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Las relaciones internacionales en la incubación de la Primera Guerra Mundial.

De la
anexión de Bosnia Herzegovina al atentado de Sarajevo (1908-1914)
En el siglo XX se desataron todas las cóleras del mundo sobre esta Península.
¿Consecuencia de los acontecimientos anteriores? Retomando el hilo conductor, tras la
anexión de Bosnia por parte de AustriaHungría, en 1908, y su posterior reclamación, el 27
de febrero de 1909, por parte de Serbia y Montenegro, llegaron las dos Guerras de los
Balcanes en 1912 y 1913. La primera, inicialmente entre Montenegro y el imperio Otomano
por la posesión de Macedonia; más tarde se sumaron a la guerra Bulgaria, Serbia y Grecia.
Al finalizar la contienda, Macedonia pasa a manos de Serbia y Grecia. Bulgaria no se
conforma con este reparto, lo que da origen a la segunda guerra. Las Guerras Balcánicas
influyeron profundamente en el curso posterior de la historia de Europa. El
desmantelamiento del imperio otomano y el fraccionamiento de Bulgaria originaron tensiones
igualmente peligrosas en el sureste europeo. Los tratados de paz facilitaron la formación de
un Estado serbio fuerte y ambicioso, pero también infundieron temor y un resentimiento
antiserbio en el vecino imperio austro-húngaro. Un año más tarde, como consecuencia del
asesinato del archiduque Francisco Fernando (1863-1914) y su esposa, en Sarajevo, se
desata la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Durante esta época el suelo balcánico fue
protagonista de varias campañas, una de ellas en Rumanía. Al finalizar la guerra con la
derrota y desmembración del imperio austrohúngaro el rey serbio Pedro I crea el reino de los
serbios, croatas y eslovenos, que años más tarde, Alejandro I, modificaría su nombre por el
de «país de los eslavos del sur», es decir, Jugoslavija para los países de lengua serbocroata
o Yugoslavia para los de las lenguas occidentales de Europa.

En 1876 se produce la sublevación «de abril» en Bulgaria29 contra los turcos que es
brutalmente silenciada por estos, lo que provoca una reacción en la opinión pública y en la
diplomacia europeas. Por otro lado, la revuelta de los cristianos de Bosnia es aprovechada
por el príncipe montenegrino Nikola Petrovic Njegos, ese mismo año 1876, para declarar la
guerra a los turcos, con el apoyo de serbios y rusos (guerra serbio-turca). Las represalias
contra los búlgaros y el apoyo a los cristianos ortodoxos serán pretexto para que los rusos
puedan declarar la guerra a Turquía, dando lugar al conflicto ruso-turco (1877-1878) que
acabó con el Tratado de paz de San Stefano, firmado en marzo de 1878, por el que se
creaba el reino de la Gran Bulgaria. Sin embargo, cuatro meses después, reunidas las
potencias en el Congreso de Berlín (julio 1878) y revisados los acuerdos de San Stefano,
Bulgaria queda reducida a un simple principado ubicado en su parte más septentrional,
además, se crea en la parte meridional una región autónoma llamada «Rumelia Oriental»
que junto con el resto de los territorios de la Gran Bulgaria seguirían formando parte del
imperio otomano. También se reconocerá la independencia de Bosnia-Herzegovina y la de
Serbia, que verá agrandado su territorio con la región de Nis, pero perderá la provincia de
Novi Pazar, zona tapón entre Serbia y Montenegro, que será colocada bajo la administración
de Austria. Montenegro doblará prácticamente su territorio, recuperando las ciudades de
Podgorica, Bar (Antivari), Ulcinj (Dulcigno) y Niksic y lo que era más importante su salida al
mar, quedando reconocido internacionalmente, una vez más, como Estado independiente.
Austria-Hungría ocupará Bosnia-Herzegovina y empezará a administrarla. Y, Albania verá
como sus territorios tomados al imperio otomano son en gran parte asignados a Grecia,
Serbia y Montenegro. Ante esta desmembración de Albania fue creada la Liga Prizren para
la defensa de los derechos de Albania, que, aunque era sostenida por las grandes potencias
europeas, se sospechaba de estar inspirada desde Turquía. Serbia comienza a tener
inquietudes en la zona, mostrándose éstas en una manifiesta rivalidad con Bulgaria y en
reconocidas pretensiones sobre Bosnia y Herzegovina, renunciar a ellas permite que el
príncipe Milan Obrenovic (1868-1889) sea reconocido internacionalmente como rey de
Serbia. Estas inquietudes no van a gustar a Austria-Hungría quién tomará una postura
antiserbia a partir de ese momento. La implantación de monarquías dará lugar a la
promulgación de las primeras constituciones; así, en 1879, la Asamblea búlgara aprueba la
Constitución de Tarnovoro, por la que Bulgaria pasa a ser una monarquía constitucional.
Más tarde, en 1885, estalló una rebelión en Rumelia Oriental que concluyó con la unificación
de la provincia con Bulgaria. Rusia se opuso a esta anexión y ordenó la retirada de sus
oficiales alistados en el ejército búlgaro, circunstancia que aprovechó Serbia para atacar a
los búlgaros (guerra serbio-búlgara). La guerra dura cinco meses y cuando los serbios
estaban vencidos, una intervención austro-húngara consigue su salvación, obligando a las
partes a firmar la paz con el Tratado de Bucarest y permitiendo que Bulgaria conserve la
región en litigio. La Constitución de 1888 convierte a Serbia en una monarquía
parlamentaria. En febrero de 1897, después de varias sublevaciones en Creta (1866, 1878,
1896), el gobierno Griego decide invadir la isla (guerra greco-turca); la intervención europea
concedió la autonomía a Creta, bajo gobierno del rey Jorge de Grecia (Tratado de
Constantinopla). La nueva etapa constitucional serbia trae consigo las luchas entre los
partidos políticos de los liberales y los radicales, obligando a Alejandro I Obrenovic (1889-
1903) a restablecer el absolutismo monárquico con la Constitución de 1901, antes de que
muriese asesinado en 1903 por entender el pueblo que su política era una continuación de la
política despótica de su padre. En el año 1903, la vuelta al trono de Serbia de los
Karadordevic, con Pedro I de Serbia, dará un nuevo impulso a la idea de formar la Gran
Serbia. El conflicto entre Serbia y Austria-Hungría se acentúa cuando en 1908 ésta se
anexiona la ya ocupada Bosnia-Herzegovina. Dos años más tarde (1910), Montenegro se
convierte en reino. Todos estos acontecimientos aconsejan que la política exterior de Serbia
deba cambiar de dimensión. Austria-Hungría se opone a toda expansión Serbia hacia el
norte y el oeste, en el este está Bulgaria y en el sudoeste Montenegro le cierra otra puerta al
mar, por lo que a Serbia no le queda más remedio que mirar hacia el sur. Por esta razón,
aprovechando la debilidad turca tras la revuelta de los «Jóvenes turcos» (1908-1909) y su
guerra con Italia (Trípoli 1911), en febrero de 1912, Serbia, apoyado por Rusia, firma un
pacto de alianza con Bulgaria contra Turquía; días más tarde, Bulgaria lo hace con Grecia,
mientras que Serbia mantiene negociaciones con Montenegro. Estos acuerdos múltiples
terminaron formando lo que se llamó la Liga Balcánica compuesta por: Serbia, Montenegro,
Grecia y Bulgaria.

