de la historia, la organización territorial ha cambiado debido a las diferentes dominaciones y reinos. La constitución de 1978 estableció el actual modelo de estado autonómico descentralizado.
Este documento resume la evolución histórica de la ordenación territorial de España desde la época romana hasta la actualidad. Explica que la dominación romana introdujo la primera organización administrativa dividiendo la península en provincias. A lo largo de la historia, la organización territorial ha cambiado debido a las diferentes dominaciones y reinos. La constitución de 1978 estableció el actual modelo de estado autonómico descentralizado.
TEMA 18: LA ACTUAL ORDENACIÓN TERRITORIAL DEL ESTADO
ESPAÑOL. RAÍCES HISTÓRICAS.
1. INTRODUCCIÓN El presente tema permite entender y valorar la realidad territorial de la España actual, incidiendo en el devenir histórico que ha llevado a conformar dicha realidad, en los desequilibrios económicos regionales –productos de una característica evolución política y económica- y en las políticas correctoras que se aplican hoy día tanto a nivel estatal como autonómico, encaminadas a corregir las desigualdades existentes entre regiones. Según el artículo 2 de la Constitución española de 1978, “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. En relación a la organización territorial del Estado, el Título VIII está dedicado a ella, rezando el artículo 137 lo siguiente: “el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyen. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses”. Así, el Estado español queda articulado en lo que se ha venido en llamar “Estado de las Autonomías”, con una evolución histórica y características propias que lo diferencian tanto de los modelos de Estado unitarios como de los federales. Antes de pasar al estudio sistemático de la ordenación territorial del Estado haremos un repaso a las raíces históricas de dicha ordenación. Nos parece coherente ir viendo la evolución territorial para comprender las claves de la ordenación territorial actual. 2. ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA ORDENACIÓN TERRITORIAL El marco de gestación de la actual ordenación del territorio español está en los siglos XIX y XX, si bien podemos rastrear los orígenes hasta la época de dominación romana. Antes de la dominación romana, la organización territorial de la Península presentaba gran complejidad. Los diferentes pueblos que la habitaban (velones, vacceos, lusitanos, etc.) tenían organizaciones políticas diferentes y sus limites territoriales no estaban claramente definidos. Durante la dominación romana (III a.C.-V d.C.) la Península Ibérica conocerá la primera organización administrativa de su territorio. En el año 197 a.C. Hispania fue dividida en dos provincias romanas con fines administrativos: la Hispania Citerior, que comprendía la costa este peninsular desde los Pirineos hasta Cartagena; y la Hispania Ulterior, que inicialmente incluía el territorio desde esta última y el valle del Guadalquivir. Estos limites se irán ampliando a lo largo de los siglos II y I a.C. En el año 27 a.C., tras culminar la conquista de Hispania, Augusto realiza una nueva modificación: la Hispania Citeror pasará a denominarse Hispania Citerior Terraconense y su territorio se ampliará con los territorios de los cántabros y astures que habían sido sometidos; mientras que la Hispania Ulterior se divide en dos nuevas provincias Hispania Ulterior Baética (más romanizada, será provincia senatorial) y Hispania Ulterior Lusitana (más militarizada, será provincia imperial). En el año 293 d.C., durante el mandato de Diocleciano, se produce una nueva reestructuración territorial de la Península. Así, se dividen las antiguas provincias, que quedan agrupadas en diócesis y estas, a su vez, en prefecturas. Así, la diócesis de Hispania, perteneciente a la prefectura de las Galias, queda dividida en seis provincias: Bética, Lusitania, Cartaginense, Gallaecia, Tarraconense y Mauritania Tingitana. Las sucesivas penetraciones de pueblos nórdicos en el siglo V d.C. (suevos, vándalos, alanos, visigodos) provocaron el hundimiento del Imperio Romano de Occidente y el asentamiento de los visigodos en la Península Ibérica. Durante la época visigoda fueron pocos los cambios que se introdujeron en la división territorial peninsular, de manera que seguirá siendo la estructura provincial romana la base de esta organización. La dominación musulmana trajo consigo la desaparición de la división territorial forjada por los romanos y mantenida por los visigodos. El territorio de Al-Ándalus quedó dividido en coras o provincias, que darían origen más tarde a los reinos de taifas. Por su parte, los reinos cristianos del norte empezarán como pequeños núcleos de resistencia al invasor