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Desde el país de los periodistas muertos


Publicado por Yaiza Santos

Ciudad de México, 2018. Fotografía: Cordon Press.

El cuerpo de Javier Valdez, tirado en mitad de una


calle de Culiacán, capital de Sinaloa, podía
reconocerse por el sombrero panamá que siempre
llevaba en vida y que ahora le tapaba el rostro,
protegiendo de las cámaras su última expresión.
Acababa de salir de las oficinas de Ríodoce, el
semanario que había fundado junto a su amigo Ismael
Bojórquez en 2003. A solo una cuadra de ahí, fue
detenido por dos individuos, bajado de su modesto
Toyota Corolla, puesto de rodillas y acribillado con
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doce balas. Fue una conmoción dentro y fuera de


México.
A Javier todos lo conocían. Era corresponsal del diario
nacional La Jornada y de la agencia France Presse,
autor prolífico de libros aplaudidos, como Miss Narco
(2007), Huérfanos del narco (2015) o
Narcoperiodismo (2016, todos en Aguilar), y su
trabajo había sido reconocido con varios galardones,
entre ellos el Premio Internacional a la Libertad de
Prensa (2011) que da el Comité para la Protección de
los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés). Además,
se hacía querer. Era divertido y generoso. Siempre
estaba disponible para los compañeros de la capital y
los corresponsales extranjeros que se acercaban a él
pidiendo orientación, consejos y fuentes sobre Sinaloa,
la región desde donde impera el cartel de drogas más
poderoso de América. «Generoso absoluto», precisa la
periodista española María Verza. «Era la puerta de
entrada a Sinaloa de todo corresponsal».
Su asesinato, el 15 de mayo de 2017, marcó un hito: ni
siquiera los periodistas reconocidos eran intocables.
Era una anomalía dentro de otra anomalía aún más
grande: que México ocupe año tras año uno de los
primeros lugares en la lista de países donde matan a
más periodistas, solo superado por Afganistán y codo a
codo con Siria, Irak y Filipinas (archivos del
International News and Safety Institute, INSI). Las
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cifras varían según la metodología utilizada por las


distintas organizaciones no gubernamentales, pero van,
desde el año 2000 hasta la fecha, de los cuarenta
asesinatos cuyo móvil se probó relacionado con la
actividad periodística de la víctima contabilizados por
el CPJ —con móvil desconocido cuentan cien— a los
ciento cuarenta recogidos por Reporteros Sin Fronteras
(RSF), pasando por los ciento veintidós de Artículo
19. México es, además, el país con más periodistas
desaparecidos del mundo, veintiuno. ¿Quién mata a los
periodistas en México? ¿Por qué? No es solo un actor
ni son únicas las causas.
Balbina Flores, corresponsal de RSF, había
contestado para una entrevista publicada en Letras
Libres en agosto de 2009: «Porque son incómodos. No
solo para los poderes públicos, sino también para esos
poderes fácticos que conforman el crimen
organizado». En aquel entonces, México llevaba ocho
periodistas asesinados ese mismo año, tres de ellos
solo en julio. La situación parecía no dar más de sí,
pero dio. En 2010, mataron a diez, igual que en 2011 y
2012. Hubo un relativo descanso en 2013, 2014 y
2015, años en los que México salió del ranking del
INSI de los cinco países más mortíferos para la prensa,
pero en 2016 volvió a entrar, con once muertos, y en
2017 alcanzó la cifra más letal, doce. Uno por mes.
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Balbina contesta a las mismas preguntas ahora, casi


diez años después, y las respuestas se parecen.
«La mayor parte de las agresiones provienen de
funcionarios públicos, sean policías, militares o
políticos», dice Flores. Leopoldo Maldonado,
subdirector regional de Artículo 19 para México y
Centroamérica, lo corrobora: «Fluctúa cada año, pero
en torno al cincuenta y dos por ciento de los casos, hay
funcionarios públicos, sobre todo estatales y
municipales, involucrados en las agresiones». Luego
está el crimen organizado, conocido de manera breve y
general como el narco. Y en medio, una delgada línea
imposible de discernir que conforman los funcionarios
públicos coludidos con el crimen organizado, lo que
Jan-Albert Hootsen, representante del CPJ en
México, llama «narcopolítica» y que a su parecer está
detrás de la mayor parte de los homicidios de
periodistas. «Si como dice el académico Edgardo
Buscaglia —explica—, el ochenta por ciento de los
municipios mexicanos está infiltrado de alguna forma
por la delincuencia organizada, ya no podemos
distinguir entre las dos categorías».
De esa delgada línea tampoco se libran los periodistas,
aunque este cada vez sea un tema más espinoso de
tratar: cuando un grupo delincuencial compra el favor
de un reportero. La aclamada Alma Guillermoprieto
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se refirió ello en un artículo publicado hace años en