3. DE LAS GUERRAS BALCÁNICAS A LA FORMACIÓN DEL REINO DE LOS SERBIOS,


CROATAS Y ESLOVENOS El 7 de octubre de 1912, Montenegro declara la guerra a
Turquía, apoyando su causa el resto de los países de la Liga Balcánica a partir del 18 del
mismo mes, originándose así la primera guerra balcánica. Los turcos tendrían que combatir
en tres frentes: en la frontera directa con Bulgaria, concretamente en Tracia; en Macedonia
contra Grecia; y en la frontera común serbo búlgara. «El ejército aliado más poderoso era el
búlgaro, construido a imagen y semejanza del ruso y que contaba con once divisiones de
unos 20.000 hombres cada una. Además de los 220.000 búlgaros, Serbia y Grecia
movilizaron unos 150.000 cada una y Montenegro, con 300.000 habitantes, alistó 38.000
hombres. En total unos 550.000 aliados se enfrentaron al ejército turco. Éste, aunque muy
superior en número, estaba repartido entre sus provincias europeas, africanas y asiáticas de
forma que, en los frentes abiertos, sólo podían oponer 300.000 hombres. La idea inicial era
que seis divisiones búlgaras con otras dos en reserva, atacaran Adrianópolis (actual Edirne)
y luego Estambul. Los serbios y montenegrinos, apoyados por las otras tres divisiones
búlgaras, atacarían en Macedonia con apoyo griego. A última hora, y sin avisar a sus
aliados, el alto mando búlgaro cambió de estrategia: 10 divisiones fueron concentradas en el
frente de Tracia y sólo una fue destinada a combatir junto a los serbios. Esta medida fue el
germen de la segunda guerra Balcánica ya que los serbios se consideraron abandonados.
Los búlgaros conquistaron Adrianópolis y amenazaron Estambul. Del grueso búlgaro se
destacó una división en apoyo de Grecia y juntos ocuparon Salónica y Janina. En el sector
del río Vardar, los serbios, apoyados por la división búlgara, ocuparon Monastir (hoy Bitola) y
Scútari.»30 La ocupación de la Macedonia occidental por parte de los serbios que buscan
una salida hacia el mar a través de Albania, que ha quedado en manos de los turcos, no
gusta nada a Austria-Hungría, quién fuerza a las grandes potencias para que intervengan en
la Conferencia Internacional de Londres y reconozcan a Bulgaria como nación. Durante la
Conferencia (30 de mayo de 1913) se firmaron unos acuerdos por los que Turquía pierde
sus provincias europeas, a excepción de Albania, y la franja que rodeaba Estambul, y,
aunque no se reconoce a Bulgaria como nación, ésta sale muy beneficiada. Considerándose
traicionadas, Grecia y Serbia planearon la venganza. Debido a un enfrentamiento por la
posesión de Macedonia, el 1 de junio de 1913, Grecia y Serbia ponen fin a su alianza con
Bulgaria. Un ataque esporádico a la frontera Serbia, realizado por las fuerzas de un general
búlgaro, aunque no fue reconocido oficialmente por Bulgaria, sirvió de pretexto para que el 8
de julio Serbia declarara la guerra a Bulgaria y con ello estallara la segunda guerra
balcánica. Dos semanas después, Montenegro, Rumanía y el imperio Otomano declaran la
guerra a Bulgaria. Los turcos, aprovechando esa coyuntura, reconquistaron Adrianópolis.
Desbordada por todos los frentes y sin el apoyo ruso, que fue cortado en seco por las
amenazas de intervenir por parte de Italia y Austria-Hungría que tenían, entre otras cosas,
intereses económicos en Albania, el 30 de julio, Bulgaria tuvo que pedir un armisticio. El 10
de agosto de 1913, se firmó la paz en Bucarest y Bulgaria tuvo que reconocer a Turquía la
posesión de Adrianápolis y ceder la Macedonia meridional y parte de la Tracia occidental a
Grecia, la Dobrudja meridional a Rumania, y la mayor parte de la Macedonia septentrional a
Serbia, que, además, adquiriría el norte del sandjak (provincia) de Novi Pazar y los territorios
de la actual región de Kosovo. Entretanto, la Conferencia Internacional de Londres sancionó
la constitución de un reino en Albania, recortado entre los territorios asignados a Grecia,
Serbia y Montenegro, que, bajo control internacional, fue confiado al príncipe Guillermo de
Wied (marzo de 1914). Las guerras balcánicas habían sumido a la región en una situación
de inestabilidad latente. Se había eliminado un enemigo secular de los eslavos, el imperio
otomano, que había quedado reducido a una pequeña región en torno a Estambul. Serbia,
que contaba con la ayuda de Rusia, se había consolidado como el principal Estado eslavo
de la región y, como tal, se había erigido en baluarte de la defensa de los derechos de los
eslavos que habitaban en los territorios del imperio austro-húngaro. Austria-Hungría,
alarmada por el fortalecimiento serbio, llegó a la conclusión de que sólo una guerra
preventiva impediría que Serbia encabezara un levantamiento general de los eslavos en sus
territorios. Rusia defendería con las armas a Serbia en caso de que fuese atacada por
Austria-Hungría y, por el contrario, Alemania estaba resuelta a apoyar a su aliado austro-
húngaro en caso de conflicto. Francia, última gran potencia en la zona desde el Congreso de
Viena (1815), era más proclive a apoyar a Rusia que en 1908. En esta forma las tensiones
en los Balcanes se habían convertido en uno de los detonantes de la Primera Guerra
Mundial. En este ambiente de tensión, el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, territorio serbio
anexionado a Austria-Hungría, el activista serbobosnio, Gavrilo Princip, miembro de la
organización nacionalista serbia «La Mano Negra», asesinó al archiduque heredero de
Austria-Hungría, Francisco Fernando, sobrino del emperador Francisco José I y heredero al
trono austro-húngaro. Tras una serie de ultimátums, el 28 de julio, el Gobierno de Viena
declaró la guerra a Serbia. Los mecanismos de las alianzas entrarán en acción: el 30 de julio
Rusia ordena la movilización general; 1º de agosto, Alemania, declara la guerra a Rusia y,
en consecuencia, Francia ordena la movilización general; el 3 de agosto, Alemania declara
la guerra a Francia. La violación del territorio belga por el ejército alemán el 4 de agosto,
motivará que Gran Bretaña, que nunca tuvo una postura clara desde el comienzo de la
crisis, declare la guerra a Alemania.

3. Las siguientes dos partes del maravilloso libro que estamos reseñando giran en torno a
interesantísimos temas de historia de la ciencia y la tecnología y abren cuestiones muy importantes
sobre el papel de Stalin y sobre los logros del socialismo “real”. Los autores tratan aquí el tema del
proyecto de la bomba atómica, y de la bomba de Hidrógeno. Estudian la organización productiva que
hizo posible estos proyectos, y ofrecen datos esclarecedores sobre la eficacia del sistema socialista y
la organización de la producción. Si es prácticamente un tópico entre los autores marxistas reconocer
que la llamada propiedad colectiva de los medios de producción hizo posible el milagro tecnológico
de la URSS, tal y como podía deducirse de las tesis de los delegados soviéticos al célebre congreso de
Londres de 1931 (la eficacia de los planes quinquenales, la superación en la URSS del tremendo
colapso derivado de la crisis de 1929 en el mundo capitalista, etc.), lo cierto es que a duras penas es
posible mantener estas teorías salvo por un empeño de falsa conciencia digno de ser estudiado. Lo
que se desprende de los datos que se ofrecen en el libro dista mucho de estas tesis y obliga a asumir
una perspectiva diferente. La URSS elaboró una red de centros de producción claramente esclavistas,
sin metáfora. La bomba atómica fue resultado de una enorme eficacia en los sistemas de información
que disponía la URSS en EEUU, y Gran Bretaña, aunque el de la bomba de Hidrógeno fue un proyecto
genuinamente soviético. Pero la red productiva impresionante que estos proyectos requerían sólo
fue posible mediante la organización de un sistema especial de gulags, el llamado “gulag atómico”,
con características especiales porque, entre otras cosas, los que trabajaban en él no podían volver a
sus casas una vez cumplidas sus condenas, eran sistemáticamente deportados a zonas lejanas con el
fin de que no pudieran desvelar los secretos de estado que habían conocido, los lugares secretos,
ubicación, características, procesos productivos, etc.

Por supuesto, los secretos robados a Occidente tuvieron eficacia porque en la URSS había científicos
muy bien preparados, y capaces de descifrar aquellos datos y ponerlos en funcionamiento.
Kurchatov, el “Oppenheimer soviético”, mostraba ante sus colegas una destreza que lo convirtió casi
en leyenda, realizando operaciones y anticipando soluciones que a los demás les resultaba
tremendamente complicado realizar, y es que gozaba de la información privilegiada que le
proporcionaban los servicios secretos soviéticos que recibían la información directamente de los
legendarios espías soviéticos. Pero la URSS pudo también aprovechar cosas como el curioso botín de
guerra proveniente de los restos destruidos de la fábrica de Uranio de Oranienburg, cerca de Berlín,
que había sido deliberadamente bombardeada por los norteamericanos días antes, ante la
posibilidad de que los soviéticos pudieran llegar a ella. La inestimable ayuda del científico alemán
Nikolaus Riehl dio lugar a la creación del complejo de Elektrostal, una de las primeras islas del gulag
nuclear, en la que los trabajadores eran soldados soviéticos que después de liberados de las prisiones
alemanas fueron condenados por cobardía a decenas de años de trabajos. El número de presos llegó
en 1950 a 10.000. Para saber más sobre estos encarcelamientos, el libro de Solsenitsin, Archipiélago
Gulag ofrece toda una serie de datos sorprendentes. También las Memorias de Andrei Sajarov ponen
de manifiesto la existencia de estos contingentes de trabajadores esclavos en los complejos secretos
en los que él y otros científicos trabajaron desarrollando el proyecto de la bomba de Hidrógeno.

El proyecto Manhattan de la bomba atómica no solamente fue una cuestión estratégica para la
Guerra fría, como queda de manifiesto por los análisis que ofrecen los autores. Su trabajo advierte
también sobre la intención que los norteamericanos tenían de evitar que la URSS alcanzara una
influencia mayor en el destino del sureste asiático. El lanzamiento de las bombas en Japón tenía un
interés estratégico concreto a la hora de negociar la paz en Oriente. En la página 145 y siguientes se
describe con detalle lo que constituyó la organización institucional del programa nuclear soviético, al
que se dio prioridad absoluta a partir de la bomba de Hiroshima de 6 de agosto de 1945; la creación
del PGU, Directorio Principal del Consejo de los Comisarios del Pueblo, encargado de inspeccionar el
proyecto atómico, etc. Si, al parecer, la bomba de plutonio, la primera que hizo explotar la URSS el 29
de agosto de 1949, fue verdaderamente una copia de la que EEUU lanzó sobre Nagasaki, la segunda,
de uranio, lanzada en 1951, ya era un modelo original soviético. Los agentes secretos que jugaron un
papel decisivo en estos acontecimientos fueron localizados, salvo Cairncross, pero la URSS no sólo
había sido capaz de tomar los datos de los proyectos americanos, sino que había conseguido montar
una infraestructura industrial con capacidad tecnológica y productiva totalmente “competitiva”
frente a EEUU, en gran medida, aprovechando el caudal de trabajadores del gulag industrial, el
llamado GULPS y el GULGMP.

El siguiente ensayo del libro, también de un inusitado interés para la historia de la ciencia y la
tecnología, es el correspondiente al tema del desarrollo de la bomba de hidrógeno, un proyecto que
significó adelantar a EEUU en la carrera nuclear, a pesar del empeño original del científico
norteamericano, Edward Teller, y en el que acabaría sobresaliendo uno de los amigos de los autores,
Andrei Sajarov, que posteriormente, con Kapitsa, participaría en las protestas para que Zhores
Medvedev fuera liberado de un manicomio en el que había sido internado por su actividades
disidentes.

