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José Enrique Rodó y el modernismo

La infancia y primera juventud de Rodó transcurrió durante la etapa militarista


(1875-1890), en Uruguay, etapa en la que la modernización del país incluyó,
paradójicamente, el inicio de la reforma pedagógica liberal de Varela y la implantación
del positivismo en la Universidad. Hacia 1895, fecha en que Rodó y sus compañeros
de generación ingresan en el panorama literario de su país, el modernismo ya había
dado sus primeros frutos. El trabajo de los jóvenes escritores del Novecientos,
significó una revolución pacífica contra románticos y realistas, y trajo una nueva
conciencia de la subjetividad, de la autonomía del texto literario y del estatuto artístico
de la escritura, incluyendo el ensayo literario.

Rodó define su época como «espiritual o idealista». Educado en el positivismo,


reaccionó pronto contra este movimiento y, sin claudicar de ciertos contenidos
positivistas, se encamina hacia metas que amplíen el dato positivo a esferas
trascendentes. El espiritualismo en el que Rodó se integra es, como él mismo afirma,
la superación del cientificismo o positivismo filosófico que desde su reduccionismo no
alcanzó a comprender en toda su complejidad al espíritu humano. Es decir, Rodó se
siente tan alejado del positivismo, que no se hace cargo de los ideales morales que
orientan el vivir personal y la convivencia social, como de sentimientos espiritualoides,
anodinos e incapaces, que falsean la verdadera realidad moral. Como la segunda
mitad del siglo XIX fue, en gran medida, positivista, el modernismo pretende
reaccionar e instaurar un modo más idealista o espiritualista de entender la vida.

A Rodó y a Carlos Vaz Ferreira, sin ser filósofos en el sentido pleno y


sistemático del término, les correspondió superar la filosofía positivista e introducir
otras tendencias innovadoras: el neoespiritualismo y el bergsonismo. La formación
científica y tecnológica, convertida en primer objetivo de la instrucción pública por su
utilidad social, había supuesto la marginación de las Humanidades y, como
denunciará Rodó, de toda actividad «desinteresada» del espíritu. Estas tendencias
expresaban la reacción neoespiritualista, que quiso devolver su identidad al individuo,
privado de voluntad y albedrío; perdido en la masa, en las estadísticas o en las
determinaciones genéticas y raciales del positivismo.
La trayectoria del pensamiento rodosiano nos sugiere tres grandes líneas en
su reflexión, que se nos aparece arraigada en el modernismo filosófico; Rodó fue una
de las primeras voces que reivindicó en América la raíz hispana y afirmó la posibilidad
de formar un haz de naciones unidas por la herencia, la lengua y el pasado comunes.
Desde su planteamiento ético propone ante todo una lección de moral, libre y
humanista, centrada en la vocación y en la superación personal. La armonía es una
incitación a que el ser humano desenvuelva toda su capacidad moral, la cual viene
de la mano de un alto sentido estético. Su concepción estética se basa en «la razón
y el sentimiento superior», cumbre del ideal ateniense y del espíritu cristiano. La
belleza es para Rodó «un motivo superior de moralidad». Busca un ideal que no
subordine la vida a lo útil, y apuesta por la belleza como requisito que plenifica la vida.

Los modernistas escriben y universalizan el género literario del ensayo. En


Motivos de Proteo, el mismo Rodó emplea este término para referirse a su obra. Su
pensamiento es, pues, fronterizo entre la literatura y la filosofía, muy acorde a las
necesidades de fin de siglo. En 1902, en carta a Unamuno, dice de sí mismo que se
integra en la «literatura de ideas». Rodó no dice cómo son las cosas; no dice el
filosófico ser de las cosas. Más bien dice cómo apreciarlas, cómo entenderlas, cómo
interpretarlas. Su propósito sobre las cosas tampoco consiste en un sobrio cómo
deben ser. No empieza en la filosofía y tampoco en la ética en el sentido estricto;
empieza en la estética. La estética es su puesto de vigía.