que, poco a poco y a lo largo de los siglos, irán avanzando hacia el sur, en el proceso conocido como la Reconquista, que duró ocho siglos. La primera división importante de la parte cristiana vino con la herencia de Sancho el Mayor de Navarra (1035). Quedaron entonces configurados los reinos de Navarra, Castilla y Aragón. En la parte nororiental de la península, mientras tanto, se configuraba una realidad política heredera del imperio carolingio (la antigua Marca Hispánica), donde resaltaba el condado de Barcelona. La unificación de Aragón y Cataluña se produjo con el matrimonio de Ramón Berenguer IV y Petronila de Aragón, tras el contacto de las fuerzas correspondientes en el Valle del Ebro, el eje vertebrador del sector y con la meseta- Desde allí se irradiaría la expansión cristiana hacia el resto de la Península y hasta el sector insular mediterráneo. Por otra parte, el matrimonio de Isabel I de Castilla y de Fernando II de Aragón supuso la unión dinástica de las dos monarquías más poderosas de la península Ibérica. Los Reyes Católicos y sus sucesores mantuvieron la división en reinos con sus respectivos fueros, lo que contribuyó a la disparidad administrativa y territorial de la monarquía, cuyo nexo común era la Corona. Con los Austrias pervivieron aun las unidades territoriales con sus estructuras organizativas y legislaciones particulares. La adecuación administrativa y modernización del Estado se llevaría a cabo con la llegada de los Borbones, que centralizaron la administración y la economía siguiendo el modelo francés. Este sistema centralista se inició con los Decretos de Nueva Planta (1707 y 1716), que suprimieron los derechos históricos de representación en Aragón, Valencia y Cataluña, territorios pertenecientes a la antigua Corona de Aragón que, además, habían apoyado la causa de Carlos de Austria frente al propio Felipe IV durante la Guerra de Sucesión. Desde entonces los corregidores, regidores y alcaldes se irradiaron por el país para hacerse cargo de las distintas esferas administrativas en nombre del Estado central. No obstante, pervivieron gran cantidad de competencias particulares e incluso unidades territoriales menores, como los condados, abadías, etc., en ocasiones tapadas por la nueva figura del Intendente, al frente de cada una de las unidades administrativas que formaban el mapa de las intendencias (futuras provincias). Ya en el siglo XIX las Cortes de Cádiz fueron la primera institución del Estado en proponer una estructura provincial. Sin embargo, la vuelta de Fernando VII tras la guerra de Independencia trajo la reposición del absolutismo, y con él la vuelta al viejo sistema de intendencias. Tras la muerte del rey, sería Javier de Burgos el encargado de llevar a cabo una nueva ordenación territorial en 1833, pensada exclusivamente como instrumento de centralización, evidenciado en la designación de un gobernador representante del Estado en cada una de las provincias y encargado de su gestión. La estructura político-organizativa del proyecto de Javier de Burgos, que divide al territorio español en 49 provincias, ha pervivido hasta la actualidad y hoy constituye la base territorial sobre la que se han fundado las Comunidades Autónomas. Pero el sentimiento regionalista se mantuvo en muchas áreas, como pudo comprobarse con el establecimiento de la I República en 1873. Durante el breve experimento republicano hubo un intento político de configuración territorial de estilo federal (liderada por Pi i Margall), que fracasó, y un intento separatista de componente violento, el cantonalismo, que fue sofocado por las tropas alfonsinas una vez los Borbones volvieron al trono español en 1874. Con la Restauración borbónica y la dictadura de Primo de Rivera se volvió al centralismo y al antirregionalismo, en una época en la que la ideología nacionalista calaba hondo en la burguesía conservadora de toda Europa. Los movimientos regionalistas de España se tornaron nacionalistas, en Cataluña, el País Vasco y, en menor medida, en Galicia. Hay que esperar a la II República Española para que la Constitución de 1931 defina a España como “Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones”. En 1932 se aprueba el Estatuto de Autonomía de Cataluña y en 1936, en plena Guerra Civil, el del País Vasco. Galicia y Andalucía, así como Aragón, Valencia, Navarra, Baleares y Canarias estaban en proceso. La victoria del general Franco en la Guerra Civil acaba con la II República y pone fin al proceso, imponiendo un modelo unitario, centralista y uniformizado territorial, con la provincia y el municipio como únicas entidades. Ya con la nueva Constitución, vigente desde 1978, los Títulos Preliminar y VIII se dedican a la organización territorial, combinando la unidad nacional y el derecho a la autonomía territorial siempre dentro de la citada unidad. Además, se amplió el derecho a cita autonomía a todo el territorio español, incluidas las ciudades de Ceuta y Melilla. 