Si desde el punto de vista tecnológico, la producción de Deuterio suponía una importante inversión
industrial, la propia concepción de la bomba de Hidrógeno requería cálculos científicos muy
elaborados, puesto que no podía llevarse a cabo la investigación experimentalmente debido a las
condiciones de temperatura necesarias. Yakov Zeldovich y Lev Landau serían las piezas clave en el
proceso, mientras que Kapitsa quedaría definitivamente desvinculado de él, a pesar de que el
instituto de Problemas de Física que él dirigía había estado investigando en las propiedades físicas de
los gases. El capítulo sobre las relaciones de Kapitsa con Stalin y Beria es verdaderamente interesante
para la historia de la ciencia, toda vez que Kapitsa ya contaba en su haber con una larga trayectoria
de problemas políticos que empezaron cuando se le denegó el permiso para seguir trabajando en el
laboratorio Cavendish con Rutherford en los años 20. J. G. Crowther relata estas cuestiones de
manera muy interesante en su ensayo Fifty Years with Science, de 1970. Pero si algo queda de
manifiesto en este asunto de Kapitsa es lo que se refiere también a la actitud de los científicos que,
como en el caso de Landau, Sajarov, etcétera, también ellos políticamente poco proclives al modelo
político de la URSS, sin embargo se dejaron llevar y pusieron todo su esfuerzo en los programas de
investigación soviéticos, abundando con su actitud en el tema del compromiso político de los
científicos y su carácter verdaderamente “neutral” y abstracto en el ámbito de la llamada “Gran
ciencia”, donde se advierte que verdaderamente son mercenarios de la investigación, centrados
estrictamente en la posibilidad de desarrollar su capacidad de investigación en el marco de las
mejores condiciones materiales, sea quien sea quien paga, y para lo que lo paga. La URSS puso a sus
científicos las mejores condiciones de trabajo e investigación posibles, los científicos las asumieron y
en ellas desarrollaron proyectos impresionantes para la historia de la ciencia.

Desde mi punto de vista, es curioso que personajes tan cercanos biográficamente a Boris Hessen,
como Igor Tamm, amigo personal desde la infancia en Yelisabetgrado, y Abraham Yoffe, maestro de
Hessen, hayan tenido un papel tan importante en ambos proyectos, el de la bomba atómica y el de la
de hidrógeno. En el proyecto de la bomba atómica Abraham Yoffe proporcionó desde su Instituto los
físicos que lo desarrollaron, y en el de la bomba de Hidrógeno los personajes clave fueron Igor Tamm
y Lev Landau. Los curiosos detalles de la investigación aquí ofrecida son interesantísimos.
Obviamente los científicos del proyecto tenían los teléfonos pinchados, algo que supongo no sería
costumbre exclusiva de los soviéticos, como pone de manifiesto el Proyecto Manhattan. Landau se
quejaba siempre de que la URSS era un estado fascista y él un esclavo científico. En el año 1950
estaba claro que el proyecto de la bomba H abrigado por Teller en Estados Unidos y seguido también
por la Unión Soviética estaba en un punto muerto. La cuestión internacional obligaba, sin embargo, a
seguir adelante con las investigaciones. El 31 de enero de 1950 Truman anunció que había encargado
la bomba de Hidrógeno. El triunfo de China y el éxito soviético con las bombas nucleares lo hacían
estratégicamente inevitable.

Los autores hacen referencia al hecho de que los norteamericanos contaban con una tecnología
informática superior, que les permitía hacer cálculos más rápido mientras que los rusos suplían esta
carencia poniendo a trabajar a un número mayor de matemáticos, sin embargo, fueron los soviéticos
los que primero se dieron cuenta ya en 1948 de que el proyecto de Teller con Deuterio no era viable
y el del Tritio no era tampoco económicamente viable. Los soviéticos cambiaron de tercio y
propusieron algo más modesto pero eficaz. No tendría la potencia esperada, pero sería una bomba
termonuclear. Este fue el modelo de Sajarov-Ginsburg. Su éxito en 1953 tuvo un efecto catastrófico
en la Guerra Fría. Los norteamericanos, Teller, estaban convencidos de que la falta de mineral de
Uranio, de una industria del uranio, y de ordenadores, haría imposible a la Unión Soviética alcanzar
un éxito semejante, sin embargo, se consiguió. Ginsburg, por razones políticas vinculadas a supuestas
actividades contrarevolucionarias de su esposa, no pudo instalarse en Arzamas-16, el centro especial
donde se puso a trabajar el equipo de Tamm en el que estaba Sajarov. En 1997 publicó su
autobiografía científica. Las Memorias de Sajarov informan ampliamente de la vida en la instalación
de Arzamas-16 y del trabajo de investigación e industrial que llevó a cabo la bomba H. Es
particularmente patético el caso de Olga Shiriaeva, un caso que también cuenta Sajarov en sus
Memorias, una de las reclusas que trabajaba en el complejo de Arzamas-16. Entabló relaciones con
Zeldovich y cuando fue deportada a Magadán, como a todos los presos que terminaban de cumplir su
pena en el gulag atómico (se trataba de evitar que pudieran dar información de la ubicación del
enclave nuclear), dio a luz allí a una niña que 20 años más tarde conocieron su padre y Sajarov en
Kiev. Afortunadamente, el “destierro indefinido” que caía sobre los presos liberados de los complejos
nucleares industriales y científicos no duró mucho tiempo, y en 1955 comenzaron a regresar, aunque
no se les permitió vivir en grandes ciudades o cerca de la frontera. Más adelante, el 22 de noviembre
de 1955 se probó la segunda Bomba de Hidrógeno, más parecida al modelo americano que probaron
con éxito el 1 de noviembre de 1952.

El capítulo dedicado al gulag atómico es verdaderamente revelador en lo que se refiere a la economía


de la ciencia en la Unión Soviética, y aleja cualquier duda acerca de los procedimientos productivos
de los que disponía verdaderamente la Unión Soviética. Los datos ponen de manifiesto la evidencia
de que el sistema socialista se basaba en la explotación abusiva del trabajo esclavo de los presos del
gulag; y podría inducir a pensar que la campaña de terror no fue verdaderamente una paranoia sino
un programa organizado conscientemente con el fin de alcanzar los fines productivos exigidos
mediante lo que podríamos llamar “la actualización de una suerte de modo de producción asiático”.
Los autores distinguen el gulag del uranio, del gulag atómico; uno orientado a la extracción y
purificación del mineral y otro dedicado a la separación de los isótopos, enriquecimiento y
explotación del mineral como fuente de energía en centrales nucleares experimentales y en la
fabricación de las bombas. Aunque ya desde 1942 se puso en marcha el proyecto de extracción de
uranio, la clave para la organización del gulag fue la resolución de Stalin que ordenaba que todo el
programa de extracción del Uranio se transfiriese a la Comisaría de Asuntos Internos, bajo el control
de Beria. Esta resolución, que se firmó el 8 de diciembre de 1944, resolvió todos los problemas
anteriores debidos a la falta de mano de obra. A partir de entonces, comenzó la construcción de
plantas para el tratamiento del mineral, plantas complejísimas tecnológica e industrialmente, como
también se pone de manifiesto en la creación de la industria del uranio en Estados Unidos con el
Proyecto Manhattan. Primero fue el Kombinat 6, donde ya trabajaban en 1945, 2.295 presos,
extraídos de entre deportados, y prisioneros escogidos que por su formación podrían trabajar como
mano de obra experta. El NKVD comenzó a inyectar obreros esclavos, presos y deportados a
Leninabad en el Asia Central. Hasta 1948 casi 50.000 presos de guerra trabajaban también en las
minas de Checoslovaquia y Alemania del Este, aunque esta mano de obra desaparecería en 1950. En
este año, por otra parte, de los 18.000 trabajadores que había en el Kombinat 6, 7.210 eran presos,
según los datos precisos que aportan los autores, mientras que muchos de los que componían el
resto, procedían de poblaciones que habían sufrido deportaciones.
CAPÍTULO 6

LAS LUCES APAGADAS DE EUROPA. LA I GUERRA MUNDIAL

Los años finales del siglo XIX han sido definidos por los propios coetáneos como el fin
de siècle, concepto acuñado entonces para definir no sólo el tránsito entre dos centurias, sino
también el estado de ánimo de una sociedad que combinaba a partes iguales la ilusión
“materializada en la mágica fecha del cambio de siglo”, como dijo luego el austriaco Robert
von Musil, con el temor e incluso el miedo sobre el inmediato porvenir. A fines del XIX se
hablaba del “peligro amarillo” y de la necesaria jerarquía entre las razas y de los inevitables
conflictos entre ellas, como pronosticaban autores de gran éxito internacional, como Houston
Chamberlain o Vapour de Lapage. Las guerras eran algo lejano, que tenían lugar en terrenos
coloniales, en Suráfrica o en el Extremo Oriente, pero no por ello se despreciaba su
importancia, como revela el libro de H. G. Wells (La guerra de los mundos, 1898). Sin embargo,
podría decirse que para la mentalidad europea corriente, la confianza en un futuro mejor era
superior a la incertidumbre o el recelo sobre el mismo. Algunas razones avalaban esta
confianza.

El dominio europeo del mundo y la expansión imperialista habían supuesto, además


de la hegemonía de Europa sobre el conjunto del planeta, una profunda transformación de la
historia mundial. Al carácter global que adquirieron las relaciones económicas se sumaron
las decisiones políticas y las estrategias de las principales potencias, tanto europeas como las
nuevas potencias no europeas, Estados Unidos de América y Japón. Durante algunas
décadas, el mundo occidental pudo vivir el sueño del Titanic, del goce de un estado de
permanente belle époque, basado en la confianza en su superioridad y en la conciencia de que
no había límites para tal supremacía. Sin embargo, el iceberg con que había chocado el gran
transatlántico en 1912 también apareció en la historia de Occidente, muy en especial en el
continente europeo. El choque fue el estallido en el verano de 1914 de la llamada Gran
Guerra europea, luego convertida en I Guerra Mundial. Como a la tripulación del Titanic, a
los dirigentes europeos les sorprendió que la guerra tuviera lugar, aunque de una forma más
o menos consciente en realidad la habían estado preparando. El inicio de la guerra fue visto
de este modo como un acto de fatalidad, del que nadie quería hacerse plenamente
responsable, como llegaron a verbalizar a los pocos días del estallido del conflicto los
primeros ministros de Alemania y de Gran Bretaña. El premier británico, Edward Grey, lo
expresó de forma tan melancólica como premonitoria: “Las luces se están apagando en toda
Europa. No volveremos a verlas alumbrar en lo que nos queda de vida”.