Ahora bien, no es un cómo estético general, una "postura" o una "actitud" estética.
Es un cómo estético de la personalidad humana. Su objeto de valoración es aquello
que podría sinterizarse en la tríada bueno-bello-verdadero antropológica,
reencarnada en la conducta y en la lógica de la persona humana. Recorre el camino
hacia el sentir refinado y elaborado: esto es, el de la dignidad espiritual. ¿Qué necesita
la persona humana para conquistar esta dignidad espiritual? Hay, sí, una respuesta
implícita y fundadora de su pensamiento. Rodó apuesta a la inteligencia; y, en su
concepción, la inteligencia debe cultivarse y aplicase en función de un trabajo propio
que liba en las culturas ática, latina y cristiana, pero que se ufana en estampar una
coloración propia.

Esta inteligencia se inspira en la conciencia histórica de la gesta emancipadora,


primera y política, y en la exaltación del trabajo en torno al cual gira la mancomunidad
étnica o, mejor dicho, el conflicto étnico. Estos son rasgos del americanismo literario
y del americanismo filosófico. Pero en Rodó no es una doctrina ni una aspiración
delineada concretamente y acotada en trazos determinados. Cada individuo, cada
colectividad, cada pueblo, principalmente en tanto expresión de una cultura,
encuentra su versión propia sin necesidad de ninguna doctrina en especial, esto es,
sin que una profecía indique el camino. No hay profecías en Rodó, ni divinas ni
adivinas. Algunos destacados críticos pudieron inquietarse, sin embargo, del estilo
proverbial y sentencioso, destinado a transmitir una enseñanza, con la más racional
de las argumentaciones, pero también con parábolas y a través de la mitología
europea.

Sea como fuere, la búsqueda de un camino propio llega más allá del escritor y
del pensador, más allá del Uruguay y también de América Latina y del modernismo.
Es connatural a esta clase de proyecto ideológico y lógico, e incluye una concepción
del hombre de su tiempo, una concepción de la cultura, una concepción, por cierto,
del arte y de la literatura. Por eso ha dicho Arturo Ardao que hay una conciencia
filosófica en Rodó. Una conciencia, parecería, para decirlo de otra manera, que se
desgrana en un arco, en una tensión y en una saeta que tiene un agudo aguijón
filosófico. Para Rodó, en resumen, la idea es conversión; si no hay conversión no hay
idea propiamente dicha. Es un obstáculo para el pensar, para el desarrollo de la
conciencia. Un fantasma o gesto de máscara, si representa lo que ya no somos y si
vulnera nuestra evolución intelectual.

La idea esclaviza al hombre cuando obra como voz que reclama fidelidad pero
oblitera la historia del espíritu, el camino al ser libre. No dejará, empero, de cohabitar
nuestro pensamiento, junto a las ideas nuevas, si ha concordado verdaderamente con
nuestra vida. Representa la seguridad del puerto sin la cual se corre el riesgo de no
encontrar el nuevo rumbo. No tener rumbo es cuestión decisiva para el hombre.
Podemos quedar inmóviles, sin ideas y sin iniciativa para encontrarlas. No sólo debe
despejar el espíritu en busca de una idea, cuando no se tiene ninguna que pueda
satisfacer las ansias del pensamiento auténtico, sino que debe también someterlas a
renovación permanente, esto es, a bombardeo de ideas, como si fuesen electrones.
No sería idea, de lo contrario.
Rodó, en Motivos de Proteo, CXXXVII:" La idea que no ocupa nuestra mente, y
la domina, y cumple allí su desenvolvimiento dialéctico, sin dejar señales de su paso
en la manera como obramos y sentimos, es cosa que atañe a la historia de nuestra
inteligencia, a la historia de nuestra sabiduría, mas no a la historia de nuestra
personalidad".

Rodó era un hombre sencillo, aunque de antecedentes patricios, retraído, tal


vez tímido, tal vez desamorado, desmañado, en fin, propenso a la aflicción. Este perfil
se aviene con el del pensador agnóstico, idealista (en el sentido de los ideales), aliado
del empirismo, de la ciencia y del evolucionismo; se corresponde también con el
predicador moralista y con el americanista desconfiado, censor y celador de la cultura.
Fue un hombre firme en sus ideas y en la orientación que deseaba imprimir a su tarea.
Este es un rasgo de su personalidad, que puede descubrirse igualmente en otros
intelectuales del novecientos. Se había convertido al orden de las ideas que mal o
bien mantuvo y que, al mismo tiempo, intentó refrescar, renovar y adentrar en su
época. Lo más difícil es tener un pensamiento ajustado al momento que se vive.

