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LA HISPANIZACIÓN
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A poco, el privilegio de que disfrutaba Juan Pablos el
Lombardo —dependiente del impresor sevillano Cromber.
ger, luego instalado por su cuenta— fue abolido por instan-
cias de otros impresores, lo que prueba que el negocio lo
merecía. Antonio de Espinosa y socios hicieron un viaje es-
pecial a España (1559) para obtener permiso de impren-
ta, y abrieron la ruta a los demás. Entonces se multiplican
los talleres, las encuadernaciones, las grabaciones. Los nai-
pes del Colegio de Tlaltebolco eran más buscados que los
peninsulares. Los “cajistas” salían de las escuelas eclesiás-
ticas, y aún se recuerda como oficiales expertos a un Diego
Adriano y a un Agustín de la Fuente. En Tlaltelolco había
encuadernación y, antes de acabar el siglo, imprenta pro-
pia. Entre los últimos impresores del siglo xvi figuran En-
rico Martínez, el célebre ingeniero de los desagües del valle
de México, y finalmente, Melchor Ocharte.
Icazbalceta llama “incunables mexicanos” a los volúme-
nes anteriores al año 1550, impresos en caracteres góticos.
De 1554 en adelante se generalizan los romanos y los cur-
sivos. Cuanto por entonces se imprimía, y aun algo más
tarde, se conserva en pésimo estado, y los ejemplares son
rarísimos: obras de religión o de enseñanza, el uso diario
las consumía. Amén de que la tierra es húmeda, y las bi-
bliotecas solían guardarse en los pisos bajos de los conven-
tos. La carestía del papel hizo que, en épocas de escasez, se
echara mano de lo que había ya impreso, y se destruyeran
muchas obras. Hay libros en los tres tamaños canónicos
—folio, cuarto y octavo español—, encuadernados a la ale-
mana en pergamino flexible. Y a veces, en el cartón que
arma la badana o becerrillo, revestimiento de los folios, apa-
recen comprimidos algunos papeles curiosos, hojas de libros
y “gacetas” que se recobran remojando las pastas.
El caso de la imprenta permite advertir que, práctica-
mente, en materia de publicaciones propiamente literarias
lo que llegaba a la sociedad y al público se hacía en casa.
Las bibliotecas que mandó traer el primer bibliófilo mexi-
cano, fray Alonso de la Veracruz, los inventarios de “libros
que pasaron a la Nueva España”, y otros catálogos de la
época —tan bien investigados por Irving A. Leonard— sig.
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nifican un tesoro de informaciones sobre el pensamiento de
entonces. Pero se destinaban a un grupo reducido y privi-
legiado; sobre todo, a la clase sacerdotal y docente, y a lo
sumo, a los educandos de nota. La literatura verdadera ten-
drá todavía que esperar algún tiempo, aunque las obras ame-
nas escasean —romances, historias profanas y libros de ca-
ballería— si bien el humanismo español nunca consideró con
paciencia las ficciones quiméricas, acaso teniéndolas por
yerba dañina, siempre difícil de arrancar.*
Lo que menos se publicó durante el siglo xvi (más de
un centenar de libros) fue literatura en pureza. Había que
atender a la necesidad inmediata. La cultura era pedagó-
gica y eclesiástica. De aquí la superabundancia de la pro.
ducción lingüística y religiosa. Los libros filosóficos y cien-
tíficos no escasearon: la dialéctica y la física de Veracruz o
la teología de Ledesma; el Ceduiario de Vasco de Puga y las
Ordenanzas de Mendoza, primeras recopilaciones de leyes
de Indias; los escritos médicos de Bravo, López de Hinojosa
y Farfán; el autor militar y náutico García de Palacio, auto-
ridad en términos técnicos; los Problemas y secretos maravi-
llosos de las indias, del Dr. Juan de Cárdenas. Pero los libros
científicos (como la gramática del P. Álvarez) era más fácil
traerlos de España. Además, al Nuevo Mundo acudían,
mucho más que especuladores teóricos, los políticos y los
apóstoles.
Descuellan, entre los autores religiosos, Gante, Gaona,
Gilberti, fray Juan de la Anunciación. Así como en las Artes
gramáticas hay noticias sobre la etnografía indígena, en los
Confesionarios las hay sobre costumbres y supersticiones di-
versas. Se ha perdido, entre muchas otras cosas, cierta Vida
y milagros del glorioso San Jacinto, donde fray Antonio de
Hinojosa coleccionó poesías latinas y castellanas de los indios
y que parece haber sido obra entretenida.
Magna labor la de aquellos filólogos autodidactos —Ol-
mos, Molina, Gilberti, Córdoba, Alvarado, Villalpando, La.
gunas, Cepeda, De los Reyes, Rincón— que “en los campos,
en los bosques, a cielo abierto, en medio de las fatigas del
* Este punto ha quedado hoy esclarecido con la obra de Irving A. Leonard,
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apostolado, del hambre, de la desnudez, de la vigilia”, tu-
vieron que empezar, como Adán, desde los primeros nombres
de las cosas, inventar sus técnicas en un todo, y abarcar de
una vez cinco o seis dominios diferentes; pues el país era una
Babel cuyas lenguas diferían entre sí como pueden diferir
las más encontradas de Europa. ¡Y pensar que el laurel se
gana —cuenta el satírico— por haber recogido, en el pico
de un viejo loro, hasta una docena de terminajos de cual-
quier dialecto asiático desaparecido!