A pesar de la aparente sorpresa, el conflicto bélico no puede decirse que fuera del todo
inesperado. Una larga etapa de juego político entre las principales potencias y, sobre todo,
una progresiva disociación entre los dirigentes políticos y la evolución de los diferentes
estados e imperios europeos explican los acontecimientos desencadenados a partir de 1914.
Que hubiera una guerra entraba, pues, dentro de lo posible en la Europa de principios de
siglo. Lo que no resultaba imaginable era la magnitud de las transformaciones que la guerra
acabaría por traer, ya que de sus resultados se nutrió casi todo el siglo XX. Esta guerra
acarreó tales consecuencias que bien puede considerarse como la partera del siglo, un gran
gozne de la historia contemporánea. De hecho, aquí comienza el “corto siglo XX”. Pero antes
de abordar las dimensiones del conflicto y sus consecuencias, a través de la paz de Versalles,
debemos retornar sobre nuestros pasos y volver a aquel otro Versalles, el de 1871, cuando en
el Salón de los Espejos tiene lugar el solemne acto fundacional del II Imperio alemán (el
conocido como II Reich), después de la derrota de Francia en la guerra con Prusia en 1870.
Allí comienza una nueva fase de la historia europea, con la conversión de Prusia en una gran
potencia, y allí se incuba el ánimo de revancha de Francia, humillada por las tropas de
Helmuth von Moltke y derrotada, como metafóricamente advirtió Ernest Renan, por la
universidad alemana.

ALEMANIA Y LA “WELTPOLITIK”

La política exterior europea había estado basada, desde el siglo XVIII, en la teoría del
“equilibrio” de las potencias y en la inexistencia de un poder hegemónico, que debían
compartir Gran Bretaña, Francia, Austria y Rusia. Con el proceso de unificación de Alemania,
que simbólicamente se termina con la fundación del Imperio germano bajo la batuta política
del canciller Otto von Bismarck, se inaugura una nueva etapa en la política y la diplomacia
europeas. Comienza la preponderancia de Alemania sobre el continente, que es el hecho
esencial de la historia diplomática del mundo de fines del XIX. Alemania representa la
emergencia de la Europa central, de base germánica, que se sitúa entre los eslavos del este y
los latinos del oeste. Esta ubicación en el centro del continente explica muchos de los
comportamientos de la Alemania contemporánea. El propio canciller Bismarck era consciente
de ello, cuando se refería a la “pesadilla de las coaliciones” como un constante peligro para
Alemania. Pesadilla que le llevó a luchar durante veinte años para evitar la formación de una
tenaza antialemana.

Las consecuencias de esta conversión de Alemania en primera potencia europea se


perciben, en el terreno de las relaciones internacionales, en la defensa del interés nacional
como objetivo prioritario. Es la aplicación de los principios de la realpolitik a la política
exterior. La actividad diplomática de Bismarck se orientará en esta dirección al tratar de
buscar sucesivos sistemas de alianzas entre estados que evitasen coaliciones antialemanas, en
especial las ansias del posible revanchismo francés tras las pérdidas territoriales de Alsacia y
Lorena, y que, por tanto, garantizasen un arbitraje político de los posibles conflictos. El
objetivo último era estabilizar Europa en torno a Alemania. El desarrollo de esta estrategia
diplomática desembocó en sucesivas alianzas, que vinculaban a Alemania con otras
potencias. En 1873, a través de la Liga de los Tres Emperadores, la alianza se estableció con
Austria-Hungría y Rusia, para evitar la unión de los dos Estados recientemente derrotados
(Austria y Francia) por Prusia en el proceso de unificación de Alemania; en 1882, después de
varios problemas surgidos en los Balcanes que enfrentaban a Rusia y Austria, logra firmar la
Triple Alianza, con Austria-Hungría e Italia, pero sin desentenderse totalmente de la relación
con Rusia. Al propio tiempo, otros tratados bilaterales, así como la presidencia de congresos
internacionales celebrados en Berlín (1878, cuestión de los Balcanes; 1885, cuestión colonial),
permitían mantener los ejes básicos de la diplomacia de Bismarck: carácter central de
Alemania en la diplomacia europea, aislamiento de Francia aunque se apoyase su carrera
colonial, buenas relaciones con Inglaterra, que seguía practicando su política de “espléndido
aislamiento” y sostén del Imperio austro-húngaro en su desplazamiento hacia los Balcanes a
costa del Imperio otomano, el “hombre enfermo” de la Europa del siglo XIX.
OTTO VON BISMARCK (1815-1898)

Estadista prusiano y principal dirigente del Imperio alemán desde 1871. Nacido en el seno
de una familia de la nobleza prusiana (los junkers), comenzó su actividad política en 1847,
como miembro del Parlamento prusiano, prolongándose su protagonismo en la política
alemana y europea más de cuarenta años. Desde 1862, en que es nombrado primer ministro
de Prusia, conduce el proceso de unificación de Alemania, mediante sucesivas guerras contra
Dinamarca, Austria y Francia. A partir de 1871, después de la guerra franco-prusiana, fue el
principal dirigente político del Imperio alemán, hasta que abandonó el cargo en 1890.

De ideas conservadoras, pragmático y autoritario, profundamente nacionalista, fue


defensor de la realpolitik, un estilo de hacer política que combinaba el empleo de la
diplomacia y la política de alianzas con el recurso a la guerra y a la demostración de fuerza.
Defensor de la primacía de la razón de Estado como principio político, gobernó el Imperio
guillermino con mano de hierro y apariencia constitucional, combatiendo a los
socialdemócratas y, al propio tiempo, promulgando una avanzada legislación social. Su
perspectiva política era esencialmente europea, sin haber llegado a comprender cabalmente
la expansión imperialista iniciada por las grandes potencias hacia 1880. Precisamente fue la
estrategia política del joven emperador Guillermo II, que deseaba un puesto de primer plano
para Alemania en la política mundial (weltpolitik), lo que aceleró su caída política en 1890,
tras la cual se dedicó, en sus últimos años, al cuidado de su patrimonio familiar en la región
de la Pomerania.

Esta orientación de las relaciones internacionales cambió a partir de la década de 1890,


coincidiendo con la caída de Bismarck y la formulación de una nueva estrategia diplomática
por parte del emperador Guillermo II: la “política mundial” o weltpolitik. Para Alemania, el
único objetivo ya no era aislar a Francia. Comenzó a desarrollarse una competencia con Gran
Bretaña, en un intento de poner en cuestión su liderazgo mundial y procurarse un “lugar al
sol”, como quería el canciller Von Bülow. El miedo británico hacia los productos made in
Germany, como expresa una popular obra de 1900, comienza a hacerse realidad. La creación
de una potente marina de guerra y la petición de participar en el reparto de los territorios
coloniales son los mejores exponentes de este cambio de política. Los caminos hacia la guerra
comienzan a ser transitados por las distintas potencias europeas.

La decisión de Alemania de crear una potente flota militar se concreta durante la


década de los años noventa al serle encomendada al almirante Alfred von Tirpitz la cartera
de Marina en 1897. Sus proyectos se asentaron en las “leyes navales” de 1898 y 1900, que
marcan la dirección del expansionismo naval de Alemania. Los gastos dedicados a la
construcción de la flota se cuadruplicaron entre 1890 y 1913 (de 90 millones de marcos se
pasó a 400), de modo que a partir de 1900 fue ya evidente para los británicos que, también en
el mar, estaban siendo retados por los alemanes, los cuales se atrevían a desafiar a quienes
orgullosamente se habían definido, en expresión de lord Salisbury, como “peces”. Esta
política naval simboliza la intención de Alemania de convertirse en una potencia mundial, ya
que, a juicio del propio kaiser, la flota era el instrumento que permitiría el desarrollo de la
weltpolitik. En vísperas de la guerra, la escuadra alemana seguía siendo inferior a la británica,
especialmente en la dotación de nuevos acorazados botados por primera vez por los
británicos en 1906, pero era ya la segunda del continente y además se había roto el viejo
principio británico de disponer de una armada que duplicara la perteneciente a las dos
potencias siguientes, el llamado two powers standard.

POLÍTICA DE ALIANZAS Y GUERRAS LIMITADAS

Los caminos hacia la guerra se agrandan un poco más a partir de la década de 1890
mediante un doble proceso. Por una parte, gracias a la concreción de forma cada vez más
rígida de unas alianzas internacionales que funcionan casi como bloques, aunque, a
diferencia de los formados durante la guerra fría posterior a la II Guerra Mundial, carecen de
principios ideológicos homogéneos y, obviamente, de armas nucleares de efecto disuasorio.
Por otra parte, se hacen cada vez más frecuentes los conflictos y las guerras de carácter
limitado, bien por motivos derivados del expansionismo colonial (casos de la guerra ruso-
japonesa o de la crisis de Fashoda) o de la decadencia del Imperio otomano, expresada en los
problemas en la península de los Balcanes, donde tienen lugar varias guerras y, además, salta
la chispa en 1914 con el magnicidio de Sarajevo.

LOS BLOQUES EN 1914

La formación de dos bloques opuestos en los que estaban involucradas las principales
potencias europeas es el rasgo más característico del periodo de preguerra. El primer bloque,
constituido por la Triple Alianza formada por Alemania, Austria-Hungría e Italia, es una
derivación de la diplomacia bismarckiana y obedece a la estrategia alemana de poder
penetrar en los Balcanes y en el Imperio otomano, a través del apoyo al Imperio austro-
húngaro que, de ese modo, cerraba el paso al Imperio zarista. Lo que mejor simboliza este
interés alemán por el Oriente Próximo es la construcción del ferrocarril a Bagdad (el
Bagdadbahn), y el hecho de que fue destino de importantes inversiones de capitales. A pesar
de que Bismarck no reputaba de gran interés el control de los eslavos, esta alianza tenía en
los Balcanes su principal razón de ser, lo que refuerza la unión entre alemanes y austro-
húngaros. La pertenencia de Italia a esta alianza fue siempre insegura, de modo que es en la
unión del Imperio guillermino y el austro-húngaro donde está el núcleo de esta unión de los
llamados durante la guerra “Imperios centrales”.