3. LA CONCEPCIÓN TERRITORIAL DE LA CONSTITUCIÓN DE 1978 La Constitución de 1978 supone el inicio de un vasto proceso de descentralización política que alcanza tanto a las nacionalidades y regiones como a las colectividades locales. Pero es evidente que el instrumental político y las fórmulas y técnicas jurídicas empleadas para lograr tan ambicioso objetivo no están exentas de abundantes dificultades de interpretación y aplicación. La organización de las Autonomías, en especial por lo que se refiere a las comunidades con nacionalidades históricas de amplio arraigo, constituía tal vez el problema político más grave legado por el centralizado régimen franquista. A la altura de 1975, existía un consenso suficientemente extendido sobre el modelo de sociedad y organización política que se pretendía (monarquía constitucional y parlamentaria, etc.), estaba por definir el modelo de organización territorial, de entre un amplio abanico de opciones (desde las peticiones independentistas del nacionalismo más extremista vasco, catalán y de otras regiones, hasta posiciones federalistas, pasando por opciones centralistas conservadoras). No se trataba de definir sólo el papel que cumplía corresponder a las comunidades autónomas (en caso de que fuera éste el sistema a adoptar), sino también la integración que habría de tener la provincia y el municipio en el organigrama del nuevo Estado. Así, había que dar una respuesta a las aspiraciones, tantos años frustradas, del nacionalismo histórico, definir la relaciones que en la organización general del Estado español habrían de jugar las regiones en las que no existía esta identidad histórica peculiar (y todavía más: definirlas, estipular sus límites geográficos, más allá del tópico concepto de regiones y comarcas al que había recurrido la topografía hasta el momento - "Castilla la Vieja", "Castilla la Nueva", etc.-, e incluso encontrar una denominación adecuada a las mismas y concordante con su identidad y pasado). Este era, junto a la posibilidad de aceptar la legalización del PCE, uno de los aspectos más polémicos de la transición democrática. La fórmula finalmente adoptada es la de un Estado unitario regionalizable, siguiensoe el precedente introducido por la Constitución republicana de 1931. De esta manera, la Constitución de 1978 mantiene una estructura unitaria del Estado, reconociendo al mismo tiempo el derecho de las entidades territoriales regionales o nacionales a constituirse en Comunidades Autónomas con facultades de autogobierno dispares, según la naturaleza de la penetración histórica de dichas aspiraciones. El concepto territorial de España queda definido en el Título VIII de la Constitución de 1978. En él se especifica que "el Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan". Se repite así el esquema de organización vigente hasta entonces de municipios y provincias, sobre el que se superponen las Comunidades Autónomas. Según los artículos 143-144 las Comunidades Autónomas dotadas de su correspondiente Estatuto pueden formarse entre las provincias limítrofes que presenten características históricas, culturales y económicas comunes; o bien los territorios insulares; o las provincias aisladas dotada de una con entidad regional histórica o regiones uniprovinciales; los territorios cuyo ámbito no supere el de una provincia y carezcan de entidad regional histórica (compleja definición que sin embargo se refiere de forma muy específica a Ceuta y Melilla). En último lugar se habla de los territorios que no estén integrados en la organización provincial, en lo que constituye una clara alusión al caso de Gibraltar: coletilla que se hace para que la futura integración de dicho territorio en España no precise una doble articulación provincial y autonómica. Los principios que propone de cara a la definición de las Comunidades Autónomas son la voluntariedad, la singularidad y la igualdad. Para garantizar dicho principio de igualdad, el Parlamento puede aprobar leyes de armonización de unas situaciones regionales que resulten discriminatorias. Por otra parte, la Constitución garantiza que no se adoptarán medidas que impidan la libre circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes entre las distintas Comunidades Autónomas (artículo 139.1). El carácter reiterativo de estas declaraciones constitucionales pone de relieve los obstáculos que habrá de encarar ésta en sus aplicaciones concretas, singularmente en aquellas Comunidades nacionales que intenten acelerar al máximo el proceso de recuperación de su identidad autóctona. Además, la Constitución de 1978 introduce