El tiempo que nunca es suficiente para terminar lo planeado y que me pone, como ya se va haciendo costumbre, en la terrible esquina de los hombres pendientes. El tiempo a secas. Ese que transcurre sin perdón cuando coge la noche la calle limpia, sin un centavo, vaciados, y hay hambre, y se cae en cuenta que mamá y la decencia han prohibido mendigar. Y yo que ocasionalmente mendigo el tiempo. El tiempo de cierta gente que siempre parece llegada a tiempo, con tiempo, cargando esa sonrisilla intemporal, de todos los días, y que está dispuesta siempre a detenerse un momento, someterse al rutinario hola-qué-tal-cómo-te-ha-ido pronunciado siempre con ese tempo de ciudad, cantadito de centro, voz deliciosa en ciertas mujeres que no me tienen tiempo, y que, sin embargo, yo, todo el mío se los dedico a ellas, cuando por el frente me pasan en un bailadito que parece caminar, inocentes de todo, de mi ayer y de mi hoy, y que voluntariamente ignoran porque hay que ofrecer, y yo, en cambio, solo puedo pedirles.
Qué van a saber y yo qué voy a saber
de los tiempos comunes de sueño: cuatro horas en promedio, de la gastritis desde los quince por comer a destiempo, y de tantas otras cosas inútiles, que, una a una, se van sumando con los años y que nunca contamos, ni decimos, pero que tenemos ahí, siempre, a flor de piel.