El segundo bloque es la Triple Entente, cuya configuración tardó más de un decenio,


pero que constituye el rasgo más sorprendente, de acuerdo con una extendida opinión
historiográfica, de estos años previos a la guerra. La Triple Entente tiene su origen en la
alianza de Francia con Rusia forjada a partir de 1891, mediante varios acuerdos de ayuda de
una potencia a la otra en caso de ser atacada por miembros de la Triple Alianza. Se trataba de
un acuerdo que rompía el mutuo aislamiento diplomático de ambos países, especialmente el
de Francia que tanto había perseguido Bismarck y, a la vez, hacía evidente el carácter central
de Alemania que, a partir de este momento, tendría que pensar en su estrategia militar en la
necesidad de afrontar una guerra con dos frentes. Las razones de la alianza franco-rusa están
tanto en las divergencias del zarismo con Alemania respecto de la política balcánica como en
la progresiva presencia francesa en las finanzas rusas. Fue el primer gran éxito diplomático
de la III República Francesa, que logró incluso que el zar de todas las Rusias, receloso del
sistema político francés, laico y republicano, escuchara sin pestañear el himno de La
Marsellesa en las diversas visitas de estado que ambas potencias se intercambiaron.

Pero esta alianza franco-rusa adquirió un nuevo sesgo con la incorporación de Gran
Bretaña, después de un breve periodo en que había intentando acercarse a Alemania, como
estrategia propia del ministro de las Colonias, Joseph Chamberlain, quien soñaba con una
alianza “teutónica”. Al final se impuso el acuerdo con Francia. El primer paso se da en 1904
con la firma de la Entente Cordiale entre Francia e Inglaterra y, posteriormente, a partir de la
crisis de Marruecos, se incorpora a la alianza el Imperio ruso, firmándose la Triple Entente en
1907. Esta incorporación del Reino Unido a un sistema de alianzas continental resulta una
gran novedad y sólo puede entenderse como un medio para frenar el expansionismo alemán,
especialmente en el ámbito naval. Pero había también otras razones de carácter económico y
colonial. La rivalidad colonial entre Francia e Inglaterra, que había llegado a su cenit con el
incidente de Fashoda (1898), aconsejaba una política de entendimiento. Esto es lo que sucede
con la Entente Cordiale, repartiendo las zonas de influencia del norte de África: Francia no
“entorpecería” la acción inglesa en Egipto, mientras que Gran Bretaña reconoce que
“pertenece a Francia vigilar la tranquilidad” de Marruecos. Por otra parte, tras las guerras
exitosas de Japón y de Estados Unidos contra viejos imperios (Rusia y España), estos nuevos
jugadores hacían acto de presencia en el concierto de la diplomacia internacional. Los dos
grandes imperios coloniales del momento debían tomar buena nota de ello. La fácil victoria
de los japoneses sobre los rusos en 1905, así como la debilidad interna que mostraba Rusia,
inclinó la balanza a favor de una entente anglo-francesa que incluía a Rusia y, además,
disuadía a Alemania.

La consolidación de este sistema de alianzas, que coincide con el final del reparto del
mundo colonial y con la emergencia de nuevos imperialismos extraeuropeos, supone que
toda modificación del statu quo mundial afectaba directa o indirectamente a varias naciones y
convertía en potencialmente peligrosa cualquier acción expansiva o de ruptura de este
sistema. Por eso, las diferentes crisis bélicas y diplomáticas que se suceden desde principios
del siglo XX no hacen sino poner a prueba esta política de bloques. Son los caminos que
conducen a la guerra de 1914. Se trata de conflictos y guerras de carácter limitado, pero que
obligan a conferencias y acuerdos de alcance general. Dos son los focos de tensión
principales: el reino de Marruecos y la península de los Balcanes.

En Marruecos se suceden dos conflictos que tienen como protagonista al emperador


alemán, Guillermo II, y que, estando concebidos como fórmula para quebrar la alianza
franco-inglesa, acaban por fortalecerla. El primero de ellos tiene lugar en 1905, cuando arriba
a Tánger el emperador alemán y pronuncia un discurso a favor del sultán marroquí y de la
independencia del reino. La consecuencia de esta intervención fue la convocatoria de la
Conferencia internacional de Algeciras (1906), en la que se reforzó la posición francesa (y
parcialmente, de España) sobre Marruecos. En la segunda ocasión, en 1911, es el acorazado
alemán Panther el que entra en el puerto de Agadir, como prueba de fuerza contra la
intromisión francesa en el interior de Marruecos y para exigir compensaciones territoriales o
concesiones mineras. Después de largas negociaciones, en las que la parte principal la
desempeña Gran Bretaña, la crisis se salda con la cesión a Alemania de una parte del Congo
francés y se reconoce de nuevo el protectorado francés y español sobre el territorio marroquí.
Lo que ponen de relieve estos acontecimientos marroquíes es la voluntad de Alemania de
actuar en la política mundial como primera potencia, mostrar su poderío bélico, sobre todo
en el mar, y fomentar la adhesión popular a su política expansionista y a su rivalidad con los
británicos.

Por su parte, en los Balcanes emerge ahora, a principios de siglo, la vieja “cuestión de
Oriente”, que ya fue asunto preferido de las cancillerías europeas durante todo el siglo XIX,
desde que el Imperio otomano fue perdiendo fortaleza y control sobre los pueblos balcánicos.
Diversos procesos de independencia llevados a término en el siglo XIX (Serbia, Grecia,
Rumania, Bulgaria) permitieron configurar un nuevo mapa político de los Balcanes. El
congreso de Berlín de 1878 había ratificado, además, la presencia de Austria-Hungría en la
zona, al serle encomendada la administración de Bosnia-Herzegovina. Los dos puntos
principales de fricción eran uno externo a la región y otro interno. El externo venía
determinado por el enfrentamiento entre Austria-Hungría y Rusia sobre el control político y
económico de los Balcanes que, sobre todo para Rusia, era asunto vital por su dependencia
de la salida al mar caliente a través del estrecho de los Dardanelos. El interno tenía que ver
con la ambición del reino de Serbia (3,3 millones de habitantes) de constituir una gran Serbia
que fuese capaz de reunir bajo un mismo estado a todos los serbios, de los que más de siete
millones vivían en el Imperio austro-húngaro (incluida Bosnia). No es extraño que los
austriacos consideraran a Serbia, en algún momento, como el “Piamonte” de los Balcanes.

A partir de 1908, en la conocida como “crisis bosnia”, se desencadenan varias guerras


balcánicas que constituyen el precedente más directo de la guerra general de 1914. Ante las
dificultades que presentaba el control de Bosnia a través de la ocupación militar acordada en
1878, el Imperio austro-húngaro decide llevar a cabo la anexión de Bosnia-Herzegovina al
imperio, con un estatuto especial, al no ser asignado el territorio ni a Austria ni a Hungría, lo
que abría la posibilidad de fundar dentro del Imperio una tercera estructura política en la
que se podrían agrupar todos los pueblos eslavos que estaban sometidos a la monarquía dual
austro-húngara. A pesar de las protestas de Rusia y de Serbia, la anexión se consumó gracias
al respaldo que Alemania prestó a Austria. La alianza mutua se ponía a prueba. Pero no
tardaron en surgir nuevos conflictos, en especial por la aspiración de Rusia de ejercer un
control sobre la península de los Balcanes. Son las llamadas guerras balcánicas de 1912 y
1913. En la primera guerra, una alianza interna de los pueblos balcánicos (Serbia, Bulgaria y
Grecia) apoyada por Rusia consigue expulsar de la península a los turcos, alcanzando
Bulgaria acceso al mar Egeo. Una segunda guerra, poco después, entre los vencedores, acaba
por reordenar la división política de la península, repartiendo gran parte del territorio de
Bulgaria en favor de sus vecinos y creando el estado-tapón de Albania.

Las consecuencias de estas guerras balcánicas estriban, como en el caso de Marruecos,


en su capacidad para robustecer alianzas y establecer bloques. El viejo enfrentamiento de
Austria-Hungría y Rusia a propósito de los Balcanes tiene ahora al reino de Serbia como
principal fuerza de choque, dado que el expansionismo serbio, apoyado por los rusos y por
Occidente, era una amenaza directa para austriacos y, sobre todo, húngaros que ejercían un
férreo control de los eslavos en Croacia. Pero estas guerras lo que ponen de relieve, sobre
todo, es la incapacidad del Imperio austro-húngaro, pese a su enorme pluralismo étnico y
cultural, para resolver el problema balcánico. El atentado de Sarajevo pudo parecer casual en
su ejecución concreta, pero dista mucho de ser producto del azar en una perspectiva de
medio plazo.

“PARA BELLUM”: EL REARME MATERIAL Y MORAL

El viejo adagio latino si vis pacem, para bellum, no se cumplió del todo en estos años
primeros del siglo XX. La guerra fue preparada, sin saber muy bien contra quién ni cuándo
podría estallar, pero la paz no fue preservada. Porque el camino hacia la guerra estuvo
entreverado no sólo de alianzas y guerras, sino también de una carrera armamentística que
propició el rearme de las principales potencias. Al rearme material se añadió una
legitimación ideológica y propagandista del belicismo, a través de gestos de los dirigentes
políticos (el caso más extremo es el del emperador Guillermo II), de la prensa de masas y de
una literatura belicista que surgía en el caldo de cultivo del imperialismo y de la
superioridad europea.

El aumento de gastos militares en Europa es un hecho evidente desde fines del XIX,
hasta el punto de que copaban, a principios de siglo, el 40 por ciento de los presupuestos
nacionales. En el Reino Unido, estos gastos no hicieron más que duplicarse entre 1887 y 1913,
mientras que en Alemania el gasto era todavía mayor. Un buen indicador de este rearme es el
enorme incremento del tamaño de los ejércitos. Excepto en Gran Bretaña, donde el personal
militar se mantuvo casi estable entre 1890 y 1914, en el resto de las grandes potencias esta
dimensión de los ejércitos de tierra y mar casi se duplicó. Una gran parte de la población era
llamada a filas y entrenada durante varios años, lo que permitía asegurar el principal
problema estratégico del momento: la rápida movilización de los efectivos militares. Pero
esta carrera armamentística no se basó sólo en el incremento de efectivos humanos sino, y
sobre todo, en el mejor equipamiento tecnológico de los ejércitos. Los grandes avances
realizados en la gran industria de fines de siglo se aplican sistemáticamente al ámbito militar,
construyendo acorazados, submarinos o cañones, y las principales firmas industriales del
continente tienen en los pedidos militares su principal cliente.

