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El acto de marcar la tierra tiene conexiones profundas con el andar en el espacio, con el
recorrido; responde a una suerte de primigenia arquitectura. En un mundo constantemente
caminado, los primeros humanos deben haber vagado envueltos en una noción inconsciente del
espacio, de constante revelación de lo invisible que se manifiesta imaginando trazos,
proyectando evocaciones; en definitiva, creando paisaje a partir de una constante
transformación simbólica producto de la reflexión del espacio en movimiento. Arte nómade,
arte salvaje, arte bárbaro; artistas de caravanas. En el desierto de Atacama, en épocas
prehispánicas, quienes viajaban en las caravanas llameras solían realizar inscripciones en la
tierra, para demarcar el cambio ritual del paisaje (pampa-cerro). En cierta época, se dibujaban
figuras en el suelo para marcar, entre otras cosas, registros funerarios. Archivo y geografía
fundidos en un entierro.
Si pudiera permitirme parafrasear mal a Adorno, hacer poesía después del horror bien podría
ser un acto de barbarie. Tras el horror militar en Chile a algunos poetas les dio por reflexionar
acerca de las vinculaciones entre el arte y el horror. Bolaño escribe las novelas El Nocturno de
Chile y Estrella distante, además de los relatos publicados en La Literatura Nazi en América, de
las que bastante se ha escrito ya, en las que reelabora, en la dimensión simbólica de la ficción,
el mal y su presencia en las últimas décadas de la historia del continente americano, trabajo
escritural que de alguna forma aportó a la definición ontológica del mal frente a la banalidad
con la que se experimentó el en el siglo de los “daños colaterales” y los horrores políticos. Raúl
Zurita inscribe en el mismo desierto de Atacama el verso “Sin pena, ni miedo”, geoglifo que solo
puede ser apreciado desde el cielo dados sus 3 kilómetros de extensión; suerte de afirmación
desesperada de quienes no pueden insertar su escritura en un marco de legitimidad y que a falta
de papel lo gritan a los cielos como promesa en un campo yermo donde nada, ni las promesas
pueden arraigarse.
Pero no solo había artistas del lado de las víctimas; los militares también se pusieron creativos
e incursionaron en el campo del land-art. En septiembre del 2013 se publica en el diario The
Clinic una nota en la que se revela la diligencia secreta llevada a cabo por el exministro Alejandro
Solís en la que se investigó el dibujo de un corvo de 2 kilómetros, infame arma glorificada por el
ejército chileno, en las cercanías de Calama, en pleno desierto. A cado lado de la empuñadura
era posible identificar los números 73 y 78. Todo el caso huele a misterio novelesco: Una
fotografía aérea del geoglifo del corvo es dejada bajo la puerta de una dirigenta de la Agrupación
de Ejecutados Políticos; la foto llega a manos del magistrado Solís quien organiza una
investigación con ratis y científicos incluidos; durante días registran el terreno en el que estaba
dibujada el arma, la cal se había solidificado, piensan que pueden hallar cuerpos; por allí pasó
Arellano Stark y La Caravana de La Muerte, por allí pasaron los muchacho de Odlanier Mena.
Nada fue encontrado, nadie apareció, el caso se olvidó, se mantuvo en secreto para no alimentar
falsas expectativas en los familiares de detenidos desaparecidos. El cuchillo aún puede verse a
través de Google Earth.
Pero los símbolos quedan abiertos al azar de la interpretación. No se tiene más información de
este corvo de dos kilómetros, ni del artista que lo ideó. Pero podemos hacer el ejercicio de unir
hebras; pura ficción, por supuesto, asumiendo que la sola posibilidad de que un ejercicio
ficcional calce por casualidad con el mundo real es de por sí pavorosa. Lo primero que llama la
atención en la fotografía, además de la nítida figura de un cuchillo curvado, son los números
inscritos a cada lado de la empuñadura: 73 y 78, números que, según The Clinic, bien podrían
aportarnos un marco temporal coincidente con el golpe de estado de 1973 y la llamada
“Operación Remoción de Televisores” liderada por Odlanier Mena en el año 1978, en la que se
desenterraron cuerpos de detenidos desaparecidos para luego ser arrojados al mar. En las
cercanías de Calama, cerca del sitio del geoglifo, La Caravana de la Muerte asesinó a 26 personas
a balazos y puñaladas de corvos.
Representar el horror ha sido tarea compleja, su aparición pasma y además se muestra como
algo carente de formas definidas, sin un contorno que haga posible inferir una totalidad
mensurable; ante el horror no hay muchas palabras que sirvan para comunicar la experiencia,
pareciera que lo hórrido tiene una sintaxis propia que no acabamos por comprender y como
respuesta muchas veces no queda otro camino que el desborde, como un grito, un silencio
enfermizo o un puñal de 2 kilómetros inscrito con cal en la tierra. Nuestra historia, sus matanzas
y las representaciones de estas han dejado claro legado de ello: el silencio aterrador en medio
de los escombros que menta Sebald tras el bombardeo de la Royal Airforce a las ciudades
alemanas durante la Segunda Guerra Mundial; El Corazón de las Tinieblas de Conrad y la
imposibilidad de describir lo que sucede más allá de la frontera que marca el horror que
infligimos a un otro; los versos de Primo Levi o Paul Celán alimentados en campos de trabajos
forzados y exterminio y un largo etcétera de artistas que han tratado de lidiar con la
representación del horror. La poesía visual del artista militar se corresponde entonces con una
forma de experimentar con la condensación semántica. Si la palabra está hundida en un abismo
del mal en el que perdió toda posibilidad de significación, como afirmaba Steiner en Lenguaje y
silencio, el artista militar elige entonces representar solo con un símbolo, elidiendo la palabra y
su inutilidad.
Un puñal como símbolo puede ser igual de certero; signo de una tortura mayor, por lo presente
del olvido, por la posibilidad de que los signos se hagan signos de una repetición. Espejo, se ha
dicho tantas veces que por lo frívolo podría ser verdad. El artista militar marca la tierra como
parte de un chiste al cielo, que nada puede hacer ante su inmensa impunidad para afectarlo
todo; el horror suele encontrar soportes originales para expresarse, sus esquirlas pueden quedar
como documentos poéticos anómalos. El artista militar le da vida a un lugar árido construyendo
un monumento a la muerte; su arte emerge del conocimiento de una verdad sublime: la verdad
se puede hacer sangrar, se puede enterrar, se puede pactar su silencio, se puede jugar con ella,
se puede enseñar sistemáticamente a olvidar.