Es muy difícil alcanzar una convicción cultural, una consagración plena al


sentir, a la manera de sentir de una época. Es fácil seguir una tendencia, adoptar una
escuela o un movimiento... una "onda", una "vibración". Difícil, en cambio,
convencerse de aquello que palpita, que está a punto de consolidarse, de
materializarse como forma, como talante, como género, como estilo; interpretarlo
correctamente y luego volverlo carne, arte o ciencia, pensamiento o valor.

Patricia Fernández - CI 27.212.069

La importante fue su tía abuela, la de la idea del sastre. Ella organizaba tertulias en su sala
con licenciados, maestros y políticos. Además, fue en su casa donde descubrió el mundo literario, en
un viejo armario de madera. Ahí conoció al Quijote, encontró la Biblia y también los Oficios de Cicerón,
la Corina de Moratín, Las mil y una noches, y algunas comedias.

De todas maneras, el interés por las letras llegó desde que estaba pequeño. Según lo dijo él
mismo alguna vez, a los tres años ya sabía leer, y luego todo siguió rápido:
sos son de 1978, cuando tenía 11 años, dos años después publicó su primer poema, y el primer trabajo
que se acerca al periodismo es a los 14 años, al escribir para el periódico La Verdad, de León. Aunque
no era buen estudiante, desde niño fue un buen lector. Muy temprano advirtió la necesidad de conocer
a fondo los secretos del divino oficio, la disciplina del arte, el estudio de los clásicos… El jovenzuelo se
encerró en la Biblioteca Nacional a leer volumen tras volumen de los clásicos españoles, de los clásicos
extranjeros y de los eternos clásicos de Grecia y Roma”. Era un niño prodigio.

Rubén Darío fue el primer modernista, el padre de una nueva época, y entonces se le reconoció
como un grande. En estos tiempos sería raro ver a un poeta –no a un escritor, a un poeta en especial–
que se le recibiera con fervor, con multitudes esperando por él. Era un grande, muy reconocido, si bien
también un revolucionario que en su país no miraron tan bien como afuera, en Europa, en Argentina,
incluso en Colombia, donde Rafael Núñez lo nombró cónsul en Buenos Aires, para ayudarle en una
época de angustias económicas.Tuvo varias de las mismas en su vida, incluso siendo hombre
importante y ocupando cargos de corresponsal como en el diario La Nación o cónsul de Nicaragua en
París. A esto se le suma una vida turbulenta, entre la fiesta y el alcohol. Pero primó el trabajo y su obra.
Él, mientras tanto, escribía. París fue fundamental, como lo ha sido para otros importantes escritores
como García Márquez o Julio Cortázar, pero en su tiempo, la modernidad se gestaba allí, con otros
personajes que escribían en otras lenguas, que también se la jugaban distinto.

dos principios que llamaron la atención del poeta, por un lado, la prosa del relato corto, breve
y rítmica, que seguía la música de Wagner, de moda en Europa por esos días y, por el otro, la poesía
“de tendencia prosaica seguía los preceptos de la música en busca del verso libre”. Entonces hay una
primera ruptura con su poeta favorito, Víctor Hugo. Allá encontró los modelos. Porque Rubén Darío,
por supuesto, tuvo sus referentes. Víctor Hugo fue el primero, del que se quedó con la música. También
Théophile Gautier, del que llegó el ritmo. Los músicos fueron fundamentales: Chopan, Schubert, Liszt
y, siempre presente en su obra, Wagner. La música y el arte hicieron parte de él. Aprendió a tocar el
acordeón de manera autodidacta. También el piano, señalan algunos, y desde pequeño descubrió su
talento para el canto. No se quedó, sin embargo, en la música, a pesar de su talento natural y de la
presencia en sus trabajos literarios. Al final de su vida escribió la novela El oro de Mallorca, que tiene
como protagonista a un músico, con una vida muy parecida a la suya. Lo más importante fue su relación
con ella como inspiración y materia prima.