El rearme moral es quizá más sorprendente. Pero sólo voces aisladas,


fundamentalmente de los partidos socialistas, se manifiestan en contra de la carrera
imperialista y, a la vez, del militarismo que, desde principios de siglo, deja de aplicarse a los
territorios coloniales para anidar en los habitantes de las metrópolis. El viejo “jingoísmo”
imperialista se transforma ahora en patriotismo nacionalista, especialmente en Alemania,
pero también resulta visible en el resto de los países occidentales. Ésta es, sin duda, la razón
por la cual el estallido de la guerra no encontró ningún tipo de resistencia. Al contrario, fue
tal el entusiasmo patriótico que la tasa de desertores llamados en 1914 a la movilización
general fue bajísima. En Gran Bretaña el número de voluntarios para la guerra se elevó a un
millón en los primeros ocho meses, y en Rusia los obreros desfilaron detrás de la bandera
desplegada por el zarismo. Fue la Union sacrée (unión sagrada), bautizada por el presidente
francés Raymond Poincaré para definir la posición unánime de los franceses ante la
declaración de guerra contra Alemania. A liberales y pacifistas como Bertrand Russell no les
cabía en la cabeza que incluso colegas académicos antaño vagamente neutrales abrazasen la
causa de la guerra con gran pasión. El patriotismo se había impuesto, como reconocía el
propio Russell en un artículo publicado el 15 de agosto de 1914 en el periódico inglés Nation:
“Un mes atrás, Europa era un acuerdo pacífico entre naciones; si un inglés mataba a un
alemán, iba a la horca. Ahora, si un inglés mata a un alemán, o si un alemán mata a un inglés,
es un patriota que ha servido bien a su país”. Lo que había sucedido en ese mes forma parte
de uno de los principales enigmas del mundo contemporáneo, comenzando por las razones
del estallido de una guerra que se convirtió en una de las piedras miliares del mundo
contemporáneo.

¿POR QUÉ ESTALLA LA GUERRA?

A pesar de este ambiente belicista y de que era previsible algún tipo de conflicto, el
estallido de la guerra fue entonces y sigue siendo hasta hoy un ejemplo historiográfico
singular: por qué un hecho aislado provoca un conflicto generalizado. En junio de 1914, el
heredero de la Corona austro-húngara, el archiduque Francisco Fernando, realiza una visita a
Sarajevo, la capital de Bosnia-Herzegovina, en el curso de la cual es asesinado, después de un
atentado fallido realizado en la misma jornada, por la mañana. Era un domingo, día 28, fecha
de aniversario de la boda de los archiduques. Un acontecimiento que, como advierte Henry
Kissinger, resume “la mezcla de lo trágico y lo absurdo” que caracterizó la desintegración del
Imperio austro-húngaro. El asesino era un bosnio proserbio, Gavrilo Prinzip, que formaba
parte de la sociedad secreta serbia Mano Negra, cuyo objetivo era la formación de la gran
Serbia y la liberación del dominio austriaco. Aunque este magnicidio conmovió a la opinión
pública y, sobre todo, a los gobiernos de la Triple Alianza, no fue el origen inmediato de la
guerra. El heredero no era especialmente apreciado, sobre todo por los húngaros y, de hecho,
recibió un funeral de tercera clase (debido, sin duda, a los prejuicios impuestos por la
etiqueta de entonces, al no ser de sangre real la esposa de Francisco Fernando). Como cuenta
Joseph Roth en su novela La marcha de Radetzky, cuando la noticia del magnicidio llegó al
destacamento militar donde se hallaba el protagonista, en la lejana Galitzia polaca, las
reacciones fueron una expresión de la diversidad étnica y cultural del imperio de Francisco
José: los austriacos y eslovenos lo lloraban, mientras que los magiares celebraban que, al fin,
“la había diñado ese puerco”.

La declaración de guerra no se produjo hasta principios de agosto. Entretanto, tuvo


lugar una ronda de consultas diplomáticas, de las que las más conocidas son las cruzadas
entre las cancillerías de Viena y Berlín. Hubo, además, intentos de convocatoria de una nueva
conferencia internacional, apadrinada por Inglaterra, que no cuajaron. Hacia finales de julio,
dos hechos desencadenaron la guerra. El primero fue el ultimátum de Austria a Serbia,
redactado ya el día 19 (pero enviado el 23, para evitar que fuera divulgado durante la visita
oficial que el presidente francés Poincaré estaba realizando a Rusia). Pese a la dureza del
ultimátum, todas sus exigencias, salvo una, fueron aceptadas por Serbia. Para Austria fue
suficiente argumento y le declaró la guerra a los serbios, con la certeza de que contaba con el
amparo de Alemania. El segundo hecho es la movilización general decretada por Rusia el día
30, en defensa de Serbia, que tuvo un efecto dominó sobre los estados mayores de los
principales contendientes, lo que conduce al estallido final de la guerra, el 4 de agosto. De un
conflicto austro-serbio se pasa, en menos de una semana, a una guerra general que, sin saber
muy bien cómo, la sociedad europea aceptó de forma más emotiva que racional.
Desde entonces se han escrito millares de libros para preguntarse cómo fue posible que
un incidente aislado, en una provincia imperial alejada, pudiera haber provocado un
conflicto general. Durante muchos años se han cargado sobre Alemania las responsabilidades
del inicio de la guerra, de acuerdo con lo establecido por el artículo 231 del Tratado de
Versalles. Es la tesis también de muchos historiadores, entre ellos la de un famoso libro del
alemán Fischer (Los objetivos bélicos de la Alemania imperial, 1961), que señala las ambiciones
anexionistas alemanas como el móvil principal de la guerra, en cierto paralelismo de lo que
luego supuso el periodo nazi. Sin embargo, las respuestas unívocas suelen ser poco
convincentes. La guerra fue más bien el resultado de una combinación de factores, tanto
objetivos y de largo plazo como subjetivos y casi individuales.

Entre los primeros, es evidente que hay que tener en cuenta toda la política europea de
formación de alianzas, expansión imperialista y rearme material e ideológico. Estamos en el
momento histórico de mayor apogeo del principio de territorialidad y, en este sentido, la
guerra de 1914 obedece más a la defensa de espacios territoriales que a la preservación de
principios ideológicos o morales. De hecho, la guerra no derivó de una violación de los
tratados o pactos establecidos entre los estados, sino precisamente de lo contrario: fueron
más fuertes los compromisos previos que los propios acontecimientos del verano de 1914.
Pero también conviene tener en cuenta otros factores, más subjetivos, que explican el
estallido de la guerra.

En primer lugar, la autonomía de decisión respecto del poder político que tuvieron los
militares, sobre todo a la hora de decretar la movilización general. En el caso de Rusia, donde
el zar albergaba dudas sobre el camino a seguir, “parece ser que los oficiales de los cuarteles
generales arrancaron los cables telefónicos para evitar que se cambiara de opinión”, según
observa Michael Mann. Pero similar situación se vivió en Alemania, donde el militar Moltke
tomó decisiones a espaldas del canciller Bethmann-Hollweg. En segundo lugar, la gestión de
la información por parte de los dirigentes políticos no fue del todo clara, ya que primaron las
ambigüedades o se ocultaron decisiones a la opinión pública. Esto sucedió en el caso de Gran
Bretaña, donde Edward Grey fue acusado de mantener en secreto acuerdos con Francia que
le impedían de hecho mantenerse en situación de neutralidad respecto del conflicto franco-
alemán. Algo parecido sucedía en el bloque austro-alemán, donde los cancilleres e incluso el
propio emperador Guillermo II desconocían los planes militares de violación de la
neutralidad de Bélgica, en el ataque alemán contra Francia. En suma, el estallido de la guerra
no fue el resultado de una acción política consciente y racional, desde el punto de vista
geopolítico. Fue más bien un hecho acaecido de modo inevitable, en el que “las grandes
potencias parecían avanzar hacia la destrucción con los ojos abiertos”, en feliz expresión de
Michael Mann. El desarrollo de la guerra muestra que sus posibilidades destructivas eran
mucho mayores de lo que se suponía cuando se decretó la movilización general de los
principales países contendientes.
La historia de la bomba atómica soviética, incluyendo igualmente el pronto inicio de las
investigaciones rusas sobre la bomba de hidrógeno (hecho que Estados Unidos nunca
sospechó), está contenida en un estudio muy técnico, que consta de centenares de páginas,
y que ha sido terminado recientemente, después de ocho años de investigación de alcance
mundial y altamente reservada por parte de los servicios de espionaje norteamericanos. Este
estudio, con datos suministrados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) (que en 1947
había llegado a la conclusión de que los soviéticos no podrían de ninguna manera construir
una bomba atómica antes de 1951 como muy pronto) y por organizaciones científicas de
espionaje, no ha sido hecho público por el Gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, sus
secciones principales, que constituyen la narración histórica de los acontecimientos, del
desarrollo nuclear en la Unión Soviética, han sido minuciosamente estudiadas por el autor
de este trabajo. Entre las fuentes consultadas para la realización del estudio figuran
científicos soviéticos que participaron en el proyecto de la bomba A, algunos de los cuales
viven en el extranjero y otros todavía permanecen en Rusia.

Quizá el error básico de Occidente en esa época fue creer que los soviéticos no poseían un
conocimiento significativo de la física nuclear y de sus aplicaciones prácticas, tanto militares
como civiles. Ahora sabemos, sin embargo, que los rusos tenían ya, tres centros de
investigación nuclear en los primeros años de la década de los treinta -dos en Leningrado y
uno en Jarkof- y que los científicos soviéticos mantenían estrechas relaciones con
investigadores occidentales.

