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La modernización en Colombia: Los años de Laureano Gómez 1889 – 1965

James D. Henderson

Editorial Universidad de Antioquia

Medellín, 2006.

Por: Maria Isabela Bermudez A.

La vida del caudillo conservador Laureano Gómez, le sirve como excusa al historiador

norteamericano James D. Henderson para explicar las profundas transformaciones sociales y

económicas que convirtieron a Colombia en una nación moderna e integrada al mercado mundial

tras siglos de aislamiento y pobreza. La impetuosa llegada de la modernidad, argumenta

Henderson, provocó el creciente rechazo al poder detentado por las élites políticas tradicionales.

Esto generó un profundo debilitamiento de la influencia política de esta clase dirigente, que a

pesar de haber demostrado gran capacidad para impulsar un acelerado desarrollo económico, no

lo fue así para tramitar sus diferencias ideológicas fuera del terrible campo de la violencia.

Como buen colombianista, James D. Henderson, profesor de estudios internacionales en

la Coastal Carolina University, ha dedicado gran parte de su trabajo investigativo a entender el

pensamiento de la clase política colombiana y su relación con los complejos procesos de

violencia durante el siglo XX. Muestra de su interés por la historia de las mentalidades y el

conflicto armado son sus trabajos Las ideas de Laureano Gómez (Tercer Mundo, 1988), Cuando

Colombia se desangró. Una historia de la violencia en metrópoli y provincia (El Áncora, 1984),

y su más reciente Víctima de la globalización: la historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz

en Colombia.

Para iniciar este recorrido histórico, el autor nos ubica en la Colombia de finales del siglo

XIX, una nación joven pero aislada de un mundo cambiante, inmersa en continuas guerras civiles
y carente de una infraestructura económica y social que le impedía integrarse al resto del mundo

(p. 5). A través del viaje que emprende la familia Gómez desde la provincia de Ocaña hasta la

capital del país, Henderson retrata un país urbano y rural igualmente afectados por años de

gobierno de una élite liberal, progresista en el discurso, pero ineficiente en la gestión. Ante

semejante estado de parálisis e inconformidad política, los conservadores reaccionaron

imponiendo una drástica reestructuración estatal que llevó el nombre de La Regeneración, un

nuevo orden que solo fue posible tras una cruenta guerra civil (1885).

Pese a que entre ciertos liberales y conservadores moderados existían algunas visiones

comunes de desarrollo, las insalvables diferencias entre facciones extremas desbocaron en otra

guerra civil (1889-1902) que dejó al país sumido una mayor miseria y atraso, situación de la que

el país se pudo recuperar lentamente durante el quinquenio de Reyes.

La Generación del Centenario, un grupo de políticos e intelectuales de la élite bogotana,

llevó más allá los ideales y ambiciones de sus antecesores y encaminaron a Colombia en la senda

definitiva hacia la modernidad. Una de las facciones de esta generación era la derecha católica, a

la cual pertenecía un joven y reaccionario Laureano Gómez. Formado en una férrea educación

religiosa, Gómez destacó en su medio por su acalorada defensa de los valores de la Iglesia

cuando los efectos de una incipiente modernización se manifestaban en la proliferación de ideas

transgresoras (p. 97).

Henderson resalta la importancia del café como el motor de la modernización y el

progreso económico durante las primeras tres décadas del siglo XX (p. 116). Esta primera época

de progreso fue administrada por una élite burguesa identificada con filosofías positivistas y

republicanas, interesada en difundir su propio sistema de pensamiento y valores morales. La

mezcla de “cultura victoriana” con los preceptos tradicionales del catolicismo engendró una serie
de prejuicios raciales y sociales en la mentalidad burguesa, que contrastan con la actitud sumisa y

obediente hacia el poder que caracterizaba al resto de la población (p. 127).

La irrigación de dinero y el creciente poder adquisitivo de la población, gracias a la

bonanza y a la indemnización de Estados Unidos por el despojo de Panamá, provocaba cambios

profundos en la mentalidad popular. El colombiano común, ese individuo que hasta ese momento

histórico había permanecido aislado entre montañas sin alguna ambición más allá de morir en

paz, ahora descubría el efecto liberador del dinero (p. 183): una nueva cultura material, moderna,

pragmática y con irrefrenables ansias de movilidad social había nacido.

Para finales de los años veinte, el status quo comenzaría a verse amenazado por las

crecientes demandas de cambios sociales por parte de las clases populares, cada vez mejor

organizadas. Si bien los sindicatos todavía tenían que fortalecer su organización para convertirse

en fuerza política, el surgimiento de una clase media rural, que con el tiempo tendría mayor

influencia en el devenir político nacional, confirmaba una inédita actitud desafiante del pueblo.

El Partido Liberal supo responder a este momento histórico asumiendo las banderas de las

movilización obrera y social (p. 310). Esto favoreció su regreso al poder en 1930. La transición se

dio en medio de los coletazos de la crisis económica mundial y los primeros brotes de violencia

política que se agudizarían en los años siguientes. Enrique Olaya Herrera, primer presidente de

esta nueva era liberal, implementó medidas proteccionistas que afianzaron un sector industrial

que sería vital para el salto económico de mitad de siglo. Pero Olaya no lo hubiese logrado sin el

consenso bipartidista que, durante los dos primeros años de su gobierno, permitió el avance de

importantes reformas.

