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En la biblioteca

Mi problema es contra el tiempo.


El tiempo que nunca es suficiente para terminar lo planeado
y que me pone, como ya se va haciendo costumbre,
en la terrible esquina de los hombres pendientes.
El tiempo a secas.
Ese que transcurre sin perdón cuando coge la noche la calle limpia,
sin un centavo, vaciados, y hay hambre,
y se cae en cuenta que mamá y la decencia han prohibido mendigar.
Y yo que ocasionalmente mendigo el tiempo.
El tiempo de cierta gente que siempre parece llegada a tiempo, con tiempo,
cargando esa sonrisilla intemporal, de todos los días,
y que está dispuesta siempre a detenerse un momento,
someterse al rutinario hola-qué-tal-cómo-te-ha-ido
pronunciado siempre con ese tempo de ciudad,
cantadito de centro, voz deliciosa en ciertas mujeres que no me tienen tiempo,
y que, sin embargo, yo, todo el mío se los dedico a ellas, cuando por el frente me pasan
en un bailadito que parece caminar, inocentes de todo, de mi ayer y de mi hoy,
y que voluntariamente ignoran porque hay que ofrecer, y yo, en cambio, solo puedo
pedirles.

Qué van a saber y yo qué voy a saber


de los tiempos comunes de sueño: cuatro horas en promedio,
de la gastritis desde los quince por comer a destiempo,
y de tantas otras cosas inútiles, que, una a una, se van sumando con los años
y que nunca contamos, ni decimos, pero que tenemos ahí, siempre, a flor de piel.

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