De hecho, ya en 1939 el Gobierno soviético creó una Comisión del Uranio, avanzadilla del
proyecto soviético nuclear. Curiosamente, el presidente Roosevelt no aprobó la creación del
Comité del Uranio, avanzadilla del Proyecto Manhattan, hasta 1940. El Gobierno de Estados
Unidos desconocía la existencia de la Comisión del Uranio soviética, y el hecho de que
ambos grupos secretos eligieran nombres casi idénticos fue pura coincidencia. El Instituto
del Radio de Leningrado terminó en 1939 un estudio que demostraba que sólo se
necesitaban unos pocos kilogramos de U-235 para una explosión nuclear por medio de una
reacción en cadena de neutrones rápidos.

Sin embargo, como señala el estudio de los servicios de inteligencia, en 1939 no existían
reservas de uranio ni de depósitos conocidos de mineral susceptibles de explotación
industrial.

Así pues, Igor Vasilyevich Kurchatov, Un importante físico soviético que se convirtió en el
padre de la bomba atómica soviética (aunque era virtualmente desconocido en Occidente),
tomó la sorprendente medida de intentar comprar en 1940 al Gobierno alemán un kilogramo
de uranio refinado. Los rusos sabían que la Alemania nazi había investigado profundamente
en materia nuclear, y Kurchatov había estado personalmente en contacto con físicos de
Alemania y de otros países occidentales. Moscú y Berlín- habían firmado un pacto de no
agresión en agosto de 1939, y durante los dos años siguientes -hasta la invasión nazi de la
Unión Soviética- los dos países mantuvieron relaciones económicas activas.,No se sabe si
Kurchatov tuvo éxito en su intento, pero, como señala el estudio de los servicios de
espionaje, "en esa misma época los alemanes impusieron un estricto secreto sobre su
investigación nuclear".

El barbudo Kurchatov, que entonces tenía 36 años (falleció en 1960), y tres de sus
colaboradores presentaron de forma simultánea a la Comisión del Uranio un plan para un
rápido desarrollo de la industria atómica hasta llegar a la etapa de la explosión nuclear. Una
vez más, esto tuvo lugar aproximadamente un año antes de que Estados Unidos decidiera
emprender una investigación nuclear seria, financiada por el Gobierno; y entre 1939 y 1940,
numerosos miembros destacados de la Academia de Ciencias soviética escribieron a Stalin
urgiéndole a que autorizara el "desarrollo inmediato del explosivo de uranio".

Con el comienzo de la segunda guerra mundial, Laurenti Beria fue nombrado jefe de los
servicios de seguridad NKVD (conocidos ahora como KGB), a los que se les dio la
responsabilidad de todas las actividades industriales de guerra en la Unión Soviética: Esto
incluía de forma específica la investigación nuclear, y Beria nombró a S. Semyonov, un
miembro poderoso de la Academia de Ciencias y el principal valedor de Kurchatov como su
principal consejero científico. Comenzó una gran búsqueda de uranio, y, en palabras del
estudio a que nos venimos refiriendo, "se puede decir que éste fue el modesto principio del
proyecto atómico ruso".

Un artículo revelador

Desde luego, es asombroso que el Gobierno norteamericano per maneciera totalmente


ignorante del esfuerzo nuclear soviético. Por ejemplo, es evidente que la Embajada -
norteamericana en Moscú no se percató de un artículo que apareció en el diario
gubernamental Izvestia, bajo el título "Uranio", el 21 de diciembre de 1940. En el artículo se
comentaba el potencial energético del uranio, y se nombraban a numerosos físicos
soviéticos -incluyendo a Igor Kurc: - ha tov- que realizaban investigación nuclear. Este
artículo por sí solo debería haber alertado a Washington, donde el presidente Roosevelt
acababa de poner en marcha el gran esfuerzo norteamericano ha cia la consecución de la
bomba atómica en el incipiente Proyecto Manhattan.

En 1942, él general de brigada Leslie R. Groves pasó a dirigir el Proyecto Manhattan, lo que
de hecho significó que el Ejército norteamericano se hacía cargo del desarrollo de la bomba
atómica. En la 'Unión Soviética, donde el programa atómico se encontraba en manos de
Beria y del NKVD, Stalin fue inmediatamente informado por aquél (quien evidentemente
tenía agentes en Estados Unidos) de la existencia del Proyecto Manhattan. Según el estudio
de los servicios de espionaje, Stalin entonces "llamó a los expertos más destacados" y les
preguntó "sobre la posibilidad de realizar una bomba atómica rusa y sobre si era posible
hacerlo rápidamente".

La investigación soviética práctica había sufrido un considerable retraso debido a la invasión


nazi en 1941,' y los expertos dijeron a Stalin que el avance sólo podría ser lento. De todas
formas, Stalin ordenó el inicio de un programa completo para conseguir la bomba atómica,
tras presidir una reunión de científicos y funcionarios del NKVD en Volynkoye, cerca de
Moscú, en abril de 1942. Beria tomó las medidas necesarias para transferir el equipo de
investigación nuclear desde Leningrado asediada por los nazis, y el NKVD creó una
infraestructura especial para el proyecto.

Sin embargo, la carencia de uranio continuaba siendo un problema que paralizaba todo
intento de crear armamento soviético atómico. Los geólogos que participaban en una
prospección de uranio especial llegaron incluso a tener en cuenta leyendas del folklore de
Asia Central como posibles indicios de la presencia de mineral de uranio. Verificaron, por
ejemplo los hábitos de bebida de los camellos, animales de los que se decía que buscaban
pozos de agua de la vida, que podrían ser radiactivos. A mediados de la década de lo

cuarenta, los geólogos encontraron por fin depósitos de uranio en las regiones de los Urales,
Altay y el Turquestán, en el Asia central soviética. Éste fue probablemente el mayor avance
soviético de todo el programa nuclear, pero Estados Unidos lo ignoró hasta mucho después
de la primera explosión soviética de prueba, realizada en 1949. De hecho, la política de
posguerra de Estados Unidos se basaba en el supuesto de que los rusos no tenían uranio y,
por tanto, no podían producir armas atómicas durante una década o más.
Según el estudio de los servicios de espionaje, el paso siguiente dado por el NKVD fue
organizar la extracción del mineral y la construcción de fábricas de concentrado de uranio.
Los obreros procedían de los campos de prisioneros asiáticos. Sin esta mano de obra
esclava, los soviéticos probablemente no hubieran conseguido su objetivo atómico para
1949. Ocho instalaciones de procesado fueron construidas en el área de Novosibirsk.

Condiciones primitivas

Las condiciones en las minas de uranio eran tan primitivas que el estudio señala que el
mineral se extraía "con instrumentos y palas de madera". Los científicos soviéticos se
refirieron más tarde a este período como "neanderthalismo". Sin embargo, se aplicaron
métodos más modernos en la producción de uranio metálico, el siguiente paso industrial, y
se construyó un centro atómico especial en la región de Chelyabirisk-Zlatoust. El estudio lo
describe como un "gigantesco conglomerado de minas, plantas de producción, instalaciones
de prueba, pistas de aterrizaje, ciudades y depósitos, que se extendían a través de
centenares de kilómetros cuadrados y eran mantenidos bajo una especial vigilancia de
tiempo de guerra".

Cuando los alemanes comenzaron su retirada, el cuartel general del proyecto nuclear se
estableció en Moscú, y el. principal centro de investigación de Igor Kurchatov recibió el
nombre en clave de Laboratorio número 2. Fue en este momento cuando los científicos
soviéticos decidieron construir una bomba atómica que tuviera plutonio en vez de uranio
como principal elemento de fisión. La carencia de uranio fue la razón principal para
emprender el camino del plutonio. Los científicos soviéticos sabían que podían obtener
plutonio adecuado para armas del reprocesamiento de cantidades relativamente pequeñas
del uranio utilizado en un reactor. En 1944 se activó el primer ciclotrón soviético para la
producción de plutonio para pruebas de laboratorio, y Kurcha7tov tuvo la idea de utilizar
grafito para hacer más lenta la reacción atómica.

A finales de 1944, el hermano de Kurchatov, el químico Boris, produjo la primera remesa de


plutonio. A principios de 1945, al mismo tiempo que el primer ingenio atómico
estadounidense se encontraba a punto para las pruebas finales en Nuevo México, Kurchatov
terminó sus experimentos en laboratorio y comenzó a construir un reactor de uranio
diseñado para producir materiales de fisión adecuados para la fabricación de armas. Las
tropas soviéticas ya habían entrado en Checoslovaquia y en Alemania Orienta], y el envío
por barco de mineral de uranio a la Unión Soviética desde las minas checas de Pribram y
Jachrnov, y desde las de Alemania Oriental, en Sajonia, se convirtió en la prioridad más
importante.Científicos alemanes

Pero Estados Unidos todavía no tenía ni idea de que también los soviéticos se encontraban
muy avanzados en la carrera por obtener la bomba atómica. Otro recurso alemán en manos
soviéticas lo constituían los científicos nazis. Los generales Nikiforov y Saburov, del NKVD,
encabezaron grupos especiales con órdenes de identificar a los científicos alemanes y
capturar el material científico. Entre sus importantes capturas figuró la de Manfred von
Ardenne, que había dirigido el proyecto nuclear de las SS y trabajaría en la separación
electromagnética del uranio; Gustav Hertz, que desarrolló la tecnología de la difusión
gaseosa, su discípulo Hans Barwich y los físicos Friedrich Walter y Max Vollmer.

No hay duda alguna de que los científicos alemanes ocuparon un papel clave en el
desarrollo de la bomba atómica soviética, con la unión de sus conocimientos con los de sus
colegas soviéticos. El espionaje norteamericano siempre había subestimado la gran calidad
de los físicos soviéticos, de la misma forma que subestimó el potencial industrial de los
rusos.
El ingenio atómico de Estados Unidos fue probado con éxito el 16 de julio de 1945, el mismo
día en que el presidente Truman llegó a Potsdam para la primera conferencia posterior a la
victoria con Stalin y Winston Churchill. El 24 de julio, Truman, de forma despreocupada,
aunque deliberada, le dijo a Stalin que Estados ' Unidos había desarrollado "una nueva
arma, de una fuerza destructiva inusual". No mencionó que se trataba de la bomba atómica,
y Stalin únicamente respondió con el deseo de que Truman utilizara el arma contra Japón.
Ese mismo día, Truman había autorizado los ataques atómicos contra Hiroshima, el 6 de
agosto, y Nagasaki, el 9 del mismo mes.