The New York Review of Books:
Digamos que una conferencia de prensa de los Zeta
impacta profundamente al reportero A,
particularmente después de que el reportero B es
asesinado por colaborar con la policía. El reportero A
decide adaptar sus historias a lo que él se imagina sería
del agrado de aquellos que lo están vigilando, e
incluso acepta instrucciones específicas, directrices y
solicitudes. Digamos que un día este reportero es
asesinado por los enemigos de los Zetas, que lo
señalaron como colaborador del enemigo. En el caso
poco probable de que un observador externo logre
realmente saber por qué y cómo fue asesinado el
periodista A, la pregunta seguiría siendo: ¿Estaba
involucrado con el tráfico de drogas o era víctima de
un chantaje mortal? En cualquier caso, lo más
probable es que los dos reporteros A y B estuvieran
tratando simplemente de salvaguardar sus vidas.
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Datos entre los años 2000 y 2018. Fuente: Article19. (Clic en la imagen para ampliar)

«Es muy difícil hablar del tema porque en México hay


una tendencia por parte de la autoridad de criminalizar
a las víctimas», dice Leopoldo Maldonado, de declarar
que el homicidio en cuestión no tiene que ver con el
ejercicio de la profesión y que simplemente, el
periodista «andaba en malos pasos». Un ejemplo
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paroxístico fue el caso del fotógrafo Rubén Espinosa.


Oriundo de Veracruz, de donde había huido por
amenazas recibidas en su contra por parte de
funcionarios del gobierno de Javier Duarte —hoy
detenido por corrupción—, fue asesinado en el verano
de 2016 con inusitada saña junto a las mujeres que
compartían ese departamento en la Ciudad de México:
su amiga la activista social, también veracruzana y
desplazada, Nadia Vera, Mile Virginia Martín,
Yesenia Atziry Quiroz y Olivia Alejandra Negrete.
La investigación, a día de hoy, nunca ha seguido la
línea de las amenazas contra Rubén, y tampoco ha
determinado con claridad las circunstancias del
homicidio múltiple.
En el caso de Javier Valdez, queda claro que su
asesinato está relacionado con la guerra que se libraba
dentro del cartel de Sinaloa, después de la (tercera)
detención de Joaquín «el Chapo» Guzmán, entre los
hijos de este —Iván Archivaldo y Jesús Alfredo
Guzmán Salazar, llamados para abreviar los Chapitos
o los Menores— y Dámaso López «el Licenciado», el
exfuncionario de prisiones que había sido socio del
Chapo desde que lo ayudó a fugarse por primera vez
de la cárcel. En febrero, los Chapitos mandaron una
carta a Ciro Gómez Leyva, un conocido periodista
con un programa nacional en horario estelar, para
denunciar que el Licenciado los quería matar. Dámaso
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buscó a Javier Valdez para concederle una entrevista y


contestar así a los Guzmán. Valdez y Bojórquez
pensaron mucho si hacerla o no, pero finalmente
accedieron. Los Menores pidieron a los responsables
del semanario que no la publicaran, y ante la negativa,
se apostaron en los kioscos de Culiacán de madrugada
y compraron toda la edición. Guerra en las calles y en
los medios. Las amenazas por aquella portada
atenazaban el estómago de Valdez. Tanto, que cuando
en marzo mataron a la periodista Miroslava Breach
en Chihuahua, le recomendaron irse de Culiacán. Se lo
estaba pensando cuando, a principios de mayo,
Dámaso López fue detenido. Ahí, ha contado Ismael
Bojórquez, se relajaron. Menos de dos semanas
después, mataron a Javier. «Desde que lo vi tirado en
el piso, supe que había sido el narco», dice Ismael en
un encuentro informal, al que llega serio y renuente (la
última vez que un periodista le presentó a otro
periodista para hacerle una entrevista, acabó, sin
saberlo, en un documental de Kate del Castillo para
Netflix). Además, está cansado del tema. Ya ha dicho
muchas veces que cometieron un error: nunca debieron
publicar la entrevista al Licenciado. Pero qué difícil es
saber que una mala decisión editorial, que en un medio
normal de cualquier país normal solo daría lugar a una
reprimenda en la siguiente reunión, en algunas partes
de México pueda costar la vida.
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Reconocidos o no, son los periodistas de provincias los