Finalmente, nos acercan a la literatura las publicaciones
humanísticas de los jesuitas. Contra el parecer de Lanucci,
primer profesor de letras humanas en el Colegio de la Com-
pañía, los superiores de la Orden aprobaron la lección de
poetas clásicos. Algunos venían de España. En México
mismo, los jesuitas dieron a la estampa, además de una
introducción a la dialéctica aristotélica y unas tablas de
ortografía y retórica, los siguientes libros: antologías lati-
nas, extractos y expurgos de Catón, Cicerón, Virgilio, Ovidio,
Marcial, Valla, Adriano, Toledo, Alciato, Vives.— Vives y
Moro, a través del obispo Vasco de Quiroga, inspirarán las
Fundaciones Michoacanas, una de las varias utopías indíge-
nas soñadas por los civilizadores de América.
De esta masa se van desprendiendo los dos primeros gé-
neros literarios que adelante examinaremos, ambos de crea-
ción propia hasta cierto punto, si no en lo formal, sí por
cuanto brotan al contacto de la realidad mexicana, sólo
por ella se explican y cumplen esencialmente un fin social:
la Crónica y el Teatro. La primera es literatura aplicada,
oscila entre el afán de narrar proezas de la Iglesia y del
Trono y el afán de construir la historia: sólo nos incumbe
su nacimiento. El segundo surge como literatura al servi-
cio de la catequesis y se emancipa gradualmente, aunque
sin olvidar su cuna, como cuadra a la sociedad en que alien-
ta. Poco a poco, aparecerá la literatura independiente, en
la poesía y en la prosa. Crónica y Teatro Misionario bien
pueden llamarse géneros nacientes; los demás, géneros trans-
portados: todas aquellas formas ya maduras que nos lle-
gan con las letras hispánicas.
4. Entre las corrientes literarias que empiezan a adqui-
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nr caudal, la primera es de acarreo indígena, aunque gra-
dualmente configurada al cauce sepañol. El usar la lengua
del país será recurso del teatro primitivo; en siglos ulterio-
res se prolonga como mera afición. Antes de mediar el XVI,
don Francisco Plácido, señor de Azcapotzalco, entona sus
Cánticos guadalupanos; antes de cerrar la centuria, los poe-
mas en náhuatl alternan en certamen con poemas en lenguas
clásicas.
La segunda corriente es de acarreo europeo y de tipo
académico: el cultivo de las letras latinas en traducciones y
en obras originales. Parte del Colegio de Tlaltelolco; se
manifiesta en el Cicerón indio don Antonio Valeriano, o
en don Antonio Huitziméngari, hijo del rey tarasco Cal-
tzontzin, latinista, helenista y aun hebraizante, o en el mesti-
zo tlaxcalteca fray Diego Valdés; la fomentan los misioneros
en sus colegios, los estudios y representaciones de los jesui-
tas, y las cátedras universitarias; florecen en la prosa de
Garcés y de Cervantes de Salazar; se aprecia su difusión en
el Túmulo imperial a la muerte de Carlos Y; se multiplica
día por día; da señales de su penetración hasta en los rinco-
nes del imperio: Diego Mexía, durante un viaje de tres me-
ses por el interior del país, se divierte traduciendo las He-
roidas de Ovidio, ejemplar comprado a un estudiante de
Sonsonate.
“El latín y las lenguas indígenas —escribe Bernardo
Ortiz de Montellano— resultan ser, con iguales derechos,
los antecedentes lingüísticos de nuestra literatura.” Ya hemos
dicho que, en su impaciencia apostólica, algunos misioneros
enseñaban a los indios —aun antes de que aprendiesen es-
pañol— a decorar en latín las primeras plegarias cristia-
nas. El primer tratado De las yerbas medicinales de los
indios, compuesto en náhuatl el año 1552 por el indio Mar-
tín de la Cruz, pasó directamente al latín por obra del indio
Juan Badiano.
La tercera corriente es ya la literatura en lengua espa-
ñola; y su característica mexicana pronto se manifiesta en
la fácil adopción del color local y de ciertas modalidades
del habla que amanecen tanto como la conquista.
5. En sólo el primer siglo de la colonia, consta ya por
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varios testimonios la elaboración de una sensibilidad y un
modo de ser novohispanos distintos de los peninsulares,
efecto de ambiente natural y social sobre los estratos de
las tres clases mexicanas: criollos, mestizos e indios. El au-
torizado Francisco Sánchez (Quod nihil scitur, Lyon, 1581)
declara que, en las Indias, “hácense poco a poco más reli-
giosos, más agudos, más doctos que nosotros mismos”. Diez
años más tarde, un médico andaluz criado en México, Juan
de Cárdenas (Problemas y secretos maravillosos de las In-
dias), encuentra en el americano mayor pulimento y delica-
deza que en la gente de allá, y un estilo más discreto y
retórico* Los conocidos sonetos anónimos del “resquemor
criollo” oponen la rudeza del “arribista” español al señorío
del indiano, o contestan en nombre de aquél desmintiendo
las grandezas de América. El cartapacio de Oquendo recoge
ecos de igual disputa en el Perú y contribuye con nuevas sá-
tiras. En el xvii, Sor Juana, en su Sainete Segundo, censura
la mala costumbre de silbar en los teatros como propia de
“gachupines recién venidos”. (~Ose refiere, acaso, a la pro-
nunciación española de la s?) En el propio siglo, el cronista
agustino Juan de Grij alba se asombra ante la vivacidad y
precocidad del mexicano. Todo ello revela, por una parte,
la creación de un nuevo espíritu; por otra, manifiesta ese
utopismo que el descubrimiento de América provocó en el
pensamiento europeo y que, exagerando un poco, se empe-
ñaba en adelantar a las Indias un crédito moral.** Todo ello
permite ya definir nuestra literatura, dentro del orbe hispá
nico, según manda la escuela, por género próximo y diferen-
cia específica.
De suerte que la hispanización fue fecunda. No ahogó
la índole nacional; no estorbó la precoz manifestación de la
idiosincrasia mexicana en la nueva lengua.
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