Lejos de la Bogotá, en las regiones, se vivían fuertes tensiones políticas como resultado

del ascenso de los liberales. Al igual que sus predecesores, los liberales procedieron a controlar

los dos factores claves de poder local: el sistema electoral y los cargos públicos. Esto con el fin
de asegurarse el predominio político a largo plazo. Casi de inmediato se presentaron episodios de

violencia en numerosos municipios, en donde funcionarios y empleados públicos conservadores

fueron de repente reemplazados por sus rivales políticos. El consenso bipartidista, que había

florecido en el gobierno de Olaya, fue debilitado por la violencia política, muy extendida por

Santander y Boyacá, y solo fue apaciguada, momentáneamente, durante la Guerra con el Perú

(1932).

Esta armonía se acabó con el regreso de Laureano Gómez a la escena política. Después de

una larga estancia en Europa, el caudillo conservador regresó al país con el propósito de truncar

los consensos bipartidistas y pregonar el resurgimiento al viejo sectarismo político. Gómez

ejerció una oposición férrea e inclemente, que consistió en promover la abstención conservadora

de la participación electoral durante los gobiernos liberales y en generar un ambiente de

inmovilismo político que hiciera invivible la República (p. 392).

Por su lado, el Partido Liberal seguía incorporando fuerzas sociales, esta vez a los

movimientos campesinos que clamaban por una reforma agraria. Políticos como López

Michelsen y Jorge Eliécer Gaitán se disputaron el liderazgo del campesinado desposeído, un

movimiento democrático y de carácter popular que había desarrollado una mentalidad capitalista

al ambicionar el mismo bienestar de la burguesía cafetera. Una primera respuesta a estos

reclamos llegó con la Ley 200 de 1936, la cual redistribuyó una gran cantidad de tierra a la vez

que agudizó los conflictos rurales.

Los liberales supieron aprovechar la coyuntura económica para desarrollar una

infraestructura básica que garantizase el despegue industrial de la nación. Estados Unidos se

convirtió en un vital aliado durante estos años como principal cliente de las exportaciones. La

sociedad se volvió más abierta y democrática gracias a la creciente influencia política de la clase
media urbana. Pero al mismo tiempo que la modernidad daba un giro radical a la vida cotidiana

de las personas en las ciudades, la violencia arremetía sin tregua en el campo.

Entre 1930 y 1945, Colombia experimentó un notable crecimiento económico al tiempo

que se degeneraba el ejercicio de la política (p. 475). La oposición de Gómez llevó a la renuncia

de López a la presidencia en 1945, y con ello a la agudización de la violencia. Esta se recrudeció

en 1948 con el asesinato de Gaitán en las calles de Bogotá, marcando así, simbólicamente, el fin

de cualquier esperanza de transformación ciudadana colectiva (p. 457). La clase dirigente

tradicional se encontraba desarticulada, guerrillas liberales y conservadoras se debatían a muerte

por todo el país.

El derramamiento de sangre no impidió que el crecimiento económico de Colombia fuese

sostenido. Son sugerentes las palabras del autor cuando habla acerca de la “falsa paradoja del

crecimiento económico en medio de la violencia”, señalando los vacíos de una historiografía

enfocada casi exclusivamente en la confrontación partidista, y no en los grandes avances de la

modernidad en el país a mediados del siglo pasado. Henderson atribuye este extraordinario

crecimiento a un prudente manejo macroeconómico de las élites políticas, y la nada desdeñable

ayuda del Banco Mundial.

Cuando Rojas Pinilla dejó el poder, en 1957, Colombia era una nación en rápidas vías a la

modernización, con una infraestructura adecuada para conectar a los grandes centros industriales

con el mercado y una clase media urbana en continua expansión. Sin embargo, como fórmula

para la pacificación, el Frente Nacional no surtió un efecto inmediato; en cambio, las células

guerrilleras que no fueron eliminadas durante los sesentas pronto evolucionaron a los grupos

armados que garantizaron la continuidad de la violencia política (p. 593).

Para los sesentas, la cultura de masas y el consumismo estaban ampliamente difundidos,

confirmando la aceptación popular del modelo capitalista. Y si bien, reflexiona Henderson, la


diferenciación social fue progresivamente rechazada entre la población a medida que la

modernización imponía nuevos paradigmas, el efecto liberador de la riqueza terminó por diluir,

entre la búsqueda de intereses personalistas, los llamados a la conciencia de clase por parte de

múltiples actores sociales (p. 606).

La profusa y variada documentación sobre la que descansa esta investigación da cuenta de

su minucia y rigor. Muestra de ello son la gran cantidad de anécdotas que ilustran los complejos

entresijos de la política nacional, resultado de una exhaustiva excavación en archivos,

documentos, correspondencias, prensa e incluso testimonios de testigos de estos hechos. De igual

forma, el robusto cuerpo bibliográfico le permite al autor aportar interpretaciones y sugerir

hipótesis sugestivas para futuros estudios sobre este período histórico, por lo general acaparado

por el fenómeno de la violencia.

Vale destacar la afortunada apuesta narrativa del autor por hacer de la vida de Laureano

Gómez el hilo conductor de una historia tan compleja y llena de claroscuros como lo es la llegada

de la modernidad al país. Gracias a este relato didáctico y eficaz nos es posible conocer más de

cerca las principales personalidades del mundo político de aquellos años, sus ambiciones, sus

proyectos, sus intereses y, sobre todo, nos permite comprender cómo se configuró una “tradición

política que despojó a hombres inteligentes de su capacidad para moderar la exclusividad

ideológica en aras del bien común.” (p. 350).

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