más vulnerables. Y dentro de estos, los que trabajan
para medios pequeños. «Por muchas razones»,
enumera Barbina Flores: «Por sus condiciones
laborales, por las condiciones de violencia que
prevalecen en su zona, por el desconocimiento de
medidas de protección, por la falta de una cobertura
amplia de protección…». Muchos de estos periodistas
asesinados lo que hacían, continúa Balbina, «ni
siquiera era un periodismo de investigación, porque el
periodismo de investigación es caro; hacían
periodismo en su localidad con los recursos que tenían
y se limitaban a la nota —así se le llama en México a
la noticia— común diaria».
Es el caso de Moisés Sánchez, al que un grupo de
hombres armados sacó de su casa y se llevó por la
fuerza, junto con su ordenador y su cámara, en enero
de 2015. Su cuerpo se encontró, irreconocible,
semanas después. Moisés Sánchez se ganaba la vida
como taxista en Medellín de Bravo, a quince
kilómetros al sur del puerto de Veracruz, pero su
verdadera vocación era la de periodista. Con el dinero
que sacaba del coche, y cuando podía, mandaba a
imprimir La Unión, un periodiquito que distribuía
gratis y que se convirtió en un medio de denuncia
ciudadana de la zona, uno de los territorios que
controlan diferentes «franquicias» de los Zetas desde
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hace un decenio, donde los secuestros, las extorsiones


y los homicidios son moneda corriente. Además,
fungía como guía para reporteros que llegaban de
fuera y, a veces, como una suerte de corresponsal para
publicaciones de ámbito nacional, como Proceso o La
Jornada, que le pedían información. Era un caso
calcado al de Gregorio Jiménez, al que secuestraron y
mataron un año antes en Coatzacoalcos, al sur del
mismo estado de Veracruz, el más peligroso para los
periodistas. De los ciento veintidós asesinatos
registrados por Artículo 19 desde 2000, veintiséis
ocurrieron ahí. El primero que llamó la atención fue el
de Regina Martínez, en 2012, que tampoco ha sido
resuelto (sí detuvieron a un individuo que se declaró
culpable pero, un año después, se descubrió que había
firmado su confesión bajo tortura).
Por no hablar del agujero negro informativo que es el
estado de Tamaulipas, en la frontera noreste. Allí, la
situación de guerra permanente desde 2010 entre los
numerosos grupúsculos asociados bien al cartel del
Golfo, bien a los Zetas, ha establecido un miedo que
obliga a los ciudadanos a usar las redes sociales de
manera anónima para poder informar de lo que ocurre.
En octubre de 2014, fue noticia el asesinato de la
doctora María del Rosario Fuentes Rubio, que
denunciaba en redes sociales situaciones de violencia
en su ciudad, Reynosa, bajo el pseudónimo de Felina.
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El grupo armado que la secuestró al terminar su turno


en la clínica donde trabajaba usurpó al día siguiente la
cuenta de Twitter de la doctora Fuentes (@miut3) y
colgó como avatar la foto de su cadáver. «Cierren sus
cuentas», decía el tuit macabro. «No arriesguen a sus
familias como lo hice yo». Su cuerpo, por cierto,
nunca fue encontrado.
«Un crimen así se comete porque el que lo comete
sabe que no va a ser castigado», dijo Ismael Bojórquez
en televisión poco después de que mataran a Javier
Valdez. Y he ahí el corazón de la violencia en México,
no solo contra los periodistas. «Es la impunidad lo que
incentiva los crímenes contra la prensa», sentencia
Jan-Albert Hootsen, coincidiendo con los análisis de
Artículo 19 y RSF. Un grado de impunidad que llega
hasta el inverosímil 99,75 por ciento.

Una protesta tras el asesinato del fotoperiodista Rubén Espinosa Becerril, Ciudad de
México, 2015.Fotografía: Alejandro Ayala / Cordon Press.
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En este sentido, Hootsen señala que es un mal que


México ha sufrido siempre. Ya en los años ochenta
hubo sonados asesinatos de periodistas, como Manuel
Buendía en la Ciudad de México o Héctor «el Gato»
Félix Miranda en Tijuana, ambos dedicados a
denunciar la corrupción y la complicidad entre los
poderes públicos y la entonces incipiente delincuencia
organizada (muy bien documentada en la serie Narcos:
México). Pero cuando se disparó el fenómeno fue en
2006, el año que el presidente Felipe Calderón
decidió emplear por primera vez al ejército en
operaciones contra las distintas organizaciones
criminales, a lo cual la prensa ha llamado siempre, en
su intrínseca tarea simplificadora y ruidosa, «guerra
contra el narco». Fue la primera vez que México
superó a Colombia en periodistas asesinados. «Desde
ese momento —dice Jan-Albert— no hemos tenido un
año sin por lo menos el asesinato de un periodista».
Ante la situación desbordada, el gobierno mexicano
creó, en 2010, la Fiscalía Especializada en Atención a
Delitos Cometidos Contra la Libertad de Expresión
(FEADLE) y puso en marcha, en 2012, el Mecanismo
de Protección para Personas Defensoras de los
Derechos Humanos y Periodistas, bajo el que se hallan
acogidos hoy más de trescientos profesionales. Balbina
Flores pondera el hecho de que esos compañeros estén
siendo protegidos, pero es contundente: «Si lo vemos
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en un sentido más amplio, no hay garantías para el