La delegación norteamericana sufrió una gran desilusión por el hecho de que Stalin no
hubiera mostrado un mayor interés por la revelación de Truman, pero ahora se sabe que los
soviéticos conocían el Proyecto Manhattan desde 1942. El estudio de los servicios de
espionaje dice que los agentes soviéticos habían informado a Stalin de la prueba de Nuevo
México antes de que lo hiciera Truman. De todas formas, está claro que Stalin no se
sorprendió y obviamente no le iba a contar a Truman los avances soviéticos.

Sin embargo, existen pruebas citadas en el estudio a que nos venimos refiriendo, así como
en las memorias de líderes soviéticos, de que a Stalin le afectó profundamente la utilización
de bombas atómicas en Japón; toda la ecuación política de la posguerra cambiaba ante sus
ojos.

Stalin comprendió inmediatamente que la política estadounidense se basaría a partir de ese


momento en el monopolio atómico. El as que guardaba en la manga era el avance
alcanzado por el programa nuclear soviético, confiando en que los norteamericanos lo
desconocían. En una reunión celebrada en Sochi, localidad turística del mar Negro, con los
líderes soviéticos y expertos nucleares más destacados, poco después de la reunión de
Potsdam, Stalin quiso saber si se podía poner fin al monopolio norteamericano en un plazo
de dos años. Cuando le dijeron que esto era imposible, Stalin decidió, no obstante,
embarcarse en un programa de rápido desarrollo. El final de la guerra había dejado libres
recursos económicos suficientes, y en los gulags se encontraban disponibles centenares de
miles de trabajadores esclavos para la minería y el procesamiento del uranio.

A finales de 1945, Stalin bautizó el proyecto nuclear soviético con el nombre de Borodino, en
recuerdo del escenario de la gran batalla de 1812 entre Napoleón y los rusos. Beria, del
NKVD, fue confirmado como jefe supremo de Borodino; el ministro de Asuntos Exteriores,
Vyacheslav Molotov, fue nombrado jefe político del mismo y Georgi Malenkov (que más
tarde sucedió a Stalin durante un breve período de tiempo) fue encargado del personal.
Boris Lvovich Fogt, conocido en el NKVD como Vannikov, se convirtió en el director técnico y
Kurchatov siguió siendo el director científico.

Monopolio atómico

En 1946, Borodino funcionaba como un superministerio, con el apoyo de la totalidad de la


estructura industrial y militar soviética. Estaba dividido en un primer directorio, encargado de
la producción de la bomba atómica, y un segundo directorio, encargado de los sistemas de
suministros. Este último estaba dirigido por Dimitri Ustinov (en la actualidad ministro
soviético de la Defensa).

Mientras tanto, Estados Unidos continuó haciéndose ilusiones de detentar un monopolio


atómico de duración indefinida. Sus servicios de espionaje científico eran abominables, y el
general Groves, jefe del Proyecto Manhattan, predijo en octubre de 1945 que a los rusos les
costaría de 10 a 20 años la construcción de una bomba mediante un "esfuerzo normal". La
política básica de Groves consistía en reservar a Estados Unidos el acceso a todo el uranio
mundial, y estaba convencido de que el Kremlin nunca resolvería su carencia de uranio. En
consecuencia, la política de Estados Unidos fue la de rechazar la cooperación nuclear con
los soviéticos en las Naciones Unidas.

Las operaciones estadounidenses de espionaje en la Unión Soviética para determinar la


disponibilidad de uranio evidentementemente fracasaron, ya que el general Groves continuó
insistiendo en que los rusos no tenían uranio. Como varios historiadores han de mostrado, el
malentendido básico respecto a la capacidad soviética se basaba en la idea de que existía
un único secreto atómico, y que éste podía ocultarse a los rusos -a pesar de todos los espías
que tuvieran-. Pero está claro que la verdad tenía que ver con el potencial tecnológico e
industrial soviético y no con secretos.

En diciembre de 1946, según sabemos ahora, Stalin puso en marcha un programa industrial
especial para apoyar el esfuerzo nuclear. Recibió el nombre de Plan Baruch, en sarcástica
referencia al abortado plan de control nuclear presentado en las Naciones Unidas por el
delegado norteamericano Bernard Baruch. Entre el 14 y el 18 de octubre de 1946 se
realizaron con éxito pruebas de misiles balísticos en Kazakistán: de esta forma la Unión
Soviética adquirió los medios militares necesarios para lanzar bombas atómicas mediante
cohetes además de aviones.

El 25 de diciembre de 1946, Igor Kurchatov logró la reacción en cadena controlada en su


reactor atómico, y cuando se realizaron las pruebas de misiles no existía duda alguna de la
viabilidad de la bomba soviética. Simplemente, se retrasó más de lo que Stalin hubiera
deseado.

Para acelerar la producción, el NKVD, que pronto se llamaría MVD, inició operaciones
masivas de espionaje industrial en Estados Unidos y Canadá, no en busca de
un secreto mítico, sino de instrumentos tecnológicos. Los espías trataron también de comprar
equipos industriales. Un equipo especial de espionaje recibió el nombre en clave de Partida
geológica.

Para conseguir más mineral de uranio dentro del país se establecieron en 1947 unos
grandes complejos mineros cuyo número se calcula en 32, que utilizaban como mano de
obra los prisioneros de los gulags, y estaban situados en su mayoría en las repúblicas
asiáticas. Después de 1946 se construyeron cinco grandes complejos industriales, entre
ellos la planta Podolsky, cerca de Moscú. El estudio que venimos citando sugiere que era
una "copia exacta" de la planta de separación de uranio K-25, de Oak Ridge, Tennessee -la
tecnología pudo ser robada- Al principio de 1947 se empezó a trabajar en tres reactores
industriales para el reprocesamiento de isótopos de uranio para obtener plutonio adecuado
para armamento. En 1948 entraron en servicio tres reactores más. Ahora los soviéticos
poseían la base industrial para la bomba nuclear.

Debido presumiblemente a que la bomba no estaba lista en 1947, Stalin inició una purga
súbita entre sus científicos nucleares. Estaba dirigida especialmente contra los judíos, e,
inevitablemente, retrasó todo el proyecto, pero Stalin estaba ya paranoico.

El despiste de la CIA

Durante el verano de 1948 -en curiosa coincidencia con el bloqueo soviético de Berlín-, los
científicos soviéticos pudieron empezar a separar plutonio para las bombas. En la primavera
de 1949 disponían de suficiente plutonio para construir la primera bomba. Igor Kurchatov
supervisó todos los pasos.

Los rusos eligieron el nombre de Tykwa (calabaza, en ruso) para su primer ingenio atómico.
Fue diseñado de hecho por un equipo de, cuatro destacados ingenieros militares, uno de
ellos un general de división. Se montaron dos bombas preparadas para una explosión de
prueba que inicialmente estaba programada para junio de 1949. La prueba se realizaría en
el campo de pruebas Moskva, cerca del pueblo de Karaul, en la región de Kazakistán, en el
Asia central. El centro de control estaba en Ust-Kamenogorsk.

Estados Unidos, sin embargo, no sospechaba nada. A finales de 1947, en un informe de la


CIA se estimaba que era "dudoso que los rusos puedan producir una bomba antes de 1953,
y es casi seguro que no pueden producir ninguna antes de l95l". Pero la CIA se negó a dar
una 'Techa probable", si bien este hecho no tuvo efecto alguno sobre los planificadores
militares, que todavía pensaban en términos de monopolio. El general Groves continuó
insistiendo públicamente en que la bomba soviética se encontraba a 15 o 20 años vista, y su
opinión tenía mucho peso en la Casa Blanca. El Ejército de Estados Unidos creía que el
monopolio duraría 10 años más y que la escasez de uranio limitaría posteriormente la
producción.

A mediados de 1949, sólo semanas antes de la prueba soviética, la Administración Truman


no sabía seguro si los rusos construirían la bomba ni cuándo. El secretario de Estado, Dean
Acheson, pensaba que Moscú tendría la bomba en 1950 o 1951, pero la planificación de la,
cúpula militar siguió sin tener en cuenta la posibilidad de una bomba atómica soviética.

'Calabaza' y primier rayo

Ésta se convirtió en realidad a las cuatro de la mañana del 29 de agosto de 1949, cuando,
en presencia del jefe del KGB, Beria, y del director científico, Igor Kurchatov, la Calabaza fue
hecha estallar. La prueba recibió en clave el nombre de Pervaya Molniya, el primer rayo. Estos
detalles nunca han sido hechos públicos hasta ahora, ni en Occidente ni en la Unión
Soviética.

Pero hasta el 9 de septiembre - 10 días después- Estados Unidos no tuvo constancia de que
los soviéticos habían probado efectivamente la bomba atómica. El servicio de vigilancia de la
Comisión de Energía Atómica informó ese día que podía haber tenido lugar, una prueba
atmosférica. El 14 de septiembre, muestras de lluvia procedentes de nubes contaminadas
confirmaron la explosión de una bomba. Increíblemente, Truman, el secretario de Defensa,
Louis Johnson, y el general Groves se negaron en principio a creer que había ocurrido.
Pensaron que había sido un accidente en un laboratorio nuclear.

El 23 de septiembre, Truman anunció públicamente que había habido una explosión atómica
en la Unión Soviética, pero no se refirió para nada a una bomba. Dos días después, los
soviéticos anunciaron oficialmente que tenían la bomba. El retraso en el anuncio se debió,
muy posiblemente, al deseo de añadir el insulto al daño, para que los norteamericanos
sufrieran durante semanas pensando qué habría pasado realmente en Asia central.

La próxima semana se cumple el 352 aniversario de la bomba atómica soviética. Desde


aquella madrugada de agosto de 1949, la carrera de armamento nuclear entre soviéticos y
norteamericanos no se ha moderado y puede no hacerlo nunca. Pero la historia de la bomba
atómica soviética, una historia nunca contada antes de forma completa, constituye un
recordatorio útil de que no existe una cosa tal como la superioridad nuclear permanente.

. Distribuido en exclusiva por Los Angeles Times.

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