Las artes van más allá. Además de la música le gustaba la pintura, la escultura, las artes
decorativas y todas le funcionaban para su arte escrito. Además de poeta y escritor, Rubén Darío fue
periodista. Desde los 13 años y, hasta su muerte, escribió para periódicos. Su libro de crónicas se
llama Los raros, que publicó el mismo año de Prosas profanas. Un libro con el que introdujo, precisa
el profesor Llopesa, la crónica erudita, que inició José Martí y siguieron no solo Darío, sino Gómez
Carrillo, Avilés Ramírez e, incluso, García Márquez. Ser periodista le ayudaba también a sostenerse,
a ganar dinero como corresponsal. Tal vez, también, tiene que ver con su alma moderna. Rubén Darío
escribe de su realidad y también hace poemas, con juegos de palabras e imágenes bellas, que no se
alejan, sin embargo, de la realidad. Entonces, por ejemplo, estaba en Buenos Aires siendo cónsul de
Colombia allí, y le dicen que La Nación quería enviar un redactor a España para que escribiera de la
situación de la guerra entre España y Estados Unidos. Rubén Darío dijo que él podía ir y se fue.

También se une al periodismo otra característica importante en la vida de Rubén Darío, los
viajes. Su primer país fue El Salvador, en 1882, donde tuvo reconocimientos. Después no paró y pasó
por Chile, Colombia, Argentina, España, Francia. Los viajes le aportaron conocimiento, sobre todo.

El modernismo
¿Qué hizo Rubén Darío para que se le llame el padre del modernismo? Ser diferente. Ser un
revolucionario que trajo otras ideas, otros experimentos a la poesía. Aunque haya princesas y jardines
de Francia en su poesía, sobre todo del principio, no se quedó allí. Era un hombre sensible, capaz de
hacer relaciones con las letras para mostrar con exactitud un hecho, una imagen, una idea.

el libro Cantos de vida y esperanza, que algunos consideran su mejor obra poética. Para ellos,
desde el prólogo hay una conciencia del escritor sobre su arte y, sobre todo, sobre “el movimiento de
libertad que me tocó iniciar en América” y que estaba llevando a España. Rubén Darío sabía del
rompimiento que estaba haciendo con su obra.

En Cantos de vida, siguen los autores, “el lenguaje y el ritmo, igual que las imágenes, se ajustan
siempre al tema y a la experiencia, y revelan una gran variedad. Disminuye, sin embargo, la cantidad
de alusiones mitológicas, desaparecen casi por completo las alusiones a mundos exóticos, y la
experiencia del poema depende más de temas contemplativos y a veces sociales. El tema del pasar
del tiempo infunde toda la obra. Reaparecen actitudes políticas y sociales que se dejaban sentir en la
poesía de Darío anterior a Azul; se subraya la conciencia de la América española y de la hispanidad,
se destaca el amor a España, surge el recelo a los Estados Unidos y su política. Detrás del libro se
sienten preguntas fundamentales acerca del significado de la existencia, y de las normas morales que
deben guiar al hombre en su transcurso vital”.

No es que cambie Rubén Darío, es que también ha pasado el tiempo, también ha mirado el mundo, y
hay una mezcla de lo de siempre y de lo nuevo, de los años que ha vivido. Los temas filosóficos y
sociales son importantes, los temas esenciales. De hecho, algunos críticos señalaron a Azul o Prosas
profanas, dos de sus libros más importantes, como superficiales, por faltarle un poco de estos temas
esenciales. Pasa que Darío también se va afinando, y sus temas, incluso, se van llevando cada vez a
un lenguaje más directo, siempre poético.

Jorge Luis Borges lo dijo en un discurso para el II Congreso Latinoamericano de Escritores en 1967 en
su Mensaje en honor del poeta: “Cuando un poeta como Darío ha pasado por una literatura, todo en
ella cambia. No importa nuestro juicio personal, no importan aversiones o preferencias, casi no importa
que lo hayamos leído. Una transformación misteriosa, inasible y sutil ha tenido lugar sin que lo
sepamos. El lenguaje es otro (…). Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia
peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no
cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos
llamar libertador”.

La actualidad
Tal vez no sea una lectura de la mayoría, aunque su nombre si ha de escucharse alguna vez,
por lo menos. No está olvidado, aunque tampoco se le estudie y se le analice mucho. 7

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