ejercicio periodístico. No las hay porque el contexto
violento no ha cambiado. El contexto de violencia se
ha modificado de manera constante, y lo que antes
teníamos detectado como zonas de alto riesgo solo en
el norte del país, hoy lo tenemos en el norte, en el
centro y en el sur». Por otro lado, lamenta, «por la
Fiscalía han pasado más de seis fiscales, ha tenido
varias modificaciones, y ahora con el nuevo gobierno
también va a sufrir más modificaciones. No sabemos
qué va a pasar, pero los resultados han sido
raquíticos». Jan-Albert Hootsen se refiere a estas
medidas con un dicho en su holandés materno: «Een
druppel op een kookplaat, una gota en un plato
caliente», porque «a fin de cuentas, el mecanismo
federal de protección no puede resolver el contexto
generalizado de violencia contra periodistas, pues el
mecanismo no se enfoca en resolver crímenes, y si el
principal factor que incentiva los crímenes contra
periodistas es la impunidad, la única solución real es
que el Estado de derecho mexicano vaya investigando
y vaya resolviendo esos crímenes, incluso los cien
asesinatos que se han dado desde 2000».
Y no se ha resuelto de manera completa ni uno solo. A
veces, se ha detenido a responsables materiales, pero
el autor «intelectual» nunca ha podido llevarse ante la
justicia. Por dispararle a Javier Valdez, por ejemplo,
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detuvieron a un Juan Francisco alias el Quillo y a un


Héctor alias el Koala, que resultaron ser sicarios de la
facción del Licenciado. Ismael Bojórquez, que pensó
en un principio que el crimen provenía de los
Chapitos, enojados por la «publicidad» que Ríodoce
había dado a su rival, sostiene hoy la hipótesis, en
vista de las pruebas de la investigación, de que el
crimen fue una reacción de ira por parte del hijo del
Licenciado, Dámaso López Serrano «el Mini Lic». En
concreto, por un despiece que escribió Valdez cuando
detuvieron al Licenciado en el que se refería al Mini
Lic como «narco de corridos por encargo y pistolero
de utilería y de fin de semana». Esa sigue siendo la
línea de investigación de la FEADLE, pese a que en el
juicio contra el Chapo Guzmán en Nueva York el
Licenciado declarara que los que mandaron matar a
Javier Valdez fueron «los hijos de mi compadre», los
Guzmán.
El asesinato de Javier pareció que iba a marcar, por
fin, un antes y un después en la lucha por erradicar los
crímenes contra la prensa. Cambiaron al titular de la
FEADLE por un joven voluntarioso y dedicado que sí
ha avanzado en algunos casos, e incluso el presidente
entonces, Enrique Peña Nieto, se pronunció por
primera vez—cincuenta y tres meses después de tomar
posesión— sobre esta lacra.
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El nuevo gobierno de Andrés Manuel López


Obrador, que con treinta millones de votos generó
una enorme expectativa, se ha reunido con las
organizaciones dedicadas a la defensa de la libertad de
expresión y ha expresado su intención de combatir
estos crímenes, pero, duda Balbina Flores, no saben
muy bien cómo van a hacerlo, puesto que a la vez ha
reducido el presupuesto para el Mecanismo de
Protección. Este requiere quinientos millones de pesos
para operar, asegura Balbina, y solo se le otorgaron
doscientos. Y advierte: «En el mes de junio vamos a
tener una emergencia como la tuvimos el año pasado».
Sea como fuere, en apenas dos meses de ejercicio de
López Obrador, van dos periodistas asesinados.
El cuerpo de Rafael Murúa Manríquez, de treinta y
cuatro años, fue encontrado el 20 de enero en una
cuneta a cuarenta kilómetros del municipio de Baja
California Sur donde vivía. Se lo habían llevado la
noche anterior. «Sujetos desconocidos», dicen los
reportes oficiales. Nadie vio nada más que su coche
vacío con las puertas abiertas. Rafael tenía una
pequeña radio comunitaria, Radio Kashana, y desde
2016 estaba adscrito al mecanismo de protección para
periodistas porque había recibido varias amenazas de
muerte. Ocho días después, detuvieron a un tal Héctor
como autor material del asesinato, vendedor de drogas
y «jefe de plaza», según el fiscal estatal, que declaró a
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Efe que la investigación sobre el móvil se centra en


«situaciones relacionadas a actividades personales» y
«ajenas a alguna represalia por su labor periodística».
Hay 99,75 por ciento de probabilidades de que nunca
sepamos quién y por qué lo mató, y no muchas menos
de que Rafael, el primer periodista asesinado de 2019,
sea el último en el momento en que usted lea estas
líneas.

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