diferencias entre las Comunidades Autónomas en la iniciativa para acceder al régimen de autonomía, y alcance de las competencias que en una primera fase pueden asumir (Comunidades históricas de vía rápida, y Comunidades de vía lenta). El derecho a la autonomía se completa con el deber de solidaridad entre todas ellas (artículo 2): se pretende configurar un sistema de producción y distribución de la riqueza más justo y equilibrado, que no sólo frene el drenaje de fuerza de trabajo, recursos naturales y capital desde las comunidades de economía agraria a las zonas industrializadas, sino que exija de éstas un esfuerzo adicional que ayude a compensar la deuda contraída con aquéllas. Esto se concreta en el articulo 138.1: al Estado corresponden la realización efectiva del principio de solidaridad, velando por el establecimiento de un equilibrio económico. A su vez, se prevé la creación de un Fondo de Compensación Interterritorial (artículo 158.2) para hacerla efectiva. Si bien existe una gran definición sobre el régimen autonómico, la Constitución de 1978 apenas habla de la administración local: sólo tres artículos definen este importante aspecto de la organización territorial, que en lo fundamental no varía respecto a las disposiciones adoptadas en el siglo XIX. El artículo 140 garantiza la autonomía de los municipios, que gozan de personalidad jurídica plena, y cuyo gobierno y administración corresponden a sus respectivos ayuntamientos, integrados por el Alcalde y Concejales. Los Concejales serán elegidos por los vecinos del municipio mediante sufragio universal, libre, directo y secreto, en la forma en que establece la ley. Los Alcaldes serán elegidos por los Concejales. Respecto a la provincial, se define también como una entidad local con personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios y división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado. Toda alteración a los límites provinciales debe ser aprobada por las Cortes Generales mediante ley orgánica. Se permite crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia. La Administración del Estado en la provincia está representada por el gobernador civil, y por los delegados provinciales de cada ministerio. La provincia es además la circunscripción para la elección de diputados y senadores. La Constitución ha consagrado la existencia de la división provincial en las tres vertientes. Por eso, a pesar del carácter artificial de la creación de las provincias, éstas no pueden ser suprimidas ni tampoco los órganos que las encarnan. La Constitución de 1978 admite que en lugar de las diputaciones puedan existir otras Corporaciones de carácter representativo. Los diputados provinciales son elegidos por los concejales, si bien la Constitución de 1978 no estipula los mecanismos para su elección, y el actual sistema beneficia a los pequeños ayuntamientos. En las Canarias existe además de un Cabildo en cada isla, una Mancomunidad de Cabildos, y en Baleares y Consejo General Interinsular. 4. LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA Y LAS COMUNIDADES AUTONOMAS La Constitución de 1978 define los Estatutos de Autonomía como una "norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma", y legisla que "el Estado los reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico" (artículo 147.1). Pero los Estatutos de Autonomía tienen una doble naturaleza: de ordenamiento regional (a sus preceptos deben subordinarse todas las demás normas emanadas del ejercicio de su capacidad de autogestión), y de ordenamiento del Estado (una vez aprobado por las Cortes Generales, sólo están subordinados a la Constitución y al Tribunal Constitucional). Para asegurar el talante de estabilidad, una vez aprobados no pueden ser modificados sin los procedimientos previstos en los propios Estatutos (en ocasiones, aprobación por mayoría de dos tercios de entre los representantes legales...), lo que cierra el paso a su reforma por voluntad unilateral de las Cortes Generales. El contenido (según el artículo 147.2) debe especificar algunos puntos generales y comunes: la denominación de la Comunidad que mejor corresponda a su identidad histórica; la delimitación del territorio sobre el que se aplica; la denominación, organización y sede de las instituciones propias; las competencias asumidas y las bases para el traspaso de los servicios correspondientes a las mismas. Respecto a la iniciativa autonómica, existen dos procedimientos de elaboración y aprobación de los Estatutos, según las circunstancias que la propia Constitución de 1978 señala. Dichos procedimientos son: Iniciación ordinaria del proceso autonómico: pueden proceder a elaborar Estatutos las Corporaciones locales: todas las Diputaciones interesadas, y el órgano interinsular, correspondientes a las dos terceras partes de los municipios cuya población represente, al menos, la mayoría del censo electoral de cada provincia o isla; los órganos colegiados preautonómicos (regímenes provisionales). Iniciativa extraordinaria: para los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatutos de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales de autonomía. Se refiere a las nacionalidades históricas de Catalunya, Euskadi y Galicia, sobre las que se prevé iniciar sin demora el procedimiento autonómico cuando así lo acordasen por mayoría absoluta sus órganos preautonómicos colegiados superiores: el Consejo Ejecutivo de la Generalitat, el Consejo General del País Vasco y Xunta de Galicia: órganos que no necesitan, pues, del concurso adicional de las Corporaciones locales afectadas. En 1979 acceden a la autonomía Cataluña y el País Vasco; en 1980, Galicia y Andalucía; en 1981, el Principado de Asturias y Cantabria; en 1982, Murcia, La Rioja, Comunidad Valenciana, Navarra, Castilla-La Mancha, Aragón y Canarias, y en 1983, Baleares, Castilla y León, Extremadura y Madrid. Las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla tienen que esperar a 1995. El Estatuto elaborado por la vía común es elaborado por los miembros de la Diputaciones y parlamentarios elegidos en ellas; luego es elevado a las Cortes Generales para su tramitación como ley, pudiendo ser objeto de modificaciones. El Estatuto correspondiente al procedimiento especial es aprobado por la Asamblea de todos los Diputados y Senadores del territorio, asamblea que será convocada por el órgano colegiado preautonómico en el caso de Catalunya, Galicia y Euskadi o por el Gobierno en los demás casos. Posteriormente a su aprobación, sólo puede ser modificado en el Congreso con acuerdo de una Delegación de la Asamblea de parlamentarios de las Comunidades Autónomas. Posteriormente un referéndum debe aprobar en cada provincia el Estatuto por la mayoría simple de los votos válidos. Si se accede al Estatuto por el procedimiento ordinario, deben esperarse 5 años para poder ampliar las competencias asumidas, con lo que se cierra el paso a dichas comunidades a la asunción de un régimen competencial pleno, relegándolas provisionalmente a un nivel inferior. La distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, marca la diferencia entre una autonomía real y una mera descentralización administrativa: las Comunidades asumen facultades y poderes distintos e independientes de los que corresponden al Estado, poderes que en todo caso habrán de alcanzar el nivel legislativo. El sistema de distribución de competencias es deliberadamente ambiguo, y en buena medida confuso e impreciso. Se puede afirmar la competencia del Estado en materias clave como: seguridad, ordenación de la economía y política económica general. También hay materias en las que el Estado se reserva aprobar la legislación, dejando la ejecución a las Comunidades Autónomas. Todo ello explica la diversidad de la regulación de competencias en los Estatutos de las Comunidades. En ciertas materias esas competencias son ejercidas por ellas de forma exclusiva; en otros casos, en cambio, las Comunidades son competentes para el desarrollo de la legislación estatal (administración autonómica, expropiación y concesión, ordenación crediticia y bancaria, minieria, energía, pesca y medio ambiente, propiedad y comercio, medios de comunicación, sanidad interior y Seguridad Social); y en ocasiones solo tienen competencia para la ejecución de las leyes y reglamento del Estado (Derecho laboral, propiedad intelectual y industrial, museos, archivos y bibliotecas estatales, puertos y aeropuertos, control de vertidos…). 5. CONCLUSIÓN Podemos concluir que la actual ordenación territorial del Estado poco tiene que ver que la primera ordenación en provincias que hicieran en Hispania, a su llegada, los romanos, mantenida luego por los visigodos; ni tampoco con la de Al-Ándalus; sino que es heredera, por un lado (en cuanto a las regiones, hoy autonomías), de los reinos cristianos medievales, cuyos vestigios de organización perdurarán durante la época de los Austrias y con los que acabará la Nueva Planta de los Borbones (excepto en los casos vasco y navarro), y por otro (en cuanto a las provincias), de la división provincial liberal de Javier de Burgos (1833). La fórmula del Estado de las Autonomías permite, por un lado, volver al autogobierno que las regiones históricas perdieron con la Nueva Planta (Corona de Aragón) y con la uniformidad liberal (País Vasco y Navarra), mientras que mantiene la organización racional provincial uniforme (y en origen, centralizadora) del liberalismo; dentro siempre, según el artículo 2 de la Constitución, “de la unidad indisoluble de la Nación española”.